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El dragón chino despierta

Prosigue este artículo del historiador Héctor Pérez Brignoli una serie sobre las complejidades del mundo actual,

Prosigue este artículo del historiador Héctor Pérez Brignoli una serie sobre las complejidades del mundo actual, buscando siempre una cierta perspectiva histórica. Se atribuye a Napoleón haber dicho que “cuando China despierte, el mundo temblará”, o algo por el estilo. En nuestros días, poco importa si Napoleón lo dijo o no, dicha afirmación parece hacerse realidad.

China tiene un estado fuerte y centralizado desde hace siglos, al igual que una población densa y numerosa. El imperio de la dinastía Ming se extendió desde 1368 hasta 1644; luego de un breve interregno de turbulencias, la dinastía Qing asumió el poder y el imperio duró hasta la revolución de 1911. La república no logró una pronta consolidación y las agresiones imperialistas de Occidente y de Japón, que habían empezado en el siglo XIX, acabaron destruyéndola. La revolución comunista, liderada por Mao Zedong triunfó en 1949; y el nuevo estado se ancló profundamente en la tradición autoritaria y centralizada que venía de la época de los Ming, y que en verdad tenía raíces milenarias. No podía ser de otra manera.

Dos versiones de la actual Ruta de la seda.

LEJANO ORIENTE

Cuando los portugueses llegaron cerca de Cantón, en 1513, fueron vistos por los funcionarios imperiales como bárbaros y atrasados. Nada de lo que podían ofrecer los europeos era atractivo, salvo, claro está, el oro y la plata. Las finísimas porcelanas chinas que pronto fueron llegando a los palacios europeos no eran fáciles de imitar; solo en el siglo XVIII lograron las fábricas francesas y alemanas alcanzar una calidad parecida. La fuerza del Estado, la sofisticación y refinamiento de la cultura, y la educación de los funcionarios imperiales no dejaban lugar a dudas.

En el siglo XVIII la corte de los emperadores chinos era tan magnificente como la de Luis XIV o Luis XV; sin embargo, en el siglo XIX, el atraso tecnológico chino era también evidente. En el Celeste Imperio no hubo nada parecido a la revolución industrial que por entonces bullía en el occidente europeo. Historiadores y economistas se han interrogado incesantemente sobre las razones de esta divergencia, y como siempre las respuestas han sido muchas.

Max Weber, el gran sociólogo alemán de inicios del siglo XX, pensó que la ausencia de la ética protestante había evitado la formación de un empresariado con motivaciones capitalistas; la explicación estaría en las diferencias religiosas y culturales. Autores más recientes atribuyeron la divergencia a la actitud frente a la ciencia y la tecnología. A pesar de muchos avances China no tuvo nada parecido a la revolución científica europea que comenzó en el siglo XVI con Galileo y prosiguió en el siglo XVII con Newton.

Más específico es todavía el enfoque de David Landes focalizado en el ejemplo de los relojes. Landes considera que la fabricación de relojes mecánicos, que comienza en Europa en el siglo XIII, constituye un antecedente fundamental para explicar el desarrollo tecnológico de la revolución industrial; los relojes mecánicos fueron cada vez más complejos y sofisticados, implicando desde engranajes, cuerdas y llaves hasta la utilización de cálculos derivados de principios de la nueva física como la ley del péndulo. Los emperadores chinos recibieron como regalos, a través de los Jesuitas que tenían misiones en China, y de los enviados de Gran Bretaña y Francia, varios de estos relojes; quedaron encantados con ellos y dispusieron una sala especial en los palacios de la Ciudad Prohibida, para alojarlos y exhibirlos. Pero los vieron como juguetes y nunca como máquinas que valía la pena imitar y copiar. En la visión de Landes esto refleja bien un rechazo cultural a la innovación tecnológica europea. Y el ejemplo de los relojes se puede multiplicar acudiendo a otros productos como las armas de fuego o los telares. Parecería que los chinos quedaron encerrados en la tecnología artesanal que manejaban con tanta habilidad y sofisticación.

FRENTE A OCCIDENTE

El siglo XIX trajo las agresiones imperialistas. Gran Bretaña, los Estados Unidos, Francia, Rusia, Japón y Alemania ocuparon algunos puertos, obligaron a China a otorgar concesiones comerciales y se dividieron el país en zonas de influencia. Incluso introdujeron el principio de extraterritorialidad para sus ciudadanos, quienes debían responder ante los cónsules de sus respectivos países en lugar de las autoridades chinas. La debilidad del imperio quedó confirmada ante el impacto de los poderes coloniales y la creciente disgregación interna, representada por múltiples rebeliones internas; la más seria de todas fue la llamada rebelión de Taiping, de fuerte corte nacionalista, ocurrida entre 1850 y 1864.

En 1911 cayó el imperio y fue proclamada la República. Sin embargo, el nuevo Estado distó mucho de ser efectivo; la disgregación interna del poder y la creciente presión extranjera, representada sobre todo por las pretensiones del Japón, así lo indicaban. Dos fuerzas antagónicas, el Kuomintang (Partido nacionalista liderado por Chiang Kai-shek, heredero de la República) y el Partido Comunista Chino, se enfrentaron por el control nacional entre 1927 y 1949; el Japón invadió China en 1937 y ocupó extensos territorios costeros hasta 1945. En 1949 se produjo el triunfo comunista y Mao Zedong proclamó la República Popular China.

El comunismo chino difiere en mucho del ejemplo soviético, y todavía más del de las teorías de Marx y Engels. Proviene de una revolución campesina, en un país que era, a pesar de la urbanización y el poder imperial, todavía masivamente rural, y tenía una fuerte cultura autoritaria y comunitaria. Puede afirmarse que el Partido Comunista y sus cuadros se encaramaron sobre el poder y la burocracia imperiales, los cuales tenían una tradición milenaria. El comunismo modernizó el país, por caminos y turbulencias que a menudo no son fáciles de entender desde los ojos occidentales; la modernización se asentó en tres pilares básicos: la agricultura, la industria y las fuerzas armadas.

La alfabetización tuvo también un papel crucial, en un país inmenso, masivamente iletrado, a través de dos elementos básicos: los caracteres chinos simplificados (desde 1956) y la difusión del Libro rojo de Mao, publicado en 1964, y del cual se distribuyeron más de 900 millones de copias. El libro rojo fue un catecismo político con citas de Mao, pero de hecho contribuyó a la alfabetización y a una cierta unificación cultural. El episodio ilustra bien lo que podemos llamar la preferencia china por un camino propio.

En un contexto de modernización forzada como el que estaba en juego, hubiera sido más simple adoptar un alfabeto fonético para el mandarín estándar; sin embargo, la opción fue continuar con el sistema de signos tradicionales, aunque simplificándolo. Se expresaba así la voluntad de mantener las raíces culturales propias; y esto mismo se puede ejemplificar en muchos otros campos.

China busca asegurar sus rutas comerciales terrestres y marítimas.

EL DESPERTAR

El desarrollo chino de las últimas décadas ha sido espectacular. En 1950 China era un país pobre y atrasado, con un PIB per cápita de $439 ($ de 1990) y 546 millones de habitantes. En 2000, su PIB per cápita se había multiplicado por ocho y su población superaba ya los 1.200 millones. Seguía siendo el país más poblado del mundo pero ahora tenía una economía emergente, en franca expansión, con un desarrollo urbano espectacular y una presencia internacional más que notable. Para afinar más esta comparación nótese que en 1950 Costa Rica tenía un PIB per cápita de $1.930 dólares ($ de 1990), el cual, en 2000 solo se había multiplicado por tres.

El comunismo de Mao permitió la unificación del país y reconstituyó el Estado imperial centralizado y autoritario. Las reformas económicas lideradas por Den Xiaoping a partir de 1979 abrieron la economía china hacia el exterior, restablecieron los derechos de propiedad y la iniciativa privada, bajo un esquema institucional donde todo quedaba siempre subordinado a la autoridad estatal y al liderazgo del Partido Comunista Chino. Con mucha rapidez, China salía de la pobreza y entraba en un fuerte proceso de modernización y crecimiento.

Xi Jinping, el nuevo líder desde 2013, proclamó una nueva era con el propósito de completar la “modernización socialista” pasando del crecimiento cuantitativo al crecimiento cualitativo, y corrigiendo los desequilibrios provocados por la industrialización. Un fuerte énfasis en la tecnología y el claro propósito de restablecer el liderazgo internacional de la China como potencia emergente, en el contexto de la globalización, forman parte de los proyectos de la actual dirigencia.

LA EXPANSIÓN

Todo esto implica un cambio fundamental en lo que ha sido la actitud de muchos siglos de una China volcada hacia el interior continental y alejada de los mares circundantes. Es bien conocido el episodio de la gran expedición del almirante Zheng-He, realizada entre 1405 y 1433, la cual recorrió el sudeste de Asia, navegó por el Océano Índico y el Mar Rojo y llegó hasta la costa oriental de África, reuniendo una vasta cantidad de documentos y objetos de los lugares visitados.

No hay dudas de que China podría haber emprendido una expansión marítima hacia el Pacífico y el Índico mucho antes de la llegada de los europeos a esos mares. El hecho es que, por razones que son todavía enigmáticas, los emperadores de la dinastía Ming renunciaron a esa posibilidad y cerraron las puertas marítimas de China. Muy diferente es la situación actual, con un papel creciente de China en el campo internacional. En primer lugar están, obviamente los intercambios comerciales. En segundo lugar la apertura de nuevas rutas, bien ejemplificado por la llamada nueva ruta de la seda. Esta se trata de un gigantesco proyecto de carreteras, ferrocarriles y ciudades que le dan nueva vida a la viejísima ruta entre China y Europa a través del Asia Central.

El reciente acercamiento con Rusia, un engranaje que faltaba en esta conexión, acaba de configurarse en los últimos meses. También hay una ruta marítima de la seda, a través del Sudeste de Asia, el océano Índico y el mar Rojo, llegando por el Canal de Suez, hasta el Mediterráneo.

La expansión de los intereses chinos en África es otro componente esencial en este aspecto. La presencia comercial y financiera china es, por cierto, dominante al punto que desde 2009 se ha convertido en el principal acreedor de los gobiernos africanos. Las deudas provienen del financiamiento de grandes obras de infraestructura y están siempre aseguradas con un mecanismo de pago con bienes o concesiones especiales en el caso de falta de fondos para honrar los créditos. La influencia en África también está bien representada por el soft-power de los Institutos Confucio, un total de 54 en todo el continente. Y a todo esto se agrega una importante base naval en Djibouti, justo en el Cuerno de África, que tiene como objetivo principal la protección de los navíos chinos de la piratería, frecuente en la zona. Otras regiones importantes donde la presencia de intereses chinos es creciente incluyen por supuesto América Latina, el Sudeste asiático y la Polinesia.

La actual guerra comercial entre China y los Estados Unidos, desatada por la administración Trump, incluye también conflictos tecnológicos como lo muestra bien el caso de Huawei, y podemos pensar que es apenas el inicio de un conflicto que posiblemente se extienda en muchos otros campos. La pregunta que sigue es si esta guerra comercial forma parte de un choque imperial inevitable. Si consideramos el America First de Donald Trump, sí lo parece y obedece al rechazo norteamericano de un mundo multipolar.

Adoptando una perspectiva más amplia, es probable que en la próxima década veamos la emergencia de potencias como India y Brasil, buscando posicionarse a la par de China, la Unión Europea, Japón y Rusia, y podamos confirmar también lo que parece perfilarse como un inevitable declive del poder internacional de los Estados Unidos.

LA RUTA DE LA GLOBALIZACIÓN

Dos temas más todavía para completar este rápido panorama. Los ojos occidentales no acaban de entender bien los caracteres profundos de la civilización china. Lo que en Occidente entendemos como valores universales, como la democracia representativa y los derechos humanos derivados de la Revolución Francesa, basados en el individualismo, no tienen mucha cabida en una cultura como la china, centrada en la autoridad y los valores comunitarios. Y en un mundo multipolar, solo el diálogo intercultural puede permitirnos avanzar de veras hacia valores verdaderamente universales.

Por otra parte, China no entiende la globalización desde una óptica básicamente financiera como es el enfoque predominante en Wall Street. En este sentido un distinguido economista francés como Michel Aglietta, considera que la propuesta china de la ruta de la seda busca nuevas formas de interdependencia, colaboraciones políticas e interconexiones territoriales, las cuales pueden no solo redefinir la globalización sino también superar el deterioro de los bienes comunes globales.

En 2019, y más que nunca, la perspectiva de un diálogo internacional polifónico, a distintos niveles y con actores diversos, parece ser la única solución para tener, en las próximas décadas, un mundo verdaderamente mejor.

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