Tribuna

La máquina del tiempo del padre Ernetti

Aunque la foto no era de sus experimentos, su equipo sí había logrado filmar el momento de la crucifixión e incluso había registrado las últimas palabras de Jesús antes de morir.

Hace treinta años puse el pie en Venecia por primera vez. Fue en un febrero húmedo, mientras la ciudad se preparaba ante las hordas de turistas que estaban a punto de tomarla por carnaval. Me impresionaron sus calles entorchadas y sus vecinos arrebujados en capas, ocultos tras máscaras de porcelana. Había hecho aquel viaje para contrastar un viejo artículo del Heraldo de Aragón. Uno fechado en mayo de 1972 que el veterano columnista Torres Murillo había encabezado con un titular extraño: «¿Una máquina que fotografía el pasado?».

El redactor había leído esos días, en la Domenica del Corriere, la entrevista a un benedictino de la vecina isla de San Giorgio Maggiore en la que contaba la historia de un grupo de doce científicos que, en secreto, habían conseguido imágenes y voces del pasado. Parecía un logro asombroso. El padre Pellegrino Ernetti explicaba que los sonidos que emitimos los seres vivos son ondas que no se destruyen sino que permanecen intactas a nuestro alrededor y pueden decodificarse con una suerte de osciloscopio, un aparato en el que había estado trabajando desde 1952. Torres Murillo hizo lo que debía: removió cielo y tierra hasta dar con Ernetti, conversó con él por teléfono, y se emplazaron a una futura conversación en cuanto su equipo le diera permiso para entrar en detalles. Jamás se reunieron. El padre dejó de contestar sus llamadas de repente, y ya no volvería a mencionar nunca en público su «máquina de fotografiar el pasado».

Yo me fasciné con aquel artículo. Había descubierto el recorte entre los papeles de un viejo amigo de Zaragoza, y enseguida me propuse averiguar si Ernetti seguía vivo en 1993. Lo estaba. Lo localicé en la misma isla de Venecia, veintiún años después de su charla con Torres Murillo. Y aunque entonces el buen padre había vuelto a asomarse a los medios italianos, lo hacía solo para hablar de exorcismos. De hecho, acababa de publicar un libro –El catecismo de Satanás– que me sirvió de excusa para concertar una entrevista con él. Citarnos en aquella Venecia de enmascarados me hizo vivirla casi como si fuera una película.

Cuando Pellegrino Ernetti me recibió en su monasterio comenzamos hablando del diablo, pero cuando creí haberme ganado su confianza lo confronté con sus polémicas declaraciones. «¿Qué puede decirme de esto?» El artículo de la Domenica había incluido un primer plano de Jesús de Nazaret en la cruz, supuestamente obtenido por su cronovisor. «Esa foto es falsa», me espetó. Yo ya sabía que lo era. El mismo año de su publicación, la revista Il Giornale dei Misteri la había identificado con el rostro de un crucifijo muy venerado en el Santuario del Amor Misericordioso de Collevalenza, cerca de Todi. Curiosamente, esa imagen había sido tallada en España. Pero lo que Ernetti dijo después me estremeció: aunque la foto no era de sus experimentos, su equipo sí había logrado filmar el momento de la crucifixión e incluso había registrado las últimas palabras de Jesús antes de morir. Incluso me explicó que mostraron el resultado de esos trabajos al papa Pío XII y que éste, intimidado por las implicaciones del invento, les ordenó que lo desmantelasen y guardasen silencio perpetuo.

Aquella era la historia del siglo, así que presioné a Ernetti para que me diera más detalles. Fue un error. El benedictino se dio cuenta de que se había ido de la lengua con un extranjero que supuestamente había ido a entrevistarle sobre el diablo, y muy serio detuvo el magnetofón y me pidió que abandonara el lugar. «No puedo hablar más», dijo.

Ha pasado ya media vida de aquello y todavía guardo la sensación de estupor que tuve al regresar a la Venecia de las máscaras con aquella cinta de casete en la mochila. Y también la frustración por saberme excluido de una exclusiva así. Por supuesto, seguí discretamente los pasos de Pellegrino Ernetti durante meses, pero en sus escasas apariciones públicas solo hablaba del diablo. Ni una palabra de sus antiguos trabajos. Por eso, cuando falleció en mayo del año siguiente, lamenté que su historia se perdiera para siempre. ¿Qué podría haber llevado a un teólogo y sacerdote de su prestigio, reconocido en ámbitos académicos como el del estudio de la música antigua, a construir una mentira así, si es que lo era? ¿Y por qué habría de sostenerla durante tanto tiempo, esquivando las preguntas de los pocos que habíamos logrado abordarlo?

Hoy, para mi sorpresa, el esquivo Ernetti se ha convertido en materia literaria. Es un mito. En 1998, cinco años después de nuestro encuentro, yo mismo lo transformé en protagonista de mi primera novela, La dama azul. Pero este año, a tres décadas de nuestra fallida entrevista, otros escritores han seguido ese ejemplo. Es el caso de Roland Portiche, director de cine francés que acaba de publicar en España Proyecto Ernetti, el primer título de una trilogía que lo implica en una trama de viajes en el tiempo y servicios secretos. Incluso la República de San Marino acogerá en junio un congreso sobre él.

El asunto tiene algo de irónico. Nadie ha podido confirmar si Pellegrino Ernetti fabricó o no un cronovisor, pero en cambio su memoria ha caído dentro de la única máquina del tiempo que, a ciencia cierta, hemos sido capaces de fabricar los humanos: la literatura. ¿Aprecian la paradoja?

Javier Sierraes Premio Planeta de novela y autor de «La dama azul».