Leo Mattioli

Julián Iñiguez
Relatos Urbanos
Published in
4 min readOct 19, 2023

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Una ráfaga de viento trae, a través de la ventana de la habitación, la inconfundible voz del león santafecino. La música se mezcla con el ruido del motor del auto desde donde suena la canción y, mientras se aleja por la calle, la voz de Leo Mattioli canta “… y ya no voy a verte nunca más…”. Nicolas escucha todo esto a medias, mientras termina de secarse el pelo con el toallón que trajo del baño y piensa en qué hora es, que se le hace tarde para dejar al nene en el jardín y a Flor, su pareja, en el laburo. Esta breve distracción, provocada por el inmediato reconocimiento de su artista preferido entre el ruido del trafico mañanero, alcanza para trastornarlo. ¿Qué tema es? ¿Por qué no reconoce la letra y la música? No puede ser, piensa mientras se pone la remera, que no conozca un tema del león: escuchó todos los temas que se grabaron, desde los primeros de cuando cantaba en el grupo Trinidad hasta los últimos de cuando era solista, antes de morir hace más de una década. No puede ser, piensa mientras repite para si el estribillo escuchado hace instantes y que en el recuerdo parece fantasmagórico. No puede ser, dice en voz alta mientras lee en Spotify que la canción que busco se llama “No voy a verte nunca más”, tiene 1.200.000 reproducciones y salió ese mismo año. No puede ser, repite en voz alta mientras lee en la bio del artista que el disco nuevo se llama “¡Ay amor! 50 años”. ¿50 años? Leo murió a los 39.

Nico tiene miedo. Miedo de que, aunque crea que no puede ser, sea. Miedo, porque no hay dudas que el que canta desde el altavoz del teléfono es el león santafesino, con la voz un poco mas cascada pero aun seduciendo al que se le cruce por delante y se atreva a escuchar sus románticas melodías. Miedo porque, mientras escucha el tema, ve el portarretratos que está en la mesa de luz y la niña que esta entre su mujer y él no es su hijo Pedro. Pero es su hija, ¿no? Los recuerdos se agolpan, superponiéndose, coexistiendo. Dos realidades que corren paralelas chocan en su mente, trayendo, con la explosión de la colisión, una historia que es la suya, pero es otra. La cabeza le estalla y el dolor es insoportable. Corre al baño y cae de rodillas, mientras que el ruido del vómito y las arcadas llaman la atención de Flor. Nico ve primero sus pies descalzos y esta visión funciona como un anclaje a la realidad: las nauseas arrecian y la cabeza palpita cada vez menos, mientras mantiene fijos los ojos en esos dos pies que vio tantas veces los últimos años. Ella pregunta ¿estas bien?, y el miente descaradamente, como cualquiera haría si tuviera la posibilidad de experimentar la claridad de la que ahora dispone. No es nada, dice Nicolas, me cayo mal la comida anoche. ¡No te cayo mal la comida! Es que comes por ansiedad, dice ella y se aleja aliviada, refunfuñando por lo bajo como suele hacer. Por lo menos eso no cambió.

Después de dejar a Flor y a su vieja/nueva/actual/real/alternativa hija en el jardín maneja en dirección contraria a su trabajo, o adonde cree que trabaja (esa parte no la tiene muy clara, pero realmente no le importa mucho ahora). Maneja al barrio de Flores, a la casa de sus tíos en donde se crio y vivió después que su mamá murió y su papá se suicidó. Maneja y canta la canción de Leo Mattioli. Maneja y recuerda cosas nuevas que están en lugares viejos de su mente. Maneja y habla solo, contándose a sí mismo una historia que es suya ahora. Maneja hasta llegar.

El Taunus está ahí, subido a la vereda, un poco más viejo y algo despintado en las esquinas, pero esta ahí. Nicolás se queda sentado en su auto, mientras mira al Taunus y la puerta del PH rememora su historia original, recuerda escuchar el motor de ese vehículo y sentir el suficiente miedo como provocarle que la vejiga presione tanto que se orine encima. Recuerda a su tío pegándole por ser un pendejo meón, que ahora si iba a conocer lo que es bueno. Recuerda la excusa de la violencia que con el tiempo se convirtió en abuso. Recuerda la noche que la tía se fue porque no aguantaba más y, aprovechando un descuido, él encontró la pistola del tío adentro del cajón del ropero. Recuerda ir con el arma en las manos hacia el living, desde donde provenían el sonido de la televisión que lo atraía como el canto de una sirena. Recuerda el ruido ensordecedor y el olor a pólvora. Recuerda que la policía le creyó cuando conto que habían entrado a robar y le habían arrebatado el arma al tío que se quiso defender y lo mataron. Recuerda que los policías no pudieron ver, o no quisieron, que las lágrimas que tenía ese chico que tenían enfrente no eran de tristeza sino alegría.

Ahí, sentado en el auto, mientras ahora mira a su tío avejentado sacar al perro, se pregunta si la pistola todavía estará en el cajón del ropero y si la policía de acá (¿cómo definir el acá?) creerá la misma mentira cuando le pregunten que paso. Porque no hay dudas que tanto acá como allá, hay gente que merece morir.

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Julián Iñiguez
Relatos Urbanos

Fracasé en stand up y en las historietas. Antes hacia radio. Ahora escribo. Estudiante de Psicología. Intelectualizo la empatia.