No me encontraría aquí si Irene no se hubiera cruzado en el camino de aquel extraño ser. Ojalá hubiera podido impedirlo, pero llegué tarde. Después, todo se desencadenó de forma precipitada y casi sin darme cuenta el gato ocupó mi lugar.

Lo supe nada más verlo. Esos ojos tan reptilianos parecían saber más de lo que en realidad mostraban. Ese movimiento de caderas que enamoró a mi novia como si fuera una atrevida bailarina exótica no me engañaba. Y esa sutileza con la que se posaba sobre nosotros queriendo aparentar amor canino. ¡Pero no! ¡Un gato no es un perro! ¡Y menos Ari!
Se lo dije a Irene nada más entrar y ver aquella cosa de color rubio acuoso.
– Este gato no me gusta –dije mientras alejaba con mi pierna al animal–. Mañana mismo lo quiero fuera de casa.
Escuché una carcajada dirigida desde el salón y tras dejar mi maletín y el abrigo en el dormitorio repetí:
– Irene, ¿Me has oído?
Me senté en el sofá y miré como el gato caminaba frente a mí, desafiante. Después se lanzó al sofá junto a Irene y se enrolló a ella como si fuera una serpiente.
– Ari no va a ningún lado.
– ¿Ari?
– Mi gato.
Cogí el mando del televisor y alejé la cola dorada con una sensación extraña. Sabía que no lo quería allí. ¡En mi sofá! ¡Esparciendo sus pelos!
– Este animal no me gusta –miré primero a Irene y después las picudas orejas del gato–. Tiene algo que… –me detuve un instante–. ¡Nos va a llenar la casa de pelos!
En el televisor ponían un programa sobre viajeros por el mundo. Recuerdo que era una pareja que había ido de luna de miel a Egipto. Se encontraban junto a la gran pirámide de Keops. Es increíble lo que hizo aquel pueblo sin grandes medios tecnológicos.
– Javi, por eso no te preocupes –sonrió Irene y con el dedo señaló al mueble situado junto al televisor–. He comprado también un cepillo “quitapelos” en el chino de la esquina. He leído por Internet que suelen funcionar bastante bien.
– Sigue sin gustarme –contesté.
– Sinceramente, me da igual tu opinión –dijo mirando la pirámide–. Hace tiempo que cada uno hace lo que quiere.
– ¿Nunca lo vas a olvidar?
Acarició al gato como si este le diera vitalidad y dijo:
– Es difícil de olvidar y lo que hiciste después…
– ¡Mil veces te he pedido perdón! –exclamé. Sabía que jamás había debido responder de esa forma, pero después de meses de tortura me perdonó.
Irene no respondió y continuamos viendo el desierto y las maravillas de Egipto mientras de reojo miraba a nuestro nuevo inquilino. Pensé en como deshacerme del animal. El matarratas me pareció muy cruel. La ventana poco segura. También podría dejar la puerta de la calle abierta y dejarle marchar.
Vi cómo sus orejas me apuntaban como si hubiera escuchado mis pensamientos y miré la pantalla del televisor. ¿Podría ser?
Después se incorporó y caminó con sutileza felina sobre mis piernas. Estiré mis brazos por encima de mi cabeza mientras Irene sonreía ante la peculiar escena. Saltó con gran agilidad al suelo y fue a la cocina. Orinó y bebió agua antes de regresar a lo que parecía su nuevo lugar en el sofá. Interponiéndose entre ambos.

Los días se acumularon uno junto al otro y mis protestas, cada vez más intensas, parecían vasos de agua arrojados al desierto. Inútiles. Irene comenzó a querer más a ese peludo invitado que a mí, y no la culpo por ello.
– Así come con nosotros –repetía cada vez que nos sentábamos a la mesa–. Casi lo prefiero a él.
Su cama junto a la nuestra era mera decoración. Ari siempre dormía junto a Irene y con sus patas trataba de desplazarme hacia el borde. Hacía tiempo que yo mismo me había desplazado a ese lugar de la cama.
Cada vez que entraba a la cocina olía a orina o heces. Y tanto mi ropa como parte del mobiliario acabó marcado por sus afiladas uñas.
Para la tercera semana acepté mi derrota y comencé a intentar verle como un simple mueble más. Di un paso atrás y permití que se acomodara. Quizás nunca debí hacerlo. 

Me costaba conciliar el sueño por las noches. Creo que no era capaz de dormir más de una o dos horas al día. Las pocas veces que lograba sentarme en el sofá sucumbía a un sueño reparador que me alejaba de mi casa.
Caminaba por un camino de color azul junto a diferentes animales. Los ratones chillaban, los perros ladraban de forma animosa, escuché a un cuervo graznar y al final del camino creí ver un anciano que repetía mi nombre:
– Javier –decía.
El anciano se acercó y me lamió la cara. En ese momento abrí los ojos y comprobé que estaba sentado en el sofá. Ari lamia mi cabello.
– Quita –lo alejé con mi mano.
Después estiré mis brazos e intenté pensar en el sueño tan extraño que acababa de tener. Aún hoy día sigo sin saber exactamente quién era aquel anciano que repetía mi nombre una y otra vez. No recuerdo haber vuelto a soñar con él. Sin embargo, el cuervo apareció un par de veces más.
Enderecé mi espalda y coloqué un cojín tras ella. Cuando lo sostuve entre mis manos comprobé que tenía un tamaño parecido al de Ari. Incluso el cojín se parecía a un gato. Cogí el mando del televisor y cambié de canal. El animal había cogido sitio al otro lado del sofá. Cerró los ojos y pareció dormir. Me dieron ganas de echarlo a patadas, pero no deseaba discutir con Irene. Creo que estaba en la cocina.
Me detuve en el canal Discovery Max y posé el mando sobre mi muslo derecho. Era un programa sobre alienígenas donde hablaban de los antiguos egipcios. Estudiaban sus dioses y la posibilidad de que en realidad fueran extraterrestres. El programa terminó de atrapar mi atención cuando comenzaron a hablar de los gatos.
Para la cultura egipcia los gatos eran sagrados. Cosa que me hizo replantear mi simpatía por aquel pueblo. Lo consideraban la encarnación de Ra. En la segunda dinastía, al parecer, se le consideró la encarnación de la diosa Bastet.
– Tiene cojones –miré a Ari–. ¿Será posible que tus antepasados hayan sido dioses?
Negué con la cabeza como si me estuviera respondiendo a mí mismo. Cogí el mando para cambiar de canal, pero vi un extraño rostro en el televisor. Parecía mitad gato mitad reptil. Sentí como Ari se levantaba y me dio la sensación de que miraba la pantalla. Dijeron que según la teoría de un antiguo pueblo del desierto, los Cushitas, los gatos habían sido creados por Ra para espiar a los humanos y dominarlos. Tenían parte alienígena y parte felina.
Abrí los ojos y, de nuevo, negué con la cabeza.
– Que estupidez –dije riendo–. Si ni siquiera pueden…
– ¿Hablar? –escuché decir.
Miré en dirección a Ari. Lamia una de sus patas con energía. Busqué con mis ojos el origen de aquella extraña voz. En el salón no había nadie. Estaba sólo.
Quité el sonido del televisor y dejé el mando sobre el sofá. Me levanté y pregunté:
– ¡Irene! ¿Has dicho algo?
Al no recibir respuesta, comencé a caminar en dirección a la puerta.
– ¡Irene! –insistí.
– Deja de gritar –escuché de nuevo la extraña voz.
Me di la vuelta y no vi a nadie. Mi respiración se aceleró y comencé a estar muy nervioso.
– Soy yo –dijo de nuevo la voz–. Podemos hablar –miré al único ser vivo que había en la habitación a parte de mí, Ari–. Eso de dioses… Bueno, los humanos exageráis mucho las cosas.
Me desplomé sobre el sofá. Habría huido de aquel lugar si hubiera podido, pero mis piernas no reaccionaban. Ahora, Ari lamia sus partes intimas como tantas veces le había visto hacer. Sin embargo, continuaba hablando.
– Llevaba tiempo queriendo decirte un par de cosas –me miró un instante y siguió lamiendo–. Tu a mi tampoco me gustas un pelo –me costaba creer aquellas palabras–. Y debo aguantarte aquí sentado. Tus ruidosos ronquidos y el olor de tus pies. Joder, échate algo –miré mis pies sorprendido–. Pero debes saber que Irene es mía. Olvídate de ella porque es mi servidora.
– ¿Servidora? –acerté a decir sin saber cómo.
– Servidora, esclava, cuidadora o como quieras llamarlo. El caso es que me es útil para mi labor y tú eres peor que una bola de pelo en la garganta.
– Bola de pelo… –dije sin saber por qué.
– A partir de ahora vas a mantenerte alejado de ella. ¿Entendido?
Ari miró el televisor y con sus orejas parecía vigilarme. Comenzó a lavarse una de sus patas y terminó por decir:
– Ahora vete.
– ¡El que se va a ir eres tú! –me levanté y grité como no lo había hecho en varios días–. ¡Estúpido gato! –me lancé a por él, pero logró zafarse bajo mis piernas y al girarme me golpeé contra la mesita–. ¡Maldito!
Caminé deprisa tras Ari dando patadas al aire. Aquella casa e Irene eran mías y nada ni nadie iba a alejarme de ellas.
– ¿Qué sucede aquí? –dijo Irene desde el umbral de la puerta.
Ari atravesó sus piernas y tras ellas me miró a los ojos. Parecía como si me sonriera y se burlara de mí.
– Éste estúpido gato –miré a mi mujer a los ojos y pensé en lo sucedido. Un gato acababa de hablarme. ¿Aquello había sido real? ¿Irene me creería? Sin estar seguro dije–. Quiere que seas su sirvienta.
– No vuelvas a gritar a Ari –lo cogió entre sus brazos y creí ver como me guiñaba un ojo.
– ¡Me lo ha dicho él! –grité.
Ella rio a carcajadas mientras acariciaba la peluda cabeza del animal. Por primera vez fui consciente de lo que sentía. ¿Pero de un gato? ¿Sería igual con una persona?
– Sigues siendo el mismo mentiroso de siempre.
– Te estoy diciendo la verdad.
Levanté los brazos y los situé sobre mi cabeza. No sabía que decir para que me creyera. El gato maulló como si se estuviera burlando de mi otra vez y, tuve que morderme el labio inferior para no arrancarlo de los brazos de Irene y retorcer su cuello allí mismo.
– ¿Qué ha dicho ahora? –dijo ella burlona.
– Te digo la verdad.
– Deja de decir majaderías y, te lo advierto –está vez lo dijo muy en serio–. No toques a mi gato o te denunciaré –miré su mejilla derecha–. Esta vez juro que no tendré dudas.
– Hace tiempo… –no continué la frase.
Sólo había ocurrido una vez, pero sabía que tenía razón. No insistí y dejé que pasara junto a mí. El gato parecía sonreír. Vi como disfrutaba con aquello. Cogí mi chaqueta y me marché del piso.

Lejos de ser un hecho aislado, mis discusiones con Ari aumentaron en la misma proporción en la que Irene se alejaba de mí. Sí, discutía con un gato. Con el gato de mi novia. Todo era tan absurdo que muchos días dudaba de que fuera real. Irene seguía sin creerme y en parte la entendía.
– ¿Vosotros acabasteis con Kennedy?
Ari me repitió que ellos se encargaban del mundo. Nada podía hacerse sin su autorización. Eran los dueños de los dueños.
– ¿Ordenáis asesinar a personas?
Irene se encontraba escuchando asomada a través de la puerta del dormitorio. Sentado junto al gato continué sin saber que estábamos siendo observados.
– ¿Yo? Jamás. Bueno, aquello… No, aquello no lo hice queriendo. ¡Te repito que no! Nunca haría daño a Irene. ¡Cómo te atrevas…! ¡He dicho que no!
Ari comenzó a lamerse la entrepierna como si no hubiera escuchado nada de lo que acababa de decir. Irene dio un pequeño golpe sobre la puerta y dijo:
– Javi, empiezas a asustarme –sus ojos no parecían los mismos–. Empiezo a tener miedo.
– Es Ari –dije.
– ¡El gato no puede hablar! –gritó antes de romper a llorar–. Los gatos no hablan.
Me levanté a la vez que Ari, pero ella se alejó de mí. Me desplomé sobre la cama y escuché maullar el gato a lo lejos. Parecía como si la estuviera consolando.
– El muy cabrón –murmuré.

Nunca llegué a averiguar cómo podía articular las palabras. Como después de lamerse las patas y vomitar bolas de pelo, era capaz de criticarme y discutir conmigo. Sin embargo, no lo vi descabellado. El inicial absurdo dio paso a una realidad demoledora. El gato hablaba. ¿Por qué los humanos teníamos que ser los únicos seres vivos en poder hablar? Quizás ese atributo no era exclusivo de nuestra especie. Tal vez yo había desarrollado una capacidad especial para escucharle. No llegué a comprobar si otros gatos eran capaces de comunicarse conmigo. Simplemente lo creí con certeza absoluta.
Lo que más miedo me dada era aquello que menos comprendía. Podía hablar, pero ¿cómo cojones sabía cosas de mi pasado? ¿Cómo sabía lo que sucedió entre Irene y yo? Aquello me aterraba y me enfurecía a partes iguales. No podía soportar que ese animal me mirara con esos aires de superioridad. Todo el mundo puede tener un mal día. A todos se nos puede ir la cabeza en un momento.
La tarde del pasado jueves cambió mi vida para siempre. Sentado en el sofá partía un trozo de queso. Sobre el plato también tenía algo de chorizo y lomo. Mientras masticaba el queso encendí el televisor. Cogí de nuevo el cuchillo y partí otro trozo. Atraído por el olor, Ari se había situado a mi lado en el sofá, junto a un par de cojines. Me miraba con esos ojos tan miserables y a los que siempre cuesta decir que no.
En el canal historia ponían la biografía de Cleopatra. Según escuché en el documental, la faraona era una amante de los gatos. Se cree que fue enterrada con más de dos docenas de ellos. Los animales habían sido momificados como los propios dioses vivientes. La idea de momificar a Ari se me pasó por la cabeza. Lo miré y allí seguía mirando mi plato. Corté un trozo de chorizo y con la mano derecha lo situé sobre mis labios. Ari tendió su patita para ver si se lo entregaba. Sonreí y con delicadeza acaricié mis labios con el trozo de comida.
– No pienso darte nada.
Sin decir nada, el gato continuó mirando la comida de mi plato. No sabría decir si me gustaba más demostrar lo bueno que estaba todo, o el propio sabor del ibérico. Merendé despacio. Disfruté de cada trozo como si fuera el último. Después dejé el cuchillo sobre el plato y me recosté en el sofá. Quité uno de los cojines de mi espalda y lo situé a mi lado.
– No entiendo cómo Irene lleva tanto tiempo contigo.
– Me quiere –dije sin mirarle.
– Te tiene miedo –vi cómo estaba sentado como si fuera una estatua–. Lleva mucho tiempo soportándote –parecía que miraba a Cleopatra a través de la pantalla–. Pero ya no durará mucho más –se tumbó y cerró los ojos–. Todo acabará pronto.
– Vete a la mierda –di un golpe contra el cojín.
Continué allí sentado frente al televisor. Creo que acabó la biografía de Cleopatra y comenzó un documental sobre Hitler o Stalin, no lo recuerdo. Pensé en lo que acababa de decir el gato. ¿Sería cierto que Irene me tenía miedo? No había vuelto a ser violento… Al menos con ella. Intenté alejar el demonio que parecía albergar dentro de mí. El demonio que todos tenemos en mayor o menor medida.
– Mira –señalé con el dedo índice al televisor–. Ese también habla.
La pantalla mostraba un gato hablando con una mujer. Esta le convencía de las propiedades mágicas de un jabón de ducha. La verdad que era uno de los peores anuncios que había visto en mucho tiempo, pero me hizo gracia la voz del gato. Yo sabía que no era así. Hablaba como un niño de siete años del siglo XIX. Era muy artificial. Comencé a reír a carcajadas sin saber por qué.
– Tiene cojones –dije sin dejar de reír–. ¿Ahora te callas?
Cuando giré la cabeza, Ari estaba sentado mirando al techo. Su cuerpo tenía una rigidez que no recordaba haber visto antes. Sus ojos miraban sin parpadear a una extraña mancha nubosa que acababa de aparecer en una esquina del salón de mi casa.
– ¿Qué es eso?
El no obtener respuesta hizo que mis nervios se tensaran como una soga a mi cuello. Noté que mi pulso se aceleraba y la sangre bullía en mi interior. El latido de mi corazón sustituyó al televisor y mis oídos zumbaron sin sentido.
– ¡Deja de hacer lo que estés haciendo! –advertí tras levantarme de golpe.
Miré el televisor y comprobé que en la pantalla aparecían líneas verticales en movimiento. Líneas de color negro, gris y rojo. ¿Rojo?
Mi corazón se aceleró. El zumbido en mis oídos era ensordecedor y una oportunidad se abrió ante mis nublados ojos. Las carcajadas surgieron de mi pecho sin casi ser consciente de ello.
– ¡No voy a dejar que sigas hablando con ellos! –cogí el cuchillo y me lancé hacía el gato–. ¡Irene es mía! –apuñalé una vez tras otra las suaves entrañas de aquel extraño ser–. ¡Muere cabrón! –gritaba sin parar de reír–. ¡Muere!
La niebla se apoderó de la habitación y me envolvió. Sólo podía ver mis dos manos y el cuchillo. Ninguna tenía sangre.
Con la mano libre palpé el asiento del sofá en busca de mi víctima. Creí notar que allí estaban los restos.
– ¡Javier! –escuché decir a una voz de mujer a mi espalda–. ¡Qué has hecho!
La niebla se fue disipando poco a poco y comprobé que la voz era de Irene.
– ¡Qué has hecho! –repitió ella mientras yo miraba mis manos limpias de sangre.
Miré a mi alrededor en busca de mi víctima.
– Sigo vivo.
– ¿Qué? –continué riendo y girando sobre mí mismo en busca del origen de la voz–. Acabo de apuñalarte –respiré hondo–. ¡Estás muerto!
– Me asustas –dijo Irene–. Vete o llamaré a la policía.
La miré allí de pie frente a mí. Aún recuerdo lo guapa que estaba. Miré sus ojos y por primera vez en toda mi vida vi miedo. ¿Cómo podía causar aquel sentimiento en la mujer de mi vida? ¿Cuántos años llevábamos?
El gato surgió entre sus tobillos. Se contorsionó con paso burlón y maulló un par de veces como si me desafiara.
– Es imposible… Acabo de matarlo –contuve mi risa y continué–. Vi una nube sobre nosotros y empezó a hablar con…
Comprobé que mi descuartizada víctima era uno de los cojines sobre los que había estado sentado en el sofá unos momentos antes. ¿Qué había sucedido? No comprendí cómo se había esfumado de mi agresión.
– ¡Vete! –gritó–. ¡No lo voy a repetir más! –vi como sacaba su teléfono móvil del bolsillo de su chaqueta.
– Irene… Yo te quiero… Eres todo…
No podía creer lo que estaba sucediendo. ¿Me alejaba de ella? ¿El maldito gato tenía razón?
Caminé un par de pasos hacia ella antes de que volviera a gritar:
– ¡No Javier!, por favor… –se alejó hacía la pared y el gato se interpuso entre los dos.
Me di cuenta que seguía teniendo el cuchillo en mi mano derecha. La miré de nuevo y sólo vi terror. No había nada del amor que había sentido en el pasado. Solté el cuchillo y pasé junto a ellos sin decir nada. No sabía qué decir. La quería, pero acababa de ver en sus pupilas un miedo atroz que me aterró. Me marché al dormitorio y me acosté.

En estos lugares hay dos tipos de personas, las que están locas y las que se hacen pasar por locas. Un tribunal médico dictaminó que yo era del primer tipo de personas. Sin embargo, ellos nunca conocieron a Ari.
Aquella misma noche, de madrugada, desperté con un par de hombres de blanco a los pies de mi cama. Dejaron que me vistiera y me acompañaron al salón. Allí un médico hablaba con Irene. El gato estaba sentado en el sofá viendo el televisor. ¡Maldito gato!
– ¿Qué ocurre? –pregunté.
– Usted nos va a acompañar –dijo el médico–. Y le haremos unas pruebas.
– ¿Qué pruebas?
Irene me miraba desde el otro extremo del salón, junto al sofá. Sus ojos parecían haber derramado lágrimas durante horas. La quería. La quiero. Sin embargo, comprendí que mi lugar ya no era ese.
– ¿Nos vamos? –indicó el médico.
Sin decir palabra acepté mi destino. Caminé junto a mis dos guardaespaldas de bata blanca y salí de la habitación.
En el umbral de la puerta me giré un instante y vi como el gato me miraba sentado junto a Irene.

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