Ciencia al servicio de la búsqueda de vida extraterrestre

Ya sabemos que seguramente hay vida más allá de la Tierra. La pregunta ahora es cómo hacemos para dar con ella y encontrarla entre las miles de estrellas y planetas que nos rodean.

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Foto: Gerhard Hüdepohl, ESO

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A la búsqueda de imágenes de exoplanetas

En el desierto chileno de Atacama, el Telescopio Muy Grande (VLT, Very Large Telescope) del Observatorio Europeo Austral (ESO) lanza varios rayos láser hacia el cielo para crear estrellas guía artificiales que ayudan a los astrónomos a corregir las distorsiones causadas por la turbulencia atmosférica. Es uno de los pocos telescopios que pueden captar directamente imágenes de exoplanetas gigantes.

 

Foto: Spencer Lowell

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Vela solar

La vela solar parcialmente plegada del Explorador de Asteroides Cercanos a la Tierra (NEA) de la NASA es sometida a una inspección definitiva antes de testarse en unas instalaciones de Hunstsville, Alabama. Igual que las velas convencionales recogen el viento, las solares son impelidas por la presión de la luz solar, lo que minimiza la necesidad de usar combustible.

Foto: Spenser Lowell

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Transmisor láser

Un transmisor láser, como este desarrollado por II-VI, Inc. y la Universidad de Dayton, Ohio, presagia la tecnología que necesita Breakthrough Starshot para propulsar naves espaciales hasta la estrella más próxima. Los rayos láser de las 21 lentes del dispositivo convergen en una diana remota. La batería de láseres de Starshot combinará cerca de mil millones de rayos similares.

Foto: Spenser Lowell

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Experto en velas solares

Les Johnson, experto en velas solares del Explorador NEA, hace flotar un fragmento de material de la vela, un plástico aluminizado mucho más fino que un cabello. La vela propulsada por láser podría ser de grafeno, mucho más ligero. «Las velas solares actuales son las abuelas de las velas que algún día llevarán a nuestros hijos a las estrellas», asegura.

Foto: Spencer Lowell

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Radiotelescopios SETI

El investigador Jon Richards revisa una unidad del Conjunto de Telescopios Allen del Instituto SETI, un instrumento situado en el norte de California, en la cordillera de las Cascadas. Durante 60 años radiotelescopios como este han sido la herramienta principal en la búsqueda de inteligencia extraterrestre.

Foto: Spencer Lowell

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Nave espacial Sprite

Poco mayor que un sello de correos, esta nave espacial Sprite, desarrollada en el Centro de Investigación Ames de la NASA, en Mountain View, California, muestra que algún día podría existir la posibilidad de que las naves de Breakthrough Starshot lleven sensores con los que buscar formas de vida en el sistema estelar más cercano.

Foto: Spencer Lowell

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Datos sobre la búsqueda de vida en Marte

Unos científicos del Instituto SETI, fundado por la NASA, recogen datos en el desierto chileno que guiarán la búsqueda de vida en Marte. Los montículos que puntean el paisaje albergan microbios que prosperan en el duro clima de la zona. «Está lleno de vida, hasta el último centímetro», dice la jefa de equipo Nathalie Cabrol. 

Foto: Spencer Lowell

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Una nave para buscar vida

La astrofísica del MIT Sara Seager muestra una maqueta de cómo sería la nave Starshade, actualmente en desarrollo en el Laboratorio de Propulsión a Chorro de la NASA en Pasadena, California. Una vez en el espacio, el dispositivo, de más de 30 metros de diámetro, bloquearía la luz de una estrella dada. Un telescopio espacial captaría entonces la imagen de un planeta cuando se encontrase entre los pétalos de la Starshade, y buscaría indicios de vida en él.

Foto: Spencer Lowell

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Descodificando patrones de lenguaje alienígenas

Laurance Doyle, del Principia College y el Instituto SETI, contacta con una inteligencia «extraterrestre» en el parque temático de fauna Six Flags Discovery Kingdom de Vallejo, en California. Los estudios de Doyle sobre los sistemas que usan delfines y ballenas para comunicarse podrían ayudar a descodificar patrones de lenguajes alienígenas.

Foto: Chris Gunn, NASA

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Telescopio Espacial James Webb

EL Telescopio Espacial James Webb de la NASA es examinado en una megacámara criogénica del Centro Espacial Johnson de Houston, Texas, que simula las condiciones gélidas del espacio. Mucho más potente que el Telescopio Espacial Hubble, sondeará la formación de estrellas, galaxias y sistemas solares en los que podría existir vida.

Su despacho de la planta 17 del Edificio 54 del MIT, Sara Seager está todo lo cerca del espacio que se puede estar en Cambridge, Massachusetts. Desde su ventana alcanza a ver, por un lado, el centro de Boston en la otra orilla del río Charles, y por el otro, el campo de béisbol Fenway Park. Dentro, su perspectiva se extiende hasta la Vía Láctea y más allá.

Seager tiene 47 años y es astrofísica. Su especialidad son los exoplanetas, es decir, todos los planetas del universo excepto los que giran alrededor de nuestro Sol. En una pizarra ha apuntado la ecuación que ideó para calcular la probabilidad de detectar vida en un exoplaneta. Bajo otra pizarra repleta de ecuaciones se acumula un tesoro de recuerdos, entre ellos un frasquito que contiene una especie de esquirlas negras y brillantes."Es una roca que fundimos", apunta.

Supertierras ardientes

Me explica que existen unos planetas, conocidos como supertierras calientes, tan cercanos a sus respectivas estrellas que en ellos un año dura menos de un día. «Son planetas tan calientes que probablemente contienen lagos de lava gigantescos», dice. De ahí la roca que fundieron. "Queríamos testar la luminosidad de la lava".

Cuando Seager empezó sus estudios de posgrado a mediados de los años noventa, no sabíamos que algunos planetas orbitan alrededor de sus estrellas en cuestión de horas y que otros tardan casi un millón de años en hacerlo. Ni que hay planetas que giran alrededor de dos estrellas y planetas errantes que no orbitan en torno a ninguna y vagan por el espacio. De hecho, ni siquiera sabíamos con seguridad que existiesen otros planetas más allá de nuestro sistema solar, y muchas de las cosas que suponíamos ciertas sobre los planetas resultaron ser falsas. El primer exoplaneta que se descubrió –51 Pegasi b, en 1995– fue en sí mismo una sorpresa: un planeta gigante muy pegado a su estrella, a la que orbitaba en tan solo cuatro días. "Con lo del 51 Peg ya debimos comprender que esto iba a traer sorpresa tras sorpresa –dice Seager–. Ese planeta no debería estar ahí".

Hoy hemos constatado la existencia de unos 4.000 exoplanetas, pero todavía no tenemos manera de saber si alguno de ellos puede albergar vida.

Hoy hemos constatado la existencia de unos 4.000 exoplanetas. La mayoría fueron descubiertos por el telescopio espacial Kepler, lanzado en 2009. La misión del Kepler era averiguar cuántos planetas podía encontrar orbitando alrededor de unas 150.000 estrellas dentro de una zona minúscula del firmamento. Pero su objetivo último era averiguar si los entornos en los que podría surgir vida abundan en el universo o por el contrario son sumamente excepcionales, lo que significaría que en la práctica no tenemos la menor esperanza de llegar a saber si existe otro mundo con vida.

¿Cuántos planetas pueden tener vida?

La respuesta del Kepler fue categórica. Hay más planetas que estrellas, y como mínimo una cuarta parte de ellos son planetas del tamaño de la Tierra que se mueven en la llamada zona habitable de sus respectivas estrellas, donde no hace ni demasiado calor ni demasiado frío para que exista vida. Con un mínimo de 100.000 millones de estrellas en la Vía Láctea, solo en nuestra galaxia hay al menos 25.000 millones de entornos en los que resulta concebible que pudiese existir vida. Y como nuestra galaxia, hay billones más.

No es de extrañar que el Kepler, que se quedó sin combustible el pasado mes de octubre, sea venerado por los astrónomos. Ha cambiado nuestra manera de enfocar uno de los grandes misterios de la existencia. La pregunta ya no es si existe vida fuera de la Tierra. Es casi seguro que la hay. Ahora la pregunta es: ¿cómo damos con ella?

 

La revelación de que nuestra galaxia está repleta de planetas ha dado un nuevo impulso al campo de la exobiología. Un aluvión de financiación privada ha creado una agenda de investigación mucho más ágil y audaz. También la NASA está intensificando su actividad en este ámbito. La mayor parte de la investigación se centra en hallar indicios de cualquier tipo de vida en otros mundos. Pero la expectativa de nuevos objetivos, nueva financiación y una potencia computacional que crece sin parar también han dado nuevos bríos a la búsqueda de extraterrestres inteligentes que emprendimos hace décadas.

Objetivo: encontrar vida fuera de la Tierra

Para Seager, formar parte del equipo del Kepler fue un paso más hacia la consecución del propósito de su vida: encontrar un planeta análogo a la Tierra que orbite alrededor de una estrella análoga al Sol. Ahora mismo está centrada en el Satélite de Búsqueda de Exoplanetas en Tránsito (TESS, Transiting Exoplanet Survey Satellite), un telescopio espacial de la NASA dirigido por el MIT que se lanzó el año pasado. Como el Kepler, el TESS busca la leve disminución de la luminosidad de una estrella que causa un planeta al pasar –transitar– por delante de ella. El TESS está peinando prácticamente el firmamento completo, con el propósito de identificar unos 50 exoplanetas con una superficie rocosa como la de la Tierra. Serán candidatos al examen de los telescopios más potentes en los que se está trabajando ahora mismo, empezando por el Telescopio Espacial James Webb, que la NASA espera lanzar en 2021.

Seager ha reunido en su despacho algunos objetos que expresan «dónde estoy ahora mismo y hacia dónde voy, para recordarme por qué me esfuerzo tanto». Entre ellos hay varias esferas de piedra pulida que representan una enana roja y su séquito de planetas, y una maqueta de ASTERIA, un satélite de localización planetaria de bajo coste que ella misma desarrolló.

«Esto aún no he tenido tiempo de colgarlo», dice mientras desenrolla un póster, un diagrama que muestra la firma espectral de los elementos, como códigos de barras de colores. Cada compuesto químico absorbe un conjunto único de longitudes de onda de luz. (Por ejemplo, las hojas nos parecen verdes porque la clorofila absorbe el rojo y el azul, así que la única luz que refleja es la verde). A los veintitantos años a Seager se le ocurrió que los compuestos de la atmósfera superior de un planeta en tránsito quizá dejasen sus huellas espectrales en la luz que emitía la estrella. En teoría, si en la atmósfera de un planeta hay gases generados por seres vivos, podríamos encontrar pruebas de ello en la luz que llega hasta nosotros. "Va a ser complicadísimo –me dice–. Imagina que la atmósfera de un planeta rocoso es la piel de una cebolla, y que la cebolla pasa por delante de, no sé, una pantalla IMAX2.

Existe una mínima probabilidad de que un planeta rocoso orbite una estrella tan cercana a nosotros que el telescopio Webb logre captar luz suficiente para buscar en ella señales de vida. Pero la mayoría de los científicos, incluida Seager, cree que habrá que esperar a la siguiente generación de telescopios espaciales. Buena parte de una pared de su despacho está cubierta por un panel de plástico negro ultrafino cuya forma recuerda al pétalo de una flor gigante. Es un recordatorio de hacia dónde se dirige: una misión espacial, aún en desarrollo, que, está convencida, podría conducirla hasta otra Tierra viva.

Desde niño, Olivier Guyon ha tenido un problema con el sueño: le fastidia soberanamente tener que dormir por la noche, el mejor momento para estar despierto. Guyon se crio en Francia, en la Champaña rural. A los 11 años sus padres le compraron un pequeño telescopio, de lo que según él se arrepintieron enseguida. Muchas noches se quedaba mirando las estrellas, y al día siguiente se dormía en clase. Cuando aquel telescopio se le quedó pequeño, construyó otro. Con él veía ampliados los objetos celestes, pero nada podía hacer para aumentar el número de horas nocturnas. Así que un día, siendo adolescente, decidió que iba a dejar de dormir casi por completo. Al principio se encontraba estupendamente, pero al cabo de una semana cayó enfermo de gravedad. Todavía hoy le recorre un escalofrío cuando lo recuerda.

Hoy Guyon tiene 43 años y un señor telescopio con el que trabajar. El observatorio Subaru, junto con otros 12, se encuentra en la cima del Mauna Kea, en la isla de Hawai. Su espejo de 8,2 metros es uno de los espejos monolíticos más grandes del mundo. (Operado por el Observatorio Astronómico Nacional de Japón, no tiene nada que ver con los automóviles homónimos: Subaru es el nombre japonés de las Pléyades). A 4.205 metros sobre el nivel del mar, el Mauna Kea ofrece una de las vistas más elevadas y claras del universo, y está a solo hora y media en coche de Hilo, donde vive Guyon. Eso le permite acercarse a menudo para probar y afinar el instrumento que ha construido y acoplado al telescopio, para lo cual pasó muchas noches en vela. "Si pasas un par de semanas aquí arriba, empiezas a olvidarte de la vida en la Tierra", me dice.

La genialidad particular de Guyon es el dominio de la luz: cómo moldearla y manipularla para vislumbrar cosas que ni siquiera el colosal espejo del Subaru alcanzaría a ver si no fuese por la fenomenal prestidigitación de este hombre.

Cómo ver un planeta lejano

«La pregunta del millón es si ahí arriba hay actividad biológica–dice, señalando hacia el cielo–. Si la hay, ¿cómo es? ¿Hay continentes? ¿Mares y nubes? Todas estas preguntas pueden contestarse si logramos extraer la luz de un planeta a partir de la luz de su estrella».

En otras palabras, si logramos ver el planeta. Tratar de distinguir entre la luz de un planeta rocoso del tamaño de la Tierra y la luz de su estrella es como entrecerrar los párpados todo lo posible para distinguir una mosca de la fruta volando ante un foco. Parece imposible, y con los telescopios actuales, lo es. Pero Guyon está ojo avizor a lo que podría llegar a hacer la nueva generación de telescopios terrestres si se consigue que entrecierren los párpados muy, pero que muy fuerte.

Tratar de distinguir entre la luz de un planeta rocoso del tamaño de la Tierra y la luz de su estrella es como entrecerrar los párpados todo lo posible para distinguir una mosca de la fruta volando ante un foco.

Y eso es precisamente lo que pretende su instrumento, un aparato llamado –agárrate– Óptica Adaptativa Extrema Coronográfica del Subaru (o SCExAO, pronunciado «esquecsao»). Guyon quería mostrármelo en acción, pero el Subaru estaba desconectado por un corte en el suministro eléctrico. En lugar de eso, me propone una visita a la cúpula de 43 metros que encierra el telescopio. Allí arriba hay un 40% menos de oxígeno que a nivel del mar. Los visitantes pueden llevar botella, pero él decide que a mí no me hace falta.

«El otro día estaba dando un tour a unos científicos y, de repente, ¡una se desmayó! –me dice–. Debí darme cuenta de que no se encontraba bien. Estaba muy callada». Yo me agarro con fuerza a la barandilla y me aseguro de formular preguntas constantemente.

Telescopios espaciales Vs telescopios terrestres

Los telescopios terrestres (como el Subaru) tienen una mayor capacidad de captación de luz que los espaciales (como el Hubble), sobre todo porque hasta ahora nadie ha averiguado cómo embutir un espejo de más de ocho metros en un cohete y lanzarlo al espacio. Pero por otro lado presentan una desventaja importante: tienen por encima kilómetros de atmósfera. Las fluctuaciones en la temperatura del aire provocan refracciones erráticas; pensemos, por ejemplo, en cómo titilan las estrellas, o en cómo se ondula el aire sobre el asfalto en pleno verano.

La primera tarea del SCExAO es «planchar esas arrugas». Esto se consigue dirigiendo la luz de una estrella hacia un espejo deformable, del tamaño de una moneda, activado por 2.000 micromotores. Esos motores deforman el espejo 3.000 veces por segundo para contrarrestar con precisión las aberraciones atmosféricas y, voilà, logramos ver un haz de luz estelar lo más parecido posible a como era antes de que lo alterase nuestra atmósfera. A continuación viene la parte de entrecerrar los párpados. Guyon concibe la luminosidad de una estrella como «una masa hirviente de luz que queremos quitarnos de en medio». Su instrumento, un coronógrafo, solo permite la entrada de la luz reflejada por el planeta.

El resultado final, una vez estén construidos los telescopios de nueva generación, será un punto visible de luz que corresponderá a un planeta rocoso. Al pasar esa imagen a un espectrómetro, dispositivo que descompone la luz en sus longitudes de onda, podremos empezar a buscar signos de actividad biológica, las llamadas biofirmas.

Hay una biofirma que, según concuerdan Seager, Guyon y casi todos sus colegas, sería la prueba definitiva (hasta donde permite la prudencia científica) de que existe vida. Ya tenemos un planeta para demostrarlo. En la Tierra, las plantas y ciertas bacterias generan oxígeno como subproducto de la fotosíntesis. El oxígeno es una molécula de lo más promiscua: reacciona con y se une a casi todo cuanto puede encontrarse en la superficie de un planeta. De modo que si podemos encontrar pruebas de que en una atmósfera se está acumulando oxígeno, más de un investigador levantará una ceja. Todavía más reveladora sería una biofirma formada por oxígeno y otros compuestos asociados a la vida terrestre. Lo más convincente sería encontrar oxígeno además de metano, puesto que estos dos gases generados por organismos vivos se destruyen mutuamente. Hallarlos juntos significaría que obligatoriamente están reponiéndose sin cesar.

Una de las posibles pruebas de que existe vida sería encontrar una atmósfera en la que se acumule oxígeno y metano, puesto que esos dos gases generados por organismos vivos se destruyen mutuamente

Sin embargo, restringir la búsqueda de vida extraterrestre al oxígeno y el metano sería pecar de un geocentrismo absoluto. La vida podría adoptar formas que no sean plantas fotosintéticas; de hecho, en nuestra propia Tierra existió vida anaeróbica durante miles de millones de años antes de que empezase a acumularse oxígeno en la atmósfera. Mientras se cumplan unos cuantos requisitos básicos –energía, nutrientes y un medio líquido–, podrían surgir formas de vida que generasen gases de cualquier tipo. La clave es encontrar gases en cantidades superiores a las esperables.

Hay otros tipos de biofirmas que podemos buscar. La clorofila de la vegetación refleja la luz infrarroja cercana, el llamado límite rojo, invisible para el ojo humano, pero fácilmente observable con telescopios infrarrojos. Si lo encontramos en la biofirma de un planeta, es muy posible que hayamos localizado un bosque extraterrestre. Pero la vegetación de otros planetas podría absorber otras longitudes de onda: podría haber planetas con Selvas Negras en el sentido literal.

¿Y por qué buscar solo plantas?

Lisa Kaltenegger, directora del Instituto Carl Sagan de la Universidad Cornell, ha publicado junto con sus colaboradores las características espectrales de 137 microorganismos, entre ellos algunos que viven en entornos terrestres extremos que quizá sean la norma en otros planetas. Es comprensible que la próxima generación de telescopios se espere con tanta impaciencia. "Por primera vez vamos a poder captar luz suficiente –afirma Kaltenegger–. Podremos hacernos una idea de lo que hay".

El mejor telescopio de la historia

El telescopio terrestre más inminente y potente de la próxima generación, el Telescopio Extremadamente Grande (ELT, Extremely Large Telescope) del Observatorio Europeo Austral, situado en el desierto chileno de Atacama, está previsto que entre en funcionamiento en 2024. La capacidad de captación de luz de su espejo de 39 metros superará la de todos los telescopios del tamaño del Subaru juntos. Equipado con una versión ultrasofisticada del instrumento de Guyon, el ELT será capaz de tomar imágenes de planetas rocosos en la zona habitable de enanas rojas, las estrellas más comunes de nuestra galaxia. Son más pequeñas y menos brillantes que el Sol, que es una enana amarilla, de modo que su zona habitable está más próxima a ellas. Cuanto más cerca está un planeta de su estrella, más luz refleja.

 

Por desgracia, la zona habitable de una enana roja no es el lugar más agradable de nuestra galaxia. Las enanas rojas concentran una enorme cantidad de energía, y es frecuente que lancen fulguraciones al espacio mientras pasan por lo que Seager llama «una adolescencia larga y problemática». Podría darse el caso de que surgiese una atmósfera que amparase una eventual vida rudimentaria de estas explosiones de ira, pero también es probable que los planetas que orbitan en torno a las enanas rojas presenten un «acoplamiento de marea», es decir, que siempre expongan el mismo lado a la estrella, de igual manera que nuestra Luna solo muestra una de sus caras a la Tierra. Esto significaría que una mitad del planeta es demasiado caliente y la otra, demasiado fría para albergar vida. La zona media, eso sí, podría ser lo suficientemente templada.

De hecho, existe un planeta rocoso, llamado Proxima Centauri b, que orbita en la zona habitable de Proxima Centauri, una enana roja que es la estrella más cercana a la nuestra y que está a unos 4,2 años luz (o 40 billones de kilómetros) de distancia. «Es un objetivo superemocionante», dice Guyon. Pero coincide con Seager en que la mayor probabilidad de encontrar vida estará en un planeta análogo a la Tierra que gire alrededor de una estrella análoga al Sol. El ELT y los demás telescopios de su género serán unos artefactos fantásticos captando luz, pero ni siquiera esos mastodónticos telescopios terrestres podrán discriminar entre la luz de un planeta y la de una estrella 10.000 millones de veces más brillante.

La mayor probabilidad de encontrar vida estará en un planeta análogo a la Tierra que gire alrededor de una estrella análoga al Sol.

Para lograrlo nos hará falta más tiempo y una tecnología todavía más sofisticada, alguien podría incluso decir que de ciencia ficción. Volvamos al panel con forma de pétalo que Seager tiene colgado en la pared de su despacho. Es parte de un instrumento espacial llamado Starshade. Consta de 28 paneles dispuestos en torno a un nodo central, como un girasol gigante de más de 30 metros de diámetro. Los pétalos tienen la forma y la ondulación exactas para desviar la luz de una estrella y arrastrar tras de sí una sombra ultraoscura. Si en el fondo de ese corredor de oscuridad se posiciona un telescopio, este podrá captar el resplandor de un planeta análogo a la Tierra visible justo por fuera del contorno de la Starshade.

Todo apunta a que el primer compañero de la Starshade sea el Telescopio de Rastreo Infrarrojo de Gran Campo (WFIRST, Wide Field Infrared Survey Telescope), cuya compleción se prevé para mediados de la década de 2020. Las dos naves trabajarán juntas en una suerte de paso a dos celeste: la Starshade se colocará en posición para bloquear la luz de una estrella y permitir al WFIRST detectar cualquier planeta que gire en torno a ella y, si es el caso, muestrear sus espectros en busca de indicios de vida. A continuación, la Starshade se dirigirá a la siguiente posición para bloquear la luz de la próxima estrella consignada en su lista de objetivos. Aunque los bailarines distarán entre sí decenas de miles de kilómetros, deberán alinearse con un margen de tolerancia de un solo metro para que la coreografía funcione.

La Starshade, actualmente en desarrollo en el Laboratorio de Propulsión a Chorro de la NASA, tardará todavía diez o doce años en estar lista, y no hay garantía de que vaya a haber financiación para ella. Seager, que espera dirigir el proyecto, es optimista. La idea de poner una flor gigante en el espacio y desplegar sus pétalos con el propósito de bloquear la luz de un sol lejano para ver si los mundos que giran en torno a él contienen vida levanta el ánimo como ningún otro proyecto.

Cuando Jon Richards respondió a un anuncio en 2008 en el que se buscaba un programador de software, ni por un momento imaginó que iba a pasar la mayor parte de los 10 años siguientes buscando alienígenas en un valle remoto del norte de California. SETI –acrónimo inglés de búsqueda de inteligencia extraterrestre– denota al mismo tiempo un campo de investigación y una organización sin ánimo de lucro, el Instituto SETI, que tiene contratado a Richards para que maneje el Conjunto de Telescopios Allen (ATA, Allen Telescope Array), a 550 kilómetros de la sede que el instituto tiene en Silicon Valley. Las del ATA son las únicas instalaciones del mundo construidas ex profeso para detectar señales de civilizaciones extraterrestres. Financiado en gran parte por Paul Allen, el cofundador de Microsoft ya fallecido, se concibió como un conjunto de 350 radiotelescopios con antenas parabólicas de seis metros de diámetro, aunque por problemas de financiación solo se han construido 42. Hubo un momento en que siete científicos gestionaban el ATA, pero la constante reducción de personal ha hecho de Richards «el último mohicano», como él mismo dice con buen ánimo.

He venido a ver a Richards un día de agosto, justo después de una serie de incendios forestales en la zona. El humo vela las montañas y en la niebla las antenas parecen como estatuas de la isla de Pascua, inmóviles, con la mirada fija en el mismo punto de un cielo uniforme. Richards me lleva hasta una de ellas y abre las puertas inferiores para enseñarme el alimentador que acaban de instalar: un cono de cobre brillante cuajado de púas, protegido por una campana de vidrio grueso. «Casi parece un rayo de la muerte», dice.

Algoritmos al servicio de la astronomía

Su trabajo consiste en gestionar el hardware y el software, que incluye algoritmos desarrollados para cribar los cientos de miles de señales de radio que cada noche captan los telescopios en busca de una «señal de interés». Las radiofrecuencias constituyen el «caladero» favorito de los proyectos SETI desde que hace 60 años se inauguró la búsqueda de transmisiones extraterrestres, en gran medida porque son el elemento que mejor viaja por el espacio. Los científicos que trabajan en proyectos SETI se han centrado sobre todo en una zona tranquila del espectro de radio, libre del ruido de fondo de la galaxia. Tiene sentido escudriñar este rango de frecuencias, pues es el que con mayor probabilidad escogería para transmitir un alienígena sensato.

Richards me explica que el ATA trabaja con una lista de objetivos de 20.000 enanas rojas. Por la noche se asegura de que todo funciona como es debido, y mientras duerme, los reflectores parabólicos apuntan, las antenas despiertan, los fotones corren por los cables de fibra óptica y la música de radio del cosmos llega hasta los enormes procesadores. Si una señal pasa los tests que sugieren una fuente no natural o un origen no cotidiano (un satélite, un avión, un mando de garaje), el ordenador lanza una alerta por correo electrónico. Richards ha configurado el sistema para que se lo reenvíe al teléfono. Nuestro primer contacto con una civilización alienígena podría ser, pues, un mensaje de texto que haga vibrar el móvil de Richards sobre su mesilla de noche.

Hasta la fecha, no obstante, todas las señales de interés han sido falsas alarmas. Incluso si están ahí, las probabilidades de que busquemos en el sitio correcto, en el momento exacto y en la radiofrecuencia precisa son remotas. Jill Tarter, directora de investigación del Instituto SETI hoy jubilada, compara la búsqueda con sumergir una taza en el océano: la probabilidad de que al sacarla lleve dentro un pez es ínfima, pero eso no significa que el mar no esté lleno de peces. Por desgracia, hace mucho tiempo que el Congreso de Estados Unidos perdió el interés en sumergir la taza, y en 1993 retiró su apoyo al proyecto.

Civilizaciones alienígenas

La buena noticia es que el ámbito de investigación de SETI –no el instituto– acaba de recibir un notable apoyo en forma de financiación, lo que ha reavivado el entusiasmo entre los investigadores. En 2015 un inversor capitalista de origen ruso llamado Yuri Milner fundó Breakthrough Initiatives, consignando un mínimo de 200 millones de dólares para la búsqueda de vida en el universo; de esta cantidad, 100 millones han de dedicarse específicamente a la búsqueda de civilizaciones alienígenas. Milner fue uno de los primeros inversores de Facebook, Twitter y muchas otras compañías de internet. Su visión filantrópica podría sintetizarse así: si estamos de acuerdo en que encontrar pruebas de la existencia de inteligencia extraterrestre vale 100 millones de dólares, ¿por qué no pagarlos él? «Si lo piensas así, tiene sentido –dice, cuando me reúno con él en una lujosa coctelería de Silicon Valley–. Si fuesen mil millones al año… Eso ya habría que hablarlo».

Milner me habla de sus antecedentes: un título universitario en física, toda una vida de pasión por la astronomía y unos padres que le pusieron el nombre de Yuri en honor al cosmonauta Yuri Gagarin, que se convirtió en el primer ser humano en viajar al espacio exterior siete meses antes del nacimiento de Milner. Ocurrió en 1961, el mismo año –apunta– en que nació la investigación SETI. «Todo está relacionado».

Por medio de una de sus iniciativas, Breakthrough Listen, planea gastar 100 millones de dólares en 10 años, la mayor parte de ellos canalizados en el Centro de Investigación SETI de la Universidad de Californa en Berkeley. Otro proyecto, Breakthrough Watch, está financiando nuevas tecnologías para buscar biofirmas con el Telescopio Muy Grande (VLT, Very Large Telescope) del Observatorio Europeo Austral, en Chile.

La apuesta con la que Milner va más lejos, en sentido figurado y literal, es la iniciativa Breakthrough Starshot, que invierte 100 millones de dólares en explorar la viabilidad de viajar materialmente hasta el sistema estelar más cercano, Alpha Centauri, al que pertenece el planeta rocoso Proxima b. Para apreciar la magnitud de este reto hay que tomar cierta perspectiva. La primera nave Voyager, lanzada en 1977, tardó 35 años en penetrar en el espacio interestelar. Viajando a esa velocidad, la Voyager tardaría unos 75.000 años en alcanzar Alpha Centauri. En el plan actual de Starshot, una flota de naves del tamaño de un canto rodado que surcasen el espacio a una quinta parte de la velocidad de la luz podrían llegar a Alpha Centauri en 20 años. Partiendo de un mapa propuesto originalmente por el físico Philip Lubin, de la Universidad de California en Santa Bárbara, estas minúsculas Niñas, Pintas y Santa Marías se propulsarían con una batería de láseres terrestres más potentes que un millón de soles. Quizá sea imposible. Pero esa es la ventaja de la financiación privada: permite, de hecho espera, que apuestes a lo grande.

«En cinco o diez años veremos si ha salido bien –dice Milner, encogiéndose de hombros–. No me embarco porque crea a pies juntillas que vaya a salir bien, sino porque probar tiene lógica».

Al día siguiente de verme con Milner visité el campus de Berkeley para conocer a los beneficiarios de esta espléndida dádiva que es Breakthrough Listen. Andrew Siemion, director del Centro de Investigación SETI de Berkeley, ha sido elegido además para dirigir investigaciones SETI en el propio Instituto SETI, incluidas las operaciones en el ATA. Aunque reconoce el mé--rito de las décadas de investigación de Jill Tarter y sus colegas en el Instituto SETI, Siemion, de 38 años, quiere dejar clara la diferencia entre los proyectos SETI del pasado y los de hoy. La búsqueda inicial se inspiraba en la posibilidad de una conexión, lanzar un mensaje con la esperanza de encontrar a alguien que respondiese. Los proyectos SETI 2.0 buscan determinar si la civilización tecnológica es parte del paisaje cósmico, como los agujeros negros, las ondas gravitacionales o cualquier otro fenómeno astronómico.

La búsqueda inicial se inspiraba lanzar un mensaje con la esperanza de encontrar a alguien que respondiese

«No estamos buscando una señal. Buscamos una propiedad del universo», dice Siemion.

Breakthrough Listen no va a abandonar de ningún modo la búsqueda convencional de radiotransmisiones, me cuenta; al contrario, va a redoblar sus esfuerzos, dedicando a SETI aproximadamente la cuarta parte del tiempo de observación de dos inmensos radiotelescopios de una sola antena de Virginia Occidental y Australia. Siemion está todavía más entusiasmado por la colaboración con el nuevo telescopio MeerKAT de Sudáfrica, un conjunto de 64 antenas parabólicas, cada una de las cuales duplica en tamaño las del ATA. Al aprovechar las observaciones llevadas a cabo por otros científicos, Breakthrough Listen estará observando un millón de estrellas las 24 horas del día, dejando en una minucia las anteriores búsquedas SETI. Por potente que sea, el MeerKAT es un mero precursor del sueño de la radioastronomía: el Conjunto de un Kilómetro Cuadrado (SKA, Square Kilometer Array), que en algún momento de la próxima década vinculará cientos de antenas parabólicas de Sudáfrica con miles de antenas de Australia, creando así un radiotelescopio con un área colectora de más de un kilómetro cuadrado, o 100 hectáreas.

Líneas de investigación para encontrar vida

Hay otras líneas de investigación SETI de las que me habla Siemion: colaboraciones de Breakthrough Listen con telescopios de China, Australia y los Países Bajos, y nuevas tecnologías en desarrollo en Berkeley, el Instituto SETI y otros centros para buscar señales ópticas e infrarrojas. Lo esencial, algo que me confirman otros científicos con los que hablo, es que SETI está experimentando una transformación de industria artesanal a iniciativa panplanetaria.

Lo más importante es que, capacitados e inspirados por el desarrollo tecnológico experimentado en nuestra propia civilización, estamos empezando a redefinir nuestro objetivo. Hemos pasado 60 años esperando a que ET telefonease a la Tierra. Pero la realidad es que probablemente ET no tiene el menor interés en comunicar con nosotros, no más que el que nosotros tenemos de hacer llegar un saludo a una colonia de hormigas. Aunque al echar la vista atrás creamos haber madurado tecnológicamente, si nos comparamos con lo que podría existir ahí fuera, en el universo, aún estamos en pañales. Cualquier civilización que pudiésemos detectar seguramente nos llevará millones, si no billones, de años de ventaja.

Hemos pasado 60 años esperando a que ET telefonease a la Tierra. Pero la realidad es que probablemente ET no tiene el menor interés en comunicar con nosotros,

«Somos como trilobites en busca de otros trilobites», explica Seth Shostak, astrónomo veterano del Instituto SETI. Lo que deberíamos estar buscando no es un mensaje enviado por ET, sino signos de ET simplemente comportándose como ET, una forma de vida alienígena e inteligente que tal vez no estemos aún en condiciones de comprender, pero que tal vez seamos capaces de percibir, buscando pruebas de la existencia de tecnología, las llamadas tecnofirmas.

Las tecnofirmas más evidentes serían las que nosotros mismos hemos producido, o podemos imaginar llegar a producir. Avi Loeb, de la Universidad Harvard, presidente del consejo asesor de Breakthrough Starshot, ha observado que si otra civilización estuviese utilizando una propulsión láser como la propuesta por Starshot para navegar por el espacio, esta sería visible hasta el borde del universo. Loeb también ha sugerido buscar las firmas espectrales de clorofluorocarbonos que ensucien la atmósfera de alienígenas que no sobrevivieran a una fase tecnológica que aún estaba en pañales.

«A la vista de nuestra propia conducta, debe de haber muchas civilizaciones que se suicidaron al adoptar tecnologías que las condujeron a la autodestrucción –me dice cuando lo visito–. Si las encontramos antes de que destruyamos nuestro propio planeta, sería algo muy útil de lo que podríamos aprender».

Energía extraterrestre

Una interpretación más optimista es que podríamos aprender bastante más de las civilizaciones que sí han resuelto el problema de la energía. En un congreso de la NASA sobre tecnofirmas se habló de buscar el calor residual de megaestructuras que nosotros hemos imaginado crear en el futuro. Una esfera de Dyson (colectores solares que rodean una estrella y capturan toda su energía) alrededor de nuestro Sol generaría energía suficiente en un segundo para satisfacer nuestra demanda actual durante un millón de años. Descubrir que otras civilizaciones ya han conseguido tales hazañas podría ofrecernos un atisbo de esperanza.

Pero el espacio es inmenso, como también lo es el tiempo. Hasta con la potencia creciente de nuestros ordenadores y telescopios, la agenda en expansión de la búsqueda SETI y la asistencia gravitacional de cien Yuri Milners, es posible que jamás encontremos una inteligencia extraterrestre. Al mismo tiempo, el primer indicio de vida en un planeta lejano se antoja inminente.

«Nunca se sabe lo que puede pasar –dice Seager–. Pero estoy convencida de que alrededor de esas estrellas hay algo grande».