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Los Grandes Iniciados - Artículos del Escritor Laab Akaakad

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Edouard Schure<br />

LOS GRANDES INICIADOS<br />

Les Grands Initiés - 1889<br />

Digitalización y Arreglos<br />

BIBLIOTECA UPASIKA<br />

“Colección Esoterismo II”


Dedicatoria, página 6.<br />

Prefacio, página 7.<br />

Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

ÍNDICE<br />

Introducción, pagina 9.<br />

Estado Presente <strong>del</strong> Espíritu Humano. - Conflicto de la Religión y la<br />

Ciencia. - Falsa Idea de la Verdad y <strong>del</strong> Progreso. - La Teosofía Antigua<br />

y la Ciencia Moderna. - Antigüedad, Continuidad, Unidad de la<br />

Doctrina de los Misterios. - Sus Principios Esenciales. - Marcha<br />

Inconsciente de las Ciencias Modernas Hacia la Teosofía. - Posibilidad<br />

y Necesidad de una Reconciliación de la Ciencia y la Religión en el<br />

Terreno Esotérico. - Objeto de este Libro.<br />

Libro I: RAMA (El Ciclo Ario)<br />

I. Las Razas Humanas y los Orígenes de la Religión, página 24.<br />

II. La Misión de Rama, página 35.<br />

III. El Éxodo y la Conquista, página 40.<br />

IV. El Testamento <strong>del</strong> Gran Antepasado, página 45.<br />

V. La Religión Védica, página 48.<br />

Libro II: KRISHNA (La India y la Iniciación Brahmánica)<br />

I. La India Heroica. <strong>Los</strong> Hijos <strong>del</strong> Sol y los Hijos de la Luna,<br />

página 55.<br />

II. El Rey de Madura, página 59.<br />

III. La Virgen Devaki, página 63.<br />

IV. La Juventud de Krishna, página 67.<br />

V. Iniciación, página 73.<br />

VI. La Doctrina de los <strong>Iniciados</strong>, página 81.<br />

VII. El Triunfo y la Muerte, página 85.<br />

VIII. Irradiación <strong>del</strong> Verbo Solar, página 95.<br />

Libro III: HERMES (<strong>Los</strong> Misterios de Egipto)<br />

I. La Esfinge, página 99.<br />

II. Hermes, página 103.<br />

III. Isis - La Iniciación - Las Pruebas, página 108.<br />

2


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

IV. Osiris. La Muerte y la Resurrección, página 116.<br />

V. La Visión de Hermes, página 121.<br />

Libro IV: MOISÉS (La Misión de Israel)<br />

I. La Tradición Monoteísta y los Patriarcas <strong>del</strong> Desierto,<br />

página 130.<br />

II. Iniciación de Moisés en Egipto. Su Huida a Casa de Jetro,<br />

página 137.<br />

III. El Sepher Bereshit, página 144.<br />

IV. La Visión <strong>del</strong> Sinaí, página 157.<br />

V. El Éxodo - El Desierto - Magia y Teurgia, página 160.<br />

VI. La Muerte de Moisés, página 170.<br />

Libro V: ORFEO (<strong>Los</strong> Misterios de Dionisos)<br />

I. La Grecia Prehistórica - Las Bacantes - Aparición de Orfeo,<br />

página 174.<br />

II. El Templo de Júpiter, página 182.<br />

III. Fiesta Dionisíaca en el Valle de Tempe, página 187.<br />

IV. Evocación, página 193.<br />

V. La Muerte de Orfeo, página 198.<br />

Libro VI: PITÁGORAS (<strong>Los</strong> Misterios de Delfos)<br />

I. Grecia en el Siglo VI, página 206.<br />

II. <strong>Los</strong> Años de Viaje. Samos, Memfis, Babilonia, página 211.<br />

III. El Templo de Delfos. La Ciencia Apolínea. Teoría de la<br />

Adivinación. La Pitonisa Teoclea, página 220.<br />

IV. La Orden y la Doctrina, página 235.<br />

1. El Instituto Pitagórico.- Las Pruebas, página 237.<br />

2. Preparación (Paraskeie) - Preparación de la Juventud para<br />

una Vida Mejor, página 240.<br />

3. Purificación (Katharsis) - La Teogonía o la Ciencia de los<br />

Números Sagrados, página 244.<br />

4. Perfección (Teleiothes) - La Cosmogonía. La Ciencia <strong>del</strong><br />

Alma. Historia Terrestre y Celeste de Psiquis, página 252.<br />

5. Vista desde la altura (Epifanía) - La Doctrina Resumida. El<br />

Mago Completo, página 272.<br />

V. Matrimonio de Pitágoras. Revolución en Crotona. El Fin <strong>del</strong><br />

Maestro. La Dispersión de la Escuela. Su destino, página 284.<br />

3


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Libro VII: PLATÓN (<strong>Los</strong> Misterios de Eleusis)<br />

I. La Juventud de Platón y la Muerte de Sócrates, página 295.<br />

II. La Iniciación de Platón y la Filosofía Platónica, página 302.<br />

III. <strong>Los</strong> Misterios de Eleusis, página 309.<br />

Libro VIII: JESÚS (La Misión <strong>del</strong> Cristo)<br />

I. Estado <strong>del</strong> Mundo al Nacimiento de Jesús, página 323.<br />

II. María. La Primera Infancia de Jesús, página 334.<br />

III. <strong>Los</strong> Esenios. Juan el Bautista. La Tentación, página 341.<br />

IV. La Vida Pública y la Enseñanza Interior. Las Curaciones. <strong>Los</strong><br />

Apóstoles y las Mujeres, página 353.<br />

V. Lucha Contra los Fariseos. La Huida a Cesárea. La<br />

Transfiguración, página 362.<br />

VI. Ultimo Viaje a Jerusalén. La Cena, el Proceso, la Muerte y la<br />

Resurrección, página 370.<br />

VII. El Cumplimiento de la Promesa. El Templo, página 391.<br />

APÉNDICE<br />

ZOROASTRO (Las Etapas <strong>del</strong> Verbo Solar)<br />

I. Las Etapas <strong>del</strong> Verbo Solar, página 397.<br />

II. Persia, página 400.<br />

III. Juventud de Zoroastro, página 402.<br />

IV. La Voz de la Montaña, página 408.<br />

V. El Gran Combate, página 416.<br />

VI. El Ángel de la Victoria, página 419.<br />

BUDHA (La India)<br />

I. La India, página 425.<br />

II. La India, al Aparecer el Budha, página 428.<br />

III. Juventud de Budha, página 430.<br />

IV. Soledad e Iluminación, página 433.<br />

V. La Tentación, página 441.<br />

VI. La Enseñanza y la Comunidad Budhista, página 443.<br />

VII. Muerte <strong>del</strong> Budha, página 448.<br />

VIII. Conclusiones, página 450.<br />

JESÚS Y LOS ESENIOS (La Secreta Enseñanza de Jesús)<br />

I. El Cristo Cósmico, página 456.<br />

4


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

II. El Maestro Jesús, sus Orígenes y Desenvolvimiento, página 463.<br />

III. Permanencia de Jesús con los Esenios. El Bautismo <strong>del</strong> Jordán y<br />

la Encarnación <strong>del</strong> Cristo, página 469.<br />

IV. Renovación de los Misterios Antiguos por la Venida <strong>del</strong> Cristo.<br />

De la Tentación a la Transfiguración, página 479.<br />

1. La Tentación <strong>del</strong> Cristo, página 480.<br />

2. Primer Grado: Preparación, página 482.<br />

3. Segundo Grado de la Iniciación: Purificación, página 485.<br />

4. Tercer Grado de la Iniciación: Iluminación, página 486.<br />

5. Cuarto Grado Iniciático: Visión Suprema, página 490.<br />

V. Renovación de los Misterios. Pasión, Muerte y Resurrección <strong>del</strong><br />

Cristo, página 493.<br />

5


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

DEDICATORIA<br />

A LA MEMORIA<br />

DE<br />

MARGHERITA ALBANA MIGNATY<br />

Sin ti, ¡Oh grande alma amada!, este libro no hubiera salido a la luz.<br />

Tú lo has incubado con tu numen poderoso, lo has alimentado con tu dolor<br />

y bendecido con esperanzas divinas. Tú tenías la Inteligencia, que ve la<br />

Belleza y la Verdad eternas sobre las efímeras realidades; tuya era la Fe,<br />

que transporta las montanas; tuyo el Amor, que despierta y crea las almas;<br />

tu entusiasmo abrasaba como fuego ardiente.<br />

Te has extinguido y desapareciste. Con sus alas sombrías, la Muerte<br />

te ha llevado a lo Desconocido... Pero, aunque no pueden verte ya mis ojos,<br />

se que estás más llena de vida que nunca. Libre de las cadenas terrestres,<br />

desde el seno de la celestial luz donde moras, no has dejado de seguir mi<br />

obra y he sentido tu radiación fiel velar hasta el final sobre su floración<br />

predestinada.<br />

Si algo mío debiera sobrevivir y conservarse entre mis hermanos, en<br />

este mundo donde todo pasa, quisiera lo fuese este libro, testimonio de una<br />

fe conquistada y compartida. ¡Como antorcha de Eleusis adornada con<br />

ciprés negro y estrellado narciso, lo dedico al alma alada de aquella que me<br />

condujo hasta el fondo de los Misterios, para que propague el fuego sagrado<br />

y anuncie la aurora de la grande Luz!.<br />

6


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

PREFACIO<br />

<strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong> ha tenido un destino extraño. La primera<br />

edición de este libro se remonta a 1889, y fue recibida con un silencio glacial<br />

de la prensa. Sin embargo, al poco tiempo, las ediciones subsecuentes se<br />

multiplicaron y crecieron año tras año. Sus ideas resultaban sorprendentes<br />

para la mayoría de los lectores, y provocaban tanto la ira de las Universidades<br />

como de la Iglesia. Esa frialdad y el desprecio de los jueces más autorizados<br />

no impidieron su triunfo europeo.<br />

El libro lo había obtenido por sus propios medios y siguió modesta pero<br />

seguramente su camino en la oscuridad. Tuve la prueba de ello a través de los<br />

mensajes de simpatía que me llegaban de todos los rincones <strong>del</strong> mundo, de los<br />

cinco continentes. Este movimiento tuvo su reflujo en Francia. Durante la<br />

guerra de 1914 a 1916, innumerables cartas de felicitación y de preguntas<br />

llegaron a mis manos. Las más serias venían <strong>del</strong> frente de combate. Después<br />

de esto, hubo tal aceleración en la venta de la obra, que mi distinguido y<br />

juicioso amigo, Andrés Bellessort, me señaló un día: “No has conquistado<br />

solamente tú publico, sino el público.”<br />

<strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong> ha llegado hoy a su 91a. edición. Y, como las planchas<br />

que han servido para todas las sucesivas reimpresiones están gastadas, la<br />

librería Perrin ha hecho recomponer la obra en una versión revisada y<br />

corregida. Aprovecho esta ocasión para rendir homenaje a la memoria de Paul<br />

Perrin, erudito de un juicio penetrante y seguro, que fue el primer editor de<br />

este libro y su defensor más entusiasta. Debo extender también un caluroso<br />

agradecimiento a mis amigos Alphonse Roux y Robert Veyssié, los primeros<br />

en hacer un estudio en profundidad de mi obra, y a Madame Jean Dornis, cuya<br />

brillante obra Un Celte d'Alsace ha dado un repaso a mi esfuerzo literario y<br />

poético. (Alphonse Roux y Robert Veyssié, Edouard Schuré, son oeuvre et sa<br />

pensée, París, Perrin, 1914. Jean Dornis, Un Celte d'Alsace, la vie et la<br />

pensée d'Edouard Schuré, París, Perrin, 1923).<br />

Como <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong> ha seguido su marcha, marcha<br />

ascendente, y franqueado todos los obstáculos, a pesar de los prejuicios<br />

tradicionales que se alzaban en su camino, debo llegar a la conclusión de que<br />

hay una fuerza vital en su pensamiento central. Este pensamiento no es otro<br />

que una aproximación lúcida y decisiva a la Ciencia y la Religión, cuyo<br />

7


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

dualismo ha minado las bases de nuestra civilización y nos amenaza con sus<br />

piras catrastróficas.<br />

Esta reconciliación no puede operar más que por medio de una nueva<br />

contemplación sintética <strong>del</strong> mundo visible e invisible, por medio de la<br />

Intuición intelectual y de la Videncia psíquica. Sólo la certidumbre el Alma<br />

inmortal puede convertirse en la base sólida de la vida terrestre, y sólo la<br />

unión de las grandes Religiones, por medio de un retorno a su fuente común<br />

de inspiración, puede asegurar la fraternidad de los pueblos y el porvenir de la<br />

humanidad.<br />

E. S., 1926<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

INTRODUCCIÓN<br />

A LA DOCTRINA ESOTÉRICA<br />

Persuadido estoy de que llegará día en<br />

que el fisiólogo, el poeta y el filósofo<br />

hablarán el mismo lenguaje y se entenderán<br />

todos.<br />

Claude Bernard<br />

El mayor mal de nuestro tiempo es que la Ciencia y la Religión<br />

aparecen como fuerzas enemigas e irreductibles. Mal intelectual, tanto más<br />

pernicioso cuanto que viene de lo alto y se infiltra cautelosamente en todos los<br />

espíritus, como sutil ponzoña que se respira en el aire. Y todo mal de la<br />

inteligencia viene a ser a la larga un mal <strong>del</strong> alma y, por consecuencia, un mal<br />

social.<br />

Mientras el cristianismo no hizo otra cosa que afirmar sencillamente la<br />

fe cristiana, en una Europa aún semibárbara, como ocurría en la Edad Media,<br />

él fue la mayor de las fuerzas morales y formó el alma <strong>del</strong> hombre moderno.<br />

En tanto que la ciencia experimental, reconstituida en el siglo XVI, reivindicó<br />

sólo los derechos legítimos de la razón y su ilimitada libertad, ella fue la<br />

mayor de las fuerzas intelectuales, renovó la faz <strong>del</strong> mundo libertando al<br />

hombre de las seculares cadenas, y proveyó al espíritu humano de bases<br />

indestructibles.<br />

Pero desde el momento que la Iglesia, no pudiendo probar ya su dogma<br />

primitivo ante las objeciones científicas, se encierra en aquél como en una<br />

casa sin ventanas, oponiendo la fe a la razón de modo absoluto e indiscutible;<br />

desde que la Ciencia enajenada por sus descubrimientos en el mundo físico,<br />

hace abstracción <strong>del</strong> psíquico e intelectual y se ha hecho agnóstica y<br />

materialista en sus principios y finalidad; desde que la Filosofía, desorientada<br />

e impotente entre ambas, ha abdicado en cierto modo de sus derechos para<br />

caer en un escepticismos trascendente, una escisión profunda se ha operado en<br />

el alma de la sociedad al igual que en la de los individuos. Este conflicto, al<br />

principio necesario y útil, puesto que estableció los derechos de la Razón y de<br />

la Ciencia, ha terminado por ser causa de Impotencia y agotamiento. La<br />

Religión responde a las necesidades <strong>del</strong> corazón: de ahí su magia eterna; la<br />

9


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Ciencia, a las <strong>del</strong> espíritu: de donde su fuerza invencible. Pero desde hace<br />

mucho tiempo estas dos potencias no saben entenderse y convivir. La Ciencia<br />

sin esperanzas y la Religión sin prueba, se alzan una frente a la otra y se<br />

desafían sin poderse vencer.<br />

De ahí deriva una profunda contradicción, una guerra sorda, no<br />

solamente entre el Estado y la Iglesia, sino también dentro de la misma<br />

Ciencia, en el seno de todas las Iglesias y hasta en la conciencia de todos los<br />

que piensan. Porque quienquiera que seamos, a cualquier escuela filosófica,<br />

estética o social a que podamos pertenecer, todos llevamos en nosotros<br />

mismos estos dos mundos enemigos, en apariencia irreconciliables, que nacen<br />

de dos necesidades indestructibles en el hombre: la necesidad científica y la<br />

necesidad religiosa. Esta situación que persiste desde hace más de un siglo, no<br />

ha contribuido ciertamente en poco a desarrollar las humanas facultades,<br />

poniéndolas en tensión unas con otras. Ella ha inspirado a la poesía y a la<br />

música acentos de un patetismo y grandiosidad inauditos. Pero hoy la tensión<br />

prolongada y sobreaguada ha producido el efecto contrario.<br />

Así como el abatimiento sucede a la fiebre en un enfermo, aquella<br />

tensión se ha convertido en marasmo, en tedio, en impotencia. La Ciencia no<br />

se ocupa más que <strong>del</strong> mundo físico y material; la filosofía moral ha perdido la<br />

dirección de las inteligencias; la Religión gobierna aún en cierto modo a las<br />

masas, pero no reina ya sobre las ciencias sociales, y siempre grande por la<br />

caridad, no brilla ya por la Fe. <strong>Los</strong> guías intelectuales de nuestro tiempo son<br />

incrédulos o escépticos, perfectamente sinceros y leales, pero que dudan de su<br />

arte y se miran sonriendo como los augures romanos. En público, en privado,<br />

predicen las catástrofes sociales sin encontrar el remedio, o envuelven sus<br />

sombríos oráculos en eufemismos prudentes. Bajo tales auspicios, la literatura<br />

y el arte han perdido el sentido de lo divino. Deshabituada de los horizontes<br />

eternos, una gran parte de la juventud se ha alistado en lo que sus maestros<br />

llaman el naturalismo, degradando así el bello nombre de Naturaleza. Porque<br />

lo que decoran con este vocablo, sólo es la apología de los bajos instintos, el<br />

fango <strong>del</strong> vicio o la pintura complaciente de nuestra lacras sociales; en una<br />

palabra, la negación sistemática <strong>del</strong> alma y de la inteligencia. Y la pobre<br />

Psiquis, perdidas sus alas, gime y suspira de extraño modo en el fondo de<br />

aquellos mismos que la insultan y la niegan.<br />

A fuerza de materialismo, de positivo y de escepticismo, este siglo ha<br />

llegado a una falsa idea de la Verdad y <strong>del</strong> Progreso.<br />

Nuestros sabios, que practican el método experimental de Bacon para el<br />

estudio <strong>del</strong> Universo visible, con precisión maravillosa y admirables<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

resultados, se forman de la Verdad una idea completamente externa y material.<br />

Creen que a ella nos aproximamos a medida que se acumula un mayor número<br />

de los hechos. En su punto de vista tienen razón. Pero lo más grave es que<br />

nuestros filósofos y moralistas han terminado pensando lo mismo y, de este<br />

modo, las causas primeras y los fines últimos serán para siempre<br />

impenetrables al espíritu humano. Porque suponed que llegamos a saber<br />

exactamente lo que pasa, materialmente hablando, en todos los planetas <strong>del</strong><br />

sistema solar, lo que, entre paréntesis, sería una magnífica base de inducción;<br />

suponed, además, que sepamos qué especie de habitantes contienen los<br />

satélites de Sirio y de varias estrellas de la Vía Láctea; seguramente sería<br />

maravilloso saber todo esto, pero ¿Sabríamos por ello más acerca de nuestra<br />

bruma estelar, sin hablar de la nebulosa de Andrómeda y de la de<br />

Magallanes?. ― No, y ello es causa de que nuestro tiempo conciba el<br />

desarrollo de la humanidad, como la eterna marcha hacia una verdad<br />

indefinida, indefinible y a la que jamás tendrá acceso.<br />

Esta es la concepción de la filosofía positiva de Auguste Comte y<br />

Herbert Spencer, que ha prevalecido en nuestros días.<br />

La Verdad era otra cosa muy distinta para los sabios y teósofos <strong>del</strong><br />

Oriente y de Grecia. Ellos, sin duda, sabían que no se la puede abarcar ni<br />

equilibrar sin un sumario conocimiento <strong>del</strong> mundo físico; pero también sabían<br />

que reside ante todo en nosotros mismos, en los principios intelectuales y en la<br />

vida espiritual <strong>del</strong> alma. Para ellos el alma era la sola, la divina realidad y la<br />

llave <strong>del</strong> Universo. Reconcentrando su voluntad, desarrollando sus facultades<br />

latentes, alcanzaban el luminar vivo que llamaban Dios, cuya luz hace<br />

comprender a los hombres y a los seres. Para ellos lo que llamamos el<br />

Progreso, es decir, la historia <strong>del</strong> mundo y de los hombres, no era más que la<br />

evolución en el Tiempo y en el Espacio de esta Causa central y de este Fin<br />

último. — ¿Creéis que estos teósofos fueron puros contemplativos, soñadores<br />

impotentes, fakires subidos a sus columnas?. Error. El mundo no ha conocido<br />

hombres más grandes de acción, en el sentido más fecundo, el más<br />

incalculable de la palabra.<br />

Brillan ellos como estrellas de primera magnitud en el cielo de las<br />

almas. Se llaman: Krishna, Budha, Zoroastro, Hermes, Moisés, Pitágoras,<br />

Jesús, y fueron poderosos moldeadores de espíritus, formidables vivificadores<br />

de almas, saludables organizadores de Sociedades. No viviendo más que para<br />

su idea, prestos siempre a morir y sabiendo que la muerte por la Verdad es la<br />

acción eficaz y suprema, ellos han creado las ciencias y las religiones, por<br />

consiguiente las letras y las artes, cuyo jugo nos nutre aún y nos da la vida.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

¿Qué va a producir el positivismo y escepticismo de nuestros días?. Una<br />

generación seca, sin ideal, sin luz y sin fe; no creyente en el alma ni en Dios,<br />

ni en el provenir de la Humanidad, ni en esta vida ni en la otra; sin energía en<br />

la voluntad, dudando dé sí misma y de la libertad humana.<br />

“Por sus frutos los juzgaréis”, decía Jesús. Esta frase <strong>del</strong> Maestro de los<br />

Maestros, se puede aplicar lo mismo a las doctrinas que a los hombres. Sí; este<br />

pensamiento se impone: o la Verdad es para siempre inaccesible al hombre, o<br />

ha sido poseída en gran parte por los más grandes sabios y los primeros<br />

iniciadores de la tierra. Ella se encuentra, por lo tanto, en el fondo de todas las<br />

grandes religiones y en los libros sagrados de todos los pueblos. Sólo que es<br />

preciso saberla encontrar y extraer.<br />

Si se contempla la historia de las religiones con los ojos iluminados por<br />

la verdad central, que sólo la iniciación interna puede dar, queda uno a la vez<br />

sorprendido y maravillado. Lo que entonces se advierte no semeja casi en<br />

nada a lo que enseña la Iglesia, que limita la revelación al cristianismo y no la<br />

admite más que en su sentido primario; pero se parece también muy poco a la<br />

que se enseña en nuestras Universidades, a la ciencia puramente naturalista,<br />

aunque ésta se coloca, sin embargo, en un punto de vista más amplio, puesto<br />

que pone a todas las religiones en la misma línea y les aplica un método único<br />

de investigación. Su erudición es profunda, su celo admirable, pero aún no se<br />

ha elevado hasta el punto de vista <strong>del</strong> esoterismo comparado, que muestra a<br />

la historia de las religiones y de la Humanidad en un aspecto completamente<br />

nuevo. Desde esta altura, he aquí lo que se distingue.<br />

Todas las grandes religiones tienen una historia exterior y otra interior;<br />

la una aparente, la otra secreta. Por historia exterior yo entiendo los dogmas y<br />

mitos enseñados públicamente en templos y escuelas, reconocidos en el culto<br />

y en las supersticiones populares. Por historia interna entiendo yo la ciencia<br />

profunda, la doctrina secreta, la acción oculta de los grandes iniciados,<br />

profetas o reformadores que han creado, sostenido, propagado esas mismas<br />

religiones. La primera, la historia oficial, la que se lee en todas las partes, tiene<br />

lugar a la luz <strong>del</strong> día; ella no es, sin embargo, menos oscura, embrollada,<br />

contradictoria. La segunda, que yo llamo la tradición esotérica o doctrina de<br />

los Misterios, es muy difícil de desentrañar. Porque ésta se prosigue en el<br />

fondo de los templos, en las cofradías secretas, y sus dramas se desenvuelven<br />

por entero en el alma de los grandes profetas, que no han confiado a ningún<br />

pergamino ni a ningún discípulo sus crisis supremas, sus éxtasis divinos. Hay<br />

que adivinarla. Pero una vez que se la ve, aparece luminosa, orgánica, siempre<br />

en armonía consigo misma. Se la podría llamar la historia de la religión eterna<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

y universal. En ella se muestra el porqué de las cosas, el emplazamiento de la<br />

humana conciencia, <strong>del</strong> que la historia no nos ofrece más que un reverso<br />

laborioso. Allí alcanzamos el punto generador de la Religión y de la Filosofía,<br />

que se reúnen al otro extremo de la elipse por medio de la ciencia integral.<br />

Este punto corresponde a las verdades trascendentes. Allí encontramos la<br />

causa, el origen y el fin <strong>del</strong> prodigioso trabajo de los siglos, la Providencia en<br />

sus agentes terrestres. Tal historia es la única de que me ocupo en este libro.<br />

Para la raza aria, el germen y núcleo de dicha historia esotérica se halla<br />

en los Vedas. Su primera cristalización histórica aparece en la doctrina<br />

trinitaria de Krishna, que da al brahmanismo su potencia, a la religión de la<br />

India su sello in<strong>del</strong>eble. Budha, que según la cronología de los brahmanes fue<br />

posterior a Krishna en dos mil cuatrocientos años, no hace más que descubrir<br />

otro aspecto de la doctrina oculta, el de la metempsícosis y de la serie de<br />

existencias eslabonadas por la ley <strong>del</strong> Karma. Aunque el budhismo fue una<br />

revolución democrática, social y moral, contra el brahmanismo aristocrático y<br />

sacerdotal, su fondo metafísico es el mismo, aunque menos completo.<br />

La antigüedad de la doctrina sagrada no es menos asombrosa en Egipto,<br />

cuyas tradiciones se remontan a una civilización muy anterior a la aparición de<br />

la raza aria en la escena histórica. Se podía suponer, hasta estos últimos<br />

tiempos, que el monismo trinitario expuesto en los libros griegos de Hermes<br />

Trismegisto, era una complicación de la escuela de Alejandría bajo la doble<br />

influencia judeo cristiana y neo-platónica. De común acuerdo, creyentes e<br />

Incrédulos, historiadores y teólogos, no han cesado de afirmarlo hasta el día.<br />

Mas esta doctrina cae hoy ante los descubrimientos de la epigrafía egipcia. La<br />

autenticidad fundamental de los libros de Hermes como documentos de la<br />

antigua sabiduría de Egipto, resalta triunfalmente de los jeroglíficos<br />

descifrados. No solamente las inscripciones de los obeliscos de Tebas y de<br />

Menfis confirman toda la cronología de Manethón, sino que demuestran que<br />

los sacerdotes de Ammón-Ra profesaban la alta metafísica que enseñaba bajo<br />

otras formas a orillas <strong>del</strong> Ganges. (Véanse los hermosos trabajos de Francois<br />

Lenormand y de M. Maspéro). Se puede decir aquí, con el profeta hebreo,<br />

que “la piedra habla y que el muro grita”. Así como el sol de “media noche”<br />

que lucía, se dice, en los Misterios de Isis y de Osiris, el pensamiento de<br />

Hermes, la antigua doctrina <strong>del</strong> verbo solar ha vuelto a brillar en las tumbas de<br />

los reyes y hasta de los papiros <strong>del</strong> Libro de los Muertos conservados por<br />

momias de cuatro mil años.<br />

En Grecia, el pensamiento esotérico está a la vez más visible y más<br />

envuelto que en otra parte; más visible, porque se manifiesta a través de una<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

mitología humana embelesadora, porque fluye como sangre ambrosiaca por<br />

las venas de aquella civilización, y brota por todos los poros de sus Dioses<br />

como un perfume y como un rocío celeste. Por otra parte, el pensamiento<br />

profundo y científico que presidió a la concepción de todos esos mitos, es con<br />

frecuencia más difícil de penetrar a causa de su seducción misma y de los<br />

embellecimientos que han añadido los poetas. Pero los principios sublimes de<br />

la teosofía dórica y de la sabiduría de Delfos están inscritos con letras de oro<br />

en los fragmentos órficos y en la síntesis de Pitágoras, así como en la<br />

vulgarización dialéctica y un poco caprichoso de Platón. La escuela de<br />

Alejandría nos proporciona también claves útiles. Ella fue la primera en<br />

publicar en parte y comentar el sentido de los misterios, en medio <strong>del</strong><br />

relajamiento de la religión griega y enfrente de los progresos <strong>del</strong> cristianismo.<br />

La tradición oculta de Israel, que procede a la vez de Egipto, de Caldea<br />

y de Persia, nos ha sido conservada bajo formas raras y oscuras, pero en toda<br />

su profundidad y extensión, por la Cábala o tradición oral, desde el Zohar y el<br />

Sepher Yezirah atribuido a Simón Ben Yochai hasta los comentarios de<br />

Maimónides. Misteriosamente encerrada en el Génesis y en el simbolismo de<br />

los profetas, resalta de una manera asombrosa en el admirable trabajo de Fabre<br />

d’Olivet sobre la lengua hebrea reconstituida, que tiende a reconstruir la<br />

verdadera cosmogonía de Moisés, según el método egipcio, tomando el triple<br />

sentido de cada versículo y casi de cada palabra en los diez primeros capítulos<br />

<strong>del</strong> Génesis.<br />

En cuanto al esoterismo cristiano, brilla por si mismo en los Evangelios<br />

ilustrados por las tradiciones esénicas y gnósticas. El brota como de un<br />

manantial vivo de la palabra de Cristo, de sus parábolas, <strong>del</strong> fondo mismo de<br />

esa alma incomparable y realmente divina. Al mismo tiempo, el Evangelio de<br />

San Juan nos da las claves de la enseñanza íntima y superior de Jesús con el<br />

sentido y el alcance de su promesa. Volvemos a encontrar allí aquella doctrina<br />

de la Trinidad y <strong>del</strong> Verbo divino, ya enseñada hacía miles de años en los<br />

templos <strong>del</strong> Egipto y de la India, pero animada, personificada por el príncipe<br />

de los iniciados, por el más grande de los hijos de Dios.<br />

La aplicación <strong>del</strong> método que he llamado esoterismo comparado a la<br />

historia de las religiones, nos conduce, por lo tanto, a un resultado de la mayor<br />

importancia, que se resume así: la antigüedad, la continuidad y la unidad<br />

esencial de la doctrina esotérica. Hay que reconocer que éste es un hecho bien<br />

digno de tenerse en cuenta, porque supone que los sabios y profetas de los<br />

tiempos más diversos han llegado a conclusiones idénticas en el fondo, aunque<br />

diferentes en la forma, sobre las verdades primeras y últimas, y ello siempre<br />

14


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

por la misma vía de la iniciación interior y de la meditación. Agreguemos que<br />

esos sabios y esos profetas fueron los mayores bienhechores de la humanidad,<br />

los salvadores cuya fuerza redentora arrancó a los hombres <strong>del</strong> abismo de la<br />

naturaleza inferior y de la negación.<br />

¿No es preciso decir después de esto que hay, según la expresión de<br />

Leibnitz, una especie de filosofía eterna, pererrnis quoedam philosophia, que<br />

constituye el lazo primordial de la ciencia y de la religión y su unidad final?.<br />

La teosofía antigua, profesada en la India, Egipto y Grecia, constituía<br />

una verdadera enciclopedia, dividida generalmente en cuatro categorías: 1. la<br />

Teogonía o ciencia de los principios absolutos, idéntica a la ciencia de los<br />

Números aplicada al universo, o las matemáticas sagradas; 2. la Cosmogonía,<br />

realización de los principios eternos en el espacio y el tiempo, o involución<br />

<strong>del</strong> espíritu en la materia, períodos de mundo; 3. la Psicología, constitución<br />

<strong>del</strong> hombre, evolución <strong>del</strong> alma a través de la cadena de existencias; 4. la<br />

Física, ciencia de los reinos de la naturaleza terrestre y de sus propiedades. El<br />

método inductivo y el método experimental se combinaban y se fiscalizaban<br />

uno a otro en esos diversos órdenes de ciencias, y a cada una de ellas<br />

correspondía un arte. Estos eran, tomándolos en orden inverso y empezando<br />

su enumeración por las ciencias físicas: 1. una Medicina especial fundada en<br />

el conocimiento de las propiedades ocultas de los minerales, las plantas y los<br />

animales; la Alquimia o transmutación de los metales, desintegración y<br />

reintegración de la materia por medio <strong>del</strong> agente universal, arte practicado en<br />

el Egipto antiguo según Olimpiodoro y llamado por él crisopeya y argiropeya,<br />

fabricación <strong>del</strong> oro y de la plata; 2. las Artes psicúrgicas que se referían a las<br />

fuerzas <strong>del</strong> alma, magia y adivinación; 3. la Genetliaca celeste o astrología, o<br />

el arte de descubrir la relación entre los destinos de los pueblos o de los<br />

individuos y los movimientos <strong>del</strong> universo marcados por las revoluciones de<br />

los astros; 4. la Teurgia, el arte supremo <strong>del</strong> mago, tan raro como peligroso y<br />

difícil, el de poner el alma en relación consciente con los diversos órdenes de<br />

espíritus y obrar sobre ellos.<br />

Se ve que, ciencias y artes, todo se ligaba y armonizaba en esta teosofía<br />

derivada de un mismo principio que llamaré en lenguaje moderno monismo<br />

intelectual espiritualismo evolutivo y trascendente. Se pueden formular como<br />

siguen los principios esenciales de la doctrina esotérica: - El espíritu es la sola<br />

realidad. La materia no es más que su expresión inferior, cambiante, efímera:<br />

su dinamismo en el espacio y el tiempo. - La creación es eterna y continua<br />

como la vida. El microcosmo-hombre es ternario por su constitución (espíritu,<br />

alma y cuerpo), imagen y espejo <strong>del</strong> macro-cosmos-universo (mundo divino,<br />

15


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

humano y natural), que es por sí mismo el órgano <strong>del</strong> Dios inefable, <strong>del</strong><br />

Espíritu absoluto, que es por su naturaleza Padre, Madre e Hijo (esencia,<br />

sustancia y vida). - He aquí por qué el hombre, imagen de Dios, puede llegar a<br />

ser su verbo vivo. La gnosis, o mística racional de todos los tiempos, es el arte<br />

de encontrar a Dios en sí, desarrollando las profundidades ocultas, las<br />

facultades latentes de la conciencia. El alma humana, la individualidad, es<br />

inmortal por esencia. Su desenvolvimiento tiene lugar en planos<br />

alternativamente ascendentes y descendentes, por medio de existencias por<br />

turnos espirituales y corporales. La reencarnación es su ley evolutiva. Llegada<br />

a lo perfecto, se libra de esa ley y vuelve al Espíritu puro, a Dios en la plenitud<br />

de su conciencia. Del mismo modo que el alma se eleva sobre la ley de la<br />

lucha por la vida cuando adquiere conciencia de su humanidad, igualmente se<br />

eleva sobre la ley de la reencarnación cuando adquiere conciencia de su<br />

divinidad.<br />

Las perspectivas que aparecen en el umbral de la Teosofía son<br />

inmensas, sobre todo cuando se las compara con el estrecho y desolado<br />

horizonte en que el materialismo encierra al hombre, o con los datos infantiles<br />

e inaceptables de la teología clerical. Al contemplarlas por vez primera, se<br />

experimenta el deslumbramiento, el escalofrío de lo infinito. <strong>Los</strong> abismos de<br />

lo inconsciente se abren en nosotros, mostrándonos la sima de donde salimos,<br />

las alturas vertiginosas a que aspiramos. Embelesados ante esta inmensidad,<br />

pero atemorizados <strong>del</strong> viaje, deseamos no existir más, ¡llamamos al Nirvana!.<br />

Luego, nos damos cuenta de que esta debilidad es lo que el cansancio <strong>del</strong><br />

marino presto a soltar el remo en medio de la borrasca. Alguien ha dicho: el<br />

hombre ha nacido en un hueco de onda y no sabe nada <strong>del</strong> vasto océano que se<br />

extiende ante él y a sus espaldas. Eso es verdad: pero la mística trascendente<br />

empuja nuestra barca hacia la cresta de la ola y allí, siempre azotados por la<br />

furia de la tempestad, percibimos su ritmo grandioso; y la mirada, midiendo la<br />

bóveda <strong>del</strong> cielo, reposa en la calma <strong>del</strong> firmamento azul.<br />

La sorpresa aumenta, si, volviendo a las ciencias modernas, nos damos<br />

cuenta de que desde Bacon y Descartes; ellas tienden involuntariamente, pero<br />

de un modo seguro, a volver a las referencias de la antigua teosofía. Sin<br />

abandonar la hipótesis de los átomos, la física moderna ha llegado<br />

insensiblemente a identificar la idea de fuerza, lo cual es un paso hacia el<br />

dinamismo espiritualista. Para explicar la luz, el magnetismo, la electricidad,<br />

los sabios han tenido que admitir una materia sutil y absolutamente<br />

imponderable, que llena el espacio y penetra todos los cuerpos, materia que<br />

han llamado éter, lo que significa una aproximación a la antigua idea teosófica<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

<strong>del</strong> alma <strong>del</strong> mundo, en cuanto a la impresionabilidad, a la inteligente<br />

docilidad de esa materia, resalta de un reciente experimento que prueba la<br />

transmisión <strong>del</strong> sonido por la luz, de todas las ciencias, las que parecen haber<br />

puesto en mayor apuro al espiritualismo son la zoología comparada y la<br />

antropología. En realidad, ellas han sido sus servidoras, mostrando la ley y el<br />

modo de intervención <strong>del</strong> mundo inteligible en el mundo animal. Darwin dio<br />

el golpe de gracia a la idea infantil de la creación según la teología primaria.<br />

En este aspecto, no hizo otra cosa que volver a las ideas de la antigua teosofía.<br />

Pitágoras había ya dicho: “el hombre es pariente <strong>del</strong> animal”. Darwin mostró<br />

las leyes a que obedece la naturaleza para ejecutar el plan divino, leyes<br />

instrumentales que son: la lucha por la vida, la herencia y la selección natural.<br />

El probó la variabilidad de las especies, redujo su número por la clasificación,<br />

y estableció su jerarquía. Pero sus discípulos, los teóricos <strong>del</strong> transformismo<br />

absoluto, que han querido hacer salir todas las especies de un solo prototipo y<br />

hacen depender su aparición de las únicas influencias de los medios, han<br />

forzado los hechos en favor de una concepción puramente externa y<br />

materialista de la naturaleza. No; los medios no explican las especies, como<br />

las leyes físicas no explican las leyes químicas, como la química no explica el<br />

principio evolutivo de vegetal, ni éste el principio evolutivo de los animales.<br />

En cuanto a las grandes familias de animales, ellas corresponden a los tipos<br />

eternos de la vida, signos <strong>del</strong> Espíritu que marcan la escala de la conciencia.<br />

La aparición de los mamíferos después de los reptiles y pájaros no tiene razón<br />

de ser en un cambio de medio terrestre; éste no es más que la condición. Esto<br />

supone una nueva embriogenia; por consiguiente, una fuerza intelectual y<br />

anímica nueva, obrando dentro y en el fondo de la naturaleza, que nosotros<br />

llamamos el más allá relativamente a la percepción de los sentidos. Sin esta<br />

fuerza intelectual y anímica, no se explicará tan sólo la aparición de una célula<br />

organizada en el mundo inorgánico. En fin, el hombre, que resume y corona la<br />

serie de los seres, revela todo el pensamiento divino por la armonía de los<br />

órganos y la perfección de la forma, efigie viva <strong>del</strong> alma universal, de la<br />

inteligencia activa. Condensando todas las leyes de la evolución y toda la<br />

naturaleza en su cuerpo, él la domina y se eleva sobre ella, para entrar, por la<br />

conciencia y por la libertad, en el reino infinito <strong>del</strong> Espíritu. La psicología<br />

experimental apoyada sobre la fisiología, que tiende desde el principio <strong>del</strong><br />

siglo a volver a ser una ciencia, ha conducido a los sabios contemporáneos<br />

hasta el pórtico de un mundo distinto, el mundo propio <strong>del</strong> alma, donde, sin<br />

que las analogías cesen, rigen nuevas leyes. Oigo hablar de los estudios y<br />

certificaciones médicas de este siglo sobre el magnetismo animal, el<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

sonambulismo y todos los estados de alma diferentes <strong>del</strong> de la vigilia, desde el<br />

sueño lúcido a través de la doble vista, hasta el éxtasis. La ciencia moderna no<br />

ha hecho aún más que tanteos en este terreno, donde la ciencia de los templos<br />

antiguos había sabido orientarse, porque poseía los principios y las claves<br />

necesarias. No es menos cierto que aquélla ha descubierto todo un orden de<br />

hechos que le han parecido extraños, maravillosos, inexplicables, porque<br />

contradicen claramente las teorías materialistas bajo el imperio de las que se<br />

ha habituado a pensar y experimentar. Nada más instructivo que la<br />

incredulidad indignada de ciertos eruditos materialistas ante todos los<br />

fenómenos que tienden a probar la existencia de un mundo Invisible y<br />

espiritual. Hoy si se le ocurre a alguien probar la existencia <strong>del</strong> alma,<br />

escandaliza a la ortodoxia <strong>del</strong> ateísmo, como antes se escandalizaba a los<br />

ortodoxos de la Iglesia al negar a Dios. No se arriesga ya la vida, es verdad,<br />

pero se arriesga la reputación. - De todos modos, lo que resalta <strong>del</strong> más simple<br />

fenómeno de sugestión mental a distancia y por el pensamiento puro,<br />

fenómeno comprobado mil veces en los anales <strong>del</strong> magnetismo, (Véase el<br />

hermoso libro de M. Ochorowitz sobre la sugestión mental) es la acción <strong>del</strong><br />

espíritu y la voluntad fuera de las leyes físicas <strong>del</strong> mundo visible. La puerta de<br />

lo Invisible está, pues, abierta -En los altos fenómenos <strong>del</strong> sonambulismo, este<br />

mundo se abre por completo. Pero me detengo aquí, sólo en lo que está<br />

comprobado por la ciencia oficial.<br />

Si pasamos de la psicología experimental y objetiva a la psicología<br />

íntima y subjetiva de nuestro tiempo, que se expresa por la poesía, música y<br />

literatura, vemos que un inmenso soplo de esoterismo inconsciente las penetra.<br />

Nunca la aspiración a la vida espiritual, al mundo invisible, rechazado por las<br />

teorías materialistas de los sabios y por la opinión general, ha sido más seria y<br />

más real. Se ve esta aspiración en los lamentos, en las dudas, en las negras<br />

melancolías y hasta en las blasfemias de nuestros escritores naturalistas y de<br />

nuestros poetas decadentes. Jamás tuvo el alma humana un sentimiento más<br />

profundo de la insuficiencia, de la miseria, de lo Irreal de su vida presente;<br />

jamás aspiró de más ardiente modo a lo invisible <strong>del</strong> más allá, sin llegar a<br />

creer en su existencia. A veces hasta llega su intuición a formular verdades<br />

trascendentes, que no forman parte <strong>del</strong> sistema admitido por la razón, que<br />

contradicen sus opiniones de superficie y que son involuntarias fulguraciones<br />

de su conciencia oculta. Citaré como prueba el pasaje de un pensador poco<br />

común, que ha sentido toda la amargura y toda la soledad moral de este<br />

tiempo. “Cada esfera <strong>del</strong> ser, dice Frédéric Amiel, tiende a una esfera más<br />

elevada y tiene ya de ellas revelaciones y presentimientos. El ideal, bajo todas<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

sus formas, es la anticipación, la visión profética de esa existencia superior a<br />

la suya, a la que cada ser aspira siempre. Esa existencia superior en dignidad,<br />

es más Interior por su naturaleza, es decir, más espiritual. Como los volcanes<br />

nos traen los secretos <strong>del</strong> interior por su naturaleza, es decir, más espiritual.<br />

Como los volcanes nos traen los secretos <strong>del</strong> interior <strong>del</strong> globo, el entusiasmo,<br />

el éxtasis, con explosiones pasajeras de ese mundo interior <strong>del</strong> alma, y la vida<br />

humana no es más que la preparación y el advenimiento a esa vida espiritual.<br />

<strong>Los</strong> grados de la iniciación son innumerables. Vela, pues, discípulo de la vida,<br />

crisálida de un ángel, trabaja en tu florescencia futura, pues la Odisea divina<br />

no es más que una serie de metamorfosis más y más etéreas, en que cada<br />

forma, resultado de las precedentes, es la condición de las que sigue. La vida<br />

divina es una serie de muertes sucesivas, donde el espíritu arroja sus<br />

imperfecciones y sus símbolos y cede a la atracción creciente <strong>del</strong> centro de<br />

gravitación inefable, <strong>del</strong> sol de la Inteligencia y <strong>del</strong> amor”. Habitualmente,<br />

Amiel sólo era un hegeliano muy Inteligente, un moralista superior. El día que<br />

escribió estas líneas inspiradas, fue profundamente teósofo, pues no se podría<br />

exponer, de un modo más profundo y luminoso, la esencia misma de la verdad<br />

esotérica.<br />

Estos extractos bastan para demostrar que la ciencia y el espíritu<br />

moderno se preparan, sin saberlo y sin quererlo, a una reconstitución de la<br />

antigua teosofía con instrumentos más preciosos y sobre una base más sólida.<br />

Según la expresión de Lamartine, “la humanidad es un tejedor que trabaja<br />

hacia atrás en la trama <strong>del</strong> tiempo”. Día llegará en que pasando <strong>del</strong> otro lado<br />

<strong>del</strong> lienzo, contemplará el cuadro magnífico y grandioso, que ella misma había<br />

tejido durante siglos con sus propias manos sin ver otra cosa que el embrollo<br />

de los hilos entrecruzados. Aquel día saludará a la Providencia en sí misma<br />

manifestada. Entonces se confirmarán las palabras de un escritor hermético<br />

contemporáneo, y no parecerán demasiado audaces a los que han penetrado<br />

bastante profundamente en las tradiciones ocultas para sospechar sus<br />

maravillosa unidad: “La doctrina esotérica no es solamente una ciencia, una<br />

filosofía, una moral, una religión. Ella es la ciencia, la filosofía, la moral y la<br />

religión, de que todas las otras no son más que preparaciones o<br />

degeneraciones, expresiones parciales o falsedades, según que a ella se<br />

encaminan o de ella se desvían”. (The perfect way of finding Christ, por<br />

Anna Kingsford y Maltland. Londres, 1882).<br />

Lejos de mí el vano pensamiento de haber dado de esta ciencia de las<br />

ciencias una demostración completa. Se precisaría, no menos que el edificio<br />

de las ciencias conocidas y desconocidas, reconstituidas en su cuadro<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

jerárquico y reorganizadas en el espíritu <strong>del</strong> esoterismo. Todos los que creo<br />

haber probado es que la doctrina de los Misterios está en las fuentes de nuestra<br />

civilización; que ella ha creado las grandes religiones, lo mismo arias que<br />

semíticas; que el cristianismo conduce al progreso <strong>del</strong> género humano por su<br />

reserva esotérica; que la ciencia moderna tiende a lo mismo providencialmente<br />

por el conjuro de su marcha, y que, en fin, ciencia y religión deben volverse a<br />

encontrar, como en su puerto de conjunción, en su síntesis.<br />

Se puede decir que allí donde se halla un fragmento cualquiera de la<br />

doctrina esotérica, ésta existe virtualmente en su totalidad, puesto que cada<br />

una de sus partes presupone o engendra las otras. <strong>Los</strong> grandes sabios, los<br />

verdaderos profetas, todos la han poseído, y los <strong>del</strong> porvenir la poseerán como<br />

los <strong>del</strong> pasado. La luz puede ser más o menos intensa, pero siempre es la<br />

misma luz. La forma, los detalles, las aplicaciones, pueden variar hasta el<br />

Infinito; el fondo, es decir, los principios y el fin, nunca. En este libro se<br />

encontrará una especie de desarrollo gradual, de revelación sucesiva de la<br />

doctrina en sus diversas partes, y ello a través de todos los grandes iniciados,<br />

de los que cada uno representa una de las grandes religiones que han<br />

contribuido a la constitución de la humanidad actual; cuya serie marca la línea<br />

de evolución descrita por ella en el presente ciclo desde el antiguo Egipto y los<br />

primeros tiempos arios. Se la verá, pues, salir, no de una exposición abstracta<br />

y escolástica, sino <strong>del</strong> alma en fusión de esos grandes inspirados y de la acción<br />

viva de la historia. En esta serle, Rama no hace ver más que las proximidades<br />

<strong>del</strong> templo. Krishna y Hermes dan la clave. Moisés, Orfeo y Pitágoras,<br />

muestran el interior. Jesucristo representa el santuario.<br />

Este libro ha salido, todo entero, de una sed ardiente por la verdad<br />

superior, total, eterna, sin la que las verdades parciales no son más que una<br />

ficción. Me comprenderán aquellos que tienen, como yo, la conciencia de que<br />

el momento presente de la historia, con sus riquezas materiales, no es más que<br />

un triste desierto desde el punto de vista <strong>del</strong> alma y de sus Inmortales<br />

aspiraciones. La hora es de las más graves y las consecuencias extremas <strong>del</strong><br />

agnosticismo comienzan a hacerse sentir por la desorganización social. Se<br />

trata para nuestra Francia, como para Europa, de ser o de no ser. Se trata de<br />

asentar sobre sus bases indestructibles, las verdades centrales, orgánicas, o de<br />

desembocar definitivamente en el abismo <strong>del</strong> materialismo y de la anarquía.<br />

La Religión y la Ciencia, estos guardianes supremos de la civilización,<br />

han perdido una y otra su don supremo, su magia, la de la grande y fuerte<br />

educación. <strong>Los</strong> templos de la India y <strong>del</strong> Egipto han producido los más<br />

grandes sabios de la tierra. <strong>Los</strong> templos griegos han moldeado héroes y poetas.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

<strong>Los</strong> apóstoles de Cristo han sido mártires sublimes y han hecho brotar otros<br />

mil. La Iglesia de la Edad Media, a pesar de su teología primaria, ha hecho<br />

santos y caballeros porque creía, y por intervalos el espíritu de Cristo<br />

palpitaba en ella. Hoy, ni la Iglesia aprisionada en su dogma, ni la Ciencia<br />

encerrada en la materia, saben hacer hombres completos. El Arte de crear y de<br />

formar las almas se ha perdido, y no se volverá a encontrar hasta tanto que la<br />

Ciencia y la Religión, refundidas en una fuerza viva, se apliquen juntas y de<br />

común acuerdo al bien y la salvación de la humanidad. Para eso, la Ciencia no<br />

tiene que cambiar de método, sino extender su dominio; ni el cristianismo de<br />

tradición, sino de tratar de entender los orígenes, el espíritu y el alcance.<br />

Ese tiempo de regeneración intelectual y de transformación social,<br />

llegará, de ello estamos seguros. Ya presagios ciertos lo anuncian. Cuando la<br />

Ciencia sepa, la Religión podrá, y el Hombre laborará con una nueva energía.<br />

El Arte de la vida y todas las Artes no pueden renacer más que por su mutuo<br />

acuerdo.<br />

Pero, entretanto, ¿Qué hacer en estos tiempos que parecen el descenso<br />

en una sima sin fondo, con un crepúsculo amenazador, precisamente cuando<br />

su principio había parecido el ascenso hacia las libres cumbres, bajo una<br />

brillante aurora?. La fe, ha dicho un gran doctor, es el valor <strong>del</strong> espíritu que se<br />

lanza a<strong>del</strong>ante, seguro de encontrar la verdad. Esa fe no es la enemiga de la<br />

Razón, sino su antorcha; es la de Cristóbal Colón y de Galileo, que desea la<br />

prueba y la objeción, provando e ripovando, y es la sola posible en el día.<br />

Para los que la han perdido de un modo irrevocable, y son muchos -<br />

porque el ejemplo ha venido de arriba -, el camino es fácil y está<br />

completamente trazado; seguir la corriente <strong>del</strong> día, sufrir a su siglo en vez de<br />

luchar contra él, resignarse a la duda y a la negación, consolarse de todas las<br />

miserias humanas y de los próximos cataclismos con una sonrisa de desdén, y<br />

recubrir la nada profunda de las cosas - en que sólo se cree - con un velo<br />

brillante que se adorna con el hermoso nombre de ideal, pensando al mismo<br />

tiempo que éste no es más que una quimera útil.<br />

En cuanto a nosotros, pobres seres perdidos, que creemos que el Ideal es<br />

la sola Realidad y la sola Verdad en medio de un mundo cambiante y fugitivo;<br />

que creemos en la sanción y el cumplimiento de sus promesas, en la historia<br />

de la humanidad como en la vida futura; que sabemos que esa sanción es<br />

necesaria; que ella es la recompensa de la fraternidad humana, como la razón<br />

<strong>del</strong> Universo y la lógica de Dios; - para nosotros, que tenemos esa convicción,<br />

sólo hay un partido, que debemos abrazar: afirmemos esa Verdad sin temor y<br />

tan alto como sea posible; echémonos por ella y con ella en la palestra de la<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

acción, y por encima de la batalla confusa, tratemos de penetrar por la<br />

meditación y la Iniciación individuales, en el Templo de las Ideas inmutables,<br />

para armarnos allí con los principios infrangibles.<br />

Es lo que he tratado de hacer en este libro, esperando que otros me<br />

sigan y lo hagan mejor que yo.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

LIBRO PRIMERO<br />

RAMA<br />

EL CICLO ARIO<br />

Zoroastro preguntó a Ormuzd, el gran<br />

creador: ¿Quién es el primer hombre que<br />

habló contigo?.<br />

Ormuzd respondió: Es el hermano<br />

Yima, el que estaba a la cabeza de los<br />

Valientes.<br />

Yo le he dicho que vele sobre los<br />

mundos que me pertenecen y le di una espada<br />

de oro, una espada de victoria.<br />

Y Yima avanzó por el camino <strong>del</strong> Sol<br />

y reunió los hombres valerosos en el célebre<br />

Airyana-Vaéja, oreado puro.<br />

Zend Avesta (Vendidad-Sadé, 2º Fargard).<br />

¡Oh, Agni!. ¡Fuego sagrado!. ¡Fuego<br />

purificador!. Tú que duermes en el leño y<br />

subes en llamas brillantes sobre el altar, tú<br />

eres el corazón <strong>del</strong> sacrificio, el vuelo osado<br />

de la plegaria, la chispa escondida en todas las<br />

cosas y el alma gloriosa <strong>del</strong> Sol.<br />

Himno védico.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

I<br />

LAS RAZAS HUMANAS Y LOS ORÍGENES<br />

DE LA RELIGIÓN<br />

“El Cielo es mi Padre, él me ha engendrado. Tengo por familia todo<br />

este acompañamiento celeste. Mi Madre es la gran Tierra. La parte más alta<br />

de su superficie es su matriz; allí el Padre fecunda el seno de aquélla, que es<br />

su esposa y su hija”.<br />

He ahí lo que cantaba, hace cuatro o cinco mil años, <strong>del</strong>ante de un altar<br />

de tierra donde flameaba un fuego de hierbas secas, el poeta védico. Una<br />

adivinación profunda, una conciencia grandiosa respira en esas palabras<br />

extrañas. Ellas encierran el secreto <strong>del</strong> doble origen de la humanidad. Anterior<br />

y superior a la tierra es el tipo divino <strong>del</strong> hombre; celeste es el origen de su<br />

alma. Pero su cuerpo es el producto de los elementos terrestres fecundados por<br />

una esencia cósmica. <strong>Los</strong> besos de Uranos y de la gran Madre significan, en<br />

el lenguaje de los Misterios, las lluvias de almas o de mónadas espirituales,<br />

que vienen a fecundar los gérmenes terrestres: los principios organizadores, sin<br />

los que la materia sólo sería una masa inerte y difusa. La parte más alta de la<br />

superficie terrestre, que el poeta védico llama la matriz de la Tierra, designa<br />

los continentes y las montañas, cuna de las razas humanas. En cuanto al cielo,<br />

Varuna, el Urano de los griegos, representa el orden invisible, hiperfísico,<br />

eterno e intelectual, que abraza todo el Infinito <strong>del</strong> Espacio y <strong>del</strong> Tiempo.<br />

En este capítulo sólo nos ocuparemos de los orígenes terrestres de la<br />

humanidad según las tradiciones esotéricas, confirmadas por la ciencia<br />

antropológica y etnológica de nuestros días.<br />

Las cuatro razas que comparten actualmente el Globo son hijas de tierras<br />

y zonas distintas. Por creaciones sucesivas, lentas elaboraciones de la tierra en<br />

su crisol, los continentes han emergido de los mares a intervalos de tiempo<br />

considerables, que los sacerdotes antiguos de la India llamaban ciclos<br />

antediluvianos. A través de millares de años, cada continente ha engendrado su<br />

flora y su fauna, coronada por una raza humana de color diferente.<br />

El continente austral, tragado por el último gran diluvio, fue la cuna de<br />

la raza roja primitiva, de la que los Indios de América no son más que los<br />

restos, derivados de los trogloditas que se salvaron en los picos de los montes,<br />

24


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

cuando el continente se hundió. El África es la madre de la raza negra llamada<br />

etiópica por los griegos. El Asia ha elaborado la raza amarilla que se conserva<br />

en China. La última en nacer, la raza blanca, salió de los bosques de Europa,<br />

entre las tempestades <strong>del</strong> Atlántico y las brisas <strong>del</strong> Mediterráneo. Todas las<br />

variedades humanas resultan de las mezclas, de las combinaciones, de<br />

generaciones o selecciones de esas cuatro grandes razas. En los ciclos<br />

anteriores, la roja y la negra han reinado sucesivamente por medio de potentes<br />

civilizaciones que han dejado huellas en las construcciones ciclópeas y en la<br />

arquitectura de México. <strong>Los</strong> templos de la India y Egipto tenían acerca de esas<br />

civilizaciones desvanecidas, cifras y tradiciones escasas. En nuestro ciclo la raza<br />

blanca domina, y si se mide la antigüedad probable <strong>del</strong> Egipto y la India, se<br />

hará remontar su preponderancia a siete u ocho mil años. (Esa división de la<br />

humanidad en cuatro razas sucesivas y originarias, era admitida por los<br />

más antiguos sacerdotes de Egipto. Ellas están representadas por cuatro<br />

figuras de tipos y tez diferentes en las pinturas de la tumba de Setis I en<br />

Tebas. La raza roja lleva el nombre de Rot; la raza asiática, de piel<br />

amarilla, el de Aruc; la africana o negra, el de Halasiu; la líbico-europea<br />

o blanca, de cabellos rubios, es de Tamahu. - Lenormant, Histoire des<br />

peuples d’Orient, c. I.)<br />

Según las tradiciones brahmánicas, la civilización ha comenzado sobre la<br />

tierra hace cincuenta mil años, con la raza roja, sobre el continente austral,<br />

cuando Europa entera y parte <strong>del</strong> Asia estaban aún bajo el agua. Esas<br />

mitologías hablan también de una raza de gigantes anterior. Se han<br />

encontrado en ciertas cavernas <strong>del</strong> Thibet, osamentas humanas gigantescas,<br />

cuya conformación semeja más al mono que al hombre. Ellas se relacionan con<br />

una humanidad primitiva, intermedia, aun vecina de la animalidad, que no<br />

poseía ni lenguaje articulado, ni organización social, ni religión. Porque estas<br />

tres cosas brotan siempre a la par: y ese es el sentido de aquella notable<br />

tríada bárdica que dice: “Tres cosas son primitivamente contemporáneas: Dios,<br />

la luz y la libertad”. Con el primer balbuceo de la palabra nació la sociedad y la<br />

sospecha vaga de un orden divino. Es el soplo de Jehovah en la boca de Adán,<br />

el verbo de Hermes, la ley <strong>del</strong> primer Manú, el fuego de Prometeo. Un Dios<br />

palpita en la fauna humana. La raza roja, ya lo hemos dicho, ocupaba el<br />

continente astral, hoy sumergido, llamado Atlántida por Platón, según las<br />

tradiciones egipcias. Un gran cataclismo le destruyó en parte y dispersó sus<br />

restos. Varias razas polinésicas, al igual que los Indios de la América <strong>del</strong> Norte y<br />

los Aztecas que Hernán Cortés encontró en México, son los supervivientes de<br />

la antigua raza roja, cuya civilización, perdida para siempre, tuvo sus días de<br />

25


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

gloria y de esplendor materiales. Todos esos pobres retrasados llevan en sus<br />

almas la incurable melancolía de las viejas razas que mueren sin esperanza.<br />

Después de la raza roja, la raza negra dominó sobre el globo. Hay que<br />

buscar su tipo superior, no en el negro degenerado, sino en el abisinio y el<br />

nubio, en quienes se conserva el molde de esta raza llegada a su apogeo. <strong>Los</strong><br />

negros invadieron el sur de Europa en tiempos prehistóricos y fueron<br />

rechazados por los blancos. Su recuerdo se ha borrado completamente de<br />

nuestras tradiciones populares. Sin embargo, han dejado dos huellas<br />

in<strong>del</strong>ebles: horror al dragón que fue el emblema de sus reyes y la idea de que<br />

el diablo es negro. <strong>Los</strong> negros devolvieron el insulto a la raza rival haciendo<br />

blanco a su diablo. En los tiempos de su soberanía, los negros tuvieron centros<br />

religiosos en el Alto Egipto y la Judea. Sus ciudades ciclópeas coronaban las<br />

montañas <strong>del</strong> Cáucaso, de África y <strong>del</strong> Asia central. Su organización social<br />

consistía en una teocracia absoluta. En la cima, sacerdotes temidos como<br />

dioses; abajo, tribus revoltosas, sin familia reconocida, las mujeres esclavas.<br />

Esos sacerdotes tenían conocimientos profundos, el principio de la unidad<br />

divina <strong>del</strong> universo y el culto de los astros que, bajo el nombre de sabeísmo, se<br />

infiltró entre los pueblos blancos. (Véanse los historiadores árabes, así como<br />

Abul-Ghari, historia genealógica de los Tártaros, y Mohammed-Mosen,<br />

historiador de los Persas. William Jones, Asiatic Research, L Discours sur<br />

les Tartares et les Penans).<br />

Pero entre la ciencia de los sacerdotes negros y el fetichismo grosero de<br />

las masas no había punto intermedio, arte idealista, mitología sugestiva. Por<br />

lo demás, una industria ya sabia, el arte de manejar piedras colosales y de<br />

fundir los metales en hornos inmensos en que se hacía trabajar a los<br />

prisioneros de guerra. En esta raza poderosa por la resistencia física, la<br />

energía pasional y la capacidad de asimilación, la religión fue, pues, el reino<br />

de la fuerza por el terror. La Naturaleza y Dios no aparecieron casi a la<br />

conciencia de esos pueblos-niños más que bajo la forma <strong>del</strong> dragón, <strong>del</strong><br />

terrible animal antediluviano que los reyes hacían pintar en sus banderas y los<br />

sacerdotes esculpían en la puerta de sus templos.<br />

Si el sol de África ha incubado la raza negra, se diría que los hielos <strong>del</strong><br />

polo ártico han visto la florescencia de la raza blanca. Son los Hiperbóreos de<br />

que habla la mitología griega. Esos hombres de cabellos rojos, de ojos azules,<br />

vinieron <strong>del</strong> Norte a través de las selvas, iluminadas por auroras boreales,<br />

acompañados por perros y renos, mandados por jefes temerarios y animados,<br />

empujados por mujeres videntes. Cabellos de oro y ojos de azul: colores<br />

predestinados. Esa raza debía inventar el culto <strong>del</strong> sol y <strong>del</strong> fuego sagrado y<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

traer al mundo la nostalgia <strong>del</strong> cielo. Tan pronto ella se rebela contra éste<br />

hasta quererle escalar, como se prosternará ante sus esplendores en una<br />

adoración absoluta.<br />

Como las otras, la raza blanca tuvo que libertarse <strong>del</strong> estado salvaje<br />

antes de adquirir conciencia de sí misma. Tiene ella por signos distintivos el<br />

gusto de la libertad individual, la sensibilidad reflexiva que crea el poder de la<br />

simpatía, y el predominio <strong>del</strong> intelecto, que da a la imaginación un sello<br />

idealista y simbólico. La sensibilidad anímica trajo la afección, la preferencia<br />

<strong>del</strong> hombre por una mujer; de ahí la tendencia de esta raza a la<br />

monogamia, el principio conyugal y la familia. La precisión de libertad,<br />

unida a la sociabilidad, creó el clan con su principio electivo. La<br />

imaginación ideal creó el culto de los antepasados, que forma la raíz y el<br />

centro de la religión de los pueblos blancos. El principio social y político, se<br />

manifiesta el día que un cierto número de hombres semisalvajes, ante el<br />

ataque de enemigos, se reúnen instintivamente y eligen al más fuerte y más<br />

inteligente entre ellos, para defenderles y mandarles: aquel día la sociedad<br />

nació. El jefe es un rey en germen; sus compañeros, nobles futuros; los<br />

viejos <strong>del</strong>iberantes, pero incapaces de andar, de la fatiga, forman ya una<br />

especie de Senado o asamblea de ancianos. Pero ¿Cómo nació la religión?.<br />

Se ha dicho que era el temor <strong>del</strong> hombre primitivo ante la Naturaleza. Pero<br />

el temor nada de común tiene con el respeto y el amor: aquél no liga el<br />

hecho a la idea, lo visible a lo invisible, el hombre a Dios. Mientras que el<br />

hombre sólo tembló ante la Naturaleza, no fue aún un hombre. Lo fue sólo<br />

el día que asió el lazo que le relacionaba al pasado y al porvenir, a algo de<br />

superior y bienhechor, y donde él adoró esa misteriosa incógnita. Pero<br />

¿cómo adoró él por vez primera?.<br />

Fabre d’Olivet lanza una hipótesis eminentemente genial y sugestiva<br />

sobre el modo de establecer el culto a los antepasados en la raza blanca.<br />

(Histoire philosophique du genre humain, tomo I). En un clan belicoso, dos<br />

guerreros rivales se querellan. Furiosos, van a matarse, ya han llegado a las<br />

manos. En ese momento, una mujer con el cabello en desorden se interpone<br />

entre los dos y los separa. Es la hermana de uno y la mujer <strong>del</strong> otro. Sus ojos<br />

arrojan llamas, su voz tiene el acento <strong>del</strong> mando. Ella dice en frases<br />

entrecortadas, incisivas, que ha visto en la selva al Antepasado de la raza, el<br />

guerrero victorioso de tiempos remotos, el heroll que se le ha aparecido. Él<br />

no quiere que dos guerreros hermanos luchen, sino que se unan contra el<br />

enemigo común.”Es la sombra <strong>del</strong> gran Abuelo, el heroll me lo ha dicho,<br />

clama la mujer exaltada; ¡Él me ha hablado!. ¡Le he visto!” Lo que ella dice,<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

lo cree. Convencida, convence. Emocionados, admirados y como abrumados<br />

por una fuerza invencible, los adversarios reconciliados se dan la mano y miran<br />

a esa mujer inspirada como una especie de divinidad.<br />

Inspiraciones tales, seguidas de bruscas reacciones, debieron producirse<br />

en gran número y bajo formas muy diferentes en la vida prehistórica de la raza<br />

blanca. En los pueblos bárbaros, la mujer es quien, por su sensibilidad<br />

nerviosa, presiente antes lo oculto, afirma lo invisible. Que se considere ahora<br />

cuáles serían las consecuencias inesperadas y prodigiosas de un acontecimiento<br />

semejante al que hemos relatado. En el clan, en la tribu, todos hablan <strong>del</strong> hecho<br />

maravilloso. La encina, donde la mujer inspirada ha visto la aparición, se<br />

convierte en árbol sagrado. Se la conduce allá de nuevo; y, bajo la influencia<br />

magnética de la luna, que la coloca en un estado visionario, continúa<br />

profetizando en nombre <strong>del</strong> gran Abuelo. Pronto esta mujer y otras semejantes,<br />

de pie sobre las rocas, en medio dé los claros <strong>del</strong> bosque, al ruido <strong>del</strong> viento y<br />

<strong>del</strong> océano, evocarán las almas diáfanas de los antepasados ante las multitudes<br />

palpitantes, que las verán, o creerán verlas, atraídas por mágicos encantos en<br />

las brumas flotantes de las transparencias lunares. El último de los grandes<br />

celtas, Ossián, evocará a Fingal y sus compañeros en las nubes compactas.<br />

Así, en el origen mismo de la vida social, el culto de los antepasados se<br />

establece en la raza blanca. El gran antepasado llega a ser el Dios de la tribu.<br />

He ahí el comienzo de la religión.<br />

Pero eso no es todo. Alrededor de la profetisa se agrupan ancianos que la<br />

observan en sus sueños lúcidos, en sus éxtasis proféticos. Ellos estudian sus<br />

estados diversos, finalizan sus revelaciones, interpretan sus oráculos. Notan<br />

ellos que cuando profetiza en el estado visionario, su cara se transfigura, su<br />

palabra se vuelve rítmica y su voz elevada profiere sus oráculos cantando una<br />

melodía grave y significativa. (Todos los que han visto una verdadera<br />

sonámbula, han quedado admirados de la singular exaltación<br />

intelectual que se produce en su sueño lúcido. Para aquellos que no han<br />

sido testigos de tales fenómenos y que duden de ellos, citaremos un<br />

pasaje <strong>del</strong> célebre David Strauss, que no puede ser sospechoso de<br />

superstición. El vio en casa de su amigo el doctor Justinus Kerner a la<br />

célebre “vidente de Prévorst” y la describe así: “Poco después, la visionaria<br />

cayó en un sueño magnético. Contemplé por vez primera el espectáculo<br />

de ese estado maravilloso, y, puedo decirlo, en su más pura y bella<br />

manifestación. Era una cara con expresión de sufrimiento, pero elevada y<br />

tierna como inundada de un rayo celeste: una palabra pura, solemne,<br />

musical, una espede de recitado”; una abundancia de sentimientos que<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

desbordaban y que se hubieran podido comparar a bandas de nubes, tan<br />

pronto luminosas como sombrías, resbalando sobre su alma, o también a<br />

brisas melancólicas y serenas impregnadas en las cuerdas de una maravillosa<br />

arpa eoliana. (Trad. R. Lindau. Biographie genérale: art. Kerner).<br />

De ahí el verso, la estrofa, la poesía y la música, cuyo origen pasa por<br />

divino en todos los pueblos de raza aria. La idea de la revelación no podía<br />

producirse más que a propósito de hechos de este orden. Al mismo tiempo<br />

vemos brotar la religión y el culto, los sacerdotes y la poesía.<br />

En Asia, en el Irán y en la India, donde los pueblos de raza blanca<br />

fundaron las primeras civilizaciones arias, mezclándose a pueblos de color<br />

diferente, los hombres adquirieron pronto supremacía sobre las mujeres en<br />

cuestiones de inspiración religiosa. Allí no oímos hablar más que de sabios, de<br />

rishis, de profetas. La mujer rechazada, sometida, ya no es sacerdotisa más<br />

que <strong>del</strong> hogar. Pero en Europa la huella <strong>del</strong> papel preponderante de la mujer<br />

se encuentra en los pueblos de igual origen, que fueron bárbaros durante<br />

millares de años. Aparece en la Pitonisa escandinava, en la Voluspa <strong>del</strong> Edda,<br />

en las druidas célticas, en las mujeres adivinadoras que acompañan a los<br />

ejércitos germanos y decidían sobre el día de las batallas, (Véase la última<br />

batalla entre Ariovisto y Cesar en los Comentarios de éste) y hasta en las<br />

Bacantes tracias que sobrenadan en la leyenda de Orfeo. La Vidente<br />

prehistórica se continúa con la Pythia de Delfos.<br />

Las profetisas primitivas de la raza blanca se organizaron en colegios de<br />

druidesas, bajo la vigilancia de los ancianos instruidos o druidas, los hombres<br />

de la encina. Ellas fueron al principio bienhechoras. Por su intuición, su<br />

adivinación, su entusiasmo, dieron un vuelo inmenso a la raza que estaba sólo<br />

en el comienzo de su lucha, varias veces secular, contra los negros. Pero la<br />

corrupción rápida y los enormes abusos de esta institución eran inevitables.<br />

Sintiéndose dueñas de los destinos de los pueblos, las druidesas quisieron<br />

dominarlos a toda costa. Faltándoles la inspiración, quisieron dominar por el<br />

terror. Exigieron los sacrificios humanos e hicieron de ellos un elemento<br />

esencial de su culto. <strong>Los</strong> instintos heroicos de su raza los favorecían. <strong>Los</strong><br />

Blancos eran valientes; sus guerreros despreciaban la muerte; a la primera<br />

llamada venían voluntariamente y por bravata a colocarse bajo el cuchillo de<br />

las sanguinarias sacerdotisas. Por medio de hecatombes humanas se lanzaban<br />

los vivos hacia los muertos como mensajeros, y se creía obtener así los favores<br />

de los antepasados. Esa amenaza perpetua, colocada sobre la cabeza de los<br />

primeros jefes por boca de las profetisas y de los druidas, se volvió entre sus<br />

manos un formidable instrumento de dominio.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Primer ejemplo de la perversión que sufren fatalmente los más nobles<br />

instintos de la naturaleza humana, cuando no son dirigidos por una sabia<br />

autoridad, encaminados al bien por una conciencia superior. Dejada al azar<br />

de la ambición y la pasión personal, la inspiración degenera en superstición, el<br />

valor en ferocidad, la idea sublime <strong>del</strong> sacrificio en instrumento de tiranía, en<br />

explotación pérfida y cruel.<br />

Pero la raza blanca estaba aún en su infancia violenta y loca.<br />

Apasionada en la esfera anímica, debía atravesar otras muchas y sangrientas<br />

crisis. Acababa de ser despertada por los ataques de la raza negra, que<br />

comenzaba a invadir el sur de Europa. Lucha desigual al principio. <strong>Los</strong><br />

Blancos medio salvajes, salidos de sus bosques y habitaciones lacustres, no<br />

tenían otro recurso que sus arcos, sus lanzas y sus flechas con puntas de<br />

piedra. <strong>Los</strong> Negros tenían armas de hierro, armaduras de bronce, todos los<br />

recursos de una civilización industriosa y sus ciudades ciclópeas. Aplastados en<br />

el primer choque, los Blancos llevados cautivos empezaron a ser en masa<br />

esclavos de los Negros, que les forzaron a trabajar la piedra y a llevar el<br />

mineral a sus hornos. Pero algunos cautivos escapados llevaron a su patria<br />

los usos, las artes y fragmentos de ciencia de sus vencedores. Aprendieron<br />

ellos de los Negros dos cosas capitales: la fundición de los metales y la escritura<br />

sagrada, es decir, el arte de fijar ciertas ideas por medio de signos misteriosos y<br />

jeroglíficos sobre pieles de animales, sobre piedra o corteza de fresnos; de ahí<br />

las runas de los celtas. El metal fundido y forjado era el instrumento de la<br />

fuerza; la escritura sagrada fue el origen de la ciencia y de la tradición<br />

religiosa. La lucha entre la raza blanca y la raza negra osciló durante siglos<br />

desde los Pirineos al Cáucaso y desde el Cáucaso al Himalaya. La salvación de<br />

los Blancos se debió a sus selvas, donde, como las fieras, podían esconderse<br />

para salir de nuevo en el momento oportuno. Enardecidos, aguerridos, mejor<br />

armados de siglo en siglo, los arrojaron de las costas de Europa e invadieron a<br />

su vez todo el norte de África y el centro de Asia, ocupada por tribus<br />

diversas.<br />

La mezcla de las dos razas se operó de dos modos distintos, por<br />

colonización pacífica o por conquista belicosa. Fabre d’Olivet, ese maravilloso<br />

vidente <strong>del</strong> pasado prehistórico de la humanidad, parte de esa idea para emitir<br />

una visión luminosa sobre el origen de los pueblos llamados semíticos y de los<br />

pueblos arios. Allí donde los colonos blancos se habían sometido a los pueblos<br />

negros aceptando su dominación y recibiendo de sus sacerdotes la iniciación<br />

religiosa, allí se formaron los pueblos semíticos, como los Egipcios<br />

anteriores a Menes, los Árabes, los Fenicios, los Caldeos y los Judíos. Las<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

civilizaciones arias, al contrario, se formaron allí donde los Blancos habían<br />

reinado sobre los Negros por la guerra o la conquista, como los Iranios, los<br />

Hindúes, los Griegos, los Etruscos. Agreguemos a esto que bajo la<br />

denominación de pueblos arios comprendemos también a todos los pueblos<br />

blancos que habían quedado en estado salvaje y nómada en la antigüedad,<br />

tales como los Escitas, los Getas, los Sármatas, los Celtas y más tarde los<br />

Germanos. Por este medio pudiera explicarse la diversidad fundamental de<br />

las religiones y también de la escritura en esas dos grandes categorías de<br />

naciones. Entre los Semitas, donde la intelectualidad de la raza negra dominó<br />

al principio, se nota, sobre la idolatría popular, una tendencia al monoteísmo,<br />

el principio de la unidad <strong>del</strong> Dios oculto, absoluto y sin forma que fue uno<br />

de los dogmas esenciales de los sacerdotes de la raza negra y de su<br />

iniciación secreta. Entre los Blancos vencedores, o conservadores puros, se<br />

nota, al contrario, la tendencia al (politeísmo, a la mitología, a la<br />

personificación de la divinidad, que proviene de su amor a la Naturaleza y<br />

de su culto apasionado por los antepasados.<br />

La diferencia principal entre la manera de escribir de los Semitas y los<br />

Arios, se explicará por la misma causa. ¿Por qué todos los pueblos semitas<br />

escriben de derecha a izquierda, y los arios de izquierda a derecha?. La razón<br />

que de ello da Fabre d’Olivet es tan curiosa como original, y evoca ante<br />

nuestros ojos una verdadera visión de ese pasado perdido.<br />

Todo el mundo sabe que en los tiempos prehistóricos no había escritura<br />

vulgar. El uso de ella no se generalizó hasta la escritura fonética o arte de<br />

figurar por letras el sonido mismo de las palabras. Pero la escritura jeroglífica,<br />

o arte de representar las cosas por signos cualesquiera, es tan vieja como la<br />

civilización humana. Y siempre en esos tiempos primitivos, fue el privilegio <strong>del</strong><br />

sacerdocio, como función religiosa y primitivamente como inspiración divina.<br />

Cuando en el hemisferio austral, los sacerdotes de la raza negra o meridional<br />

trazaban sobre pieles de animales o sobre tablas de piedra sus signos<br />

misteriosos, tenían por costumbre volverse hacia el polo sur; su mano se dirigía<br />

hacia el Oriente, fuente de luz. Escribían, pues, de derecha a izquierda. <strong>Los</strong><br />

sacerdotes de la raza blanca o Septentrional aprendieron la escritura de los<br />

Negros y comenzaron por escribir como ellos. Pero cuando el sentimiento de<br />

su origen se hubo desarrollado con la conciencia nacional y el orgullo de la<br />

raza, inventaron signos propios y en lugar de volverse hacia el Sur, hacia el país<br />

de los Negros, dieron cara al Norte, el país de los Antepasados, continuando la<br />

escritura hacia Oriente. Sus caracteres corren, pues, de izquierda a derecha.<br />

De ahí la dirección de las runas célticas, <strong>del</strong> zend, <strong>del</strong> sánscrito, <strong>del</strong> griego, <strong>del</strong><br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

latín y de todas las escrituras de las razas arias. Ellas corren hacia el Sol,<br />

fuente de la vida terrestre; pero miran al Norte, patria de los antepasados y<br />

fuente misteriosa de las auroras celestes.<br />

La corriente semita y la corriente aria: he ahí los dos ríos por donde<br />

nos han llegado todas nuestras ideas, mitologías y religiones, artes, ciencias y<br />

filosofías. Cada una de estas corrientes lleva consigo una concepción<br />

opuesta de la vida, cuya reconciliación y equilibrio sería la verdad misma.<br />

La corriente semítica contiene los principios absolutos y superiores: la idea<br />

de la unidad y de la universalidad en nombre de un principio supremo que<br />

conduce, en su aplicación, a la unificación de la familia humana. La<br />

corriente aria contiene la idea de la evolución ascendente en todos los<br />

reinos terrestres y supraterrestres, y conduce, en su aplicación, a la<br />

diversidad infinita de los desarrollos, en nombre de la riqueza de la<br />

Naturaleza y de las aspiraciones múltiples <strong>del</strong> alma. El genio semita desciende<br />

de Dios al hombre; el genio ario sube <strong>del</strong> hombre a Dios. El uno se representa<br />

por el arcángel justiciero, que desciende sobre la tierra armado de la espada y<br />

<strong>del</strong> rayo; el otro por Prometeo, quien tiene en la mano el fuego robado <strong>del</strong><br />

cielo y mide el Olimpo con la mirada para transferirlo luego a la tierra.<br />

Nosotros llevamos esos dos genios en nuestro interior. Pensamos y<br />

obramos por turno bajo el imperio de uno u otro. Pero están entretejidos, no<br />

fundidos en nuestra intelectualidad. Ellos se contradicen y se combaten en<br />

nuestros íntimos sentimientos y en nuestros pensamientos sutiles, como en<br />

nuestra vida social y en nuestras instituciones. Ocultos bajo formas múltiples,<br />

que se podrían resumir bajo los nombres genéricos de espiritualismo y<br />

naturalismo, dominan nuestras discusiones y nuestras luchas. Irreconciliables e<br />

invencibles los dos, ¿quién los unirá?. Y sin embargo, el avance, la salvación de<br />

la humanidad dependen de su conciliación y de su síntesis. Por tal razón, en<br />

este libro quisiéramos remontarnos hasta la fuente de las dos corrientes, al<br />

nacimiento de los dos genios. Sobre las luchas históricas, las guerras religiosas,<br />

las contradicciones de los textos sagrados, pasaremos al interior de la<br />

conciencia misma de los fundadores y de los profetas que dieron a las<br />

religiones su movimiento inicial. Ellos tuvieron la intención profunda y la<br />

inspiración de lo alto, la luz viva que da la acción fecunda. Sí, la síntesis<br />

preexistía en ellos. El rayo divino palideció y se oscureció entre sus sucesores;<br />

pero reaparece, brilla, cada ver que desde un punto cualquiera de la historia<br />

un profeta, un héroe o un vidente remonta a su foco. Porque sólo desde el<br />

punto de partida se divisa el objetivo. Desde el Sol radiante, el curso de los<br />

planetas.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Tal es la revelación en la historia, continua, graduada, multiforme como<br />

la Naturaleza; pero idéntica en su manantial, una como la verdad, inmutable<br />

como Dios.<br />

Remontando el curso de la corriente semita, llegamos por Moisés a<br />

Egipto, cuyos templos poseían, según Manetón, una tradición de 30.000 años.<br />

Remontando el curso de la corriente aria, llegamos a la India, donde se<br />

desenvolvió la primera grande civilización resultante de una conquista de la<br />

raza blanca. La India y Egipto fueron dos madres de religiones. <strong>Los</strong> dos<br />

países tuvieron el secreto de la gran iniciación. Entraremos en sus<br />

santuarios.<br />

Pero sus tradiciones nos hacen remontar más alto aun, a una época<br />

anterior, donde los dos genios opuestos de que hemos hablado nos aparecen<br />

unidos en una inocencia primera y en una armonía maravillosa. Es la época<br />

aria primitiva. Gracias a los admirables trabajos de la ciencia moderna,<br />

gracias a la filología, a la mitología, a la etnología comparada, hoy nos es<br />

permitido entrever esa época. Ella se dibuja a través de los himnos védicos,<br />

que no son, sin embargo, más que su reflejo, con una sencillez patriarcal y<br />

una grandiosa fuerza de líneas, Edad viril y grave que se parece a la edad de<br />

oro que soñaron los, poetas. El dolor y la lucha existen sin embargo; pero<br />

hay en los hombres una confianza, una fuerza, una serenidad, que la<br />

humanidad no ha vuelto jamás a encontrar.<br />

En la India el pensamiento se hará profundo, los sentimientos se<br />

afinarán. En Grecia las pasiones y las ideas se cubrirán con el prestigio <strong>del</strong><br />

arte y el vestido mágico de la belleza. Pero ninguna poesía sobrepuja a<br />

ciertos himnos védicos en elevación moral, en alteza y amplitud intelectual.<br />

Hay allí el sentimiento de lo divino en la Naturaleza, de lo invisible que la<br />

rodea y de la grande unidad que penetra el todo.<br />

¿Cómo nació civilización semejante?. ¿Cómo se desarrolló tan alta<br />

intelectualidad en medio de guerras de raza y de la lucha contra la<br />

Naturaleza?. Aquí se detienen las investigaciones y las conjeturas de la<br />

ciencia contemporánea. Pero las tradiciones religiosas de los pueblos,<br />

interpretadas en su sentido esotérico, van más lejos y nos permiten adivinar<br />

que la primera concentración <strong>del</strong> núcleo ario en el Irán se hizo por una<br />

especie de selección operada en el seno mismo de la raza blanca, bajo la<br />

égida de un conquistador y legislador, que dio a su pueblo una religión y<br />

una ley conformes con el genio de la raza.<br />

En efecto, el libro sagrado de los Persas, el Zend-Avesta, habla de ese<br />

antiguo legislador bajo el nombre de Yima, y Zoroastro, al fundar una<br />

33


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

religión nueva, apela a ese predecesor como al primer hombre a quien<br />

habló Ormuzd, el Dios vivo, como Jesucristo apeló a Moisés. — El poeta<br />

persa Firdousi llama a ese mismo legislador Djem, el conquistador de los<br />

Negros —. En la epopeya india, en el Rámáyana, él aparece con el nombre<br />

de Rama, vestido de rey indio, rodeado de los esplendores de una<br />

civilización avanzada; pero conserva sus dos caracteres distintos de<br />

conquistador, renovador e iniciado. — En las tradiciones egipcias la época<br />

de Rama es designada por el reino de Osiris, el señor de la luz, que precede al<br />

reino de Isis, la reina de los misterios —. En Grecia, en fin, el antiguo héroe<br />

semidiós era honrado bajo el nombre de Dionisos, que viene <strong>del</strong> sánscrito<br />

Deva Nahousha, el divino renovador. Orfeo dio ese nombre a la Inteligencia<br />

divina y el poeta Nonnus cantó la conquista de la India por Dionisos, según se<br />

contiene en las tradiciones de Eleusis.<br />

Como los radios de un mismo círculo, todas esas tradiciones designan un<br />

centro común. Siguiendo su dirección, se puede llegar a él. Entonces por<br />

encima de los Vedas, sobre el Irán de Zoroastro, en el alba crepuscular de la<br />

raza blanca se ve salir de los bosques de la antigua Escitia al primer creador<br />

de la religión aria, ceñido con su doble tiara de conquistador y de iniciado,<br />

llevando en su mano el fuego místico, el fuego sagrado que iluminará a todas<br />

las razas.<br />

A Fabre d’Olivet pertenece el honor de haber encontrado ese personaje<br />

(Histoire philosophique du genre humain, tomo I) y de trazar la vía luminosa<br />

que a él conduce; siguiéndola, trataré a mi vez, de evocarle.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

II<br />

LA MISIÓN DE RAMA<br />

Cuatro o cinco mil años antes de nuestra era, espesas selvas cubrían<br />

aún la antigua Escitia, que se extendía desde el Océano Atlántico a los mares<br />

polares. <strong>Los</strong> Negros habían llamado a ese continente, que habían visto nacer<br />

isla por isla: “la tierra emergida de las olas”. ¡Cuánto contrastaba con su suelo<br />

blanco, quemado por el Sol, esta Europa de verdes costas, bahías húmedas y<br />

profundas, con sus ríos de ensueño, sus sombríos lagos y sus brumas adheridas a<br />

los flancos de las montañas!. En las praderas y llanuras herbosas, sin cultivo,<br />

vastas como las pampas, no se oía otra cosa que el grito de las fieras, el<br />

mugido de los búfalos y el galope indómito de las grandes manadas de caballos<br />

salvajes, pasando veloces con la crin al viento. El hombre blanco que habitaba<br />

en esas selvas, no era ya el hombre de las cavernas; podía ya llamarse dueño<br />

de su tierra. Había inventado los cuchillos y hachas de sílex, el arco y la flecha,<br />

la honda y el lazo. En fin, había encontrado compañeros de lucha, dos amigos<br />

excelentes, incomparables y abnegados, hasta la muerte: el perro y el caballo. El<br />

perro doméstico, convertido en guardián fiel de su casa de madera, le había<br />

dado seguridad en el hogar. Domando al caballo, había conquistado la tierra,<br />

sometido a los otros animales; había llegado a ser el rey <strong>del</strong> espacio. Montados<br />

sobre caballos salvajes, estos hombres rojos recorrían la comarca como una<br />

tromba. Herían al oso, al lobo, al auroch, aterrorizaban a la pantera y al león,<br />

que entonces habitaban en nuestros bosques.<br />

La civilización había comenzado; la familia rudimentaria, el clan, la<br />

tribu existían. En todas partes los Escitas, hijos de los Hiperbóreos, elevaban a<br />

sus antepasados menhires monstruosos.<br />

Cuando un jefe moría, se enterraban con él sus armas y caballo, a fin,<br />

decían, de que el guerrero pudiese cabalgar sobre las nubes y expulsar al<br />

dragón de fuego en el otro mundo. De ahí la costumbre <strong>del</strong> sacrificio <strong>del</strong><br />

caballo que juega un papel tan preponderante en los Vedas y en los<br />

Escandinavos. La religión comenzaba así por el culto a los antepasados.<br />

<strong>Los</strong> Semitas encontraron al Dios único — el Espíritu Universal —, en el<br />

desierto, en la cumbre de las montañas, en la inmensidad de los espacios<br />

estelares. <strong>Los</strong> Escitas y los Celtas encontraron los Dioses, los espíritus<br />

múltiples, en el fondo de sus bosques. Allí oyeron voces, allí tuvieron los<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

primeros escalofríos de lo Invisible, las visiones <strong>del</strong> más allá. Por esta razón el<br />

bosque encantado o terrible ha quedado como algo querido de la raza<br />

blanca. Atraída por la música de las hojas y la magia lunar, ella vuelve allí<br />

siempre en el curso de las edades, como a su fuente de Juvencia, al templo<br />

de la gran madre Herta. Allí duermen sus dioses, sus amores, sus misterios<br />

perdidos.<br />

Desde los tiempos más remotos, mujeres visionarias profetizaban bajo los<br />

árboles. Cada tribu tenía su gran profetisa, como la Voluspa de los<br />

Escandinavos con su colegio de druidesas. Pero estas mujeres, al principio<br />

noblemente inspiradas, habían llegado a ser ambiciosas y crueles. Las buenas<br />

profetisas se convirtieron en malas magas. Ellas instituyeron los sacrificios<br />

humanos, y la sangre, de los herolls corría sin cesar sobre los dólmenes, al son<br />

siniestro de los cánticos de los sacerdotes, ante las aclamaciones de los Escitas<br />

feroces.<br />

Entre esos sacerdotes se encontraba un joven en la flor de la edad,<br />

llamado Ram, que se destinaba al sacerdocio, pero cuya alma recogida y<br />

espíritu profundo se revelaban contra ese culto sanguinario. El joven druida era<br />

dulce y grave. Había mostrado desde edad temprana una aptitud singular en<br />

el conocimiento de las plantas, de sus virtudes maravillosas, de sus jugos<br />

destilados y preparados, no menos que para el estudio de los astros y de sus<br />

influencias. Parecía adivinar, ver las cosas lejanas. De ahí su autoridad precoz<br />

sobre los viejos druidas. Una grandeza benévola emanaba de sus palabras, de<br />

su ser. Su sabiduría contrastaba con la locura de las druidesas, las inspiradoras<br />

de maldiciones, que proferían sus oráculos nefastos en las convulsiones <strong>del</strong><br />

<strong>del</strong>irio. <strong>Los</strong> druidas le habían llamado “el que sabe”; el pueblo le nombraba<br />

“el inspirado de la paz”.<br />

Ram, que aspiraba a la ciencia divina, había viajado por toda la Escitia<br />

y por los países <strong>del</strong> Sur. Seducidos por su sabiduría personal y su modestia,<br />

los sacerdotes de los Negros le habían hecho copartícipe de sus<br />

conocimientos secretos. Vuelto al país <strong>del</strong> Norte, Ram se aterrorizó al ver los<br />

sacrificios humanos cada vez más frecuentes entre los suyos. E1 vio en esto<br />

la pérdida de su raza. Pero ¿Cómo combatir esa costumbre propagada por el<br />

orgullo de las druidesas, por la ambición de los druidas y la superstición<br />

<strong>del</strong> pueblo?. Entonces otra plaga cayó sobre los Blancos, y Ram creyó<br />

ver en ella un castigo celeste <strong>del</strong> culto sacrilego. De sus incursiones a los<br />

países <strong>del</strong> Sur y de su contacto con los Negros, los Blancos habían contraído<br />

una horrible enfermedad, una especie de peste, que corrompía al hombre<br />

por la sangre, por las fuentes de la vida. El cuerpo entero se cubría de<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

manchas negras, el aliento se volvía fétido, los miembros hinchados y<br />

corroídos por úlceras se deformaban, y el enfermo expiraba entre horribles<br />

sufrimientos. El aliento de los vivos y el hedor de los muertos propagaban<br />

el azote. <strong>Los</strong> Blancos consternados caían y agonizaban por millares en sus<br />

selvas, abandonados hasta por las aves de rapiña. Ram, afligido, buscaba en<br />

vano un medio de salvación.<br />

Tenía él la costumbre de meditar bajo una encina en un claro <strong>del</strong><br />

bosque. Una noche que había meditado largo tiempo sobre los males de su<br />

raza, se durmió al pie <strong>del</strong> árbol. En su sueño le pareció que una voz fuerte<br />

pronunciaba su nombre y creyó despertar. Entonces, vio ante él un hombre<br />

de majestuosa estatura, vestido como él mismo lo estaba, con el ropaje<br />

blanco de los druidas. Llevaba una varita alrededor de la cual se enroscaba<br />

una serpiente. Ram, admirado, iba a preguntar al desconocido lo que aquello<br />

quería decir. Pero éste cogiéndole de la mano le hizo levantar y le mostró<br />

sobre el árbol mismo, al pie <strong>del</strong> que estaba acostado, una hermosa rama de<br />

muérdago. — “¡Oh Ram!, le dijo, el remedio que tú buscas, aquí lo<br />

tienes”. Y sacando de su seno un podón de oro, cortó con él la rama y se la<br />

dio. Después murmuró algunas palabras acerca <strong>del</strong> modo de preparar el<br />

muérdago y desapareció.<br />

Entonces Ram se despertó por completo y se sintió muy confortado.<br />

Una voz interna le decía que había encontrado la salvación. No dejó de<br />

preparar el muérdago según los consejos de su divino amigo el de la hoz de<br />

oro. Hizo beber el brebaje a un enfermo en un licor fermentado, y el<br />

enfermo curó. Las curas maravillosas que operó así, hicieron a Ram célebre<br />

en toda la Escitia. De todas partes se le llamaba para curar. Consultado por<br />

los druidas de su tribu, les dio cuenta de su descubrimiento, agregando que<br />

éste debía ser un secreto de la casta sacerdotal para afirmar su autoridad. <strong>Los</strong><br />

discípulos de Ram, viajando por toda la Escitia con ramas de muérdago, fueron<br />

considerados como mensajeros divinos y su maestro como un semidiós.<br />

Ese acontecimiento fue el origen de un culto nuevo. Desde entonces el<br />

muérdago se consideró como una planta sagrada. Ram consagró su memoria,<br />

instituyendo la fiesta de Navidad o de la nueva salvación, que colocó al<br />

comienzo <strong>del</strong> año y que llamó la Noche-Madre (<strong>del</strong> nuevo Sol), o la grande '<br />

renovación. En cuanto al Ser misterioso que Ram había visto en sueños y que<br />

había mostrado el muérdago, se le llamó en la tradición esotérica de los<br />

Blancos europeos, Aesc-hely-hopa, lo que significa: “la esperanza de la<br />

salvación está en el bosque”. <strong>Los</strong> Griegos hicieron de él su Esculapio, el genio<br />

de la medicina, que tiene la varita mágica bajo forma de caduceo.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Pero Rama, el “inspirado de la paz”, tenía más vastas miras. Quería<br />

curar a su pueblo de una plaga moral, más nefasta que la peste. Elegido jefe<br />

de los sacerdotes de su pueblo, dio la orden a todos los druidas varones y<br />

hembras de dar fin a los sacrificios humanos. Esta noticia corrió hasta el<br />

Océano, saludada como un fuego regocijante por unos, como un sacrilegio<br />

atentatorio por otros. Las druidesas, amenazadas con su poder, lanzaron sus<br />

maldiciones contra el audaz, fulminaron contra él sentencias de muerte.<br />

Muchos druidas, que veían en los sacrificios humanos el solo medio de reinar,<br />

se pusieron de su parte. Ram, exaltado por un gran partido, fue execrado por el<br />

otro. Pero lejos de retroceder ante la lucha, la acentuó enarbolando un nuevo<br />

símbolo.<br />

Cada pueblo blanco tenía entonces su signo de reconocimiento y unión<br />

bajo la forma de un animal que simbolizaba sus cualidades preferidas. Entre<br />

los jefes, los unos clavaban grullas, águilas o buitres, otros cabezas de jabalí o<br />

de búfalo, sobre la cima de sus palacios de madera; origen primero <strong>del</strong> blasón.<br />

Pero el estandarte preferido por los Escitas era el Toro, que llamaban Thor,<br />

el signo de la fuerza brutal y de la violencia. Al Toro, Ram opuso el Carnero,<br />

el jefe valiente y pacífico <strong>del</strong> rebaño, e hizo de él signo de unión de todos sus<br />

partidarios. Este estandarte, enarbolado en el centro de la Escitia, fue como el<br />

principio de un tumulto general y de una verdadera revolución en los<br />

espíritus. <strong>Los</strong> pueblos blancos se dividieron en dos campos. El alma misma de<br />

la raza blanca se separaba en dos para desagregarse de la animalidad rugiente y<br />

subir el escalón primero <strong>del</strong> santuario invisible, que conduce a la humanidad<br />

divina. “¡Muera el Carnero!”, gritaban los partidarios de Thor. “¡Guerra al<br />

Toro!”, gritaban los amigos de Ram. Una guerra formidable era inminente.<br />

Ante tal eventualidad, Ram vaciló. Desencadenar esta guerra, ¿No sería<br />

empeorar el mal y obligar a su raza a destruirse por sí misma?. Entonces tuvo<br />

un nuevo sueño.<br />

El cielo tempestuoso estaba cargado de nubes sombrías que cabalgaban<br />

sobre las montañas y rebasaban en su vuelo las cimas agitadas de las selvas.<br />

En pie, sobre una roca, una mujer con el pelo en desorden se preparaba a herir<br />

a un soberbio guerrero, atado ante ella. “¡En nombre de los antepasados deten<br />

tu brazo!”, gritó Ram lanzándose sobre la mujer. La druidesa, amenazando al<br />

adversario, le lanzó una mirada aguda como la hoja de un puñal. Pero el<br />

trueno retumbó en los espesos nubarrones, y en un relámpago, una figura<br />

radiante apareció. La selva se iluminó, la druidesa cayó como herida por el<br />

rayo, y habiéndose roto los lazos <strong>del</strong> cautivo, éste miró al gigante luminoso<br />

con un gesto de desafío. Ram no temblaba, pues en los rasgos de la aparición<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

reconoció al ser divino, que ya le había hablado bajo la encina. Esta vez le<br />

pareció más hermoso, pues todo su cuerpo resplandecía de luz, y Ram vio que<br />

se encontraba ante un templo abierto, de ancha columnata. En el lugar de la<br />

piedra <strong>del</strong> sacrificio se elevaba un altar. Al lado estaba el guerrero cuyos ojos<br />

continuaban desafiando a la muerte. La mujer echada sobre el pavimento<br />

parecía muerta. El Genio celeste llevaba en su diestra una antorcha, en su<br />

izquierda una copa; sonrió con benevolencia y dijo: — “Ram, estoy contento de<br />

ti. ¿Ves esta antorcha? Es el fuego sagrado <strong>del</strong> Espíritu divino. ¿Ves esta<br />

copa?. Es la copa de la Vida y <strong>del</strong> Amor. Da la antorcha al hombre y la copa<br />

a la mujer”. Ram hizo lo que le ordenaba su Genio. Apenas la antorcha estuvo<br />

en manos <strong>del</strong> hombre y la copa en las de la mujer, un fuego se encendió,<br />

espontáneamente sobre el altar, y ambos irradiaron transfigurados a su luz,<br />

como Esposo y Esposa divinos. Al mismo tiempo el templo se ensanchó; sus<br />

columnas subieron hasta el cielo; su bóveda se convirtió en el firmamento.<br />

Entonces, Ram, llevado por su sueño, se vio transportado al vértice de una<br />

montaña bajo el cielo estrellado. En pie, cerca de él, su Genio le explicaba el<br />

sentido de las constelaciones y le hacía leer en los signos llameantes <strong>del</strong><br />

Zodíaco los destinos de la humanidad.<br />

— “Espíritu maravilloso, ¿quién eres tú?”, dijo Ram a su Genio. Y el<br />

Genio respondió: — “Me llaman Deva Nahousha, la Inteligencia divina. Tú<br />

difundirás mi radiación sobre la tierra y yo acudiré siempre que me llames.<br />

Ahora, sigue tu camino, ¡ve!”. Y, con su mano, el Genio mostró el Oriente.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

III<br />

EL ÉXODO Y LA CONQUISTA<br />

En este sueño, como bajo una luz fulgurante, Ram vio su misión y el<br />

inmenso destino de su raza. Desde entonces ya no dudó. En lugar de encender<br />

la guerra entre las tribus de Europa, decidió llevarse la flor de su pueblo al<br />

corazón <strong>del</strong> Asia. Anunció a los suyos que instituiría el culto <strong>del</strong> fuego sagrado,<br />

que haría la felicidad de los hombres; que los sacrificios humanos serían para<br />

siempre abolidos; que los antepasados serían invocados, no ya por sacerdotisas<br />

sanguinarias sobre rocas salvajes impregnadas de sangre humana, sino en cada<br />

hogar, por el esposo y la esposa unidos en una misma oración, en un himno<br />

de adoración, al lado <strong>del</strong> fuego que purifica. Sí; el fuego visible <strong>del</strong> altar,<br />

símbolo y conducto <strong>del</strong> fuego celestial invisible, uniría a la familia, al clan, a<br />

la tribu y a todos los pueblos, cual centro <strong>del</strong> Dios viviente sobre la tierra. Pero<br />

para recoger esa cosecha, era preciso separar el grano bueno <strong>del</strong> malo; preciso<br />

era que todos los audaces se preparasen a dejar la tierra de Europa para<br />

conquistar una tierra nueva, una tierra virgen. Allá, él daría su ley; allá,<br />

fundaría el culto <strong>del</strong> fuego renovador.<br />

Esta proposición fue acogida con gran entusiasmo por un pueblo joven y<br />

ávido de aventuras. Hogueras encendidas durante varios meses en las montañas<br />

fueron la señal de la emigración en masa para todos aquellos que querían<br />

seguir a la insignia adoptada: el Carnero. La formidable emigración, dirigida<br />

por ese gran pastor de pueblos, se movió lentamente hacia el centro de Asia. A<br />

lo largo <strong>del</strong> Cáucaso, tuvo que tomar varias fortalezas ciclópeas de los Negros.<br />

En recuerdo de esas victorias, las colonias blancas esculpieron más tarde<br />

gigantescas cabezas de carnero en las rocas <strong>del</strong> Cáucaso. Ram se mostró digno<br />

de su alta misión. El allanaba las dificultades, penetraba los pensamientos,<br />

preveía el porvenir, curaba las enfermedades, apaciguaba a los rebeldes,<br />

inflamaba el valor. Así, las potencias celestes, que llamamos la Providencia,<br />

querían la dominación de la raza boreal sobre la tierra y lanzaban, por medio <strong>del</strong><br />

genio de Ram, rayos luminosos en su camino. Esa raza había ya tenido sus<br />

inspirados de segundo orden para arrancarla <strong>del</strong> estado salvaje. Pero Ram, que,<br />

el primero, concibió la ley social como una expresión de la ley divina, fue un<br />

inspirado directo y de primer orden.<br />

Ram hizo amistad con los Turianos, viejas tribus escíticas cruzadas con<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

sangre amarilla, que ocupaban la alta Asia, y los arrastró a la conquista <strong>del</strong><br />

Irán, de donde rechazó por completo a los Negros, logrando que un pueblo de<br />

raza blanca ocupase el centro <strong>del</strong> Asia y viniese a ser para todos los otros el<br />

foco luminoso. Fundó allí la ciudad de Ver, ciudad admirable, dice<br />

Zoroastro. Enseñó a trabajar y sembrar la tierra, y fue el padre <strong>del</strong> cultivo<br />

<strong>del</strong> trigo y de la vid. Creó las castas, según las ocupaciones, y dividió al<br />

pueblo en sacerdotes, guerreros, trabajadores y artesanos. En el origen esas<br />

castas no fueron rivales; el privilegio hereditario, manantial de odio y de<br />

celos, se introdujo más tarde. Ram prohibió la esclavitud, así como el<br />

homicidio, afirmando que la dominación <strong>del</strong> hombre por el hombre era la<br />

fuente de todos los males. En cuanto al clan, esa agrupación primitiva de la<br />

raza blanca, lo conservó tal como era y le permitió elegir sus jefes y sus<br />

jueces.<br />

La obra maestra de Ram, el instrumento civilizador por excelencia,<br />

creado por él, fue el nuevo papel que dio a la mujer. Hasta entonces, el<br />

hombre no había conocido a la mujer más que bajo una doble forma: o<br />

esclava miserable de su choza, que él oprimía y maltrataba brutalmente, o<br />

turbadora sacerdotisa de la encina y de la roca cuyos favores buscaba, y que le<br />

dominaba a su pesar; maga fascinadora y terrible cuyos oráculos temía, y ante<br />

quien temblaba su alma supersticiosa. El sacrificio humano era un desquite de<br />

la mujer contra el hombre, cuando ella hundía el cuchillo en el corazón de<br />

un tirano feroz. Proscribiendo ese culto horrible y elevando a la mujer ante el<br />

hombre en sus funciones divinas de esposa y de madre, Ram la convirtió en<br />

sacerdotisa <strong>del</strong> hogar, guardiana <strong>del</strong> fuego sagrado, igual al esposó, invocando<br />

con él el alma de los antepasados.<br />

Como todos los grandes legisladores, Ram no hizo más que<br />

desarrollar, organizándolos, los instintos superiores de su raza. A fin de<br />

adornar y embellecer la vida, Ram ordenó cuatro grandes fiestas en el año.<br />

La primera fue de la primavera o de las generaciones. Estaba consagrada al<br />

amor <strong>del</strong> esposo y la esposa. La fiesta <strong>del</strong> verano o de las cosechas<br />

pertenecía a los niños y niñas, que ofrendaban las gavillas <strong>del</strong> trabajo a los<br />

padres. La fiesta <strong>del</strong> otoño la celebraban los padres y las madres; éstos daban<br />

entonces frutas a los niños en signo de regocijo. La más santa y más<br />

misteriosa de las fiestas era la de Navidad o de las grandes sementeras. Ram<br />

la consagró a la vez a los niños recién nacidos, a los frutos <strong>del</strong> amor<br />

concebidos en la primavera y a las almas de los muertos, a los antepasados.<br />

Punto de conjunción entre lo visible y lo invisible, esta solemnidad<br />

religiosa era a la vez el adiós a las almas ausentes y el saludo místico a las<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

que vuelven a encarnar en las madres y renacer en los niños. En esa noche<br />

santa, los antiguos Arios se reunían en los santuarios <strong>del</strong> Ailyana-Vaeia,<br />

como antes lo habían hecho en sus bosques. Con hogueras y cánticos<br />

celebraban el nuevo principio <strong>del</strong> año terrestre y solar, la germinación de la<br />

Naturaleza en el corazón <strong>del</strong> invierno, la palpitación de la vida en el fondo<br />

de la muerte. Cantaban el universal beso <strong>del</strong> cielo a la tierra y el acto de<br />

engendrarse el nuevo sol en la gran Noche-Madre.<br />

Ram ligaba de este modo la vida humana al ciclo de las estaciones, a<br />

las revoluciones astronómicas. Al mismo tiempo hacía resaltar su sentido<br />

divino. Por haber fundado tan fecundas instituciones, Zoroastro le llama “el<br />

jefe de los pueblos, el muy afortunado monarca”. Por la misma razón el poeta<br />

indio Valmiki, que transporta el antiguo héroe a una época mucho más<br />

reciente y como hijo de una civilización más avanzada, le conserva sin embargo<br />

los rasgos de tan alto ideal”. “Rama, el de los ojos de loto azul — dice Valmiki<br />

—, era el señor <strong>del</strong> mundo, el dueño de su alma y <strong>del</strong> amor de los hombres, el<br />

padre y la madre de sus súbditos. Él supo dar a todos los seres la cadena <strong>del</strong><br />

amor”.<br />

Establecida en el Irán, a las puertas <strong>del</strong> Himalaya, la raza blanca no era<br />

aún dueña <strong>del</strong> mundo. Era preciso que su vanguardia se infiltrase en la India,<br />

centro capital de los Negros, los antiguos vencedores de la raza roja y de la raza<br />

amarilla. El Zend-avesta habla de esta marcha de Rama sobre la India. (Es<br />

muy digno de notarse que el Zend-avesta, el libro sagrado de los parsis,<br />

aunque considerando a Zoroastro como el inspirado de Ormuzd, el profeta<br />

de la ley de Dios, lo presenta como continuador de un profeta mucho más<br />

antiguo. Bajo el simbolismo de los antiguos templos, se encuentra aquí el<br />

hilo de la gran revelación de la humanidad que liga entre sí a los<br />

verdaderos iniciados. He aquí este pasaje importante:<br />

Zarathustra (Zoroastro) preguntó a Ahura-Mazda (Ormuzd, el Dios de<br />

la luz): Ahura-Mazda, tú, santo y muy sagrado creador de todos los seres<br />

corporales y muy puros.<br />

¿Quién es el primer hombre con quien primero has hablado, tú que<br />

eres Ahura-Mazda?.<br />

4 Entonces Ahura-Mazda respondió: “Es el hermoso Yima, el que<br />

estaba a la cabeza de una agrupación digna de elogios, ¡Oh, puro<br />

Zarathustra!”.<br />

13. Y yo le dije: “Vela sobre los mundos que son míos vuélvelos<br />

fértiles en su cualidad de protector”.<br />

17. Y yo le traje las armas de la victoria, yo que soy Ahura-Mazda.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

18. Una lanza de oro y una espada de oro.<br />

31. Entonces Yima se elevó hasta las estrellas hacia el Mediodía,<br />

sobre el camino que sigue el Sol.<br />

37. Él marchó sobre esta tierra que había vuelto fértil. Ella fue de un<br />

tercio más considerable que antes.<br />

43. Y el brillante y bello Yima reunió la asamblea de los hombres más<br />

virtuosos en el célebre Airyana-Vacia, cread puro. (Vendidad-Sadé, 2<br />

Fargard. — Traducción de Anqueti Duperron).<br />

La epopeya india la convierte en uno de sus temas favoritos. Rama fue<br />

el conquistador de la tierra que cierra el Himavat, la tierra de los elefantes, los<br />

tigres y las gacelas. Él ordenó el primer choque y condujo el primer empuje de<br />

esta lucha gigantesca en que dos razas se disputaban inconscientemente el cetro<br />

<strong>del</strong> mundo. La tradición poética de la India, reforzada por las tradiciones<br />

ocultas de los templos, ha simbolizado en ello la lucha de la magia blanca y la<br />

magia negra. En su guerra contra los pueblos y los reyes <strong>del</strong> país de los<br />

Djambous, como se le llamaba entonces, Ram o Rama, como le llamaron los<br />

orientales, desplegó medios milagrosos en apariencia, porque están por encima<br />

de las facultades ordinarias de la humanidad, y que los grandes iniciados deben<br />

al conocimiento y manejo de las fuerzas ocultas de la Naturaleza. Aquí la<br />

tradición le representa como haciendo brotar manantiales de un desierto, allá<br />

encontrando recursos inesperados en una especie de maná cuyo uso enseñó; por<br />

otra parte, haciendo cesar una epidemia con la planta llamada hom, el amomos<br />

de los Griegos, la persea de los Egipcios, de la que sacó un jugo salutífero.<br />

Esta planta llegó a ser sagrada entre sus sectarios, y reemplazó al muérdago de<br />

la encina, conservado por los celtas de Europa.<br />

Rama usaba contra sus enemigos, de toda clase de prestigios. <strong>Los</strong><br />

sacerdotes de los Negros no reinaban ya más que por medio de un bajo culto.<br />

Tenían ellos la costumbre de alimentar en sus templos enormes serpientes y<br />

pterodáctilos, raros supervivientes de animales antediluvianos, que hacían adorar<br />

como a dioses y que aterrorizaban a la multitud A esas serpientes daban de<br />

comer la carne de los cautivos. A veces Rama aparecía de improviso en esos<br />

templos, con antorchas, arrojando, aterrorizando, domando y sojuzgando a<br />

serpientes y sacerdotes. A veces se mostraba en el campo enemigo,<br />

exponiéndose sin defensa a aquellos que buscaban su muerte, y volvía a partir<br />

sin que ninguna persona hubiese osado tocarle. Cuando se interrogaba a los<br />

que le habían dejado huir, respondían que habiendo encontrado su mirada, se<br />

habían sentido petrificados; o bien, mientras que hablaba, una montaña de<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

bronce se había interpuesto entre ellos y él, y habían cesado de verle. En fin,<br />

como coronamiento de su obra, la tradición épica de la India, atribuye a Rama<br />

la conquista de Ceilán, último refugio <strong>del</strong> mago negro Rávana, sobre quien<br />

el mago blanco hace llover una lluvia de fuego, después de haber echado un<br />

puente sobre un brazo de mar con un ejército de monos, el cual se puede<br />

reducir a alguna tribu primitiva de bimanos salvajes, inducida y entusiasmada<br />

por este gran encantador de las naciones.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

IV<br />

EL TESTAMENTO DEL GRAN ANTEPASADO<br />

Por su fuerza, por su genio, por su bondad, dicen los libros sagrados <strong>del</strong><br />

Oriente, Rama había llegado a ser el dueño de la India y el rey espiritual de la<br />

Tierra. <strong>Los</strong> sacerdotes, los reyes y los pueblos se inclinaban ante él como ante<br />

un bienhechor celeste. Bajo el signo <strong>del</strong> carnero, sus emisarios divulgaron a lo<br />

lejos la luz aria que proclamaba la igualdad de vencedores y vencidos, la<br />

abolición de los sacrificios humanos y de la esclavitud, el respeto de la mujer en<br />

el hogar, el culto de los ante pasados y la institución <strong>del</strong> fuego sagrado, símbolo<br />

visible <strong>del</strong> Dios innominado.<br />

Rama se había vuelto viejo. Su barba era ya blanca; pero el vigor no<br />

había abandonado su cuerpo, y la majestad de los pontífices de la verdad<br />

reposaba sobre su frente. <strong>Los</strong> reyes y los enviados de los pueblos le ofrecieron<br />

el poder supremo. Él pidió un año para reflexionar y de nuevo tuvo un<br />

sueño; el Genio que le inspiraba le habló mientras dormía.<br />

Le vio de nuevo en las selvas de su juventud. De nuevo era joven y<br />

llevaba el vestido de lino de los druidas. Era noche de luna. Era la noche santa,<br />

la Noche-Madre en que los pueblos esperan el renacimiento <strong>del</strong> sol y <strong>del</strong> año.<br />

Rama marchaba bajo las encinas, prestando atención como antes a las voces<br />

evocadoras <strong>del</strong> bosque. Una mujer bella se le acercó; llevaba una magnífica<br />

corona, la cabellera tenía el color <strong>del</strong> oro, su piel la blancura de la nieve y sus<br />

ojos el brillo profundo <strong>del</strong> azul <strong>del</strong> cielo después de la tempestad. Ella le dijo:<br />

“Yo era la druidesa salvaje; por ti he llegado a ser la Esposa radiante. Y ahora<br />

me llamo Sita. Soy la mujer glorificada por ti, soy la raza blanca, soy tu<br />

esposa: ¡Oh mi dueño y mi rey!: ¿no es por mí por quien tú has franqueado<br />

los ríos, encantado a los pueblos y dominado a los reyes?. He aquí la<br />

recompensa. Toma esta corona de mi mano, colócala sobre tu cabeza y reina<br />

conmigo sobre el mundo”. Se había arrodillado en una actitud humilde y<br />

sumisa, ofreciendo la corona de la Tierra. Sus piedras preciosas lanzaban mil<br />

fuegos; la embriaguez <strong>del</strong> amor sonreía en los ojos de la mujer. Y el alma<br />

<strong>del</strong> gran Rama, <strong>del</strong> pastor de pueblos, se emocionó. Pero sobre lo alto de las<br />

selvas, Deva Nahousha, su Genio, se le apareció y le dijo: “Si pones esa corona<br />

sobre tu cabeza, la inteligencia divina te dejará y no me verás ya. Si abrazas a<br />

esa mujer, morirá de tu felicidad. Si renuncias a poseerla, ella vivirá dichosa y<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

libre sobre la Tierra y tu espíritu invisible reinará sobre ella. Elige: escúchala o<br />

sígueme”. Sita, aún de rodillas, miraba a su dueño con ojos llenos de amor, y<br />

suplicante esperaba la respuesta. Rama guardó silencio un instante. Su mirada,<br />

sumergida en los ojos de Sita, medía el abismo que separa la posesión completa<br />

<strong>del</strong> eterno adiós. Pero sintiendo que el amor supremo es una renuncia, la<br />

bendijo y la dijo: “Adiós. Sé libre y no me olvides”. En seguida la mujer<br />

desapareció como un fantasma lunar. La joven Aurora levantó su varita mágica<br />

sobre la vieja selva. El rey de nuevo era viejo. Un rocío de lágrimas bañaba<br />

su barba blanca y desde el fondo de los bosques una voz triste llamaba:<br />

“Ráma! ¡Rama!”.<br />

Pero Deva Nahousha, el Genio resplandeciente de luz, exclamó: — ¡A<br />

mí! — y el espíritu divino llevó a Rama sobre una montaña, al norte <strong>del</strong><br />

Himavat.<br />

Después de este sueño que le indicaba el cumplimiento de su misión,<br />

Rama reunió a los reyes y a los enviados de los pueblos y les dijo: “No quiero<br />

el poder supremo que me ofrecéis. Guardad vuestras coronas y observad mi<br />

Ley. Mi labor ha terminado. Me retiro para siempre con mis hermanos iniciados<br />

a una montaña <strong>del</strong> Airyana-Vaeia. Desde allí velaré sobre vosotros. Guardad el<br />

fuego divino. Si llegara a apagarse, volvería a aparecer como juez y como<br />

vengador temible.” Después se retiró con los suyos al monte Albori, entre<br />

Balk y Bamyán, a un sitió conocido solamente por los iniciados. Allí<br />

enseñaba a sus discípulos lo que sabía de los secretos de la Tierra y <strong>del</strong> gran<br />

Ser. Aquéllos fueron a llevar a lo lejos, al Egipto y hasta Occidente, el fuego<br />

sagrado, símbolo de la unidad divina de las cosas, y los cuernos de carnero,<br />

emblema de la religión aria. Esos cuernos llegaron a ser las insignias de la<br />

iniciación y por consiguiente <strong>del</strong> poder sacerdotal y real. (<strong>Los</strong> cuernos de<br />

carnero se vuelven a encontrar sobre la cabeza de una multitud de<br />

personajes en los monumentos egipcios. Ese tocado de los reyes y de los<br />

grandes sacerdotes es el signo de la iniciación sacerdotal y real. <strong>Los</strong> dos<br />

cuernos de la tiara papal tienen ese origen). Desde lejos Rama continuaba<br />

velando sobre sus pueblos y sobre su querida raza blanca. <strong>Los</strong> últimos años de<br />

su vida los empleó en fijar el calendario de los arios. A él debemos los signos<br />

<strong>del</strong> Zodíaco. Aquél fue el testamento <strong>del</strong> patriarca de los iniciados. ¡Extraño<br />

libro, escrito con estrellas, en jeroglíficos celestes, en el firmamento sin fondo<br />

y sin límites por el Anciano de los días de nuestra raza!. Al fijar los doce signos<br />

<strong>del</strong> Zodíaco, Rama les atribuyó un triple sentido. El primero se relacionaba<br />

con las influencias <strong>del</strong> sol y en los doce meses <strong>del</strong> año; el segundo relataba<br />

en cierto modo su propia historia; el tercero indicaba los medios ocultos de que<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

se había valido para alcanzar su objeto. He aquí por qué estos signos leídos<br />

en el orden inverso llegaron a ser más tarde los emblemas secretos de la<br />

iniciación graduada. (He aquí cómo los signos <strong>del</strong> Zodíaco representan la<br />

historia de Rama, según Fabre d’Olivet, ese pensador de genio que supo<br />

interpretar los símbolos <strong>del</strong> pasado según la tradición esotérica — 1. El<br />

Carnero que huye con la cabeza vuelta atrás, indica la situación de Rama<br />

abandonando su patria, con los ojos fijos sobre el país que deja. — 2. El<br />

toro furioso se opone a su marcha, pero la mitad de su cuerpo hundido en<br />

el fango le priva de ejecutar su designio; cae sobre sus rodillas. Son los<br />

Celtas designados por su propio símbolo, que, a pesar de sus esfuerzos,<br />

acaban por someterse. 3. Géminis expresa la alianza de Rama con los<br />

Turanios. — 4. Cáncer, sus meditaciones y reflexiones sobre lo hecho. 5. Leo,<br />

los combates contra sus enemigos. — 6. La Virgen alada, la victoria. — 7.<br />

Libra, la igualdad entre los vencedores y los vencidos. — 8. Escorpio, la<br />

revolución y la traición. 9. Sagitario, la venganza que emplea. —10.<br />

Capricornio. — 11. Acuario. — 12. Piscis, se relacionan con la parte moral<br />

de su historia. — Se puede encontrar esa explicación <strong>del</strong> Zodíaco tan<br />

atrevida como rara. Sin embargo, jamás astrónomo alguno ni ningún<br />

mitólogo nos han explicado, ni de un modo lejano, el origen y el sentido de<br />

esos signos misteriosos de la carta celeste, adoptados y venerados por los<br />

pueblos desde el origen de nuestro ciclo ario. La hipótesis de Fabre<br />

d’Olivet tienen por lo menos el mérito de abrir al espíritu nuevas y vastas<br />

perspectivas. — He dicho que estos signos leídos en el orden inverso<br />

marcaron más tarde en Oriente y en Grecia los diver sos grados que era<br />

preciso subir para llegar a la iniciación suprema. Recordemos solamente<br />

los más célebres de esos emblemas: la Virgen alada significa la castidad<br />

que da la victoria; el León, la fuerza moral; los Gemelos, la unión de un<br />

hombre y de un espíritu divino, que forman juntos dos luchadores<br />

invencibles; el Toro domado, el dominio sobre la Naturaleza; Aries, el<br />

asterismo <strong>del</strong> Fuego o <strong>del</strong> Espíritu universal que confiere la iniciación<br />

suprema por el conocimiento de la Verdad).<br />

Ordenó a los suyos que ocultaran su muerte y continuaran su obra<br />

perpetuando su fraternidad. Durante siglos, los pueblos creyeron que Rama<br />

llevando la tiara de cuernos de carnero, vivía siempre en su montaña santa.<br />

En los tiempos védicos el Gran antepasado se convirtió en Yama, el juez<br />

de los muertos, el Hermes psicopómpico de los Indos.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

V<br />

LA RELIGIÓN VÉDICA<br />

Por su genio organizador, el gran iniciador de los Arios había creado<br />

en el centro <strong>del</strong> Asia, en el Irán, un pueblo, una sociedad, un torbellino de<br />

vida que debía irradiar en todos sentidos. Las colonias de los Arios primitivos<br />

se repartieron por el Asia y por Europa, llevando consigo sus costumbres, sus<br />

cultos y sus dioses. De todas esas colonias, la rama de los Arios de la India es<br />

la que más se aproxima a los Arios primitivos.<br />

<strong>Los</strong> libros sagrados de los Hindúes, los Vedas, tienen para nosotros un<br />

triple valor. En primer término nos conducen al foco de la antigua y pura<br />

religión aria, cuyos himnos védicos son sus rayos brillantes. Ellos nos dan en<br />

seguida la clave de la India. En fin, nos muestran una primera cristalización de<br />

las ideas madres de la doctrina esotérica y de todas las religiones arias.<br />

Aquí nos limitaremos a un breve resumen de la parte externa y <strong>del</strong><br />

núcleo de la religión védica. (<strong>Los</strong> brahmanes consideran a los Vedas como<br />

sus libros sagrados por excelencia. Ven en ellos la ciencia de las ciencias. La<br />

palabra Veda significa saber. <strong>Los</strong> sabios de Europa han sido justamente<br />

atraídos hacia esos textos por una especie de fascinación. Al principio no<br />

han visto en ellos más que una poesía patriarcal; luego han descubierto<br />

allí no solamente el origen de los grandes mitos indo-europeos y de<br />

nuestros dioses clásicos, sino también un culto sabiamente organizado, un<br />

profundo sistema religioso y metafísico. (Véase Bergaine, La religión des<br />

Vedas, así como el bello y luminoso trabajo de M. Auguste Barth, Les<br />

religións de l’Inde). — El porvenir les reserva quizá una última sorpresa,<br />

que será la de encontrar en los Vedas la definición de las fuerzas ocultas de<br />

la Naturaleza, que la ciencia moderna está próxima a descubrir).<br />

Nada más sencillo y más grande que aquella religión, en la que un<br />

profundo naturalismo se mezcla con un espiritualismo trascendente. Antes <strong>del</strong><br />

nacimiento <strong>del</strong> día, un hombre, un jefe de familia se halla en pie ante un<br />

altar de tierra, donde arde el fuego encendido con dos trozos de madera. En<br />

sus funciones, este jefe es a la vez padre, sacerdote y rey <strong>del</strong> sacrificio. Mientras<br />

la aurora se descubre, dice un poeta védico, “como una mujer que sale <strong>del</strong><br />

baño y ha tejido la más hermosa de las telas”, el jefe pronuncia una oración,<br />

una invocación a Ousha (la Aurora), a Savitri (el Sol), a los Asuras (a los<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

espíritus de vida). La madre y los hijos vierten licor fermentado de la<br />

asclepia, el soma, en Agni, el fuego. Y la llama que sube, lleva a los dioses<br />

invisibles la oración purificada que sale de los labios <strong>del</strong> patriarca y <strong>del</strong> corazón<br />

de la familia.<br />

El estado de alma <strong>del</strong> poeta védico está igualmente alejado <strong>del</strong><br />

sensualismo helénico (hablo de los cultos populares de la Grecia, no de la<br />

doctrina de los iniciados griegos), que representa a los dioses cósmicos con<br />

hermosos cuerpos humanos, y <strong>del</strong> monoteísmo judaico, que adora al Eterno<br />

sin forma, como presente en todas partes. Para el poeta védico, la<br />

Naturaleza semeja a un velo transparente, detrás <strong>del</strong> cual se mueven fuerzas<br />

imponderables y divinas. A estas fuerzas es a las que invoca, a las que adora,<br />

a las que personifica; pero sin engañarse sobre el significado de sus<br />

metáforas. Para él, Savitri significa menos el Sol que Vivasvat, la potencia<br />

creadora de vida que le anima y que pone en movimiento al sistema solar.<br />

Indra, el guerrero divino que sobre su carro dorado recorre el cielo, lanza el<br />

rayo y disuelve las nubes, personifica la potencia de ese mismo sol en la vida<br />

atmosférica, en “el gran transparente de los aires”. Cuando ellos invocan a<br />

Varuna (el Urano de los griegos), el Dios <strong>del</strong> cielo inmenso, luminoso, que<br />

abarca todas las cosas, los poetas védicos se remontan más aun. “Si Indra<br />

representa la vida activa y militante <strong>del</strong> cielo, Varuna representa su inmutable<br />

majestad. Nada iguala a la magnificencia de las descripciones que de Él<br />

hacen los Himnos. El sol es su ojo, el cielo su vestido, el huracán su soplo.<br />

Él es quien ha establecido sobre cimientos inconmovibles el cielo y la tierra y<br />

quien los mantiene separados. Él ha hecho todo y conserva todo. Nada podría<br />

alterar las obras de Varuna. Nadie le penetra, pero sabe todo y ve todo lo que es y<br />

lo que será. Desde las cumbres <strong>del</strong> cielo, donde reside en un palacio de mil<br />

puertas, Él distingue la huella de los pájaros en el aire y la de los navios sobre<br />

las olas. Desde allí, desde lo alto de su trono de oro con cimientos de bronce,<br />

contempla y juzga las obras de los hombres. Él es quien mantiene el orden en el<br />

Universo y en la sociedad; Él castiga al culpable; Él es misericordioso con el<br />

hombre que se arrepiente. Por eso hacia Él se eleva el grito de angustia <strong>del</strong><br />

remordimiento; ante su casa el pecador va a descargarse <strong>del</strong> peso de su falta.<br />

Por otra parte, la religión védica es ritualista, a veces altamente especulativa.<br />

Con Varuna, desciende a las profundidades de la conciencia y realiza la noción<br />

de la santidad”. Agreguemos que esta religión se eleva a la pura noción de un<br />

Dios único que penetra y domina al gran Todo.<br />

Sin embargo, las imágenes grandiosas que los himnos arrojan en anchas<br />

ondas como ríos generosos, no nos presentan más que la envoltura externa de<br />

49


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

los Vedas. Con la noción de Agni, <strong>del</strong> fuego divino, tocamos el nudo de la<br />

doctrina, a su fondo esotérico y trascendente. En efecto, Agni es el agente<br />

cósmico, el principio universal por excelencia. “No es solamente el fuego<br />

terrestre <strong>del</strong> relámpago y <strong>del</strong> sol. Su verdadera patria es el cielo invisible,<br />

místico, estancia de su eterna luz y de los primeros principios de todas las<br />

cosas. Sus nacimientos son infinitos: bien que brote <strong>del</strong> trozo de madera en<br />

el que duerme como el embrión en la matriz, bien que, “Hijo de las<br />

Ondas”, se lance, con el ruido <strong>del</strong> trueno, desde los ríos celestiales donde<br />

los Acvinos (los jinetes celestes) le han engendrado con aranis de oro. El es el<br />

hermano mayor de los dioses, pontífice en el cielo como en la tierra, y él<br />

ofició en la morada de Vivasvat (el cielo o el sol) mucho antes que<br />

Matharicva (el relámpago) lo hubiese traído a los mortales y que Atharván<br />

y los Angiras, los antiguos sacrificadores, le hubiesen instituido aquí como<br />

protector, huésped y amigo de los hombres. Amo y generador <strong>del</strong> sacrificio,<br />

Agni viene a ser el portador de todas las especulaciones místicas cuyo objeto<br />

es el sacrificio. Él engendra a los dioses, organiza al mundo, produce y<br />

conserva la vida universal; en una palabra, es la potencia cosmogónica.<br />

“Soma es el compañero de Agni. En realidad es el brebaje de una planta<br />

fermentada vertido en libación a los dioses en el sacrificio. Pero, al igual que<br />

Agni, tiene una existencia mística. Su residencia suprema está en las<br />

profundidades <strong>del</strong> tercer cielo, donde Surya, la hija <strong>del</strong> sol, le ha infiltrado,<br />

donde la ha encontrado Pushán, el Dios alimentador. De allí es de donde el<br />

Halcón, un símbolo <strong>del</strong> rayo, o Agni mismo han ido a arrebatárselo al<br />

Arquero celeste, al Gandharva su guardián, y le han traído a los hombres.<br />

<strong>Los</strong> dioses le han bebido y han llegado a ser inmortales; los hombres lo<br />

serán a su vez cuando lo beban en la mansión de Yama, en la estancia de los<br />

bienaventurados. Mientras eso no llegue, él les da aquí abajo el vigor y la<br />

plenitud de sus días; él es la ambrosía y el agua de juventud. Él nutre, penetra<br />

a las plantas, vivifica la semilla de los animales, inspira al poeta y da su<br />

vuelo a la oración. Alma <strong>del</strong> cielo y de la tierra, de Indra y de Vishnú, él<br />

forma con Agni un par inseparable; esa pareja ha encendido el sol y las<br />

estrellas”. (A. Barth. Les religions de l’Inde).<br />

La noción de Agni y de Soma contiene los dos principios esenciales <strong>del</strong><br />

universo, según la doctrina esotérica y según toda filosofía viva. Agni es el<br />

Eterno masculino, el Intelecto creador, el Espíritu puro; Soma es el Eterno<br />

femenino, el Alma <strong>del</strong> mundo o substancia etérea, matriz de todos los<br />

mundos visibles e invisibles a nuestros ojos, la Naturaleza, en fin, o la materia<br />

sutil en sus infinitas transformaciones. (Lo que prueba indudablemente que<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Soma representaba el principio femenino absoluto, es que los brahmanes lo<br />

identificaron más tarde con la luna. La luna simboliza el principio<br />

femenino en todas las religiones antiguas, así como el sol simboliza el<br />

principio masculino).<br />

La unión perfecta de esos dos seres constituye el Ser supremo, la esencia<br />

de Dios.<br />

De esas dos ideas capitales brota una tercera no menos fecunda. <strong>Los</strong><br />

Vedas hacen <strong>del</strong> acto cosmogónico un sacrificio perpetuo. Para producir todo<br />

lo existente, el Ser supremo se inmola a sí mismo; se divide para salir de su<br />

unidad. Ese sacrificio es, pues, considerado como el punto vital de todas<br />

las fusiones de la Naturaleza. Esta idea sorprende al principio; mas es muy<br />

profunda cuando se reflexiona sobre ella y contiene en germen toda la doctrina<br />

teosófica de la evolución de Dios en el mundo, la síntesis esotérica <strong>del</strong><br />

politeísmo y <strong>del</strong> monoteísmo. Ella dará vida a la doctrina dionisíaca de la<br />

caída y de la redención de las almas, que florecerá en Hermes y en Orfeo.<br />

De ahí brotará la doctrina <strong>del</strong> Verbo divino proclamada por Krishna,<br />

predicada por Jesús Cristo.<br />

El sacrificio <strong>del</strong> fuego con sus ceremonias y sus plegarias, centro<br />

inmutable <strong>del</strong> culto védico, se convierte así en la imagen <strong>del</strong> gran acto<br />

cosmogónico. <strong>Los</strong> Vedas dan una importancia capital a la oración, a la<br />

fórmula de invocación que acompaña al sacrificio. Por esta razón, consideran a<br />

la plegaria como una diosa: Brahmanaspati. La fe en el poder evocador y<br />

creador de la palabra humana, acompañada <strong>del</strong> movimiento poderoso <strong>del</strong> alma,<br />

o de una intensa proyección de la voluntad, es la fuente de todos los cultos y<br />

la razón de la doctrina egipcia y caldea de la magia. Para el sacerdote védico y<br />

brahmánico, los Asuras, los señores invisibles, y los Pitris o almas de los<br />

antepasados, se sientan sobre el césped durante el sacrificio, atraídos por el<br />

fuego, los cánticos y la oración. La ciencia que se relaciona con esta parte <strong>del</strong><br />

culto es la de la jerarquía de los espíritus de todo orden.<br />

En cuanto a la inmortalidad <strong>del</strong> alma, los Vedas la afirman tan alta y<br />

claramente como es posible hacerlo. “Es una parte inmortal <strong>del</strong> hombre; ella<br />

es, ¡Oh, Agni!, la que es preciso calientes con tus rayos, inflames con tus<br />

fuegos. ¡Oh Jatavedas!, transpórtala al mundo de los piadosos, en el cuerpo<br />

glorioso formado por ti”. <strong>Los</strong> poetas védicos no indican solamente el destino <strong>del</strong><br />

alma, sino que también se inquietan sobre su origen. ¿De dónde ha nacido el<br />

alma?. “Las hay que vienen hacia nosotros y se vuelven a ir, que se van y<br />

vuelven a venir”. He ahí en dos palabras la doctrina de la reencarnación que<br />

jugará un papel capital en el brahmanismo y el buddhismo, entre los Egipcios y<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

los Órficos, en la filosofía de Pitágoras y de Platón, el misterio de los misterios,<br />

el arcano de los arcanos.<br />

¿Cómo no reconocer, después de esto, en los Vedas las grandes líneas de<br />

un sistema religioso orgánico, de una concepción filosófica <strong>del</strong> universo?. No<br />

hay allí solamente la intuición profunda de las verdades intelectuales anteriores<br />

y superiores a la observación; hay, además, unidad y amplitud de miras en la<br />

comprensión de la Naturaleza, en la coordinación de sus fenómenos. Como un<br />

hermoso cristal de roca, la conciencia <strong>del</strong> poeta védico refleja el sol de la eterna<br />

verdad, y en ese prisma brillante se juntan ya todos los rayos de la teosofía<br />

universal. <strong>Los</strong> principios de la doctrina permanente son todavía más visibles<br />

aquí que en los otros libros sagrados de la India, y en las otras religiones<br />

semíticas o arias, a causa de la singular franqueza de los poetas védicos y de la<br />

transparencia de esa religión primitiva, tan alta y tan pura. En aquella época,<br />

la distinción entre los misterios y el culto popular no existía. Pero leyendo<br />

atentamente los Vedas, detrás <strong>del</strong> padre de familia o el poeta oficiante de los<br />

himnos, se ve ya otro personaje más importante: el Rishi, el sabio, el iniciado,<br />

de quien ha recibido la verdad. Se ve también que esa verdad se ha transmitido<br />

por una tradición ininterrumpida que se remonta a los orígenes de la raza aria.<br />

He ahí, pues, al pueblo ario lanzado en la carrera de conquista y<br />

civilización, a lo largo <strong>del</strong> Indus y <strong>del</strong> Ganges. El genio invisible de Rama,<br />

la inteligencia de las cosas divinas, Deva Nahousha, reina sobre él. Agni, el<br />

fuego sagrado, circula por sus venas. Una aurora rosada envuelve a esta<br />

edad de juventud, de fuerza, de virilidad. La familia está constituida, la<br />

mujer respetada. Sacerdotisa en el hogar, a veces compone y canta ella misma<br />

los himnos. “Que el marido de esta esposa viva cien otoños”, dice un poeta.<br />

Se ama a la vida; pero se cree también en su más allá. El rey habita en un<br />

castillo sobre la colina que domina al pueblo. En la guerra va montado en un<br />

carro brillante, vestido con armas relucientes, coronado con una tiara, y<br />

resplandece como el dios Indra.<br />

Más tarde, cuando los brahmanes hayan establecido su autoridad, se verá<br />

elevarse cerca <strong>del</strong> palacio espléndido <strong>del</strong> Maharaja, o gran rey, la pagoda de<br />

piedra de donde saldrán las artes, la poesía y el drama de los dioses,<br />

gesticulado y cantado por las bailarinas sagradas. Por el momento las castas<br />

existen, pero sin rigor, sin barrera absoluta. El guerrero es sacerdote y el<br />

sacerdote guerrero, más frecuentemente servidor oficiante <strong>del</strong> jefe o <strong>del</strong> rey.<br />

Más he aquí un personaje de aspecto pobre y de gran porvenir. Cabellos<br />

y barba incultos, medio desnudo, cubierto de harapos rojos. Ese muní, ese<br />

solitario habita cerca de los lagos sagrados, en las soledades salvajes, donde se<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

dedica a la meditación y a la vida ascética. De cuando en cuando viene para<br />

amonestar al jefe o al rey. Frecuentemente le rechazan, le desobedecen; pero le<br />

respetan y le temen. Ejerce ya un poder temible.<br />

Entre aquel rey, sobre su carro dorado, rodeado por sus guerreros, y este<br />

muní casi desnudo, sin otras armas que su pensamiento, su palabra y su mirada,<br />

habrá una lucha, y el vencedor formidable no será el rey; será el solitario, el<br />

mendigo descarnado, porque tendrá la ciencia y la voluntad.<br />

La historia de esa lucha es la <strong>del</strong> brahmanismo, como más tarde será la<br />

<strong>del</strong> buddhismo, y en ella se resume casi toda la historia de la India.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

LIBRO II<br />

KRISHNA<br />

LA INDIA Y LA INICIACIÓN<br />

BRAHMÁNICA<br />

El que crea sin cesar los mundos, es<br />

triple. El es Brahma, el Padre; él es Maya, la<br />

Madre; él es Vishnú, el Hijo Esencia,<br />

Substancia y Vida. Cada uno contiene a los<br />

otros dos, y los tres son uno en lo Inefable.<br />

Doctrina brahmánica. Upanishads.<br />

Tú llevas en ti mismo un amigo sublime<br />

que no conoces. Porque Dios reside en el<br />

interior de todo hombre, pero pocos saben<br />

encontrarle. El hombre que hace sacrificio de<br />

sus deseos y de sus obras al Ser de donde<br />

proceden los principios de toda cosa y por<br />

quien el Universo ha sido formado, obtiene<br />

por tal sacrificio la perfección. Porque quien<br />

encuentra en sí mismo su felicidad, su gozo, y<br />

en sí mismo también su luz, es uno con Dios,<br />

y sábelo: el alma que ha encontrado a Dios se<br />

libra <strong>del</strong> renacimiento y de la muerte, de la<br />

vejez y <strong>del</strong> dolor, y bebe el agua de la<br />

inmortalidad.<br />

Baghavad Gita<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

I<br />

LA INDIA HEROICA - LOS HIJOS DEL SOL Y<br />

LOS HIJOS DE LA LUNA<br />

De la conquista de la India por los Arios salió una de las más brillantes<br />

civilizaciones que ha conocido la tierra. El Ganges y sus afluentes vieron nacer<br />

grandes imperios e inmensas capitales, como Ayodhya, Hastinapura e<br />

Indrapechta. Las narraciones épicas <strong>del</strong> Mahabharata y las cosmogonías<br />

populares de los Puranas, que encierran las más viejas tradiciones de la India,<br />

hablan con admiración de la opulencia real, de la grandeza heroica y <strong>del</strong><br />

espíritu caballeresco de esos tiempos remotos. Nadie más orgulloso, pero<br />

tampoco más noble, que uno de esos reyes arios de la India, en pie sobre un<br />

carro de guerra, ejerciendo su mando sobre ejércitos de elefantes, de caballos y<br />

de soldados. Un sacerdote védico consagra así a su rey ante la multitud reunida:<br />

“Te he traído ante nosotros. Todo el pueblo te espera. El cielo es firme; la<br />

tierra es firme; esas montañas son firmes; que el rey de las familias sea firme<br />

también”. En un código de leyes posterior, el Manava-Dharma-Sastra, se lee:<br />

“Esos amos <strong>del</strong> mundo que, ardientes para deshacerse unos a otros, despliegan<br />

su vigor en la batalla sin jamás volver la cara, suben, después de su muerte,<br />

directamente al cielo”. De hecho, se llaman descendientes de los dioses, se creen<br />

sus rivales y se preparan a serlo. La obediencia filial, el valor militar con un<br />

sentimiento de protección generosa hacia todos, he ahí el ideal <strong>del</strong> hombre. En<br />

cuanto a la mujer, la epopeya india, humilde sierva de los brahmanes, no nos la<br />

muestra más que bajo los rasgos de la esposa fiel. Ni la Grecia ni los pueblos<br />

<strong>del</strong> Norte han imaginado en sus poemas esposas tan <strong>del</strong>icadas, tan nobles, tan<br />

exaltadas como la apasionada Sita o la tierna Damayanti.<br />

Lo que la epopeya india no nos dice es el misterio profundo de las<br />

mezclas de razas y la lenta incubación de las ideas religiosas que trajeron los<br />

cambios profundos en la organización social de la India védica. <strong>Los</strong> Arios,<br />

conquistadores de raza pura, se encontraban en presencia de razas muy<br />

mezcladas y muy inferiores, en que el tipo amarillo y rojo se cruzaban, sobre un<br />

fondo negro, en matices múltiples. La civilización india nos aparece así como una<br />

formidable montaña, llevando en su base una raza melaniana, mestizos a sus<br />

lados y los arios puros en el vértice. La separación de castas no era rigurosa en<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

la época primitiva, y grandes mezclas tuvieron lugar entre aquellos pueblos. La<br />

pureza de la raza conquistadora se alteró de más en más con los siglos; pero<br />

hasta nuestros días se nota el predominio <strong>del</strong> tipo ario en las clases elevadas y<br />

<strong>del</strong> tipo melaniano en las clases inferiores. De los bajos fondos turbios de la<br />

sociedad india se elevó siempre, como los miasmas de la maleza mezclados<br />

de olor de las fieras, un vapor ardiente de pasiones, una mezcla de languidez<br />

y de ferocidad. La sangre negra excesiva ha dado a la India su color especial.<br />

Ella ha afinado y afeminado a la raza. Lo maravilloso es que, a pesar de estas<br />

mezclas, las ideas dominantes de la raza blanca hayan podido mantenerse en<br />

el vértice de aquella civilización, a través de tantas y tan complicadas<br />

revoluciones.<br />

He aquí, bien definida, la base étnica de la India: por una parte, el<br />

genio de la raza blanca con su sentido moral y sus sublimes aspiraciones<br />

metafísicas; por otra parte, el genio de la raza negra con sus energías<br />

pasionales y su fuerza disolvente. ¿Cómo se tradujo ese doble genio en la<br />

antigua historia religiosa de la India?. Las más antiguas tradiciones hablan de<br />

una dinastía solar y de una dinastía lunar. <strong>Los</strong> reyes de la dinastía solar<br />

pretendían descender <strong>del</strong> sol; otros se decían hijos de la luna. Pero ese<br />

lenguaje simbólico ocultaba dos concepciones religiosas opuestas y<br />

significaba que las dos categorías de soberanos se relacionaban con cultos<br />

diferentes. E1 culto solar daba al Dios <strong>del</strong> universo el sexo masculino.<br />

Alrededor de él se agrupaba todo lo que había de más puro en la tradición<br />

védica: la ciencia <strong>del</strong> fuego sagrado y de la oración, la noción esotérica <strong>del</strong><br />

Dios supremo, el respeto a la mujer el culto de los antepasados, la<br />

monarquía electiva y patriarcal. El culto lunar atribuía a la divinidad el sexo<br />

femenino, bajo cuyo signo las religiones <strong>del</strong> ciclo ario siempre han adorado a la<br />

naturaleza y frecuentemente a la naturaleza ciega, inconsciente, en todas sus<br />

manifestaciones violentas y terribles. Este culto se inclinaba hacia la idolatría y<br />

la magia negra, favorecía la poligamia y la tiranía, apoyadas ambas en las<br />

pasiones populares. La lucha entre los hijos <strong>del</strong> sol y los hijos de la luna, entre<br />

los Pandavas y los Kuravas, forma el argumento mismo de la gran epopeya india,<br />

el Mahábhárata, especie de resumen en perspectiva de la historia de la India<br />

aria antes de la constitución definitiva <strong>del</strong> brahmanismo. Esta lucha abunda en<br />

combates encarnizados, en aventuras extrañas e interminables. En medio de la<br />

gigantesca epopeya, los Kuravas, los reyes lunares, vencen. <strong>Los</strong> Pandavas, los<br />

nobles hijos <strong>del</strong> sol, los guardianes de los ritos puros, son destronados y<br />

proscritos. Desterrados, se esconden en los bosques, se refugian entre los<br />

anacoretas, con trajes de corteza de árbol y bastones de ermitaño.<br />

56


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

¿Van a triunfar los bajos instintos?. Las potencias de las tinieblas,<br />

representadas en la epopeya india por los Rakshasas negro, ¿Van a vencer a los<br />

Devas luminosos?. ¿Va a aplastar la tiranía a los escogidos, bajo su carro de<br />

guerra, y el ciclón de las malas pasiones destruirá el altar védico, extinguirá el<br />

fuego sagrado de los antepasados?.<br />

No: la India no hace más que comenzar su evolución religiosa. Ella va a<br />

desplegar su genio metafísico y organizador en la institución <strong>del</strong><br />

brahmanismo. <strong>Los</strong> sacerdotes que utilizaban los reyes y los jefes con el nombre<br />

de purohilas (dedicados al sacrificio <strong>del</strong> fuego), habían ya llegado a ser sus<br />

consejeros y sus ministros. Tenían grandes riquezas; pero no hubieran podido<br />

dar a su casta esa autoridad soberana, esa posición inatacable por encima <strong>del</strong><br />

poder real mismo, sin el auxilio de otra clase de hombres que personifican el<br />

espíritu de la India en lo que tiene de más original y de más profundo. Éstos<br />

son los sabios y puros anacoretas.<br />

Desde tiempo inmemorial, esos ascetas habitaban ermitas en el fondo de<br />

las selvas, en las orillas de los ríos o en las montañas, cerca de los lagos<br />

sagrados. Se les veía tan pronto solos como en asambleas o cofradías, pero<br />

siempre unidos en un mismo espíritu. Se reconoce en ellos a los reyes<br />

espirituales, los amos verdaderos de la India. Herederos de los antiguos arios, de<br />

los rishis, ellos solos poseían la interpretación secreta de los Vedas. En ellos<br />

vivía el genio <strong>del</strong> ascetismo, de la ciencia oculta, de los poderes trascendentes.<br />

Para alcanzar esta ciencia y este poder, desafían todo: el hambre, el frío, el sol<br />

abrasador, el horror de las malezas. Sin defensas, en sus cabañas de madera,<br />

viven de oración y meditación. Con la voz, con la mirada, llaman o alejan a las<br />

serpientes, apaciguan a los leones y a los tigres. ¡Dichosas las gentes que tienen la<br />

bendición, pues tendrán a los Devas por amigos!. Desdichado quien los maltrate<br />

o los mate: su maldición, dicen los poetas, persigue al culpable hasta su tercera<br />

encarnación. <strong>Los</strong> reyes tiemblan ante sus amenazas, y, cosa curiosa, esos ascetas<br />

causan temor a los mismos dioses. En el Rámáyana, Vicvamitra, un rey que se ha<br />

hecho asceta, adquiere tal poder por sus austeridades y sus meditaciones, que los<br />

dioses tiemblan por su propia existencia. Entonces Indra le envía a la más<br />

encantadora de las Apsaras que van a bañarse al lago, ante la choza <strong>del</strong> santo.<br />

El anacoreta es seducido por la ninfa celeste: un héroe nace de su unión, y, por<br />

algunos millares de años, la existencia <strong>del</strong> Universo queda garantizada. Bajo<br />

estas exageraciones poéticas, se adivina el poder real y superior de los<br />

anacoretas de la raza blanca, que con adivinación profunda y voluntad intensa<br />

gobiernan el alma tempestuosa y pasional de la India desde el fondo de sus<br />

selvas.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Del seno de la cofradía de los anacoretas debía salir la revolución<br />

sacerdotal, que hizo de la India la más formidable de las teocracias. La victoria<br />

<strong>del</strong> poder espiritual sobre el poder temporal, <strong>del</strong> anacoreta sobre el rey, de<br />

donde nació la potencia <strong>del</strong> brahmanismo, fue conseguida por un reformador<br />

de primer orden. Reconciliando los dos genios en lucha, el de la raza blanca y el<br />

de la raza negra, los cultos solares y los cultos lunares, ese hombre divino fue el<br />

verdadero creador de la religión nacional de la India. Además, por su doctrina,<br />

ese potente genio lanzó al mundo una idea nueva de un alcance inmenso: la <strong>del</strong><br />

verbo divino, o de la divinidad encarnada y manifestada por el hombre. Este<br />

primer Mesías, este hermano mayor de los hijos de Dios, fue Krishna.<br />

La leyenda tiene como interés capital el que resume y dramatiza toda la<br />

doctrina brahmánica, aunque ha quedado como esparcida y flotante en la<br />

tradición, por razón de que la fuerza plástica falta absolutamente en el genio<br />

indio. La narración confusa y mítica <strong>del</strong> Vishnú Purána contiene, sin embargo,<br />

datos históricos sobre Krishna, de un carácter individual y saliente. Por otra<br />

parte, el Bhagavad Gita, ese maravilloso fragmento interpolado en el gran<br />

poema <strong>del</strong> Mahabhárata, y que los brahmanes consideran como uno de sus<br />

libros más sagrados, contiene en toda su pureza la doctrina que se le atribuye.<br />

Leyendo esos dos libros, la figura <strong>del</strong> gran iniciador religioso de la India se me<br />

ha aparecido con la persuasión de los seres vivos. Contaré, pues, la historia de<br />

Krishna, extrayendo mis materiales de esas dos abundantes fuentes, de las que<br />

una representa la tradición popular y la otra la de los iniciados.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

II<br />

EL REY DE MADURA<br />

Al comienzo de la edad <strong>del</strong> Kali-yuga, hacia el año 3000 antes de nuestra<br />

era (según la cronología de los brahmanes), la sed <strong>del</strong> oro y <strong>del</strong> poder invadió el<br />

mundo. Durante varios siglos, dicen los antiguos sabios, Agni, el fuego celeste<br />

que forma el cuerpo glorioso de los Devas y que purifica el alma de los hombres,<br />

había esparcido sobre la tierra sus efluvios etéreos. Pero el soplo ardiente de<br />

Kali, la diosa <strong>del</strong> Deseo y de la Muerte, que sale de los abismos de la tierra<br />

como ígneo aliento, pasaba entonces sobre todos los corazones. La justicia había<br />

reinado con los nobles hijos de Pándu, los reyes solares que obedecen a la voz de<br />

los sabios, y vencedores, perdonaban a los vencidos y les trataban como iguales.<br />

Pero después que los hijos <strong>del</strong> sol fueron exterminados o arrojados de sus tronos<br />

y que sus pocos descendientes se ocultaban entre los anacoretas, la injusticia, la<br />

ambición y el odio habían dominado. Variables y falsos como el astro nocturno,<br />

cuyo símbolo adoptaron, los reyes lunares se hacían una guerra sin piedad. Uno<br />

de ellos, sin embargo, había logrado dominar a todos los otros por medio <strong>del</strong><br />

terror y de prestigios singulares.<br />

En el norte de la India, a la orilla de un ancho río, brillaba una ciudad<br />

poderosa. Tenía ella doce pagodas, diez palacios y cien puertas flanqueadas por<br />

torres. Multicolores estandartes, semejantes a serpientes aladas, flotaban sobre<br />

sus altos muros. Era la altiva Madura, inexpugnable como la fortaleza de Indra.<br />

Allí reinaba Kansa, de corazón tortuoso y alma insaciable. El rey no sufría a su<br />

lado más que a los esclavos, no creía poseer más que lo que había sometido, y<br />

lo que poseía no le parecía nada al lado de lo que le quedaba por conquistar.<br />

Todos los reyes que reconocían los cultos lunares le habían rendido vasallaje.<br />

Pero Kansa pensaba someter toda la India, desde Lanka hasta el Himavat. Para<br />

llevar a cabo este proyecto, se alió con Kalayeni, señor de los montes Vyndhia,<br />

el poderoso rey de los Yavanas, los hombres de cara amarilla. Como sectario de<br />

la diosa Kali, Kalayeni se había dedicado a las tenebrosas artes de la magia<br />

negra. Se le llamaba “amigo de los Rakshasas” o demonios noctivagos, y rey de<br />

las serpientes, porque se servía de esos animales para aterrorizar a su pueblo y a<br />

sus enemigos. En el fondo de una espesa selva, se encontraba el templo de la<br />

diosa Kali excavado en una montaña: inmensa caverna negra cuyo fondo se<br />

ignoraba y cuya entrada estaba guardada por colosos con cabezas de animales<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

tallados en la roca. Allí se llevaba a los que querían rendir homenaje a<br />

Kalayeni, para obtener de él algún poder secreto. Aparecía él en la<br />

entrada <strong>del</strong> templo en medio de una multitud de serpientes monstruosas,<br />

que se enroscaban alrededor de su cuerpo y se enderezaban al mando de<br />

su cetro, y obligaba a sus tributarios a prosternarse ante aquellos<br />

animales, cuyas cabezas entretejidas aparecían por encima de la suya. Al<br />

mismo tiempo, murmuraba una fórmula misteriosa. <strong>Los</strong> que habían<br />

ejecutado ese rito y adorado a las serpientes obtenían, a lo que se decía,<br />

inmensos favores y todo lo que deseaban. Pero caían irrevocablemente bajo<br />

el poder de Kalayeni y, de lejos o de cerca, eran ya sus esclavos. En<br />

cuanto trataban de desobedecerle, creían ver ante ellos al terrible mago<br />

rodeado por sus reptiles, y se veían cercados por sus cabezas silbantes,<br />

paralizados por sus ojos fascinadores. Kansa pidió a Kalayeni su alianza.<br />

El rey de los Yavanas le prometió el imperio de la tierra con la condición<br />

de casarse con su hija.<br />

Altiva como un antílope y flexible como una serpiente era la hija <strong>del</strong><br />

rey mago, la hermosa Nysumba, con sus arracadas de oro y sus senos de<br />

ébano. Su casa parecía una nube sombría matizada por la luna con reflejos<br />

azulados, sus ojos dos relámpagos, su boca ávida la pulpa de un fruto rojo<br />

con piñones blancos en su interior. Se hubiese dicho que era Kali misma, la<br />

diosa <strong>del</strong> Deseo. Bien pronto ella reinó como señora en el corazón de<br />

Kansa, y soplando sobre todas sus pasiones las convirtió en hoguera<br />

ardiente. Kansa tenía un palacio lleno de mujeres de todos los colores, pero<br />

no escuchaba más que a Nysumba.<br />

“— Tenga yo un hijo de ti, le dijo él, y será mi heredero. Entonces<br />

seré el dueño de la tierra y no temeré a nadie”.<br />

Más Nysumba no tenía hijos, y su corazón se irritaba. Envidiaba ella<br />

a las otras mujeres de Kansa, cuyos amores habían sido fecundos; hacía<br />

multiplicar a su padre los sacrificios a Kali; pero su seno continuaba estéril<br />

como la arena de un suelo tórrido. Entonces, el rey de Madura ordenó que<br />

se hiciera ante toda la ciudad el gran sacrificio <strong>del</strong> fuego, invocando a todos<br />

los Devas. Las mujeres de Kansa y el pueblo asistieron con gran pompa.<br />

Prosternados ante el fuego, los sacerdotes invocaron con sus cantos al gran<br />

Varuna, a Indra, los Acwins y los Maruts. La reina Nysumba se aproximó y<br />

arrojó al fuego un puñado de perfumes con gesto de desafío, pronunciando<br />

una fórmula mágica en idioma desconocido. El humo se espesó, las llamas<br />

subieron en torbellino, y los sacerdotes espantados, exclamaron:<br />

“— ¡Oh reina!. No son los Devas, sino los Rakshasas quienes han<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

pasado por el fuego. Tu seno permanecerá estéril”.<br />

Kansa se aproximó al fuego a su vez, y dijo al sacerdote:<br />

“— Entonces, dime: ¿De cuál de mis mujeres nacerá el dueño <strong>del</strong><br />

mundo?”.<br />

En este momento, Devaki, la hermana <strong>del</strong> rey, se aproximó al fuego.<br />

Era una virgen de corazón sencillo y puro, que había pasado su infancia<br />

hilando y tejiendo, y que vivía como en un sueño. Su cuerpo estaba en la<br />

tierra, su alma parecía estar siempre en el cielo. Devaki se arrodilló<br />

humildemente, rogando a los Devas que diesen un hijo a su hermano y a la<br />

hermosa Nysumba. El sacerdote miró alternativamente al fuego y a la<br />

virgen. De repente, exclamó lleno de admiración:<br />

“— ¡Oh, rey de Madura!. Ninguno de tus hijos será el dueño <strong>del</strong><br />

mundo. Éste nacerá en el seno de tu hermana, que aquí tienes”.<br />

Grande fue la consternación de Kansa y la cólera de Nysumba al oír<br />

estas palabras. Cuando la reina se encontró a solas con el rey, le dijo:<br />

“— Es necesario que Devaki perezca inmediatamente”.<br />

“— ¡Cómo! — respondió Kansa —. ¿Voy a hacer morir a mi hermana?.<br />

Si los Devas la protegen, su venganza recaerá sobre mí”.<br />

“— Entonces — dijo Nysumba llena de furor —, que ella reine en mi<br />

lugar, y que tu hermana de al mundo quien te haga perecer<br />

vergonzosamente. Yo no quiero reinar ya con un cobarde que tiene miedo a<br />

los Devas, y vuelvo a casa de mi padre Kalayeni”. <strong>Los</strong> ojos de Nysumba<br />

lanzaban fuegos oblicuos sus collares de oro se agitaban sobre su cuello<br />

negro y reluciente. Se arrojó a tierra, y su hermoso cuerpo se retorció como<br />

una serpiente furiosa. Kansa, ante la amenaza de perderla, y fascinado por<br />

una voluptuosidad terrible, quedó sobrecogido de miedo y de deseo.<br />

“— Bueno — dijo —: Devaki morirá; pero no me dejes”.<br />

Un relámpago de triunfo brilló en los ojos de Nysumba, una oleada<br />

de sangre enrojeció su carne negra. Se levantó de un salto, y abrazó al<br />

tirano domado, con sus brazos flexibles. Después, rozándole con su pecho<br />

de ébano, <strong>del</strong> que se exhalaban embriagadores perfumes, y tocándole con<br />

sus labios ardientes, murmuró en voz baja:<br />

“— Ofreceremos un sacrificio a Kali, la Diosa <strong>del</strong> Deseo y de la<br />

Muerte, y ella nos dará un hijo que será el dueño <strong>del</strong> mundo”.<br />

Aquella misma noche, el purohita, jefe <strong>del</strong> sacrificio, vio en sueños<br />

al rey Kansa que sacaba la espada contra su hermana. En seguida fue a<br />

casa de la virgen Devaki, le anunció que un peligro de muerte la<br />

amenazaba, y la ordenó que huyese sin tardanza al refugio de los<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

anacoretas. Devaki, instruida por el sacerdote <strong>del</strong> fuego, disfrazada de<br />

penitente, salió <strong>del</strong> palacio de Kansa y huyó de la ciudad de Madura sin<br />

que nadie se apercibiera. Por la mañana los soldados buscaron a la<br />

hermana <strong>del</strong> rey para matarla, pero encontraron su habitación vacía. El rey<br />

interrogó a las guardias de la ciudad, quienes respondieron que las puertas<br />

habían estado cerradas, toda la noche. Pero en su sueño, habían visto<br />

quebrarse bajo un rayo de luz sombríos muros de la fortaleza, y en aquel<br />

rayo, una mujer que salía de la ciudad. Kansa comprendió que una potencia<br />

invencible protegía a Devaki. Desde entonces el miedo entró en su alma y odió a<br />

su hermana con un odio mortal.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

III<br />

LA VIRGEN DEVAKI<br />

Cuando Devaki, vestida de cortezas de árbol, que ocultaban su<br />

hermosura, entró en las vastas soledades de los bosques gigantescos, vacilaba,<br />

rendida por la fatiga y el hambre. Mas apenas hubo sentido la sombra de<br />

aquellos bosques admirables, gustado los frutos <strong>del</strong> mango y respirado la<br />

frescura de un manantial, se reanimó como una flor. Al principio penetró bajo<br />

bóvedas enormes, formadas por troncos macizos, cuyas ramas se replantaban<br />

en el suelo y multiplicaban al infinito sus arcadas. Durante largo tiempo<br />

marchó por allí al abrigo <strong>del</strong> sol, como a través de una pagoda sombría y sin<br />

salida. El zumbido de las abejas, el grito de los pavos reales en celo, el canto<br />

de los kokilas y de mil pájaros, la atraían y animaban más y más. <strong>Los</strong> árboles<br />

aparecían más inmensos, la selva más profunda y más enmarañada. <strong>Los</strong><br />

troncos se sucedían, los follajes se combaban en cúpulas, en portadas más y<br />

más grandes. A veces Devaki se deslizaba por verdes senderos, por donde el<br />

sol penetraba en torrentes de luz y donde yacían troncos derribados por la<br />

tempestad. A veces se detenía bajo glorietas de mangos y de asokas, de las que<br />

pendían guirnaldas de lianas y lluvias de flores. <strong>Los</strong> gamos y las panteras<br />

saltaban en la maleza; con frecuencia también los búfalos rompían las ramas,<br />

o bien una horda de monos pasaba por los follajes, lanzando gritos. Marchó ella<br />

así durante todo el día. Hacia la noche, sobre un bosquecillo de bambúes,<br />

advirtió la cabeza inmóvil de un prudente elefante que miró a la virgen con<br />

aire inteligente y protector, y levantó su trompa como para saludarla. Entonces<br />

el bosque se llenó de luz y Devaki vio un paisaje lleno de paz profunda, de un<br />

encanto celeste y paradisíaco.<br />

Ante ella se extendía un estanque sembrado de lotos y nenúfares azules:<br />

su reflejo azulado se abría paso en la gran selva como otro cielo. Púdicas<br />

cigüeñas dormitaban inmóviles en sus orillas y dos gacelas bebían en sus aguas.<br />

Al otro lado se veía, al abrigo de las palmeras, la ermita de los anacoretas. Una<br />

luz rosada y tranquila bañaba el lago, los bosques y la morada de los santos<br />

rishis. En el horizonte, la cima blanca <strong>del</strong> monte Meru dominaba el océano de<br />

las selvas. El aliento de un río invisible animaba a las plantas, y el estruendo<br />

atenuado de una catarata lejana vagaba en la brisa como una caricia o como<br />

una melodía.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Al borde <strong>del</strong> estanque, Devaki vio una barca. En pie y a su lado, un<br />

hombre de edad madura, un anacoreta, parecía esperar. Silenciosamente hizo<br />

señal a la virgen de entrar en la barca y cogió los remos. Mientras la canoa<br />

partía, rozando a los nenúfares, Devaki vio nadar en el estanque a la hembra de<br />

un cisne; con vuelo atrevido un cisne macho llegado por los aires empezó a<br />

describir grandes círculos a su alrededor y luego se metió en el agua al lado de<br />

su compañera, estremeciendo su plumaje de nieve. Al ver esto. Devaki se<br />

inmutó profundamente sin saber por qué. Entre tanto, la barca había tocado la<br />

orilla opuesta, y la virgen de ojos de loto se encontró ante el rey de los<br />

anacoretas: Vasichta. Sentado sobre una piel de gacela y vestido con otra de<br />

antílope negro, tenía el aire venerable de un dios más bien que de un hombre.<br />

Desde la edad de sesenta años sólo se alimentaba de frutos silvestres. Su<br />

cabellera y su barba eran blancas como la: cimas <strong>del</strong> Himavat, su piel<br />

transparente, la mirada de sus ojos vagos vuelta hacia sí por la meditación. Al<br />

ver a Devaki se levantó y la saludó con estas palabras: “Devaki, hermana <strong>del</strong><br />

ilustre Kansa, sé bienvenida entre nosotros. Guiada por Mahadeva, el maestro<br />

supremo, has dejado el mundo de las miserias para venir al de las <strong>del</strong>icias.<br />

Porque ahora estás al lado de los santos rishis, dueños de sus sentidos, dichosos<br />

con su destino y deseosos <strong>del</strong> camino <strong>del</strong> cielo. Hace largo tiempo que te<br />

esperábamos como la noche a la aurora. Nosotros somos el ojo de los Devas,<br />

fijo sobre el mundo; nosotros que vivimos en lo más profundo de las selvas.<br />

<strong>Los</strong> hombres no nos ven, mas nosotros vemos a los hombres y seguimos sus<br />

acciones. La edad sombría <strong>del</strong> deseo, de la sangre y <strong>del</strong> crimen se cierne sobre<br />

la Tierra. Te hemos elegido para la obra de liberación, y los Devas te han<br />

escogido por mediación nuestra. En el seno de una mujer el rayo <strong>del</strong> esplendor<br />

divino debe recibir una forma humana”.<br />

En este momento, los rishis salían de la ermita para la oración de la<br />

tarde. El viejo Vasichta les ordenó que se inclinaran hasta tierra ante Devaki.<br />

Así lo hicieron, y Vasichta dijo: “Ésta será nuestra madre, porque de ella nacerá<br />

el espíritu que debe regenerarnos.” Después, volviéndose hacia ella, prosiguió:<br />

“Vete, hija mía: los rishis te llevarán al estanque vecino donde viven las<br />

hermanas penitentes. Vivirás entre ellas y los misterios se cumplirán”.<br />

Devaki fue a vivir a una ermita rodeada de lianas, entre mujeres piadosas<br />

que alimentan a las gacelas domesticadas, dedicando su vida a las abluciones y<br />

a la oración. Tomaba ella parte en sus sacrificios: una mujer de edad madura<br />

le daba las instrucciones secretas. Aquellas penitentes habían recibido la orden<br />

de vestirla como a una reina, con telas exquisitas y perfumadas, y dejarla vagar<br />

sola en pleno bosque. La selva, llena de perfumes, de voces y de misterios, atraía<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

a la joven. A veces encontraba cortejos de viejos anacoretas que volvían <strong>del</strong> río.<br />

Al verla, se arrodillaban ante ella, y después proseguían su camino. Un día, al<br />

lado de una fuente velada por lotos rosados, vio a un joven anacoreta que<br />

oraba. Él se levantó cuando se aproximaba, lanzó sobre ella una mirada triste<br />

y profunda, y se alejó en silencio. Las figuras graves de los viejos, la imagen de<br />

los cisnes y la mirada <strong>del</strong> joven anacoreta, eran el tema de los sueños de la<br />

virgen. Cerca <strong>del</strong> manantial había un árbol de edad inmemorial y grandes<br />

ramas, que los santos rishis llamaban “el árbol de vida”. Devaki gustaba de<br />

sentarse a su sombra. Con frecuencia dormitaba allí, visitada por visiones<br />

extrañas. Tras de las ramas, oía coros que cantaban: “¡Gloria a ti, Devaki!.<br />

Vendrá, coronado de luz, ese fluido puro emanado de la grande alma, y las<br />

estrellas palidecerán ante su esplendor. Vendrá, y la vida desafiará a la muerte,<br />

y él rejuvenecerá la sangre de todos los seres. Vendrá, más dulce que la miel<br />

y el amrita, más puro que el cordero sin mancha y la boca de una virgen, y<br />

todos los corazones se sentirán transportados de amor. ¡Gloria, gloria, gloria<br />

a ti. Devaki!. (Atharva Veda). ¿Eran los anacoretas?. ¿Eran los Devas quienes<br />

cantaban así?. A veces, le parecía que una influencia lejana o una presencia<br />

misteriosa, como una mano invisible extendida sobre ella, la obligaba a<br />

dormir. Entonces caía en un sueño profundo, suave, inexplicable, <strong>del</strong> que<br />

salía confusa y turbada. Se volvía como para buscar a alguien, pero a nadie<br />

veía. Solamente encontraba, a veces, rosas sembradas sobre su lecho de hojas,<br />

o una corona de loto entre sus manos.<br />

Un día, Devaki cayó en un éxtasis más profundo. Oyó ella una música<br />

celeste, como un océano de arpas y de voces divinas. De repente, el cielo se<br />

abrió en abismos de luz. Miles de seres espléndidos la miraban, y en el fulgor de<br />

un rayo deslumbrante, el sol de los soles, Mahadeva, se le apareció en forma<br />

humana. Iluminada por el Espíritu de los mundos, perdió el conocimiento, y en<br />

el olvido de la tierra, en una felicidad sin límites, concibió al niño divino. (Una<br />

nota es indispensable acerca <strong>del</strong> sentido simbólico de la leyenda y sobre el<br />

origen real de aquellos que han llevado en la historia el nombre de hijos de<br />

Dios. Según la doctrina secreta de la India, que fue también la de los<br />

iniciados de Egipto y de Grecia, el alma humana es hija <strong>del</strong> cielo, puesto<br />

que, antes de nacer sobre la tierra, ha tenido una serie de existencias<br />

corporales y espirituales. El padre y la madre no engendran, pues, más que<br />

el cuerpo <strong>del</strong> niño, porque su alma viene de otra parte. Esta ley universal se<br />

impone a todos, y los más grandes profetas no escapan a ella. Lo que<br />

importa creer es que el profeta viene de un mundo divino, y eso, los<br />

verdaderos hijos de Dios lo prueban por su vida y por su muerte. Pero los<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

iniciados antiguos no han creído deber comunicar tales cosas al vulgo.<br />

Algunos de los que han aparecido en el mundo como enviados divinos<br />

fueron hijos de iniciados).<br />

Cuando siete lunas hubieron descrito sus círculos mágicos alrededor de<br />

la selva sagrada, el jefe de los anacoretas llamó a Devaki. “La voluntad de los<br />

Devas se ha cumplido — dijo —. Has concebido en la pureza <strong>del</strong> corazón y en<br />

el amor divino. Virgen y madre, te saludamos. Un hijo nacerá de ti, que será<br />

el salvador <strong>del</strong> mundo. Tu hermano Kansa te busca para matarte, con el<br />

tierno fruto que llevas en tu seno. Es necesario escapar a su persecución. <strong>Los</strong><br />

hermanos van a guiarte a las viviendas de los pastores que habitan al pie <strong>del</strong><br />

monte Meru, bajo los cedros olorosos, en el aire puro <strong>del</strong> Himavat. Allí darás<br />

a luz tu hijo divino, y le llamarás Krishna, el consagrado. Que él ignore su<br />

origen y el tuyo; no le hables de ello nunca. Ve sin temor, pues velaremos por<br />

ti”.<br />

Y Devaki se fue a vivir con los pastores <strong>del</strong> monte Meru.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

IV<br />

LA JUVENTUD DE KRISHNA<br />

Al pie <strong>del</strong> monte Meru se extendía un fresco valle lleno de praderas y<br />

dominado por vastos bosques de cedros, por donde pasaba el soplo puro <strong>del</strong><br />

Himavat. En este alto valle habitaba un pueblo de pastores sobre el cual reinaba<br />

el patriarca Nanda, amigo de los anacoretas. Allí Devaki encontró un refugio<br />

contra las persecuciones <strong>del</strong> tirano de Madura; y allí, en la morada de Nanda,<br />

nació su hijo Krishna. A excepción de Nanda, nadie supo quién era la<br />

extranjera y de dónde procedía aquel hijo. Las mujeres <strong>del</strong> país dijeron<br />

únicamente: “Es un hijo de los Gandharvas. (Son los genios que, en toda la<br />

poesía india, se supone presiden a los matrimonios de amor). Porque los<br />

músicos de Indra deben haber presidido a los amores de esa mujer que parece<br />

una ninfa celeste, una Apsara”. El hijo maravilloso de la mujer desconocida<br />

creció entre los rebaños y los pastores, ante los ojos de su madre. Le llamaban<br />

“el Radiante”, porque su sola presencia, su sonrisa y sus grandes ojos tenían<br />

el don de difundir la alegría. Animales, niños, mujeres, hombres, todo el<br />

mundo le quería, y él parecía querer a todo el mundo, sonriendo a su<br />

madre, jugando con las ovejas y los niños de su edad o hablando con los<br />

viejos. El niño Krishna no tenía temor alguno; lleno de audacia ejecutaba<br />

acciones sorprendentes. A veces se le encontraba en los bosques, recostado<br />

sobre el musgo, abrazando a jóvenes panteras y abriéndoles la boca sin que<br />

se atreviesen a morderle. Tenía también inmovilidades repentinas,<br />

admiraciones profundas, tristezas extrañas. Entonces se apartaba de todos, y<br />

grave, absorto, miraba sin responder. Pero sobre todas las cosas y todos los<br />

seres, Krishna adoraba a su joven madre, tan bella, tan radiante, que le<br />

hablaba <strong>del</strong> cielo de los Devas, de combates heroicos y de cosas maravillosas<br />

que ella había aprendido con los anacoretas. Y los pastores que conducían sus<br />

rebaños bajo los cedros <strong>del</strong> monte Meru decían: “¿Quién es esta madre y<br />

quién su hijo?. Aunque vestida como nuestras mujeres, parece una reina. El<br />

hijo maravilloso se ha criado con los nuestros, y sin embargo no se les<br />

parece. ¿Es un genio?. ¿Es un dios?. Quienquiera que sea, nos traerá<br />

felicidad”.<br />

Cuando Krishna tuvo quince años, su madre Devaki fue vuelta a llamar<br />

por el jefe de los anacoretas. Un día desapareció sin decir adiós a su hijo.<br />

67


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Krishna, no viéndola ya, fue a buscar al patriarca Nanda y le dijo:<br />

— ¿Dónde está mi madre?.<br />

Nanda respondió, inclinando la cabeza: — Hijo mío, no me lo<br />

preguntes. Tu madre ha partido para un largo viaje. Ha vuelto al país de<br />

donde vino, y no sé cuándo volverá.<br />

Krishna no respondió nada, pero cayó en una meditación tan<br />

profunda que todos los niños se apartaban de él como sobrecogidos por un<br />

temor supersticioso. Krishna abandonó a sus compañeros, dejó sus juegos, y<br />

perdido en sus pensamientos, se fue solo por el monte Meru y erró así<br />

durante varias semanas. Una mañana llegó a una alta cima cubierta de<br />

árboles, desde donde la vista se extendía sobre la cordillera <strong>del</strong> Himavat.<br />

De repente divisó cerca de él un anciano, de elevada estatura, vestido con el<br />

traje blanco de los anacoretas, en pie bajo los cedros gigantescos, bañado por<br />

la luz matutina. Parecía un centenario; su barba de nieve y su frente<br />

brillaban con majestad. El joven lleno de vida y el anciano se miraron<br />

largo tiempo. <strong>Los</strong> ojos <strong>del</strong> viejo se posaban con complacencia sobre<br />

Krishna. Éste quedó tan maravillado al verle, que enmudeció lleno de<br />

admiración. Aunque por primera vez le veía, pareció conocerle.<br />

— ¿A quién buscas? — le dijo por fin el anciano.<br />

— A mi madre.<br />

— Tu madre no está ya aquí.<br />

— ¿Dónde la encontraré?.<br />

— Al lado de Aquel que no cambia nunca.<br />

— Pero ¿cómo encontrar a Aquel?.<br />

— Busca.<br />

— Y a ti, ¿te volveré a ver?.<br />

— Sí; cuando la hija de la Serpiente incite al crimen al hijo <strong>del</strong> Toro,<br />

entonces me volverás a ver en una aurora de púrpura. Entonces matarás al<br />

Toro y aplastarás la cabeza de la Serpiente. Hijo de Mahadeva, sabe que tú y<br />

yo no formamos más que uno solo en Aquél. ¡Busca, busca, busca siempre!.<br />

Y el centenario extendió las manos en signo de bendición. Después se<br />

volvió dando algunos pasos bajo los altos cedros, en dirección <strong>del</strong> Himavat.<br />

De pronto pareció a Krishna que su forma majestuosa se volvía transparente,<br />

después temblorosa, y desapareció en el brillo de las finas hojas de las ramas,<br />

en una vibración luminosa. (Es una creencia constante en la India que los<br />

grandes ascetas pueden manifestarse a distancia bajo una apariencia<br />

visible, mientras su cuerpo queda sumergido en un sueño cataléptico).<br />

Cuando Krishna descendió <strong>del</strong> monte Meru, parecía como transformado.<br />

68


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Una energía nueva irradiaba de su ser. Reunió a sus compañeros y les dijo:<br />

“Vamos a luchar contra los toros y las serpientes; vamos a defender a los<br />

buenos y a subyugar a los malvados”.<br />

Con el arco en la mano y la espada al cinto, Krishna y sus amigos, los<br />

hijos de sus pastores, convertidos en guerreros, comenzaron a batir las selvas<br />

luchando contra las bestias feroces. En el fondo de los bosques, se oían los<br />

aullidos de las hienas, los chacales, los tigres, y los gritos de triunfo de los<br />

jóvenes. Krishna mató y domó leones, hizo la guerra a reyes y libertó a tribus<br />

oprimidas. Más la tristeza invadía el fondo de su corazón. Su alma sólo tenía<br />

un deseo profundo, misterioso, oculto: encontrar a su madre y volver a<br />

hallar al extraño y sublime anciano. Recordaba sus palabras: “¿No me<br />

prometió que le vería cuando aplastase la cabeza de la serpiente?. ¿No me<br />

dijo que encontraría a mi madre al lado de Aquel que no cambia nunca?”.<br />

Pero por mucho que luchaba y vencía, no había vuelto a ver ni al viejo<br />

sublime ni a su madre radiante. Un día oyó hablar de Kalayeni, el rey de<br />

las serpientes, y pidió luchar con el más terrible de sus animales en<br />

presencia <strong>del</strong> mago negro. Se decía que aquel animal, adiestrado por<br />

Kalayeni, había ya devorado centenares de hombres, y que su mirada<br />

helaba de espanto a los más valientes. Del fondo <strong>del</strong> templo tenebroso de<br />

Kali, Krishna vio salir, a la voz de Kalayeni, un largo reptil azul verdoso. La<br />

serpiente enderezó lentamente su cuerpo grueso, hinchó su cresta rojiza, y<br />

sus ojos penetrantes se encendieron en su cabeza monstruosa, cubierta de<br />

conchas relucientes. “Esta serpiente, dijo Kalayeni, sabe muchas cosas, es un<br />

demonio poderoso. No se las dirá más que a quien la mate; ella mata a los<br />

vencidos. Te ha visto, te mira, estás en su poder. Sólo te resta adorarla o<br />

perecer en una lucha insensata”. A estas palabras, Krishna se indignó, porque<br />

sentía que su corazón era como la punta <strong>del</strong> rayo. Miró a la serpiente y se<br />

lanzó sobre ella, cogiéndola por debajo de la cabeza. Hombre y serpiente<br />

rodaron por las escaleras <strong>del</strong> templo. Pero antes que el reptil se le hubiese<br />

enroscado, Krishna le cortó la cabeza con su espada y, desembarazándose <strong>del</strong><br />

cuerpo, que se retorcía aún, el joven vencedor levantó, con aire de triunfo,<br />

la cabeza de la serpiente en su mano izquierda. Aquella cabeza vivía aún;<br />

miraba a Krishna y le dijo: “¿Por qué me has matado, hijo de Mahadeva?<br />

¿Crees encontrar la verdad matando a los vivos?. ¡Insensato: no la encontrarás<br />

más que agonizando tú mismo. La muerte está en la vida, la vida está en la<br />

muerte. Teme a la hija de la serpiente y a la sangre vertida. ¡Guárdate! ¡Ten<br />

cuidado!”. Hablando así, la serpiente murió. Krishna dejó caer la cabeza <strong>del</strong><br />

reptil y se marchó lleno de horror. Kalayeni dijo: “No puedo nada sobre este<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

hombre; sólo Kali podría dominarle con un encanto”.<br />

Tras un mes de abluciones y de oración en la orilla <strong>del</strong> Ganges, luego<br />

de haberse purificado en la luz <strong>del</strong> sol y en el pensamiento de Mahadeva,<br />

Krishna volvió a su país natal, entre los pastores <strong>del</strong> monte Meru.<br />

La luna de otoño mostraba sobre los bosques de cedros su globo<br />

resplandeciente; de noche el aire se embalsamaba con el perfume de los lirios<br />

silvestres, donde las abejas murmuraban durante el día. Sentado bajo un gran<br />

cedro, al borde de una pradera, Krishna, cansado de los varios combates de<br />

la tierra, soñaba en combates celestes y en lo infinito <strong>del</strong> cielo. Cuanto más<br />

pensaba en su radiante madre y en el anciano sublime, más sus hazañas<br />

juveniles le parecían despreciables, y más las cosas <strong>del</strong> cielo se le hacían vivas.<br />

Un encanto consolador, una divina reminiscencia, le inundaban por completo.<br />

Un himno de reconocimiento a Mahadeva subió de su corazón y desbordó de<br />

sus labios en una melodía, suave y angélica. Atraídas por aquel canto<br />

maravilloso, las Gopis, las hijas y las mujeres de los pastores, salieron de sus<br />

moradas. Las primeras, al ver a las mayores de la familia en su camino,<br />

volvieron a entrar en seguida, después de simular que cogían flores. Algunas<br />

se aproximaron más, llamando: ¡Krishna!, ¡Krishna!, y después huyeron<br />

avergonzadas. Animándose poco a poco, las mujeres rodearon a Krishna por<br />

grupos, como gacelas tímidas y curiosas encantadas por sus melodías. Él,<br />

abstraído en el sueño de los dioses, no las veía. Atraídas más y más por su<br />

canto, las Gopis comenzaron a impacientarse de que no se fijara en ellas.<br />

Nichdali, la hija de Nanda, con los ojos cerrados, había caído en una especie de<br />

éxtasis. Su hermana Sarasvati, más atrevida, se deslizó al lado <strong>del</strong> hijo de<br />

Devaki, y le dijo con voz cariñosa:<br />

— ¡Oh, Krishna!. ¿No ves que te escuchamos y que no podemos dormir<br />

en nuestras moradas?. Tus melodías nos han embelesado, ¡Oh, héroe<br />

adorable!, y henos aquí, encadenadas a tu voz, y no pudiendo ya vivir sin ti.<br />

— Canta más — dijo una joven —; enséñanos a modular nuestras voces.<br />

— Enséñanos la danza — dijo una mujer, y Krishna, saliendo de su<br />

sueño, lanzó sobre las Gopis benévolas miradas. Les dirigió palabras<br />

amables, y cogiéndolas de la mano, las hizo sentar sobre el césped, a la sombra<br />

de los grandes cedros, bajo la luz de la luna brillante. Entonces les contó lo que<br />

había visto en su ensimismamiento: la historia de los dioses y de los héroes,<br />

las guerras de Indra, y las hazañas <strong>del</strong> divino Rama. Mujeres y mozas<br />

escuchaban encantadas. Aquellas narraciones duraban hasta el alba. Cuando la<br />

rosada aurora subía tras el monte Meru, y los kokilas comenzaban a cantar<br />

bajo los cedros, las hijas y las mujeres de los Gopis volvían furtivamente a sus<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

viviendas. Pero al día siguiente, en cuanto la luna mágica mostraba su<br />

creciente, volvían más ávidas dé escucharle. Krishna, al ver que se exaltaban<br />

con sus relatos, las enseñó a cantar con sus voces y a figurar con sus gestos las<br />

acciones sublimes de los héroes y de los dioses. A las unas dio vinas, de<br />

cuerdas vibrantes como almas; a las otras, címbalos, sonoros como los corazones<br />

de los guerreros, y tambores, que imitaban el trueno. Eligiendo a las más<br />

bellas, las animaba con sus pensamientos, y, con los brazos extendidos,<br />

andando y moviéndose en un sueño divino, las bailarínas sagradas<br />

representaban la majestad de Varuna, la cólera de Indra matando al dragón, o<br />

la desesperación de Maya abandonada. De este modo, los combates y la gloria<br />

eterna de los dioses, que Krishna había contemplado en sí mismo, revivían en<br />

aquellas mujeres dichosas y transfiguradas.<br />

Una mañana, las Gopis se habían dispersado. <strong>Los</strong> timbres de sus<br />

instrumentos variados, de sus voces musicales y alegres se habían perdido a<br />

lo lejos. Krishna, solo bajo el gran cedro, vio venir a las dos hijas de<br />

Nanda: Sarasvati y Nichdali, que se sentaron a su lado. Sarasvati, echando<br />

sus brazos alrededor <strong>del</strong> cuello de Krishna, y haciendo ruido con sus<br />

brazaletes, le dijo: “Al enseñarnos los cantos y las danzas sagradas, has hecho<br />

de nosotras las más dichosas de las mujeres; pero seremos las más desdichadas<br />

cuando te marches. ¿Qué será de nosotras cuando no te veamos más?. ¡Oh<br />

Krishna!. Sé nuestro esposo: mi hermana y yo seremos tus mujeres fieles, y<br />

nuestros ojos no tendrán el dolor de perderte”. Mientras Sarasvati hablaba así,<br />

Nichdali cerró los párpados como si cayera en éxtasis.<br />

— Nichdali; ¿Por qué cierras los ojos? — preguntó Krishna.<br />

— Está celosa — respondió Sarasvati riendo —. No quiere ver mis<br />

brazos rodeando tu cuello.<br />

— No — respondió Nichdali ruborizándose —: cierro los ojos para<br />

contemplar tu imagen que está grabada en el fondo de mí misma. Krishna,<br />

puedes marchar: no te perderé nunca. Krishna estaba pensativo. Rechazó<br />

sonriendo los brazos de Sarasvati, que apasionadamente oprimían su cuello, y<br />

mirando alternativamente a las dos mujeres, pasó sus brazos alrededor de sus<br />

talles. Primero posó su boca sobre los labios de Sarasvati, luego sobre los ojos<br />

de Nichdali. En esos dos largos besos, el joven Krishna pareció sondear y<br />

saborear todas las voluptuosidades de la tierra. Más, de repente, se estremeció y<br />

dijo:<br />

— Eres hermosa, ¡Oh, Sarasvati!, tú cuyos labios tienen el perfume <strong>del</strong><br />

ámbar y de todas las flores; eres adorable, ¡Oh Nichdali!, tú cuyos párpados<br />

velan profundos ojos y sabes sondear tu propia alma. Os amo a las dos. Pero<br />

71


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

¿Cómo voy a ser vuestro esposo, puesto que mi corazón tendría que dividirse<br />

entre ambas?.<br />

— ¡No amará nunca! — dijo Sarasvati con despecho.<br />

— Sólo amaré con amor eterno...<br />

— ¿Y qué es preciso para que ames así? — dijo Nichdali con ternura.<br />

Krishna se había levantado; sus ojos llameaban.<br />

— ¿Para amar con amor eterno? — dijo —. ¡Es preciso que la luz <strong>del</strong> día<br />

se extinga, que el rayo caiga en mi corazón, y que un alma se lance fuera de mí<br />

hasta el fondo <strong>del</strong> cielo!.<br />

Mientras hablaba, pareció a las jóvenes que crecía de un codo. De<br />

repente, tuvieron miedo de él, y volvieron a su casa llorando. Krishna tomó<br />

solo el camino <strong>del</strong> monte Meru. La noche siguiente, las Gopis se reunieron para<br />

sus juegos, pero en vano esperan a su maestro. Había desaparecido, no dejando<br />

más que una esencia, un perfume de su ser: los cantos y las danzas sagradas.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

V<br />

INICIACIÓN<br />

Entre tanto, el rey Kansa, al saber que su hermana Devaki había vivido<br />

con los anacoretas, sin haberla podido descubrir, empezó a perseguirlos como<br />

a bestias feroces, teniendo aquéllos que refugiarse en la parte más recóndita y<br />

más salvaje de la selva. Entonces su jefe, el viejo Vasichta, el centenario, se<br />

puso en camino para hablar al rey de Madura. <strong>Los</strong> guardias vieron con<br />

admiración aparecer ante las puertas <strong>del</strong> palacio a un anciano ciego, guiado<br />

por una gacela que llevaba atada. Llenos de respeto al rishi, le dejaron pasar.<br />

Vasichta se aproximó al trono, donde Kansa estaba sentado al lado de<br />

Nysumba, y le dijo:<br />

— Kansa, rey de Madura, desgraciado de ti, hijo <strong>del</strong> Toro, que persigues<br />

a los solitarios de la selva santa. Desgraciada de ti, hija de la Serpiente, que le<br />

inspiras el odio. Vuestro castigo está próximo. Sabed que el hijo de Devaki<br />

vive. Vendrá cubierto con una armadura invulnerable y te arrojará desde tu<br />

trono a la ignominia. Ahora, temblad y temed; es el castigo que los Devas os<br />

asignan.<br />

<strong>Los</strong> guerreros, los guardias, los servidores, se habían prosternado ante el<br />

santo centenario, que volvió a salir conducido por su gacela, sin que nadie se<br />

atreviera a tocarle. Pero a partir de aquel día, Kansa y Nysumba pensaron en<br />

los medios de hacer morir secretamente al rey de los anacoretas. Devaki había<br />

muerto, y nadie aparte de Vasichta sabía que Krishna era su hijo. El ruido de<br />

las hazañas de éste había llegado a oídos <strong>del</strong> rey. Kansa pensó: “Tengo<br />

necesidad de un hombre fuerte para defenderme!. El que ha matado a la gran<br />

serpiente de Kalayeni, no tendrá miedo <strong>del</strong> anacoreta”. Kansa mandó decir al<br />

patriarca Nanda: “Envíame al joven héroe Krishna para que sea el<br />

conductor de mi carro y mi primer consejero”. (En la India antigua, esas dos<br />

funciones estaban con frecuencia reunidas en una misma persona. <strong>Los</strong><br />

conductores de los carros de los reyes eran grandes personajes y<br />

frecuentemente los ministros de los monarcas. <strong>Los</strong> ejemplos son<br />

numerosísimos en la poesía indostánica). Nanda comunicó a Krishna la<br />

orden <strong>del</strong> rey y Krishna respondió: “Iré.” Aparte pensaba: “¿El rey de<br />

Madura será Aquel que no cambia jamás?. Por él sabré dónde está mi<br />

madre”. Kansa, viendo la fuerza, la destreza y la inteligencia de Krishna, le<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

estimaba mucho y le confió la guardia de su reino. Nysumba, al ver al<br />

héroe <strong>del</strong> monte Meru, se estremeció en su carne con un deseo impuro, y<br />

su espíritu sutil tramó un proyecto tenebroso a la luz de un pensamiento<br />

criminal.<br />

Sin que el rey lo supiera, llamó a su gineceo al conductor <strong>del</strong> carro.<br />

Como maga que era, poseía el arte de rejuvenecerse momentáneamente por<br />

medio de filtros poderosos. El hijo de Devaki encontró a Nysumba, la de los<br />

senos de ébano, casi desnuda, sobre un lecho de púrpura: anillos de oro ceñían<br />

sus tobillos y sus brazos; una diadema de piedras preciosas chispeaba sobre su<br />

cabeza. A sus pies ardía un pebetero de cobre, <strong>del</strong> que se escapaba una nube de<br />

perfumes.<br />

—Krishna — dijo la hija <strong>del</strong> rey de las serpientes —, tu frente es más<br />

tranquila que la nieve <strong>del</strong> Himavat y tu corazón es como la punta <strong>del</strong> rayo. En<br />

tu inocencia resplandeces sobre los reyes de la, tierra. Aquí, nadie te ha<br />

reconocido; tú te ignoras a ti mismo. Yo sola sé quién eres; los Devas han<br />

hecho de ti el dueño de los hombres; yo sola puedo hacer de ti el dueño <strong>del</strong><br />

mundo. ¿Quieres?.<br />

— Si Mahadeva habla por tu boca — dijo Krishna con grave acento —<br />

me dirás, dónde está mi madre y dónde encontraré al gran anciano que me<br />

habló bajo los cedros <strong>del</strong> monte Meru.<br />

— ¿Tu madre? — dijo Nysumba con desdeñosa sonrisa —; no soy yo<br />

ciertamente quien te lo enseñará; en cuanto a tu anciano, no le conozco.<br />

¡Insensato!, persigues sueños y no ves los tesoros de la tierra que yo te<br />

ofrezco. Hay seres que llevan la corona y que no son reyes. Hay hijos de<br />

pastores que llevan la realeza en su frente y que no conocen su fuerza. Tú<br />

eres fuerte, joven, bello; los corazones están contigo. Mata al rey durante su<br />

sueño y yo pondré la corona sobre tu cabeza y serás el dueño <strong>del</strong> mundo.<br />

Porque yo te amo y me estás predestinado. Lo quiero, lo ordeno.<br />

Mientras hablaba así, la reina se, había levantado imperiosa, fascinante,<br />

terrible como una hermosa serpiente. En pie sobre su lecho, lanzó con sus ojos<br />

negros una llama tan sombría en los ojos límpidos de Krishna, que éste se<br />

estremeció espantado. En aquella mirada, el infierno se le apareció. Vio el<br />

abismo <strong>del</strong> templo de Kali, diosa <strong>del</strong> Deseo y de la Muerte, y las serpientes que<br />

allí se retorcían en una agonía eterna. Entonces, repentinamente, los ojos de<br />

Krishna parecieron como dos dagas. Sus miradas traspasaron a la reina de parte<br />

a parte, y el héroe <strong>del</strong> monte Meru exclamó:<br />

— Soy fiel al rey que me ha tomado por defensor; pero tú, sábelo:<br />

morirás.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Nysumba lanzó un grito penetrante, y rodó sobre su cama, mordiendo la<br />

púrpura. Toda su juventud ficticia se había desvanecido, volviéndose vieja y<br />

arrugada. Krishna, dejándola con su cólera, salió.<br />

Perseguido noche y día por las palabras <strong>del</strong> anacoreta, el rey de Madura<br />

dijo a su conductor de carro:<br />

— Desde que el enemigo ha puesto el pie en mi palacio, no duermo ya en<br />

paz sobre mi trono. Un mago infernal llamado Vasichta, que vive en una<br />

profunda selva, ha venido a lanzarme su maldición. Desde entonces, no respiro:<br />

el anciano ha emponzoñado mis días. Pero contigo no temo nada, no le temo.<br />

Ven conmigo a la selva maldita. Un espía que conoce todos los senderos nos<br />

conducirá.<br />

“En cuanto lo veas, corre hacia él y hiérelo, sin darle tiempo a decirte<br />

una palabra o lanzarte una mirada. Cuando esté herido mortalmente, pregúntale<br />

dónde está el hijo de mi hermana Devaki, y cuál es su nombre. La paz de<br />

mi reino depende de este misterio”.<br />

— En verdad — respondió Krishna —, no he tenido miedo de Kalayeni ni<br />

de la serpiente de Kali. ¿Quién podría hacerme temblar ahora?. Por poderoso<br />

que sea ese hombre, sabré lo que te oculta.<br />

Disfrazados de cazadores, marchaban sobre un carro tirado por caballos<br />

fogosos; el espía que había explorado la selva iba detrás. Era el principio de<br />

la estación de lluvias. <strong>Los</strong> ríos se henchían, las plantas recubrían los caminos, y<br />

la línea blanca de las cigüeñas surcaba las brumas. Cuando se aproximaron al<br />

bosque sagrado, el horizonte se ensombreció, el sol se veló, la atmósfera se<br />

llenó de una niebla cobriza. Del cielo tempestuoso pendían nubes como<br />

trombas, sobre la cabellera asustada de los bosques.<br />

— ¿Por qué — dijo Krishna al rey — el cielo se ha oscurecido de repente,<br />

y la selva se pone negra?.<br />

— Lo sé — dijo el rey de Madura —; es Vasichta, el malvado solitario,<br />

que ensombrece el cielo y eriza contra mí el bosque maldito. Pero, Krishna,<br />

¿tienes miedo?.<br />

— Aunque el cielo cambie de aspecto y la tierra de color, nada temo.<br />

— Entonces, avanza.<br />

Krishna fustigó a los caballos, y el carro entró bajo la sombra espesa<br />

de las baobabs, corriendo algún tiempo con velocidad maravillosa. Pero la<br />

selva se volvía cada vez más salvaje y más terrible. <strong>Los</strong> relámpagos la<br />

iluminaron; el trueno retumbó.<br />

— Jamás — dijo Krishna — he visto el cielo tan negro ni retorcerse así los<br />

árboles. ¡Bien poderoso es tu mago!.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

— Krishna, matador de serpientes, héroe <strong>del</strong> monte Meru, ¿Tienes<br />

miedo?.<br />

— Aunque la tierra tiemble y el cielo se hunda, no tengo miedo.<br />

— Entonces, ¡a<strong>del</strong>ante!.<br />

De nuevo el intrépido conductor fustigó a los caballos, y el carro<br />

continuó su carrera. Entonces, la tempestad se volvió tan espantosa que los<br />

árboles gigantes se inclinaron. La selva sacudida gimió como estremecida por el<br />

alarido de mil demonios. El rayo cayó al lado de los viajeros; un boabab roto<br />

obstruyó el camino; los caballos se detuvieron, y la tierra tembló.<br />

— ¿Es, pues, un dios tu enemigo? — dijo Krishna —. Porque Indra mismo<br />

le protege.<br />

— Tocamos al objetivo — dijo el espía al rey —. Mira este sendero<br />

entre el césped. Al final se ve una cabaña miserable. Allí habita Vasichta, el<br />

gran muni, el que alimenta a los pájaros, temido por las fieras y protegido por<br />

una gacela, Pero ni por una corona de rey daré un paso más.<br />

A estas palabras, el rey de Madura se había puesto lívido. “¿Es allí<br />

realmente, detrás de aquellos árboles?”. Y cogiéndose tembloroso a Krishna,<br />

murmuró en voz baja, estremeciéndose todos sus miembros:<br />

— Vasichta, Vasichta, el que medita mi muerte, está allí. Me ve desde<br />

el fondo de su retiro... Su ojo me persigue. ¡Líbrame de él!.<br />

— Sí, por Mahadeva — dijo Krishna, bajando <strong>del</strong> carro y saltando por<br />

encima <strong>del</strong> tronco <strong>del</strong> baobab —, quiero ver al que te hace temblar así.<br />

El muni centenario Vasichta vivía hacía un año en aquella cabaña<br />

escondida en lo más profundo de la selva santa, esperando la muerte. Antes de<br />

morir el cuerpo, se había libertado de la prisión de la materia. Sus ojos se<br />

habían extinguido, pero veía por el alma. Su piel percibía apenas el calor y el<br />

frío, pero su espíritu vivía, en una unidad perfecta con el Espíritu soberano.<br />

No veía ya las cosas de este mundo más que a través de la luz de Brahma,<br />

rezando, meditando sin cesar. Un discípulo fiel le llevaba diariamente a la<br />

ermita los granos de arroz de que vivía. La gacela que comía en su mano, le<br />

advertía bramando de la proximidad de las fieras. Entonces las alejaba<br />

murmurando un mantra, y extendiendo su bastón de bambú de siete nudos. En<br />

cuanto a los hombres, quienesquiera que fuesen, los veía por medio de su<br />

mirada interna, desde varias leguas de distancia.<br />

Krishna, marchando por el estrecho sendero, se, encontró de repente<br />

frente a Vasichta. El rey de los anacoretas estaba sentado, las piernas cruzadas<br />

sobre una estera, apoyado contra el poste que sostenía su cabaña, en una paz<br />

profunda. De sus ojos de ciego salía un resplandor interno de vidente. En<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

cuanto Krishna le vio, reconoció que era “¡el sublime anciano!”. Sintió una<br />

conmoción de alegría, y el respeto inclinó hacia él su alma entera. Olvidando al<br />

rey, su carro y su reino, se arrodilló ante el santo y le adoró.<br />

Vasichta parecía verle. Su cuerpo, apoyado en la cabaña, se enderezó por<br />

una ligera oscilación, extendió los dos brazos para bendecir a su huésped y sus<br />

labios murmuraron la sílaba sagrada: ¡AUM!. (En la iniciación brahmánica<br />

significa: el Dios supremo, el Dios Espíritu. Cada una de estas letras<br />

corresponde a una de las facultades divinas, popularmente hablando a una<br />

de las personas de la Trinidad). El rey Kansa, al no oír nada, ni ver volver a<br />

su conductor, se deslizó con furtivo paso por el sendero y quedó petrificado de<br />

asombro viendo a Krishna arrodillado ante el santo anacoreta. Éste dirigió a<br />

Kansa sus ojos de ciego y, levantando su bastón, dijo:<br />

— Rey de Madura, vienes a matarme; está bien.<br />

Porque vas a libertarme de la miseria de este cuerpo. ¿Quieres saber<br />

dónde está el hijo de tu hermana Devaki, que ha de destronarte?. Helo aquí,<br />

indinado ante mí y ante Mahadeva, y es Krishna, tu propio conductor.<br />

Considera cuán insensato eres y cuán maldito, puesto que tu enemigo más<br />

terrible es ese mismo. Me lo has traído para que yo le diga que es el<br />

predestinado. ¡Tiembla!. Estás perdido, pues tu alma infernal va a ser la presa<br />

de los demonios.<br />

Kansa escuchaba estupefacto. No osaba mirar al anciano cara a cara;<br />

pálido de ira y viendo a Krishna de rodillas, cogió su arco, y tendiéndolo con<br />

toda su fuerza, lanzó una flecha contra el hijo de Devaki. Pero el brazo había<br />

temblado, y la flecha se desvió, yéndose a clavar en el pecho de Vasichta, que,<br />

con los brazos en cruz, parecía esperarla como en éxtasis.<br />

Un grito se oyó, un grito terrible, no <strong>del</strong> pecho <strong>del</strong> anciano, sino <strong>del</strong> de<br />

Krishna. E1 había sentido vibrar la flecha en su oído, la había visto en la<br />

carne <strong>del</strong> santo... y le parecía que se había clavado en su propio corazón; de tal<br />

modo su alma en ese instante se había identificado con la <strong>del</strong> rishi. Con esta<br />

flecha aguda, todo el dolor <strong>del</strong> mundo traspasó el alma de Krishna, la desgarró<br />

hasta sus profundidades.<br />

Entre tanto, Vasichta con la flecha en su pecho, sin cambiar de postura,<br />

agitaba aún los labios y murmuró:<br />

— Hijo de Mahadeva, ¿Por qué lanzar ese grito?.<br />

Matar es vano. La flecha no puede herir al alma, y la víctima es el<br />

vencedor <strong>del</strong> asesino. Triunfa, Krishna; el destino se cumple; yo vuelvo a<br />

Aquel que no cambia jamás. Que Brahma reciba mi alma. Pero tú, su elegido,<br />

salvador <strong>del</strong> mundo, ¡en pie!, ¡Krishna!, ¡Krishna!.<br />

77


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Krishna se levantó con la mano en su espada; quiso volverse contra el<br />

rey. Pero Kansa había huido.<br />

Entonces un resplandor hendió el negro cielo, y Krishna cayó a tierra<br />

como herido por el rayo bajo una luz deslumbradora. Mientras su cuerpo<br />

permanecía insensible, su alma, unida a la <strong>del</strong> anciano, por el poder de la<br />

simpatía, subió en los espacios. La tierra, con sus ríos, sus mares, sus<br />

continentes, desapareció como una negra esfera y los dos se levantaron al<br />

séptimo cielo de los Devas, hasta el Padre de los seres, el sol de los soles,<br />

Mahadeva, la inteligencia divina. Ambos se sumergieron en un océano de luz<br />

que se abría ante ellos. En el centro de la esfera, Krishna vio a Devaki, su<br />

madre radiante, su madre glorificada, que con sonrisa inefable, le tenía los<br />

brazos, le atraía a su seno. Millares de Devas venían a beber en la radiación de<br />

la Virgen-Madre, como en un foco incandescente. Y Krishna se sintió<br />

reasorbido en una mirada de amor de Devaki. Entonces, <strong>del</strong> corazón de la<br />

madre luminosa, su ser irradió a través de todos los cielos. Sintió que él era el<br />

Hijo, el alma divina de todos los seres, la Palabra de Vida, el Verbo<br />

creador superior a la vida universal; él la penetraba, sin embargo por la<br />

esencia <strong>del</strong> dolor, por el fuego de la oración y la felicidad de un divino<br />

sacrificio.<br />

Cuando Krishna volvió en sí, el trueno retumbaba aún en el cielo, la<br />

selva estaba sombría y torrentes de lluvia caían sobre la cabaña. Una gacela<br />

lamía la sangre sobre el cuerpo <strong>del</strong> asceta atravesado. “El anciano sublime” ya<br />

no era más que un cadáver. Pero Krishna se levantó como resucitado. Un<br />

abismo le separaba <strong>del</strong> mundo y de sus vanas apariencias. El había percibido<br />

la gran verdad y comprendido su misión. En cuanto al rey Kansa, lleno de<br />

espanto, huía sobre su carro perseguido por la tempestad, y sus caballos se<br />

encabritaban como fustigados por mil demonios.<br />

(La leyenda de Krishna nos lleva a la fuente misma de la idea de la<br />

Virgen-Madre, el Hombre-Dios y de la Trinidad. En la India, esta idea<br />

aparece, desde el origen, en su simbolismo transparente, con su profundo<br />

sentido metafísico. En el libro Y, capítulo II, él Vishnu-Purana, después<br />

de contar la concepción de Krishna por Devaki, añade: “Nadie podía mirar<br />

a Devaki a causa de la luz que la envolvía, y los que contemplaban su<br />

esplendor sentían su espíritu turbado; los dioses, invisibles a los mortales,<br />

celebraban continuamente sus alabanzas desde que Vishnú estaba encerrado<br />

en su persona”. Ellos decían: “Tú eres esa Prakriti infinita y sutil y que<br />

llevó antes a Brahma en su seno; tú fuiste luego la diosa de la Palabra, la<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

energía <strong>del</strong> Creador <strong>del</strong> universo y la madre de los Vedas. ¡Oh, tú!, ser<br />

eterno, que comprendes en tu substancia la esencia de todas las cosas<br />

creadas, tú eres idéntica con la creación, tú eres el sacrificio de donde<br />

procede cuanto produce la tierra; tú eres la madera que por el frotamiento<br />

engendra el fuego. Como Aditi, eres la madre de los dioses; como Diti, eres<br />

la de los Daytas, sus enemigos. Tú eres la luz de donde nace el día, eres la<br />

humildad, madre de la verdadera sabiduría, tú eres la política de los<br />

reyes, madre <strong>del</strong> orden; tú eres el deseo de que nace el amor; tú eres la<br />

satisfacción de donde la resignación deriva; tú eres la inteligencia, madre<br />

de la ciencia; tú eres la paciencia, madre <strong>del</strong> valor; todo el firmamento y<br />

las estrellas son tus hijos; de ti procede todo cuanto existe... Tú has<br />

descendido a la tierra para la salvación <strong>del</strong> mundo. Ten compasión de<br />

nosotros, ¡Oh Diosa!, y muéstrate favorable al universo; sé orgullosa<br />

de llevar en ti al Dios que sostiene al mundo”. Este pasaje prueba que<br />

los brahmanes identificaban a la madre de Krishna con la substancia<br />

universal y el principio femenino de la Naturaleza. De éste hicieron<br />

ellos la segunda persona de la Trinidad divina, de la tríada inicial y<br />

no manifestada. El Padre, Nara (Eterno-Masculino); la Madre, Nari<br />

(Eterno-Femenino) y el hijo, Viradi (Verbo-Creador), tales son las<br />

facultades divinas. En otros términos: el principio intelectual, el<br />

principio plástico, el principio productor. <strong>Los</strong> tres juntos constituyen la<br />

natura naturans, para emplear un término de Spinoza. El mundo<br />

organizado, el universo vivo, natura naturata, es el producto <strong>del</strong> verbo<br />

creador, que se manifiesta a su vez bajo sus formas: Brahma, el<br />

Espíritu, corresponde al mundo divino; Vishnú, el alma, responde al<br />

mundo humano; Siva, el cuerpo, se refiere al mundo natural. En estos<br />

tres mundos, el principio masculino y el principio femenino (esencia y<br />

substancia) son igualmente activos, y el Eterno femenino se manifiesta<br />

a la vez en la naturaleza terrestre, humana y divina. Isis es triple,<br />

Cibeles también. Se ve, así concebida, que la doble trinidad, la de Dios<br />

y la <strong>del</strong> Universo, contiene los principios y el cuadro de una teodicea y<br />

de una cosmogonía. Es justo reconocer que esta idea-madre ha salido<br />

de la India. Todos los templos antiguos, todas las grandes religiones y<br />

varias filosofías célebres, la han adoptado. Desde el tiempo de los<br />

apóstoles y en los primeros siglos <strong>del</strong> cristianismo, los iniciados<br />

cristianos reverenciaban el principio femenino de la naturaleza visible e<br />

invisible, bajo el nombre de Espíritu Santo, representado por una paloma,<br />

signo de la potencia femenina en todos los templos de Asia y de Europa.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Si después la Iglesia ha ocultado y perdido la clave de sus misterios, su<br />

sentido se halla aún escrito en sus símbolos.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

VI<br />

LA DOCTRINA DE LOS INICIADOS<br />

Krishna fue saludado por los anacoretas como el sucesor esperado y<br />

predestinado de Vasichta. Se celebró el srada, o ceremonia fúnebre <strong>del</strong> santo<br />

anciano, en la selva sagrada, y el hijo de Devaki recibió el bastón de siete<br />

nudos, signo de mando, después de haber hecho el sacrificio <strong>del</strong> fuego en<br />

presencia de los más antiguos anacoretas, de los que saben de memoria los<br />

tres Vedas. En seguida, Krishna se retiró al monte Meru para meditar allí su<br />

doctrina y el camino de salvación para los hombres. Sus meditaciones y sus<br />

austeridades duraron siete años. Entonces sintió que había dominado a su<br />

naturaleza terrestre por medio de su naturaleza divina, y que se había<br />

identificado suficientemente, con el Sol de Mahadeva para merecer el nombre<br />

de hijo de Dios. Entonces llamó a su lado a los anacoretas jóvenes y ancianos<br />

para revelarles su doctrina. Encontraron ellos a Krishna purificado y<br />

engrandecido: el héroe se había transformado en santo; no había perdido la<br />

fuerza de los leones, pero había ganado la dulzura de las palomas. Entre los<br />

que acudieron en primer término se encontraba Arjuna, un descendiente de los<br />

reyes solares, uno de los Pandavas destronados por los Kuravas o reyes lunares.<br />

El joven Arjuna era apasionado, lleno de fuego, pero pronto a descorazonarse<br />

y caer en la duda, y se entusiasmó apasionadamente con las doctrinas de<br />

Krishna.<br />

Sentado bajo los cedros <strong>del</strong> monte Meru, frente al Himavat, Krishna<br />

comenzó a hablar a sus discípulos de las verdades inaccesibles a los hombres<br />

que viven en la esclavitud de los sentidos. Les enseñó la doctrina <strong>del</strong> alma<br />

inmortal, de sus renacimientos, y de su unión mística con Dios. “El cuerpo —<br />

decía —, envoltura <strong>del</strong> alma que en él mora, es una cosa finita; pero el alma<br />

que le habita es invisible, imponderable, incorruptible, eterna. (El enunciado<br />

de esta doctrina, que fue más tarde la de Platón, se encuentra en el libro I<br />

<strong>del</strong> Bhagavad Gita en forma de diálogo entre Krishna y Arjona).<br />

El hombre terrestre es triple como la divinidad que refleja: inteligencia,<br />

alma y cuerpo. Si el alma se une a la inteligencia, alcanza Satwa, la sabiduría<br />

y la paz; si el alma permanece incierta entre la inteligencia y el cuerpo,<br />

entonces está dominada por Raja, la pasión, y va de objeto a objeto en un<br />

círculo fatal; si, finalmente, el alma se abandona al cuerpo, entonces cae en<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Tama, la sinrazón, la ignorancia y la muerte temporal. He ahí lo que cada<br />

hombre puede observar en tí mismo y a su alrededor. (Libros XIII a XVIII<br />

Bhagavad Gita).<br />

— Pero — preguntó Arjona — ¿Cuál es el destino <strong>del</strong> alma después de<br />

la muerte?. ¿Obedece siempre a la misma ley, o puede escapar de ella?.<br />

— Jamás la escapa y obedece siempre — respondió Krishna —. He ahí<br />

el misterio de los renacimientos. Como las profundidades <strong>del</strong> cielo se abren<br />

a los rayos de las estrellas, así las profundidades de la vida se iluminan a la<br />

luz de esta verdad. “Cuando el cuerpo se disuelve, y Satwa (la sabiduría)<br />

domina, el alma se eleva a las regiones de esos seres puros que tienen el<br />

conocimiento <strong>del</strong> Altísimo. Cuando el cuerpo experimenta esta disolución,<br />

mientras Raja (la pasión) reina, el alma vuelve a habitar de nuevo entre los<br />

que están apegados a las cosas de la tierra. Del mismo modo, si el cuerpo es<br />

destruido cuando Tama (la ignorancia) predomina, el alma oscurecida por la<br />

materia es de nuevo atraída por alguna matriz de seres irracionales”. (Ibid,<br />

Libro XIV).<br />

— Eso es justo — dijo Arjona —. Pero enséñanos ahora lo que es, en<br />

el curso de los siglos, de los que han seguido la sabiduría y van a habitar<br />

después de su muerte en los mundos divinos.<br />

— El hombre sorprendido por la muerte en la devoción — respondió<br />

Krishna —, luego de haber gozado durante varios siglos de las recompensas<br />

debidas a sus virtudes, en las regiones superiores, vuelve a habitar en una<br />

familia santa y respetable. Pero esta clase de regeneración en esta vida es<br />

muy difícil de obtener. El hombre así nacido de nuevo, se encuentra con el<br />

mismo grado de aplicación y de progreso, en cuanto al entendimiento, que<br />

los que tenía en su primer cuerpo, y comienza otra vez a trabajar para<br />

perfeccionarse en devoción. (Ibid, libro Y).<br />

— De modo — dijo Arjuna — que aun los buenos se ven forzados a<br />

renacer y recomenzar la vida <strong>del</strong> cuerpo. Pero enséñanos, ¡Oh señor de la<br />

vida!, si para aquel que desea la sabiduría no hay fin a los eternos<br />

renacimientos.<br />

— Escuchad, pues — dijo Krishna —, un grandísimo y profundo<br />

secreto, el misterio soberano, sublime y puro. Para alcanzar la perfección<br />

hay que conquistar la ciencia de la unidad, que está por encima de la<br />

sabiduría; hay que elevarse al ser divino que está por encima <strong>del</strong> alma, sobre<br />

la inteligencia misma. Mas este ser divino, este amigo sublime, está en<br />

cada uno de nosotros. Porque Dios reside en el interior de todo hombre,<br />

pero pocos saben encontrarle. He ahí la vía de salvación. Una vez que<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

hayas presentido al ser perfecto que está sobre el mundo y en ti mismo,<br />

decídete a abandonar al enemigo, que toma la forma <strong>del</strong> deseo. Domad<br />

vuestras pasiones. <strong>Los</strong> goces que procuran los sentidos son como las matrices<br />

de los sufrimientos que han de venir. No hagáis solamente el bien: sed buenos.<br />

Que el motivo esté en el acto y no en sus frutos. Renunciad al fruto de vuestras<br />

obras, pero que cada una de vuestras acciones sea como una ofrenda al Ser<br />

supremo. El hombre que hace sacrificio de sus deseos y de sus obras al ser de<br />

que proceden los principios de todas las cosas y por quien el universo ha sido<br />

formado, obtiene por este sacrificio la perfección. Unido espiritualmente,<br />

alcanza esa sabiduría espiritual que está por encima <strong>del</strong> culto de las ofrendas, y<br />

siente una felicidad divina. Porque el que encuentra en si mismo su felicidad,<br />

su gozo, y al mismo tiempo también su luz, es Uno con Dios. Y, sabedlo: el<br />

alma que ha encontrado a Dios, queda libertada <strong>del</strong> renacimiento y de la<br />

muerte, de la vejez y <strong>del</strong> dolor, y bebe el agua de la inmortalidad. (Bhagavad<br />

Gita, passim).<br />

De este modo, Krishna explicaba su doctrina a sus discípulos y por la<br />

contemplación interna les elevaba, poco a poco, a las sublimes verdades que<br />

se le habían revelado bajo el relámpago de la visión. Cuando hablaba de<br />

Mahadeva, su voz se volvía más grave, sus facciones se iluminaban. Un día,<br />

Arjuna, lleno de curiosidad y de audacia, le dijo: — Haznos ver a Mahadeva<br />

en su forma divina. ¿No pueden nuestros ojos contemplarle?.<br />

Entonces Krishna, levantándose, comenzó a hablar <strong>del</strong> ser que respira<br />

en todos los seres, el de las cien mil formas, el de innumerables ojos, el de<br />

caras vueltas hacia todos lados, y que, sin embargo, las sobrepasa con toda la<br />

altura <strong>del</strong> infinito; el que, en su cuerpo inmóvil y sin límites, encierra al<br />

universo moviente con todas sus divisiones. “Si en los cielos brillara al<br />

mismo tiempo el resplandor de mil soles, dijo Krishna, esto se parecería<br />

apenas al resplandor <strong>del</strong> único Todopoderoso”. Mientras hablaba así de<br />

Mahadeva, un rayo tal brotó de los ojos de Krishna, que los discípulos no<br />

pudieron sostener su brillo y se prosternaron a sus pies. <strong>Los</strong> cabellos de Arjuna<br />

se erizaron sobre su cabeza y encorvándose dijo, juntando las manos: “Maestro,<br />

tus palabras nos espantan y no podemos sostener la vista <strong>del</strong> gran Ser que tú<br />

evocas ante nuestros ojos. Ella nos abruma”. (Véase esta transfiguración de<br />

Krishna en el Libro XI <strong>del</strong> Bhagavad Gita. Se la puede comparar con la<br />

transfiguración de Jesús, XVI, San Mateo. Véase el libro VIII de esta<br />

obra).<br />

Krishna continuó: “Escuchad lo que él nos dice por mi boca: Yo y<br />

vosotros hemos tenido varios renacimientos. <strong>Los</strong> míos sólo de mí son<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

conocidos, pero vosotros no conocéis ni tan siquiera los vuestros. Aunque yo<br />

no estoy, por mi naturaleza, sujeto al nacimiento y a la muerte y soy el dueño<br />

de todas las criaturas, sin embargo, como mando en mi naturaleza, me hago<br />

visible por mi propia potencia y cuantas veces la virtud declina en el mundo<br />

y el vicio y la injusticia dominan, me hago visible, y así me encuentro de edad<br />

en edad, para la salvación <strong>del</strong> justo, la destrucción <strong>del</strong> malvado y el<br />

restablecimiento de la virtud. El que conoce, según la verdad, mi naturaleza y<br />

mi obra divina, al dejar su cuerpo no vuelve a renacer de nuevo, sino que<br />

viene a mí”. (Bhagavad Gita, libro IV. Traducción de Emile Bournouf. Cf.<br />

Schlegel et Wilkins).<br />

Hablando así, Krishna miró a sus discípulos con dulzura y benevolencia.<br />

Arjuna exclamó:<br />

— ¡Señor!, tú eres nuestro dueño, tú eres el hijo de Mahadeva. Lo veo<br />

en tu bondad, en tu encanto inefable aun más que en tu resplandor terrible.<br />

No es en los vértigos <strong>del</strong> infinito donde los Devas te buscan y te desean; es<br />

bajo la forma humana como te quieren y te adoran. Ni la penitencia, ni las<br />

limosnas, ni los Vedas, ni el sacrificio valen lo que una sola de tus miradas. Tú<br />

eres la Verdad. Condúcenos a la lucha, al combate, a la muerte. A dondequiera<br />

que sea, te seguiremos.<br />

Sonrientes y encantados, los discípulos se agrupaban alrededor de<br />

Krishna, diciendo:<br />

— ¿Cómo no lo hemos visto antes?. Es Mahadeva quien habla en ti.<br />

Él respondió:<br />

— Vuestros ojos no estaban abiertos. Os he comunicado el gran secreto.<br />

No lo digáis más que a quienes puedan comprenderlo. Sois mis elegidos;<br />

vosotros veis el objetivo; la multitud no ve más que una pequeña porción <strong>del</strong><br />

camino. Y ahora vamos a predicar al pueblo la vía de la salvación.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

VII<br />

EL TRIUNFO Y LA MUERTE<br />

Después de haber instruido a sus discípulos en el monte Meru, Krishna<br />

fue con ellos a las orillas <strong>del</strong> Djamuna y <strong>del</strong> Ganges, para convertir al pueblo.<br />

Entraba en las cabañas y se detenía en las poblaciones. Al atardecer, en los<br />

alrededores de las aldeas, la multitud se agrupaba a su alrededor. Lo que<br />

predicaba ante todo el pueblo era la caridad hacia el prójimo. “<strong>Los</strong> males con<br />

que afligimos a nuestros semejantes, decía, nos persiguen como la sombra al<br />

cuerpo. Las obras que tienen como base el amor al prójimo, son las que<br />

deben ser ambicionadas por el justo, pues serán las que pesen más en la balanza<br />

celeste. Si acompañas a los buenos, tus ejemplos serán inútiles; no temas el<br />

vivir entre los malos para conducirlos hacia el bien. El hombre virtuoso es<br />

semejante al árbol gigantesco, cuya bienhechora sombra da a las plantas que<br />

le rodean la frescura de la vida”. A veces, Krishna, cuya alma desbordaba ahora<br />

un perfume de amor, hablaba de la abnegación y <strong>del</strong> sacrificio con suave voz e<br />

imágenes seductoras: “Como la tierra soporta a quienes la pisotean y desgarran<br />

su seno al labrarla, así debemos devolver el bien por el mal. El hombre<br />

honrado debe caer bajo los golpes de los perversos como el árbol sándalo, que<br />

cuando se le corta, perfuma el hacha que le ha herido”. Cuando los semisabios,<br />

los incrédulos, le pedían les explicara la naturaleza de Dios, respondía con<br />

sentencias como ésta: “La ciencia <strong>del</strong> hombre sólo es vanidad: todas sus buenas<br />

acciones son ilusorias cuando no sabe relacionarlas a Dios. El que es humilde<br />

de corazón y de espíritu, es amado por Dios y no tiene necesidad de otra cosa. El<br />

infinito y el espacio pueden únicamente comprender lo infinito; sólo Dios<br />

puede comprender a Dios”.<br />

No eran esas las únicas cosas nuevas de sus enseñanzas. Embelesaba y<br />

arrastraba a la multitud, sobre todo por lo que decía <strong>del</strong> Dios vivo, de Vishnú.<br />

Enseñaba que el señor <strong>del</strong> universo se había encarnado ya más de una vez entre<br />

los hombres; se había manifestado sucesivamente en los siete rishis, Vyasa y en<br />

Vasichta, y se manifestaría aún de nuevo. Pero Vishnú, al decir de Krishna,<br />

gustaba a veces de hablar por boca de los humildes: en un mendigo, en una<br />

mujer arrepentida, en un niño. Contaba al pueblo la parábola <strong>del</strong> pobre<br />

pescador Durga, que había encontrado a un niño medio muerto de hambre<br />

bajo un tamarindo. El buen Durga, aunque abrumado por la miseria y cargado<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

de numerosa familia, que no sabía cómo alimentar, se emocionó de piedad por<br />

el pobre niño y le llevó a su casa. El sol se había puesto, la luna subía sobre<br />

el Ganges, la familia había pronunciado la oración de la noche, cuando el<br />

niño murmuró a media voz: “El fruto <strong>del</strong> kataca purifica el agua; de igual<br />

modo las buenas acciones purifican el alma. Toma tus redes, Durga; tu barca<br />

flota sobre el Ganges”. Durga echó sus redes y cuando las retiró se rompían<br />

bajo el peso <strong>del</strong> pescado. El niño había desaparecido. Así, decía Krishna,<br />

cuando el hombre olvida su propia miseria por la de los demás, Vishnú se<br />

manifiesta y le hace dichoso en su corazón. Por medio de tales ejemplos,<br />

Krishna predicaba el culto de Vishnú. Todos se maravillaban de encontrar a<br />

Dios tan cerca de su corazón cuando hablaba el hijo de Devaki.<br />

El renombre <strong>del</strong> profeta <strong>del</strong> monte Meru se difundió por la India. <strong>Los</strong><br />

pastores que le habían visto crecer y habían asistido a sus primeras hazañas,<br />

no podían creer que aquel santo personaje fuera el héroe impetuoso que<br />

habían conocido. Él viejo Nanda había muerto. Pero sus dos hijas Sarasvati y<br />

Nichdali, que Krishna amaba, vivían aún. Diverso había sido su destino.<br />

Sarasvati, irritada por la partida de Krishna, había buscado el olvido en el<br />

matrimonio; había sido la mujer de un hombre de casta noble, que la tomó por<br />

su belleza, pero en seguida la había repudiado y vendido a un wayshia o<br />

comerciante. Sarasvati había dejado por desprecio a aquel hombre, para<br />

convertirse en una mujer de mala vida. Luego, un día, desolada en su corazón,<br />

llena de remordimientos y de asco, volvió hacia su país y fue a buscar<br />

secretamente a su hermana Nichdali.<br />

Ésta, pensando siempre en Krishna como si estuviera presente, no se<br />

había casado, y vivía con un hermano como sirvienta. Sarasvati le contó sus<br />

infortunios y su vergüenza, y Nichdali le respondió:<br />

— ¡Pobre hermana mía!. Te perdono; pero mi hermano no te perdonará.<br />

Sólo Krishna podría salvarte.<br />

Una llama brilló en los apagados ojos de Sarasvati.<br />

— ¡Krishna! — dijo —. ¿Qué ha sido de él?.<br />

— Es un santo, un gran profeta. Ahora predica en las orillas <strong>del</strong> Ganges.<br />

— Vamos a buscarle — dijo Sarasvati —. Y las dos hermanas se<br />

pusieron en camino: la una agostada por las pasiones, la otra perfumada de<br />

inocencia, y, sin embargo, las dos consumidas por un mismo amor.<br />

Krishna se disponía a enseñar su doctrina a los guerreros o kchatryas.<br />

Porque por turno predicaba a los brahmanes, a los hombres de la casta militar<br />

y al pueblo. A los brahmanes les explicaba, con la calma de la edad madura, las<br />

verdades profundas de la ciencia divina; ante los rajas celebraba las virtudes<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

guerreras y familiares con el fuego de la juventud; al pueblo le hablaba, con la<br />

sencillez de la infancia, de caridad, de resignación y de esperanza.<br />

Krishna estaba sentado a la mesa de un festín, en casa de un jefe<br />

renombrado, cuando dos mujeres pidieron ser presentadas al profeta. Las<br />

dejaron entrar a causa de su traje de penitentes. Sarasvati y Nichdali fueron a<br />

postrarse ante los pies de Krishna. Sarasvati exclamó con emoción e inundada<br />

en lágrimas:<br />

— Desde que nos dejaste, he pasado mi vida en el error y el pecado;<br />

pero si tú lo quieres, Krishna, puedes salvarme... Nichdali añadió:<br />

— ¡Oh Krishna!. Cuando te oí en otro tiempo, supe que te amaba<br />

para siempre; ahora que te vuelvo a encontrar en tu gloria, sé que eres el hijo<br />

de Mahadeva.<br />

Y las dos besaron sus pies. Las rajas dijeron: — ¿Por qué, santo rishi,<br />

dejas a esas mujeres <strong>del</strong> pueblo insultarte con sus palabras insensatas?.<br />

Krishna les respondió:<br />

— Dejadlas expansionar su corazón: valen ellas más que vosotros.<br />

Porque ésta tiene la fe y la otra el amor. Sarasvati, la pecadora, queda salvada<br />

desde este momento, porque ha creído en mí, y Nichdali, en su silencio, ha<br />

amado más a la verdad que vosotros con todos vuestros gritos. Sabed, pues, que<br />

mi madre radiante, que vive en el sol de Mahadeva, le enseñará los misterios<br />

<strong>del</strong> amor eterno, cuando todos vosotros estéis aún sumergidos en las tinieblas de<br />

las vidas inferiores.<br />

A partir de aquel día, Sarasvati y Nichdali siguieron los pasos de<br />

Krishna con sus discípulos. E inspiradas por él, enseñaron a las otras<br />

mujeres.<br />

Kansa reinaba aún en Madura. Después <strong>del</strong> asesinato <strong>del</strong> anciano<br />

Vasichta, el rey no había encontrado paz sobre su trono. La profecía <strong>del</strong><br />

anacoreta se había realizado: el hijo de Devaki vivía. El rey le había visto, y<br />

ante su mirada había sentido fundirse su fuerzo y su reinado. Temblaba por su<br />

vida como una hoja seca, y frecuentemente, a pesar de sus guardias, se volvía<br />

bruscamente, esperando ver al joven héroe, terrible y radiante, ante su puerta.<br />

Por su parte, Nysumba, acostada en su lecho, en el fondo <strong>del</strong> gineceo, pensaba<br />

en sus poderes perdidos. Guando supo que Krishna profeta predicaba en las<br />

orillas <strong>del</strong> Ganges, persuadió al rey a que enviara contra él una tropa, para que<br />

lo trajeran atado. Cuando Krishna vio a los soldados, sonrió y les dijo:<br />

— Sé quienes sois y por qué venís. Presto estoy a seguiros ante vuestro<br />

rey; pero antes dejadme hablaros <strong>del</strong> rey <strong>del</strong> cielo, que es el mío.<br />

Y comenzó a hablar de Mahadeva, de su esplendor y de sus<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

manifestaciones. Cuando terminó, los soldados rindieron sus armas a<br />

Krishna, diciendo:<br />

— No te llevaremos prisionero ante nuestro rey, sino que te seguiremos<br />

ante el tuyo.<br />

Y quedaron con él. Kansa, al saber esto, quedó aterrado. Nysumba le<br />

dijo:<br />

— Envíale los personajes principales <strong>del</strong> reino. Así se hizo. Fueron a la<br />

población en que Krishna predicaba. Habían prometido no escucharle. Pero<br />

cuando vieron el brillo de su mirada, la majestad de su aspecto, y el respeto<br />

que le tenía la muchedumbre, no pudieron privarse de escucharle. Krishna les<br />

habló de la servidumbre interior de los que hacen el mal, y de la libertad<br />

celeste de los que hacen el bien.<br />

<strong>Los</strong> kchatryas quedaron sobrecogidos de gozo y de sorpresa, porque se<br />

sintieron como libertados de un peso enorme.<br />

— En verdad, eres un gran mago — dijeron —, porque habíamos jurado<br />

conducirte ante el rey con cadenas de hierro; pero nos es imposible hacerlo,<br />

puesto que nos has libertado de las nuestras.<br />

Fueron, pues, ante Kansa y le dijeron:<br />

— No podemos traerte ese hombre. Es un profeta muy grande, y no<br />

tienes nada que temer de él.<br />

El rey, viendo que todo era inútil, hizo triplicar sus guardias y poner<br />

férreas cadenas a todas las puertas de su palacio. Sin embargo, un día oyó un<br />

gran ruido en la ciudad, gritos de alegría y de triunfo. <strong>Los</strong> guardias vinieron<br />

a decirle: “Es Krishna, que entra en Madura. El pueblo hunde las puertas y<br />

rompe las cadenas de hierro”. Kansa quiso huir, pero los guardias mismos le<br />

obligaron a permanecer en su trono.<br />

En efecto: Krishna, seguido de sus discípulos y de un gran número de<br />

anacoretas, hacía su entrada en Madura, empavesada con estandartes, en<br />

medio de una multitud nutrida de hombres, que parecía un mar agitado por<br />

el viento. Entraba bajo una lluvia de guirnaldas y de flores. Todos le<br />

aclamaban. Ante los templos, los brahmanes se agrupaban bajo los plátanos<br />

sagrados, para saludar al hijo de Devaki, al vencedor de la serpiente, al<br />

héroe <strong>del</strong> monte Meru; pero sobre todo al profeta de Vishnú. Seguido de<br />

brillante cortejo, y saludado como un libertador por el pueblo y los<br />

kchatryas, Krishna se presentó ante el rey y la reina.<br />

— Sólo has reinado por la violencia y el mal — dijo Krishna a Kansa —<br />

y has merecido mil muertes, porque has matado al santo anciano Vasichta.<br />

Sin embargo, no morirás aún. Quiero probar al mundo que no es<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

quitándoles la vida como se triunfa de los enemigos vencidos, sino<br />

perdonándoles.<br />

— Mago malvado — dijo Kansa —, me has robado mi corona y mi<br />

reino. Mátame.<br />

— Hablas como un insensato — dijo Krishna —. Porque si murieras en<br />

tu estado de locura, de endurecimiento y de crimen, serías irremediablemente<br />

perdido en la otra vida. Si, al contrario, comienzas a comprender tu locura y<br />

a arrepentirte de ella, tu castigo será menor, y por la intercesión de los<br />

espíritus puros, Mahadeva te salvará un día.<br />

Nysumba, inclinada al oído <strong>del</strong> rey, murmuró:<br />

— ¡Insensato!, aprovecha la locura de su orgullo. En tanto que se<br />

vive, queda la esperanza de vengarse.<br />

Krishna comprendió lo que había dicho, sin haberlo oído, y la lanzó<br />

una mirada severa, de penetrante piedad.<br />

— ¡Ah, desgraciada!; siempre tu veneno. Corruptora, maga negra, tú no<br />

tienes ya en tu corazón más que el veneno de las serpientes. Extírpatelo, o algún<br />

día me veré obligado a aplastar tu cabeza. Y ahora irás con el rey a un lugar de<br />

penitencia para expiar tus crímenes, bajo la vigilancia de los brahmanes.<br />

Después de estos acontecimientos, Krishna, con el consentimiento de<br />

los grandes <strong>del</strong> reino y <strong>del</strong> pueblo, consagró a Arjuna, su discípulo, el más<br />

ilustre descendiente de la raza solar, como rey de Madura, y dio la autoridad<br />

suprema a los brahmanes, que se convirtieron en instructores de los reyes.<br />

Krishna continuó siendo el jefe de los anacoretas, que formaron el conjunto<br />

superior de los brahmanes. A fin de substraer este consejo a las persecuciones,<br />

hizo construir para ellos y para sí una ciudad fuerte en medio de las<br />

montañas, defendida por una alta muralla y por población escogida. Se llamaba<br />

Dwarka. En el centro de esta ciudad se encontraba el templo de los iniciados,<br />

cuya parte más importante estaba oculta en los subterráneos. (El Vishnu-<br />

Purana, libro Y, capítulos XXII y XXX, habla en términos bastante<br />

transparentes de esta ciudad: “Krishna decidió, pues, construir una<br />

ciuda<strong>del</strong>a donde la tribu Yada encontraría un refugio seguro, y que fuera<br />

tan fuerte, que las mismas mujeres pudiesen defenderla. La ciudad de<br />

Dwarka estaba protegida por elevadas murallas, embellecida por jardines<br />

y estanques, y era tan espléndida como Amaravati, la ciudad de Indra”.<br />

En aquella ciudad plantó el árbol Parijata “cuyo suave olor perfuma a<br />

lo lejos la tierra. Todos los que se aproximaban a él se encontraban en<br />

disposición de acordarse de su existencia anterior”. Ese árbol es<br />

evidentemente el símbolo de la ciencia divina y de la iniciación: el mismo<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

que volvemos a encontrar en la tradición caldea, y que pasó desde ella al<br />

Génesis hebraico. Después de la muerte de Krishna, la ciudad queda<br />

sumergida, el árbol sube al cielo; pero el templo queda. Si todo ello tiene<br />

un sentido histórico, quiere decir, para quien conozca el lenguaje<br />

ultrasimbólico y prudente de los indios, que un sicario cualquiera arrasó<br />

la ciudad, y que la iniciación fue cada vez más secreta).<br />

Entre tanto, cuando los reyes <strong>del</strong> culto lunar supieron que un rey <strong>del</strong><br />

culto solar había subido al trono de Madura y que los brahmanes iban a ser<br />

los dueños de la India, formaron entre sí una poderosa liga para arrojarle <strong>del</strong><br />

trono. Arjuna, por su parte, agrupó a su alrededor todos los reyes <strong>del</strong> culto<br />

solar, de la tradición blanca, aria, védica. Desde el fondo <strong>del</strong> templo de<br />

Dwarka, Krishna les seguía, les dirigía. <strong>Los</strong> dos ejércitos se encontraban en<br />

presencia, y la batalla decisiva era inminente. Sin embargo, Arjuna, al faltarle<br />

a su lado el maestro, sentía turbarse su espíritu y debilitarse su valor. Una<br />

mañana, al romper el día, Krishna apareció ante la tienda <strong>del</strong> rey, su<br />

discípulo.<br />

— ¿Por qué — dijo severamente el maestro — no has comenzado el<br />

combate que ha de decidir si los hijos <strong>del</strong> sol o los de la luna van a reinar sobre<br />

la tierra?.<br />

— Sin ti no puedo hacerlo — dijo Arjona —. Mira esos dos ejércitos<br />

inmensos y esas multitudes que van a perecer.<br />

Desde la eminencia en que estaban colocados, el señor de los espíritus y<br />

el rey de Madura contemplaron los dos ejércitos innumerables, alineados en<br />

orden, uno frente al otro. Se veían brillar las cotas de malla dorada de los jefes;<br />

millares de guerreros, caballos y elefantes, esperaban la señal <strong>del</strong> combate. En<br />

este momento, el jefe <strong>del</strong> ejército enemigo, el más anciano de los Kuravas,<br />

sopló en su caracola marina, en la gran caracola cuyo sonido parecía el rugido<br />

de un león. A este ruido pronto se oyó sobre el vasto campo de batalla un<br />

inmenso rumor, el relinchar de los caballos, un ruido confuso de armas, de<br />

tambores y de trompas. Arjuna no tenía más que montar sobre su carro<br />

arrastrado por caballos blancos y soplar en su caracola azulada, de un azul<br />

celeste, para dar la señal de combate 'a los hijos <strong>del</strong> Sol. Pero, he ahí que el rey<br />

sintió fundirse su corazón, sumergido en la piedad, y dijo muy abatido:<br />

— Al ver esta multitud venir a las manos, siento decaer mis miembros:<br />

mi boca se seca, ni cuerpo tiembla, mis cabellos se erizan sobre mi cabeza, mi<br />

piel arde, mi espíritu gira en torbellinos. Veo malos augurios. Ningún bien<br />

puede venir de esta matanza. ¿Qué haremos con reinos, placeres, y aun con la<br />

misma vida?. Aquellos para quienes deseamos reinos, placeres y alegrías, en<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

pie están ahí para batirse, olvidando su vida y sus bienes. Preceptores, padres,<br />

hijos, abuelos, nietos, tíos, parientes, van a degollarse. No tengo gana de<br />

hacerlos morir para reinar sobre los tres mundos, y mucho menos aun para<br />

reinar sobre esta tierra. ¿Qué placer experimentaría yo en matar a mis<br />

enemigos?. Una vez muertos los traidores el pecado recaerá sobre nosotros.<br />

— ¿Cómo te ha sorprendido — dijo Krishna — ese azote <strong>del</strong> miedo,<br />

indigno <strong>del</strong> sabio, fuente de infamia que nos arroja <strong>del</strong> cielo?. No seas<br />

afeminado. ¡En pie!.<br />

Pero Arjuna, descorazonado, se sentó en silencio y dijo:<br />

— No combatiré.<br />

Entonces Krishna, el rey de los espíritus, replicó con ligera sonrisa:<br />

— ¡Oh, Arjuna!. Te he llamado el rey <strong>del</strong> sueño para que tu espíritu esté<br />

siempre en vela. Pero tu espíritu se ha dormido, y tu cuerpo ha vencido a tu<br />

alma. Lloras sobre lo que no se debiera llorar, y tus palabras están<br />

desprovistas de sabiduría. <strong>Los</strong> hombres instruidos no se lamentan ni por los<br />

vivos ni por los muertos. Yo y tú y esos conductores de hombres, siempre<br />

hemos existido, y jamás dejaremos de ser en el futuro. De igual modo que el<br />

alma experimenta la infancia, la juventud y la vejez en este cuerpo, así<br />

también las sufrirá en otros cuerpos. Un hombre de discernimiento no se turba<br />

por ello. ¡Hijo de Bhárata!, soporta la pena y el placer con ecuanimidad.<br />

Aquellos a quienes estas cosas no alcanzan ya, merecen la inmortalidad. <strong>Los</strong><br />

que ven la esencia real, ven la verdad eterna que domina al alma y al cuerpo.<br />

Sábelo, pues: lo que impregna todas las cosas, está por encima de la destrucción.<br />

Nadie puede destruir lo Inagotable. Todos esos cuerpos no durarán: tú lo<br />

sabes. Pero los videntes saben también que el alma encarnada es eterna,<br />

indestructible e infinita. Por tal razón, ¡Ve al combate, descendiente de<br />

Bhárata!. <strong>Los</strong> que creen que el alma mata o muere, se engañan igualmente. Ni<br />

mata, ni puede ser muerta. Ella no ha nacido y no muere, y no puede<br />

perder el ser que siempre ha tenido. Al modo como una persona se quita<br />

vestidos viejos para tomar otros nuevos, así el alma encarnada rechaza su<br />

cuerpo para tomar otros. Ni la espada la corta, ni el fuego la quema, ni el<br />

agua la moja, ni el aire la seca. Es impermeable e incombustible. Duradera,<br />

firme, eterna, ella atraviesa todo. Tú no debieras, pues, inquietarte <strong>del</strong><br />

nacimiento ni de la muerte, ¡Oh Arjuna!, porque para el que nace, la<br />

muerte es cierta, y para el que muere, lo es el renacimiento. Da frente a tu<br />

deber sin pestañear; porque para un kchatrya nada hay mejor que un combate<br />

justo. ¡Dichosos los guerreros que consideran la batalla como una puerta<br />

abierta para el cielo!. Pero si no quieres combatir en este justo combate,<br />

91


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

caerás en el pecado, abandonando tu deber y tu fama. Todos los seres<br />

hablarán de tu infamia eterna, y la infamia es peor que la muerte para el que ha<br />

sido elevado a los hombres. (Principio <strong>del</strong> Bhagavad Gita).<br />

A estas palabras <strong>del</strong> maestro, Arjuna quedó sobrecogido de vergüenza, y<br />

sintió hervir su sangre real con su valor. Entonces se lanzó sobre su carro y dio<br />

la señal <strong>del</strong> combate. Krishna dijo adiós a su discípulo y dejó el campo de<br />

batalla, porque estaba seguro de la victoria de los hijos <strong>del</strong> Sol.<br />

Krishna había comprendido que, para hacer aceptar su religión a los<br />

vencidos, le era preciso ganar sobre su alma una última victoria, más difícil<br />

que la de las armas. De igual modo que el santo Vasichta había muerto<br />

atravesado por una flecha por revelar la verdad suprema a Krishna, así<br />

Krishna debía morir voluntariamente bajo los golpes de su enemigo mortal,<br />

para implantar hasta en el corazón de sus adversarios la fe que él había<br />

predicado a sus discípulos y al mundo. Sabía que el antiguo rey de Madura,<br />

lejos de hacer penitencia, se había refugiado en casa de su suegro Kalayeni, el<br />

rey de las serpientes. En su odio, siempre excitado por Nysumba, hacía vigilar a<br />

Krishna por espías, acechando la hora propicia para matarle. Krishna sentía,<br />

por otra parte, que su misión había terminado, y no pedía para ser completa<br />

más que el sello supremo <strong>del</strong> sacrificio. Por esta razón, cesó de evitar y de<br />

paralizar a su enemigo por el poder de su voluntad. Sabía que, si cesaba de<br />

defenderse por esta fuerza oculta, el golpe por largo tiempo meditado le<br />

alcanzaría en la sombra. Pero el hijo de Devaki quería morir lejos de los<br />

hombres, en las soledades <strong>del</strong> Himavat. Allí se sentiría más cerca de su madre<br />

radiante, <strong>del</strong> sublime anciano, y <strong>del</strong> sol de Mahadeva.<br />

Krishna partió, pues, para una ermita que se encontraba en un lugar<br />

silvestre y desolado, al pie de las altas cimas <strong>del</strong> Himavat. Ninguno de sus<br />

discípulos había penetrado sus designios. Sólo Sarasvati y Nichdali los leyeron<br />

en los ojos <strong>del</strong> maestro por la adivinación que reside en la mujer y en el amor.<br />

Cuando Sarasvati comprendió que él quería morir, se echó a sus pies, los besó<br />

con fuerza, y exclamó:<br />

— ¡Maestro, no nos dejes!.<br />

Nichdali le miró, y le dijo sencillamente:<br />

— Sé a donde vas. Puesto que te hemos amado, déjanos seguirte.<br />

Krishna respondió:<br />

— En mi cielo, nada se rehusará al amor. Venid.<br />

Después de un largo viaje, el profeta y las santas mujeres llegaron a unas<br />

cabañas agrupadas alrededor de un gran cedro sin hojas, sobre una montaña<br />

amarillenta y rocosa. Por un lado, las inmensas cúpulas de nieve <strong>del</strong> Himavat.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Del otro, en la profundidad, un dédalo de montañas; a lo lejos, la llanura, la<br />

India perdida como un sueño en una bruma dorada. En aquella ermita vivían<br />

algunos penitentes vestidos con cortezas de árbol, con los cabellos en<br />

desorden y la barba larga sobre un cuerpo lleno de fango y de polvo, con<br />

miembros desecados por el soplo <strong>del</strong> viento y el calor <strong>del</strong> sol. Algunos sólo<br />

tenían su piel seca sobre el esqueleto. Viendo aquel lugar triste, Sarasvati<br />

exclamó:<br />

— La tierra está lejos y el cielo es mudo. Señor, ¿Por qué nos has<br />

conducido a este desierto abandonado de Dios y de los hombres?.<br />

— Ora — respondió Krishna —, si quieres que la tierra se acerque y que<br />

el cielo te hable.<br />

— Contigo el cielo siempre está presente — dijo Nichdali —; pero, ¿Por<br />

qué el cielo quiere abandonarnos?.<br />

— Es preciso — dijo Krishna — que el hijo de Mahadeva muera<br />

atravesado por una flecha, para que el mundo crea en su palabra.<br />

— Explícanos ese misterio.<br />

— Ya lo comprenderéis después de mi muerte. Oremos.<br />

Durante siete días hicieron rezos y abluciones. El semblante de Krishna<br />

se transfiguraba y parecía más radiante. El séptimo día, hacia la puesta <strong>del</strong> sol,<br />

las dos mujeres vieron a unos arqueros subir hada la ermita.<br />

— Ahí están los arqueros de Kansa que te buscan — dijo Sarasvati —.<br />

Maestro, defiéndete.<br />

Pero Krishna, de rodillas al lado <strong>del</strong> cedro, no salía de su oración. <strong>Los</strong><br />

arqueros llegaron y miraron a las mujeres y a los penitentes. Eran soldados<br />

rudos, de caras amarillas y negras. Al ver la figura extática <strong>del</strong> santo, se<br />

detuvieron. Al pronto, trataron de sacarle de su éxtasis dirigiéndole preguntas,<br />

injuriándole y arrojándole piedras. Pero nada pudo hacerle salir de su<br />

inmovilidad. Entonces se arrojaron sobre él y le ataron al tronco <strong>del</strong> cedro.<br />

Krishna dejó hacer todo esto como en un sueño. Luego, los arqueros,<br />

colocándose a distancia, se pusieron a tirar sobre él, excitándose los unos a<br />

los otros. A la primera flecha que le atravesó, brotó la sangre, y Krishna<br />

exclamo: “Vasichta, los hijos <strong>del</strong> Sol han vencido”. Cuando la segunda flecha<br />

vibró en su carne, dijo: “Madre mía radiante, que los que me aman entren<br />

conmigo en tu luz”. A la tercera, dijo solamente: “¡Mahadeva!” Y luego, con el<br />

nombre de Brahma, entregó el espíritu.<br />

Se había puesto el Sol. Un gran viento se elevó, una tempestad de nieve<br />

bajó <strong>del</strong> Himavat sobre la tierra. El cielo se veló. Un torbellino negro barrió<br />

las montañas. Aterrados de lo que habían hecho, los asesinos huyeron, y las<br />

93


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

dos mujeres, heladas de espanto, rodaron desvanecidas sobre el suelo, como bajo<br />

una lluvia de sangre. El cuerpo de Krishna fue quemado por sus discípulos en<br />

la ciudad santa de Dwarka. Sarasvati y Nichdali se arrojaron a la hoguera para<br />

unirse a su dueño y maestro, y la multitud creyó ver al hijo de Mahadeva lleno<br />

de luz, con sus dos esposas.<br />

Después de esto, una gran parte de la India adopto el culto de Vishnú,<br />

que conciliaba los cultos solares y lunares en la religión de Brama.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

VIII<br />

IRRADIACIÓN DEL VERBO SOLAR<br />

Tal es la leyenda <strong>del</strong> Krishna, reconstruida en su conjunto orgánico y<br />

colocada en la perspectiva de la historia.<br />

Ella arroja una viva luz sobre los orígenes <strong>del</strong> Brahmanismo. Claro<br />

que es imposible probar por documentos positivos que tras <strong>del</strong> mito de<br />

Krishna se oculta un personaje real. El triple velo qué cubre el embrión de<br />

todas las religiones orientales, es más espeso en la India que en parte alguna,<br />

porque los brahmanes, dueños absolutos de la sociedad india, únicos<br />

guardianes de sus tradiciones, las han mo<strong>del</strong>ado y reformado con frecuencia<br />

en el curso de las edades. Pero es justo añadir que han conservado fielmente<br />

todos los elementos constitutivos, y que, si su doctrina sagrada se ha<br />

desarrollado con los siglos, su centro no se ha desplazado jamás. No<br />

podemos, pues, como lo hace la mayor parte de los sabios europeos, explicar<br />

una figura como la de Krishna, diciendo: “Es un cuento de nodriza injertado<br />

en un mito solar, con una fantasía filosófica hilvanada sobre el conjunto”.<br />

No es así, creemos, como se funda una religión que dura miles de años,<br />

engendra una poesía maravillosa, varias grandes filosofías, resiste al ataque<br />

formidable <strong>del</strong> buddhismo, a las invasiones mongolas, mahometanas, a la<br />

conquista inglesa, y conserva hasta en su decadencia profunda el sentimiento de<br />

su inmemorial y alto origen. (La grandeza de Sakhia Muni reside en su<br />

caridad sublime, en su reforma moral, y en la revolución social que trajo<br />

por la caída de las castas osificadas. E1 Buddha dio al Brahmanismo<br />

envejecido una sacudida semejante a la que el protestantismo dio al<br />

catolicismo de hace trescientos años: le obligó a prepararse para la lucha y<br />

a regenerarse. Pero Sakhia Muni no añadió nada a la doctrina esotérica de<br />

los brahmanes, y divulgó solamente algunas de sus partes. Su psicología es,<br />

en el fondo, la misma, aunque siga un camino diferente. (Véase mi artículo<br />

sobre la Leyenda de Budha. Revue des Deux-Mondes, 1º de julio de 1885.<br />

Si el Budha no figura en este libro, no es porque desconozcamos<br />

su lugar en la cadena de los grandes iniciados, sino a causa <strong>del</strong> plan<br />

especial de esta obra. Cada uno de los reformadores o filósofos que<br />

hemos elegido, está destinado a mostrar a la doctrina de los misterios<br />

bajo una nueva faz, y en cierta etapa de su evolución. Desde este punto<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

de vista, el Budha hubiera resultado duplicado: por una parte con<br />

Pitágoras, a través de quien he desarrollado la teoría de la<br />

reencarnación y de la evolución de las almas; por otra, con Jesucristo,<br />

que promulgó, tanto para el Occidente como para el Oriente, la<br />

fraternidad y la caridad universales.<br />

En cuanto al libro, muy interesante por otra parte y muy digno de<br />

ser leído; “El Budhismo Esotérico”, de Sinnett, cuyo origen algunas<br />

personas atribuyen a pretendidos adeptos que viven actualmente en el<br />

Tibet, me es imposible hasta nueva orden, ver en él otra cosa que una<br />

muy hábil compilación <strong>del</strong> Brahmanismo y <strong>del</strong> Budhismo, con ciertas<br />

ideas de la Kábala, de Paracelso, y algunos datos de la ciencia<br />

moderna).<br />

No: siempre hay un grande hombre en el origen de una gran institución.<br />

Considerando el papel predominante <strong>del</strong> personaje Krishna en la tradición<br />

épica y religiosa, sus aspectos humanos por una parte, y por la otra, su<br />

identificación constante con Dios manifestado o Vishnú, fuerza nos es creer que<br />

él fue el creador <strong>del</strong> culto Vishnuita, que dio al Brahmanismo su virtud y su<br />

prestigio. Es, pues, lógico admitir que en medio <strong>del</strong> caos religioso y social que<br />

creaba en la India primitiva la invasión de los cultos naturalistas y<br />

apasionados, apareció un reformador luminoso que renovó la pura doctrina<br />

aria por la idea de la Trinidad y <strong>del</strong> Verbo divino manifestado, que puso el<br />

sello a su obra por el sacrificio de su vida, y dio así a la India su alma religiosa<br />

su forma nacional y su organización definitiva.<br />

La importancia de Krishna nos parecerá aun mayor y de un carácter<br />

realmente universal, si notamos que su doctrina encierra dos ideas madres, dos<br />

principios organizadores de las religiones y de la filosofía esotérica. Estos son:<br />

la doctrina orgánica de la inmortalidad <strong>del</strong> alma o de las existencias<br />

progresivas por la reencarnación, la que corresponde a la Trinidad o Verbo<br />

divino revelado en el hombre. No he hecho más que indicar (Véase la nota<br />

sobre Devaki a propósito de la visión de Krishna), el alcance filosófico de<br />

esta concepción central, que, bien comprendida, tiene su repercusión<br />

animadora en todos los dominios de la ciencia, <strong>del</strong> arte y de la vida. Debo<br />

limitarme, para concluir, a una nota histórica.<br />

La idea de que Dios, la Verdad, la Belleza y la Bondad infinitas se<br />

revelan en el hombre consciente con un poder redentor que resalta hacia las<br />

profundidades <strong>del</strong> cielo por la fuerza <strong>del</strong> amor y <strong>del</strong> sacrificio, esa idea fecunda<br />

entre todas, aparece por primera vez en Krishna. Ella se personifica en el<br />

momento en que, saliendo de su juventud aria, la humanidad va a hundirse<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

más y más en el culto de la materia. Krishna le revela la idea <strong>del</strong> Verbo<br />

divino; ella no lo olvidará ya. Y tendrá tanta más sed de redentores y de hijos<br />

de Dios cuanto más profundamente sienta su descenso. Después de Krishna,<br />

hay como una poderosa irradiación <strong>del</strong> verbo solar a través de los templos de<br />

Asia, de África y de Europa. En Persia, es Mithras, el reconciliador <strong>del</strong><br />

luminoso Ormuzd y <strong>del</strong> sombrío Ahrimán; en Egipto, es Horus, el hijo de<br />

Osiris y de Isis; en Grecia, es Apolo, el Dios <strong>del</strong> Sol y de la Tierra; es<br />

Dionisos, el resucitador de las almas. En todas partes el dios solar es un dios<br />

mediador, y la luz es también la palabra de vida. ¿No es de ella también de<br />

donde brotó la idea mesiánica?. Sea de ello lo que quiera, por Krishna entró<br />

esa idea en el mundo antiguo; por Jesús irradiará sobre toda la tierra.<br />

Mostraré en lo que sigue de esta historia secreta de las religiones, cómo<br />

la doctrina <strong>del</strong> ternario divino se liga a la <strong>del</strong> alma y de su evolución, cómo y<br />

por qué ellas se suponen y se completan recíprocamente. Digamos ante todo<br />

que su punto de contacto forma el centro vital, el foco luminoso de la doctrina<br />

esotérica. A no considerar las grandes religiones de la India, <strong>del</strong> Egipto, de<br />

Grecia y de Judea más que por el lado exterior, no se ve otra cosa que<br />

discordia, superstición, caos. Pero sondead los símbolos, interrogad a los<br />

misterios, buscad la doctrina madre de los fundadores y de los profetas, y la<br />

armonía se hará en la luz. Por diversos caminos, con frecuencia tortuosos, se<br />

llegará al mismo punto; de suerte que penetrar en el arcano de una de esas<br />

religiones, es también penetrar en los de las otras. Entonces sé produce un<br />

fenómeno extraño. Poco a poco, pero en una esfera creciente, se ve brillar la<br />

doctrina de los iniciados en el centro de las religiones, como un sol que disipa<br />

su nebulosa. Cada religión aparece como un planeta distinto. Con cada una de<br />

ellas cambiamos de atmósfera y de orientación celeste, pero siempre el mismo<br />

Sol nos ilumina. La India, la gran soñadora, nos sumerge con ella en el sueño<br />

de la eternidad. El Egipto grandioso, austero como la muerte, nos invita al<br />

viaje de ultratumba. La Grecia encantadora nos arrastra a las fiestas mágicas<br />

de la vida, y da a sus misterios la seducción de las formas, tan pronto<br />

encantadoras como terribles, de su alma siempre apasionada. Pitágoras, en fin,<br />

formula científicamente la doctrina esotérica, le da quizá la expresión más<br />

completa y más sólida que haya jamás tenido; Platón y los Alejandrinos no<br />

fueron más que sus vulgarizadores. Acabamos de remontarnos hasta su fuente<br />

en los juncares <strong>del</strong> Ganges y las soledades <strong>del</strong> Himalaya.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

LIBRO III<br />

HERMES<br />

LOS MISTERIOS DE EGIPTO<br />

¡Oh, alma ciega!, ármate con la<br />

antorcha de los Misterios, y en la noche<br />

terrestre descubrirás tu Doble luminoso, tu<br />

alma celeste. Sigue a ese divino guia, y que<br />

él sea tu Genio. Porque él tiene la clave de<br />

tus existencias pasadas y futuras.<br />

Llamada a los iniciados,<br />

(<strong>del</strong> Libro de los Muertos).<br />

Escuchad en vosotros mismos y mirad<br />

en el Infinito <strong>del</strong> Espacio y <strong>del</strong> Tiempo. Allí<br />

se oye el canto de los Astros, la voz de los<br />

Números, la armonía de las Esferas.<br />

Cada sol es un pensamiento de Dios<br />

y cada planeta un modo de este pensamiento.<br />

Para conocer el pensamiento divino, ¡Oh,<br />

almas!, es para lo que bajáis y subís<br />

penosamente el camino de los siete planetas<br />

y de sus siete cielos.<br />

¿Qué hacen los astros?. ¿Qué dicen los<br />

números?. ¿Qué ruedan las Esferas? ¡Oh,<br />

almas perdidas o salvadas!: ¡ellos dicen,<br />

ellos cantan, ellas ruedan, vuestros destinos!.<br />

Fragmento<br />

(de Hermes).<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

I<br />

LA ESFINGE<br />

Frente a Babilonia, metrópoli tenebrosa <strong>del</strong> despotismo, Egipto fue en<br />

el mundo antiguo una verdadera ciuda<strong>del</strong>a de la ciencia sagrada, una escuela<br />

para sus más ilustres profetas, un refugio y un laboratorio de las más nobles<br />

tradiciones de la Humanidad. Gracias a excavaciones inmensas, a trabajos<br />

admirables, el pueblo egipcio nos es hoy mejor conocido que ninguna de las<br />

civilizaciones que precedieron a la griega, porque nos vuelve a abrir su<br />

historia, escrita sobre páginas de piedra. (Champollion, L’Egypte sous les<br />

Pharaoro; Bunsen, Aegyptiscfae Alterthümer; Lepsius, Denlunaeler; Paul<br />

Pierret, Le livre des Morts; Francois Lenormant, Histoire des Peuples de<br />

l’Orient; Máspero, Histoire andenne des Peuples de l’Orient, etc.). Se<br />

desentierran sus monumentos, se descifran sus jeroglíficos, y sin embargo, nos<br />

falta aún penetrar en el más profundo arcano de su pensamiento. Ese arcano<br />

es la doctrina oculta de sus sacerdotes. Aquella doctrina, científicamente<br />

cultivada en los templos, prudentemente velada bajo los misterios, nos<br />

muestra al mismo tiempo el alma de Egipto, el secreto de su política, y su<br />

capital papel en la historia universal.<br />

Nuestros historiadores hablan de los faraones en el mismo tono que de<br />

los déspotas de Nínive y de Babilonia. Para ellos, Egipto es una monarquía<br />

absoluta y conquistadora como Asiria, y no difiere de ésta más que porque<br />

aquélla duró algunos miles de años más. ¿Sospechan ellos que en Asiria la<br />

monarquía aplastó al sacerdocio para hacer de él un instrumento, mientras<br />

que en Egipto el sacerdocio disciplinó a los reyes, no abdicó jamás ni aun<br />

en las peores épocas, arrojando <strong>del</strong> trono a los déspotas, gobernando siempre<br />

a la nación; y eso por una superioridad intelectual, por una sabiduría<br />

profunda y oculta, que ninguna corporación educadora ha igualado jamás en<br />

ningún país ni tiempo?. Cuesta trabajo creerlo. Porque, bien lejos de<br />

deducir las innumerables consecuencias de ese hecho esencial, nuestros<br />

historiadores lo han entrevisto apenas, y parecen no concederle ninguna<br />

importancia. Sin embargo, no es preciso ser arqueólogo o lingüista para<br />

comprender que el odio implacable entre Asiria y Egipto procede que los dos<br />

pueblos representaban en el mundo dos principios opuestos, y que el<br />

pueblo egipcio debió su larga duración a una armazón religiosa y<br />

99


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

científica más fuerte que todas las revoluciones.<br />

Desde la época aria, a través <strong>del</strong> período turbulento que siguió a los<br />

tiempos védicos hasta la conquista persa y la época alejandrina, es decir,<br />

durante un lapso de más de cinco mil años, Egipto fue la fortaleza de las<br />

puras y altas doctrinas cuyo conjunto constituye la ciencia de los principios y<br />

que pudiera llamarse la ortodoxia esotérica de la antigüedad. Cincuenta<br />

dinastías pudieron sucederse y el Nilo arrastrar sus aluviones sobre ciudades<br />

enteras; la invasión fenicia pudo inundar el país y ser de él expulsada: en<br />

medio de los flujos y reflujos de la historia, bajo la aparente idolatría de su<br />

politeísmo exterior, el Egipto guardó el viejo fondo de su teogonía oculta y su<br />

organización sacerdotal. Ésta resistió a los siglos, como la pirámide de Gizeh<br />

medio enterrada entre la arena, pero intacta. Gracias a esa inmovilidad de<br />

esfinge que guarda su secreto, a esa resistencia de granito, el Egipto llegó a<br />

ser el eje alrededor <strong>del</strong> cual evolucionó el pensamiento religioso de la<br />

Humanidad al pasar de Asia a Europa. La Judea, la Grecia, la Etruria, son<br />

otras tantas almas de vida que formaron civilizaciones diversas. Pero, ¿De<br />

dónde extrajeron sus ideas madres, sino de la reserva orgánica <strong>del</strong> viejo<br />

Egipto?. Moisés y Orfeo crearon dos religiones opuestas y prodigiosas: la una<br />

por su austero monoteísmo, la otra por su politeísmo deslumbrador. Pero,<br />

¿Dónde se moldeó su genio?. ¿Dónde encontró el uno la fuerza, la energía, la<br />

audacia de refundir un pueblo salvaje como se refunde el bronce en un horno,<br />

y dónde encontró el otro la magia de hacer hablar a los dioses como una lira<br />

armonizada con el alma de sus bárbaros embelesados?. — En los templos de<br />

Osiris, en la antigua Thebas, que los iniciados llamaban la ciudad <strong>del</strong> Sol o el<br />

Arca solar, porque contenía la síntesis de la ciencia divina y todos los<br />

secretos de la iniciación.<br />

Todos los años, en el solsticio de verano, cuando caen las lluvias<br />

torrenciales en la Abisinia, el Nilo cambia de color y toma ese matiz de sangre<br />

de que habla la Biblia. El río crece hasta el equinoccio de otoño, y sepulta bajo<br />

sus ondas el horizonte de sus orillas. Pero, en pie sobre sus mesetas graníticas,<br />

bajo el sol que ciega, los templos tallados en plena roca, las necrópolis, las<br />

portadas, las pirámides, reflejan la majestad de sus ruinas en el Nilo<br />

convertido en mar. Así, el sacerdote egipcio atravesó los siglos con su<br />

organización y sus símbolos, arcanos impenetrables de su ciencia, en aquellas<br />

criptas y en aquellas pirámides se elaboró la admirable doctrina <strong>del</strong> Verbo<br />

Luz, de la Palabra Universal, que Moisés encerrará en su arca de oro, y cuya<br />

antorcha viva será Cristo.<br />

La verdad es inmutable en sí misma, y sólo ella sobrevive a todo; pero<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

cambia de moradas como de formas y sus revelaciones son intermitentes. “La<br />

Luz de Osiris”, que en la antigüedad iluminaba para los iniciados las<br />

profundidades de la naturaleza y las bóvedas celestes, se ha extinguido para<br />

siempre en las criptas abandonadas. Se ha realizado la palabra de Hermes a<br />

Asklepios: “¡Oh Egipto, Egipto!, sólo quedarán de ti fábulas increíbles para<br />

las generaciones futuras, y nada durará de ti más que palabras grabadas en<br />

piedras”.<br />

Sin embargo, un rayo de aquel misterioso sol de los santuarios es lo que<br />

quisiéramos hacer revivir siguiendo la vía secreta de la antigua iniciación<br />

egipcia, en cuanto lo permite la intuición esotérica y la refracción de las<br />

edades.<br />

Pero antes de entrar en el templo, lancemos una ojeada sobre las<br />

grandes fases que atravesó el Egipto antes <strong>del</strong> tiempo de los Hicsos.<br />

Casi tan vieja como la armazón de nuestros continentes, la primera civilización<br />

egipcia se remonta a la antiquísima raza roja. (En una inscripción de la<br />

cuarta dinastía, se habla de la esfinge como de un monumento cuyo<br />

origen se perdía en la noche de los tiempos, y que había sido encontrado<br />

fortuitamente en el reinado de aquel príncipe, enterrado bajo la arena<br />

<strong>del</strong> desierto, donde estaba olvidado después de muchas generaciones.<br />

Véase Pr. Lenorman, Histoire d’Orient, II, 55. Y la cuarta dinastía nos<br />

lleva a unos 4000 años antes de J. C. Júzguese por ese dato cuál será la<br />

antigüedad de la Esfinge).<br />

La esfinge colosal de Gizeh, situada junto a la gran pirámide, es obra<br />

suya. En tiempos en que el Delta (formado más tarde por los aluviones <strong>del</strong><br />

Nilo) no existía aún, el animal monstruoso y simbólico estaba ya tendido<br />

sobre su colina de granito, ante la cadena de los montes líbicos, y miraba el<br />

mar romperse a sus pies, allí donde se extiende hoy la arena <strong>del</strong> desierto. La<br />

esfinge, esa primera creación <strong>del</strong> Egipto, se ha convertido en su símbolo<br />

principal, su marca distintiva. El más antiguo sacerdocio humano la<br />

esculpió, imagen de la Naturaleza tranquila y terrible en su misterio. Una<br />

cabeza de hombre sale de un cuerpo de toro con garras de león, y repliega<br />

sus alas de águila a los costados. Es la Isis terrestre, la Naturaleza en la<br />

unidad viviente de sus reinos. Porque ya aquellos sacerdotes inmemoriales<br />

sabían y señalaban que en la gran evolución, la naturaleza humana emerge de<br />

la naturaleza animal. En ese compuesto <strong>del</strong> toro, <strong>del</strong> león, <strong>del</strong> águila y <strong>del</strong><br />

hombre están también encerrados los cuatro animales, de la visión de<br />

Ezequiel, representando cuatro elementos constitutivos <strong>del</strong> microcosmos y <strong>del</strong><br />

macrocosmos: el agua, la tierra, el aire y el fuego, base de la ciencia oculta.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Por esta razón, cuando los iniciados vean el animal sagrado tendido en el<br />

pórtico de los templos o en el fondo de las criptas, sentirán vivir aquel<br />

misterio en sí mismos y replegarán en silencio las alas de su espíritu sobre<br />

la verdad interna. Porque antes de Aedipo, sabrán que la clave <strong>del</strong> enigma<br />

de la esfinge es el hombre, el microcosmos, el agente divino, que reúne en<br />

sí todos los elementos y todas las fuerzas de la naturaleza.<br />

La raza roja no ha dejado otro testigo que la esfinge de Gizeh; prueba<br />

irrecusable de que había formulado y resuelto a su manera el gran problema.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

II<br />

HERMES<br />

La raza negra que sucedió a la raza roja austral en la dominación <strong>del</strong><br />

mundo, hizo <strong>del</strong> alto Egipto su principal santuario. El nombre de Hermes<br />

Toth, ese misterioso y primer iniciador <strong>del</strong> Egipto en las doctrinas sagradas,<br />

se relaciona sin duda con una primera y pacífica mezcla de la raza blanca<br />

y de la raza negra en las regiones de la Etiopía y <strong>del</strong> alto Egipto, largo<br />

tiempo antes de la época aria. Hermes es un nombre genérico como Manú<br />

y Buddha pues designa a la vez a un hombre, a una casta y a un Dios. Como<br />

hombre, Hermes es el primero, el gran iniciador <strong>del</strong> Egipto; como casta, es el<br />

sacerdocio depositario de las tradiciones ocultas; como Dios, es el planeta<br />

Mercurio, asimilado con su esfera a una categoría de espíritus, de<br />

iniciadores divinos; en una palabra: Hermes preside a la región supraterrena<br />

de la iniciación celeste. En la economía espiritual <strong>del</strong> mundo, todas esas<br />

cosas están ligadas por secretas afinidades como por un hilo invisible. El<br />

nombre de Hermes es un talismán que las resume, un sonido mágico que<br />

las evoca. De ahí su prestigio. <strong>Los</strong> griegos, discípulos de los egipcios, le<br />

llamaron Hermes Trismegisto o tres veces grande, porque era considerado<br />

como rey, legislador y sacerdote. Él caracteriza a una época en que el<br />

sacerdocio, la magistratura y la monarquía se encontraban reunidos en un<br />

solo cuerpo gobernante. La cronología egipcia de Manetón llama a esa<br />

época el reino de los dioses. No había entonces ni papiros ni escritura<br />

fonética, pero la ideografía existía ya: la ciencia <strong>del</strong> sacerdocio estaba<br />

inscrita en jeroglíficos sobre las columnas y los muros de las criptas.<br />

Considerablemente aumentada, pasó más tarde a las bibliotecas de los<br />

templos. <strong>Los</strong> egipcios atribuían a Hermes cuarenta y dos libros sobre la<br />

ciencia oculta. El libro griego conocido por el nombre de Hermes<br />

Trismegisto encierra ciertamente restos alterados, pero infinitamente<br />

preciosos, de la antigua teogonía, que es como el fíat lux de donde Moisés<br />

y Orfeo recibieron sus primeros rayos. La doctrina <strong>del</strong> Fuego Principio y<br />

<strong>del</strong> Verbo Luz, encerrada en la Visión de Hermes, será como la cúspide y el<br />

centro de la iniciación egipcia.<br />

Trataremos ahora de encontrar esta visión de los maestros, en rosa<br />

mística que se abre en la noche <strong>del</strong> santuario y en el arcano de las grandes<br />

103


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

religiones. Ciertas palabras de Hermes, impregnadas de sabiduría antigua, son<br />

propias para prepararnos a ello. “Ninguno de nuestros pensamientos — dice<br />

a su discípulo Asklepios — puede concebir a Dios, ni lengua alguna puede<br />

definirle. Lo que es incorpóreo, invisible, sin forma, no puede ser percibido<br />

por nuestros sentidos; lo que es eterno, no puede ser medido por la corta<br />

regla <strong>del</strong> tiempo: Dios es, pues, inefable. Dios puede, es verdad, comunicar<br />

a algunos elegidos la facultad de elevarse sobre las cosas naturales para<br />

percibir alguna radiación de su perfección suprema; pero esos elegidos no<br />

encuentran palabra para traducir en lenguaje vulgar la Visión inmaterial que<br />

les ha hecho estremecer. Ellos pueden explicar a la humanidad las causas<br />

secundarias de las creaciones que pasan bajo sus ojos como imágenes de la<br />

vida universal, pero la causa primera queda velada y no llegaríamos a<br />

comprenderla más que atravesando la muerte”. Así hablaba Hermes <strong>del</strong> Dios<br />

desconocido, en el pórtico de las criptas. <strong>Los</strong> discípulos que penetraban con él<br />

en sus profundidades, aprendían a conocerle como ser viviente. (La teología<br />

sabia, esotérica — dice M. Maspéro — es monoteísta desde los tiempos <strong>del</strong><br />

antiguo Imperio. La afirmación de la unidad fundamental <strong>del</strong> ser divino,<br />

se lee expresada en términos formales y de una gran energía en los<br />

textos que se remontan a aquella época. Dios es el Uno único, el que<br />

existe por esencia, el solo que vive en substancia, el solo generador en el<br />

cielo y en la tierra que no haya sido engendrado. A la vez Padre, Madre e<br />

Hijo, él engendra, concibe y es perpetuamente; y esas tres personas, lejos<br />

de dividir la unidad de la naturaleza divina, concurren a su infinita<br />

perfección. Sus atributos son: la inmensidad, la eternidad, la<br />

independencia, la voluntad todopoderosa, la bondad sin límites. “Él crea<br />

sus propios miembros que son los dioses”, dicen los viejos textos. Cada uno<br />

de esos dioses secundarios, considerados como idénticos al Dios Uno,<br />

puede formar un tipo nuevo de donde emanan a su vez, y por el mismo<br />

procedimiento, otros tipos inferiores. — Histoire andenne des penpla de<br />

l’Orient).<br />

El libro habla de su muerte como de la partida de un dios. “Hermes<br />

vio el conjunto de las cosas, y habiendo visto, comprendió, y habiendo<br />

comprendido, tenía el poder de manifestar y de revelar. Lo que pensó lo<br />

escribió; lo que escribió lo ocultó en gran parte, callándose con prudencia y<br />

hablando a la vez, a fin de que toda la duración <strong>del</strong> mundo por venir buscase<br />

esas cosas. Y así, habiendo ordenado a los dioses sus hermanos que le sirvieran<br />

de cortejo, subió a las estrellas”.<br />

Se puede, en rigor, aislar la historia política de los pueblos, mas no<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

así su historia religiosa. Las religiones de la Asiria, Egipto, Judea y Grecia<br />

no se comprenden más que cuando se vislumbra su punto de unión con la<br />

antigua religión indoaria. Tomadas aparte, son otros tantos enigmas y<br />

charadas; vistas en conjunto y desde arriba, con una soberbia evolución<br />

donde se domina y se explica recíprocamente. En una palabra, la historia<br />

de una religión será siempre estrecha, supersticiosa y falsa; sólo hay verdad en<br />

la historia religiosa de la humanidad. Desde tal altura no se sienten más que<br />

las corrientes que dan la vuelta al globo. El pueblo egipcio, el más<br />

independiente y el más cerrado de todos a las influencias exteriores, no<br />

pudo substraerse a esta ley universal. Cinco mil años antes de nuestra era,<br />

la luz de Rama, encendida en el Irán, irradió sobre el Egipto y vino a ser<br />

la ley de Ammón-Rá, el dios solar de Thebas. Esa constitución le permitió<br />

desafiar tantas revoluciones. Menes fue el primer rey de justicia, el primer<br />

faraón ejecutor de aquella ley. Él se guardó bien de arrebatar al Egipto su<br />

antigua teología, que era la suya también, y no hizo más que confirmarla y<br />

ensancharla, añadiéndole una organización social nueva: el sacerdocio, es<br />

decir, la enseñanza, en un primer consejo; la justicia en otro; el gobierno en<br />

los dos; la monarquía concebida como <strong>del</strong>egada y sometida a su<br />

fiscalización; la independencia relativa de los nomos o municipalidades,<br />

como base de la sociedad. Es lo que podemos llamar el gobierno de los<br />

iniciados. Tenía por clave de bóveda una síntesis de las ciencias conocidas<br />

bajo el nombre de Osiris (O-Sir-Is), el señor intelectual. La gran pirámide<br />

es un símbolo y su gnomon matemático. El faraón que recibía su nombre de<br />

iniciación en el templo, que ejercía el arte sacerdotal y real sobre el trono,<br />

era, pues, un personaje bien distinto <strong>del</strong> déspota asirio, cuyo poder<br />

arbitrario estaba cimentado sobre el crimen y la sangre. El faraón era el<br />

iniciado coronado, o por lo menos, el discípulo y el instrumento de los<br />

iniciados. Durante siglos, los faraones defenderán, contra el Asia despótica<br />

y contra la Europa anárquica, la ley <strong>del</strong> Morueco, que representaba<br />

entonces los derechos de la justicia y <strong>del</strong> arbitraje internacional según<br />

enseñara Rama con su ejemplo.<br />

Hacia el año 2200 antes de Jesucristo, el Egipto sufrió la crisis más<br />

temible por que un pueblo puede atravesar: la de la invasión extranjera y de<br />

una semiconquista. La invasión fenicia era en sí misma la consecuencia <strong>del</strong><br />

gran cisma religioso en Asia, que había sublevado a las masas populares,<br />

sembrado la discordia en los templos. Conducida por los reyes pastores<br />

llamados Hicsos, esa invasión lanzó un diluvio sobre el Delta y el Egipto<br />

medio. <strong>Los</strong> reyes cismáticos traían consigo una civilización corrompida, la<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

malicia jónica, el lujo <strong>del</strong> Asia, las costumbres <strong>del</strong> harén, una idolatría<br />

grosera. La existencia nacional <strong>del</strong> Egipto estaba comprometida, su<br />

intelectualidad en peligro, su misión universal amenazada. Pero llevaba en sí<br />

un alma de vida, es decir, un cuerpo orgánico de iniciados, depositarios de<br />

la antigua ciencia de Hermes y de Am-món-Rá. ¿Qué hizo aquella alma?.<br />

Retirarse al fondo de sus santuarios, replegarse en sí misma para resistir mejor<br />

al enemigo. En apariencia, el sacerdocio se inclinó ante la invasión y<br />

reconoció a los usurpadores que llevaban la ley <strong>del</strong> Toro y el culto <strong>del</strong> buey<br />

Apis. Sin embargo, ocultos en los templos, los dos consejos guardaron allí,<br />

como un depósito sagrado, su ciencia, sus tradiciones, la antigua y pura<br />

religión, y con ella la esperanza de una restauración de la dinastía<br />

nacional. En esta época fue cuando los sacerdotes difundieron entre el<br />

pueblo la leyenda de Isis y de Osiris, <strong>del</strong> desmembramiento de este último y<br />

de su resurrección próxima por su hijo Horus, que volvería a encontrar sus<br />

miembros dispersos arrastrados por el Nilo. Se excitó la imaginación de la<br />

multitud por la pompa de las ceremonias públicas. Se sostuvo su amor a la<br />

vieja religión representándole las desgracias de la Diosa, sus lamentos por la<br />

pérdida de su esposo celeste, y la esperanza que ella tenía en su hijo Horus, el<br />

divino mediador. Pero al mismo tiempo, los iniciados juzgaron necesario<br />

hacer inatacable la verdad esotérica recubriéndola con un triple velo. A la<br />

difusión <strong>del</strong> culto popular de Isis y de Osiris corresponde la organización<br />

interior y sabia de los pequeños y de los grandes Misterios. Se les rodeó de<br />

barreras casi infranqueables, de peligros tremendos. Se inventaron las pruebas<br />

morales, se exigió el juramento <strong>del</strong> silencio, y la pena de muerte fue<br />

rigurosamente aplicada contra los iniciados que divulgaban el menor detalle<br />

de los Misterios. Gracias a esta organización severa, la iniciación egipcia llegó<br />

a ser, no solamente el refugio de la doctrina esotérica, sino también el crisol de<br />

una resurrección nacional y la escuela de las religiones futuras. Mientras los<br />

usurpadores coronados reinaban en Memphis, Thebas se preparaba<br />

lentamente para la regeneración <strong>del</strong> país. De su templo, de su arca solar,<br />

salió el salvador <strong>del</strong> Egipto, Amos, que arrojó a los Hicsos <strong>del</strong> país después de<br />

nueve siglos de dominación, restauró la ciencia egipcia en sus derechos y la<br />

religión viril de Osiris.<br />

De este modo los Misterios salvaron el alma <strong>del</strong> Egipto de la tiranía<br />

extranjera, y esto para bien de la humanidad. Porque tal era entonces la<br />

fuerza de su disciplina, el poder de su iniciación, que encerraba en sí una<br />

mejor fuerza moral, su más alta selección intelectual. La iniciación antigua<br />

reposaba sobre una concepción <strong>del</strong> hombre a la vez más sana y más elevada<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

que la nuestra. Nosotros hemos disociado la educación <strong>del</strong> cuerpo de la <strong>del</strong><br />

alma y <strong>del</strong> espíritu. Nuestras ciencias físicas y naturales, muy avanzadas en<br />

sí mismas, hacen abstracción <strong>del</strong> principio <strong>del</strong> alma y de su difusión en el<br />

universo; nuestra religión no satisface las necesidades de la inteligencia,<br />

nuestra medicina no quiere saber nada ni <strong>del</strong> alma ni <strong>del</strong> espíritu. El<br />

hombre contemporáneo busca el placer sin la felicidad, la felicidad sin la<br />

ciencia, y la ciencia sin la sabiduría. La antigüedad no admitía que se<br />

pudiesen separar tales cosas. En todos los dominios, ella tenía en cuenta la<br />

triple naturaleza <strong>del</strong> hombre. La iniciación era un adiestramiento gradual<br />

de todo el ser humano hacia las cimas vertiginosas <strong>del</strong> espíritu, desde donde<br />

se puede dominar la vida. “Para alcanzar la maestría — decían los sabios<br />

de entonces — el hombre tiene necesidad de una refundición total de su<br />

ejercicio simultáneo de la voluntad, de la intuición y <strong>del</strong> razonamiento. Por<br />

su completa concordancia, el hombre puede desarrollar sus facultades<br />

hasta límites incalculables. El alma tiene sentidos dormidos: la iniciación<br />

los despierta. Por medio de un estudio profundo, una aplicación constante,<br />

el hombre puede ponerse en relación consciente con las fuerzas ocultas <strong>del</strong><br />

universo. Por un esfuerzo prodigioso, puede alcanzar la perfección espiritual<br />

directa, abrirse las vías <strong>del</strong> más allá, y hacerse capaz de dirigirse a ellas.<br />

Entonces, solamente, puede decir que ha vencido al destino y conquistado su<br />

libertad divina. Entonces sólo, el iniciado puede llegar a ser iniciador, profeta<br />

y teurgo, es decir: vidente y creador de almas. Porque sólo el que se domina a<br />

sí mismo puede dirigir a los otros; sólo es libre el que puede libertarse,<br />

únicamente puede emancipar el que está emancipado.<br />

Así pensaban los iniciados antiguos. <strong>Los</strong> más grandes de entre ellos<br />

vivían y obraban en consecuencia. La verdadera iniciación era una cosa bien<br />

distinta a un sueño nuevo, y mucho más que una simple enseñanza científica,<br />

era la creación de un alma por sí misma, su germinación sobre un plano<br />

superior, su floración en el mundo divino.<br />

Trasladémonos al tiempo de los Ramsés, a la época de Moisés y de Orfeo,<br />

hacia el año 1300 antes de nuestra era, y tratemos de penetrar en el corazón de<br />

la iniciación egipcia. <strong>Los</strong> monumentos figurados, los libros de Hermes, la<br />

tradición judía y griega, (IAMBAIXOT, περί Μυστηρίων λόγος), permiten<br />

hacer revivir sus fases ascendentes y formarnos una idea de su más alta<br />

revelación.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

III<br />

ISIS - LA INICIACIÓN - LAS PRUEBAS<br />

En tiempo de los Ramsés, la civilización egipcia resplandecía en el<br />

apogeo de su gloria. <strong>Los</strong> faraones de la XX dinastía, discípulos y<br />

portaespadas de los santuarios, sostenían como verdaderos héroes la lucha<br />

contra Babilonia. <strong>Los</strong> arqueros egipcios hostigaban a los Libios, los<br />

Bodrones y los Númidas, hasta en el centro <strong>del</strong> África. Una flota de<br />

cuatrocientas velas perseguía a la liga de los cismáticos hasta las bocas <strong>del</strong><br />

Indus. Para resistir mejor al choque de la Asiria y de sus aliados, los Ramsés<br />

habían trazado caminos estratégicos hasta el Líbano, y construido una<br />

cadena de fuertes entre Mageddo y Karkemish. Interminables caravanas<br />

afluían por el desierto, de Radasich a Elefantina. <strong>Los</strong> trabajos de<br />

arquitectura continuaban sin descanso y ocupaban a obreros de tres<br />

continentes. La sala hipóstila de Karnak, cuyos pilares alcanzan la altura de<br />

la columna Vendóme, era reparada; el templo de Abydos se enriquecía con<br />

maravillas escultóricas, y el valle de les reyes con monumentos grandiosos.<br />

Se construía en Bubasta, en Luksor, en Speos e Ibsambul. En Thebas un<br />

arco de triunfo recordaba la toma de Kadesh. En Memphis el Rameseum se<br />

elevaba rodeado de un bosque de obeliscos, de estrellas, de monolitos<br />

gigantescos.<br />

En medio de aquella actividad febril, de aquella vida deslumbradora,<br />

más de un extranjero aspirante a los Misterios, venido de las playas lejanas<br />

<strong>del</strong> Asia Menor o de las montañas de la Tracia, llegaba a Egipto, atraído por<br />

la reputación de sus templos. Una vez en Memphis, quedaba asombrado.<br />

Monumentos, espectáculos, fiestas públicas, todo le daba la impresión de la<br />

opulencia, de la grandeza. Después de la ceremonia de la consagración real,<br />

que se hacía en el secreto <strong>del</strong> santuario, veía al faraón salir <strong>del</strong> templo, ante<br />

la multitud, y subir sobre su pavés llevado por doce oficiales de su estado<br />

mayor. Ante él, doce jóvenes ministros <strong>del</strong> culto llevaban, sobre cojines<br />

bordados en oro, las insignias reales: el cetro de los árbitros con cabeza de<br />

morueco, la espada, el arco y la maza de armas. Detrás iba la casa <strong>del</strong> rey y<br />

los colegios sacerdotales, seguidos de los iniciados en los grandes y pequeños<br />

misterios. <strong>Los</strong> pontífices llevaban la tiara blanca, y su pectoral chispeaba<br />

con el fuego de las piedras simbólicas. <strong>Los</strong> dignatarios de la corona llevaban<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

las condecoraciones <strong>del</strong> Cordero, <strong>del</strong> Morueco, <strong>del</strong> León, <strong>del</strong> Lys, de la<br />

Abeja, suspendidas de cadenas macizas admirablemente trabajadas. Las<br />

corporaciones cerraban la marcha con sus emblemas y sus banderas<br />

desplegadas. (Véanse las pinturas murales de los templos de Thebas<br />

reproducidas en el libro de Francois Lenormant, y el capitulo sobre Egipto<br />

en La mission des Juifs, de M. Saínt-Yves d’Alveydre).<br />

Por la noche, barcas magníficamente empavesadas paseaban sobre lagos<br />

artificiales a las reales orquestas, en medio de las cuales se perfilaban, en<br />

posturas hieráticas, las bailarinas y tocadoras de tiorba.<br />

Pero aquella pompa aplastante no era lo que él buscaba. El deseo<br />

de penetrar el secreto de las cosas, la sed de saber: he ahí lo que le traía<br />

de tan lejos. Se le había dicho que en los santuarios de Egipto vivían<br />

magos, hierofantes en posesión de la ciencia divina. Él también quería<br />

entrar en el secreto de los dioses. Había oído hablar a un sacerdote de su<br />

país <strong>del</strong> Libro de los muertos, de su rollo misterioso que se ponía bajo la<br />

cabeza de las momias como un viático, y que contaba, bajo una forma<br />

simbólica, el viaje de ultratumba <strong>del</strong> alma, según los sacerdotes de<br />

Ammón-Rá. Él había seguido con ávida curiosidad y un cierto temblor<br />

interno mezclado de duda, aquel largo viaje <strong>del</strong> alma después de la vida;<br />

su expiación en una región abrasadora; la purificación de su envoltura<br />

sideral; su encuentro con el mal piloto sentado en una barca con la cabeza<br />

vuelta, y con el buen piloto que mira de frente; su comparecencia ante los<br />

cuarenta y dos jueces terrestres; su justificación por Toth; en fin, su entrada<br />

y transfiguración en la luz de Osiris. Podemos juzgar <strong>del</strong> poder de aquel<br />

libro y de la revolución total que la iniciación egipcia operaba a veces en<br />

los espíritus, por este pasaje <strong>del</strong> Libro de los muertos: “Este capítulo fue<br />

encontrado en Hermópolis en escritura azul sobre una losa de alabastro, a<br />

los pies <strong>del</strong> Dios Toth (Hermes), <strong>del</strong> tiempo <strong>del</strong> rey Menkara, por el<br />

príncipe Hastatef, cuando iba de viaje para inspeccionar los templos. Llevó<br />

él la piedra al templo real. ¡Oh gran secreto!; él no vio más ni oyó más<br />

cuando leyó aquel capítulo puro y santo; no se aproximó más a ninguna<br />

mujer ni comió más carne ni pescado”. (Libro de los muertos, capítulo<br />

LXIV). Pero ¿Qué había de verdadero en aquellas narraciones turbadoras, en<br />

aquellas imágenes hieráticas tras las cuales se esfumaba el terrible misterio<br />

de ultratumba? — Isis y Osiris lo saben — le decían. Pero ¿Quiénes eran<br />

aquellos dioses de quienes sólo se hablaba con un dedo sobre los labios?.<br />

Para saberlo el extranjero llamaba a la puerta <strong>del</strong> gran templo de Thebas o<br />

de Memphis. Varios servidores le conducían bajo el pórtico de un patio<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

interior, cuyos pilares enormes parecían lotos gigantescos, sosteniendo por<br />

su fuerza y pureza al arca solar, el templo de Osiris. El hierofante se<br />

aproximaba al recién llegado. La majestad de sus facciones, la<br />

tranquilidad de su rostro, el misterio de sus ojos negros, impenetrables, pero<br />

llenos de luz interna, inquietaban ya algo al postulante. Aquella mirada<br />

penetraba como un punzón. El extranjero se sentía frente a un hombre a<br />

quien sería imposible ocultar nada. El sacerdote de Osiris interrogaba al<br />

recién llegado sobre su ciudad natal, sobre su familia y sobre el templo<br />

donde había sido instruido. Si en aquel corto pero incisivo examen se le<br />

juzgaba indigno de los misterios, un gesto silencioso, pero irrevocable, le<br />

mostraba la puerta. Pero si el sacerdote encontraba en el aspirante un<br />

deseo sincero de la verdad, le rogaba que le siguiera. Atravesaba pórticos,<br />

patios interiores, luego una avenida tallada en la roca a cielo abierto y<br />

bordeada de obeliscos y de esfinges, y por fin se llegaba a un pequeño<br />

templo que servía de entrada a las criptas subterráneas. La puerta estaba<br />

oculta por una estatua de Isis de tamaño natural. La diosa sentada tenía<br />

un libro cerrado sobre sus rodillas, en una actitud de meditación y de<br />

recogimiento. Su cara estaba cubierta con un velo. Se leía bajo la<br />

estatua:<br />

“Ningún mortal ha levantado mi velo”.<br />

— Aquí está la puerta <strong>del</strong> santuario oculto — decía el hierofante —.<br />

Mira esas dos columnas. La roja representa la ascensión <strong>del</strong> espíritu hacia la<br />

luz de Osiris; la negra significa la cautividad en la materia, y en esta caída<br />

puede llegarse hasta el aniquilamiento. Cualquiera que aborde nuestra<br />

ciencia y nuestra doctrina, juega en ello su vida. La locura o la muerte: he<br />

ahí lo que encuentra el débil o el malvado; los fuertes y los buenos<br />

únicamente encuentran aquí la vida y la inmortalidad. Muchos imprudentes<br />

han entrado por esa puerta y no han vuelto a salir vivos. Es un abismo que no<br />

muestra la luz más que a los intrépidos. Reflexiona bien en lo que vas a<br />

hacer, en los peligros que vas a correr, y si tu valor no es un valor a toda<br />

prueba, renuncia a la empresa. Porque una vez que esa puerta se cierre, no<br />

podrás volverte atrás. — Si el extranjero persistía en su voluntad, el hierofante<br />

le volvía a llevar al patio exterior y le dejaba en manos de los servidores<br />

<strong>del</strong> templo, con los que tenía que pasar una semana, obligado a hacer los<br />

trabajos más humildes, escuchando los himnos y haciendo las abluciones. Se<br />

le ordenaba el silencio más absoluto.<br />

110


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Llegaba la noche de la prueba. Dos neócoros (Empleamos aquí como<br />

más inteligible la traducción griega de los términos egipcios) u oficiantes<br />

volvían a llevar al aspirante a la puerta <strong>del</strong> santuario oculto. Se entraba en<br />

un vestíbulo negro sin salida aparente. A los dos lados de aquella sala<br />

lúgubre, a la luz de las antorchas el extranjero veía una fila de estatuas con<br />

cuerpos de hombre y cabezas de animales; de leones, de toros, de aves de<br />

rapiña, de serpientes que parecían mirar su paso sonriendo con ironía. Al<br />

fin de aquella siniestra avenida, que se atravesaba en el más profundo<br />

silencio, había una momia y un esqueleto humanos en pie y frente a frente.<br />

Y con un gesto mudo los dos neócoros mostraban al novicio un agujero en la<br />

pared, frente a él. Era la entrada de un pasadizo tan bajo que no se podía<br />

penetrar en él más que arrastrándose.<br />

— Aún puedes volver atrás — decía uno de los oficiantes —. La puerta<br />

<strong>del</strong> santuario aún no se ha vuelto a cerrar. Si no quieres, tienes que continuar<br />

tu camino por ahí y sin volver atrás.<br />

— Me quedo — decía el novicio, reuniendo todo su valor.<br />

Se le daba entonces una pequeña lámpara encendida. <strong>Los</strong> neócoros se<br />

marchaban y cerraban con estrépito la puerta <strong>del</strong> santuario. Ya no había que<br />

dudar: era preciso entrar en el pasadizo. Apenas se había deslizado en él,<br />

arrastrándose de rodillas con su lámpara en la mano, cuando oía una voz en el<br />

fondo <strong>del</strong> subterráneo: “Aquí perecen los locos que codician la ciencia y el<br />

poder”. Gracias a un maravilloso efecto de acústica, aquellas palabras eran<br />

repetidas siete veces por ecos distanciados. Era preciso avanzar sin embargo;<br />

el pasadizo se ensanchaba, pero descendía en pendiente cada vez más rápida.<br />

En fin, el viajero se encontraba frente a un embudo que conducía a un<br />

agujero: una escala de hierro se perdía en él; el novicio se aventuraba a bajar.<br />

En el último escalón, su mirada asustada se hundía en un pozo horrible. Su<br />

pobre lámpara de nafta, que apretaba convulsamente en su temblorosa mano,<br />

proyectaba un vago resplandor en tinieblas sin fondo... ¿Qué hacer?. Sobre<br />

él, la vuelta imposible; bajo él, la caída en el vacío, la noche espantosa. En<br />

aquella angustia, distinguía una grieta en el terreno por su izquierda.<br />

Agarrado con una mano a la escala, extendiendo su lámpara con la otra, veía<br />

unos escalones. ¡Una escalera!, era la salvación. Se lanzaba por ella; subía, se<br />

escapaba <strong>del</strong> abismo. La escalera, atravesando la roca como una barrena,<br />

subía en espiral. En fin, el aspirante se encontraba ante una reja de bronce<br />

que daba a una ancha galería sostenida por grandes cariátides. En los<br />

intervalos, sobre el muro, se veían dos filas de frescos simbólicos. Había once<br />

en cada lado, dulcemente iluminados por lámparas de cristal que tenían en sus<br />

111


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

manos las bellas cariátides.<br />

Un mago llamado pastophoro (guardián de los símbolos sagrados)<br />

abría la verja al novicio y le acogía con una sonrisa benévola. Lo felicitaba<br />

por haber soportado con felicidad la primera prueba, y luego,<br />

conduciéndole a través de la galería, le explicaba las pinturas sagradas. Bajo<br />

cada una de aquellas pinturas había una letra y un número. <strong>Los</strong> veintidós<br />

símbolos representaban los veintidós primeros arcanos y constituían el<br />

alfabeto de la ciencia oculta, es decir, los principios absolutos, las claves<br />

universales que, aplicadas por la voluntad, se convierten en la fuente de<br />

toda sabiduría y de todo poder. Esos principios se fijaban en la memoria por<br />

su correspondencia con las letras de la lengua sagrada y con los números que<br />

se ligan a esas letras. Cada letra y cada número expresa en aquella lengua una<br />

ley ternaria, que tiene su repercusión en el mundo divino, en el mundo<br />

intelectual y en el mundo físico. Del mismo modo que el dedo que toca una<br />

cuerda de la lira hace resonar una nota de la gama y vibrar todas sus<br />

armónicas, así el espíritu que contempla todas las virtualidades de un número<br />

y la voz que pronuncia una letra con la conciencia de su alcance, evocan un<br />

poder que repercute en los tres mundos.<br />

De este modo, la letra A, que corresponde al número 1, expresa en el<br />

mundo divino: el Ser absoluto que emanan todos los seres; en el mundo<br />

intelectual: la unidad, manantial y síntesis de los números; en el mundo<br />

físico: el hombre, cúspide de los seres relativos que, por la expresión de sus<br />

facultades, se eleva en las esferas concéntricas <strong>del</strong> infinito. El arcano 1 se<br />

representaba entre los egipcios por un mago vestido de blanco, con un cetro<br />

en la mano y la frente ceñida por una corona de oro. El ropaje blanco<br />

significaba la pureza, el cetro el dominio, la corona de oro la luz universal.<br />

El novicio se hallaba lejos de comprender todo lo que oía de extrañó y<br />

de nuevo; pero desconocidas perspectivas se entreabrían ante él a las<br />

palabras <strong>del</strong> pastóphoro, ante aquellas hermosas pinturas que le miraban con<br />

la impasible gravedad de los dioses. Tras cada una de ellas, entreveía por<br />

relámpagos de intuición toda una serie de pensamientos y de imágenes<br />

súbitamente evocadas. Sospechaba por la primera vez la parte interna <strong>del</strong><br />

mundo por la cadena misteriosa de las causas. Así, de letra en letra, de<br />

número en número, el maestro explicaba al discípulo el sentido de los<br />

arcanos, y le conducía por Isis Urania al Carro de Osiris; por la torre<br />

derribada por el rayo a la estrella flamígera, y, en fin, a la corona de los<br />

magos. “Y sábelo bien — decía el pastóphoro — lo que significa esa corona:<br />

toda voluntad que se une a Dios para manifestar la verdad y obrar la justicia,<br />

112


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

entra desde esta vida en participación <strong>del</strong> poder divino sobre los seres y sobre<br />

las cosas, recompensa eterna de los espíritus libertados”. Al oír hablar al<br />

maestro, el neófito experimentaba una mezcla de sorpresa, de temor y de<br />

admiración. Eran los primeros resplandores <strong>del</strong> santuario, y la verdad<br />

entrevista le parecía la aurora de una divina reminiscencia. Pero las pruebas<br />

no habían terminado. Al concluir de hablar, el pastóphoro abría una<br />

puerta que daba acceso a una nueva bóveda estrecha y larga, a cuya<br />

extremidad chisporroteaba una enorme hoguera. “Pero ¡eso es la muerte!”,<br />

decía el novicio, y miraba a su guía temblando. “Hijo mío — respondía el<br />

pastophoro —, la muerte sólo espanta a las naturalezas abortadas. Yo he<br />

atravesado en otros tiempos aquella llama como un campo de rosas”. Y la<br />

verja de la galería de los arcanos se volvía a cerrar tras el postulante. Al<br />

aproximarse a la barrera de fuego, se daba cuenta de que la hoguera se<br />

reducía a una ilusión óptica creada por maderas resinosas, dispuestas al<br />

tresbolillo sobre unas rejas. Un sendero trazado en medio le permitía pasar<br />

rápidamente al otro lado. A la prueba de fuego sucedía la prueba <strong>del</strong><br />

agua. El aspirante tenía que atravesar una agua muerta y negra al<br />

resplandor de un incendio de nafta que se encendía tras de él, en la cámara<br />

<strong>del</strong> fuego. Después de esto, los oficiantes le conducían, tembloroso aún, a<br />

una gruta oscura en la que no se veía más que un lecho mullido,<br />

misteriosamente iluminado por la semioscuridad de una lámpara de<br />

bronce suspendida en la bóveda. Le secaban, rociaban su cuerpo con<br />

esencias exquisitas, le revestían con un traje de fino lienzo y le dejaban<br />

solo, después de haberle dicho: “Descansa, medita y espera al hierofante”.<br />

El novicio extendía sus miembros fatigados sobre el tapiz suntuoso de su<br />

lecho. Después de las emociones diversas, aquel momento de calma le<br />

parecía dulce. Las pinturas sagradas que había visto, todas aquellas figuras<br />

extrañas, las esfinges, las cariátides, volvían a pasar ante su imaginación.<br />

¿Por qué una de aquellas pinturas le obsesionaba como una alucinación?.<br />

Veía obstinadamente el arcano X representado por una rueda suspendida<br />

por su eje entre dos columnas. De un lado sube Hesmanubis, el genio <strong>del</strong><br />

Bien, bello como un joven efebo; <strong>del</strong> otro, Tiphón, el genio <strong>del</strong> Mal, que<br />

con la cabeza hacia abajo se precipita al abismo. Entre los dos, en la parte<br />

superior de la rueda, se hallaba sentada una esfinge con una espada en<br />

sus garras.<br />

El vago zumbido de una música lasciva que parecía partir <strong>del</strong> fondo de la<br />

gruta, hacía desvanecer aquella imagen. Eran sones ligeros e indefinidos, de<br />

una languidez triste e incisiva. Un tañido metálico excitaba su oído, mezclado<br />

113


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

con arpegios y so nidos de flauta, suspiros jadeantes como un aliento<br />

abrasador. Envuelto en un sueño de fuego, el extranjero cerraba los ojos. Al<br />

volverlos a abrir, veía a algunos pasos de su lecho una aparición trastornadora<br />

de vida y de infernal seducción. Una mujer de Nubia, vestida con gasa de<br />

púrpura transparente, un collar de amuletos a su cuello, parecida a las<br />

sacerdotisas de los misterios de Mylitta, estaba allí en pie, cubriéndole con su<br />

mirada y manteniendo en su mano una copa coronada de rosas. Tenía ese<br />

tipo nubio cuya sensualidad intensa y chispeante concentra todas las potencias<br />

<strong>del</strong> animal femenino: pómulos salientes, nariz dilatada, labios gruesos como<br />

un fruto rojo y sabroso. Sus ojos negros brillaban en la penumbra. El novicio<br />

se había levantado y, sorprendido, no sabiendo si debía temblar o regocijarse,<br />

cruzaba instintivamente sus manos sobre el pecho. Pero la esclava avanzaba a<br />

pasos lentos, y, bajando los ojos, murmuraba en voz baja: “¿Tienes miedo<br />

de mí, bello extranjero?. Te traigo la recompensa de los vencedores, el<br />

olvido de las penas, la copa de la felicidad...”. Él novicio dudaba; entonces,<br />

como llena de cansancio, la nubia se sentaba sobre el lecho y envolvía al<br />

extranjero en una mirada suplicante como una larga llama. ¡Desgraciado de<br />

él si se atrevía a desafiarla, si se inclinaba sobre aquella boca, si se embriagaba<br />

con los pesados perfumes que subían de aquellos hombros bronceados!. Una<br />

vez que había cogido su mano, y tocado con los labios aquella copa, estaba<br />

perdido... Rodaba sobre el lecho enlazado en un abrazo abrasador. Pero<br />

después de satisfacer el deseo salvaje, el líquido que había bebido le<br />

sumergía en un pesado sueño. Cuando despertaba, se encontraba solo,<br />

angustiado. La lámpara lanzaba una luz fúnebre sobre su lecho en desorden.<br />

Un hombre estaba en pie ante él; era el hierofante, que le decía:<br />

— Has vencido en las primeras pruebas. Has triunfado de la muerte,<br />

<strong>del</strong> fuego y <strong>del</strong> agua; pero no has sabido vencerte a ti mismo. Tú que<br />

aspiras a las alturas <strong>del</strong> espíritu y <strong>del</strong> conocimiento, has sucumbido a la<br />

primera tentación de los sentidos, y has caído en el abismo de la materia.<br />

Quien vive esclavo de los sentidos, vive en las tinieblas. Has preferido las<br />

tinieblas a la luz; quédate, pues, en las tinieblas. Te advertí de los peligros a<br />

que te exponías. Has salvado tu vida; pero has perdido tu libertad. Quedarás<br />

bajo pena de muerte, como esclavo <strong>del</strong> templo.<br />

Si al contrario, el aspirante había tirado la copa y rechazado a la<br />

pecadora, doce neócoros provistos de antorchas, llegaban para rodearle y<br />

conducirle triunfalmente al santuario de Isis, donde los magos, colocados en<br />

hemiciclo y vestidos de blanco, le esperaban en asamblea plena. En el<br />

fondo <strong>del</strong> templo espléndidamente iluminado, veía la estatua colosal de Isis,<br />

114


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

en metal fundido, con una rosa de oro en el pecho, coronada con una<br />

diadema de siete rayos y sosteniendo en sus brazos a su hijo Horus. Ante la<br />

diosa, el hierofante recibía al recién llegado y le hacía prestar, bajo las<br />

imprecaciones más tremendas, el juramento <strong>del</strong> silencio y de la sumisión.<br />

Entonces le saludaba en nombre de toda la asamblea como a un hermano y<br />

futuro iniciado. Ante aquellos maestros augustos, el discípulo de Isis se creía<br />

en presencia de dioses. Engrandecido ante sí mismo, entraba por la primera<br />

vez en la esfera de la Verdad.<br />

115


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

IV<br />

OSIRIS - LA MUERTE Y LA RESURRECCIÓN<br />

Y, sin embargo, sólo quedaba admitido a su umbral. Porque ahora<br />

empezaban los largos años de estudio y de aprendizaje. Antes de elevarse a<br />

Isis Urania tenía que conocer la Isis terrestre, instruirse en las ciencias físicas<br />

y androgónicas. El tiempo lo repartía entre las meditaciones en su celda, el<br />

estudio de los jeroglíficos en las salas y patios <strong>del</strong> templo, tan vasto como<br />

una ciudad, y las lecciones de los maestros. Aprendía la ciencia de los<br />

minerales y de las plantas, la historia <strong>del</strong> hombre y de los pueblos, la<br />

medicina, la arquitectura y la música sagrada. En aquel largo aprendizaje no<br />

tenía sólo que conocer, sino devenir: ganar la fuerza por medio <strong>del</strong><br />

renunciamiento. <strong>Los</strong> sabios antiguos creían que el hombre no posee la verdad<br />

más que cuando ésta llega a ser una parte de su ser íntimo, un acto<br />

espontáneo <strong>del</strong> alma. Pero en ese profundo trabajo de asimilación, se dejaba<br />

al discípulo abandonado a sí mismo. Sus maestros no le ayudaban en nada, y<br />

con frecuencia le chocaba su frialdad, su indiferencia. Le vigilaban con<br />

atención; le obligaban a seguir reglas inflexibles; se exigía de él una<br />

obediencia absoluta; pero no le revelaban nada más allá de ciertos límites. A<br />

sus inquietudes, a sus preguntas, se le respondía: “Espera y trabaja”. Entonces<br />

se manifestaban en él rebeldías repentinas, pesares amargos, sospechas<br />

horribles. ¿Se había convertido en esclavo de audaces impostores o de magos<br />

negros, que subyugaban su voluntad con un fin infame?. La verdad huía; los<br />

dioses le abandonaban; estaba solo y era prisionero <strong>del</strong> templo. La verdad se<br />

le había aparecido bajo la figura de una esfinge. Ahora la esfinge le decía:<br />

“Yo soy la duda”. Y la bestia alada con su cabeza de mujer impasible y sus<br />

garras de león, se lo llevaba para desgarrarlo en la arena ardiente <strong>del</strong><br />

desierto.<br />

Pero a esas pesadillas sucedían horas de calma y de presentimiento<br />

divino. Comprendía entonces el sentido simbólico de las pruebas por que<br />

había atravesado al entrar en el templo. Porque el pozo sombrío donde había<br />

estado a punto de caer, era menos negro que el abismo de la insondable<br />

verdad; el fuego que había atravesado, era menos terrible que las pasiones<br />

que quemaban aún su carne; el agua helada y tenebrosa en que había tenido<br />

que sumergirse, era menos fría que la duda en que su espíritu se hundía y se<br />

116


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

ahogaba en las malas horas.<br />

En una de las salas <strong>del</strong> templo se alineaban en dos filas aquellas<br />

mismas pinturas sagradas que le habían explicado en la cripta durante la<br />

noche de las pruebas, y que representaban los veintidós arcanos. Aquellos<br />

arcanos que se dejaban entrever en el umbral mismo de la ciencia oculta,<br />

eran las columnas de la teología; pero era preciso haber atravesado toda la<br />

iniciación para comprenderlos. Después, ninguno de los maestros le había<br />

vuelto a hablar más de aquello. Le permitían solamente pasearse en aquella<br />

sala y meditar sobre aquellos signos. Pasaba allí largas horas solitarias. Por<br />

aquellas figuras castas como la luz, graves como la Eternidad, la verdad<br />

invisible e impalpable se infiltraba lentamente en el corazón <strong>del</strong> neófito. En<br />

la muda sociedad de aquellas divinidades silenciosas y sin nombre, de las<br />

que cada una parecía presidir a una esfera de la vida, comenzaba a<br />

experimentar algo nuevo: al principio, una reconcentración en el fondo de<br />

su ser; luego, una especie de desligamiento <strong>del</strong> mundo que le hacía elevarse<br />

por encima de las cosas. A veces, preguntaba a uno de los magos: “¿Se me<br />

permitirá algún día respirar la rosa de Isis y ver la luz de Osiris?”. Se le<br />

respondía: “Eso no depende de nosotros. La verdad no se da. Se la<br />

encuentra. Nosotros no podemos hacer de ti un adepto: hay que llegar por el<br />

trabajo propio. El loto crece bajo el río largo tiempo antes de abrirse en<br />

flor. No apresures el florecimiento de la flor divina. Si ella tiene que venir,<br />

vendrá a su debido tiempo. Trabaja y ora”. Y el discípulo volvía a sus<br />

estudios, a sus meditaciones, con un triste gozo. Gustaba <strong>del</strong> encanto austero y<br />

suave, de esa soledad por donde pasa como un soplo el ser de los seres. Así<br />

transcurrían los meses y los años. Sentía operarse en su ser una transformación<br />

lenta, una metamorfosis completa. Las pasiones que le habían asaltado en su<br />

juventud se alejaban como sombras, y los pensamientos que le rodeaban<br />

ahora le sonreían como inmortales amigos. Lo que experimentaba por<br />

momentos era la desaparición de su yo terrestre y el nacimiento de otro yo<br />

más puro y más etéreo. En este sentimiento, a veces ocurría que se prosternaba<br />

ante las escaleras <strong>del</strong> cerrado santuario. Entonces ya no había en él<br />

rebeldía, ni un deseo cualquiera, ni un pesar. Sólo había un abandono<br />

completo de su alma a los Dioses, una oblación perfecta a la verdad. “¡Oh<br />

Isis! — decía él en su oración — puesto que mi alma sólo es una lágrima de<br />

tus ojos, que ella caiga en rocío sobre otras almas, y que al morir por ello,<br />

sienta yo su perfume subir hacia ti. Heme aquí presto al sacrificio”.<br />

Después de una de aquellas oraciones mudas, el discípulo en semiéstasis<br />

veía en pie a su lado, como una visión salida <strong>del</strong> suelo, al hierofante envuelto<br />

117


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

en los cálidos resplandores <strong>del</strong> poniente. El maestro parecía leer todos los<br />

pensamientos <strong>del</strong> discípulo, penetrar todo el drama de su vida interior.<br />

— Hijo mío — decía —, la hora se aproxima en que se te revelará la<br />

verdad. Porque tú la has presentido ya, descendiendo al fondo de ti mismo y<br />

encontrando allí la vida divina. Vas a entrar en la grande, en la inefable<br />

comunión de los iniciados. Porque eres digno de ello por la pureza de tu<br />

corazón, por tu amor a la verdad y tu fuerza de renunciamiento. Pero nadie<br />

franquea el umbral de Osiris sin pasar por la muerte y por la resurrección.<br />

Vamos a acompañarte a la cripta. No temas, pues eres ya uno de nuestros<br />

hermanos.<br />

Al llegar el crepúsculo, los sacerdotes de Osiris, llevando antorchas,<br />

acompañaban al nuevo adepto a una cripta baja sostenida por cuatro columnas<br />

apoyadas sobre esfinges. En un extremo se encontraba un sarcófago abierto,<br />

tallado en mármol. (<strong>Los</strong> arqueólogos han visto durante largo tiempo en el<br />

sarcófago de la gran pirámide de Giseh, la tumba <strong>del</strong> rey Sesostris,<br />

basados en Herodoto, que no era iniciado, y a quien los sacerdotes egipcios<br />

no han confiado casi más que narraciones sin valor y cuentos populares.<br />

Pero los reyes de Egipto tenían sus sepulturas en otras partes. La<br />

estructura interior tan rara de la pirámide prueba que debía servir para<br />

las ceremonias de la iniciación y prácticas secretas de los sacerdotes de<br />

Osiris. Se encuentran allí el Pozo de la verdad, que hemos descrito; la<br />

escalera ascendente; la sala de los arcanos... La cámara llamada <strong>del</strong> Rey,<br />

que encierra el sarcófago, era aquella donde se conducía al adepto la<br />

víspera de su grande iniciación. Estas mismas disposiciones estaban<br />

reproducidas en los grandes templos <strong>del</strong> Egipto alto y medio).<br />

— Ningún hombre — decía el hierofante — escapa a la muerte, y toda<br />

alma viviente está destinada a la resurrección. El adepto pasa en vida por la<br />

tumba para entrar desde ahora en la luz de Osiris.<br />

Acuéstate pues en esa tumba, y espera la luz. Esta noche franquearás la<br />

puerta <strong>del</strong> Espanto y alcanzarás el umbral de la Maestría.<br />

El adepto se acostaba en el sarcófago abierto; el hierofante extendía la<br />

mano sobre él para bendecirle, y el cortejo de los iniciados se alejaba en<br />

silencio de la cripta. Una pequeña lámpara depositada en tierra ilumina aún,<br />

con su resplandor dudoso, las cuatro esfinges que soportan las columnas<br />

pequeñas de la cripta. Se oye un coro de voces profundas, bajo y velado. ¿De<br />

dónde viene?. ¡El canto de los funerales!... Ya expira; la lámpara arroja un<br />

último resplandor y se apaga por completo. El adepto queda solo en las<br />

tinieblas: el frío <strong>del</strong> sepulcro pasa sobre él, hiela todos sus miembros. Pasa<br />

118


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

gradualmente por las sensaciones dolorosas de la muerte, y queda aletargado.<br />

Su vida desfila ante él y cuadros sucesivos como una cosa irreal, y su<br />

conciencia terrestre se vuelve cada vez más vaga y difusa. Pero, a medida que<br />

siente su cuerpo disolverse, la parte etérea, fluida, de su ser, se destaca. Entra<br />

en éxtasis...<br />

¿Qué es ese punto brillante y lejano que aparece imperceptible sobre el<br />

fondo negro de las tinieblas?. Se aproxima, se agranda, se convierte en una<br />

estrella de cinco puntas cuyos rayos tienen todos los colores <strong>del</strong> arco iris, y<br />

que lanza en las tinieblas descargas de luz magnética. Ahora es un sol quien le<br />

atrae en la blancura de su centro incandescente.<br />

— ¿Es la magia de los maestros la que produce aquella visión?. ¿Es lo<br />

invisible que se hace visible?. ¿Es el presagio de la verdad celeste, la estrella<br />

flamígera de la esperanza y de la inmortalidad?. — La visión desaparece, y<br />

en su lugar un capullo brota en la noche: una flor inmaterial, pero sensible y<br />

dotada de un alma. Porque se abre ante él como una rosa blanca y extiende<br />

sus pétalos; ve vibrar sus hojas vivas y enrojecerse su cáliz inflamado. — ¿Es<br />

flor de Isis, la Rosa mística de la sabiduría que encierra el Amor en su<br />

corazón?. — Más he aquí que la rosa se evapora como una nube de perfumes.<br />

Entonces, el extático se siente inundado por un soplo cálido y acariciador.<br />

Después de haber tomado formas caprichosas, la nube se condensa y se<br />

vuelve una figura humana. Es la de una mujer, la Isis <strong>del</strong> santuario oculto;<br />

pero más joven, sonriente y luminosa. Un velo transparente se arrolla en<br />

espiral a su alrededor, y su cuerpo brilla a través. En su mano sostiene un<br />

rollo de papiros. Se aproxima despacio, se inclina sobre el iniciado acostado<br />

en la tumba, y le dice: “Soy tu hermana invisible, soy tu alma divina, y éste<br />

es el libro de tu vida. Él contiene las páginas completas de tus existencias<br />

pasadas y las páginas blancas de tus vidas futuras. Un día las desarrollaré<br />

todas ante ti. Me conoces ahora: llámame y volveré”. Y mientras habla, un<br />

rayo de ternura ha brotado de sus ojos... ¡Oh presencia de un doble angélico,<br />

promesa inefable de lo divino, fusión en el impalpable más allá!...<br />

Pero todo se quiebra, la visión se borra. Un desgarramiento atroz, y el<br />

adepto se siente precipitado en su cuerpo como en un cadáver. Vuelve al<br />

estado de letargo consciente; círculos de hierro retienen sus miembros; un<br />

peso terrible pesa sobre su cerebro; se despierta..., y en pie ante él está el<br />

hierofante acompañado de los magos. Le rodean, le hacen beber un cordial, se<br />

levanta.<br />

— Ya has resucitado — dice el sacerdote —: ven a celebrar con nosotros<br />

el banquete de los iniciados, y cuéntanos tu viaje en la luz de Osiris. Porque<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

eres desde ahora uno de los nuestros.<br />

Transportémonos ahora con el hierofante y el nuevo iniciado sobre el<br />

observatorio <strong>del</strong> templo, en el tibio esplendor de una noche egipcia. Allí es<br />

donde el jefe <strong>del</strong> templo daba al reciente adepto la grande revelación,<br />

contándole la visión de Hermes. Esta visión no estaba escrita en ningún papiro.<br />

Estaba en las estelas de la cripta secreta, conocida sólo por el hierofante. De<br />

pontífice en pontífice, la explicación se transmitía verbalmente.<br />

— Escucha bien — decía el hierofante —: esta visión encierra la historia<br />

eterna <strong>del</strong> mundo y el círculo de las cosas.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

V<br />

LA VISIÓN DE HERMES<br />

(La visión de Hermes se encuentra al comienzo de los libros de<br />

Hermes Trismegisto bajo el nombre de Poimandres. La antigua tradición<br />

egipcia sólo nos ha llegado bajo una forma alejandrina ligeramente<br />

alterada. Yo he tratado de reconstituir ese fragmento capital de la doctrina<br />

hermética, en el sentido de la alta iniciación y de la síntesis esotérica que<br />

representa).<br />

“Un día Hermes se quedó dormido después de reflexionar sobre el<br />

origen de las cosas. Una pesada torpeza se apoderó de su cuerpo; pero a<br />

medida que su cuerpo se embotaba, su espíritu subía por los espacios.<br />

Entonces le pareció que un ser inmenso, sin forma determinada, le llamaba por<br />

su nombre.<br />

— ¿Quién eres? — dijo Hermes asustado.<br />

— Soy Osiris, la inteligencia soberana, y puedo revelarte todas las<br />

cosas. ¿Qué deseas?.<br />

— Deseo contemplar la fuente de los seres, ¡Oh divino Osiris!, y<br />

conocer a Dios.<br />

— Quedarás satisfecho.<br />

En este momento Hermes se sintió inundado por una luz <strong>del</strong>iciosa. En<br />

sus ondas diáfanas pasaban las formas encantadoras de todos los seres. Pero<br />

de repente, espantosas tinieblas de forma sinuosa descendieron sobre él.<br />

Hermes quedó sumergido en un caos húmedo lleno de humo y de un lúgubre<br />

zumbido. Entonces una voz se elevó <strong>del</strong> abismo. Era el grito de la luz. En<br />

seguida un fuego sutil salió de las húmedas profundidades y alcanzó las<br />

alturas etéreas. Hermes subió con él y se volvió a ver en los espacios. El<br />

caos sé despejaba en el abismo; coros de astros se esparcían sobre su<br />

cabeza, y la voz de la luz llenaba lo infinito.<br />

— ¿Has comprendido lo que has visto? — dijo Osiris a Hermes<br />

encadenado en su sueño y suspendido entre tierra y cielo<br />

— No — dijo Hermes —. Bueno: pues vas a saberlo. Acabas de ver lo<br />

que es desde toda la eternidad. La luz que has visto al principio, es la<br />

inteligencia divina que contiene todas las cosas en potencia y encierra los<br />

mo<strong>del</strong>os de todos los seres. Las tinieblas en que has sido sumergido en<br />

121


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

seguida, son el mundo material en que viven los hombres de la tierra; el fuego<br />

que has visto brotar de las profundidades, es el Verbo divino. Dios es el<br />

Padre, el Verbo es el Hijo, su unión es la Vida.<br />

— ¿Qué sentido maravilloso se ha abierto en mí? — dijo Hermes —. Ya<br />

no veo con los ojos <strong>del</strong> cuerpo, sino con los <strong>del</strong> espíritu. ¿Cómo ocurre eso?.<br />

— Hijo de la tierra — respondió Osiris — es porque el Verbo está en ti.<br />

Lo que en ti oye, ve, obra, es el Verbo mismo, el fuego sagrado, la palabra<br />

creadora.<br />

— Puesto que así es — dijo Hermes —, hazme ver la vida de los mundos,<br />

el camino de las almas, de dónde viene el hombre y adonde vuelve.<br />

— Hágase todo según tu deseo.<br />

Hermes se volvió más pesado que una piedra y cayó a través de los<br />

espacios como un aerolito. Por fin se vio en la cumbre de una montaña.<br />

Estaba oscura; la tierra era sombría y desnuda; sus miembros le parecían<br />

pesados como hierro.<br />

— ¡ Levanta los ojos y mira!. — dijo la voz de Osiris.<br />

Entonces, Hermes vio un espectáculo maravilloso. El espacio infinito,<br />

el cielo estrellado le envolvían en siete esferas luminosas. De una sola<br />

mirada, Hermes vio los siete cielos escalonados sobre su cabeza como siete<br />

globos transparentes y concéntricos, cuyo centro sideral él ocupaba. El último<br />

tenía como cintura la vía láctea. En cada esfera giraba un planeta<br />

acompañado de una forma, signo y luz diferente. Mientras que Hermes<br />

deslumbrado contemplaba esta floración esparcida y sus movimientos<br />

majestuosos, la voz dijo:<br />

— Mira, escucha y comprende. Tú ves las siete esferas de toda vida. Al<br />

través de ellas tiene lugar la caída de las almas y su ascensión. <strong>Los</strong> siete<br />

planetas con sus Genios son los siete rayos <strong>del</strong> Verbo Luz. Cada uno de ellos<br />

domina en una esfera <strong>del</strong> Espíritu, en una fase de la vida de las almas. El<br />

más aproximado a ti es el Genio de la Luna, el de inquietante sonrisa y<br />

coronado por una hoz de plata. Éste preside a los nacimientos y a las muertes.<br />

El desagrega las almas de los cuerpos y las atrae en su rayo. Sobre él, el<br />

pálido Mercurio muestra el camino a las almas descendentes o ascendentes,<br />

con su caduceo que contiene la ciencia. Más arriba la brillante Venus<br />

sostiene el espejo <strong>del</strong> Amor, donde las almas por turno se olvidan y se<br />

reconocen. Sobre éste, el Genio <strong>del</strong> Sol eleva la antorcha triunfal de la eterna<br />

Belleza. Más arriba aún, Marte blande la espada de la justicia. Reinando<br />

sobre la esfera azulada, Júpiter sostiene el cetro <strong>del</strong> poder supremo, que es la<br />

Inteligencia divina. En los límites <strong>del</strong> mundo, bajo los signos <strong>del</strong> Zodíaco,<br />

122


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Saturno lleva el globo de la sabiduría universal. (Desde luego que estos dioses<br />

tenían otros nombres en la lengua egipcia. Pero los siete dioses cosmogónicos<br />

se corresponden en todas las mitologías por su sentido y sus atributos. Ellos<br />

tienen su raíz común en la antigua tradición esotérica. Como la tradición<br />

occidental ha adoptado los nombres latinos, nosotros los conservamos para<br />

mayor claridad).<br />

— Veo — dijo Hermes — las siete regiones que comprenden el mundo<br />

visible e invisible; veo los siete rayos <strong>del</strong> Verbo Luz, <strong>del</strong> Dios único que los<br />

atraviesa y gobierna. Pero ¡Oh maestro mío!, ¿En qué forma tiene lugar el<br />

viaje de los hombres a través de todos esos mundos?.<br />

— ¿Ves — dijo Osiris — una simiente luminosa caer de las regiones de la<br />

vía láctea en la séptima esfera?. Son gérmenes de almas. Ellas viven como<br />

vapores ligeros en la región de Saturno, dichosas, sin preocupación,<br />

ignorantes de su felicidad. Pero al caer de esfera a esfera revisten envolturas<br />

cada vez más pesadas. En cada encarnación adquieren un nuevo sentido<br />

corporal, conforme al medio en que habitan. Su energía vital aumenta; pero a<br />

medida que entran en cuerpos más espesos, pierden el recuerdo de su origen<br />

celeste. Así tiene lugar la caída de las almas procedentes <strong>del</strong> divino Éter. Más y<br />

más prisioneras de la materia, más y más embriagadas por la vida, se<br />

precipitan como una lluvia de fuego, con estremecimientos de<br />

voluptuosidad, a través de las regiones <strong>del</strong> Dolor, <strong>del</strong> Amor y de la Muerte,<br />

hasta su prisión terrestre, donde tú gimes retenido por el centro ígneo de la<br />

tierra y donde la vida divina parece un vano sueño.<br />

— ¿Pueden morir las almas? — preguntó Hermes.<br />

— Sí — respondió la voz de Osiris —; muchas perecen en el descenso<br />

fatal. El alma es hija <strong>del</strong> cielo y su viaje es una prueba. Si en su amor<br />

desenfrenado de la materia pierde el recuerdo de su origen, la brasa divina<br />

que en ella estaba y que hubiera podido llegar a ser más brillante que una<br />

estrella, vuelve a la región etérea, átomo sin vida, y el alma se desagrega en<br />

el torbellino de los elementos groseros.<br />

A esas palabras de Osiris, Hermes se estremeció. Porque una tempestad<br />

rugiente le envolvió en una nube negra. Las siete esferas desaparecieron bajo<br />

espesos vapores. Vio allí espectros humanos lanzando extraños gritos,<br />

llevados y desgarrados por fantasmas de monstruos y de animales, en medio de<br />

gemidos y de blasfemias sin nombre.<br />

— Tal es — dijo Osiris — el destino de las almas irremediablemente<br />

bajas y malvadas. Su tortura sólo termina con su destrucción, que es la<br />

pérdida de toda conciencia. Pero mira: los vapores se disipan, las siete esferas<br />

123


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

reaparecen bajo el firmamento. Mira de este lado. ¿Ves aquel enjambre de<br />

almas que tratan de remontarse a la región lunar?. Las unas son rechazadas<br />

hacia la tierra, como torbellinos de pájaros bajo los golpes de la tempestad.<br />

Las otras alcanzan a grandes aletazos la esfera superior, que las arrastra en su<br />

rotación, una vez llegadas allá, recobran la visión de las cosas divinas. Pero<br />

esta vez no se contentan con reflejarlas en el sueño de una felicidad<br />

imponente. Ellas se impregnan de aquellas cosas con la lucidez de la<br />

conciencia iluminada por el dolor, con la energía de la voluntad adquirida en la<br />

lucha. Ellas se vuelven luminosas, porque poseen lo divino en sí mismas y lo<br />

irradian en sus actos. Templa, pues, tu alma, ¡Oh Hermes!, y serena tu<br />

espíritu oscurecido, contemplando esos vuelos lejanos de almas que<br />

remontan las siete esferas y allí se esparcen como haces de chispas. Porque tú<br />

también puedes seguirlas; basta quererlo para elevarse. Mira como ellas se<br />

enjambran y describen coros divinos. Cada una se coloca bajo su genio<br />

preferido. Las más bellas viven en la región solar, las más poderosas se elevan<br />

hasta Saturno. Algunas se remontan hasta el Padre: entre las potencias,<br />

potencias ellas mismas. Porque allí donde todo acaba, todo comienza<br />

eternamente, y las siete esferas dicen juntas: “¡Sabiduría!, ¡Amor!, ¡Justicia!,<br />

¡Belleza!, ¡Esplendor!, ¡Ciencia!, ¡Inmortalidad!”.<br />

— “He ahí — decía el hierofante — lo que ha visto el antiguo Hermes y lo<br />

que sus sucesores nos han transmitido. Las palabras <strong>del</strong> sabio son como las<br />

siete notas de la lira que contienen toda la música, con los números y las leyes<br />

<strong>del</strong> universo. La visión de Hermes se asemeja al cielo estrellado cuyas<br />

profundidades insondables están sembradas de constelaciones. Para el niño,<br />

sólo es una bóveda con clavos de oro; para el sabio es el espacio sin límites,<br />

donde giran los mundos con sus ritmos y sus signos evocadores y las claves<br />

mágicas; cuanto más aprendas a contemplarla y a comprenderla, más verás<br />

extenderse sus límites, porque la misma ley orgánica gobierna todos los<br />

mundos”. Y el profeta <strong>del</strong> templo comentaba el texto sagrado. Él explicaba<br />

que la doctrina <strong>del</strong> Verbo Luz representa la divinidad en el estado estático,<br />

en su equilibrio perfecto. Él demostraba su triple naturaleza, que es a la vez<br />

inteligencia, fuerza y materia; espíritu, alma y cuerpo; luz, verbo y vida. La<br />

esencia, la manifestación y la substancia, son tres términos que se suponen<br />

recíprocamente. Su unión constituye el principio divino e intelectual por<br />

excelencia, la ley de la unidad ternaria, que de arriba abajo domina la<br />

creación.<br />

Habiendo conducido así a su discípulo al centro ideal <strong>del</strong> universo, al<br />

principio generador <strong>del</strong> Ser, el Maestro lo difundía en el tiempo y el espacio,<br />

124


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

lo sacudía en floraciones múltiples. Porque la segunda parte de la visión<br />

representa a la divinidad en estado dinámico, es decir, en evolución activa; en<br />

otros términos: el universo visible e invisible, el acto viviente. Las siete<br />

esferas relacionadas con siete planetas simbolizan siete principios, siete<br />

estados diferentes de la materia y <strong>del</strong> espíritu, siete mundos diversos que cada<br />

hombre y cada humanidad se ven forzados a atravesar en su evolución a través<br />

de un sistema solar. <strong>Los</strong> siete Genios, o los siete Dioses cosmogónicos,<br />

significaban los espíritus superiores y directores de todas las esferas, salidos<br />

también de la evolución inevitable. Cada gran Dios era, para un iniciado<br />

antiguo, el símbolo y el patrón de legiones de espíritus que reproducían su<br />

tipo bajo mil variantes, que, desde su esfera, podían ejercer una acción<br />

sobre el hombre y sobre las cosas terrestres. <strong>Los</strong> siete Genios de la visión<br />

de Hermes son los siete Devas de la India, los siete Amshapands de Persia,<br />

los siete grandes Ángeles de la Caldea, los siete Séphiroths (Hay diez<br />

Séphiroths en la Kábala. <strong>Los</strong> tres primeros representan el ternario divino,<br />

los otros siete la evolución <strong>del</strong> universo) de la Cabala, los siete Arcángeles <strong>del</strong><br />

Apocalipsis cristiano. Y el gran septenario que abarca el universo no vibra<br />

únicamente en los siete colores <strong>del</strong> arco iris, en las siete notas de la escala<br />

musical; se manifiesta también en la constitución <strong>del</strong> hombre, que es triple<br />

por esencia, pero séptuple por su evolución. (Daremos aquí los términos<br />

egipcios de esa constitución septenaria <strong>del</strong> hombre que se vuelve a<br />

encontrar en la Kábala: Chat, cuerpo material Anch, fuerza vital; Ka,<br />

doble etéreo o cuerpo astral; Hati, alma animal; Bai, alma racional;<br />

Cheibi, alma espiritual; Ku, espíritu divino. Veremos el desarrollo de las<br />

ideas fundamentales de la doctrina esotérica en el libro de Orfeo y,<br />

sobre todo, en el de Pitágoras).<br />

De modo — decía el hierofante para terminar — que has penetrado<br />

hasta el umbral <strong>del</strong> gran arcano. La vida divina se te ha aparecido bajo los<br />

fantasmas de la realidad. Hermes te ha hecho conocer el cielo invisible, la luz<br />

de Osiris, el Dios oculto <strong>del</strong> universo que respira por millones de almas,<br />

anima los globos errantes y los cuerpos en movimiento. Ahora puedes tú<br />

dirigirte a él y elegir tu camino para ascender hasta el Espíritu puro. Porque<br />

tú perteneces desde ahora a los resucitados en vida. Recuerda que hay dos<br />

clases principales en la ciencia. He aquí la primera: “Lo externo es como lo<br />

interno de las cosas; lo pequeño es como lo grande: sólo hay una ley, y el<br />

que trabaja es Uno. Nada hay pequeño ni grande en la economía divina”. He<br />

aquí la segunda: “<strong>Los</strong> hombres son dioses mortales, y los dioses son los<br />

hombres inmortales, dichoso el que comprende estas palabras porque posee<br />

125


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

la clave de todas las cosas. Recuerda que la ley <strong>del</strong> misterio cubre la gran<br />

verdad. El conocimiento total sólo puede ser revelado a nuestros hermanos<br />

que han atravesado por las mismas pruebas que nosotros. Es preciso medir la<br />

verdad según las inteligencias: velarla a los débiles, a los que volvería locos,<br />

ocultarla a los malvados que sólo pueden percibir fragmentos que<br />

emplearían como armas de destrucción. Enciérrala en tu corazón y que te<br />

hable por tu obra. La ciencia será tu fuerza, la fe tu espada y el silencio tu<br />

armadura infrangible”.<br />

Las revelaciones <strong>del</strong> profeta de Ammón-Rá, que abrían al nuevo<br />

iniciado tan vastos horizontes sobre sí mismo y sobre el universo, producían<br />

sin duda una impresión profunda cuando eran dichas sobre el observatorio de<br />

un templo de Thebas, en la calma lúcida de una noche egipcia. <strong>Los</strong> arcos,<br />

las bóvedas y las terrazas blancas de los templos dormían a sus pies, entre los<br />

macizos negros de los nopales y los tamarindos. A distancia, grandes<br />

monolitos, estatuas colosales de los Dioses, fijas como jueces incorruptibles,<br />

sobre el lago silencioso. Tres pirámides, figuras geométricas <strong>del</strong> tetragrámaton<br />

y <strong>del</strong> septenario sagrado, se perdían en el horizonte, espaciando sus triángulos<br />

en el tenue gris <strong>del</strong> aire. El insondable firmamento hormigueaba de estrellas.<br />

¡Con qué nuevos ojos miraba aquellos astros que le pintaban como moradas<br />

futuras!. Cuando, en fin, el esquife dorado de la luna emergía <strong>del</strong> sombrío<br />

espejo <strong>del</strong> Nilo, que se perdía en el horizonte como una larga serpiente<br />

azulada, el neófito creía ver la barca de Isis que navegaba sobre el río de las<br />

almas y las lleva hacia el sol de Osiris. Él se acordaba <strong>del</strong> Libro de los muertos,<br />

y el sentido de todos aquellos símbolos se revelaba ahora a su espíritu. Después<br />

de lo que había visto y aprendido, podía creerse en el reino crepuscular <strong>del</strong><br />

Amenti, misterio interregno entre la vida terrestre y la vida celeste, donde los<br />

difuntos, al principio sin ojos y sin palabra, recobran poco a poco la vista y la<br />

voz. Él también iba a emprender el gran viaje, el viaje <strong>del</strong> infinito, a través<br />

de los mundos y las existencias. Ya Hermes le había absuelto y juzgado<br />

digno. Él le había dicho la clave <strong>del</strong> gran enigma: “Una sola alma, la grande<br />

alma <strong>del</strong> Todo, ha engendrado, al repartirse, todas las almas que se agitan<br />

en el universo”. Armado con el gran secreto, él subía a la barca de Isis, que<br />

partía. Elevada a los espacios etéreos, ella flotaba en las regiones<br />

intersiderales. Ya los anchos rayos de una inmensa aurora traspasaban los<br />

velos azulados de los horizontes celestes; ya el coro de los espíritus gloriosos,<br />

de los Akhium Seku que han llegado al eterno reposo, cantaba: “¡Levántate,<br />

Ra Hermakuti, sol de los espíritus!. <strong>Los</strong> que están en tu barca, están en<br />

exaltación. Ellos lanzan exclamaciones en la barca de los millones de años.<br />

126


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

El gran ciclo divino se colma de gozo devolviendo gloria a la gran barca<br />

sagrada. Se celebran regocijos en la capilla misteriosa. ¡Levántate, Ammón-<br />

Rá Hermakuti, sol que se crea a sí mismo!”. Y el iniciado respondía con<br />

estas orgullosas palabras: “He alcanzado el punto de la verdad y de la<br />

justificación. Yo resucito como un Dios vivo e irradio en el coro de los Dioses<br />

que habitan en el cielo, porque soy de su raza”.<br />

Tales pensamientos y tan audaces esperanzas podían pasar por el<br />

espíritu <strong>del</strong> adepto en la noche que seguía a la ceremonia mística de la<br />

resurrección. Al día siguiente, en las avenidas <strong>del</strong> templo, bajo la luz que<br />

ciega, aquella noche sólo le parecía un sueño; pero ¡qué sueño inolvidable<br />

aquel primer viaje en lo impalpable y lo invisible!. De nuevo leía la<br />

inscripción de la estatua de Isis: “Ningún mortal ha levantado mi velo.” Una<br />

punta <strong>del</strong> velo se había levantado, sin embargo, pero para volver a caer en<br />

seguida, y él se había despertado en la tierra de las tumbas. ¡Qué lejos estaba<br />

<strong>del</strong> término soñado!. Porque es bien largo el viaje en la barca de los millones<br />

de años. Pero, por lo menos, había entrevisto el objetivo final. Su visión <strong>del</strong><br />

otro mundo, aunque no fuera más que un sueño, un bosquejo infantil de su<br />

imaginación aún llena de los vapores de la tierra, ¿Podía hacerle dudar de<br />

esa otra conciencia que había sentido germinar en sí mismo, de ese doble<br />

misterioso, de ese Yo celeste que se le había aparecido en su belleza astral<br />

como una forma viva, y que le había hablado en su sueño?. ¿Era un alma<br />

hermana, era un genio, o sólo era un reflejo de su espíritu íntimo,<br />

presentimiento de un ser futuro?. Maravilla y misterio. Seguramente era<br />

una realidad, y si aquella alma era la suya, era la verdadera. Para volverla a<br />

encontrar, ¿Qué no haría?. Viviría millones de años, pero no olvidaría<br />

aquella hora divina en que había visto a su otro Yo puro y radiante. (En la<br />

doctrina egipcia el hombre era considerado como no teniendo conciencia<br />

en esta vida mas que <strong>del</strong> alma animal y <strong>del</strong> alma racional, llamadas batí y<br />

bal. La parte superior de su Ser, el alma espiritual y el espíritu divino,<br />

cheybi y Ku, existen en él en estado de germen inconsciente, y se<br />

desarrollan después de esta vida, cuando el hombre llega a ser un<br />

Osiris).<br />

La iniciación había terminado. El adepto era consagrado sacerdote de<br />

Osiris. Si era egipcio, quedaba agregado al templo; si extranjero, le permitían<br />

a veces volver a su país para fundar allí un culto o cumplir una misión. Pero<br />

antes de partir, prometía solemnemente por un juramento terrible, guardar un<br />

silencio absoluto sobre los secretos <strong>del</strong> templo. Jamás debía revelar lo que<br />

había visto u oído, ni divulgar la doctrina de Osiris más que bajo el triple velo<br />

127


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

de los símbolos mitológicos o de los misterios. Si violaba ese juramento, una<br />

muerte fatal le alcanzaba pronto o tarde, por lejos que estuviese. Pero el<br />

silencio era el escudo de su fuerza.<br />

Vuelto a las playas <strong>del</strong> mar Jónico, a su ciudad turbulenta, bajo el<br />

choque de las pasiones furiosas, en aquella multitud de hombres que vivían<br />

como insensatos ignorándose a sí mismos, con frecuencia volvía a pensar en el<br />

Egipto, en las pirámides, en el templo de Ammón-Rá. Entonces, el sueño<br />

de la cripta volvía, y como el loto se balancea allá sobre las ondas <strong>del</strong> Nilo,<br />

así siempre aquella visión blanca sobrenadaba por encima <strong>del</strong> río fangoso y<br />

turbio de la vida En las horas escogidas él escuchaba su voz, que era la voz de<br />

la luz. Despertándose en su ser, una música íntima le decía: “El alma es una luz<br />

velada. Cuando se la abandona, se oscurece y se apaga; pero cuando se vierte<br />

sobre ella el óleo santo <strong>del</strong> amor, se enciende como una lámpara inmortal”.<br />

128


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

LIBRO IV<br />

MOISES<br />

LA MISIÓN DE ISRAEL<br />

Nada había velado para él, y cubría<br />

con un velo la esencia de todo lo que había<br />

visto.<br />

Palabras inscritas bajo la estatua de<br />

Phtahiner, gran sacerdote de Memphis.<br />

Museo <strong>del</strong> Louvre.<br />

El más difícil y más oscuro de los<br />

libros sagrados, el Génesis, contiene tantos<br />

secretos como palabras, y cada palabra<br />

esconde varios.<br />

San Jerónimo.<br />

Hijo <strong>del</strong> pasado y lleno <strong>del</strong> porvenir,<br />

ese libro (los diez primeros capítulos <strong>del</strong><br />

Génesis), heredero de toda la ciencia de los<br />

Egipcios, lleva aún los gérmenes de las<br />

ciencias futuras. Todo lo que la naturaleza<br />

tiene de más profundo y misterioso, lo que el<br />

espíritu puede concebir de maravillas, lo que<br />

la inteligencia tiene de más sublime, él lo<br />

posee.<br />

Fabre d’Olivet. — La langue hebraique<br />

restituée.<br />

Discurso preliminar.<br />

129


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

I<br />

LA TRADICIÓN MONOTEÍSTA Y LOS<br />

PATRIARCAS DEL DESIERTO<br />

La revelación es tan vieja como la humanidad consciente. Efecto de la<br />

inspiración, se pierde en la noche de los tiempos. Basta haber lanzado una<br />

mirada penetrante a los libros sagrados <strong>del</strong> Irán, de la India y de Egipto,<br />

para asegurarse de que las ideas madres de la doctrina esotérica constituyen su<br />

fondo oculto, pero viviente. En ella se encuentra el alma invisible, el principio<br />

generador de las grandes religiones. Todos los poderosos iniciadores han<br />

percibido en un momento de su vida la irradiación de la verdad central; pero<br />

la luz que de ella han sacado se ha roto y coloreado según su genio y su misión,<br />

según los tiempos y los lugares. Hemos atravesado por la iniciación aria con<br />

Rama, la brahmánica con Krishna, la de Isis y de Osiris con los sacerdotes de<br />

Thebas. ¿Podremos negar, después de esto, que el principio inmaterial <strong>del</strong><br />

Dios supremo, que constituye el dogma esencial <strong>del</strong> monoteísmo y la unidad<br />

de la naturaleza, haya sido conocido por los brahmanes y los sacerdotes de<br />

Ammón-Rá?. Sin duda, ellos no hacían nacer el mundo de un acto<br />

instantáneo, de un capricho de la divinidad, como nuestros teólogos<br />

primarios. Pero sabia y gradualmente, por vía de emanación y de evolución,<br />

extraían lo visible de lo invisible, el universo de las profundidades<br />

insondables de Dios. La dualidad masculino-femenina salía de la unidad<br />

primitiva; la trinidad viviente <strong>del</strong> hombre, de la duada creadora, y así<br />

sucesivamente. <strong>Los</strong> números sagrados constituían el verbo eterno, el ritmo y<br />

el instrumento de la divinidad. Contemplados con más o menos lucidez y<br />

fuerza, evocaban en el espíritu <strong>del</strong> iniciado la estructura interna <strong>del</strong> mundo a<br />

través de la suya propia. Del mismo modo, la nota precisa sacada con un<br />

arco de una lámina de cristal cubierta de arena, dibuja en pequeño las formas<br />

armoniosas de las vibraciones que llenan con sus ondas sonoras el vasto reino<br />

<strong>del</strong> aire. Pero el monoteísmo esotérico de Egipto no salió nunca de los<br />

santuarios. Su ciencia sagrada era como privilegio de una pequeña minoría.<br />

<strong>Los</strong> enemigos <strong>del</strong> exterior comenzaban a batir en brecha aquella antigua<br />

ciuda<strong>del</strong>a de la civilización. En la época a que hemos llegado, en el siglo XII<br />

antes de J. C, el Asia se hundía en el culto de la materia. La India marchaba<br />

130


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

ya a grandes pasos hacia su decadencia. Un poderoso imperio se había<br />

levantado en las orillas <strong>del</strong> Eufrates y <strong>del</strong> Tigris. Babilonia, esa ciudad colosal<br />

y monstruosa, producía vértigos a los pueblos nómadas que merodeaban<br />

alrededor. <strong>Los</strong> reyes de Asiria se proclamaban monarcas de las cuatro regiones<br />

<strong>del</strong> mundo, y aspiraban a poner los límites de su imperio en el mismo fin de<br />

la tierra. Aplastaban a los pueblos, los deportaban en masa, los reclutaban y<br />

los lanzaban uno contra otro. Ni derecho de gentes, ni respeto humano, ni<br />

principio religioso, sino la ambición personal sin freno: tal era la ley de los<br />

sucesores de Ninus y de Semíramis. La ciencia de los sacerdotes caldeos era<br />

profunda, pero mucho menos pura, menos elevada y menos eficaz que la de<br />

los sacerdotes egipcios. En Egipto, la autoridad fue privilegio de la ciencia. El<br />

sacerdocio ejerció siempre un poder moderador sobre los reyes. <strong>Los</strong> faraones<br />

eran sus discípulos, y jamás llegaron a ser déspotas odiosos como los reyes de<br />

Babilonia. En Babilonia, al contrario, el sacerdocio aplastado, sólo fue desde<br />

el principio un instrumento de la tiranía. En un bajo relieve de Nínive, se ve a<br />

Nemrod, gigante fornido, estrangular con sus brazos musculosos a un león que<br />

tiene apretado contra su pecho. Símbolo parlante: así es como los monarcas de<br />

Asiria ahogaron al león iranio, al pueblo heroico de Zoroastro, asesinando a<br />

sus pontífices, degollando a los magos de sus colegios, aprisionando a sus<br />

reyes. Si los rishis de la India y los sacerdotes de Egipto hicieron reinar en<br />

cierto modo la Providencia sobre la tierra por su sabiduría, se puede decir que<br />

el reino de Babilonia fue el <strong>del</strong> destino, es decir, el de la fuerza ciega y<br />

brutal.<br />

Babilonia llegó a ser así el centro tiránico de la anarquía universal, el ojo<br />

inmóvil de la tempestad social que envolvía al Asia en sus torbellinos; ojo<br />

formidable <strong>del</strong> Destino, siempre abierto, acechando a las naciones para<br />

devorarlas.<br />

¿Qué podía hacer Egipto contra el torrente invasor?. <strong>Los</strong> Hicsos habían<br />

estado a punto de hacerlo desaparecer como foco civilizador. El Egipto resistía<br />

con valor, pero eso no podía durar siempre. Transcurridos seis siglos, el ciclón<br />

persa, que sucedía al ciclón babilónico, iba a barrer sus templos y sus<br />

faraones. El Egipto, por otra parte, que poseyó en el más alto grado el genio<br />

de la iniciación y de la conservación, no tuvo nunca el de la expansión y de la<br />

propaganda. ¿Iban a perecer los tesoros acumulados de su ciencia?. Ciertamente<br />

que la mayor parte quedó bajo sus ruinas y cuando llegaron los Alejandrinos,<br />

sólo pudieron desenterrar sus fragmentos. Dos pueblos de genio opuesto<br />

encendieron, sin embargo, sus antorchas en los santuarios, antorchas de rayos<br />

diversos, de las que una aclara las profundidades <strong>del</strong> cielo, mientras la otra<br />

131


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

ilumina y transfigura la tierra: Israel y Grecia.<br />

La importancia <strong>del</strong> pueblo de Israel para la historia de la humanidad<br />

resalta a primera vista, por dos razones. La primera es que representa el<br />

monoteísmo; la segunda, que ha dado nacimiento al cristianismo. Pero el<br />

objetivo providencial de la misión de Israel sólo aparece al que, abriendo los<br />

símbolos <strong>del</strong> Antiguo y <strong>del</strong> Nuevo Testamento, se da cuenta de que encierran<br />

toda la tradición esotérica <strong>del</strong> pasado, aunque bajo una forma frecuentemente<br />

alterada — en lo que concierne al Antiguo Testamento sobre todo — por los<br />

numerosos redactores y traductores, quienes la mayor parte ignoraban el<br />

primitivo significado. Entonces el papel de Israel se hace claro. Porque ese<br />

pueblo forma así el eslabón necesario entre el antiguo y el nuevo ciclo, entre el<br />

Oriente y el Occidente. La idea monoteísta lleva por consecuencia la<br />

unificación de la humanidad bajo un mismo Dios y bajo una misma ley. Pero<br />

mientras los teólogos se formen una idea infantil y los hombres de ciencia lo<br />

ignoren o lo nieguen pura y simplemente, la unidad moral, social y<br />

religiosa de nuestro planeta sólo será un piadoso deseo o un postulado de la<br />

religión y de la ciencia, impotentes para realizarla. Por el contrario, esa<br />

unidad orgánica aparece como posible cuando se reconoce esotérica y<br />

científicamente la clave <strong>del</strong> mundo y de la vida en el principio divino; la<br />

<strong>del</strong> hombre y la de la sociedad en su evolución. En fin, el cristianismo, es<br />

decir, la religión <strong>del</strong> Cristo, sólo nos aparece en su cultura y universalidad<br />

al descubrirnos su reserva esotérica. Entonces únicamente se muestra como la<br />

resultante de todo lo que ha precedido, como encerrando en sí los principios,<br />

el fin y los medios de la regeneración total de la humanidad. Sólo al<br />

abrirnos sus misterios últimos es cuando llegará a ser lo que realmente es:<br />

la religión de la promesa y <strong>del</strong> cumplimiento, es decir, de la iniciación<br />

universal.<br />

Moisés, iniciado egipcio y sacerdote de Osiris, fue incontestablemente el<br />

organizador <strong>del</strong> monoteísmo. Por él, ese principio hasta allí oculto bajo el<br />

triple velo de los misterios, salió <strong>del</strong> fondo <strong>del</strong> templo para entrar en el<br />

círculus de la historia. Moisés tuvo la audacia de hacer <strong>del</strong> más alto<br />

principio de la iniciación el dogma único de una religión nacional, y la<br />

prudencia de no revelar sus consecuencias más que a un pequeño número de<br />

iniciados, imponiéndolo a la masa por el temor. En esto, el profeta <strong>del</strong> Sinaí<br />

tuvo evidentemente intuiciones lejanas que sobrepasaban con mucho los<br />

destinos de su pueblo. La religión universal de la humanidad: he ahí la<br />

verdadera misión de Israel, que pocos judíos han comprendido, fuera de sus<br />

más grandes profetas. Esa misión, para cumplirse, suponía la submersión<br />

132


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

<strong>del</strong> pueblo, que la representaba. La nación judía ha sido dispersada,<br />

aniquilada, mientras la idea de Moisés y de los Profetas ha vivido y se ha<br />

ensanchado. Desarrollada, transfigurada por el cristianismo, reavivada por el<br />

Islam, aunque de un modo inferior, ella debía imponerse al Occidente<br />

bárbaro, reaccionar sobre el Asia misma. En a<strong>del</strong>ante la humanidad, por<br />

mucho que haga, por mucho que se agite contra sí misma, girará alrededor<br />

de esa idea central como la nebulosa alrededor <strong>del</strong> sol que la organiza. He<br />

ahí la obra formidable de Moisés.<br />

Para esa empresa, la más colosal después <strong>del</strong> éxodo prehistórico de<br />

los Aryas, Moisés encontró un instrumento ya preparado en las tribus de los<br />

Hebreos, en aquella particularmente que se había fijado en Egipto en el valle<br />

de Goshen, viviendo allí en servidumbre bajo el nombre de los Beni-Jacob.<br />

Para establecer una religión monoteísta, había tenido también precursores en<br />

la persona de esos reyes nómadas y pacíficos que la Biblia nos presenta bajo la<br />

figura de Abraham, de Isaac y de Jacob. Lancemos una mirada a esos<br />

hebreos y a esos patriarcas. Trataremos en seguida de destacar la figura de su<br />

gran Profeta de los espejismos <strong>del</strong> desierto y de las sombrías noches <strong>del</strong> Sinaí,<br />

donde retumba el trueno <strong>del</strong> Jehovah legendario.<br />

Se les conocía hacia siglos, miles de años, a esos Ibrim, nómadas<br />

infatigables, eternos desterrados. (Ibrim, quiere decir: “los <strong>del</strong> otro lado,<br />

los de allá, los que han pasado el río”. — Renán, Histoire du peuple<br />

d’Israel).<br />

Hermanos de los Árabes, los Hebreos eran, como todos los Semitas, el<br />

resultado de una antigua mezcla de la raza blanca con la raza negra. Se les<br />

había visto pasar y repasar por el Norte de África, bajo el nombre de<br />

Bodones (Beduinos), los hombres sin asilo y sin lecho, luego plantar sus<br />

tiendas móviles en los vastos desiertos entre el mar Rojo y el golfo Pérsico,<br />

entre el Eufrates y la Palestina. Ammonitas, Elamitas o Edomitas, todos esos<br />

viajeros se parecían. Por vehículo el asno o el camello, por casa la tienda, por<br />

único bien rebaños errantes como ellos mismos y pastando siempre en tierra<br />

extranjera. Como sus antepasados los Ghibosim, como los primeros Celtas,<br />

esos rebeldes tenían odio a la piedra tallada, a la ciudad fortificada, al trabajo<br />

impuesto y al templo de piedra, y, sin embargo, las ciudades monstruosas de<br />

Babilonia y de Nínive, con sus palacios gigantescos, sus misterios y sus<br />

orgías, ejercen sobre esos semisalvajes una invencible fascinación.<br />

Atraídos a sus prisiones de piedra, capturados por los soldados <strong>del</strong> rey<br />

de Asiria, reclutados para sus ejércitos, a veces se lanzaban a las orgías de<br />

Babilonia. Otras veces también, los israelitas se dejaban seducir por las<br />

133


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

mujeres de Moab, esas zalameras atrevidas de negra piel y ojos brillantes.<br />

Ellas les arrastraban a la adoración de los ídolos de piedra y de madera y<br />

hasta al horrible culto de Moloch. Pero a veces la sed <strong>del</strong> desierto les<br />

alcanzaba de nuevo y huían. Después de regresar a los valles agrestes donde<br />

sólo se oye el rugido de las fieras, a las llanuras inmensas en que es imposible<br />

guiarse por otras luces que las de las constelaciones, bajo la fría mirada de<br />

aquellos astros que habían adorado sus antepasados, se avergonzaban de sí<br />

mismos. Si entonces un patriarca, un hombre inspirado, les hablaba <strong>del</strong> Dios<br />

único, de Elelión, de Aelohim, de Sebaoth, el Señor de los ejércitos que ve<br />

todo y castiga al culpable, aquellos hombres salvajes y sanguinarios<br />

inclinaban la cabeza y, arrodillándose para orar, se dejaban conducir como<br />

corderos.<br />

Y poco a poco, esa idea <strong>del</strong> gran Aelohim, <strong>del</strong> Dios único,<br />

Todopoderoso, llenaba su alma, como en el Padan-Harram, el crepúsculo<br />

confunde todos los accidentes <strong>del</strong> terreno bajo la línea infinita <strong>del</strong> horizonte,<br />

fundiendo los colores y las distancias bajo la igualdad espléndida <strong>del</strong><br />

firmamento, y cambiando el universo en una sola masa de tinieblas, cubierta<br />

por una esfera chispeante de estrellas.<br />

¿Quiénes eran, pues, los patriarcas?. Abram, Abraham, o el padre<br />

Orham, era un rey de Ur, ciudad de Caldea próxima a Babilonia. <strong>Los</strong><br />

Asirios le representaban, según la tradición, sentado en un sillón con aire<br />

benévolo. (Renán. Peuple d’Israel). Ese personaje muy antiguo que ha<br />

pasado a la historia mitológica de todos los pueblos, puesto que Ovidio le cita,<br />

(Rexit Achaemenias pater Orchamus, isque. Septimus a prisco<br />

numeratur origine Belo, Ovidio, Métam. IV, 220), es el mismo que la<br />

Biblia nos representa como emigrando <strong>del</strong> país de Ur, al país de Canaán, a la<br />

voz <strong>del</strong> Eterno: “El Eterno se le apareció y le dijo: Yo soy el Dios fuerte,<br />

Todopoderoso; marcha ante mi faz y en integridad... Estableceré una<br />

alianza entre tú y yo y entre tu posteridad, para ser una alianza eterna, a fin<br />

de que yo sea tu Dios y el Dios de tu posteridad después de ti”. (Génesis<br />

XVI, 17; XVII, 7). Este pasaje, traducido al lenguaje de nuestros días<br />

significa que un antiquísimo jefe semita llamado Abraham, que había recibido<br />

probablemente la iniciación caldea, se sintió lanzado por la voz interior a<br />

conducir su tribu hacia el Oeste y le impuso el culto de Aelohim.<br />

El nombre de Isaac, por el prefijo Is, parece indicar una iniciación<br />

egipcia, mientras que los de Jacob y José dejan entrever un origen fenicio.<br />

Sea de ello lo que quiera, es probable que los tres patriarcas fueran tres jefes<br />

de pueblos diversos que vivieron en épocas distintas. Largo tiempo después<br />

134


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

de Moisés, la leyenda israelita los agrupó en una sola familia. Isaac pasó<br />

por ser hijo de Abraham, Jacob hijo de Isaac. Esta manera de representar la<br />

paternidad intelectual por la paternidad física era muy usada en los antiguos<br />

sacerdocios. De esa genealogía legendaria se deduce un hecho capital: la<br />

afiliación <strong>del</strong> culto monoteísta a través de los patriarcas iniciados <strong>del</strong> desierto.<br />

Que esos hombres hayan tenido advertencias interiores, revelaciones<br />

espirituales bajo forma de sueño o aun de visiones en estado de vigilia, eso<br />

nada tiene de contrario a la ciencia esotérica, ni a la ley psíquica universal que<br />

rige las almas y los mundos. Esos hechos han tomado en la narración bíblica<br />

la forma sencilla de visitas de ángeles a quienes se da hospitalidad bajo la<br />

tienda.<br />

¿Tuvieron esos patriarcas una percepción profunda de la<br />

espiritualidad de Dios y de los fines religiosos de la humanidad?. Sin duda<br />

alguna. Inferiores en ciencia positiva a los magos de la Caldea, como a los<br />

sacerdotes egipcios, les ganaron probablemente por la elevación moral y<br />

la amplitud de alma que lleva consigo una vida errante y libre. Para ellos<br />

el orden sublime que Aelohim hace reinar en el universo se traduce en el<br />

orden social, en culto a la familia, en respeto a sus mujeres, en amor<br />

apasionado a sus hijos, en protección a toda la tribu, en hospitalidad para<br />

el extranjero. En una palabra, esos “altos padres” son árbitros naturales<br />

entre las familias y las tribus. Su bastón patriarcal es un cetro de equidad.<br />

Ellos ejercen una autoridad civilizadora y respiran la mansedumbre y la paz.<br />

Aquí y allá, bajo la leyenda patriarcal se ve brillar el pensamiento<br />

esotérico. Así, cuando, en Bethel, Jacob ve en sueños una escala con<br />

Aelohim en la parte más alta y los ángeles que suben y bajan, se reconoce<br />

una forma popular, un extracto judaico de la visión de Hermes y de la<br />

doctrina de la evolución descendente y ascendente de las almas.<br />

Un hecho histórico de la mayor importancia para la época de los<br />

patriarcas, nos aparece en fin, en dos versículos reveladores. Se trata de un<br />

encuentro de Abraham con un hermano de iniciación. Después de haber<br />

hecho la guerra a los reyes de Sodoma y de Gomorra, Abraham va a rendir<br />

homenaje a Melchisedec. Ese rey reside en la fortaleza que será más tarde<br />

Jerusalén!. “Melchisedec, rey de Salem, hizo traer pan y vino. Porque él era<br />

sacrificador de Aelohim, el Dios soberano. Y él bendijo a Abram, diciendo:<br />

“Bendito sea Abram por Aelohim, el Dios soberano, poseedor de los cielos y<br />

de la tierra”. (Génesis XIV, 18 y 19). He aquí, pues, un rey de Salem, que es<br />

el gran sacerdote <strong>del</strong> mismo Dios que Abraham. Éste le trata como superior,<br />

como maestro, y comulga con él bajo las especies <strong>del</strong> pan y <strong>del</strong> vino, en<br />

135


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

nombre de Aelohim, lo que en el antiguo Egipto era un signo de comunión<br />

entre iniciados. Había pues un lazo de fraternidad, signos de reconocimiento<br />

y un fin común entre todos los adoradores de Aelohim, desde el fondo de la<br />

Caldea hasta Palestina y quizá hasta santuarios de Egipto. Aquella<br />

conjuración monoteísta sólo esperaba un organizador.<br />

Así, entre el Toro alado de Asiria y la Esfinge de Egipto que de lejos<br />

observan el desierto, entre la tiranía aplastante y el misterio impenetrable de<br />

la iniciación, avanzan las tribus elegidas de los Abramitas, de los Jacobelitas,<br />

de los Beni Israel. Huyen ellas de las fiestas desvergonzadas de Babilonia;<br />

pasan sin detenerse ni hacer caso ante las orgías de Moab, los horrores de<br />

Sodoma y de Gomorra y el culto monstruoso de Baal. Bajo la guardia de los<br />

patriarcas, la caravana sigue su ruta jalonada de oasis, marcada por raras<br />

fuentes y endebles palmeras. Como una larga cinta ella se pierde en la<br />

inmensidad <strong>del</strong> desierto, bajo el ardor <strong>del</strong> día, bajo la púrpura <strong>del</strong><br />

poniente y bajo el manto <strong>del</strong> crepúsculo, que domina Aelohim.<br />

Ni los rebaños, ni las mujeres, ni los ancianos, conocen el objeto <strong>del</strong><br />

eterno viaje. Pero avanzan con el paso doliente y resignado de los camellos.<br />

¿Adonde van de este modo?. <strong>Los</strong> patriarcas lo saben; Moisés se lo dirá.<br />

136


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

II<br />

INICIACIÓN DE MOISÉS EN EGIPTO<br />

SU HUIDA A CASA DE JETRO<br />

Ramsés II fue uno de los grandes monarcas de Egipto. Su hijo se<br />

llamaba Menephtah. Según la costumbre egipcia, recibió su instrucción de los<br />

sacerdotes, en el templo de Ammón-Rá en Memphis, puesto que el arte real<br />

era entonces considerado como una rama <strong>del</strong> arte sacerdotal. Menephtah<br />

era un joven tímido, curioso y de inteligencia mediocre. Él tenía afición poco<br />

inteligente por las ciencias ocultas, lo que le hizo ser más tarde presa de los<br />

magos y astrólogos de baja estofa. Tuvo por compañero de estudios a un joven<br />

de genio adusto, de carácter extraño y concentrado.<br />

Hosarsiph (Primer nombre egipcio de Moisés. Manethón, citado por<br />

Philón), era el primo de Menephtah, el hijo de la princesa real, hermana de<br />

Ramsés II. ¿Hijo adoptivo o natural?. Nunca se ha sabido. (El relato bíblico<br />

(Éxodo II, 1-10) hace de Moisés un judío de la tribu de Leví, recogido por<br />

la hija de Faraón en los juncos <strong>del</strong> Nilo, donde la astucia materna le<br />

había depositado para conmover a la princesa y salvar al niño de una<br />

persecución idéntica a la de Herodes.<br />

Por el contrario, Manethón, el sacerdote egipcio, a quien debemos<br />

los datos más exactos sobre las dinastías de los Faraones, datos hoy<br />

confirmados por las inscripciones de los monumentos, afirma que Moisés<br />

fue un sacerdote de Osiris. Strabon, que había sacado sus noticias de la<br />

misma fuente, es decir, de los iniciados egipcios, lo atestigua igualmente.<br />

La fuente egipcia tiene aquí un valor mayor que la fuente judía.<br />

Porque los sacerdotes de Egipto no tenían interés alguno en hacer creer<br />

a los Griegos o a los Romanos que Moisés era uno de los suyos, mientras<br />

que el amor propio nacional de los judíos les ordenaba hicieran <strong>del</strong><br />

fundador de su nación un hombre de su misma sangre. La narración<br />

bíblica reconoce por otra parte que Moisés fue educado en Egipto y<br />

enviado por su gobierno como inspector de los judíos de Gosen. Éste es el<br />

hecho importante, capital, que establece la filiación secreta entre la<br />

religión mosaica y la iniciación egipcia. Clemente de Alejandría creía que<br />

Moisés estaba profundamente iniciado en la ciencia de Egipto, y de hecho<br />

137


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

la obra <strong>del</strong> creador de Israel sería incomprensible sin esto). Hosarsiph era<br />

ante todo el hijo <strong>del</strong> templo, porque se había criado entre sus columnas.<br />

Dedicado a Isis y a Osiris por su madre, se le había visto desde su adolescencia<br />

como levita, en la coronación <strong>del</strong> Faraón, en las procesiones sacerdotales de<br />

las grandes fiestas, llevando el ephod, el cáliz o los incensarios; luego, en el<br />

interior <strong>del</strong> templo, grave y atento, prestando oído a las orquestas sagradas, a<br />

los himnos y a las enseñanzas de los sacerdotes. Hosarsiph, era de pequeña<br />

estatura, tenía aspecto humilde y pensativo y ojos negros penetrantes, de<br />

una fijeza de águila y de una profundidad inquietante. Le habían llamado<br />

“el silencioso”; tan concentrado era, casi siempre mudo. Frecuentemente<br />

tartamudeaba al hablar, como si buscase las palabras o temiese expresar su<br />

pensamiento. Parecía tímido. Luego, de repente un rayo, una idea terrible<br />

estallaba en una palabra y dejaba tras ella un surco de relámpagos. Se<br />

comprendía entonces que si alguna vez “el silencioso” se lanzaba a obrar por<br />

cuenta propia, sería de un atrevimiento terrible. Ya se dibujaba entre sus<br />

cejas el pliegue fatal de los hombres predestinados a las grandes empresas; y<br />

sobre su frente se cernía una nube amenazadora.<br />

Las mujeres temían la mirada de aquel joven levita, mirada insondable<br />

como la tumba, y su cara impasible como la puerta <strong>del</strong> templo de Isis. Se<br />

hubiese dicho que presentían un enemigo <strong>del</strong> sexo femenino en aquel futuro<br />

representante <strong>del</strong> principio viril en religión, en cuanto tiene de más<br />

absoluto y de más intratable.<br />

Entre tanto su madre, la princesa real, soñaba para su hijo el trono de<br />

los Faraones. Hosarsiph era más inteligente que Menephtah; él podía esperar<br />

una usurpación con el apoyo <strong>del</strong> sacerdocio. <strong>Los</strong> Faraones, es cierto,<br />

designaban sus sucesores entre sus hijos. Pero algunas veces los sacerdotes<br />

anulaban la decisión <strong>del</strong> príncipe después de su muerte, en interés <strong>del</strong> Estado.<br />

Más de una vez separaron <strong>del</strong> trono a los indignos y a los débiles para dar<br />

el cetro a un iniciado real. Ya Menephtah estaba celoso de su primo; Ramsés<br />

tenía fija la mirada sobre él y desconfiaba <strong>del</strong> levita silencioso.<br />

Un día, la madre de Hosarsiph encontró a su hijo en el Serapeum de<br />

Memphis, plaza inmensa, sembrada de obeliscos, de mausoleos, de templos<br />

pequeños y grandes, de arcos de triunfo, especie de museo a cielo abierto de<br />

las glorias nacionales, adonde se llegaba por una avenida de seiscientas<br />

esfinges. Ante su madre real, el levita se inclinó hasta tierra y esperó, según<br />

la costumbre, que ella le dirigiese la palabra.<br />

— Vas a penetrar en los misterios de Isis y de Osiris, le dijo. Durante<br />

largo tiempo no te veré, hijo mío. Pero no olvides que eres de la sangre de<br />

138


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

los Faraones y que soy tu madre. Mira a tu alrededor ..., si tú quieres, algún<br />

día... todo esto te pertenecerá.<br />

Y con un gesto circular ella mostraba los obeliscos, los templos,<br />

Memphis y todo el horizonte.<br />

Una sonrisa desdeñosa pasó sobre el semblante de Hosarsiph, de<br />

costumbre liso e inmóvil como una cara de bronce.<br />

— ¿Quieres, pues, dijo él, que gobierne a este pueblo que adora a dioses<br />

con cabeza de chacal, de ibis y de hiena?. De todos esos ídolos, ¿Qué quedará<br />

dentro de algunos siglos?.<br />

Hosarsiph se bajó, cogió con su mano un puñado de arena fina y la dejó<br />

deslizarse a tierra entre sus dedos, ante los ojos de su madre asombrada.<br />

— Lo que queda aquí, añadió.<br />

— ¿Desprecias, pues, la religión de nuestros padres y la ciencia de<br />

nuestros sacerdotes?.<br />

— Al contrario, aspiro a ellas. Pero la pirámide está inmóvil. Es<br />

preciso que se ponga en marcha. Yo no seré un Faraón. Mi patria está lejos de<br />

aquí... Allá... en el desierto.<br />

— ¡Hosarsiph!, dijo la princesa con reproche, ¿Por qué blasfemas?. Un<br />

viento de fuego te ha traído a mi seno y, lo veo bien, la tempestad te llevará.<br />

Te he dado la vida y no te conozco. En nombre de Osiris, ¿Quién eres y qué<br />

va a hacer?.<br />

— ¿Lo sé yo mismo?. Osiris solo lo sabe y me lo dirá; pero dame tu<br />

bendición, ¡Oh madre mía!, para que Isis me proteja y la tierra de Egipto<br />

me sea propicia.<br />

Hosarsiph se arrodilló ante su madre, cruzó respetuosamente las manos<br />

sobre su pecho e inclinó la cabeza. Quitando de su frente la flor de loto que<br />

llevaba según costumbres de las mujeres <strong>del</strong> templo, ella se la dio a respirar, y<br />

viendo que el pensamiento de su hijo sería para ella un eterno misterio, se<br />

alejó murmurando una oración.<br />

Hosarsiph atravesó triunfalmente la iniciación de Isis. Alma de<br />

acero, voluntad de hierro, las pruebas no hicieron mella en él. Espíritu<br />

matemático y universal desplegó una fuerza de gigante en la inteligencia y el<br />

manejo de los números sagrados, cuyo simbolismo fecundo y aplicaciones eran<br />

entonces casi infinitos. Su espíritu desdeñoso de las cosas que no son más que<br />

apariencia y de los individuos que pasan, sólo respiraba con placer en los<br />

principios inmutables. De allá arriba, tranquila y seguramente, penetraba,<br />

dominaba todo, sin manifestar ni deseo, ni rebeldía, ni curiosidad.<br />

Tanto para sus maestros como para su madre, Hosarsiph era un<br />

139


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

enigma. Lo que más les inquietaba es que era entero e inflexible como un<br />

principio. Se sentía que no podrían ni doblegarle ni desviarle. El marchaba<br />

por su vía desconocida como un cuerpo celeste por su órbita invisible. El<br />

pontífice Membra se preguntaba hasta dónde alcanzaría aquella ambición<br />

concentrada, y quiso saberlo. Un día, Hosarsiph había llevado con otros tres<br />

sacerdotes de Osiris el arca de oro que precedía al pontífice en las grandes<br />

ceremonias. Aquella arca contenía los diez libros más secretos <strong>del</strong> templo,<br />

que trataban de magia y de Teurgía.<br />

Después de regresar al santuario con Hosarsiph, Membra le dijo:<br />

— Eres de sangre real. Tu fuerza y tu ciencia son desproporcionadas<br />

a tu edad. ¿Qué deseas?.<br />

— Nada, aparte de esto.<br />

Y Hosarsiph puso su mano sobre el arca sagrada que los gavilanes de<br />

oro fundido cubrían con sus relucientes alas.<br />

— ¿Quieres, pues, ser pontífice de Ammón-Rá y profeta de Egipto?.<br />

— No: pero quiero saber lo que hay en esos libros.<br />

— ¿Cómo vas a saberlo, si nadie debe conocerlo excepto el pontífice?.<br />

— Osiris habla como quiere, cuando quiere y a quien quiere. Lo que<br />

contiene esta arca sólo es letra muerta. Si el Espíritu viviente quiere<br />

hablarme, me hablará.<br />

— ¿Qué piensas hacer para eso?.<br />

— Esperar y obedecer.<br />

Estas respuestas sabidas por Ramsés II, aumentaron su desconfianza,<br />

pues temió que Hosarsiph aspirase al faraonato a expensas de su hijo<br />

Menephtah. El faraón ordenó, en consecuencia, que el hijo de su hermano<br />

fuese nombrado escriba sagrado <strong>del</strong> templo de Osiris. Esta función importante<br />

comprendía el simbolismo bajo todas sus formas, la cosmografía y la<br />

astronomía, pero le alejaba <strong>del</strong> trono. El hijo de la princesa real se dedicó con<br />

el mismo celo y una sumisión perfecta a sus deberes de hierográmata, a los<br />

cuales se ligaba tan bien la función de inspector de los diferentes nomos o<br />

provincias <strong>del</strong> Egipto.<br />

¿Tenía Hosarsiph el orgullo que creían?. Sí, si por orgullo el león<br />

cautivo levanta la cabeza y mira al horizonte tras los barrotes de su jaula sin<br />

apercibirse tan siquiera dé las gentes que le contemplan. Sí, si por orgullo el<br />

águila encadenada se estremece con todo su plumaje y con el cuello<br />

extendido, las alas abiertas, mira al sol. Como todos los fuertes designados<br />

para una grande obra, Hosarsiph no se creía sometido al Destino ciego; él<br />

sentía que una Providencia misteriosa velaba sobre él y le conduciría a sus<br />

140


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

fines.<br />

Mientras era escriba sagrado, Hosarsiph fue enviado a inspeccionar el<br />

<strong>del</strong>ta. <strong>Los</strong> hebreos tributarios <strong>del</strong> Egipto, que habitaban entonces en el valle<br />

de Gosen, estaban sometidos a trabajos rudos. Ramsés II unía Pelusium con<br />

Heliópolis por medio de una cadena de fuertes. Todos los nomos de Egipto<br />

tenían que dar su contingente de obreros para estos trabajos gigantescos. <strong>Los</strong><br />

Beni-Israel se habían encargado de las labores más pesadas y sobre todo<br />

eran tallistas en piedra y constructores de ladrillos. Independientes y<br />

orgullosos, no se doblegaban tan fácilmente como los indígenas bajo la vara<br />

de los guardias egipcios, sino que sufrían la servidumbre a regañadientes y a<br />

veces devolvían los golpes. El sacerdote de Osiris no pudo por menos de<br />

experimentar una secreta simpatía hacia aquellos intratables “de dura cerviz”,<br />

cuyos Ancianos, fieles a la tradición abrámica, adoraban sencillamente al Dios<br />

único, que veneraban sus jefes, sus hags y sus zakens, pero se rebelaban<br />

bajo el yugo y protestaban contra la injusticia. Un día vio a un guardia<br />

egipcio apalear bárbaramente a un hebreo indefenso. Su corazón se sublevó,<br />

se lanzó sobre el egipcio, le quitó su arma y le mató en el acto. Esa acción,<br />

cometida en un hervor de indignación generosa, decidió de su vida. <strong>Los</strong><br />

sacerdotes de Osiris que cometían un homicidio, eran severísimamente<br />

juzgados por el colegio sacerdotal. El faraón sospechaba ya que el hijo de su<br />

hermana era un usurpador. La vida <strong>del</strong> escriba sólo pendía de un hilo. Él<br />

prefirió desterrarse e imponerse él mismo su expiación. Todo le lanzaba a la<br />

soledad <strong>del</strong> desierto, hacia el vasto desconocido: su deseo, el presentimiento de<br />

su misión y sobre todo esa voz interna, misteriosa, pero irresistible, que dice<br />

en ciertas horas: “¡Vé!: es tu destino”.<br />

Más allá <strong>del</strong> mar Rojo y de la península Sinaítica, en el país de<br />

Madián, había un templo que no dependía <strong>del</strong> sacerdocio egipcio. Aquella<br />

región se extendía, como una banda verde, entre el golfo alamítico y el<br />

desierto de la Arabia. A lo lejos, más allá <strong>del</strong> brazo de mar, se veían las<br />

masas sombrías <strong>del</strong> Sinaí y su cumbre pelada. Enclavado entre el desierto y el<br />

mar Rojo, protegido por un macizo volcánico, aquel país aislado se hallaba<br />

al abrigo de las invasiones. Su templo estaba consagrado a Osiris, pero<br />

también se adoraba en él al Dios soberano bajo el nombre de Aelohim. Porque<br />

aquel santuario, de origen etiópico, servía de centro religioso a los Árabes, a<br />

los Semitas y a los hombres de raza negra que buscaban la iniciación. Hacía<br />

siglos ya que el Sinaí y el Horeb eran así como el centro místico de un<br />

culto monoteísta. La grandeza desnuda y salvaje de la montaña, elevándose<br />

aislada entre el Egipto y la Arabia, evocaba la idea <strong>del</strong> Dios único. Muchos<br />

141


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Semitas iban allí en peregrinación para adorar a Aelohim y residían allí<br />

durante algunos días ayunando y orando en las cavernas y las galerías<br />

excavadas en las faldas <strong>del</strong> Sinaí. Antes de esto, iban a purificarse y a<br />

instruirse al templo de Madián.<br />

Allí fue donde se refugió Hosarsiph. El gran sacerdote de Madián o<br />

Raguel (vigilante de Dios) se llamaba entonces Jetro (Éxodo, III, 1), que era<br />

un hombre de piel negra. (Más tarde (Números III, 1), después <strong>del</strong> éxodo,<br />

Aarón y María, hermano y hermana de Moisés, según la Biblia, le<br />

reprochaban el haberse casado con un etiope. Jetro, padre de Sephora, era<br />

pues de esta raza). Él pertenecía al tipo más puro de la antigua raza etiópica,<br />

que cuatro o cinco mil años antes de Ramsés había reinado sobre Egipto y que<br />

no había perdido sus tradiciones, que se remontaban a las más viejas razas<br />

<strong>del</strong> globo. Jetro no era un inspirado ni un hombre de acción; pero era un<br />

sabio. Poseía tesoros de ciencia amontonados en su memoria y en las<br />

bibliotecas de piedra de su templo. Además, era el protector de los hombres<br />

<strong>del</strong> desierto, Libios, Árabes, Semitas nómadas. Esos eternos errabundos,<br />

siempre los mismos, con su vaga aspiración al Dios único, representaban algo<br />

inmutable en medio de los cultos efímeros y de las civilizaciones ruinosas.<br />

Se sentía en ellos como la presencia de lo Eterno, el memorial de las edades<br />

lejanas, la gran reserva de Aelohim. Jetro era el padre espiritual de aquellos<br />

insumisos, de aquellos errabundos, de aquellos libres. Él conocía su alma y<br />

presentía su destino. Cuando Hosarsiph vino a pedirle asilo en nombre de<br />

Osiris-Aelohim, le recibió con los brazos abiertos. Quizá adivinó en seguida en<br />

aquel hombre fugitivo, al predestinado para ser el profeta de los proscritos, el<br />

conductor <strong>del</strong> pueblo de Dios.<br />

Hosarsiph quiso al pronto someterse a las expiaciones que la ley de los<br />

iniciados imponía a los homicidas. Cuando un sacerdote de Osiris había<br />

causado una muerte, aun involuntaria, se consideraba que perdía el beneficio<br />

de su resurrección anticipada “en la luz de Osiris”, privilegio que había<br />

obtenido por las pruebas de la iniciación y que le ponía muy por encima <strong>del</strong><br />

común de los hombres. Para expiar su crimen, para volver a encontrar su luz<br />

interna, tenía que someterse a pruebas más crueles, exponerse otra vez más a<br />

la muerte. Después de un largo ayuno y por medio de ciertos brebajes se<br />

sumergía al paciente en un sueño letárgico; luego le depositaban en una tumba<br />

<strong>del</strong> templo. Su cuerpo quedaba allí durante días, a veces semanas enteras.<br />

(Varios viajeros de nuestro siglo han visto a fakires indios hacerse<br />

enterrar después de sumergirse en el sueño cataléptico, indicando el día<br />

preciso en que debían desenterrarlos. Uno de ellos, después de tres<br />

142


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

semanas de estar bajo tierra, fue encontrado vivo, sano y salvo). Durante<br />

ese tiempo se consideraba que hacía un viaje en el más allá, en el Erebo o en<br />

la región <strong>del</strong> Amenti, donde flotan las almas de los muertos que no se han<br />

desligado aún de la atmósfera terrestre. Allá tenía que buscar a su víctima,<br />

sufrir sus angustias, obtener su perdón y ayudarla a encontrar el camino de la<br />

luz. Entonces únicamente se le consideraba como habiendo expiado su<br />

homicidio, y únicamente entonces su cuerpo astral se había lavado de las<br />

negras manchas con que le manchaban el soplo envenenado y las<br />

imprecaciones de su víctima. Pero de aquel viaje, real o imaginario, el<br />

culpable podía muy bien no volver, y con frecuencia cuando los sacerdotes<br />

iban a despertar al expiador de su sueño letárgico, no encontraban más que un<br />

cadáver.<br />

Hosarsiph no dudó en sufrir esta prueba y otras más. Bajo la impresión<br />

<strong>del</strong> homicidio que había cometido, comprendió el carácter inmutable de<br />

ciertas leyes <strong>del</strong> orden moral y la turbación profunda que su infracción deja<br />

en el fondo de la conciencia. Con entera abnegación ofreció, pues, su ser en<br />

holocausto a Osiris demandando la fuerza, si volvía a la luz terrestre, de<br />

manifestar la ley de la justicia. Cuando Hosarsiph salió <strong>del</strong> temible sueño en<br />

el subterráneo <strong>del</strong> templo de Madián, (Las siete hijas de Jetro de que habla<br />

la Biblia (Éxodo II, 16-22) tienen evidentemente un sentido simbólico, como<br />

toda esta narración, que nos ha llegado bajo una forma legendaria y por<br />

completo popularizada. Es más que inverosímil que el sacerdote de un<br />

gran templo haga a sus hijas apacentar sus ganados y que reduzca a un<br />

sacerdote egipcio al papel de pastor. — Las siete hijas de Jetro simbolizan<br />

siete virtudes que el iniciado tenía que conquistar para abrir el pozo de la<br />

verdad. Ese pozo es llamado en la historia de Agar y de Ismael “el pozo<br />

<strong>del</strong> viviente que me ve”), se sintió como transformado. Su pasado se<br />

había esfumado, el Egipto había cesado de ser su patria, y ante él la<br />

inmensidad <strong>del</strong> desierto con sus nómadas errantes, se extendía como un<br />

nuevo campo de acción. Miró largo tiempo a la montaña de Aelohim en el<br />

horizonte, y por primera vez, como en una visión de tempestad en las nubes<br />

<strong>del</strong> Sinaí, la idea de su misión pasó ante sus ojos. Fundir aquellas tribus<br />

movedizas en un pueblo de combate que representaría la ley <strong>del</strong> Dios<br />

supremo entre la idolatría de los cultos y la anarquía de las naciones, un<br />

pueblo que llevaría a los siglos futuros la verdad encerrada en el arca de oro<br />

de la iniciación.<br />

En aquel día y para marcar la nueva era que comenzaba en su vida,<br />

Hosarsiph tomó el nombre de Moisés, que significa: “El salvado”.<br />

143


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

III<br />

EL SEPHER BERESHIT<br />

Moisés se casó con Sephora, la hija de Jetro, y vivió muchos años al<br />

lado <strong>del</strong> sabio de Madián. Gracias a las tradiciones etíopes y caldeas que<br />

encontró en su templo, pudo completar y dominar todo cuanto había<br />

aprendido en los santuarios egipcios, extender su mirada sobre los más<br />

antiguos ciclos de la humanidad y sumergirla por inducción en los horizontes<br />

lejanos <strong>del</strong> porvenir. En casa de Jetro fue donde encontró dos libros de<br />

cosmogonía citados en el Génesis: Las guerras de Jehovah y Las generaciones<br />

de Adam, y se abismó en aquel estudio.<br />

Para la obra que meditaba era preciso estar bien preparado. Antes de él,<br />

Rama, Krishna, Hermes, Zoroastro, Fo-Hi habían creado religiones para los<br />

pueblos; Moisés quiso crear un pueblo para la religión eterna. Para ese<br />

proyecto tan atrevido, tan nuevo, tan colosal, se precisaba una base poderosa.<br />

Por este motivo Moisés escribió su Sepher Bereshit, su Libro de los principios,<br />

síntesis concentrada de la ciencia pasada y esquema de la ciencia futura, clave<br />

de los misterios, antorcha de los iniciados, punto de asamblea de toda la<br />

nación.<br />

Tratemos de ver lo que fue el Génesis en el cerebro de Moisés.<br />

Ciertamente allí irradiaba otra luz, abrazaba mundos mucho más vastos que<br />

el mundo infantil y la pequeña tierra que nos aparece en la traducción<br />

griega de los Setenta, o en la traducción latina de San Jerónimo.<br />

La exégesis bíblica de este siglo ha puesto de moda la idea de que el<br />

Génesis no es la obra de Moisés, que ese profeta mismo pudiera muy bien no<br />

haber existido y no ser más que un personaje puramente legendario,<br />

fabricado cuatro o cinco siglos más tarde por el sacerdocio judío, para<br />

atribuirse un origen divino. La crítica moderna funda esta opinión en la<br />

circunstancia de que el Génesis se compone de fragmentos diversos (elohista y<br />

jehovista) refundidos, y que su redacción actual es posterior al menos en<br />

cuatrocientos años a la época en que Israel salió de Egipto.<br />

<strong>Los</strong> hechos establecidos por la crítica moderna, en cuanto a la época<br />

de la redacción de los textos que poseemos, son exactos; las conclusiones que<br />

de ello deduce son arbitrarias e ilógicas. De que los Elohistas y los Jehovistas<br />

hayan escrito cuatrocientos años después <strong>del</strong> éxodo, no se sigue que hayan<br />

144


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

sido los inventores <strong>del</strong> Génesis y que no hayan trabajado sobre un documento<br />

anterior quizá mal comprendido. De que el Pentateuco nos dé un relato<br />

legendario de la vida de Moisés, no se deduce tampoco que no contenga nada<br />

de verdad. Moisés se convierte en un ser viviente, toda su prodigiosa carrera<br />

se explica, cuando se comienza por colocarle en su medio natal, el templo<br />

solar de Memphis. En fin, las profundidades mismas <strong>del</strong> Génesis sólo se<br />

disipan a la luz de las antorchas que nos dan las iniciaciones de Isis y Osiris.<br />

Una religión no se constituye sin un iniciador. <strong>Los</strong> Jueces, los<br />

Profetas, toda la historia de Israel, prueban que existió Moisés; Jesús mismo<br />

no se concibe sin él. El Génesis contiene la esencia de la tradición mosaica y<br />

cualesquiera que sean las transformaciones que haya sufrido, la venerable<br />

momia debe contener, bajo el polvo de los siglos y los vendajes sacerdotales,<br />

la idea madre, el pensamiento vivo, el testamento <strong>del</strong> profeta de Israel.<br />

Israel gravita alrededor de Moisés tan seguramente, tan fatalmente,<br />

como la tierra gira alrededor <strong>del</strong> sol. Pero dicho esto, otra cosa distinta es el<br />

saber cuáles fueron las ideas madres <strong>del</strong> Génesis, lo que Moisés ha querido<br />

legar a la posteridad en aquel testamento secreto <strong>del</strong> Sepher Bereshit. El<br />

problema sólo puede ser resuelto desde el punto de vista esotérico y se<br />

plantea de este modo. En su cualidad de iniciado egipcio, la intelectualidad de<br />

Moisés debía hallarse a la altura de la ciencia egipcia, que admitía, como la<br />

nuestra, la inmutabilidad de las leyes <strong>del</strong> universo, el desarrollo de los mundos<br />

por evolución gradual, y que tenía además sobre el alma y la naturaleza<br />

invisible, nociones extensas, precisas, razonadas. Si tal fue la ciencia de<br />

Moisés — ¿Y cómo no la hubiera tenido el sacerdote de Osiris?. — ¿Cómo<br />

conciliarlo con las ideas infantiles <strong>del</strong> Génesis sobre la creación <strong>del</strong> mundo y<br />

sobre el origen <strong>del</strong> hombre?. Esta historia de la creación que tomada a la letra<br />

hace sonreír a cualquier estudiante de nuestros días, ¿no ocultará un profundo<br />

sentido simbólico y no habrá alguna clave para descifrarla?. ¿Cuál es aquel<br />

sentido?. ¿Dónde encontrar esta clave?.<br />

Esta clave se encuentra: 1, en el simbolismo egipcio; 2, en el de todas<br />

las religiones <strong>del</strong> antiguo ciclo; 3, en la síntesis de la doctrina de los iniciados<br />

tal como resulta de la comparación de la enseñanza esotérica, desde la India<br />

védica hasta los iniciados cristianos de los primeros siglos.<br />

<strong>Los</strong> sacerdotes de Egipto, nos dicen los autores griegos, tenían tres<br />

maneras de expresar su pensamiento. “La primera era clara y sencilla, la<br />

segunda simbólica y figurada, la tercera sagrada y jeroglífica. La misma<br />

palabra tomaba, según convenía, el sentido propio, figurado o trascendente.<br />

Tal era el genio de su lengua. Heráclito ha explicado perfectamente esa<br />

145


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

diferencia designándola por los epítetos de hablada, significativa y oculta”.<br />

(Fabre d’Olivet. Vers dores de Pythagore).<br />

En las ciencias teogónicas y cosmogónicas, los sacerdotes egipcios<br />

emplearon siempre la tercera clase de escritura. Sus jeroglíficos tenían<br />

entonces tres sentidos correspondientes y distintos. <strong>Los</strong> dos últimos no se<br />

podían comprender sin clave. Esta manera de escribir enigmática y<br />

concentrada estaba basada en un dogma fundamental de la doctrina de<br />

Hermes, según el cual una misma ley rige el mundo natural, el mundo<br />

humano y el mundo divino. Aquel lenguaje, de una concisión prodigiosa,<br />

ininteligible para el vulgo, tenía para el adepto una elocuencia singular,<br />

puesto que por medio de un solo signo evocaba los principios, las causas y los<br />

efectos que de la divinidad irradian en la naturaleza ciega, en la conciencia<br />

humana y en el mundo de los espíritus puros. Gracias a aquella escritura, el<br />

adepto abarcaba los tres mundos de una sola mirada.<br />

Es indudable, dada la educación que Moisés recibiera, que escribió el<br />

Génesis en jeroglíficos egipcios de tres sentidos, confiando a sus sucesores las<br />

claves y la explicación oral. Cuando, en tiempo de Salomón, se tradujo el<br />

Génesis en caracteres fenicios; cuando, después de la cautividad de Babilonia,<br />

Esras lo redactó en caracteres arameos caldaicos, el sacerdocio judío sólo<br />

manejaba aquellas claves muy imperfectamente. Cuando, finalmente, vinieron<br />

los traductores griegos de la Biblia, éstos sólo tenían una débil idea <strong>del</strong><br />

sentido esotérico de los textos. San Jerónimo, a pesar de sus serias intenciones<br />

y su gran espíritu, cuando hizo la traducción latina según el texto hebreo, no pudo<br />

penetrar hasta el sentido primitivo; y, aunque lo hubiese hecho, hubiera tenido<br />

que callarse. Luego, cuando leemos el Génesis en nuestras traducciones, sólo<br />

encontramos su sentido primario e inferior. Quiéranlo o no, los exégetas y los<br />

teólogos mismos, ortodoxos o librepensadores, sólo ven el texto hebreo a través<br />

de la Vúlgata. El sentido comparativo y superlativo, que es el sentido profundo y<br />

verdadero, se les escapa. Sin embargo, no deja por eso de estar menos<br />

misteriosamente oculto en el texto hebreo, que se hunde por sus raíces en la<br />

lengua sagrada de los templos, refundida por Moisés; lenguaje en que cada<br />

vocal, cada consonante, tenían un sentido universal en relación con el valor<br />

acústico de la letra y el estado de alma <strong>del</strong> hombre que la pronuncia. Para los<br />

intuitivos, ese sentido profundo brota a veces <strong>del</strong> texto como una chispa; para<br />

los videntes, reluce en la estructura fonética de las palabras adoptadas o<br />

creadas por Moisés: sílabas mágicas donde el iniciado de Osiris fundió su<br />

pensamiento, como un metal sonoro en un molde perfecto. Por el estudio de<br />

ese fonetismo que lleva la huella de la lengua sagrada de los tiempos antiguos,<br />

146


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

por las claves que nos da la Cábala, de las cuales algunas remontan hasta<br />

Moisés, en fin por el esoterismo comparado, hoy podemos entrever y<br />

reconstruir el Génesis. De este modo, el pensamiento de Moisés saldrá brillante<br />

como el oro <strong>del</strong> crisol de los siglos, de las escorias de una teología primitiva y<br />

de las cenizas de la crítica negativa *.<br />

Dos ejemplos van a poner en claro lo que era la lengua sagrada de los<br />

antiguos templos, y de qué modo se corresponden los tres sentidos en los<br />

símbolos de Egipto y en los <strong>del</strong> Génesis. En una multitud de monumentos<br />

egipcios se ve una mujer coronada, sosteniendo en una mano la cruz ansata,<br />

símbolo de la vida eterna, y en la otra un cetro en forma de flor de loto,<br />

símbolo de la iniciación. Era la diosa Isis. Pero Isis tiene tres sentidos<br />

diferentes. En sentido propio, significa la Mujer, y, por consiguiente, el género<br />

femenino universal. En sentido comparativo, personifica el conjunto de la<br />

naturaleza terrestre con todas sus potencialidades conceptivas. En el<br />

superlativo, simboliza la naturaleza celeste e invisible, el elemento propio de<br />

las almas y de los espíritus, la luz espiritual e inteligible por sí misma, que<br />

únicamente confiere la iniciación. El símbolo que corresponde a Isis en el<br />

texto <strong>del</strong> Génesis y en la intelectualidad judeo-cristiano es EVÉ, Heva, la<br />

Mujer eterna. Esta Eva no es solamente la mujer de Adam, sino también la<br />

esposa de Dios. Ella constituye las tres cuartas partes de su esencia. Porque<br />

el nombre <strong>del</strong> Eterno IEVÉ, que impropiamente hemos llamado Jehovah y<br />

Javeh, se compone <strong>del</strong> prefijo Jod y <strong>del</strong> nombre de Evé. El gran sacerdote de<br />

Jerusalem pronunciaba una vez al año el nombre divino enunciándolo letra por<br />

letra de la manera siguiente: Jod, he, vau, he. La primera expresaba el<br />

pensamiento divino (La natura naturans de Spinoza) y las ciencias teogónicas;<br />

las tres letras <strong>del</strong> nombre de Evé expresaban tres órdenes de la naturaleza (La<br />

natura naturata <strong>del</strong> mismo Spinoza), los tres mundos en que aquel pensamiento<br />

se realiza, y, por consiguiente, las ciencias cosmogónicas, psíquicas y físicas que a<br />

ello corresponden. (He aquí como Favre d’Olivet explica el nombre IEVÉ:<br />

“Este nombre presenta por de pronto el signo indicador de la vida, duplicado<br />

y formando la raíz esencialmente viva EE ( הה).<br />

Esta raíz nunca se emplea<br />

como nombre y es la única que goza de esta prerrogativa. Ella es, desde su<br />

formación, no solamente un verbo, sino un verbo único <strong>del</strong> que los otros<br />

no son más que derivados: en una palabra, el verbo EVE (הוה), ser, siendo.<br />

Aquí, como se ve y como he tenido cuidado de explicarlo en mi gramática,<br />

el signo inteligible Vau está en medio de la raíz de la vida. Moisés, tomando<br />

este verbo por excelencia para formar el nombre propio <strong>del</strong> Ser de los<br />

seres, le agrega el signo de la manifestación potencial y de la eternidad<br />

147


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

(י) y obtiene IEVE (הוהי), en el cual el facultativo siendo se encuentra<br />

colocado entre un pasado sin origen y un futuro sin término. Este<br />

nombre admirable significa, pues, exactamente: El Ser que es, que fue y<br />

que será).<br />

Lo Inefable contiene en su profundo seno lo Eterno masculino y lo Eterno<br />

femenino. Su unión indisoluble forma su poder y su misterio. He aquí lo que<br />

Moisés, enemigo jurado de toda imagen de la divinidad, no decía al pueblo;<br />

pero lo ha consignado de un modo figurado en la estructura <strong>del</strong> nombre<br />

divino, explicándolo sólo a sus adeptos. De este modo, la naturaleza velada en<br />

el culto judaico se oculta en el nombre mismo de Dios. La esposa de Adam,<br />

la mujer curiosa, culpable y encantadora, nos revela sus afinidades profundas<br />

con la Isis terrestre y divina, la madre de los dioses que muestra en su seno<br />

profundo torbellinos de almas y de astros.<br />

Otro ejemplo: Un personaje que juega gran papel en la historia de<br />

Adam y Eva, es la serpiente. El Génesis le llama Nahash. Más ¿Qué significaba<br />

la serpiente para los antiguos templos?. <strong>Los</strong> misterios de la India, de Egipto y<br />

de Grecia responden al unísono: La serpiente arrollada en círculo significa la<br />

vida universal cuyo mágico agente es la luz astral. En un sentido más profundo<br />

aún. Nahash quiere decir la fuerza que pone esta vida en movimiento, la<br />

atracción mutua de los seres, en la que Geoffroy Saint-Hilaire veía la razón de<br />

la gravitación universal. <strong>Los</strong> griegos la llamaban Eros, el Amor o el Deseo.<br />

Apliquemos estos dos sentidos a la historia de Adam y Eva y de la<br />

serpiente, y veremos que la caída de la primera pareja humana, el famoso<br />

pecado original viene a ser el vasto desarrollo de la naturaleza divina,<br />

universal, con sus reinos, sus géneros y sus especies en el círculo formidable y<br />

necesario de la vida.<br />

Estos dos ejemplos nos han permitido lanzar una primera ojeada en las<br />

profundidades <strong>del</strong> Génesis mosaico. Entrevemos ya lo que era la cosmogonía<br />

para un iniciado antiguo y lo que la distinguía de una cosmogonía en el<br />

sentido moderno.<br />

Para la ciencia moderna, la cosmogonía se reduce a una cosmografía.<br />

Se encontrará en ella la descripción de una porción <strong>del</strong> universo visible con<br />

un estudio sobre el encadenamiento de las causas y de los efectos físicos en<br />

una esfera dada. Será, por ejemplo, el sistema <strong>del</strong> mundo de Laplace en que<br />

la formación de nuestro sistema solar trata de adivinarse por su<br />

funcionamiento actual y se deduce de la sola materia en movimiento, lo cual<br />

es sólo una pura hipótesis. Tomemos otro ejemplo en la historia de la tierra,<br />

cuyas capas superpuestas son los testigos irrefutables. La ciencia antigua no<br />

148


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

ignoraba este desenvolvimiento <strong>del</strong> universo visible, y si bien precisaba menos<br />

que la ciencia moderna, había formulado intuitivamente las leyes generales.<br />

Pero esto no era para los sabios de la India y de Egipto más que el<br />

aspecto exterior <strong>del</strong> mundo, su movimiento reflejo, y buscaban la<br />

explicación en su aspecto interno, en su movimiento directo y originario.<br />

Ellos la encontraban en otro orden de leyes que se revela a nuestra<br />

inteligencia. Para la ciencia antigua el universo sin límites no era una materia<br />

muerta regida por leyes mecánicas, sino un todo viviente dotado de una<br />

inteligencia, de un alma y de una voluntad. Este gran animal sagrado tenía<br />

innumerables órganos correspondientes a sus facultades infinitas. Al modo<br />

como en el cuerpo humano los movimientos resultaban <strong>del</strong> alma que piensa, de<br />

la voluntad que obra, así, a los ojos de la ciencia antigua el orden visible <strong>del</strong><br />

universo sólo era la repercusión de un orden invisible, es decir, de las<br />

fuerzas cosmogónicas y de las mónadas espirituales, reinos, géneros y espacios<br />

que, por su perpetua involución en la materia, producen la evolución de la<br />

vida. Mientras la ciencia moderna sólo considera lo exterior, la corteza <strong>del</strong><br />

universo, la ciencia de los templos antiguos tenía por objeto revelar lo<br />

interior, descubrir sus mecanismos ocultos. Ella no extraía la inteligencia de la<br />

materia, sino la materia de la inteligencia. Ella no hacía nacer el universo de<br />

la danza ciega de los átomos, sino que generaba los átomos por las<br />

vibraciones <strong>del</strong> alma universal. En una palabra, procedía por círculos<br />

concéntricos de lo universal a lo particular, de lo Invisible a lo visible, <strong>del</strong><br />

Espíritu puro a la Substancia organizada, de Dios al hombre. Este orden<br />

descendente de las Fuerzas y de las Almas inversamente proporcional al orden<br />

ascendente de la vida y de los Cuerpos, era la ontología o ciencia de los<br />

principios inteligibles y constituía el fundamento de la cosmogonía.<br />

Todas las grandes iniciaciones de la India, Egipto, Judea y Grecia, las<br />

de Krishna, de Hermes, de Moisés y de Orfeo, han conocido bajo formas<br />

diversas este orden de los principios, de los poderes, de las almas, de las<br />

generaciones que descienden de la causa primera, <strong>del</strong> Padre inefable.<br />

El orden descendente de las encarnaciones es simultáneo <strong>del</strong> orden<br />

ascendente de las vidas y sólo esto puede explicarlo. La involución produce la<br />

evolución y la hace ver.<br />

En Grecia, los templos masculinos y dóricos, los de Júpiter y de Apolo,<br />

sobre todo el de Delphos fueron los únicos que poseyeron a fondo el orden<br />

descendente. <strong>Los</strong> templos jónicos o femeninos sólo los conocieron de un modo<br />

imperfecto. Al hacerse jónica toda la civilización griega, la ciencia y el orden<br />

dóricos se velaron de más en más. Pero no es por esto menos incontestable<br />

149


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

que sus grandes iniciadores, sus héroes y sus filósofos, de Orfeo a Pitágoras, de<br />

Pitágoras a Platón y de éste a los Alejandrinos, dependen de este orden. Todos<br />

ellos reconocieron a Hermes por maestro.<br />

Volvamos al Génesis. En el pensamiento de Moisés, hijo también de<br />

Hermes, los diez primeros capítulos <strong>del</strong> Génesis constituían una verdadera<br />

ontología, según el orden y la filiación de los principios. Todo lo que tiene un<br />

comienzo debe tener un fin. El Génesis relata a la vez la evolución en el<br />

tiempo y la creación en la eternidad, la única digna de Dios.<br />

Me reservo el exponer en el Libro de Pitágoras un cuadro viviente de la<br />

teogonía y de la cosmogonía esotérica, en un esquema menos abstracto que el<br />

de Moisés y más cercano <strong>del</strong> espíritu moderno. A pesar de la forma politeísta,<br />

a pesar de la extrema diversidad de símbolos, el sentido de esta cosmogonía<br />

pitagórica, según la iniciación órfica y los santuarios de Apolo, es idéntica en<br />

el fondo a la <strong>del</strong> profeta de Israel. En Pitágoras está como iluminada por su<br />

complemento natural: la doctrina <strong>del</strong> alma y de su evolución. Se enseñaba en<br />

los santuarios griegos bajo los símbolos <strong>del</strong> mito de Perséfona. Se llamaba<br />

también la historia terrestre y celeste de Psiquis. Esta historia que<br />

corresponde a lo que el cristianismo llama la redención, falta por completo en<br />

el Antiguo Testamento. No porque Moisés y los profetas lo ignorasen, sino<br />

porque la juzgaban demasiado elevada para la enseñanza popular y la<br />

reservaban para la tradición oral de los iniciados. La divina Psiquis estuvo tan<br />

largo tiempo oculta bajo los símbolos herméticos de Israel, para personificarse<br />

al fin en la aparición etérea y luminosa de Cristo.<br />

En cuanto a la cosmogonía de Moisés, tiene la áspera concisión <strong>del</strong><br />

genio semítico y la precisión matemática <strong>del</strong> genio egipcio. El estilo <strong>del</strong> relato<br />

recuerda las figuras que revisten el interior de las tumbas de los reyes; rectas,<br />

secas y severas, encierran en su dura desnudez un misterio impenetrable. El<br />

conjunto hace pensar en una construcción ciclópea; pero acá y allá, como un<br />

chorro de agua entre los bloques gigantescos, el pensamiento de Moisés brota<br />

con la impetuosidad <strong>del</strong> fuego inicial entre los versículos temblorosos de los<br />

traductores. En los primeros capítulos, de incomparable grandeza, se siente<br />

pasar el aliento de Aelohim, que vuelve una a una las pesadas páginas <strong>del</strong><br />

universo.<br />

Antes de dejarlos, lancemos aún una mirada sobre algunos de esos<br />

poderosos jeroglíficos, compuestos por el profeta <strong>del</strong> Sinaí. Como la puerta de<br />

un templo subterráneo, cada uno da paso a una galería de verdades ocultas<br />

que iluminan con sus lámparas inmóviles la serie de los mundos y de los<br />

tiempos. Tratemos de penetrar en ellos con las claves de la iniciación.<br />

150


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Tratemos de ver esos símbolos extraños, esas fórmulas mágicas en su potencia<br />

de fuego de la hoguera de su pensamiento.<br />

En una cripta <strong>del</strong> templo de Jetro, Moisés, sentado sobre un sarcófago,<br />

medita solo. Muros y pilastras están cubiertos de jeroglíficos y de pinturas que<br />

representan los nombres y las figuras de los Dioses de todos los pueblos de la<br />

tierra. Estos símbolos resumen la historia de los ciclos desvanecidos y predicen<br />

los futuros ciclos. Una lámpara de nafta posada en tierra ilumina débilmente<br />

aquellos signos, de los que cada uno le habla en su lengua. Pero él ya no ve<br />

nada <strong>del</strong> mundo exterior; busca en sí mismo el Verbo de su libro, la figura<br />

de su obra, la Palabra que será la Acción. La lámpara se ha apagado: pero<br />

ante su ojo interno, en la oscuridad de la cripta, resplandece este nombre:<br />

IEVÉ<br />

La primera letra I tiene el color blanco de la luz — las otras tres<br />

brillan como un fuego cambiante en que se desarrollan todos los colores <strong>del</strong><br />

arco iris. ¡Y qué extraña vida en aquellos caracteres! Moisés percibe en la<br />

letra inicial, el Principio masculino, Osiris, el Espíritu creador por excelencia<br />

— en Evé la facultad conceptiva, la Isis celeste que forma una parte. De este<br />

modo las facultades divinas, que contiene en potencia todos los mundos, se<br />

despliegan y ordenan en el seno de Dios. Por su unión perfecta, el Padre y la<br />

Madre inefable forman el Hijo, el Verbo viviente que crea el universo. He<br />

aquí el misterio de los misterios, cerrado para los sentidos, pero que habla por<br />

el signo <strong>del</strong> Eterno como el Espíritu habla al Espíritu. Y el tetragrama sagrado<br />

brilla con luz más y más intensa. Moisés ve brotar de él, en grandes<br />

fulguraciones, los tres mundos, todos los reinos de la naturaleza y el orden<br />

sublime de las ciencias. Entonces su mirada ardiente se concentra sobre el<br />

signo masculino <strong>del</strong> Espíritu creador. A él invoca para descender en el orden<br />

de las creaciones y tomar de la voluntad soberana la fuerza de llevar a cabo<br />

su creación, después de haber completado la obra <strong>del</strong> Eterno. Y he aquí que<br />

en las tinieblas de la cripta reluce el otro nombre divino:<br />

AELOHIM<br />

Este nombre significa para el iniciado: El — los Dioses, el Dios de los<br />

Dioses. (Aelohim es el plural de Aelo, nombre dado al Ser supremo por los<br />

Hebreos y Caldeos, derivándose de la raíz Ael, que pinta la elevación y la<br />

potencia expansiva, y que significa, en un sentido universal, Dios. — Hoa,<br />

151


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

es decir, Él, es un hebreo, en caldeo, en siriaco, en etiópico y en árabe,<br />

uno de los nombres sagrados de la divinidad. — Fabre d’Olivet, La<br />

langue hébraique restituye). Ya no es el Ser replegado en sí mismo y en lo<br />

absoluto, sino el Señor de los mundos cuyo pensamiento florece en millones<br />

de estrellas, esferas móviles de universos flotantes. “En el principio Dios creó<br />

los cielos y la tierra”. Pero esos cielos no fueron al principio más que el<br />

pensamiento <strong>del</strong> tiempo y <strong>del</strong> espacio sin límites, habitados por el espacio y el<br />

silencio. “Y el soplo de Dios se movía sobre la faz <strong>del</strong> abismo?”. (“Ruah<br />

Aelohim, el soplo de Dios único, indica figurativamente un movimiento<br />

hacia la expansión, la dilatación. Es, en un sentido jeroglífico, la fuerza<br />

opuesta a la de las tinieblas. Si la potencia oscuridad caracteriza un poder<br />

compresivo, la palabra ruah caracterizará una fuerza expansiva. Se<br />

encontrará siempre, en todo caso, ese sistema eterno de dos fuerzas<br />

opuestas que los sabios y los eruditos de todos los siglos, desde<br />

Parménides y Pitágoras, hasta Descartes y Newton, han visto en la<br />

naturaleza y señalado con nombres diferentes”. — Fabre d’Olivet. La<br />

langue hébraique restituye). ¿Qué saldrá al principio de su seno?. ¿Un sol?.<br />

¿Una tierra?. ¿Una nebulosa?. ¿Una substancia cualquiera de este mundo<br />

visible?. No. Lo que primero nació de Él fue Aur, la Luz. Pero esta luz no<br />

es la luz física, es la luz inteligible nacida <strong>del</strong> estremecimiento de la Isis<br />

celeste en el seno <strong>del</strong> Infinito; alma universal, luz astral, substancia que hace<br />

las almas y adonde ellas se abren como en un fluido etéreo; elemento sutil por<br />

el cual el pensamiento se transmite a distancias infinitas, luz divina, anterior<br />

y posterior a la de todos los soles. Al principio ella se expansiona en el<br />

Infinito, es el poderoso respir de Dios; luego vuelve sobre sí misma con un<br />

movimiento de amor profundo, aspir <strong>del</strong> Eterno. En las ondas <strong>del</strong> divino éter<br />

palpitan, como bajo un velo translúcido, las formas astrales de los mundos y<br />

de los seres. Y todo ello se resume para el Mago-Vidente en las palabras que<br />

él pronuncia y que relucen en las tinieblas en caracteres chispeantes:<br />

RUA AELOHIM AUR<br />

(Soplo — Aelohim — Luz. Estos tres nombres son el resumen<br />

jeroglífico <strong>del</strong> segundo y tercer versículos <strong>del</strong> Génesis. He aquí en letras<br />

latinas el texto hebreo <strong>del</strong> tercer versículo: Wa—naemer, Aelohim, iéhiaur,<br />

wa iehi aur. He aquí la traducción literal que de ello da Fabre<br />

d’Olivet: “Y dijo Él, el Ser de los seres: será hecha luz, y fue hecha luz<br />

(elementización inteligible”. — La palabra rua, que significa el soplo, se<br />

152


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

encuentra en el segundo versículo. Se notará que la palabra aur, que<br />

significa luz, es la palabra rua invertida. El soplo divino volviendo sobre<br />

sí mismo crea la luz inteligible).<br />

“Que la luz sea y la luz fue”. El soplo de Aelohim es la Luz.<br />

Del seno de esta luz primitiva, inmaterial, brotan los seis primeros días<br />

de la Creación, es decir, las semillas, los principios, las formas, las almas de<br />

vida de toda cosa. Es el Universo en potencia, anterior a la letra y según el<br />

Espíritu. ¿Cuál es la última palabra de la Creación?, la fórmula que resume<br />

al Ser en acto, el Verbo vivo en quien aparece el pensamiento primero y<br />

último <strong>del</strong> Ser absoluto. Es:<br />

ADAN-EVA<br />

El Hombre-Mujer. Este último no representa en ningún modo, como lo<br />

enseñan las iglesias y lo creen nuestros exégetas, la primera pareja humana<br />

de nuestra tierra, sino Dios personificado en el Universo y el género humano<br />

tipificado: la Humanidad universal a través de todos los ciclos. “Dios creó el<br />

hombre a su imagen; le creó varón y hembra”. Esta pareja divina es el verbo<br />

universal por el cual Ievé manifiesta su propia naturaleza a través de los<br />

mundos. La esfera donde habita primitivamente y que Moisés abarca con su<br />

poderoso pensamiento, no es el jardín <strong>del</strong> Edén, el legendario paraíso<br />

terrestre, sino la esfera temporal sin límites de Zoroastro, la tierra superior de<br />

Platón, el reino celeste universal, Hedén, Hadana, substancia de todas las<br />

tierras. ¿Pero qué será la evolución de la Humanidad en el tiempo y en el<br />

espacio?. Moisés la contempla bajo una forma concentrada en la historia de<br />

la caída. En el Génesis, Psiquis, el Alma humana se llama Aisha, otro nombre<br />

de Eva. (Génesis II, 23. Aisha, el Alma, asimilada aquí a la Mujer, es la<br />

esposa de Aish, el Intelecto, asimilado al hombre. Ella es tomada por él y<br />

constituye su mitad inseparable: su facultad volitiva. — La misma relación<br />

existe entre Dionysios y Persephona en los Misterios órficos).<br />

Su patria es Shamaim, el cielo. Ella vive allí dichosa en el éter divino,<br />

pero sin conocimiento de sí misma. Ella goza <strong>del</strong> cielo sin comprenderlo.<br />

Pues para comprenderlo, es preciso haberlo olvidado y recordarlo de nuevo;<br />

para amarlo, es preciso haberlo perdido y reconquistado. Ella sólo aprenderá<br />

por el sufrimiento y no comprenderá más que por la caída. ¡Y qué caída!;<br />

bastante más profunda y trágica que la de la Biblia infantil que leemos.<br />

Atraída hacia el abismo tenebroso por el deseo de conocimiento, Aisha se deja<br />

caer... Cesa de ser el alma pura, dotada sólo de un cuerpo sideral y viviendo<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

<strong>del</strong> divino éter. Se reviste con un cuerpo material y entra en el círculo de las<br />

generaciones; y sus encarnaciones no son una, sino ciento, mil, en cuerpos cada<br />

vez más groseros según los astros donde habita.<br />

Desciende de mundo en mundo..., desciende y olvida... Un velo negro<br />

cubre su ojo interno; sumergida la divina conciencia, oscurecido el recuerdo<br />

<strong>del</strong> cielo en el espeso tejido de la materia. Pálida como perdida esperanza,<br />

luce en ella una débil reminiscencia de su antigua felicidad. De esta chispa<br />

tendrá que renacer y regenerarse.<br />

Sí, Aisha vive aún en esa pareja desnuda que yace sin defensa sobre<br />

una tierra salvaje, bajo un cielo enemigo donde retumba el trueno. ¿Cuál es<br />

el paraíso perdido? — La inmensidad <strong>del</strong> cielo velado, detrás y ante ella.<br />

Moisés contempla así las generaciones de Adam en el universo. (En la<br />

versión samaritana de la Biblia, al nombre de Adam está unido el epíteto<br />

universal, infinito. Es, pues, <strong>del</strong> género humano de lo que se trata, <strong>del</strong> reino<br />

hominal en todos los ciclos). Considera en seguida el destino <strong>del</strong> hombre<br />

sobre la tierra y ve los ciclos pasados y el presente. En el Aisha terrestre, en<br />

el alma de la humanidad, la conciencia de Dios había brillado en otro tiempo<br />

con el fuego de Agni, en el país de Kush, en las vertientes <strong>del</strong> Himalaya.<br />

Pero está ya próxima a extinguirse en la idolatría, bajo la tiranía asiria,<br />

entre los pueblos disociados y los dioses que se entre devoran. Moisés se jura<br />

a sí mismo el despertarla estableciendo el culto de Aelohim.<br />

La humanidad colectiva, así como el hombre individual, debieran ser<br />

la imagen de Ievé. ¿Pero dónde encontrar el pueblo que la encarne y que<br />

sea el Verbo viviente de la humanidad?.<br />

Entonces Moisés, habiendo concebido su Libro y su Obra, habiendo<br />

sondeado las tinieblas <strong>del</strong> alma humana, declara la guerra a la Eva terrestre,<br />

a la naturaleza débil y corrompida. Para combatirla y levantarla de nuevo,<br />

invoca al Espíritu, al Fuego original y todopoderoso, Ievé, a cuya fuente acaba<br />

de remontarse. Siente que sus efluvios le abrasan y le templan como el acero.<br />

Su nombre es Voluntad.<br />

Y en el silencio negro de la cripta, Moisés oye una voz que sale de las<br />

profundidades de su conciencia, vibra como una luz y dice: “Ve a la montaña<br />

de Dios, hacia Horeb”.<br />

* (El verdadero restaurador de la cosmogonía de Moisés es un<br />

hombre de genio hoy casi olvidado, a quien Francia hará justicia el día<br />

en que la ciencia esotérica, que es la ciencia integral y religiosa, quede<br />

reedificada sobre bases indestructibles. — Fabre d’Olivet no podía ser<br />

154


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

comprendido por sus contemporáneos, pues se había a<strong>del</strong>antado en un<br />

siglo a su época. Espíritu universal, poseía en el mismo grado tres<br />

facultades cuya unión forma las inteligencias trascendentales: la intuición,<br />

el análisis y la síntesis. Nacido en Ganges (Herault) en 1767, abordó el<br />

estudio de las doctrinas místicas <strong>del</strong> Oriente, después de haber adquirido<br />

una noción profunda de las ciencias, las filosofías y las literaturas <strong>del</strong><br />

Occidente; Court de Gebelin, en su Monde primitif, le dio los primeros<br />

vislumbres sobre el sentido simbólico de los mitos de la antigüedad y la<br />

lengua sagrada de los templos. Para iniciarse en las doctrinas de Oriente,<br />

aprendió el chino, el sánscrito, el árabe y el hebreo. En 1815, publicó su<br />

libro capital: La Langue hébraique restituée. Este libro contiene: 1°, una<br />

introducción sobre el origen de la palabra; 2º, una gramática hebrea<br />

fundada sobre nuevos principios; 3º, las raíces hebraicas, según la ciencia<br />

etimológica; 4º, un discurso preliminar; 5º, una traducción francesa e<br />

inglesa de los diez primeros capítulos <strong>del</strong> Génesis que contiene la<br />

cosmogonía de Moisés. A esta traducción acompaña un comentario <strong>del</strong><br />

mayor interés. Aquí únicamente puedo resumir los principios y la<br />

substancia de este libro revelador que está penetrado <strong>del</strong> más profundo<br />

espíritu esotérico, y construido por el método científico más riguroso. El<br />

método de que se vale Fabre d’Olivet para penetrar en el sentido íntimo<br />

<strong>del</strong> texto hebraico <strong>del</strong> Génesis, es la comparación <strong>del</strong> hebreo con el árabe,<br />

el siriaco, el arameo y el caldeo, desde el punto de vista de las raíces<br />

primitivas y universales, de las que da un léxico admirable, apoyado por<br />

ejemplos tomados en todas las lenguas, léxico que puede servir de clave<br />

para los nombres sagrados de todos los pueblos. De todos los libros<br />

esotéricos sobre el Antiguo Testamento, el de Fabre d’Olivet nos da las<br />

claves más seguras, y, además, una luminosa exposición de la historia de<br />

la Biblia, y las razones aparentes por las que el sentido oculto se ha<br />

perdido y es, hasta nuestros días, profundamente ignorado por la ciencia y<br />

la teología oficiales.<br />

Después de hablar de este libro, diré algunas palabras de otra obra<br />

más reciente que procede de aquélla, y que, además de su mérito propio,<br />

ha tenido el de llamar la atención de algunos investigadores<br />

independientes sobre su primer inspirador. Éste libro es La Muñón des Juifs,<br />

de Mr. Saint-Ives d’Alveydre (1884, Calmann Lévy). M. Saint-Ives debe su<br />

iniciación filosófica a los libros de Fabre d’Olivet. Su interpretación <strong>del</strong><br />

Génesis es esencialmente la de la Langue hébraique restituée, su metafísica la<br />

de los Versos dorados de Pitágoras, su filosofía de la historia y el cuadro<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

general de su obra se han extraído de la Histoire philosophique da genre<br />

humain. Recogiendo sus ideas principales, uniendo materiales propios y<br />

elaborándolos a su modo, ha construido un edificio nuevo, de gran riqueza,<br />

de valor desigual y de un género compuesto. Recogiendo sus ideas<br />

principales, uniendo materiales propios Su finalidad es doble. Probar que<br />

la ciencia y la religión de Moisés fueron la resultante necesaria de los<br />

movimientos religiosos que le precedieron en Asia y en Egipto, lo que Fabre<br />

d’Olivet había hecho ya ver en sus obras geniales; probar en seguida<br />

que el gobierno ternario y arbitral, compuesto de los tres poderes,<br />

económico, judicial y religioso o científico, fue en todos los tiempos un<br />

corolario de la doctrina de los iniciados y una parte constitutiva de las<br />

religiones <strong>del</strong> antiguo ciclo, anteriores a Grecia. Tal es la idea propia de<br />

Mr. Saint-Ives, idea fecunda y digna de la mayor atención. El llama a<br />

este gobierno: sinarquía o gobierno según los principios; encuentra en él la<br />

ley social orgánica, la única salvación <strong>del</strong> porvenir. No es éste el sitio de<br />

examinar hasta qué punto el autor ha demostrado históricamente su tesis.<br />

Mr. Saint-Ives no gusta de citar sus fuentes, procediendo con demasiada<br />

frecuencia por simples afirmaciones, sin temer a las hipótesis atrevidas,<br />

siempre que favorezcan a su idea preconcebida. Pero su libro, de una rara<br />

elevación, de una vasta ciencia esotérica, abunda en páginas de un gran<br />

aliento, en cuadros grandiosos, en vislumbres profundos y nuevos. Mis<br />

concepciones difieren de las suyas en muchos puntos, sobre todo la de<br />

Moisés, a quien Mr. Saint-Ives ha dado, a mi parecer, proporciones<br />

demasiado gigantescas y legendarias. Dicho esto me apresuro a reconocer el<br />

gran valor de su libro extraordinario, al que mucho debo. Cualquiera que sea<br />

la opinión que se tenga de la obra de Mr. Saint-Ives, es preciso reconocerle un<br />

mérito ante el cual nos inclinamos: el de una vida entera consagrada a una<br />

idea. Véase su Minos des souverains y su France vraie, donde Mr. Saint-Ives<br />

ha hecho justicia, aunque un poco tarde, y como a pesar suyo, a su maestro<br />

Fabre d'Olivet. La natura naturans de Spinoza. La natura naturata <strong>del</strong><br />

mismo).<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

IV<br />

LA VISIÓN DEL SINAÍ<br />

Una sombría masa de granito, tan desnuda, tan abarrancada bajo el<br />

esplendor <strong>del</strong> Sol, que se la diría surcada de relámpagos y esculpida por el<br />

rayo. Es la cumbre <strong>del</strong> Sinaí, el trono de Aelohim, dicen los hijos <strong>del</strong> desierto.<br />

Enfrente, una montaña más baja, las rocas <strong>del</strong> Serbal, también abrupta y<br />

salvaje. En sus vertientes, minas de cobre, cavernas. Entre las dos montañas,<br />

un valle negro, un caos de piedras que los árabes llaman el Horeb, el mismo<br />

de la leyenda semítica. Es lúgubre este valle desolado cuando la noche cae en<br />

él con la sombra <strong>del</strong> Sinaí; más lúgubre aún cuando la montaña se toca con<br />

un casco de nubes, <strong>del</strong> que se escapan siniestros resplandores. Entonces un<br />

viento terrible sopla en el estrecho pasadizo. Se dice que allí Aelohim<br />

derriba a los que tratan de luchar con él y les lanza a los abismos donde se<br />

hunden las trombas de lluvias. Allí también, dicen los Madianitas, vagan las<br />

sombras malhechoras de los gigantes, de los Refaim, que derrumban las rocas<br />

sobre los que tratan de subir al lugar santo. La tradición popular quiere<br />

también que el Dios <strong>del</strong> Sinaí aparezca a veces en el fuego fulgurando como<br />

una cabeza de Medusa con plumas de águila. Desgraciados los que ven su<br />

rostro. Verlo es morir.<br />

He aquí lo que contaban los nómadas por la noche en sus relatos,<br />

bajo la tienda, cuando dormían los camellos y las mujeres. La verdad es que<br />

únicamente los más osados de entre los iniciados de Jetro subían a la caverna<br />

<strong>del</strong> Serbal y allí pasaban con frecuencia varios días en el ayuno y la oración.<br />

<strong>Los</strong> sabios de la Idumea habían encontrado allí inspiración. Era un lugar<br />

consagrado desde tiempo inmemorial a las visiones sobrenaturales, a los<br />

Aelohim o espíritus luminosos. Ningún sacerdote, ningún cazador, hubiese<br />

conducido allí a un peregrino.<br />

Moisés había subido sin temor por el barranco de Horeb. Había<br />

atravesado intrépidamente el valle de la muerte y su caos de rocas. Como<br />

todo esfuerzo humano, la iniciación tiene sus fases de humildad y de orgullo.<br />

Al subir las pendientes de la santa montaña, Moisés había llegado a la cumbre<br />

<strong>del</strong> orgullo, porque también tocaba a la cumbre <strong>del</strong> poder humano y creía ya<br />

sentirse uno o unificado con el Ser supremo. El Sol de ardiente púrpura se<br />

inclinaba sobre el macizo volcánico <strong>del</strong> Sinaí, y las sombras violáceas se<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

ocultaban en los valles, cuando Moisés se encontró ante una caverna, cuya<br />

entrada protegía una escasa vegetación de terebintos. Se preparaba a penetrar<br />

en ella, pero quedó como cegado por una luz súbita que le envolvió. Le<br />

pareció que el suelo ardía bajo él y que las montañas de granito se habían<br />

transformado en un mar de llamas. A la entrada de la gruta, una aparición<br />

deslumbradora le miraba y con su espada le cerraba el paso. Moisés cayó<br />

como herido por el rayo: su cara contra tierra. Todo su orgullo había<br />

desaparecido. La mirada <strong>del</strong> Ángel le había traspasado con su luz. Y además,<br />

con ese sentido profundo de las cosas que se despierta en el estado visionario,<br />

había comprendido que aquel ser iba a imponerle obligaciones terribles.<br />

Hubiese querido escapar a su misión y esconderse bajo tierra como un reptil<br />

miserable.<br />

Mas una voz dijo:<br />

— ¡Moisés!. ¡Moisés!.<br />

Y él respondió:<br />

— Heme aquí.<br />

— No te acerques. Descálzate. Porque el lugar donde te encuentras es<br />

tierra santa.<br />

Moisés ocultó la cara entre sus manos. Tenía miedo de ver al Ángel y<br />

encontrar su mirada.<br />

Y el Ángel le dijo:<br />

— Tú que buscas a Aelohim, ¿Por qué tiemblas ante mí?.<br />

— ¿Quién eres?.<br />

— Un rayo de Aelohim, un Ángel Solar, un mensajero de Aquel que es y<br />

que será.<br />

— ¿Qué ordenas?.<br />

— Dirás a los hijos de Israel: el Eterno, el Dios de Abraham, el Dios<br />

de Isaac, el Dios de Jacob, me ha enviado a vosotros, para retiraros <strong>del</strong> país<br />

de servidumbre.<br />

— ¿Quién soy — dijo Moisés — para retirar a los hijos de Israel de<br />

Egipto?.<br />

— Vé — dijo el Ángel —, porque estaré contigo. Yo pondré el fuego<br />

de Aelohim en tu corazón y su verbo en tus labios. Hace cuarenta años que le<br />

evocas. Tu voz ha llegado hasta él. Ahora yo te tomo en su nombre. ¡Hijo de<br />

Aelohim, me perteneces para siempre!.<br />

Y Moisés, alentado, exclamó:<br />

— ¡Muéstrame a Aelohim!. ¡Que yo vea su fuego viviente!.<br />

Levantó la cabeza. Pero el mar de llamas se había desvanecido como el<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

relámpago. El sol había descendido sobre los volcanes apagados <strong>del</strong> Sinaí; un<br />

silencio de muerte se extendía sobre el valle de Horeb, y una voz que<br />

parecía desarrollarse en lo azul y perderse en el infinito, decía: “Yo soy<br />

Aquel que es”.<br />

Moisés salió de esta visión como aniquilado. Creyó por un instante que<br />

su cuerpo había sido consumido por el fuego <strong>del</strong> éter. Pero su espíritu era<br />

más fuerte. Cuando volvió a descender hacia el templo de Jetro, se<br />

encontraba presto para su obra. Su idea llena de vida marchaba ante él como<br />

el Ángel armado con la espada de fuego.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

V<br />

EL ÉXODO - EL DESIERTO<br />

MAGIA Y TEURGIA<br />

El plan de Moisés era uno de los más extraordinarios, de los más<br />

audaces que un hombre haya jamás concebido. Arrancar un pueblo al yugo<br />

de una nación tan poderosa como el Egipto, conducirle a la conquista de un<br />

país ocupado por poblaciones enemigas y mejor armadas, arrastrarle durante<br />

diez, veinte, cuarenta años por el desierto; abrasarle por la sed, extenuarle por<br />

el hambre; hostigarle como a un caballo de sangre bajo las flechas de los<br />

Hetitas y de los Amalecitas prontos a despedazarle, aislarle con su<br />

tabernáculo <strong>del</strong> Eterno en medio de aquellas naciones idólatras. Imponerle el<br />

monoteísmo con violencia de fuego e inspirarle un temor tai, una tal<br />

veneración hacia aquel Dios único, que éste se encarnó en su carne, viniendo a<br />

ser su símbolo nacional, el objetivo de todas sus aspiraciones y la razón de su<br />

existencia. Tal fue la obra inaudita de Moisés.<br />

El éxodo fue concertado y preparado de antemano por el profeta, los<br />

principales jefes israelitas y Jetro. Para ejecutar su plan, Moisés aprovechó<br />

un momento en que Menephtah, su antiguo compañero de estudios, que era<br />

Faraón, tuvo que rechazar la invasión temible <strong>del</strong> rey de los Libios, Mermaiu.<br />

El ejército egipcio, ocupado por completo en la frontera Oeste, no pudo<br />

contener a los hebreos, y la emigración en masa se operó con toda<br />

tranquilidad.<br />

He aquí pues en marcha a los Beni-Israel. Aquella larga fila de<br />

caravanas, llevando las tiendas sobre camellos, seguida de grandes rebaños,<br />

se prepara para contornear el mar Rojo. Aun no son más que algunos millares<br />

de hombres. Más tarde, la emgiración se engruesa “con toda clase de gentes”,<br />

como dice la Biblia: Cananeos, Edomitas, Árabes, Semitas de todo género,<br />

atraídos y fascinados por el profeta <strong>del</strong> desierto, que de todos los extremos<br />

<strong>del</strong> horizonte les evoca para moldearlos a su guisa. El núcleo de aquel pueblo<br />

está formado por los Beni-Israel, hombres rectos, pero duros, obstinados y<br />

rebeldes. Sus hags o sus jefes les han enseñado el culto <strong>del</strong> Dios único, que,<br />

constituye entre ellos una alta tradición patriarcal. Pero en aquellas<br />

naturalezas primitivas y violentas, el monoteísmo no es aún más que una<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

conciencia mejor e intermitente. En cuanto sus malas pasiones se despiertan,<br />

el instinto <strong>del</strong> politeísmo, tan natural al hombre, domina. Entonces vuelven a<br />

caer en las supersticiones populares, en la brujería y en las prácticas idólatras<br />

de las poblaciones vecinas de Egipto y de Fenicia, que Moisés va a combatir<br />

con leyes draconianas.<br />

Alrededor <strong>del</strong> profeta que manda en aquel pueblo, hay un grupo de<br />

sacerdotes presididos por Aarón, su hermano de iniciación, y por la profetisa<br />

María, que representa ya en Israel la iniciación femenina. Aquel grupo<br />

constituye el sacerdocio. Con ellos, setenta jefes elegidos o iniciados laicos,<br />

se agrupan alrededor <strong>del</strong> profeta de Ievé, que les confiará su doctrina secreta y<br />

su tradición oral, que les transmitirá una parte de sus poderes y les asociará a<br />

veces a sus inspiraciones y a sus visiones.<br />

En el corazón de aquel grupo se lleva el arca de oro; Moisés ha tomado<br />

la idea de los templos egipcios en que servía de arcano para los libros<br />

teúrgicos; pero la ha hecho refundir sobre un mo<strong>del</strong>o nuevo para sus<br />

designios personales. El arca de Israel esta flanqueada por cuatro<br />

querubines de oro, parecidos a esfinges y semejantes a los cuatro animales<br />

simbólicos de la visión de Ezequiel. Uno tiene cabeza de león, el otro de toro,<br />

el tercero de águila y el cuarto una cabeza de hombres. Ellos personifican los<br />

cuatro elementos universales: la tierra, el agua, el aire y el fuego; y también<br />

los cuatro mundos representados por las letras <strong>del</strong> tetragrama divino. Con sus<br />

alas los querubes cubren el propiciatorio.<br />

Aquella arca será el instrumento de los fenómenos eléctricos y<br />

luminosos producidos por la magia <strong>del</strong> sacerdote de Osiris, fenómenos que,<br />

exagerados por la leyenda, engendraron los relatos bíblicos, arca de oro<br />

contiene además el Sepher Bereshi o libro de Cosmogonía redactado por<br />

Moisés en jeroglíficos egipcios, y la vara mágica <strong>del</strong> profeta llamada verga<br />

por la Biblia. También contendrá el libro de la alianza o la ley <strong>del</strong> Sinaí.<br />

Moisés llama al arca el trono de Aelohim; porque en ella reposa la tradición<br />

sagrada, la misión de Israel, la idea de Ievé.<br />

¿Qué constitución política dio Moisés a su pueblo?. Sobre este extremo,<br />

es preciso citar uno de los pasajes más curiosos <strong>del</strong> Éxodo. Este pasaje parece<br />

tanto más antiguo y auténtico cuanto que nos muestra el lado débil de<br />

Moisés, su tendencia al orgullo sacerdotal y a la tiranía teocrática, reprimida<br />

por su iniciador etíope. Dice así:<br />

“Al siguiente día, cuando Moisés juzgaba al pueblo, y el pueblo estaba<br />

ante Moisés desde la mañana a la noche. “Habiendo visto el suegro de Moisés<br />

todo lo que ordenaba al pueblo, le dijo: ¿Qué haces al pueblo?.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

¿De dónde viene que tú solo estás sentado y el pueblo está ante ti<br />

desde la mañana a la noche?. “Y Moisés respondió a su suegro: Es que el<br />

pueblo viene a mí para preguntarme sobre Dios. “Cuando tienen algún<br />

litigio, vienen a mí; entonces yo juzgo entre uno y otro, y les hago oír las<br />

leyes de Dios. “Pero el suegro de Moisés le dijo: No haces bien. Ciertamente<br />

sucumbirás tú y también el pueblo que contigo está; porque eso es<br />

demasiado pesado para ti y no podrás hacerlo tú solo.<br />

“Escucha pues mi consejo; yo te aconsejaré y Dios estará contigo. Sé<br />

para el pueblo un enviado de Dios y lleva las causas ante Dios”.<br />

“Instrúyeles en las, ordenanzas y las leyes, y hazles escuchar la voz a<br />

la que deben obedecer y lo que tienen que ejecutar”.<br />

“Elige de entre todo el pueblo hombres virtuosos, temerosos de Dios,<br />

hombres verdaderos que odien la ganancia deshonrosa, y establece sobre<br />

ellos jefes de millares, jefes de centenas, de cincuenta y de diez”.<br />

“Y que ellos juzguen al pueblo en todo tiempo; pero que te lleven<br />

todos los asuntos grandes y que juzguen las causas pequeñas. Así aliviarán<br />

tu trabajo y llevarán contigo una parte de la carga”.<br />

“Si haces esto, y Dios te lo manda, podrás subsistir y todo el pueblo<br />

llegará felizmente a su destino”.<br />

“Moisés obedeció a la palabra de su suegro, e hizo todo lo que él<br />

había dicho”. (Éxodo XVIII, 13-24. La importancia de este pasaje, desde el<br />

punto de vista de la constitución social, ha sido justamente señalada por M.<br />

Saint-Ives en su hermoso libro: La Mission des Júifa).<br />

Se deduce de este pasaje que en la constitución de Israel, establecida<br />

por Moisés, el poder ejecutivo era considerado como una emanación <strong>del</strong><br />

poder judicial y estaba bajo la autoridad sacerdotal.<br />

Tal fue el gobierno legado por Moisés a sus sucesores, siguiendo el<br />

sabio consejo de Jetro. Siempre fue el mismo bajo los jueces, desde Josué a<br />

Samuel, hasta la usurpación de Saúl. Bajo los Reyes, el sacerdocio deprimido<br />

comenzó a perder la verdadera tradición de Moisés, que sólo sobrevivió en los<br />

profetas.<br />

Como ya hemos dicho, Moisés no fue un patriota, sino un domador de<br />

pueblos que tenía por designio los destinos de la humanidad entera. Israel<br />

sólo era un medio; la religión universal era su objetivo, y sobre aquellos<br />

grupos nómadas su pensamiento iba a los tiempos futuros. Desde la salida de<br />

Egipto hasta la muerte de Moisés, la historia de Israel sólo fue un largo<br />

duelo entre el profeta y su pueblo.<br />

Moisés condujo al principio las tribus israelitas al Sinaí, por el árido<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

desierto, ante la montaña consagrada a Aelohim por todos los semitas, donde<br />

había tenido su revelación. Allí donde el Genio se había apoderado <strong>del</strong><br />

profeta, el profeta quiso apoderarse de su pueblo e imprimirle en la frente el<br />

sello de Ievé: los diez mandamientos, poderoso resumen de la ley moral y<br />

complemento de la verdad trascendente encerrada en el libro hermético <strong>del</strong><br />

arca.<br />

Nada más trágico que aquel primer diálogo entre el profeta y su pueblo.<br />

Allí ocurrieron escenas extrañas, sangrientas, terribles, que dejaron como la<br />

huella de un hierro al rojo en la carne mortificada de Israel. Bajo las<br />

amplificaciones de la leyenda bíblica, se adivina la verdad posible de los<br />

hechos.<br />

<strong>Los</strong> hombres escogidos de las tribus están acampados en la meseta de<br />

Pharán, a la entrada de una garganta abrupta que conduce a las rocas <strong>del</strong><br />

Serbal. La cabeza amenazadora <strong>del</strong> Sinaí domina aquel terreno pedregoso,<br />

volcánico. Ante toda la asamblea, Moisés anuncia solemnemente que va a<br />

ir a la montaña para consultar a Aelohim y que traerá la ley escrita sobre<br />

una tabla de piedra. Ordena al pueblo que vele y ayune, que le espere en la<br />

castidad y la oración. Deja el arca portátil, cubierta por la tienda <strong>del</strong><br />

tabernáculo, bajo la guarda de los setenta Ancianos. Luego desaparece por el<br />

desfiladero, no llevando consigo más que a su fiel discípulo Josué.<br />

Pasan días; Moisés no vuelve. El pueblo se inquieta al pronto, luego<br />

murmura: “¿Por qué habernos traído a este horrible desierto y habernos<br />

expuesto a las flechas de los Amalecitas?. Moisés nos ha prometido<br />

conducirnos al país de Canaán donde fluye la leche y la miel, y he aquí que<br />

morimos en el desierto. Más valía la servidumbre en Egipto que esta vida<br />

miserable. ¡Ojalá tuviésemos aún los platos de carne que comíamos allá!. Si el<br />

Dios de Moisés es el verdadero Dios, que lo pruebe, que todos sus enemigos<br />

queden dispersados y que entremos en el acto en el país de promisión”. Esos<br />

murmullos engruesan; los Israelitas se amotinan y los jefes toman parte en la<br />

revuelta.<br />

Y he aquí que viene un grupo de mujeres que cuchichean y murmuran<br />

entre sí. Son las hijas de Moab, de piel negra, cuerpos flexibles, formas<br />

opulentas, concubinas o siervas de algunos jefes Edomitas asociados a Israel.<br />

Recuerdan ellas haber sido sacerdotisas de Astaroth y haber celebrado las<br />

orgías de la diosa en los bosques sagrados <strong>del</strong> país natal. Ellas sienten que ha<br />

llegado la hora de reconquistar su imperio. Vienen adornadas con oro y<br />

trajes vistosos, con la sonrisa en los labios, como una multitud de hermosas<br />

serpientes que salieran de tierra haciendo lucir al sol sus formas ondulantes<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

de reflejos metálicos. Se mezclan con los rebeldes, les miran con sus ojos<br />

relucientes, les abrazan, hacen sonar sus anillos de cobre, les seducen con sus<br />

lenguas zalameras: “¿Quién es, después de todo, aquel sacerdote de Egipto y su<br />

Dios?. Habrá muerto en el Sinaí. <strong>Los</strong> Refaim le habrán arrojado a un abismo.<br />

No es él quien conducirá las tribus al Canaán. Que los hijos de Israel<br />

invoquen a los dioses de Moab: Belphegor y Astaroth. ¡Ésos son dioses que<br />

se pueden ver, y que hacen milagros!. Ellos les conducirán al país de Canaán”.<br />

<strong>Los</strong> revoltosos escuchan a las mujeres moabitas, se excitan unos a otros y este<br />

grito parte de la multitud: “Aarón, haznos dioses que marchen ante nosotros,<br />

porque nada sabemos de Moisés, el que nos sacó de la tierra de Egipto”. Aarón<br />

trata en vano de calmar a la multitud. Las hijas de Moab llaman a los<br />

sacerdotes fenicios llegados con una caravana. Éstos traen una estatua de<br />

Astaroth de madera y la elevan sobre un altar de piedra. <strong>Los</strong> rebeldes<br />

obligan a Aarón, bajo amenaza de muerte, a fundir el becerro de oro, una de<br />

las formas de Belphegor. Se sacrifican toros y machos cabríos a los dioses<br />

extranjeros, se dedican a beber, a comer, y las danzas lascivas, dirigidas por<br />

las hijas de Moab, comienzan alrededor de los ídolos, al son de las<br />

zambombas, de los kinnors y de los panderos agitados por las mujeres.<br />

<strong>Los</strong> setenta Ancianos, elegidos por Moisés para la custodia <strong>del</strong> arca,<br />

han tratado en vano de detener aquel desorden con sus amonestaciones. Ahora<br />

se sientan en tierra con la cabeza cubierta de ceniza. Agrupados alrededor<br />

<strong>del</strong> tabernáculo <strong>del</strong> arca, oyen con consternación los gritos salvajes, los cantos<br />

voluptuosos, las invocaciones a los dioses malditos, demonios de lujuria y de<br />

crueldad. Ven con horror a aquel pueblo desenfrenado y rebelado contra su<br />

Dios. ¿Qué va a ser <strong>del</strong> Arca, <strong>del</strong> Libro y de Israel, si Moisés no vuelve?.<br />

Moisés vuelve. De su gran recogimiento, de su soledad en el monte de<br />

Aelohim, trae la Ley sobre tabletas de piedra. (En la antigüedad, las cosas<br />

escritas sobre la piedra pasaban por ser las más sagradas. El hierofante de<br />

Eleusis leía a los iniciados, en tablas de piedra, cosas que juraban no<br />

decir a nadie y no se encontraban escritas en parte alguna). Llegado al<br />

campo, ve las danzas, la bacanal de su pueblo ante los ídolos de Astaroth y<br />

de Belphegor. A la vista <strong>del</strong> sacerdote de Osiris, <strong>del</strong> profeta de Aelohim,<br />

las danzas cesan, los sacerdotes extranjeros huyen, los rebeldes vacilan. La<br />

cólera hierve en Moisés como un fuego devorador. Rompe las tablas de<br />

piedra, y se ve que aniquilaría a todo su pueblo y que Dios está en él.<br />

Israel tiembla, pero los rebeldes lanzan miradas de odio disimuladas<br />

bajo el miedo. Una palabra, un gesto de vacilación de parte <strong>del</strong> jefe<br />

profeta, y la hidra de la anarquía idolatra va a elevar contra él sus mil<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

cabezas y barrer, bajo una granizada de piedras, al arca santa, al profeta y a su<br />

idea. Pero Moisés está allí y tras él los poderes invisibles que le protegen.<br />

Comprende que es preciso, ante todo, templar el alma de los setenta<br />

elegidos, elevarlos a su propia altura y por ellos a todo el pueblo. Él invoca<br />

a Aelohim-Ievé, el Espíritu masculino, el Fuego Principio <strong>del</strong> fondo de sí<br />

mismo y <strong>del</strong> fondo <strong>del</strong> cielo.<br />

— ¡A mí los setenta! — exclama Moisés —. Que tomen el arca y suban<br />

conmigo a la montaña de Dios. En cuanto a este pueblo, que espere y<br />

tiemble. Voy a traerle la sentencia de Aelohim.<br />

<strong>Los</strong> levitas sacan de bajo de la tienda el arca de oro envuelta en sus<br />

velos, y el cortejo de los setenta desaparece con el profeta en los<br />

desfiladeros <strong>del</strong> Sinaí. No se sabe quién tiembla más, si los levitas por lo<br />

que van a ver, o el pueblo por el castigo que Moisés deja suspendido<br />

sobre su cabeza como una espada invisible.<br />

¡Ah, si se pudiera escapar de las manos terribles de aquel sacerdote de<br />

Osiris, de aquel profeta de desdicha!, dicen los rebeldes. Y apresuradamente<br />

la mitad <strong>del</strong> campo pliega las tiendas, ensilla los camellos y se prepara a huir.<br />

Mas he aquí que un crepúsculo extraño, un velo de polvo se extiende sobre el<br />

cielo; una brisa dura sopla <strong>del</strong> mar Rojo, el desierto toma un color rojizo y<br />

lívido, y detrás <strong>del</strong> Sinaí se amontonan gruesos nubarrones. Por fin, el cielo<br />

se ennegrece. El huracán trae torbellinos de arena y los relámpagos hacen<br />

estallar en torrentes de lluvia las nubes que envuelven el Sinaí. Pronto el rayo<br />

reluce y su voz, repercutida por todas las gargantas <strong>del</strong> macizo, estalla sobre<br />

el campo en detonaciones sucesivas con un estruendo espantoso. El pueblo no<br />

vacila en que aquello se debe a la cólera de Aelohim invocada por Moisés.<br />

Las hijas de Moab han desaparecido. <strong>Los</strong> ídolos son derribados, los jefes se<br />

prosternan, los niños y las mujeres se esconden bajo el vientre de los<br />

camellos. Esto dura toda una noche, todo un día. El rayo ha caído en las<br />

tiendas, ha matado hombres y animales y el trueno retumba continuamente.<br />

Hacia el oscurecer la tempestad se calma, las nubes humean aún sobre<br />

el Sinaí y el cielo continúa negro. Mas he aquí que a la entrada <strong>del</strong><br />

campamento reaparecen los setenta, Moisés en cabeza. Y en el vago<br />

resplandor <strong>del</strong> crepúsculo, el semblante <strong>del</strong> profeta y el de sus elegidos<br />

irradia con luz sobrenatural, como si trajeran sobre su cara el reflejo de una<br />

visión luminosa y sublime. Sobre el arca de oro, sobre los querubines con<br />

alas de fuego, oscila un resplandor eléctrico, como una columna fosforescente.<br />

Ante aquel espectáculo extraordinario, los Ancianos y el pueblo, hombres y<br />

mujeres se prosternan a distancia.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

— Que los que estén por el Eterno, vengan a mí — exclama Moisés.<br />

Las tres cuartas partes de los jefes de Israel se agrupan alrededor de<br />

Moisés, los rebeldes continúan escondidos bajo sus tiendas. Entonces el<br />

profeta avanza y ordena a sus fieles que pasen a cuchillo a los instigadores <strong>del</strong><br />

motín y a las sacerdotisas de Astaroth, a fin de que Israel tiemble para siempre<br />

ante Aelohim, que se acuerde de la ley <strong>del</strong> Sinaí y de su primer<br />

mandamiento: “Yo soy el Eterno, tu Dios que te ha sacado <strong>del</strong> país de Egipto,<br />

de la tierra de servidumbre. Tú no tendrás otro Dios ante mi faz. No<br />

construirás imágenes ni semejanza alguna de las cosas que están arriba en los<br />

cielos, ni en las aguas, ni bajo tierra”.<br />

Por esta mezcla de terror y de misterio, Moisés impuso su ley y su culto a<br />

su pueblo. Era preciso imprimir la idea de Ievé en letras de fuego sobre su<br />

alma, y sin aquellas medidas implacables el monoteísmo no hubiera jamás<br />

triunfado <strong>del</strong> politeísmo invasor de la Fenicia y de Babilonia.<br />

Pero ¿Qué es lo que habían visto los setenta en el Sinaí?. El<br />

Deuteronomio (XXXIII, 2) habla de una visión colosal, de millares de santos<br />

aparecidos en medio de la tempestad sobre el Sinaí, en la luz de Ievé.<br />

¿Vinieron los sabios <strong>del</strong> antiguo ciclo, los antiguos iniciados de los Arios, de<br />

la India, de Persia y de Egipto, todos los nobles hijos <strong>del</strong> Asia, para proteger a<br />

Moisés en su obra y ejercer una presión decisiva sobre la conciencia de sus<br />

asociados?. Las potencias espirituales que velan sobre la humanidad, siempre<br />

están presentes, pero el velo que de ellas nos separa no se desgarra más que<br />

en las grandes horas y para raros elegidos. Sea de ello lo que quiera, Moisés<br />

hizo pasar a los setenta el fuego divino y la energía de su propia voluntad.<br />

Ellos fueron el primer templo, antes que el de Salomón: el templo viviente, el<br />

templo en marcha, el corazón de Israel, luz real de Dios.<br />

Por medio de las escenas <strong>del</strong> Sinaí, por la ejecución en masa de los<br />

rebeldes, Moisés adquirió autoridad sobre los Semitas nómadas que mantenía<br />

bajo su mano de hierro. Pero análogas escenas, seguidas de nuevas represiones<br />

por la fuerza, tuvieron que reproducirse durante las marchas y las<br />

contramarchas hacia el país de Canaán. Como Mahoma, Moisés tuvo que<br />

desplegar a la vez el genio de un profeta, de un hombre de guerra y de un<br />

organizador social. Tuvo él que luchar contra los desfallecimientos, las<br />

calumnias, las conspiraciones. Después <strong>del</strong> tumulto popular, tuvo que abatir<br />

el orgullo de los sacerdotes-levitas que querían igualar su papel al suyo, darse<br />

como él por inspirados directos de Ievé. También tuvo que combatir las<br />

conspiraciones más peligrosas de algunos jefes ambiciosos, como Coré, Datan<br />

y Abiram, que fomentaban la insurrección popular para derribar al profeta<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

y proclamar un rey, como lo harán más tarde los Israelitas con Saúl, a pesar<br />

de la resistencia de Samuel. En aquella lucha, Moisés tiene alternativas de<br />

indignación y de piedad, ternuras de padre y rugidos de león, contra el<br />

pueblo que se agita bajo la presión de su espíritu, y que a pesar de todo la<br />

sufrirá. De ello encontramos un eco en los diálogos que la narración bíblica<br />

relata entre el profeta y su Dios, diálogos que parecen revelar lo que pasaba<br />

en el fondo de su conciencia.<br />

En el Pentateuco, Moisés triunfa de todos los obstáculos por los más<br />

inverosímiles milagros; Jehovah, concebido como un Dios personal, está<br />

siempre a su disposición. Él aparece sobre el tabernáculo como una nube<br />

brillante que se llama la gloria <strong>del</strong> Señor. Sólo Moisés puede entrar allí; los<br />

profanos que se aproximan son heridos de muerte. El tabernáculo que<br />

contiene el arca, juega en la narración bíblica el papel de una gigantesca<br />

batería eléctrica que, una vez cargada con el fuego de Jehovah, aniquila<br />

masas humanas. <strong>Los</strong> hijos de Aarón, los doscientos cincuenta adeptos de Coré<br />

y de Datan y catorce mil hombres <strong>del</strong> pueblo (?) mueren de este modo.<br />

Además Moisés provoca a hora fija un temblor de tierra, que engulló a los<br />

tres jefes rebeldes con sus tiendas y sus familias. Este último relato es de una<br />

poesía terrible y grandiosa. Pero está lleno de tal exageración, de un carácter<br />

tan visiblemente legendario, que sería pueril discutir su realidad. Lo que ante<br />

todo da un carácter exótico a estas narraciones, es el papel de Dios irascible y<br />

cambiante que en todas ellas juega Jehovah. Siempre está preparado para<br />

fulminar y destruir, mientras que Moisés representa la misericordia y la<br />

prudencia. Una concepción tan contradictoria de la divinidad, no es menos<br />

extraña a la conciencia de un iniciado de Osiris que a la de un Jesús.<br />

Y sin embargo, esas colosales exageraciones parecen proceder de ciertos<br />

fenómenos debidos a los poderes mágicos de Moisés y que tienen sus análogos<br />

en la tradición de los templos antiguos. Éste es el lugar de decir qué es lo<br />

que puede creerse de los llamados milagros de Moisés desde el punto de vista<br />

de una teosofía racional y de los puntos elucidados de la ciencia oculta. La<br />

producción de fenómenos eléctricos bajo diversas formas por la voluntad de<br />

poderosos iniciados, no es únicamente atribuida a Moisés por la Antigüedad.<br />

La tradición caldea la atribuía a los magos, la tradición griega y latina a<br />

ciertos sacerdotes de Júpiter y de Apolo. En casos parecidos, los fenómenos son<br />

efectivamente <strong>del</strong> orden eléctrico. Pero la electricidad de la atmósfera<br />

terrestre debía ser puesta en movimiento por una fuerza más sutil y más<br />

universal difundida por todas partes, que los grandes adeptos sabían atraer,<br />

concentrar y proyectar. (Por dos veces un asalto al templo de Delfos fue<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

rechazado en condiciones parecidas a las que aparecen en los milagros de<br />

Moisés. En 480 (A. de J. C), las tropas de Jerjes lo atacaron y<br />

retrocedieron espantadas ante una tempestad, acompañada de llamas que<br />

salían <strong>del</strong> suelo, y de la caída de grandes bloques de roca. (Herodoto). —<br />

En 279 (A. de J. C), el templo fue de nuevo atacado por una invasión de<br />

Galls o Kimris. Delfos sólo estaba defendido por una pequeña tropa de<br />

Focenses. <strong>Los</strong> bárbaros dieron el asalto; en el momento en que iban a<br />

penetrar en el templo, una tempestad estalla y los Focenses rechazaron a<br />

los Galls. (Véase la hermosa narración en L’Histoire des Gaulois, de<br />

Amadeo Tierry, libro II). Esta fuerza es llamada akásha por los brahmanes,<br />

fuego principio por los magos de Caldea, gran agente mágico por los<br />

Cabalistas de la Edad Media. Desde el punto de vista de la ciencia moderna, se<br />

la puede llamar fuerza etérea. Se puede bien atraerla directamente, bien<br />

evocarla por intermedio de agentes invisibles, conscientes o semiconscientes,<br />

que pululan en la atmósfera terrestre y que la voluntad de los magos sabe<br />

dominar. Esta teoría nada tiene de contrario a una concepción racional <strong>del</strong><br />

universo, y aun es indispensable para explicar una multitud de fenómenos,<br />

que sin ella serían incomprensibles. Es preciso añadir, únicamente, que estos<br />

fenómenos están regidos por leyes inmutables y siempre proporcionadas a la<br />

fuerza intelectual, moral y magnética <strong>del</strong> adepto.<br />

Una cosa antirracional y antifilosófica sería el poner en movimiento la<br />

causa primera, Dios, por un ser cualquiera, o la acción inmediata de esta<br />

causa por él, lo que vendría a ser una identificación <strong>del</strong> individuo con Dios.<br />

El hombre no se eleva a él, más que relativamente por el pensamiento o por<br />

la oración, por la acción o por el éxtasis. Dios sólo ejerce su acción en el<br />

universo indirecta y jerárquicamente por medio de las leyes universales e<br />

inmutables que expresan su pensamiento, como a través de los miembros de<br />

humanidad terrestre y divina que le representan parcial y proporcionalmente<br />

en lo infinito <strong>del</strong> espacio y <strong>del</strong> tiempo.<br />

Sentados esos puntos, creemos perfectamente posible que Moisés,<br />

sostenido por los poderes espirituales que le protegían y manejando la fuerza<br />

etérea con una ciencia consumada, haya podido servirse <strong>del</strong> arca como de una<br />

especie de receptáculo, de acumulador atractivo para la producción de<br />

fenómenos eléctricos de una potencia tremenda. Él se aislaba con sus<br />

sacerdotes y confidentes por medio de vestiduras de lino y perfumes que le<br />

protegían de las descargas <strong>del</strong> fuego etéreo. Pero esos fenómenos debieron ser<br />

raros y limitados. La leyenda sacerdotal los exageró. Debió bastar a Moisés<br />

herir de muerte a algunos jefes rebeldes o a algunos levitas desobedientes por<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

una producción de fluido, para aterrorizar y castigar todo el pueblo.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

VI<br />

LA MUERTE DE MOISÉS<br />

Cuando Moisés hubo conducido a su pueblo hasta la entrada de Canaán,<br />

sintió que su obra se había cumplido. ¿Qué era Ievé-Aelohim para el Vidente<br />

<strong>del</strong> Sinaí?. El orden divino visto desde la altura, a través de todas las esferas<br />

<strong>del</strong> universo y realizado sobre la tierra visible a imagen de las jerarquías<br />

celestes y de la eterna verdad. No, no había contemplado en vano la faz <strong>del</strong><br />

Eterno, que se refleja en todos los mundos. El Libro estaba en el Arca, y el<br />

Arca guardada por un pueblo fuerte, templo viviente <strong>del</strong> Señor. El culto <strong>del</strong><br />

Dios único estaba fundado sobre la tierra; el nombre de Ievé brillaba en letras<br />

resplandecientes en la conciencia de Israel; los siglos podían lanzar sus ondas<br />

sobre el alma cambiante de la humanidad, que ya no borrarían el nombre<br />

<strong>del</strong> Eterno.<br />

Habiendo comprendido Moisés todas estas cosas, invocó al Ángel de la<br />

Muerte. Impuso las manos a su sucesor, Josué, ante el Tabernáculo, a fin de<br />

que el Espíritu de Dios pasase a él; luego bendijo a toda la humanidad a<br />

través de las doce tribus de Israel y subió al monte Nebo, seguido solamente<br />

de Josué y de los levitas. Ya Aarón había sido “recogido hacia sus padres”; la<br />

profetisa María había seguido el mismo camino. Había llegado la vez a<br />

Moisés.<br />

¿Cuáles fueron los pensamientos <strong>del</strong> profeta centenario, cuando vio<br />

desaparecer el campo de Israel y subió a la gran soledad de Aelohim?. ¿Qué<br />

es lo que experimentó paseando su mirada sobre la tierra prometida, <strong>del</strong><br />

Galaad a Jericó, la ciudad de las palmeras?. Un verdadero poeta (Alfredo de<br />

Vigny), pintando de mano maestra aquella situación de alma, le hace lanzar<br />

este grito:<br />

¡Oh, Señor, he vivido poderoso y solitario!<br />

¡Dejadme ahora dormir el sueño de la tierra!.<br />

Estos versos dicen más sobre el alma de Moisés que los comentarios de<br />

un centenar de teólogos. Aquella alma semeja a la gran pirámide de Giseh,<br />

maciza, desnuda y cerrada al exterior; pero que encierra en su interior los<br />

grandes misterios y lleva en su centro un sarcófago, llamado por los iniciados<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

el sarcófago de la resurrección. Desde allí, por un pasadizo oblicuo, se veía la<br />

estrella polar. De este modo aquel espíritu impenetrable veía desde su centro<br />

la finalidad de las cosas.<br />

Sí, todos los poderosos han conocido la soledad que crea la grandeza;<br />

pero Moisés se encontró más sólo que los otros, porque su principio fue más<br />

absoluto, más trascendente. Su Dios fue el principio viril por excelencia, el<br />

Espíritu puro. Para inculcarlo a los hombres tuvo que declarar la guerra al<br />

principio femenino, a la diosa Natura, a Hevé, a la Mujer eterna que vive<br />

en el alma de la Tierra y en el corazón <strong>del</strong> Hombre. Tuvo que combatirla sin<br />

tregua y sin merced, no para destruirla, sino para someterla y dominarla.<br />

¿Qué hay de asombro en que la Naturaleza y la Mujer, entre quienes reina<br />

un pacto misterioso, temblasen ante él?. ¿Por qué admirarse de que se<br />

regocijasen de su partida y esperasen para levantar la cabeza a que la sombra<br />

de Moisés hubiera cesado de lanzar sobre ellas el presentimiento de la<br />

muerte?. Tales fueron sin duda los pensamientos <strong>del</strong> Vidente, mientras subía<br />

al estéril monte Nebo. <strong>Los</strong> hombres no podían amarle, porque él sólo había<br />

amado a Dios. ¿Viviría al menos su obra?. ¿Sería su pueblo siempre fiel a su<br />

misión?. ¡Oh, fatal clarividencia de los moribundos, don trágico de los<br />

profetas, que levanta todos los velos en la última hora!. A medida que el<br />

espíritu de Moisés se desligaba de la tierra, veía la terrible realidad <strong>del</strong><br />

porvenir; él vio las traiciones de Israel; la anarquía levantando la cabeza;<br />

los Reyes sucediendo a los Jueces; los crímenes de los Reyes manchando el<br />

templo <strong>del</strong> Señor, su libro mutilado, incomprendido, su pensamiento<br />

escondido, disfrazado, rebajado por sacerdotes ignorantes o hipócritas; las<br />

apostasías de los Reyes; el adulterio de Judá con las naciones idólatras; la<br />

pura tradición, la doctrina sagrada ahogadas y los profetas, poseedores <strong>del</strong><br />

verbo viviente, perseguidos hasta el fondo <strong>del</strong> desierto.<br />

Sentado en una caverna <strong>del</strong> monte Nebo; Moisés vio todo esto en sí<br />

mismo. Pero ya la muerte extendía sus alas sobre su frente y posaba su<br />

mano fría sobre su corazón. Entonces aquel corazón de león trató de surgir<br />

una vez más. Irritado contra su pueblo, Moisés evocó la venganza de<br />

Aelohim sobre la raza de Judá, y elevó su pesado brazo. Josué y los<br />

levitas que le asistían oyeron con espanto estas palabras salir de la boca <strong>del</strong><br />

moribundo profeta: “Israel ha traicionado a su Dios, ¡sea él dispersado a los<br />

cuatro vientos <strong>del</strong> cielo!”.<br />

Entre tanto, Josué y los levitas miraban con terror a su maestro que<br />

no daba ya signo de vida. Su última palabra había sido una maldición.<br />

¿Había lanzado con ella el último suspiro?. Pero Moisés abrió los ojos por<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

última vez y dijo: “Volved a Israel. Cuando el tiempo llegue, el Eterno os<br />

enviará un profeta como yo entre vuestros hermanos y pondrá su verbo en<br />

su boca y ese profeta os dirá lo que el Eterno le haya ordenado.<br />

“Y a quien no escuche las palabras que os diga, el Eterno le pedirá<br />

cuentas”. (Deuteronomio XVIII, 18, 19).<br />

Después de estas palabras proféticas, Moisés entregó el espíritu. El<br />

Ángel solar de la espada de fuego, que antes le había aparecido en el<br />

Sinaí, le esperaba. Él le arrastró al seno profundo de la Isis celeste, a las<br />

ondas de esa luz que es la Esposa de Dios. Lejos de las regiones terrestres,<br />

atravesaron círculos de almas de creciente esplendor. Por fin, el Ángel <strong>del</strong><br />

Señor le mostró un espíritu de maravillosa belleza y de una dulzura celeste,<br />

pero de tal radiación y de claridad tan fulgurante, que la suya propia no era<br />

más que una sombra al lado de ella. No llevaba él la espada <strong>del</strong> castigo,<br />

sino la palma <strong>del</strong> sacrificio y de la Victoria. Moisés comprendió que aquél<br />

terminaría su obra y conduciría a los hombres hacia el Padre, por el poder<br />

<strong>del</strong> Eterno-Femenino, por la Gracia divina y por el Amor perfecto.<br />

Entonces el Legislador se prosternó ante el Redentor, y Moisés<br />

adoró a Jesucristo.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

LIBRO V<br />

ORFEO<br />

LOS MISTERIOS DE DIONISOS<br />

¡Cómo se agitan en el inmenso<br />

universo, cómo se arremolinan y se buscan<br />

esas almas innúmeras que brotan de la grande<br />

alma <strong>del</strong> Mundo!. Ellas van de un planeta a<br />

otro y lloran en el abismo la patria perdida...<br />

Son tus lágrimas, Dionisos... ¡Oh gran<br />

Espíritu!, ¡Oh libertador!, vuelve tus hijas a tu<br />

seno de luz.<br />

Fragmento órfico.<br />

¡Eurydíce! ¡Oh Luz divina!, dijo Orfeo<br />

al morir. — ¡Eurídice!, gimieron al romperse<br />

las siete cuerdas de su lira.— Y su cabeza, que<br />

rueda para siempre por el río de los tiempos,<br />

clama aún: —¡Eurídice!, ¡Eurídice!.<br />

Leyenda de Orfeo.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

I<br />

LA GRECIA PREHISTÓRICA - LAS BACANTES<br />

APARICIÓN DE ORFEO<br />

En los santuarios de Apolo, que poseían la tradición órfica, una fiesta<br />

misteriosa se celebraba en el equinocio de la primavera. Era el momento en<br />

que los narcisos florecían al lado de la fuente de Gastaba. <strong>Los</strong> trípodes, las<br />

liras <strong>del</strong> templo vibraban por sí mismos y el Dios invisible se decía volver <strong>del</strong><br />

país de los Hiperbóreos, sobre un carro tirado por cisnes. Entonces la gran<br />

sacerdotisa vestida (la Musa, coronada de laureles, la frente ceñida por cintas<br />

sagradas, cantaba ante los iniciados solos el nacimiento de Orfeo, hijo de<br />

Apolo y de una sacerdotisa <strong>del</strong> Dios. Ella invocaba el alma de Orfeo, padre de<br />

los mitos, salvador melodioso de los hombres: Orfeo, soberano inmortal y tres<br />

veces coronado, en los infiernos, en la tierra y en el cielo; el que marcha con<br />

una estrella en la frente por entre los astros y los dioses.<br />

El canto místico de la sacerdotisa de Delfos aludía a uno de los<br />

numerosos secretos guardados por los sacerdotes de Apolo e ignorados por la<br />

multitud. Orfeo fue el genio animador de la Grecia sagrada, el despertador de<br />

su alma divina. Su lira de siete cuerdas abarca el universo. Cada una de ellas<br />

responde a una modalidad <strong>del</strong> alma humana, contiene la ley de una ciencia y<br />

de un arte. Hemos perdido la clave de su plena armonía, pero los modos<br />

diversos no han cesado de vibrar en nuestros oídos. La impulsión teúrgica y<br />

dionysíaca que Orfeo supocomunicar a Grecia, se transmitió por ella a toda<br />

Europa. Nuestro tiempo no cree va en la belleza, en la vida. Si a pesar de todo<br />

guarda de ella una profunda reminiscencia, una secreta e invencible esperanza,<br />

lo debe a aquél sublime Inspirado. Saludemos en él al gran iniciador de<br />

Grecia, al Patriarca de la Poesía y de la Música, concebidas como reveladoras<br />

de la verdad eterna.<br />

Pero antes de reconstituir la historia de Orfeo, por el fondo mismo de<br />

los santuarios, digamos qué era Grecia cuando él apareció.<br />

Era en tiempo de Moisés, cinco siglos antes de Homero, trece siglos<br />

antes de Jesucristo. La India se hundía en su Kali-Yuga, en su ciclo de<br />

tinieblas, y no ofrecía más que una sombra de su antiguo esplendor. Asiria,<br />

que por la tiranía de Babilonia había desencadenado sobre el mundo el azote<br />

174


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

de la anarquía, continuaba tiranizando al Asia. Egipto, muy grande por la<br />

ciencia de sus sacerdotes y por sus faraones, resistía con todas sus fuerzas a<br />

esta descomposición universal; pero su acción se detenía en el Eufrates y el<br />

Mediterráneo. Israel iba a levantar en el desierto el principio <strong>del</strong> Dios<br />

masculino y de la unidad divina por la voz tonante de Moisés; pero la tierra no<br />

había aún oído sus ecos.<br />

Grecia estaba profundamente dividida por la religión y por la política.<br />

La península montañosa que muestra sus finos cortes en el<br />

Mediterráneo y rodean millares de islas, estaba poblada hacía miles de años<br />

por un brote de la raza blanca, emparentada con los Getas, los Escitas y los<br />

Celtas primitivos. Aquella raza había sufrido las mezclas, las impulsiones de<br />

todas las civilizaciones anteriores. Colonias de la India, de Egipto y Palestina<br />

habían enjambrado en aquellas orillas, poblado sus promontorios y sus valles<br />

de razas, de costumbres, de divinidades múltiples. Las flotas pasaban a velas<br />

des-plegadas bajo las piernas <strong>del</strong> coloso de Rodas, colocado sobre los dos<br />

diques <strong>del</strong> puerto. El mar de las Cíclades, donde, en los días claros, el<br />

navegante ve siempre alguna isla o ribera en el horizonte, era surcado por las<br />

proas rojas de los Fenicios y las proas negras de los piratas de Lidia. Ellos<br />

llevaban en sus naves todas las riquezas de Asia y África: marfil, objetos<br />

pintados de cerámica, telas de Siria, vasos de oro, púrpura y perlas;<br />

frecuentemente, mujeres arrebatadas de alguna costa salvaje.<br />

Por medio de aquel cruzamiento de razas se había moldeado un idioma<br />

armonioso y fácil, mezcla de celta primitivo, <strong>del</strong> zend, <strong>del</strong> sánscrito y <strong>del</strong><br />

fenicio. Esa lengua, que pintaba la majestad <strong>del</strong> Océano en el nombre de<br />

Poseidón y la serenidad <strong>del</strong> cielo en la de Urano, imitaba todas las voces de la<br />

Naturaleza, desde el canto de los pajarillos hasta el choque de las espadas y el<br />

estruendo de la tempestad. Era multicolor como su mar de un intenso azul de<br />

matices cambiantes; multisonante como las olas que murmuran en sus golfos o<br />

mugen sobre sus innumerables arrecifes, poluphlosboio Thalasa, como dice<br />

Homero.<br />

Con aquellos comerciantes o aquellos piratas, iban con frecuencia<br />

sacerdotes que les dirigían o les mandaban como dueños. Escondían ellos en<br />

sus barcas una imagen de madera ele una divinidad cualquiera. La imagen<br />

estaba sin duda groseramente tallada, y los marineros de entonces tenían por<br />

ella el mismo fetichismo que muchos de nuestros marinos tienen por su<br />

madona. Pero aquellos sacerdotes no dejaban de estar en posesión de ciertas<br />

ciencias, y la divinidad que llevaban de su templo a un país extranjero<br />

representaba para ellos una concepción de la naturaleza, un conjunto de leyes,<br />

175


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

una organización civil y religiosa. Porque en aquellos tiempos toda la vida<br />

intelectual descendía de los santuarios. Se adoraba a Juno en Argos; a Artemis<br />

en Arcadia; a Paphos en Corinto; la Astarté fenicia se había convertido en la<br />

Afrodita nacida de la espuma de las olas. Varios iniciadores habían aparecido<br />

en el Atica. Una colonia egipcia había llevado a Eleusis el culto de Isis bajo la<br />

forma de Deméter (Ceres), madre de los Dioses. Erechtea había establecido<br />

entre el monte Hymeto y el Pentélico el culto de una diosa virgen, hija <strong>del</strong><br />

cielo azul, amiga <strong>del</strong> olivo y de la sabiduría. Durante las invasiones, a la<br />

primera señal de alarma, la población se refugiaba en el Acrópolis y se<br />

agrupaba alrededor de la diosa como alrededor de una viviente victoria.<br />

Sobre las divinidades locales reinaban algunos dioses masculinos y<br />

cosmogónicos. Pero relegados a las altas montañas, eclipsados por el cortejo<br />

brillante de las divinidades femeninas, tenían poca influencia. El Dios solar,<br />

Apolo délfico, (Según la antigua tradición de los Tracios, la poesía había<br />

sido inventada por Olen. Este nombre quiere decir en fenicio el Ser<br />

universal. Apolo tiene la misma raíz. Ap Olen o Ap Wholón significa Padre<br />

universal. Primtivamente se adoraba en Delfos al Ser universal bajo el<br />

nombre de Olen. El culto de Apolo fue introducido por un sacerdote<br />

innovador, bajo el impulso de la doctrina <strong>del</strong> verbo solar que recorría<br />

entonces los santuarios de la India y de Egipto. Este reformador identificó<br />

al Padre universal con su doble manifestación: la luz hiperfísica y el sol<br />

visible. Pero esta reforma no salió casi de las profundidades <strong>del</strong> santuario.<br />

Orfeo fue quien dio un poder nuevo al verbo solar de Apolo, reanimándolo y<br />

electrizándolo por medio de los misterios de Dionisos. (Véase Fabre<br />

d’Olivet: Les Vers dorés de Pythagore), existía ya, pero sólo jugaba un papel<br />

secundario y borroso. Había sacerdotes de Zeus el Altísimo al pie de las cimas<br />

nevadas <strong>del</strong> Ida, en las alturas de la Arcadia y bajo las encinas de Dodona.<br />

Pero el pueblo prefería al Dios misterioso y universal, las diosas que<br />

representaban a la naturaleza en sus potencias seductoras o terribles. <strong>Los</strong> ríos<br />

subterráneos de la Arcadia, las cavernas de las montañas que descienden hasta<br />

las entrañas de la tierra, las erupciones volcánicas en las islas <strong>del</strong> mar Egeo,<br />

habían llevado desde remotos tiempos a los griegos hacia el culto de las<br />

fuerzas misteriosas de la tierra. En sus alturas como en sus profundidades, la<br />

naturaleza era presentida, temida y venerada. Como todas aquellas divinidades<br />

no tenían centro social ni síntesis religiosa, se hacían entre sí una guerra<br />

encarnizada. <strong>Los</strong> templos enemigos, las ciudades rivales, los pueblos divididos<br />

por el rito, por la ambición de los sacerdotes y de los reyes, se odiaban,<br />

desconfiaban unos de otros y se combatían en sangrientas luchas.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Pero tras la Grecia estaba la Tracia salvaje y ruda. Hacia el Norte,<br />

enfiladas de montañas cubiertas de robles gigantescos y coronadas de<br />

peñascos, se seguián en grupos ondulantes, se desarrollaban en circos enormes<br />

o se enmarañaban en macizos nudosos. <strong>Los</strong> vientos <strong>del</strong> Septentrión<br />

desgastaban sus flancos y un cielo, con frecuencia tempestuoso, barría sus<br />

cimas. <strong>Los</strong> pastores de los valles y los guerreros de las llanuras pertenecían a<br />

la fuerte raza blanca, a la gran reserva de los Dorios de Grecia. Raza varonil<br />

por excelencia, que se marca en la belleza por la acentuación de los rasgos, la<br />

decisión <strong>del</strong> carácter, y en la fealdad, por lo terrible y grandioso que se<br />

encuentra en la careta de las medusas y de las antiguas Gorgonas.<br />

Como todos los pueblos antiguos que recibieron su organización de los<br />

Misterios, como Egipto, como Israel, como la Etruria, Grecia tuvo su<br />

geografía sagrada, en que cada comarca venía a ser el símbolo de una región<br />

puramente intelectual y supraterrena <strong>del</strong> espíritu. ¿Por qué la Tracia fue<br />

siempre considerada por los griegos como el país santo por excelencia, el país<br />

de la luz y la verdadera patria de las Musas?. (Thrakia, según Fabre d’Olivet,<br />

deriva <strong>del</strong> fenicio Rakhiwa, el espacio etéreo o el firmamento. Lo que hay de<br />

cierto es que, para los poetas y los iniciados de Grecia, como Píndaro,<br />

Esquilo o Platón, el nombre de la Tracia tenia un sentido simbólico y<br />

significaba el país de la pura doctrina y de la poesía sagrada que de ella<br />

procede. Esta palabra tenía, pues, para ellos un sentido filosófico e<br />

histórico. — Filosóficamente, designaba una región intelectual: el conjunto<br />

de las doctrinas y de las tradiciones que hacen proceder al mundo de una<br />

inteligencia divina. — Históricamente, aquel nombre recordaba al país y la<br />

raza donde la doctrina y la poesía dóricas, este vigoroso brote <strong>del</strong> antiguo<br />

espíritu ario, habían aparecido al principio para florecer en seguida en<br />

Grecia por el santuario de Apolo. — El uso de este género de simbolismo<br />

está probado por la historia posterior. En Delfos había una clase de<br />

sacerdotes tracios. Eran los guardianes de la alta doctrina. El tribunal de los<br />

Anfictiones estaba antiguamente defendido por una guardia tracia, es decir,<br />

por una guardia de guerreros iniciados. La tiranía de Esparta suprimió<br />

aquella falange incorruptible y la reemplazó por los mercenarios de la<br />

fuerza bruta. Más tarde, el verbo tracisar fue aplicado irónicamente a los<br />

devotos de la antigua doctrina). Es porque aquellas altas montañas tenían los<br />

más antiguos santuarios de Kronos, de Zeus y de Uranos. De allí habían<br />

descendido en ritmos eumólpicos la Poesía, las Leyes y las Artes sagradas.<br />

<strong>Los</strong> poetas fabulosos de la Tracia dan de ello fe. <strong>Los</strong> nombres de Thamyris, de<br />

Linos y de Amphión responden quizá a personajes reales; pero ante todo<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

personifican, según el lenguaje de los templos, otros tantos géneros de poesía.<br />

Cada uno de ellos consagra la victoria de una teología sobre otra. En los<br />

templos de entonces sólo alegóricamente se escribía la historia. El individuo<br />

no era nada; la doctrina y la obra, todo. Thamyris que cantó la guerra de los<br />

Titanes y fue cegado por las Musas, anuncia la derrota de la poesía<br />

cosmogónica por nuevas modas. Linos, que introdujo en Grecia los cantos<br />

melancólicos <strong>del</strong> Asía y fue muerto por Hércules, revela la invasión en Tracia<br />

de una poesía emocionante, desolada y voluptuosa, que rechazó al principio el<br />

viril espíritu de los Dorios <strong>del</strong> Norte. Significa al mismo tiempo la victoria de<br />

un culto lunar sobre un culto solar. Amfión, por el contrario, que según la<br />

leyenda alegórica movía las piedras con sus cantos y construía templos a los<br />

sones de su lira, representa la fuerza plástica que la doctrina solar y la poesía<br />

dórica ortooxa ejercieron sobre las artes y sobre toda la civilización helénica.<br />

(Estrabón asegura positivamente que la poesía antigua sólo era el lenguaje<br />

de la alegoría. Dionisio de Halicarnaso lo confirma y confiesa que los<br />

misterios de la naturaleza y las más sublimes concepciones de la moral han<br />

sido cubiertos con un velo. No es, pues, por metáfora por lo que la antigua<br />

poesía se llamó la Lengua de los Dioses. Ese sentido secreto y mágico, que<br />

constituye su fuerza y su encanto, está contenido en su nombre mismo. La<br />

mayor parte de los lingüistas han derivado la palabra poesía <strong>del</strong> verbo<br />

griego poiein, hacer, crear. Etimología simple y muy natural en apariencia,<br />

pero poco conforme a la lengua sagrada de los templos, de donde salió la<br />

poesía primitiva. Es más lógico admitir con Fabre d’Olivet que poiesis viene<br />

<strong>del</strong> fenicio phohe (boca, voz, lenguaje, discurso) y de ish (Ser superior, ser<br />

principio, o, en sentido figurado, Dios). El etrusco Aes o Aesa, el galo Aes,<br />

el escandinavo Ase, el concepto Os (Señor), el egipcio Osiris tienen la<br />

misma raíz).<br />

Bien distinta es la luz con que relumbra Orfeo. Brilla él a través de las<br />

edades con el rayo personal de un genio creador, cuya alma vibra de amor, en<br />

sus viriles profundidades, por el Eterno-Femenino — y en sus últimas<br />

profundidades le respondió ese Eterno-Femenino que vive y palpita bajo una<br />

triple forma en la Naturaleza, en la Humanidad y en el Cielo. La adoración de<br />

los santuarios, la tradición de los iniciados, el grito de los poetas, la voz de los<br />

filósofos — y más que todo su obra, la Grecia orgánica — atestiguan su<br />

viviente realidad.<br />

En aquellos tiempos, la Tracia era presa de una lucha profunda,<br />

encarnizada. <strong>Los</strong> cultos solares y los cultos lunares se disputaban la<br />

supremacía. Esta guerra entre los adoradores <strong>del</strong> sol y de la luna, no era, como<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

podría creerse, la fútil disputa de dos supersticiones. Estos dos cultos<br />

representaban dos teologías, dos cosmonogías, dos religiones y dos<br />

organizaciones sociales absolutamente opuestas. <strong>Los</strong> cultos uránicos y solares<br />

tenían sus templos en las alturas y las montañas; sacerdotes varones; leyes<br />

severas. <strong>Los</strong> cultos lunares reinaban en las selvas, en los valles profundos;<br />

tenían sacerdotisas-mujeres, ritos voluptuosos, la prác tica desarreglada de las<br />

artes ocultas y el gusto de la orgía. Había guerra a muerte entre los sacerdotes<br />

<strong>del</strong> sol y las sacerdotisas de la luna. Lucha de sexos, lucha antigua, inevitable,<br />

abierta o escondida, pero eterna entre el principio masculino y el principio<br />

femenino entre el hombre y la mujer, que llena la historia con sus alternativas<br />

y en la que se juega el secreto de los mundos. Del mismo modo que la fusión<br />

perfecta <strong>del</strong> masculino y <strong>del</strong> femenino constituye la esencia misma y el<br />

misterio de a divinidad, así el equilibrio de estos dos principios puede<br />

únicamente producir las grandes civilizaciones.<br />

En toda Tracia, como en Grecia, los dioses masculinos, cosmogónicos y<br />

solares habían sido relegados a las altas montañas, a los países desiertos. El<br />

pueblo les prefería el cortejo inquietante de las divinidades femeninas que<br />

evocaba las pasiones peligrosas y las fuerzas de la naturaleza. Estos últimos<br />

cultos atribuían a la divinidad suprema <strong>del</strong> sexo femenino.<br />

Espantosos abusos comenzaban a resultar de este estado de cosas. —<br />

Entre los Tracios las sacerdotisas de la luna o de la triple Hécate habían hecho<br />

acto de supremacía apropiándose el viejo culto de Baco, dándole un carácter<br />

sangriento y temible. En signo de su victoria, habían tomado el nombre de<br />

Bacantes, como para marcar su dominio, el reino soberano de la mujer, su<br />

poder sobre el hombre.<br />

Alternativamente magas, seductoras y sacrificadoras sangrientas de<br />

víctimas humanas, tenían su santuario en valles salvajes y recónditos. ¿Por<br />

qué sombrio encanto, por qué ardiente curiosidad hombres y mujeres eran<br />

atraídos hacia aquellas soledades de vegetación tropical y grandiosa?. Formas<br />

desnudas — danzas lascivas en el fondo de un bosque..., luego risas, un gran<br />

rito — y cien Bacantes se lanzaban sobre el profano que debía jurarles<br />

sumisión o perecer. Las Bacantes domesticaban panteras y leones, que hacían<br />

aparecer en sus fiestas. Por la noche, con serpientes enroscadas en los brazos,<br />

se prosternaban ante la triple Hécate; luego, en rondas frenéticas, evocaban a<br />

Baco subterráneo, de doble sexo y de cabeza de toro. Pero desgraciado <strong>del</strong><br />

extranjero, desgraciado <strong>del</strong> sacerdote de Júpiter o de Apolo que fuera a<br />

espiarlas. Inmediatamente era descuartizado. (El Baco con cabeza de toro se<br />

vuelve a encontrar en el XXIX himno órfico. Es un recuerdo <strong>del</strong> antiguo<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

culto que en ningún modo pertenece a la pura tradición de Orfeo. Porque<br />

éste depuró completamente y transfiguró el Baco popular en Dionisos<br />

celeste, símbolo <strong>del</strong> espíritu divino que evoluciona a través de todos los<br />

reinos de la naturaleza. — Cosa curiosa, volvemos a encontrar el Baco<br />

infernal de las Bacantes en el Satán de cabeza de toro que adoraban las<br />

brujas de la Edad Media en sus aquelarres nocturnos. Es el famoso<br />

Baphomet; la Iglesia, para desacreditar a los templarios, les acusó de<br />

pertenecer a la secta que le adoraba).<br />

Las Bacantes primitivas fueron pues las druidesas de Grecia. Muchos<br />

jefes tracios continuaban fieles a los viejos cultos varoniles. Pero las Bacantes<br />

se habían insinuado entre algunos de sus reyes que reunían a las costumbres<br />

bárbaras el lujo y los refinamientos <strong>del</strong> Asia. Ellas les habían seducido por la<br />

voluptuosidad y dominado por el terror. De este modo los Dioses habían<br />

dividido la Tracia en dos campos enemigos. Pero los sacerdotes de Júpiter y<br />

de Apolo, sobre sus cimas desiertas, acompañados por cl rayo, eran<br />

impotentes contra Hécate, que vencía en los valles ardientes y que desde sus<br />

profundidades comenzaba a amenazar a los altares de los hijos de la luz.<br />

En esta época había aparecido en Tracia un hombre joven, de raza real y<br />

dotado de una seducción maravillosa. Se decía que era hijo de una sacerdotisa<br />

ele Apolo. Su voz melodiosa tenía un encanto extraño. Hablaba de los dioses<br />

en un ritmo nuevo y parecía inspirado. Su blonda cabellera, orgullo de los<br />

Dorios, caía en ondas doradas sobre sus hombros y la música que fluía de sus<br />

labios prestaba un contorno suave y triste a las comisuras de su boca. Sus ojos,<br />

de un profundo azul, irradiaban fuerza, dulzura y magia. <strong>Los</strong> feroces Tracios<br />

evitaban su mirada; pero las mujeres versadas en el arte de los encantos decían<br />

que aquellos ojos mezclaban en su filtro de azul las flechas <strong>del</strong> sol con las<br />

caricias de la luna. Las mismas Bacantes, curiosas de su belleza, merodeaban<br />

con frecuencia a su alrededor como panteras amorosas, y sonreían a sus<br />

palabras incomprensibles.<br />

De repente, aquel joven, que llamaban el hijo de Apolo, desapareció. Se<br />

elijo que había muerto, descendiendo a los infiernos. Había huido<br />

secretamente a Samotracia, luego a Egipto, donde había pedido asilo a los<br />

sacerdotes de Memphis. Después de atravesar sus Misterios, volvió al cabo de<br />

veinte años bajo un nombre de iniciación que había conquistado por sus<br />

pruebas y recibido de sus maestros, como un signo de sumisión. Se llamaba<br />

ahora Orfeo o Arpha, (Palabra fenicia, compuesta de aur, luz, y de rophae,<br />

curación), lo que quiere decir: Aquel que cura por la luz.<br />

El más viejo santuario de Júpiter se elevaba entonces sobre el monte<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Kaukaión. En otro tiempo sus hierofantes habían sido grandes pontífices.<br />

Desde la cumbre de aquella montaña, al abrigo de un golpe de mano, habían<br />

reinado sobre toda la Tracia. Pero desde que las divinidades de abajo habían<br />

dominado, sus adeptos eran escasos, su templo estaba casi abandonado. <strong>Los</strong><br />

sacerdotes <strong>del</strong> monte Kaukaión acogieron como a un salvador al iniciado de<br />

Egipto. Por su ciencia y por su entusiasmo, Orfeo arrastró tras sí a la mayor<br />

parte de los Tracios, transformó completamente el culto de Baco y subyugó a<br />

las Bacantes. Pronto su influencia penetró en todos los santuarios de Grecia.<br />

Él fue quien consagró la majestad de Zeus en Tracia, la de Apolo en Delfos,<br />

donde ínstituvó las bases <strong>del</strong> tribunal de los anfictiones que llegó a ser la<br />

unidad social de la Grecia. En fin: por la creación de los misterios, formó el<br />

alma religiosa de su patria. Porque, en la cumbre de la iniciación, fundió la<br />

religión de Zeus con la de Dionisos en un pensamiento universal. <strong>Los</strong><br />

iniciados recibían por sus enseñanzas la pura luz de las verdades sublimes; y<br />

aquella luz llegaba al pueblo más templada, pero no menos bienhechora, bajo<br />

el velo de la poesía y de fiestas encantadoras.<br />

De este modo Orfeo había llegado a ser pontífice de Tracia, gran<br />

sacerdote <strong>del</strong> Zeus olímpico, y, para los iniciados, el revelador <strong>del</strong> Dionisos<br />

celeste.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

II<br />

EL TEMPLO DE JÚPITER<br />

Cerca de las fuentes <strong>del</strong> Ebro se eleva el monte Kaukaión. Espesas<br />

selvas de encinas le sirven de cintura. Un círculo de rocas y de piedras<br />

ciclópeas le coronan. Hace millares de años que aquel lugar es una montaña<br />

santa. <strong>Los</strong> Pelasgos, los Celtas, los Escitas y los Getas, expulsándose unos a<br />

otros, han ido allí a adorar a sus Dioses diversos. Pero, ¿No es siempre al<br />

mismo Dios a quien busca el hombre cuando sube tan alto?. Sino, ¿Por que<br />

construirle tan penosamente una morada en la región <strong>del</strong> rayo y de los<br />

vientos?.<br />

Un templo de Júpiter se eleva ahora en el centro <strong>del</strong> sagrado recinto,<br />

macizo, inabordable como una fortaleza. A la entrada, un peristilo de cuatro<br />

columnas dóricas destaca sus fustes enormes sobre un pórtico sombrío.<br />

En el cenit el cielo está sereno; pero la tormenta retumba aún sobre las<br />

montañas de la Tracia, que desenvuelven a los lejos sus hondonadas y sus<br />

cimas, negro océano convulsionado poderosamente por la tempestad y surcado<br />

de luz.<br />

Es la hora de sacrificio. <strong>Los</strong> sacerdotes de Kaukión no hacen otro más<br />

que el <strong>del</strong> fuego. Ellos descienden los escalones <strong>del</strong> templo y encienden la<br />

ofrenda de madera aromática con una antorcha <strong>del</strong> santuario. El pontífice sale<br />

<strong>del</strong> templo. Vestido de lino blanco como los otros, va coronado de mirtos y de<br />

ciprés. Lleva un cetro de ébano con cabeza de marfil y una cintura de oro en la<br />

cual varios cristales incrustados lanzan fuegos sombríos, símbolos de una<br />

majestad misteriosa. Es Orfeo.<br />

Llevaba él de la mano a su discípulo, hijo de Delfos, que pálido,<br />

tembloroso y encantado, espera las palabras <strong>del</strong> gran inspirado con el<br />

escalofrío de los misterios. Orfeo lo ve y para calmar al novicio elegido de su<br />

corazón, pone dulcemente sus brazos sobre sus hombros. Sus ojos sonríen;<br />

pero de repente resplandecen. Y mientras que a sus pies los sacerdotes giran<br />

alrededor <strong>del</strong> altar y cantan el himno <strong>del</strong> fuego, Orfeo, solemnemente, dice al<br />

novicio amado palabras de iniciación que caen en el fondo de su corazón<br />

como un licor divino.<br />

He aquí las palabras aladas de Orfeo al joven discípulo:<br />

“Repliégate hasta el fondo de ti mismo para elevarte al principio de las<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

cosas, a la grande Triada que resplandece en el Éter inmaculado. Consume tu<br />

cuerpo por el fuego de tu pensamiento; sal de la materia como la llama de la<br />

madera que ella devora. Entonces tu espíritu se lanzará en el puro éter de las<br />

Causas eternas, como el águila en el trono de Júpiter”.<br />

“Voy a revelarte el secreto de los mundos, el alma de la naturaleza, la<br />

esencia de Dios. Escucha por lo pronto al gran arcano. Un solo ser reina en el<br />

cielo profundo y en el abismo de la tierra, Zeus tonante, Zeus etéreo. Él es<br />

consejo profundo, el poderoso odio y el amor <strong>del</strong>icioso. Él reina en la<br />

profundidad de la tierra y en las alturas <strong>del</strong> cielo estrellado. Soplo de las cosas,<br />

fuego indómito, varón y hembra, un Rey, un Poder, un Dios, un gran<br />

Maestro”.<br />

“Júpiter es el Esposo y la Esposa divina, Hombre y Mujer, Padre y<br />

Madre. De su matrimonio sagrado, de sus eternos esponsales salen<br />

incesantemente el Fuego y el agua, la Tierra y el Éter, la Noche y el Día, los<br />

fieros Titanes, los Dioses inmutables y la semilla flotante de los hombres”.<br />

“<strong>Los</strong> amores <strong>del</strong> Cielo y de la Tierra no son conocidos de los profanos.<br />

<strong>Los</strong> misterios <strong>del</strong> Esposo y de la Esposa sólo a los hombres divinos son<br />

revelados. Pero yo voy a declararte lo que es verdadero. Hace un momento el<br />

trueno conmovía estas rocas, el rayo caía en ellas como un fuego viviente, una<br />

llama movible; y los ecos de las montañas retumbaban de gozo. Pero tú<br />

temblabas no sabiendo de dónde viene ese fuego ní a dónde hiere. Es el fuego<br />

viril, simiente de Zeus, el fuego creador. Él sale <strong>del</strong> corazón y <strong>del</strong> cerebro de<br />

Júpiter; se agita en todos los seres. Cuando cae el rayo, él brota de su diestra.<br />

Pero nosotros, sus sacerdotes, sabemos su esencia; nosotros evitamos y a<br />

veces dirigimos y desviamos sus dardos”.<br />

“Y ahora, mira el firmamento. Ve aquel círculo brillante de<br />

constelaciones sobre el cual está lanzada de banda ligera de la vía láctea,<br />

polvo de soles y de mundos. Mira cómo flamea Orión, chispan los Gemelos y<br />

resplandece la Lira. Es el cuerpo de la Esposa divina que gira en un vértigo<br />

armonioso bajo los cantos <strong>del</strong> Esposo. Mira con los ojos <strong>del</strong> espíritu, tú verás<br />

su cabeza, sus brazos extendidos y levantarás su velo sembrado de estrellas”.<br />

“Júpiter es el Esposo y la Esposa divina. He aquí el primer misterio”.<br />

“Pero ahora, hijo de Delfos, prepárate a la segunda iniciación.<br />

¡Estremécete, llora, goza, adora!; porque tu espíritu va a sumergirse en la zona<br />

ardiente donde el gran Demiurgo hace la mezcla <strong>del</strong> alma y <strong>del</strong> mundo en la<br />

copa de la vida. Y saciando la sed en esta copa embriagadora, todos los seres<br />

olvidan la mansión divina y descienden al doloroso abismo de las<br />

generaciones”.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

“Zeus es el gran Demiurgo. Dionisos es su hijo, su verbo manifestado.<br />

Dionisos, espíritu radiante, inteligencia viva, resplandecía en las mansiones de<br />

su padre, en el palacio <strong>del</strong> Éter inmutable. Un día que contemplaba los<br />

abismos <strong>del</strong> cielo a través de las constelaciones, vio reflejada en la azul<br />

profundidad su propia imagen que le tendía los brazos. Pero la imagen huía,<br />

huía siempre y le atraía al fondo <strong>del</strong> abismo. Por fin se encontró en un valle<br />

umbroso y perfumado, gozando de las brisas voluptuosas que acariciaban su<br />

cuerpo. En una gruta vio a Perséfona. Maia, la bella tejedora, tejía un velo, en<br />

el que se veían ondear las imágenes de todos los seres. Ante la Virgen divina<br />

se detuvo mudo de admiración. En este momento, los fieros Titanes, las libres<br />

Titánidas le vieron. <strong>Los</strong> primeros, celosos de su belleza, las otras, llenas de un<br />

loco amor, se lanzaron sobre él como los elementos furiosos y le<br />

despedazaron. Luego, habiéndose distribuido sus miembros, los hicieron<br />

hervir en el agua y enterraron su corazón. Júpiter aniquiló con sus rayos a los<br />

Titanes, y Minerva llevó al éter el corazón de Dionisos, que allí se convirtió en<br />

un sol ardiente. Pero <strong>del</strong> humo <strong>del</strong> cuerpo de Dionisos han salido las almas de<br />

los hombres que suben hacia el cielo. Cuando las pálidas sombras se hayan<br />

unido al corazón flameante <strong>del</strong> Dios, se encenderán como llamas y Dionisos<br />

entero resucitará más vivo y poderoso que nunca en las alturas <strong>del</strong> Empíreo”.<br />

“He aquí el misterio de la muerte de Dionisos. Ahora escucha el de su<br />

resurrección. <strong>Los</strong> hombres son la carne y la sangre de Dionisos; los hombres<br />

desgraciados son sus miembros esparcidos, que se buscan retorciéndose en el<br />

crimen y el odio, en el dolor y el amor, a través de millares de existencias. El<br />

color ígneo de la tierra, la sima de las fuerzas de abajo, les atrae siempre más<br />

hacia el abismo, les desgarra más y más. Pero nosotros los iniciados, nosotros<br />

que sabemos lo que hay arriba y lo que está abajo, somos los salvadores de las<br />

almas, los Hermes de los hombres. Como imanes les atraemos, atraídos<br />

nosotros por los Dioses. De este modo, por celestes encantamientos<br />

reconstituimos el cuerpo viviente de la divinidad. Hacemos llorar al cielo y<br />

regocijamos a la tierra; y como preciosas joyas llevamos en nuestros<br />

corazones las lágrimas de todos los seres para cambiarlas en sonrisas. Dios<br />

muere en nosotros, en nosotros renace”.<br />

Así habló Orfeo. El discípulo de Delfos se arrodilló ante su maestro,<br />

levantando los brazos con el ademán de los suplicantes. Y el pontífice de<br />

Júpiter extendió la mano sobre su cabeza, pronunciando estas palabras de<br />

consagración:<br />

“Que Zeus inefable y Dionisos tres veces revelador, en los infiernos, en<br />

la tierra y en el cielo, sea propicio a tu juventud y que vierta en tu corazón la<br />

184


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

ciencia profunda de los Dioses”.<br />

Entonces, el Iniciado, dejando el peristilo <strong>del</strong> templo, fue a echar styrax<br />

al fuego <strong>del</strong> altar e invocó tres veces a Zeus tonante. <strong>Los</strong> sacerdotes giraron en<br />

un círculo a su alrededor cantando un himno. El pontífice-rey había quedado<br />

pensativo bajo el pórtico, el brazo apoyado sobre una estela. El discípulo<br />

volvió a él.<br />

— Melodioso Orfeo — dijo —, hijo amado de los Inmortales y dulce<br />

médico de las almas: desde el día que te oí cantar los himnos de los Dioses en<br />

la fiesta <strong>del</strong> Apolo délfico, has encantado mi corazón y te he seguido siempre.<br />

Tus cantos son como un licor embriagador, tus enseñanzas como un amargo<br />

brebaje que alivia el cuerpo fatigado y reparte en sus miembros una fuerza<br />

nueva.<br />

— Áspero es el camino que conduce desde aquí a los Dioses — dijo<br />

Orfeo, que parecía responder a voces internas, más bien que a su discípulo —<br />

Una florida senda, una pendiente escarpada y después rocas frecuentadas por<br />

el rayo con el espacio inmenso alrededor: he aquí el destino <strong>del</strong> Vidente y el<br />

Profeta sobre la tierra. Hijo mío, quédate en los senderos floridos de la vasta<br />

llanura y no busques más allá.<br />

— Mi sed aumenta a medida que tú quieres calmarla — dijo el joven<br />

Iniciado —. Me has instruido en lo que respecta a la esencia de los Dioses.<br />

Pero dime, gran maestro de los misterios, inspirado <strong>del</strong> divino Eros, ¿Podré<br />

verlos alguna vez?.<br />

— Con los ojos <strong>del</strong> espíritu — dijo el pontífice de Júpiter —, pero no<br />

con los <strong>del</strong> cuerpo. Tú, aún no sabes ver más con estos últimos. Preciso es un<br />

gran trabajo y grandes dolores para abrir los ojos internos.<br />

— Tú sabes abrirlos, Orfeo. Contigo ¿Qué puedo temer?.<br />

— ¿Lo quieres?. ¡Escucha pues!. En Tesalia, en el valle encantado de<br />

Tempé se eleva un templo místico, cerrado a los profanos. Allí es donde<br />

Dionisos se manifiesta a los novicios y a los videntes. Para dentro de un año te<br />

invito a su fiesta, y sumergiéndote en un sueño mágico, abriré tus ojos sobre el<br />

mundo divino. Sea hasta entonces casta tu vida y blanca tu alma. Pues, sábelo,<br />

la luz de los Dioses espanta a los débiles y mata a los profanadores.<br />

“Mas ven a mi morada. Te daré el libro necesario a tu preparación”.<br />

El Maestro entró con el discípulo délfico en el interior <strong>del</strong> templo y le condujo<br />

a la gran sala que le estaba reservada. Allí ardía una lámpara egipcia siempre<br />

encendida, que sostenía un genio alado de metal forjado. Allí estaban,<br />

encerrados, en cofres de cedro perfumado, numerosos rollos de papiros<br />

cubiertos de jeroglíficos egipcios y caracteres fenicios, así como también los<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

libros escritos en lengua griega por Orfeo y que contenían su ciencia mágica y<br />

su doctrina secreta. (Entre los numerosos libros perdidos que los escritores<br />

órficos de Grecia atribuían a Orfeo, había los Argonáuticos, que tartaban de<br />

la grande obra hermética; una Demetreida, un poema sobre la madre de los<br />

Dioses al que correspondía una Cosmogonía; los cantos sagrados de Baco o<br />

el Espíritu puro, que tenían por complemento una Teogonía; sin hablar de<br />

otras obras como el Velo o la red de las almas, el arte de los misterios de los<br />

ritos; el libro de las mutaciones, química y alquimia; los Corybantos, o los<br />

misterios terrestres, y los temblores de tierra; la anomoscopía, ciencia de la<br />

atmósfera; una botánica natural y mágica, etc., etc).<br />

El maestro y el discípulo se entretuvieron en la sala durante una parte de<br />

la noche.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

III<br />

FIESTA DIONISIACA EN EL<br />

VALLE DE TEMPÉ<br />

(Pausanias cuenta que todos los años una teoría iba desde Delfos al<br />

valle de Tempe, para coger el laurel sagrado. Esta usanza significativa<br />

recordaba a los discípulos de Apolo su relación con las iniciaciones órficas y<br />

que la inspiración primera de Orfeo era el tronco antiguó y vigoroso, <strong>del</strong><br />

que el templo de Delfos cogía las ramas siempre jóvenes y vivas. Esta fusión<br />

entre la tradición de Apolo y la tradición de Orfeo se señala de otro modo en<br />

la historia de los templos. En efecto, la célebre disputa entre Apolo y Baco<br />

por el trípode <strong>del</strong> templo no tiene otro sentido. Baco, dice la leyenda, cedió el<br />

trípode a su hermano y se retiró al Parnaso. Esto quiere decir que Dionisos<br />

y la iniciación órfica quedaron como privilegio de los iniciados, mientras<br />

que Apolo daba sus oráculos al exterior).<br />

Estamos en Tesalia, en el fresco valle de Tempé. Había llegado la noche<br />

santa consagrada por Orfeo a los misterios de Dionisos. Guiado por uno de los<br />

servidores <strong>del</strong> templo, el discípulo de Delfos marchaba por un desfiladero<br />

estrecho y profundo, bordeado por rocas a pico. En la noche sólo se oía el<br />

murmullo <strong>del</strong> río que fluía entre sus verdes orillas. Por fin, la luna llena se<br />

mostró tras una montaña. Su disco amarillento salió entre las rocas sumidas en<br />

la oscuridad. Su luz sutil y magnética se difundió en las profundidades; y de<br />

repente, el valle encantado apareció en una claridad paradisíaca. Por un<br />

momento se reveló por completo con sus hondonadas cubiertas de césped, sus<br />

quecillos de fresnos y de álamos, sus cristalinos manantiales, sus grutas<br />

veladas por hiedras colgantes y su río sinuoso rodeando islotes de árboles o<br />

corriendo bajo bóvedas de ramaje. Un vapor amarillento, un sueño voluptuoso<br />

envolvía a las plantas. Suspiros de ninfas parecían hacer palpitar el espejo de<br />

las fuentes y vagos sonidos de flautas se escapaban de los rosales inmóviles.<br />

Sobre todas las cosas se cernía el silencioso encanto de Diana.<br />

El discípulo de Delfos caminaba como en un ensueño. A veces se<br />

detenía para respirar el <strong>del</strong>icioso perfume de la madreselva y <strong>del</strong> laurel. Pero<br />

la mágica claridad sólo duró su instante. La luna quedó cubierta por una nube.<br />

Todo se volvió negro; las rocas tomaron de nuevo sus formas amenazadoras; y<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

luces errantes brillaron por todas partes bajo la espesura de los árboles, a la<br />

orilla <strong>del</strong> río y en las profudidades <strong>del</strong> valle.<br />

— Son los mistos que se ponen en camino — dijo el anciano guía <strong>del</strong><br />

templo —. Cada cortejo tiene su guía portaantorcha. Vamos a seguirles.<br />

<strong>Los</strong> viajeros encontraron coros que salían de los bosques y se ponían en<br />

marcha. Primero vieron pasar a los mistos <strong>del</strong> Baco joven, adolescentes<br />

vestidos con largas túnicas de finísimo lino y coronados de hiedra. Llevaban<br />

copas de madera tallada, símbolo de la copa de la vida. Luego llegaron<br />

hombres jóvenes, robustos y vigorosos. Eran los devotos de Hércules<br />

luchador; llevaban cortas túnicas, piernas desnudas, cubiertas las espaldas por<br />

una piel de león y coronas de olivo sobre su cabeza. Después vinieron los<br />

inspirados, los mistos de Baco sacrificado, llevando alrededor <strong>del</strong> cuerpo una<br />

piel cebrada de pantera, cintas de púrpura en los cabellos y el tirso en mano.<br />

Al pasar cerca de una caverna, vieron prosternados a los devotos de<br />

Aedón y de Eros subterráneo. Eran hombres que lloraban a parientes o<br />

amigos muertos y cantaban en voz baja: “¡Aedón! ¡Aedón! Devuélvenos los<br />

seres que nos has arrebatado o haznos descender a tu reino”. El viento se<br />

abismaba en la caverna y parecía prolongarse bajo tierra con risas y sollozos<br />

fúnebres. De repente, un mysto se volvió hacia el dicípulo de Delfos y le dijo:<br />

“Has franqueado el umbral de Aedón; no volverás a ver la luz de los vivos”.<br />

Otro, al pasar, le deslizó estas palabras al oído: “Sombra, a la sombra<br />

volverás; tú que vienes de la Noche, vuelve al Erebo”. Y se alejó corriendo. El<br />

discípulo de Delfos se sintió helado de espanto y murmuró a su guía: “¿Qué<br />

quiere decir esto?”. El servidor <strong>del</strong> templo pareció no haber oído y solamente<br />

dijo: “Es preciso pasar el puente. Nadie puede evitarlo”.<br />

A poco atravesaron un puente de madera sobre el río Peneo.<br />

— ¿De dónde vienen — dijo el neófito — esas voces lastimeras y esa<br />

lamentosa melopea?. ¿Quiénes forman esas largas filas de sombras blancas<br />

que marchan bajo los álamos?.<br />

— Son mujeres que van a iniciarse en los misterios de Dionisos.<br />

— ¿Sabes sus nombres?.<br />

— Aquí nadie conoce el nombre de los demás, y cada uno olvida el<br />

suyo propio. Porque, <strong>del</strong> mismo modo que a la entrada <strong>del</strong> sagrado recinto los<br />

devotos dejan sus vestiduras sucias para bañarse en el río y vestirse con<br />

limpias ropas de lino, así también cada uno deja su nombre para tomar otro.<br />

Durante siete noches y siete días es preciso transformarse, pasar a otra vida.<br />

Mira esas multitudes de mujeres. No están agrupadas por familias o patria,<br />

sino por el Dios que las inspira.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Vieron desfilar jóvenes coronadas de narcisos, con peplos azulados, que<br />

el guía llamaba las ninfas compañeras de Perséfona. Llevaban castamente en<br />

sus brazos, cofrecillos, urnas, vasos votivos. Luego venían, con peplos rojos,<br />

las amantes místicas, las esposas ardientes y buscadoras de Afrodita, que se<br />

internaron en un bosque sombrío; de allí oyeron salir apremiantes voces de<br />

llamadas mezcladas con lánguidos sollozos, que poco a poco se amortiguaron.<br />

Luego un coro apasionado se elevó <strong>del</strong> oscuro bosquecillo, y subió al cielo en<br />

palpitaciones lentas: “¡Eros, nos has herido!. ¡Afrodita, has quebrado nuestros<br />

miembros!. Hemos cubierto nuestro seno con la piel <strong>del</strong> cervatillo, pero en<br />

nuestros pechos llevamos la púrpura sangrienta de nuestras heridas. Nuestro<br />

corazón es un brasero devorador. Otras mueren en la pobreza; el amor nos<br />

consume. Devóranos, ¡Eros!, ¡Eros!; ¡Eros!, o libértanos, ¡Dionisos!,<br />

¡Dionisos!”.<br />

Otro grupo avanzó. Aquellas mujeres iban por completo vestidas de<br />

lana negra con largos velos, que arrastraban tras ellas, y todas profundamente<br />

afligidas por algún pesar. El guía dijo que eran las desconsoladas de<br />

Perséfona. En aquel lugar se encontraba un gran mausoleo de mármol<br />

cubierto de hiedra. Se arrodillaron ellas a su alrededor, deshicieron sus<br />

tocados y lanzaron grandes gritos. A la estrofa <strong>del</strong> deseo respondieron por la<br />

antiestrofa <strong>del</strong> dolor: “¡Perséfona, — decían —, has muerto, arrebatada por<br />

Aedón; has descendido al imperio de la muerte!. ¡Nosotras, que lloramos el<br />

bien amado, somos unas muertas en vida!. ¡Que no renazca el día!. ¡Que la<br />

tierra que te cubre, Oh gran Diosa, nos de el sueño eterno, y que mi sombra<br />

vague abrazada a la sombra querida!. Escúchanos, ¡Perséfona!, ¡Perséfona!”.<br />

Ante aquellas escenas extrañas, bajo el <strong>del</strong>irio contagioso de aquellos<br />

profundos dolores, el discípulo de Delfos se sintió invadido por mil<br />

sensaciones contrarias y atormentadoras. Le parecía que no era él mismo; los<br />

deseos, los pensamientos, las agonías de todos aquellos seres se habían<br />

convertido en sus agonías y deseos. Su alma se hacía pedazos para pasar a mil<br />

cuerpos. Una angustia mortal le penetraba. Ya no sabía si era un hombre o una<br />

sombra.<br />

Entonces, un inciado de elevada estatura que por allí pasaba, se detuvo<br />

y dijo: “¡Paz a las afligidas sombras!. Mujeres dolientes, ¡anhelad la luz de<br />

Dionisos!. ¡Orfeo os espera!”. Todas le rodearon en silencio, deshojando sus<br />

coronas de asfo<strong>del</strong>os, y él, con su tirso, les mostró el sendero. Las mujeres<br />

fueron a beber a una fuente vecina, con copas de madera. Las teorías se<br />

volvieron a formar y el cortejo continuó la marcha. Las jóvees habían tomado<br />

la <strong>del</strong>antera. Cantaban un treno con este estribillo: “¡Agitad las adormideras!.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

¡Bebed en la conrriente <strong>del</strong> Leteo!. ¡Dadnos la flor deseada, y que florezca el<br />

narciso para nuestras hermanas!. ¡Perséfona!. ¡Perséfona!”.<br />

El discípulo caminó mucho tiempo aún, acompañado por el guía.<br />

Atravesó praderas de asfo<strong>del</strong>os, y pasó bajo la sombra negra de los álamos de<br />

triste murmullo. Oyó canciones lúgubres que flotaban en el aire y venían sin<br />

saber de donde. Vio, suspendidas a los árboles, horribles caretas y figuritas de<br />

cera figurando niños en pañales. Aquí y allá, las barcas atravesaban el río con<br />

gentes silenciosas como muertos. Por fin el valle se ensanchó, el cielo se fue<br />

iluminando sobre las altas cimas, y apareció la aurora. A lo lejos se divisaban<br />

las sombrías gargantas <strong>del</strong> monte Ossa, surcadas de abismos en que se<br />

amontonaban las rocas desplomadas. Más cerca, en medio de un anfiteatro de<br />

montañas, sobre una colina cubierta de bosque, brillaba el templo de Dionisos.<br />

El sol doraba ya las altas cimas. A medida que se aproximaron al<br />

templo, veían llegar de todas partes cortejos de devotos, multitudes de<br />

mujeres, grupos de iniciados. Estas gentes, graves en apariencias, mas agitadas<br />

interiormente por una tumultuosa esperanza, se reunieron al pie de la colina y<br />

subieron al santuario. Todos se saludaban como amigos, agitando los ramos y<br />

los tirsos. El guía había desaparecido, y el discípulo de Delfos se encontró, sin<br />

saber cómo, en un grupo de iniciados de brillantes cabellos adornados con<br />

coronas y cintas de colores diversos. Jamás los había visto, sin embargo creía<br />

reconocerlos por una reminiscencia llena de felicidad. Ellos también parecían<br />

esperarle, pues le saludaban como a un hermano y le felicitaban por su feliz<br />

llegada. Conducido por su grupo y como transportado sobre alas, subió hasta<br />

los más altos escalones <strong>del</strong> templo, cuando un rayo de luz deslumbradora<br />

entró en sus ojos. Era el sol naciente que lanzaba su primera flecha en el valle<br />

e inundaba con sus rayos brilantes aquella multitud de devotos e iniciados,<br />

agrupados en las escalinatas <strong>del</strong> templo y por toda la colina.<br />

En seguida un coro entonó el peón. Las puertas de bronce <strong>del</strong> templo se<br />

abrieron por sí mismas y seguido <strong>del</strong> Hermes y <strong>del</strong> porta antorcha, apareció el<br />

profeta, el hierofante, Orfeo. El discípulo de Delfos le reconoció con un<br />

estremecimiento de alegría. Vestido de púrpura, con su lira de marfil y oro en<br />

la mano, Orfeo irradiaba una eterna juventud. Habló de este modo:<br />

— ¡Paz a todos los que habéis llegado para renacer después de los<br />

terrestres dolores y que en este momento renacéis!. ¡Venid a ver la luz <strong>del</strong><br />

templo, vosotros que de la noche salís, devotos, mujeres, iniciados!. Venid a<br />

regocijaros, vosotros que habéis sufrido; venid a reposar los que habéis<br />

luchado. El sol que evoco sobre vuestras cabezas y que va a brillar en vuestras<br />

almas, no es el sol de los mortales; es la pura luz de Dionisos, el gran sol de<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

los iniciados. Venceréis por vuestros pasados sufrimientos, por el esfuerzo que<br />

aquí os trae, y si creéis en las palabras divinas, habéis vencido ya. Porque<br />

después <strong>del</strong> largo circuito de las existencias tenebrosas, saldréis por fin <strong>del</strong><br />

círculo doloroso de las generaciones y os reconoceréis como un solo cuerpo,<br />

como una sola alma, en la luz de Dionisos.<br />

“La divina brasa que nos guía en la tierra, en nosotros está; ella se<br />

convierte en antorcha <strong>del</strong> templo, estrella en el cielo. Así se difunde la luz de<br />

la Verdad. Escuchad como vibra la Lira de siete cuerdas, la Lira de Dios... Ella<br />

hace mover los mundos. ¡Escuchad bien!; que el sonido os atraviese... y las<br />

profundidades de los cielos se abrirán”.<br />

“¡Auxilio de los débiles, consuelo de los que sufren, esperanza de<br />

todos!. Pero desdichados de los malvados, de los profanos, pues serán<br />

confundidos. Porque en el éxtasis de los Misterios, cada uno ve hasta el fondo<br />

<strong>del</strong> alma de los demás. ¡<strong>Los</strong> malvados se aterrorizan y los profanos mueren!”.<br />

“Y ahora que Dionisos ha brillado sobre vosotros, invoco al Eros celeste<br />

y todopoderoso. Que ti esté en vuestros amores, en vuestros llantos y en<br />

vuestras alegrías. Amad; pues todo ama, los Demonios <strong>del</strong> abismo y los<br />

Dioses <strong>del</strong> Eter. Amad; pues todo ama. Pero amad la luz y no las tinieblas.<br />

Recordad el objeto de vuestro viaje. Cuando las almas vuelven a la luz, ellas<br />

llevan como asquerosas manchas, sobre su cuerpo sideral, todas las faltas de<br />

su vida... Y para borrarlas, es preciso que expíen y que vuelvan a la tierra...<br />

Pero los puros, los fuertes, marchan hacia el sol de Dionisos”.<br />

“Y ahora, cantad el Evohé!”.<br />

¡Evohé!, gritaron los heraldos en las cuatro esquinas <strong>del</strong> templo, ¡Evohé!, y<br />

los címbalos comenzaron a tocar. ¡Evohé!, respondió la entusiasta asamblea<br />

agolpada en las escaleras <strong>del</strong> santuario. El grito de Dionisos, el llamamiento<br />

sagrado al renacimiento, a la vida, retumbó en los valles repetidos por mil<br />

pechos, reforzado por los ecos de las montañas. Y los pastores de las<br />

gargantas salvajes <strong>del</strong> Ossa, que con sus rebaños se hallaban a lo largo de las<br />

altas selvas, cerca de las nubes, respondieron: ¡Evohé!.<br />

(El grito iEvohé!, que se pronunciaba en realidad: He-Vau-He, era la<br />

voz sagrada de todos los iniciados <strong>del</strong> Egipto, de Judea, de la Fenicia, <strong>del</strong><br />

Asia Menor y de la Grecia. Las cuatro letras sagradas pronunciadas: Iod-<br />

He, Vau-He, representaban a Dios en su fusión eterna con la Naturaleza;<br />

ellas abarcaban la totalidad <strong>del</strong> Ser, el Universo viviente. Iod (Osiris)<br />

significaba la divinidad propiamente dicha, el intelecto creador, el Eterno<br />

Masculino que está en todo, en todo, en todas partes y sobre todo. He-Vau-<br />

He representaba el Eterno Femenino, Eva, Isis, la Naturaleza, bajo todas<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

las formas visibles e invisibles, fecundadas por él. La más alta iniciación, la<br />

de las ciencias teogónicas y de las artes teúrgicas, correspondía a cada una<br />

de las letras Evé. Como Moisés, Orfeo reservó las ciencias que corresponden<br />

a la letra Iod (Jove, Zeus, Júpiter), y la idea de la unidad de Dios a los<br />

inicados <strong>del</strong> primer grado, tratando de dar esta idea al pueblo por medio de<br />

la poesía, por las artes y sus vivientes símbolos. Por eso la palabra ¡Evohé!<br />

era abiertamente proclamada en las fiestas de Dionisos, en las que se<br />

admitía, además de los iniciados, a los simples aspirantes a los misterios).<br />

(Aquí aparece toda la diferencia entre la obra de Moisés y la de Orfeo.<br />

Ambas parten de la iniciación egipcia y poseen la misma verdad, pero, la<br />

aplican en opuesto sentido. Moisés, ásperamente, celosamente, glorifica al<br />

Padre, al Dios masculino, confía su custodia a un sacerdocio cerrado, y<br />

somete al pueblo a una disciplina implacable, sin revelación. Orfeo,<br />

enamorado de un modo divino <strong>del</strong> Femenino eterno, de la Naturaleza, la<br />

glorifica en nombre de Dios que la penetra, y a quien quiere hacer surgir en<br />

la humanidad divina. Y he aquí por qué el grito de ¡Evohé! se convirtió en<br />

el grito sagrado por excelencia en todos los misterios de Grecia).<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

IV<br />

EVOCACIÓN<br />

La fiesta había huido como un sueño; había llegado la noche. Las<br />

danzas, los cánticos y las plegarias, se habían desvanecido en una niebla de<br />

rocío. Orfeo y su discípulo descendieron por una galería subterránea a la cripta<br />

sagrada que se prolongaba en el corazón de la montaña, y de la cual<br />

únicamente el hierofante conocía la entrada. Allí era donde el inspirado de los<br />

Dioses se dedicaba a sus solitarias meditaciones, o perseguía con sus adeptos<br />

la realización de las altas obras de la magia y de la teurgia.<br />

A su alrededor se extendía un espacio vasto y cavernoso. Dos antorchas<br />

plantadas en tierra, sólo iluminaban vagamente los muros agrietados y las<br />

profundidades tenebrosas. A algunos pasos de allí, una grieta negra se abría en<br />

el suelo; un viento cálido salía de ella, y aquel abismo parecía descender a las<br />

entrañas de la tierra. Un pequeño altar, donde ardía un fuego de laurel seco, y<br />

una esfinge de pórfido, guardaban sus bordes. Muy lejos, a una altura<br />

inconmensurable, la caverna dejaba ver el cielo estrellado por una hendidura<br />

oblicua. Aquel pálido rayo de luz azulado parecía el ojo <strong>del</strong> firmamento<br />

sumergiéndose en aquel abismo.<br />

— Has bebido en las fuentes de la luz santa — dijo Orfeo —, has<br />

entrado con corazón puro en el seno de los misterios. Ha llegado la hora<br />

solemne en que voy a hacerte penetrar hasta los manantiales de la vida y de la<br />

luz. <strong>Los</strong> que no han levantado el espeso velo que recubre a los ojos de los<br />

hombres las maravillas invisibles, no han llegado a ser hijos de los Dioses.<br />

“Escucha, pues, las verdades que es preciso callar a la multitud y que<br />

constituyen la fuerza de los santuarios”.<br />

“Dios es uno y siempre semejante a sí mismo. Él reina en todas partes.<br />

Pero los Dioses son innumerables y diversos; porque la divinidad es eterna e<br />

infinita. <strong>Los</strong> más grandes son las almas de los astros. Soles, estrellas, tierras y<br />

lunas, cada astro tiene la suya, y todas han salido <strong>del</strong> fuego celeste de Zeus y<br />

de la luz primitiva. Semiconscientes, inaccesibles, incambiables, ellas rigen al<br />

gran todo de sus movimientos regulares. Más cada astro arrastra en su esfera<br />

etérea falanges de semidioses que fueron en otro tiempo hombres y que,<br />

después de haber descendido la escala de los reinos, han remontado<br />

gloriosamente los cielos para salir por fin <strong>del</strong> círculo de las generaciones. Por<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

estos divinos espíritus Dios respira, obra, aparece; ¿Qué digo?: ellos son el<br />

soplo de su alma viviente, los rayos de su conciencia eterna. Ellos gobiernan a<br />

los ejércitos de los espíritus inferiores, que vigorizan a los elementos; ellos<br />

dirigen los mundos. De lejos, de cerca, ellos nos rodean, y aunque de esencia<br />

inmortal, revisten formas siempre cambiantes, según los pueblos, los tiempos<br />

y las regiones. El impío que los niega, los teme; el hombre piadoso, los adora<br />

sin conocerlos; el iniciado los conoce, los atrae y los ve. Si he luchado para<br />

encontrados, si he desafiado a la muerte, si, como se dice, he descendido a los<br />

infiernos, fue para dominar a los demonios <strong>del</strong> abismo, para atraer a los dioses<br />

de las alturas sobre mi Grecia amada, para que el cielo profundo se una con la<br />

tierra, y la tierra encantada escuche las voces divinas. La belleza celeste se<br />

encarnará en la carne de las mujeres, el fuego de Zeus circulará a través de la<br />

sangre de los héroes; y mucho antes de remontarse a los astros, los hijos de los<br />

Dioses resplandecerán como Inmortales”.<br />

“¿Sabes lo que es la Lira de Orfeo?. Es el sonido de los templos<br />

inspirados. Ellos tienen por cuerdas a Dios. A su música, Grecia se armonizará<br />

como una lira, y el mármol mismo cantará en brillantes cadencias, en celestes<br />

armonías”.<br />

“Y ahora evocaré a mís Dioses, para que te aparezcan vivos y te<br />

muestren, en una visión profética, el místico himeneo que preparo al mundo y<br />

que verán los iniciados”.<br />

“Acuéstate al abrigo de aquella roca. Nada temas. Un sueño mágico va<br />

a cerrar tus párpados, temblarás al pronto y verás cosas terribles; pero en<br />

seguida, una luz <strong>del</strong>iciosa, una felicidad desconocida, inundará tus sentidos y<br />

tu ser”.<br />

El discípulo se acostó en el nicho excavado en la roca en forma de<br />

lecho. Orfeo lanzó algunos perfumes sobre el fuego <strong>del</strong> altar. Luego cogió su<br />

cetro de ébano, provisto en el extremo de un cristal flameante, se colocó cerca<br />

de la esfinge y, llamando con voz profunda, comenzó la evocación:<br />

“¡Cibeles !, ¡Cibeles!, Gran madre, óyeme. Luz original, llama ágil,<br />

etérea y siempre movible a través de los espacios, que contienes los ecos y las<br />

imágenes de todas las cosas. Yo llamo a tus corrientes fulgurantes de luz. ¡Oh<br />

alma universal, incubadora de los abismos, sembradora de soles, que dejas<br />

arrastrar en el Éter tu manto estrellado; luz sutil, oculta, invisible a los ojos de<br />

carne; gran madre de los Mundos y de los Dioses, tú que encierras los tipos<br />

eternos!. ¡Antigua Cibeles!. ¡A mí!. ¡A mí!... Por mi cetro mágico, por mi<br />

pacto con las Potencias, por el alma de Eurídice... Yo te evoco, Esposa<br />

multiforme, dócil y vibrante, bajo el fuego <strong>del</strong> Varón eterno. De lo más alto de<br />

194


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

los espacios, de lo más profundo de tus efluvios. Rodea al hijo de los<br />

Misterios con una muralla de diamante, y hazle ver en tu seno profundo los<br />

Espíritus <strong>del</strong> Abismo, de la Tierra y de los Cielos”.<br />

A estas palabras, un trueno subterráneo conmovió las profundidades <strong>del</strong><br />

abismo, y toda la montaña tembló. Un sudor frío heló el cuerpo <strong>del</strong> discípulo.<br />

Ya no veía a Orfeo más que a través de una humareda creciente. Por un<br />

instante, trató de luchar contra un poder formidable que le dominaba. Pero su<br />

cerebro quedó sumergido; su voluntad, aniquilada. Tuvo las angustias de un<br />

ahogado que traga el agua a pleno pecho, y cuya horrible convulsión termina<br />

en las tinieblas de la inconsciencia.<br />

Cuando volvió al conocimiento, la noche reinaba a su alrededor; una<br />

noche mitigada por un semidía tortuoso, amarillento y de cieno. Miró largo<br />

tiempo sin ver nada. Por momentos sentía su piel rozada como por invisibles<br />

murciélagos. Por fin, vagamente creyó ver moverse en aquellas tinieblas<br />

formas monstruosas de centauros, de hidras, de gorgonas. Pero la primera cosa<br />

que divisó distintamente, fue una gran figura de mujer sentada sobre un trono.<br />

Estaba envuelta en un largo velo de fúnebres pliegues, sembrado de estrellas<br />

pálidas, y llevaba una corona de adormideras. Sus grandes ojos abiertos<br />

velaban inmóviles. Masas de sombras humanas se movían a su alrededor<br />

como pajarillos fatigados y murmuraban a media voz: “Reina de los muertos,<br />

alma de la tierra. ¡Oh Perséfona!. Nosotras somos hijas <strong>del</strong> cielo. ¿Por qué<br />

estamos sumidas en el reino de las sombras?. ¡Oh segadora <strong>del</strong> cielo!. ¿Por<br />

qué has cogido nuestras almas que volaban antes felices en la luz, entre sus<br />

hermanas, en los campos <strong>del</strong> éter?.<br />

Perséfona respondió: “He cogido el narciso, he entrado en el lecho<br />

nupcial. He bebido la muerte con la vida. Como vosotras, yo gimo en las<br />

tinieblas.<br />

— ¿Cuándo seremos libertadas? — dijeron las almas gimiendo.<br />

— Cuando llegue mi esposo libertador — respondió Perséfona.<br />

Entonces aparecieron mujeres terribles. Sus ojos estaban inyectados de<br />

sangre, sus cabezas coronadas de plantas venenosas. Alrededor de sus brazos,<br />

de sus talles medio desnudos, se retorcían serpientes que manejaban a su guisa<br />

de fustas: “¡Almas, espectros, larvas! — decían con voz silbante —, no creáis<br />

a la reina insensata de los muertos. Somos las sacerdotisas de la vida,<br />

tenebrosas, siervas de los elementos y de los monstruos de abajo, Bacantes en<br />

la tierra, Furias en el Tártaro. Somos nosotras vuestras reinas eternas, almas<br />

infortunadas. No saldréis <strong>del</strong> círculo maldito de las generaciones; nosotras os<br />

haremos entrar en él con nuestros látigos. Torceos para siempre entre los<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

anillos sibilantes de nuestras serpientes, en los nudos <strong>del</strong> deseo, <strong>del</strong> odio y <strong>del</strong><br />

remordimiento”. Y se precipitaron, desgreñadas, sobre el rebaño de las almas<br />

asustadas, que se pusieron a girar en los aires bajo sus latigazos como un<br />

torbellino de hojas secas, lanzando grandes gemidos.<br />

A esta vista, Perséfona palideció; parecía un fantasma lunar. Murmuró:<br />

“El cielo..., la luz..., los Dioses..., ¡un sueño!... Sueño, sueño eterno”. Su<br />

corona de adormideras se secó; sus ojos se cerraron con angustia. La reina de<br />

los muertos cayó en letargo sobre su trono, y luego todo desapareció en las<br />

tinieblas.<br />

La visión cambió. El discípulo de Delfos se vio en un valle espléndido y<br />

verdeante. El monte Olimpo en el fondo. Ante un antro negro, dormitaba<br />

sobre un lecho de flores la bella Perséfona. Una corona de narcisos<br />

reemplazaba en sus cabellos a la corona de las adormideras fúnebres, y la<br />

aurora de una vida renaciente esparcía sobre sus mejillas un tinte ambrosiaco.<br />

Sus trenzas negras caían sobre sus hombros de un blanco brillante, y las rosas<br />

de su seno, suavemente elevadas, parecían llamar los besos de los vientos. Las<br />

ninfas danzaban en una pradera. Pequeñas nubes blancas viajaban por el azul<br />

<strong>del</strong> cielo. Una lira cantaba en un templo...<br />

A su voz de oro, a sus ritmos sagrados, el discípulo oyó la música<br />

íntima de las cosas. Porque de las hojas, de las ondas, de las cavernas, salía<br />

una melodía incorpórea y tierna; y las voces lejanas de las mujeres iniciadas<br />

que guiaban sus coros a las montañas, llegaban a su oído en cadencias<br />

quebradas. Unas, desesperadas, llamaban al Dios; las otras creían divisarlo al<br />

caer, medio muertas de fatiga, en el borde de las selvas.<br />

Por fin el cielo se abrió en el cenit para engendrar en su seno una nube<br />

brillante. Como un ave que un instante se cierne y luego cae a tierra, el Dios,<br />

con su tirso, bajó y vino a posarse ante Perséfona. Estaba radiante; sus<br />

cabellos sueltos; en sus ojos se insinuaba el <strong>del</strong>irio sagrado de los mundos por<br />

nacer. Por largo tiempo la contempló; luego extendió su tirso sobre ella. El<br />

tirso rozó su seno; ella sonrió. El tocó su frente; ella abrió los ojos, se levantó<br />

lentamente y miró a su esposo. Aquellos ojos, llenos aún <strong>del</strong> sueño <strong>del</strong> Erebo,<br />

brillaron como estrellas. “¿Me reconoces? —dijo el Dios —. ¡Oh Dionisos! —<br />

Dijo Perséfona —, Espíritu divino, Verbo de Júpiter, Luz celeste que<br />

resplandece bajo la forma humana..., cada vez que me despiertas, creo vivir<br />

por la vez primera, los mundos renacen en mi recuerdo; el pasado, el futuro, se<br />

vuelve el inmortal presente; y siento en mi corazón irradiar el Universo”.<br />

Al mismo tiempo, sobre las montañas, en un lindero de las nubes<br />

plateadas, aparecieron los Dioses curiosos e inclinados hacia la tierra.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Abajo, grupos de hombres, de mujeres y de niños salidos de los valles,<br />

de las cavernas, miraban a los Inmortales en un embeleso celeste. Himnos<br />

inflamados subían de los templos con oleadas de incienso. Entre la tierra y el<br />

cielo se preparaba uno de esos esponsales que hacen concebir a las madres<br />

héroes y dioses. Ya un matiz rosáceo se había difundido por el paisaje; ya la<br />

reina de los muertos, transformada en la divina segadora, subía hacia el cielo<br />

arrebatada en los brazos de su esposo. Una nube purpúrea los envolvió, y los<br />

labios de Dionisos se posaron sobre la boca de Perséfona... Entonces, un<br />

inmenso grito de amor salió <strong>del</strong> cielo y de la tierra, como si el<br />

estremecimiento sagrado de los Dioses, pasando sobre la gran lira, quisiera<br />

desgarrar todas sus cuerdas, lanzar sus sonidos a todos los vientos. Al mismo<br />

tiempo, brotó de la divina pareja una fulguración, un huracán de luz<br />

cegadora... Y todo desapareció.<br />

Por un momento, el discípulo de Orfeo se sintió como abismado en la<br />

fuente de todas las vidas, sumergido en el sol <strong>del</strong> Ser. Pero sumergido en su<br />

brasa incandescente, volvió a subir con sus alas celestes y, como relámpago,<br />

atravesó los mundos para alcanzar en los límites el sueño extático <strong>del</strong> Infinito.<br />

Cuando volvió a sus sentidos corporales, estaba sumido en la negra<br />

oscuridad. Una lira luminosa brillaba sola en las tinieblas. Ella huía, huía, y se<br />

convirtió en estrella. Entonces, únicamente, el discípulo vio de que estaba en<br />

la cripta de las evocaciones, y que aquel punto luminoso era la hendidura<br />

lejana de la caverna abierta, hacia el firmamento.<br />

Una gran sombra estaba en pie ante él. Reconoció a Orfeo en sus largos<br />

bucles y en el cristal flamígero de su cetro.<br />

— Hijo de Delfos, ¿de dónde vienes? — dijo el hierofante.<br />

— ¡Oh maestro de los iniciados, celeste encantador, maravilloso Orfeo!,<br />

he tenido un sueño divino. ¿Habrá sido un encanto, o un don de los Dioses?.<br />

¿Qué ha pasado?. ¿Ha cambiado el mundo?. ¿Dónde estoy ahora?.<br />

— Has conquistado la corona de la iniciación y has vivido en mi sueño:<br />

¡la Grecia inmortal!. Pero, salgamos de aquí; porque para que todo se cumpla<br />

es preciso que yo muera y que tú vivas.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

V<br />

LA MUERTE DE ORFEO<br />

<strong>Los</strong> robles de la selva bramaban fustigados por la tempestad en las<br />

faldas <strong>del</strong> monte Kaukaión; el trueno rugía a golpes redoblados sobre las rocas<br />

desnudas y hacía temblar el templo de Júpiter hasta en sus cimientos. <strong>Los</strong><br />

sacerdotes de Zeus estaban reunidos en una cripta consagrada <strong>del</strong> santuario, y,<br />

sentados en sus asientos de bronce, formaban un semicírculo. Orfeo estaba en<br />

el centro, como un acusado. Estaba más pálido que de costumbre; pero una<br />

llama profunda salía de sus ojos serenos.<br />

El más anciano de los sacerdotes elevó su voz grave como la luz de un<br />

juez:<br />

— Orfeo, tú el llamado hijo de Apolo, a quien hemos nombrado<br />

pontífice y rey, a quien hemos dado el cetro místico de los hijos de Dios,<br />

reinas sobre la Tracia, por el arte real y sacerdotal. Has elevado en esta<br />

comarca los templos de Júpiter y de Apolo, y has hecho relucir en la noche de<br />

los misterios el sol divino de Dionisos. Más ¿Sabes bien el peligro que nos<br />

amenaza?. Tú que conoces los temibles secretos, tú que más de una vez nos<br />

has predicho el porvenir y que de lejos has hablado a tus discípulos<br />

apareciéndote en sueños, ¿Ignoras lo que pasa a tu alrededor?. En tu ausencia,<br />

las salvajes Bacantes, las sacerdotisas malditas, se han reunido en el valle de<br />

Hécate. Guiadas por Aglaonice, la maga de Tesalia, han persuadido a los jefes<br />

de las orillas <strong>del</strong> Ebro para que restablezcan el culto de la sombría Hécate, y<br />

amenazan con destruir el templo de los Dioses viriles y todos los altares <strong>del</strong><br />

Altísimo. Excitados por sus bocas ardientes, guiados por sus antorchas<br />

incendiarias, mil guerreros tracios acampan al pie de esta montaña y mañana<br />

asaltarán el templo, excitados por el aliento de esas mujeres vestidas con la<br />

piel de pantera, ávidas de la sangre masculina. Aglaonice, la gran sacerdotisa<br />

de de la tenebrosa Hécate, las conduce; es la más terrible de las magas,<br />

implacable y encarnizada como una Furia. Debes conocerla. ¿Qué dices de<br />

esto?.<br />

— Lo sabía todo — dijo Orfeo —, y todo ello tenía que llegar.<br />

— Entonces, ¿Por qué no has hecho nada para defendernos?. Aglaonice<br />

ha jurado degollarnos sobre nuestros altares, cara al cielo viviente que<br />

adoramos. ¿Qué va a ser de este templo, de sus tesoros, de tu ciencia y de<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Zeus mismo, si nos abandonas?.<br />

— ¿No estoy con vosotros? — continuó Orfeo con dulzura.<br />

— Has llegado; pero demasiado tarde — dijo el anciano —. Aglaonice<br />

conduce a las Bacantes y las Bacantes conducen a los Tracios. ¿Les rechazarás<br />

con el rayo de Júpiter y con las flechas de Apolo?. ¿Por qué no has llamado a<br />

este recinto a los jefes tracios fieles a Zeus para aplastar la rebelión?.<br />

— No es con las armas, sino con la palabra, como se defiende a los<br />

Dioses. No hay que combatir a los jefes, sino a las Bacantes. Iré yo solo.<br />

Quedad tranquilos. Ningún profano franqueará este sagrado recinto. Mañana<br />

terminará el reino de las sanguinarias sacerdotisas. Y sabedlo bien, vosotros<br />

que tembláis ante la horda de Hécate, vencerán los dioses celestes y solares. A<br />

ti, anciano, que dudabas de mí, dejo el cetro de pontífice y la corona de<br />

hierofante.<br />

— ¿Qué vas a hacer? — dijo el anciano asustado. —Voy a unirme a los<br />

Dioses... ¡Hasta la vista todos!.<br />

Orfeo salió dejando a los sacerdotes mudos sobre sus asientos. En el<br />

templo encontró al discípulo de Delfos, y cogiéndole con fuerza la mano, le<br />

dijo:<br />

— Voy al campo de los Tracios. Sígueme.<br />

Marchaban bajo las encinas; la tempestad se había alejado; entre las<br />

espesas ramas brillaban las estrellas.<br />

— ¡Ha llegado para mí la hora suprema! — dijo Orfeo —.<br />

Otros me han comprendido, tú me has amado. Eros es el más antiguo de<br />

los Dioses, dicen los iniciados; él contiene la clave de todos los seres.<br />

También te he hecho penetrar en el fondo de los Misterios; los Dioses te han<br />

hablado, tú les has visto!... Ahora, lejos de los hombres, solos ambos, a la hora<br />

de su muerte, Orfeo debe dejar a su discípulo amado el enigma de su destino,<br />

la inmortal herencia, la pura antorcha de su alma.<br />

— ¡Maestro!: escucho y obedezco — dijo el discípulo de Delfos.<br />

— Caminemos — dijo Orfeo — por ese sendero que desciende. La hora<br />

se aproxima. Quiero sorprender a mis enemigos. Sígueme y escucha: graba<br />

mis palabras en tu memoria, pero guárdalas como un secreto.<br />

— Se imprimirán en letras de fuego sobre mi corazón; los siglos no las<br />

borrarán.<br />

— Tú sabes ahora que el alma es hija <strong>del</strong> cielo. Has contemplado su<br />

origen y su fin y comienzas a recordarlo. Cuando desciende a la carne, ella<br />

continúa, aunque débilmente, recibiendo la influencia de arriba. Por nuestras<br />

madres, ese soplo potente nos llega al principio. La leche de su seno alimenta<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

nuestro cuerpo; pero de su alma se nutre nuestro ser angustiado por la ahogada<br />

prisión de la materia. Mi madre era sacerdotisa de Apolo, mis primeros<br />

recuerdos son los de un bosque sagrado, un templo solemne, una mujer que<br />

me lleva en sus brazos envolviéndome en su suave cabellera como en un<br />

cálido vestido. <strong>Los</strong> objetos terrestres, los semblantes humanos me llenaban de<br />

horrible terror. Pero en seguida mi madre me apretaba en sus brazos,<br />

encontraba su mirada y ella me inundaba de una divina reminiscencia <strong>del</strong><br />

cielo. Pero aquel rayo murió en el gris sombrío de la tierra. Un día mi madre<br />

desapareció: había muerto. Privado de su mirada, apartado de sus caricias,<br />

quedé espantado de mi soledad. Habiendo visto correr la sangre en un<br />

sacrificio, tomé horror al templo y descendí a los valles tenebrosos.<br />

“Las Bacantes asombraron mi juventud. Entonces ya Aglaonice reinaba<br />

sobre esas mujeres voluptuosas y refoces. Hombres y mujeres, todos la<br />

temían. Ella respiraba un sombrío deseo y aterrorizaba. Esta hija de Tesalia<br />

ejercía sobre quienes se aproximaban a ella un atractivo fatal. Por las artes de<br />

la infernal Hécate, atraía a las jóvenes a su valle embrujado y las instruía en su<br />

culto. Aglaonice había puesto sus ojos sobre Eurídice; se había obstinado en<br />

atraer a aquella virgen con un designios perverso, con un amor desenfrenado,<br />

maléfico. Quería arrastrar a aquella joven al culto de las Bacantes, dominarla,<br />

entregarla a los genos infernales después de haber marchitado su juventud. Ya<br />

ella la había envuelto en sus promesas seductoras, en sus encantos nocturnos.<br />

“Atraído yo por no sé qué presentimiento al valle de Hécate, caminaba<br />

un día por las altas hierbas de una pradera llena de plantas venenosas. Reinaba<br />

el horror en las proximidades de los bosques frecuentados por las Bacantes.<br />

Pasaban por ellos bocanadas de perfumes, como el cálido soplo <strong>del</strong> deseo. Vi<br />

a Euridice, que caminaba lentamente, sin verme, hacia un antro, como<br />

fascinada por un objeto invisible. A veces una frívola risa salía <strong>del</strong> bosque de<br />

las Bacantes, otras un extraño suspiro. Euridice se detenía temblorosa,<br />

incierta, y luego continuaba su marcha, como atraída por mágico poder. Sus<br />

bucles de oro flotaban sobre sus hombros blancos, sus ojos de narciso nadaban<br />

en la embriaguez, mientras marchaba a la boca <strong>del</strong> Infierno. Pero yo había<br />

visto el cielo latente en su mirada. — ¡Eurídice! — exclamé, cogiendo su<br />

mano. — ¿A dónde vas? — Como despierta de un sueño, lanzó un grito de<br />

horror y de salvación, y cayó en mi seno. Entonces el divino Eros nos dominó;<br />

y por una mirada, Eurídice y Orfeo, fueron esposos para siempre”.<br />

“Entre tanto, Euridice, que me había abrazado en su temor, me mostró<br />

la gruta con un gesto de espanto. Me aproximé, y vi allí una mujer sentada.<br />

Era Aglaonice. Cerca de ella, una pequeña estatua de Hécate en cera pintada<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

de rojo, de blanco y de negro, que tenía un látigo. Ella murmuraba palabras<br />

encantadas haciendo mover su rueca mágica, y sus ojos fijos en el vacío<br />

parecían devorar su presa. Rompí la rueca, pisoteé la Hécate, y atravesando a<br />

la maga con la mirada, exclamé: “¡Por Júpiter!. ¡Te prohibo pensar en<br />

Euridice, bajo pena de muerte!. Porque, sábelo, los hijos de Apolo no te<br />

temen”.<br />

“Aglaonice, suspensa, se retorció como una serpiente bajo mi gesto y<br />

desapareció en su caverna, lanzándome una mirada de odio mortal”.<br />

“Conduje a Euridice a las proximidades <strong>del</strong> templo. Las vírgenes <strong>del</strong><br />

Erebo, coronadas de jacinto, cantaron: ¡Himeneo!, ¡Himeneo! a nuestro<br />

alrededor, y conocí la felicidad”.<br />

“La luna sólo tres veces había cambiado, cuando una Bacante,<br />

empujada por la hija de Tesalia, presentó a Euridice una copa de vino, que le<br />

daría, a su decir, la ciencia de los filtros y de las hierbas mágicas. Euridice,<br />

curiosa, la bebió y cayó muerta. La copa contenía un veneno mortal”.<br />

“Cuando vi la hoguera que consumía a Euridice; cuando vi la tumba<br />

cubrir sus cenizas; cuando el último recuerdo de su forma viviente hubo<br />

desaparecido, exclamé: “¿Dónde está su alma?”. Partí desesperado y erré por<br />

toda Grecia. Pedí su evocación a los sacerdotes de Samotracia; la busqué en<br />

las entrañas de la tierra, en el cabo Tenaro; en vano. Por fin llegué al antro de<br />

Trofonio. Allí, ciertos sacerdotes conducían a algunos visitantes temerarios<br />

por una grieta <strong>del</strong> suelo, hasta los lagos de fuego que hierven en el interior de<br />

la tierra, y haciéndoles ver lo que allí pasa. Durante el descenso, se entra en<br />

éxtasis, y la segunda vista se abre. Se respira apenas, la voz se apaga, no se<br />

puede hablar más que por signos. Unos se vuelven a la mitad <strong>del</strong> camino, otros<br />

persisten y mueren asfixiados; la mayor parte de los que salen vivos se<br />

vuelven locos. Después de haber visto lo que ninguna boca debe decir, subí a<br />

la gruta y caí en profundo letargo. Durante aquel sueño de muerte se me<br />

apareció Euridice. Ella flotaba en un nimbo, pálida como un rayo lunar, y me<br />

dijo: “Por mí has desafiado al infierno, me has buscado entre los muertos.<br />

Heme aquí; vengo a verte a tu voz. No habito el seno de la Tierra, sino la<br />

región <strong>del</strong> Erebo, el cono de sombra entre la Tierra y la Luna. Giro en<br />

torbellinos en ese limbo, llorando como tú. Si quieres libertarme, salva a<br />

Grecia dóndole la luz. Entonces yo, volviendo a encontrar mis alas, subiré<br />

hacia los astros, y me volverás a encontrar en la luz de los Dioses. Hasta<br />

entonces me es preciso errar en la esfera turbia y dolorosa...”. Por tres veces la<br />

quise coger; por tres veces se desvaneció en mis brazos como una sombra. Oí<br />

únicamente como un sonido de cuerda que se desgarra; luego una voz débil<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

como un soplo, triste como un beso de adiós, murmuró: ¡Orfeo!”.<br />

“A esta voz me desperté. Aquel nombre, dado por un alma, había<br />

transformado mi ser. Sentí pasar por mí el sagrado escalofrío de un deseo<br />

inmenso con el poder de un amor sobrehumano. Euridice, viva, me hubiese<br />

dado la embriaguez de la dicha; Euridice, muerta, me hizo encontrar la<br />

Verdad. Por amor he revestido yo el hábito de lino, dedicándome a la grande<br />

iniciación y a la vida ascética; por amor he penetrado en la magia y buscado la<br />

ciencia divina; por amor he atravesado las cavernas de Samotracia, los pozos<br />

de las Pirámides y las tumbas de Egipto. He rebuscado en la muerte para<br />

encontrar la vida, y sobre la vida he visto los limbos, las almas, las esferas<br />

transparentes, el Éter de los Dioses. La tierra me ha abierto sus abismos, el<br />

cielo sus templos flameantes. He arrancado la ciencia, oculta bajo las momias.<br />

<strong>Los</strong> sacerdotes de Isis y de Osiris me han entregado sus secretos. Ellos sólo<br />

tenían aquellos Dioses; yo tenía a Eros. Por él he hablado, he cantado, he<br />

vencido. Por él he <strong>del</strong>etreado el verbo de Hermes y Zoroastro; por él he<br />

pronunciado el de Júpiter y Apolo”.<br />

“Mas la hora ha llegado de confirmar mi misión por mi muerte. Otra<br />

vez me es preciso descender a los infiernos para subir de nuevo al cielo.<br />

Escucha, hijo querido: tú llevarás mi doctrina al templo de Delfos y mi ley al<br />

tribunal de los Anfictiones. Dionisos es el sol de los iniciados; Apolo será la<br />

luz de la Grecia; los Anfictiones los guardianes de su justicia”.<br />

El hierofante y su discípulo habían llegado al fondo <strong>del</strong> valle. Ante<br />

ellos, un claro, grandes macizos de bosques sombríos, tiendas y hombres<br />

echados. Orfeo marchaba tranquilamente por medio de los Tracios dormidos y<br />

fatigados de una orgía nocturna. Un centinela que vela aún, le pidió su<br />

nombre.<br />

— Soy un mensajero de Júpiter; llama a tus jefes — le respondió Orfeo.<br />

“¡Un sacerdote <strong>del</strong> templo!...”. Este grito, lanzado por el centinela, se<br />

reparte como una señal de alarma en todo el campo. Se arman; se llaman; las<br />

espadas brillan; los jefes acuden asombrados y rodean al pontífice.<br />

— ¿Quién eres?. ¿Qué vienes a hacer aquí?.<br />

— Soy un enviado <strong>del</strong> templo. Vosotros todos, reyes, guerreros de<br />

Tracia, renunciad a luchar con los hijos de la luz y reconoced la divinidad de<br />

Júpiter y de Apolo. <strong>Los</strong> Dioses de las alturas os hablan por mi boca. Vengo<br />

como amigo si me escucháis; como juez si rehusáis oírme.<br />

— Habla — dijeron los jefes.<br />

En pie, bajo un gran olmo, Orfeo habló. Habló de los beneficios de los<br />

Dioses, <strong>del</strong> encanto de la luz celestial, de la vida pura que llevaba en la cima<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

con sus hermanos iniciados, bajo el ojo <strong>del</strong> Gran Uranos, y lo que quería<br />

comunicar a todos los hombres, prometiendo apaciguar las discordias, curar a<br />

los enfermos, mostrar las simientes que producen los mejores frutos de la<br />

tierra, y aquéllas aún más preciosas que producen los divinos frutos de la vida:<br />

la alegría, el amor, la belleza.<br />

Y mientras así hablaba, su voz grave y dulce vibraba como las cuerdas<br />

de una lira, y penetraba más y más en el corazón de los Tracios sobresaltados.<br />

Del fondo de los bosques, las Bacantes curiosas, con sus antorchas en mano,<br />

habían llegado también, atraídas por la música de una voz humana. Apenas<br />

vestidas con la piel de panteras, vinieron a mostrar sus pechos morenos y sus<br />

talles soberbios. Al resplandor de las nocturnas antorchas, sus ojos brillaban<br />

de lujuria y de crueldad. Pero, calmadas poco a poco por la voz de Orfeo, se<br />

agruparon a su alrededor o se sentaron a sus pies como bestias feroces<br />

domadas. Unas, sobrecogidas de remordimiento, fijaban en tierra una sombría<br />

mirada; otras escuchaban como encantadas. Y los Tracios emocionados,<br />

murmuraban entre ellos: “Es un Dios el que habla; es el mismo Apolo que<br />

encanta a las Bacantes”.<br />

Entre tanto, desde el fondo <strong>del</strong> bosque, Aglaonice espiaba. La gran<br />

sacerdotisa de Hécate, viendo a los Tracios inmóviles y a las Bacantes<br />

encadenadas por una magia más fuerte que la suma, sintió la victoria <strong>del</strong> cielo<br />

sobre el infierno, y su poder maldito hundirse en las niníeblas, de donde había<br />

salido, bajo la palabra <strong>del</strong> divino seductor. Ella enrojeció, y lanzándose ante<br />

Orfeo con un esfuerzo violento, dijo:<br />

— ¿Decís que es un Dios?. Y yo es digo que es Orfeo, un hombre como<br />

vosotros, un mago que os engaña, un tirano que se ciñe vuestras coronas.<br />

¿Decís un Dios?. ¿El hijo de Apolo?. ¿Él?. ¿El sacerdote?. ¿El orgulloso<br />

pontífice?. ¡Lanzaos sobre él!. ¡Si es Dios, que se defienda..., y si yo miento,<br />

desgarradme en pedazos!.<br />

Aglaonice venía seguida de algunos jefes excitados por sus maleficios e<br />

inflamados por su odio. Ellos se arrojaron sobre el hierofante. Orfeo lanzó un<br />

gran grito y cayó atravesado por sus espadas. Él tendió la mano a su discípulo,<br />

y dijo:<br />

— ¡Yo muero; mas los Dioses viven!.<br />

Luego, expiró. Inclinada sobre su cadáver, la maga de Tesalia, cuyo<br />

semblante se parecía ahora al de Tisífona, espiaba con salvaje alegría el último<br />

suspiro <strong>del</strong> profeta, y se preparaba a obtener un oráculo de su víctima. Más, a<br />

su grande espanto, aquella faz cadavérica se reanimó al resplandor flotante de<br />

la antorcha; una palidez rojiza se esparció por el semblante <strong>del</strong> muerto; sus<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

ojos se abrieron agrandados, y una mirada profunda, dulce y terrible, se fijó<br />

sobre ella..., mientras una voz extraña — la voz de Orfeo — se escapaba otra<br />

vez de aquellos labios temblorosos para pronunciar distintamente estas cuatro<br />

sílabas, melodiosas y vengadoras:<br />

— ¡Eurídice!.<br />

Ante aquella mirada, ante aquella voz, la sacerdotisa espantada se hizo<br />

atrás, exclamando: “¡No ha muerto!. ¡Van a perseguirme!. ¡Para siempre!.<br />

¡Orfeo..., Eurídice!...”. Diciendo estas palabras, Aglaonice desapareció como<br />

fustigada por cien Furias. Las Bacantes aterradas y los Tracios, sobrecogidos<br />

por el horror de su crimen, huyeron en la oscuridad, lanzando gritos de<br />

angustia.<br />

El discípulo quedó solo al lado <strong>del</strong> cuerpo de su maestro. Cuando un<br />

rayo siniestro de Hécate iluminó el lino ensangrentado y la pálida faz <strong>del</strong> gran<br />

iniciador, le pareció que el valle, el río, las montañas y las selvas profundas<br />

gemían como una gran lira.<br />

El cuerpo de Orfeo fue quemado por sus sacerdotes, y sus cenizas<br />

llevadas a un santuario lejano de Apolo, donde fueron veneradas como las de<br />

un Dios. Ninguno de los rebeldes osó subir al templo de Kaukaión. La<br />

tradición de Orfeo, su ciencia y sus misterios se perpetuaron allí, y se<br />

difundieron por todos los templos de Júpiter y Apolo. <strong>Los</strong> poetas griegos<br />

decían que Apolo estaba celoso de Orfeo, porque se invocaba a éste más<br />

frecuentemente. La verdad es que cuando los poetas cantaban a Apolo, los<br />

grandes iniciados invocaban el alma de Orfeo, salvador y profeta.<br />

Más tarde, los Tracios convertidos a la religión de Orfeo, contaron que<br />

aquél había bajado a los infiernos para buscar allí el alma de su esposa, y que<br />

las Bacantes, celosas de su amor eterno, le habían despedazado; su cabeza fue<br />

lanzada al Ebro por sus ondas tempestuosas, llamaba aún: “¡Eurídice!.<br />

¡Eurídice!”.<br />

De este modo, los Tracios cantaron como profeta a quien habían matado<br />

como criminal, y que por su muerte hubo de convertirles. Así, el verbo órfico<br />

se infiltró misteriosamente en las venas de la Helenia por las vías secretas de<br />

los santuarios y de la iniciación. <strong>Los</strong> dioses se armonizaron a su voz como en<br />

el templo un coro de iniciados a los sones de una lira invisible, y el alma de<br />

Orfeo se convirtió en el alma de Grecia.<br />

204


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

LIBRO VI<br />

PITÁGORAS<br />

LOS MISTERIOS DE DELFOS<br />

Conócete a ti mismo, y conocerás al<br />

Universo y a los Dioses.<br />

Inscripción <strong>del</strong> templo de Delfos.<br />

El Ensueño, el Sueño y el Éxtasis son<br />

las tres puertas abiertas al Más Allá, de donde<br />

nos viene la ciencia <strong>del</strong> alma y el arte de la<br />

adivinación.<br />

La Evolución es la ley de la Vida.<br />

El Número es la ley <strong>del</strong> Universo.<br />

La Unidad es la ley de Dios.<br />

205


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

I<br />

GRECIA EN EL SIGLO SEXTO<br />

El alma de Orfeo había atravesado como un divino meteoro bajo el cielo<br />

tempestuoso de la naciente Grecia. Desaparecido él, las tinieblas la invadieron<br />

de nuevo. Después de una serie de revoluciones, los tiranos de la Tracia<br />

quemaron sus libros, derribaron sus templos, desterraron a sus discípulos. <strong>Los</strong><br />

reyes griegos y muchas ciudades, más celosas de su licencia desenfrenada que<br />

de la justicia que fluye de las doctrinas puras, los imitaron. Se quiso borrar su<br />

recuerdo, destruir sus últimos vestigios, y de tal modo hicieron, que algunos<br />

siglos después de su muere, una parte de la Grecia dudaba de su existencia. En<br />

vano los iniciados guardaron su tradición durante más de mil años; en vano<br />

Pitágoras y Platón hablaban de él como de un hombre divino; los sofistas y los<br />

retóricos sólo veían en él una leyenda sobre el origen de la música. En<br />

nuestros días, los sabios aun niegan resueltamente la existencia de Orfeo,<br />

apoyándose principalmente en que ni Homero ni Hesiodo han pronunciado su<br />

nombre. Pero el silencio de estos poetas se explica por el entredicho en que los<br />

gobiernos locales habían puesto su nombre. <strong>Los</strong> discípulos de Orfeo no<br />

perdonaban ocasión alguna de poner todos los poderes en la autoridad<br />

suprema <strong>del</strong> templo de Delfos, y no cesaban de repetir que era preciso someter<br />

todas las cuestiones entre los distintos estados de Grecia al arbitraje <strong>del</strong><br />

consejo de los Anfictiones. Esto molestaba lo mismo a los demagogos que a<br />

los tiranos. Homero, que recibió probablemente <strong>del</strong> santuario de Tiro su<br />

iniciación, y cuya mitología es la traducción poética de la teología de<br />

Sankoniatón, Homero el Jónico pudo muy bien ignorar al dórico Orfeo, cuya<br />

tradición era tanto más secreta cuanto más perseguida. En cuanto a Hesiodo,<br />

nacido cerca <strong>del</strong> Parnaso, debió conocer su nombre y su doctrina por el<br />

santuario de Delfos; pero sus iniciadores le impusieron el silencio, y con<br />

razón.<br />

Sin embargo, Orfeo vivía en su obra; vivía en sus discípulos y en<br />

aquellos mismos que le negaban. ¿Dónde está aquella obra?. ¿Dónde es<br />

preciso buscar aquella alma de vida?. ¿Será en la oligarquía militar y feroz de<br />

Esparta, donde la ciencia es despreciada, la ignorancia erigida en sistema, la<br />

brutalidad erigida como un complemento <strong>del</strong> valor?. ¿Será en aquellas<br />

implacables guerra de Mesenia, en que se vio a los Espartanos perseguir a un<br />

206


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

pueblo vecino hasta exterminarlo, y aquellos Romanos de Grecia preludir la<br />

roca tarpeya y los laureles sangrientos <strong>del</strong> Capitolio, precipitando en un<br />

abismo a Aristómenes, defensor de su patria?. ¿Será en la democracia<br />

turbulenta de Atenas, siempre pronta a derivar hacia la tiranía?. ¿Será en la<br />

guardia pretoriana de Pisistrato, o en el puñal de Harmodio y de Aristogitón,<br />

oculto bajo una rama de mirto?. ¿Será en las numerosas ciudades de la Hélade,<br />

de la Gran Grecia y <strong>del</strong> Asia Menor, de que Atenas y Esparta ofrecen dos<br />

opuestos tipos?. ¿Será en que todas aquellas democracias y aquellas tiranías<br />

envidiosas, celosas y siempre prestas a luchar entre sí?. No: el alma de Grecia<br />

no está allí. Está en sus templos, en sus Misterios y en sus iniciados. Está en el<br />

santuario de Júpiter en Olimpia, de Juno en Argos, de Ceres en Eleusis; reina<br />

sobre Atenas con Minerva; irradia en Delfos con Apolo, que domina y penetra<br />

a todos los templos con su luz. Ese es el centro de la vida helénica, el cerebro<br />

y el corazón de Grecia. Allí van a instruirse los poetas que traducen a la<br />

multitud las verdades sublimes en imágenes vivas; los sabios que las propagan<br />

en dialéctica sutil. El espíritu de Orfeo circula por todas partes donde palpita<br />

la Grecia inmortal. Le volvemos a encontrar en las luchas de la poesía y de la<br />

gimnasia, en los juegos de Delfos y de Olimpia; instituciones felices que<br />

imaginaron los sucesores <strong>del</strong> maestro para relacionar y fundir a las doce tribus<br />

griegas. Le tocamos con el dedo en el tribunal de los Anfictiones en aquella<br />

asamblea de los grandes iniciados, corte suprema y arbitral que se reunía en<br />

Delfos; gran poder de justicia y de concordia, en el que únicamente Grecia<br />

encontró su unidad en las horas de heroísmo y de abnegación. (El juramento<br />

anfictiónico de los pueblos asociados da idea de la grandeza y de la fuerza<br />

social de esta institución: “Juramos nunca derribar las ciudades<br />

anfictiónicas, nunca distraer los recursos preciosos a sus necesidades, sea<br />

en paz o en guerra. Si alguna potencia osa amenazarlas, marcharemos<br />

contra ella y destruiremos sus ciudades. Si los impíos roban las ofrendas <strong>del</strong><br />

templo de Apolo, juramos emplear nuestros pies, nuestros brazos, nuestra<br />

voz, todas las fuerzas contra ellos y sus cómplices”).<br />

Sin embargo, aquella Grecia de Orfeo que tenía por intelecto una<br />

doctrina pura guardada en los templos; por alma una religión plástica, y por<br />

cuerpo un alto tribunal de justicia centralizado en Delfos, aquella Grecia<br />

comenzaba a decaer ya en el siglo séptimo. Las órdenes de Delfos no eran ya<br />

respetadas; se violaban los territorios sagrados. Era porque la raza de los grandes<br />

inspirados había desaparecido. El nivel intelectual y moral de los templos<br />

había bajado. <strong>Los</strong> sacerdotes se vendían a los poderes políticoss; los Misterios<br />

mismos comenzaron desde entonces a corromperse El aspecto general de<br />

207


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Grecia había cambiado. A la antigua majestad sacerdotal y agrícola, sucedía la<br />

tiranía pura y simple, o la democracia anárquica. <strong>Los</strong> templos eran ya<br />

impotentes para prevenir la disolución amenazadora. Había necesidad de una<br />

nueva ayuda. Una vulgarización de las doctrinas esotéricas se había hecho<br />

precisa. Para que el pensamiento de Orfeo pudiese vivir y florecer en todo su<br />

esplendor, se necesitaba que la ciencia de los templos pasase a las órdenes<br />

laicas. Se deslizó ella, pues, bajo diversos disfraces en la corporación de los<br />

legisladores civiles, en las escuelas de los s poetas, bajo los pórticos de los<br />

filósofos. Éstos sintieron, en sus enseñanzas, la misma necesidad que Orfeo<br />

había reconocido para la religión: la de dos doctrinas, una pública, otra<br />

secreta, que exponían la misma Verdad, en una medida y bajo formas<br />

diferentes, apropiadas al desarrollo de sus discípulos. Esta evolución dio a<br />

Grecia sus tres grandes siglos de creación artística y de esplendor intelectual.<br />

Ella permitió al pensamiento órfico, que es a la vez la impulsión primera y la<br />

síntesis ideal de la Grecia, concentrar toda su luz e irradiarla sobre el mundo<br />

entero, antes que su edificio político, minado por las disensiones intestinas, se<br />

derrumbase bajo los golpes de Macedonia, para hundirse totalmente bajo la<br />

mano de hierro de Roma.<br />

La evolución de que hablamos tuvo muchos artífices. Ella suscitó<br />

físicos como Thales, legisladores como Solón, poetas como Píndaro, héroes<br />

como Epaminondas; pero tuvo un jefe renocido, un iniciado de primer orden,<br />

una inteligencia soberana, creadora y ordenatriz. Pitágoras es el maestro de la<br />

Grecia laica como Orfeo lo es de la Grecia sacerdotal. Él tradujo, continuó el<br />

pensamiento religioso de su predecesor y lo aplicó a los nuevos tiempos. Pero<br />

su traducción es una creación. Porque él coordina las inspiraciones órficas en<br />

un sistema completo; él da la prueba científica en su enseñanza y la prueba<br />

moral en su instituto de educación, en la orden pitagórica que le sobrevive.<br />

Aunque Pitágoras aparezca bajo el pleno día de la historia, Pitágoras es<br />

un personaje casi legendario. La razón principal de ello está en la persecución<br />

encarnizada de que fue víctima en Sicilia y que costó la vida a tantos<br />

pitagóricos. Unos perecieron aplastados bajo los restos de su escuela<br />

incendiada, otros murieron de hambre en un templo. El recuerdo y la doctrina<br />

<strong>del</strong> maestro sólo se perpetuaron por los supervivientes que pudieron huir a<br />

Grecia. Platón, con gran trabajo y a gran precio, se procuró por medio de<br />

Archytas un manuscrito <strong>del</strong> maestro, que, por otra parte, nunca escribió su<br />

doctrina de otro modo que por medio de signos secretos y bajo forma<br />

simbólica. Su acción verdadera, como la de todos los reformadores, se ejercía<br />

por la enseñanza oral. Pero la esencia <strong>del</strong> sistema subsiste en los Versos<br />

208


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

dorados de Lysis, en el comentario de Hierocles, en los fragmentos de<br />

Filolaus y de Archytas, así como en el Timeo de Platón que contiene la<br />

cosmogonía de Pitágoras. <strong>Los</strong> escritores de la antigüedad, en fin, están llenos<br />

<strong>del</strong> filósofo de Crotona. Ellos no escasean en anécdotas que pintan su<br />

sabiduría, su belleza y su poder maravilloso sobre los hombres. <strong>Los</strong><br />

neoplatónicos de Alejandría, los Gnósticos y hasta los primeros Padres de la<br />

Iglesia le citan como una autoridad. Preciosos testimonios, donde siempre<br />

vibra la onda poderosa de entusiasmo que la gran personalidad de Pitágoras<br />

supo comunicar a Grecia y cuyos últimos remolinos son aún sensibles ocho<br />

siglos después de su muerte.<br />

Vista en conjunto, abierta con las claves <strong>del</strong> esoterismo comparado, su<br />

doctrina presenta un magnífico todo, una síntesis solidaria cuyas partes están<br />

ligadas por una concepción fundamental. En él encontramos una reproducción<br />

razonada de la doctrina esotérica de la India y Egipto, a la que dio la claridad y<br />

sencillez helénica, uniendo a ellas un sentimiento más enérgico, una idea más<br />

neta de la libertad humana.<br />

En la misma época y en diversos puntos <strong>del</strong> globo, grandes<br />

reformadores vulgarizaban análogas doctrinas. Lao-Tsé salía en China <strong>del</strong><br />

esoterismo de Fo-Hi; el último Buddha Shakia-Muní predicaba en las orillas<br />

<strong>del</strong> Ganges; en Italia el sacerdocio etrusco enviaba a Roma un iniciado<br />

provisto de libros sibilinos, el rey Numa, que intentó refrenar por medio de<br />

sabias instituciones la ambición amenazadora <strong>del</strong> Senado romano. Y no es por<br />

pura casualidad por lo que estos reformadores aparecen al mismo tiempo en<br />

pueblos tan diversos. Sus misiones diferentes concurren a un objetivo común.<br />

Ellas prueban que en cierats épocas una misma corriente espiritual atraviesa<br />

misteriosamente por toda la Humanidad. ¿De dónde viene?. De ese mundo<br />

divino que está fuera de nuestra vista, pero <strong>del</strong> cual los genios y los profetas<br />

son enviados y testigos.<br />

Pitágoras atravesó el mundo antiguo antes de predicar a Grecia. Vio el<br />

África y el Asia, Memphis y Babilonia, su política y su iniciación. Su vida<br />

tempestuosa semeja a un barco lanzado en plena borrasca; velas desplegadas,<br />

persigue su fin sin desviarse <strong>del</strong> camino, imagen de la calma y de la fuerza en<br />

medio de los elementos desencadenados. Su doctrina da la sensación de una<br />

noche fresca que sucediera a los fuegos agudos de una jornada sangrienta. Ella<br />

hace pensar en la belleza <strong>del</strong> firmamento que desarrolla poco a poco sus<br />

archipiélagos chispeantes y sus armonías etéreas sobre la cabeza <strong>del</strong> vidente.<br />

Tratemos de hacer destacar una y otra de las oscuridades de la leyenda y<br />

de los prejuicios de escuela.<br />

209


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

II<br />

LOS AÑOS DE VIAJE<br />

SAMOS – MEMFIS – BABILONIA<br />

Samos era al comienzo <strong>del</strong> siglo VI antes de nuestra era, una de las islas<br />

más florecientes de la Jonia. La rada de su puerto se abría enfrente de las<br />

montañas violáceas de la muelle Asia Menor, de donde venían todos los lujos<br />

y todas las seducciones. En una ancha bahía se extendía la ciudad sobre la<br />

orilla verdeante y se presentaba en anfiteatro sobre la montaña, al pie de un<br />

promontorio coronado por el templo de Neptuno. Las columnatas de un<br />

templo magnífico la dominaban. Allí reinaba el tirano Policrato. Después de<br />

haber privado a Samos de sus libertades, le había dado el lustre de las artes y<br />

de un esplendor asiático. Las hetairas de Lesbos, llamadas por él, se habían<br />

establecido en un palacio vecino al suyo y convidaban a los jóvenes a fiestas,<br />

donde les enseñaban las más refinadas voluptuosidades sazonadas con música,<br />

danzas y festines. Anacreonte, llamado a Samos por Policrato, fue traído en un<br />

trirreme con velas de púrpura, mástiles dorados, y el poeta, con una copa de<br />

plata cincelada en la mano, hizo oir ante aquella alta corte <strong>del</strong> placer, sus<br />

acariciantes odas, perfumadas como una lluvia de rosas. La suerte de Policrato<br />

era proverbial en toda Grecia. Tenía por amigo al faraón Amasis que le<br />

advirtió varias veces que desconfiara de una felicidad tan continuada y sobre<br />

todo que no se alabase de ella. Policrato respondió al consejo <strong>del</strong> monarca<br />

egipcio lanzando su anillo al mar: “Hago este sacrificio a los Dioses”, dijo. Al<br />

siguiente día, un pescador trajo al tirano el precioso anillo que había<br />

encontrado en el vientre de un pescado. Cuando el faraón lo supo, declaró que<br />

rompía su amistad con Policrato, porque una suerte tan insolente le atraería la<br />

venganza de los Dioses. Sea lo que fuera de la anécdota, el fin de Policrato fue<br />

trágico. Uno de sus sátrapas le atrajo a una provincia vecina, le hizo expirar en<br />

medio de tormentos y ordenó que atasen su cuerpo a una cruz sobre el monte<br />

Mycale. De este modo los habitantes de Samos pudieron ver en una sangrienta<br />

puesta de sol el cadáver de su tirano crucificado sobre un promontorio, frente<br />

a la isla donde había reinado en la gloria y los placeres.<br />

Más volvamos al principio <strong>del</strong> reinado de Policrato. Una clara noche, un<br />

joven estaba sentado en una selva de agnus cactus de relucientes hojas, no<br />

210


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

lejos <strong>del</strong> templo de Juno; la luna llena bañaba la fachada dórica y hacía<br />

resaltar su mística majestad. Hacía tiempo que un rollo de papiros, que<br />

contenía un canto de Homero, había caído a sus pies. Su meditación<br />

comenzada en el crepúsculo duraba aún y se prolongaba en el silencio de la<br />

noche. Ya hacía mucho que el sol se había puesto; pero su disco flamígero<br />

flotaba aún ante la mirada <strong>del</strong> joven soñador, en una presencia irreal. Porque<br />

su pensamiento erraba lejos <strong>del</strong> mundo visible.<br />

Pitágoras era el hijo de un rico comerciante de sortijas de Samos y de<br />

una mujer llamada Parthenis. La Pitonisa de Delfos, consultada en un viaje por<br />

los jóvenes esposos, les había prometido: “Un hijo que sería útil a todos los<br />

hombres, en todos los tiempos”, y el oráculo había enviado los esposos a<br />

Sidón, en Fenicia, a fin de que el hijo predestinado fuese concebido, moldeado<br />

y dado a luz, lejos de las perturbadoras influencias de su patria. Antes que<br />

naciera, el maravilloso niño había sido dedicado con fervor, por sus padres, a<br />

la luz de Apolo, en la luna <strong>del</strong> amor. El niño nació; cuando tuvo un año de<br />

edad, su madre, siguiendo un consejo dado de antemano por los sacerdotes de<br />

Delfos, le llevó al templo de Adonai, en un valle <strong>del</strong> Líbano. Allí el gran<br />

sacerdote le había bendecido. Luego, su famila le llevó a Samos. El hijo de<br />

Parthenis era muy hermoso, dulce, moderado, lleno de justicia. Sólo la pasión<br />

intelectual brillaba en sus ojos y daba a sus actos una energía secreta. Lejos de<br />

contrariarle, sus padres habían animado su inclinación precoz por el estudio de<br />

la sabiduría. Había podido conferenciar con los sacerdotes de Samos y con los<br />

sabios que comenzaban a formar en Jonia escuela donde enseñaban los<br />

principios de la Física. A los dieciocho años, había seguido las lecciones de<br />

Hermodamas de Samos; a los veinte, las de Pherecide, en Syros; también<br />

había conferenciado con Thales y Anaximandro en Mileto. Esos maestros le<br />

habían abierto nuevos horizontes, más ninguno le había satisfecho. Entre sus<br />

contradictorias enseñanzas buscaba interiormente el lazo, la síntesis, la unidad<br />

<strong>del</strong> gran Todo. Ahora, el hijo de Parthenis había llegado a una de esas crisis en<br />

que el espíritu, sobreexcitado por la contradicción de las cosas, concentra en<br />

un esfuerzo supremo todas las facultades para entrever el final, para encontrar<br />

el camino que conduce al Sol de la Verdad, al centro de la Vida.<br />

En aquella noche cálida y espléndida, el hijo de Parthenis miraba<br />

alternativamente la tierra, el templo y el cielo estrellado. Deméter, la tierra<br />

madre, la Naturaleza, en que quería penetrar, estaba allí bajo él. Respiraba sus<br />

potentes emanaciones, sentía la atracción invencible que a su seno le<br />

encadenaba, a él, átomo pesado, como una parte inseparable de ella misma.<br />

Aquellos a quienes había consultado, le habían dicho: “De ella todo sale. Nada<br />

211


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

viene de nada. El alma viene <strong>del</strong> agua o <strong>del</strong> fuego, o de los dos. Sutil<br />

emanación de los elementos, no se escapa de ellos más que para penetrarlos de<br />

nuevo. La Naturaleza eterna es ciega e inflexible. Resígnate a su ley fatal. Tu<br />

único mérito será el de conocerla y someterte a ella”.<br />

Luego miraba al firmamento y a las letras de fuego que forman las<br />

constelaciones en la profundidad insondable <strong>del</strong> espacio. Aquellas letras<br />

debían tener un sentido. Porque, si lo infinitamente pequeño de los átomos<br />

tiene su razón de ser, ¿Cómo lo infinitamente grande, la dispersión de los<br />

astros, cuya agrupación representa el cuerpo <strong>del</strong> Universo, no lo tendría?.<br />

¡Ah!, sí: cada uno de aquellos mundos tiene su ley propia, y todos en conjunto<br />

se mueven por un Número y en una armonía suprema. Pero, ¿Quién descifrará<br />

jamás el alfabeto de las estrellas?. <strong>Los</strong> sacerdotes de Juno le habían dicho: “Es<br />

el Cielo de los Dioses, que fue antes que la tierra. Tu alma de él viene. Ora<br />

ante ellos, para que ascienda de nuevo”.<br />

Esa meditación fue interrumpida por cánticos voluptuosos que salían de<br />

un jardín, a las orillas <strong>del</strong> Imbrasus. Las voces lascivas de las Lesbianas se<br />

armonizaban lánguidamente a los sones de la cítara; los jóvenes respondían a<br />

ellos con aires báquicos. A aquelas voces se mezclaron de repente otros gritos<br />

agudos y lúgubres salidos <strong>del</strong> puerto. Eran rebeldes que Policrato hacía cargar<br />

en una barca para venderlos en Asia como esclavos. Les golpeaban con<br />

correas armadas de clavo, para amontonarlos bajo los puentes de los remeros.<br />

Sus alaridos y sus blasfemias se perdieron en la noche; luego, todo entró en<br />

silencio.<br />

El joven tuvo un estremecimiento doloroso, pero lo reprimió para<br />

recogerse en sí mismo. El problema estaba ante él, más punzante, más agudo.<br />

La Tierra decía: ¡Fatalidad!; el Cielo decía: ¡Providencia!, y la Humanidad,<br />

que entre ambos flota, respondía: ¡Locura!, ¡Dolor!, ¡Esclavitud!. Más, en el<br />

fonde de sí mismo, el futuro adepto oía una voz invencible que respondía a las<br />

cadenas de la tierra y a los resplandores <strong>del</strong> cielo con este grito: ¡Libertad!.<br />

¿Quién tenía, pues, razón: los sabios, los sacerdotes, los locos, los<br />

desgraciados, o él mismo?. Todas aquellas voces decían verdad, cada una<br />

triunfaba en su esfera; pero ninguna le revelaba su razón de ser. <strong>Los</strong> tres<br />

mundo existían inmutables como el seno de Demeter, como la luz de los astros<br />

y como el corazón humano; pero sólo quien supiera encontrar su acuerdo y la<br />

ley de su equilibrio sería un verdadero sabio; sólo aquel que poseyera la<br />

ciencia divina y pudiera ayudar a los hombres. ¡En la síntesis de los tres<br />

mundos estaba el secreto <strong>del</strong> Kosmos!.<br />

Pronunciando esta palabra que acaba de encontrar, Pitágoras se levantó.<br />

212


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Su vista fascinada se fijó en la fachada dórica <strong>del</strong> templo. El severo edificio<br />

parecía transfigurado bajo los castos rayos de Diana. En él creyó ver la imagen<br />

ideal <strong>del</strong> mundo y la solución <strong>del</strong> problema que buscaba. Porque la base, las<br />

columnas, el arquitrabe y el frontón triungular le representaban<br />

repentinamente la triple naturaleza <strong>del</strong> hombre y <strong>del</strong> Universo, <strong>del</strong><br />

microcosmos y <strong>del</strong> macrocosmos coronados por la unidad divina, que en sí<br />

misma es una trinidad. El Cosmos, dominado y penetrado por Dios, formaba:<br />

La Tétrada sagrada, inmenso y puro símbolo,<br />

Fuente de la Natura, mo<strong>del</strong>o de los dioses.<br />

(Versos dorados de Pitágoras, traducidos por Fabre d’Olivet).<br />

Sí; estaba allí, oculta en aquellas líneas geométricas, la clave <strong>del</strong><br />

Universo, la ciencia de los números, la ley ternaria que rige la constitución de<br />

los seres, la <strong>del</strong> septenario que preside a su evolución. Y en una visión<br />

gradiosa, Pitágoras vio los mundos moverse según el ritmo y la armonía de los<br />

números sagrados. Vio el equilibrio de la tierra y <strong>del</strong> cielo, cuyo fiel de<br />

balanza representa la libertad humana; los tres mundos: natural, humano y<br />

divino, sosteniéndose, determinándose uno a otro y jugando el drama<br />

universal por un doble movimiento descendente y ascendente. E1 adivinó las<br />

esferas <strong>del</strong> mundo invisible, envolviendo lo visible y animándolo sin cesar; él<br />

concibió la depuración y liberación <strong>del</strong> hombre, desde esta tierra, por la triple<br />

iniciación. Él vio todo esto: su vida y su obra en una iluminación instantánea y<br />

clara, con la certidumbre irrefragable <strong>del</strong> espíritu que se siente frente a la<br />

Verdad. Fue un relámpago. Ahora se trataba de probar por la Razón lo que su<br />

pura Inteligencia había penetrado en lo Absoluto; y para ello se precisaba una<br />

vida de hombre, un trabajo de Hércules.<br />

Más ¿Dónde encontrar la ciencia necesaria para llevar a cabo tal labor?.<br />

Ni los cantos de Homero, ni los sabios de Jonia, ni los templos de Grecia<br />

podían bastar.<br />

El espíritu de Pitágoras, que repentinamente había encontrado alas, se<br />

sumergió en su pasado, en su nacimiento rodeado de velos y en el misterioso<br />

amor de su madre. Un recuerdo de infancia le chocó, con una precisión<br />

incisiva. Recordó que su madre le había llevado a la edad de un año a un valle<br />

<strong>del</strong> Líbano, al templo de Adonai. Se volvió a ver como cuando era niño,<br />

abrazado al cuello de Parthenis, en medio de montañas colosales, de selvas<br />

enormes, donde un río caía en catarata. Ella estaba en pie, sobre una terraza<br />

sombreada por grandes cedros. Ante ella un sacerdote majestuoso, de blanca<br />

213


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

barba, sonreía a la madre y al niño, diciendo palabras que él no comprendía.<br />

Su madre le había recordado con frecuencia las palabras extrañas <strong>del</strong><br />

hierofante de Adonai: “¡Oh mujer de Jonia!, tu hijo será grande por la<br />

sabiduría; pero acuérdate de que si los Griegos poseen aún la ciencia de los<br />

Dioses; la ciencia de Dios no se encuentra más que en Egipto”. Aquellas<br />

palabras le volvían a la mente con la sonrisa materna, con el hermoso rostro<br />

<strong>del</strong> anciano y el estruendo lejano de la catarata, dominado por la voz <strong>del</strong><br />

sacerdote, en un paisaje grandioso como el sueño de otra vida. Por vez<br />

primera, adivinaba el sentido <strong>del</strong> oráculo. Había oído hablar <strong>del</strong> saber<br />

prodigioso de los sacerdotes egipcios y de sus misterios formidables; pero<br />

creía poder hacer de ellos caso omiso. Ahora había comprendido que le era<br />

precisa aquella “ciencia de Dios” para penetrar hasta el fondo de la<br />

Naturaleza, y que no la encontraría más que en los templos de Egipto. ¡Y era<br />

la dulce Parthenis quien, con su instinto de madre, le había preparado para<br />

aquella obra, le había llevado como una viviente Ofrenda al Dios soberano!.<br />

Desde entonces tomó la resolución de ír a Egipto para hacerse iniciar.<br />

Policrato se ufanaba de proteger a los filósofos así como a los poetas. El<br />

se apresuró a dar a Pitágoras una carta de recomendación para el faraón<br />

Amasis, que le presento a los sacerdotes de Memphis. Estos; sólo a duras<br />

penas le reciberon y después de muchas dificultades. <strong>Los</strong> sabios egipcios<br />

desconfiaban de los Griegos a quienes juzgaban ligeros e inconstantes, e<br />

hiceron todo lo posible por descorazonar al joven Samiano. Pero el novicio se<br />

sometió con una paciencia y un valor inquebrantables a las lentitudes y a las<br />

pruebas que le impusieron. Sabía de antemano que sólo llegaría al<br />

conocimiento por el pleno dominio de la voluntad sobre todo su ser. Su<br />

iniciación durante veintidós años bajo el pontifcado <strong>del</strong> sumo sacerdote<br />

Sonchis. Hemos contado en el libro de Hermes, las pruebas, las tentaciones,<br />

los espantos y los éxtasis <strong>del</strong> iniciado de Isis, hasta la muerte aparente y<br />

cataléptica <strong>del</strong> adepto y su resurreción en la luz de Osiris. Pitágoras atravesó<br />

por todas esas fases que permitían realizar, no como una vana teoría, sino<br />

como una cosa vívida, la doctrina <strong>del</strong> Verbo Luz o de la Palabra universal y la<br />

de la evolución humana a través de siete ciclos planetarios. A cada paso de<br />

aquella pertiginosa ascensión, las pruebas se renovaban más y más temibles.<br />

Cien veces se arriesgaba la vida, sobre todo si se quería llegar al manejo de las<br />

fuerzas ocultas, a la peligrosa práctica de la magia y de la teurgia.<br />

Como todos los grandes hombres, Pitágoras tenía fe en su estrella. Nada de lo<br />

que podía conducir a la ciencia era obstáculo para él y el temor a la muerte no<br />

le detenía, porque veía la vida en un más allá. Cuando los sacerdotes egipcios<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

reconocieron en él una fuerza de alma extraordinaria y esa pasión impersonal<br />

de la sabiduría que es la cosa más rara <strong>del</strong> mundo, le abrieron los tesoros de su<br />

experiencia. Entre ellos se formó y se templó. Allí pudo profundizar las<br />

matemáticas sagradas, la ciencia de los números o de los principios<br />

universales, que fue el centro de su sistema que formuló de una manera nueva.<br />

La severidad de la disciplina egipcia en los templos le hizo, por otra parte,<br />

conocer el poder prodigioso de la voluntad humana, sabiamente ejercitada y<br />

fortificada, sus aplicaciones infinitas tanto al cuerpo como al alma. “La ciencia<br />

de los números y el arte de la voluntad son las dos claves de la magia —<br />

decían los sacerdotes de Memfis —; ellas abren todas las puertas <strong>del</strong><br />

universo”. Fue, pues, en Egipto donde Pitágoras adquirió esa vista de las<br />

alturas, que permite ver las esferas de la vida y las ciencias en un orden<br />

concéntrico, comprender la involución <strong>del</strong> espíritu en la materia por la<br />

creación universal, y su evolución o vuelo hacia la unidad por esta creación<br />

individual que se llama el desarrollo de una conciencia.<br />

Pitágoras había llegado a cumbre <strong>del</strong> sacerdocio egipcio y pensaba<br />

quizá en volver a Grecia, cuando la guerra estalló sobre la cuenca <strong>del</strong> Nilo con<br />

todos sus horrores, arrastrando al iniciado de Osiris en un nuevo torbellino.<br />

Hacía largo tiempo que los déspotas <strong>del</strong> Asia meditaban la pérdida de Egipto.<br />

Sus asaltos repetidos durante siglos habían fracasado ante la energía de los<br />

faraones. Pero el inmemorial reino, asilo de la ciencia de Hermes, no podía<br />

durar eternamente. El hijo <strong>del</strong> vencedor de Babilonia, Cambises, se lanzó<br />

sobre Egipto con sus ejércitos innumerables y hambrientos como nubes de<br />

langosta, y puso fin a la institución <strong>del</strong> faraonado, cuyo origen se perdía en la<br />

noche de los tiempos. A los ojos de los sabios era una catástrofe para el<br />

mundo entero. Hasta entonces, Egipto había cubierto a Europa contra el Asia.<br />

Su influencia protectora se extendía aún sobre toda la cuenca <strong>del</strong> Mediterráneo<br />

por los templos de Fenicia, de Grecia y de Etruria, con los cuales el alto<br />

sacerdocio egipcio estaba en constante relación. Una vez derribada aquella<br />

muralla, el Toro iba a lanzarse, con la cabeza baja, sobre las orillas de la<br />

Helenia. Pitágoras vio, pues, a Cambises invadir Egipto. Pudo ver al déspota<br />

persa, digno heredero de los malvados reyes de Ninive y Babilonia, saquear<br />

los templos de Memfis y de Tebas y destruir el de Hammón. Pudo ver al farón<br />

Psammético conducido ante Cambises, cargado de cadenas, colocado sobre un<br />

montículo alrededor <strong>del</strong> cual hicieron colocar a los sacerdotes, a las<br />

principales familias y a la corte <strong>del</strong> rey. Pudo ver a la hija <strong>del</strong> Faraón vestida<br />

de harapos y seguida por todas sus damas de honor igualmente disfrazadas; al<br />

príncipe real y dos mil jóvenes con la mordaza en la boca y el ronzal al cuello<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

antes de ser decapitados; al faraón Psammético conteniendo sus sollozos ante<br />

aquella horrible escena, y al infame Cambises, sentado en su trono,<br />

regocijándose <strong>del</strong> dolor de su adversario vencido. Cruel, aunque instructiva<br />

lección de la historia, después de las lecciones de la ciencia. ¡Qué imagen de<br />

la naturaleza animal desencadenada en el hombre, produciendo un tal<br />

monstruo <strong>del</strong> despotismo que pisotea todo e impone a la humanidad el reino<br />

<strong>del</strong> más implacable destino por su repugnante apoteosis!.<br />

Cambises hizo transportar a Pitágoras a Babilonia con una parte <strong>del</strong><br />

sacerdocio egipcio, y le internó en aquel país. (Jámblico cuenta este hecho en<br />

su Vida de Pitágoras). Aquella ciudad colocal, que Aristóteles compara a un<br />

país rodeado de murallas, ofrecía entonces un inmenso campo de observación.<br />

La antigua Babel, la gran prostituta de los profetas hebreos, era más que<br />

nunca, después de la conquista persa, un pandemonium de pueblo, de lenguas,<br />

de cultos y de religiones, en medio de los cuales el despotismo asiático eleva<br />

su torre vertiginosa. Según las tradiciones persas, su fundación remontaba a la<br />

legendaria Semíramis. Ella fue, se decía, quien había construido su<br />

monstruoso recinto de ochenta y cinco kilómetros de perímetro: el Imgum Bel,<br />

sus murallas donde dos carros podían correr de frente, sus terrazas<br />

superpuestas, sus palacios macizos con relieves polícromos, sus templos<br />

soportados por elefantes de piedra y rematados por dragones multicolores. Allí<br />

se había sucedido la serie de los déspotas que habían tiranizado la Caldea, la<br />

Asiria, Persia, una parte de Tartaria, la Judea, la Siria y el Asia Menor. Allí<br />

fue donde Nebukadnetzar, el asesino de los magos, había llevado cautivo al<br />

pueblo judío, que continuaba practicando su culto en un rincón de la inmensa<br />

ciudad en que Londres hubiera cabido cuatro veces. <strong>Los</strong> judíos habían dado al<br />

gran rey un ministro poderoso en la persona <strong>del</strong> profeta Daniel. Con Baltasar,<br />

hijo de Nebukadnetzar, los muros de la vieja Babel se habían derrumbado al<br />

fin, bajo los golpes vengadores de Ciro; y Babilonia pasó durante varios siglos<br />

bajo la dominación persa. Por esta serie de acontecimientos anteriores al<br />

momento en que Pitágoras llegó, tres religiones diferentes se codean en el alto<br />

sacerdocio de Babilonia: los antiguos ascerdotes Caldeos, los supervivientes<br />

<strong>del</strong> magismo persa y la flor de la cautividad judía. Lo que prueba que estos<br />

diversos sacerdocios se entendían entre sí por el lado esotérico, es<br />

precisamente el papel de Daniel, quien, continuando en su afirmación <strong>del</strong> Dios<br />

de Moisés, fue primer ministro bajo Nebukadnetzar, Baltasar y Ciro.<br />

Pitágoras debió ensanchar su horizonte ya tan vasto al estudiar aquellas<br />

doctrinas, aquellas religiones y aquellos cultos, cuya síntesis conservaban aún<br />

algunos iniciados. Pudo profundizar en Babilonia los conocimientos de los<br />

216


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

magos, herederos de Zoroastro. Si los sacerdotes egipcios poseían solos las<br />

claves universales de las ciencias sagradas, los magos persas tenían la<br />

reputación de haber ido más lejos en la práctica de ciertas artes. Ellos se<br />

atribuían el manejo de esos poderes ocultos de la naturaleza que se llaman el<br />

fuego pantomorfo y la luz astral. En sus templos, se decía, se originaban las<br />

nieblas en plena luz, las lámparas se encendían por sí mismas, se veía irradiar<br />

a los Dioses y se oía retumbar el trueno. <strong>Los</strong> magos llamaban león celeste a<br />

aquel fuego incorpóreo, agente generador de la electricidad, que sabían<br />

condensar o disipar a placer, y serpientes a las corrientes eléctricas de la<br />

atmósfera, magnéticas de la tierra, que pretendían dirigir como flechas sobre<br />

los hombres. Ellos habían también hecho un estudio especial <strong>del</strong> poder<br />

sugestivo, atractivo y creador <strong>del</strong> verbo humano. Empleaban para la evocación<br />

de los espíritus formularios graduados y tomados de los más viejos idiomas de<br />

la tierra. He aquí la razón que de ello daban: “No cambies nada a los nombres<br />

bárbaros de la evocación, porque ellos son los nombres panteísticos de Dios;<br />

ellos están imanados por las adoraciones de una multitud y su<br />

poder es inefable”. (Oráculos de Zoroastro recogidos en la teurgia de<br />

Proclo). Estas evocaciones practicadas en medio de las purificaciones y de las<br />

oraciones eran, a propiamente hablar, lo que más tarde se llamó magia blanca.<br />

Pitágoras penetró, pues, en Babilonia en los arcanos de la antigua<br />

magia. Al mismo tiempo, en aquel antro <strong>del</strong> despotismo, vio otro espectáculo:<br />

sobre los restos de las ruinosas religiones <strong>del</strong> Oriente, por encima de su<br />

sacerdocio degenerado y pobre, un grupo de intrépidos iniciados, unidos en<br />

apretado haz, defendían su ciencia, su fe y, tanto como podían, la justicia. En<br />

pie frente a los déspotas, como Daniel en el foso de los leones, siempre en<br />

peligro de ser devorados, fascinaban y domaban a la bestia feroz <strong>del</strong> poder<br />

absoluto por su poder intelectual, y le disputaban el terreno palmo a palmo.<br />

Después de su iniciación egipcia y caldea, el hijo de Samos sabía<br />

mucho más que sus maestros de física y que cualquier otro griego de su<br />

tiempo, sacerdote o laico. Conocía los principios eternos <strong>del</strong> universo y sus<br />

aplicaciones. La naturaleza le había abierto sus abismos; los velos groseros de<br />

la materia se habían desgarrado a sus ojos para mostrarle las esferas<br />

maravillosas de la natura y de la humanidad espiritualizada. En el templo de<br />

Neith-Isis en Memfis, en el de Bel de Babilonia había aprendido muchos<br />

secretos sobre el pasado de las religiones, sobre la historia de los continentes y<br />

de las razas. Había podido comparar las ventajas e inconvenientes <strong>del</strong><br />

monoteísmo judío, <strong>del</strong> politeísmo griego, <strong>del</strong> trinitarismo indio y <strong>del</strong> dualismo<br />

persa. Sabía que todas esas religiones eran rayos de una misma verdad,<br />

217


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

tamizados por diversos grados de inteligencia y para diferentes estados<br />

sociales. Tenía la clave, es decir, la síntesis de todas esas doctrinas, en la<br />

ciencia esotérica. Su mirada abarcaba el pasado y, sumergiéndose en el<br />

porvenir, debía juzgar el presente con lucidez singular. Su experiencia le<br />

mostraba a la humanidad amenazada por los más grandes azotes, por la<br />

ignorancia de los sacerdotes, el materialismo de los sabios y la indisciplina de<br />

las democracias. En medio <strong>del</strong> relajamiento universal, veía engrandecerse el<br />

despotismo asiático; y de aquella nube negra un ciclón formidable iba a<br />

lanzarse sobre la indefensa Europa.<br />

Era pues tiempo de volver a Grecia, de cumplir su misión, de comenzar<br />

su obra.<br />

Pitágoras había estado internado en Babilonia durante doce años. Para<br />

salir de allí era preciso una orden <strong>del</strong> rey de los Persas. Un compatriota,<br />

Demócedes, el médico <strong>del</strong> rey, intercedió en su favor y obtuvo la libertad <strong>del</strong><br />

filósofo. Pitágoras volvió pues a Samos, después de treinta y cuatro años de<br />

ausencia, encontrando a su patria aplastada bajo un sátrapa <strong>del</strong> gran rey.<br />

Escuelas y templos estaban cerrados; poetas y sabios habían huído como una<br />

bandada de golondrinas, ante el cesarismo persa. Al menos tuvo el consuelo<br />

de recoger el último suspiro de su primer maestro Hermodamas, y de<br />

encontrar a su madre Parthenis, la única que no había dudado de su vuelta.<br />

Porque todo el mundo había creído en la muerte <strong>del</strong> hijo aventurero <strong>del</strong> joyero<br />

de Samos. Pero ella nunca había dudado <strong>del</strong> oráculo de Apolo. Ella<br />

comprendía que bajo sus vestiduras blancas de sacerdote egipcio, su hijo se<br />

preparaba para una alta misión. Ella sabía que <strong>del</strong> templo de Neith-Isis saldría<br />

el maestro bienhechor, el profeta luminoso con que había soñado en el sagrado<br />

bosque de Delfos, y que el hierofonte de Adonai le había prometido bajo los<br />

cedros <strong>del</strong> Líbano.<br />

Y ahora, una barca ligera llevaba, sobre las ondas azuladas de las<br />

Cíclades, a aquella madre y a aquel hijo hacia un nuevo destierro. Huían con<br />

todo su haber de Samos, oprimido y perdido. Se hacían a la vela para la<br />

Grecia. No eran las coronas olímpicas ni los laureles <strong>del</strong> poeta lo que tentaba<br />

al hijo de Parthenis. Su obra era más misteriosa y más grande: despertar el<br />

alma dormida de los dioses en los santuarios; devolver su fuerza y su prestigio<br />

al templo de Apolo; y luego, fundar en alguna parte una escuela de ciencia y<br />

de vida, de donde salieran, no políticos y sofistas, sino hombres y mujeres<br />

iniciados, madres verdaderas y héroes puros.<br />

218


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

III<br />

EL TEMPLO DE DELFOS - LA CIENCIA APOLINEA<br />

TEORÍA DE LA ADIVINACIÓN - LA PITONISA<br />

TEOCLEA<br />

De la llanura de Fócida se subía a las alegres praderas que bordean las<br />

orillas de Plistios y el viajero después se introducía entre altas montañas en un<br />

valle tortuoso, que a cada paso se volvía más estrecho; el país, más grandioso<br />

y más desolado. Se alcanzaba al fin un circo de montañas abruptas coronadas<br />

por picachos salvajes, verdadero embudo de electricidad, cubierto por<br />

frecuentes tempestades. Bruscamente, en el fondo de la garganta sombría,<br />

aparecía la ciudad de Delfos como un nido de águilas, sobre su roca rodeada<br />

de precipicios y dominada por las dos cimas <strong>del</strong> Parnaso. Desde lejos se veían<br />

chispear las Victorias y los caballos de bronce, las innumerables estatuas de<br />

oro escalonadas sobre la vía sacra y alineadas como una guarida de héroes y<br />

de Dioses alrededor <strong>del</strong> templo dórico de Phoibos Apolo.<br />

Era el lugar más santo de Grecia. Allí profetizaba la Pitonisa; allí se<br />

reunían los Anfictiones; allí todos los pueblos helénicos habían elevado<br />

alrededor <strong>del</strong> santuario capillas que contenían tesoros de ofrendas. Allí, teorías<br />

de hombres, de mujeres y de niños, llegadas de lejos, subían la vía sacra para<br />

saludar al Dios de la Luz. La religión había consagrado Delfos desde tiempo<br />

inmemorial a la veneración de los pueblos. Su situación central en Grecia, su<br />

peñasco al abrigo de los golpes de mano y fácil de defender, habían<br />

contribuido a ello. El lugar era propio para excitar la imaginación: una<br />

particularidad le dio su prestigio. En una caverna detrás <strong>del</strong> templo, se abría<br />

una grieta de donde salían vapores fríos que provocaban, a lo que se decía, la<br />

inspiración y el éxtasis. Plutarco cuenta que en tiempos muy remotos, un<br />

pastor que se había sentado al borde de aquella grieta, se puso a profetizar. Al<br />

pronto le creyeron loco; pero habiéndose realizado sus predicciones, se prestó<br />

atención al hecho. <strong>Los</strong> sacerdotes se apoderaron de ello y consagraron el lugar<br />

a la divinidad. De ahí la institución de la Pitonisa, que se sentaba sobre la<br />

grieta, en un trípode. <strong>Los</strong> vapores que salían <strong>del</strong> abismo le producían<br />

convulsiones, crisis extrañas, y provocaban en ella esa segunda vista que se<br />

comprueba en los casos notables de sonambulismo. Esquilo, cuyas<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

afirmaciones tienen peso, puesto que era hijo de un sacerdote de Eleusis e<br />

iniciado, Esquilo nos dice en Las Euménides por boca de la Pitonisa, que<br />

Delfos había sido al principio consagrado a la Tierra, después a Temis (la<br />

Justicia), luego a Febea (la luna mediadora), y por fin a Apolo, el Dios solar.<br />

Cada uno de estos nombres representa en el simbolismo de los templos, largos<br />

períodos, y abarca siglos. Pero la celebridad de Delfos data de Apolo. “Júpiter<br />

— decían los poetas —, queriendo conocer el centro de la tierra, hizo partir<br />

dos águilas <strong>del</strong> Levante y <strong>del</strong> Poniente. Ellas se encontraron en Delfos”. ¿De<br />

dónde viene ese prestigio, esa autoridad universal e incontestada que hizo de<br />

Apolo el Dios griego por excelencia, y hace que haya guardado para nosotros<br />

mismos una radiación inexplicable?.<br />

La historia nada nos dice sobre este punto importante. Interrogad a los<br />

oradores, a los poetas, a los filósofos, y no os darán más que superficiales<br />

explicaciones. La verdadera respuesta a esta cuestión quedó en el fondo <strong>del</strong><br />

templo. Tratemos de penetrar en él.<br />

En el pensamiento órfico, Dionisos y Apolo eran dos revelaciones<br />

diversas de la misma divinidad. Dionisos representaba la verdad esotérica, el<br />

fondo y el interior de las cosas, abierto a los únicos iniciados. Él contenía los<br />

misterios de la vida, las existencias pasadas y futuras, las relaciones <strong>del</strong> alma y<br />

<strong>del</strong> cuerpo, <strong>del</strong> cielo y de la tierra. Apolo personificaba la misma verdad<br />

aplicada a la vida terrestre y al orden social. Inspirador de la poesía, de la<br />

medicina y de las leyes, él era la ciencia por la adivinación; la belleza por el<br />

arte; la paz de los pueblos por la justicia, y la armonía <strong>del</strong> cuerpo y <strong>del</strong> alma<br />

por la purificación. En una palabra: para el iniciado, Dionisos no significaba<br />

nada menos que el espíritu divino en evolución en el Universo, y Apolo su<br />

manifestación en el hombre terrestre. <strong>Los</strong> sacerdotes habían hecho<br />

comprender esto al pueblo por medio de una leyenda. Ellos le habían dicho<br />

que en tiempo de Orfeo, Baco y Apolo se habían disputado el trípode de<br />

Delfos. Baco lo había cedido de buen grado a su hermano y se había retirado a<br />

una de las cimas <strong>del</strong> Parnaso, donde las mujeres Tebanas celebraban sus<br />

misterios. En realidad, los dos grandes hijos de Júpiter se repartían el imperio<br />

<strong>del</strong> mundo. Uno reinaba sobre el misterioso más allá; otro sobre los vivos.<br />

Volvemos, pues, a encontrar en Apolo el Verbo solar, la Palabra<br />

Universal, el Gran Mediador, el Vishnú de los Indos, el Mithras de los Persas,<br />

el Horus de los Egipcios. Pero las viejas ideas <strong>del</strong> esoterismo asiático<br />

revistieron en la leyenda de Apolo una belleza plástica, un esplendor incisivo,<br />

que las hizo penetrar más profundamente en la conciencia humana, como las<br />

flechas <strong>del</strong> Dios: “serpientes de alas blancas, que saltan de su arco de oro”,<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

dice Esquilo.<br />

Apolo brotó de la gran noche en Delfos: todas las diosas saludan su<br />

nacimiento; él marcha; coge el arco y la lira; sus bucles flotan al aire; su<br />

carcax resuena en sus hombros, y el mar palpita de él, y toda la isla<br />

resplandece de él en un baño de llama y oro. Es la epifanía de la luz divina,<br />

que por su augusta presencia crea el orden, el esplendor y la armonía, de los<br />

que la poesía es un eco maravilloso. El Dios va a Delfos y traspasa con sus<br />

flechas a una monstruosa serpiente que desolaba la comarca; sanea el país y<br />

funda un templo, imagen de la victoria de esta luz divina sobre las tinieblas y<br />

el mal. En las religiones antiguas, la serpiente simboliza a la vez el círculo<br />

fatal de la vida y el mal que de ello resulta. Y sin embargo, de esta vida<br />

comprendida y dominada sale el conocimiento. Apolo, matador de la<br />

serpiente, es el símbolo <strong>del</strong> iniciado que traspasa la naturaleza por la ciencia,<br />

la domina por su voluntad, y rompiendo el círculo fatídico de la carne, sube en<br />

el esplendor <strong>del</strong> espíritu, mientras que los trozos quebrados de la animalidad<br />

humana se retuercen en la arena. He ahí por qué Apolo es el maestro de las<br />

expiaciones, de las purificaciones <strong>del</strong> alma y <strong>del</strong> cuerpo. Salpicado por la<br />

sangre <strong>del</strong> monstruo, ha expiado, se ha purificado en un destierro de ocho<br />

años, bajo los laureles amargos y salubres <strong>del</strong> valle de Tempé. Apolo,<br />

educador de los hombres, gusta de habitar en medio de ellos; se solaza en las<br />

ciudades, entre la juventud masculina, en las luchas de la poesía y de la<br />

palestra; pero sólo temporalmente vive en ellas. En otoño vuelve a su patria, al<br />

país de los Hiperbóreos. Es el pueblo misterioso de las almas luminosas y<br />

transparentes que viven en la eterna aurora de una felicidad perfecta. Allí están<br />

sus verdaderos sacerdotes y sus amadas sacerdotisas. Él vive con ellos en una<br />

comunidad íntima y profunda; y cuando quiere hacer un don real a los<br />

hombres, les trae al país de los Hiperbóreos una de esas grandes almas<br />

luminosas, y la hace nacer sobre la tierra para enseñar y encantar a los<br />

mortales. Él, entre tanto, vuelve a Delfos todas las primaveras cuando se<br />

cantan los himnos. Él llega, visible a los iniciados sólo, en su blancura<br />

hiperbórea, sobre un carro arrastrado por cisnes melodiosos. Él vuelve a<br />

habitar en el santuario, donde la Pitonisa transmite sus oráculos, donde le<br />

escuchan los sabios y los poetas. Entonces, los ruiseñores cantan; la fuente de<br />

Castalia hierve a borbotones de plata; los efluvios de una luz deslumbradora y<br />

de una música celeste penetran en el corazón <strong>del</strong> hombre y hasta en las venas<br />

de la Naturaleza.<br />

En esa leyenda de los Hiperbóreos, apunta en rayos brillantes el fondo<br />

esotérico <strong>del</strong> mito de Apolo. El país de los Hiperbóreos es el más allá: el<br />

221


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

empíreo de las almas victoriosas, cuyas auroras astrales iluminan las zonas<br />

multicolores. Apolo mismo personifica la luz inmaterial e inteligible, de la que<br />

el Sol es sólo una imagen física, y de donde fluye toda verdad. <strong>Los</strong> cisnes<br />

maravillosos que le traen, son los poetas, los divinos genios, mensajeros de su<br />

grande alma solar, que dejan tras ellos escalofríos de luz y de melodía. Apolo<br />

hiperbóreo personifica el descenso <strong>del</strong> cielo sobre la tierra, la encarnación de<br />

la belleza espiritual en la sangre y la carne, el aflujo de la verdad trascendente<br />

por la inspiración y la adivinación.<br />

Más es tiempo de levantar el velo dorado de las leyendas y de penetrar<br />

en el templo mismo. ¿Cómo se ejercía en él la acción divina?. Tocamos aquí a<br />

los arcanos de la ciencia apolónica y de los misterios de Delfos. Un lazo<br />

profundo unía en la antigüedad la adivinación a los cultos solares, y ésta es la<br />

llave de oro de todos los misterios llamados mágicos.<br />

La adoración <strong>del</strong> hombre ario fue desde el principio de la civilización<br />

hacia el sol, como fuente de la luz, <strong>del</strong> calor y de la vida. Pero cuando el<br />

pensamiento de los sabios se elevó <strong>del</strong> fenómeno a la causa, concibieron tras<br />

aquel fuego sensible y aquella luz visible, un fuego inmaterial y una luz<br />

inteligible. Ellos intensificaron al primero con el principio viril, con el espíritu<br />

creador o la esencia intelectual <strong>del</strong> universo, y a la segunda con su principio<br />

femenino, su alma formadora, su substancia plástica. Esa intuición se remonta<br />

a un tiempo inmemorial. La concepción de que hablo se mezcla a las más<br />

viejas mitologías. Circula en los himnos védicos bajo la forma de Agni, el<br />

fuego universal que penetra todas las cosas. Florece en la religión de<br />

Zoroastro, en la que el culto de Mithras representa la parte esotérica. Zoroastro<br />

dice formalmente que el Eterno creó, por medio <strong>del</strong> Verbo vivo, la luz celeste,<br />

simiente de Ormuzd, principio de la luz material y <strong>del</strong> fuego material. Para el<br />

iniciado de Mithras, el sol no es más que un reflejo grosero de aquella luz. En<br />

su gruta oscura, cuya bóveda está pintada de estrellas, él invoca al sol de<br />

gracia, al fuego de amor vencedor <strong>del</strong> mal, reconciliador de Ormuzd y de<br />

Ahrimán, purificador y mediador, que habita en el alma de los santos profetas.<br />

En las criptas <strong>del</strong> Egipto, los iniciados buscan ese mismo sol bajo el nombre<br />

de Osiris. Cuando Hermes pide contemplar el origen de las cosas, se siente al<br />

principio sumergido en las ondas etéreas de una luz <strong>del</strong>iciosa, donde se<br />

mueven todas las formas vivientes. Luego, sumido en las tinieblas de la<br />

materia espesa, oye una voz y en ella reconoce la voz de la luz. Al mismo<br />

tiempo un fuego brota de las profundidades; en seguida el caos se ordena y se<br />

aclara. En el libro de los muertos de los Egipcios, las almas bogan<br />

penosamente hacia esa luz en la barca de Isis. Moisés ha adoptado plenamente<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

esta doctrina en el Génesis: “Aelohím dijo: Hágase la luz, y la luz se hizo”.<br />

Luego, la creación de la luz precede a la <strong>del</strong> sol y las estrellas. Eso quier decir<br />

que en el orden de los principios y de la cosmogonía, la luz inteligible precede<br />

a la luz material. <strong>Los</strong> Griegos, que fundieron en la forma humana y<br />

dramatizaron las más abstractas ideas, expresaron la misma doctrina en el mito<br />

de Apolo hiperbóreo.<br />

El espíritu humano llegó pues por la contemplación interna <strong>del</strong><br />

universo, desde el punto de vista <strong>del</strong> alma y de la inteligencia, a concebir una<br />

luz inteligible, un elemento imponderable sirviendo de intermediario entre la<br />

materia y el espíritu. Fácil sería el mostrar que los físicos modernos se<br />

aproximaron insensiblemente a la misma conclusión por un camino opuesto,<br />

es decir, buscando la constitución de la materia y viendo la imposibilidad de<br />

explicarla por sí misma. En el siglo XVI, Paracelso, estudiando las<br />

combinaciones químicas y las metamorfosis de los cuerpos, había llegado a<br />

admitir un agente universal y oculto por medio <strong>del</strong> que se operan. <strong>Los</strong> físicos<br />

de los siglos XVII y XVIII, que concibieron el universo como una máquina<br />

muerta, creyeron en el absoluto vacío de los espacios celestes. Sin embargo,<br />

cuando se reconoció que la luz no es la emisión de una materia radiante, sino<br />

la vibración de un elemento imponderable, se tuvo que admitir que el espacio<br />

entero está lleno de un flúido infinitamente sutil que penetra todos los cuerpos<br />

y por el cual se transmiten las ondas <strong>del</strong> calor y de la luz. Se volvía así a las<br />

ideas de la física y de la teosofía griegas. Newton, que había pasado su vida<br />

entera estudiando los movimientos de los cuerpos celestes, fue más lejos. El<br />

llamó a ese éter sensorium Dei, o el cerebro de Dios, es decir, el órgano por el<br />

cual el pensamiento divino obra en lo infinitamente grande como en lo<br />

infinitamente pequeño. (Como ya se dijo antes, la ciencia moderna ha<br />

desechado por completo la hipótesis <strong>del</strong> éter. Esto, también se dijo, sin<br />

perjuicio de la idea de un éter inmaterial. N. <strong>del</strong> T.). Al emitir esa idea que le<br />

parecía necesaria para explicar la simple rotación de los astros, ese gran físico<br />

nadaba en plena filosofía esotérica. El éter, que el pensamiento de Newton<br />

encontraba en los espacios, Paracelso lo había encontrado en el fondo de sus<br />

alambiques y lo había llamado luz astral. Más, ese flúido imponderable,<br />

aunque en todas partes presente, que penetra todo, ese agente sutil e<br />

indispensable, esa luz invisible a nuestros ojos, pero que está en el fondo de<br />

todos los centelleos y de todas las fosforescencias, un físico alemán lo<br />

descubrió en una serie de experiencias sabiamente ordenadas. Reichenbach<br />

había notado que los sujetos de una fibra nerviosa muy sensible, colocada ante<br />

una cámara perfectamente oscura, frente a un imán, veía en sus dos extremos<br />

223


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

fuertes rayos de luz roja, amarilla y azul. Esos rayos vibraban a veces con un<br />

movimiento ondulatorio. Continuó sus experiencias con toda clase de cuerpos,<br />

sobre todo con cristales. Alrededor de todos esos cuerpos, los sujetos sensibles<br />

vieron emanaciones luminosas. Alrededor de la cabeza de los hombres<br />

colocados en la cámara oscura, vieron rayos blancos; de sus dedos salían<br />

pequeñas llamas. En la primera fase de su sueño, los sonámbulos ven a veces a<br />

su magnetizador con esos mismos signos. La pura luz astral no aparece más<br />

que en el alto éxtasis; pero se polariza en todos los cuerpos, se combina con<br />

todos los flúidos terrestres y en el magnetismo animal. (Reichenbach ha<br />

llamado a ese flúido odyle. Su obra ha sido traducida al inglés por Gregory:<br />

Researches on magnetism, electricity, heat, light, cristalization and chemical<br />

attraction. Londres, 1850). El interés de las experiencias de Reichenbach está<br />

en haber hecho tocar con el dedo los límites y la transición de la visión física a<br />

la visión astral, que puede conducir a la visión espiritual. Ellas hacen también<br />

entrever los refinamientos infinitos de la materia imponderable. En esta vía,<br />

nada nos priva de concebirla tan flúida, tan sutil y penetrante; que venga a ser<br />

en algún modo homogénea al espíritu, y le sirva de vestidura perfecta.<br />

Acabamos de ver que la física moderna ha tenido que reconocer un<br />

agente universal imponderable para explicar el mundo, que ella ha demostrado<br />

su existencia y que de este modo ha entrado sin saberlo en las ideas teosóficas<br />

antiguas. Tratemos ahora de definir la naturaleza y la función <strong>del</strong> flúido<br />

cósmico, según la filosofía de lo oculto en todos los tiempos. Porque acerca de<br />

este principio capital de la Cosmogonía, Zoroastro concuerda con Heráclito,<br />

Pitágoras con San Pablo, los Cabalistas con Paracelso. Por todas partes reina<br />

Cibeles-Maia, la grande alma <strong>del</strong> mundo, la substancia vibrante y plástica que<br />

maneja a su grado el soplo <strong>del</strong> Espíritu creador. Sus océanos etéreos sirven de<br />

cemento entre todos los mundos. Ella es la grande mediadora entre lo invisible<br />

y lo visible. Condensada en masas enormes en la atmósfera, bajo la acción <strong>del</strong><br />

sol, estalla en el rayo. Bebida por la tierra, por ella circula en corrientes<br />

magnéticas. Sutilizada en el sistema nervioso <strong>del</strong> animal, transmite su<br />

voluntad a los miembros, sus sensaciones al cerebro. Aún más: ese flúido sutil<br />

forma organismos vivientes semejantes a los cuerpos materiales. Porque sirve<br />

de substancia al cuerpo astral <strong>del</strong> alma, vestidura luminosa que el espíritu se<br />

teje sin cesar a sí mismo. Según las almas que reviste, según los mundos que<br />

envuelve, ese flúido se transforma, se afina o se espesa. No corporiza<br />

solamente el espíritu y espiritualiza la materia, sino que refleja en su seno<br />

animado, las cosas, las voluntades y los pensamientos humanos en un<br />

perpetuo espejismo. La fuerza y la duración de estas imágenes es<br />

224


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

proporcionada a la intensidad de la voluntad que las produce. Y en verdad, no<br />

hay otro medio de explicar la sugestión y la transmisión <strong>del</strong> pensamiento a<br />

distancia: ese principio de la magia que hoy consta y es reconocido por la<br />

ciencia. (Véase el boletín de la Sociedad de Psicología fisiológica, presidida<br />

por Mr. Charcot, 1885. Véase, sobre todo, el hermoso libro de Mr.<br />

Ochorowicz, De la Sugestion mentale, París, 1887). De este modo, el pasado<br />

de los mundos tiembla en la luz astral en imágenes inciertas y el porvenir se<br />

pasea en ella con las almas vivientes que el ineludible destino fuerza a<br />

descender a la carne. He aquí el sentido <strong>del</strong> velo de Isis y <strong>del</strong> manto de<br />

Cibeles, en el que están tejidos todos los seres.<br />

Se ve ahora que la doctrina teosófica de la luz astral es idéntica a la<br />

doctrina secreta <strong>del</strong> verbo solar en las regiones <strong>del</strong> Oriente y de la Grecia. Se<br />

ve también cómo esta doctrina se liga a la de la adivinación. La luz astral se<br />

revela en ella como el médium universal de los fenómenos de visión y de<br />

éxtasis, y los explica. Ella es a la vez el vehículo que transmite los<br />

movimientos <strong>del</strong> pensamiento, y el espejo viviente donde el alma contempla<br />

las imágenes <strong>del</strong> mundo material y espiritual. Una vez transportado a aquel<br />

elemento, el espíritu <strong>del</strong> vidente sale de las condiciones corporales. La medida<br />

<strong>del</strong> tiempo y <strong>del</strong> espacio cambia para él. Él participa en algún modo de la<br />

ubicuidad <strong>del</strong> flúido universal. La materia opaca se vuelve para él<br />

transparente; y el alma, desagregándose <strong>del</strong> cuerpo, elevándose en su propia<br />

luz, llega por el éxtasis a penetrar en el mundo espiritual, a ver las almas<br />

revestidas de sus cuerpos etéreos y a comunicar con ellas. Todos los antiguos<br />

iniciados tenían la idea neta de esta segunda vista, o vista directa <strong>del</strong> espíritu.<br />

Testigo Esquilo, que hace decir a la sombra de Clytemnestra: “Mira esas<br />

heridas, tu espíritu cuando se duerme, tiene ojos más penetrantes; a la luz <strong>del</strong><br />

día, los mortales no abarcan un vasto campo con su vista”.<br />

Agreguemos que esa teoría de la clarividencia y <strong>del</strong> éxtasis se armoniza<br />

perfectamente con las numerosas experiencias científicas practicadas por<br />

sabios y médicos de este siglo sobre sonámbulos lúcidos y clarividentes de<br />

todas clases.<br />

(Hay sobre esta materia una literatura abundante, de valor muy<br />

desigual, en Francia, Alemania e Inglaterra. Citaremos dos obras en que<br />

esas cuestiones son tratadas científicamente por hombres dignos de fe).<br />

(1a. Letters on animal magnetism, de William Gregory; Londres,<br />

1850. — Gregory era profesor de química en la Universidad de Edimburgo.<br />

Su libro es un estudio profundo de los fenómenos <strong>del</strong> magnetismo animal,<br />

desde la sugestión hasta la visión a distancia y la clarividencia lúcida, sobre<br />

225


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

sujetos observados por él mismo, según el método científico y con una<br />

minuciosa exactitud).<br />

(2a. Die mystichen Erscheinungen der menschlichen Natur, de<br />

Maximiliam Perty; Leipzig, 1872. — Mr. Perty es profesor de filosofía y de<br />

medicina en la Universidad de Berna. Su libro ofrece un inmenso repertorio<br />

de todos los fenómenos ocultos que tienen algún valor histórico. El capítulo<br />

muy notable sobre la clarividencia (Schlafwachen), Volumen 1, contiene<br />

veinte historias de sonámbulas y cinco historias de sonámbulos, contadas<br />

por médicos que les han tratado. La de la clarividente Weiner, tratada por el<br />

autor, es de las más curiosas. — Véanse también los tratados de magnetismo<br />

de Dupotet, de Deleuze, y el libro interesantísimo Die Scherin von Prévorst,<br />

de Justinus Kerner).<br />

Teniendo en cuenta estos hechos contemporáneos, trataremos de<br />

caracterizar brevemente la sucesión de los estados psíquicos, desde la<br />

clarividencia simple hasta el éxtasis cataléptico.<br />

El estado de clarividencia, a lo que se deduce de miles de hechos bien<br />

comprobados, es un estado psíquico que difiere tanto <strong>del</strong> sueño como de la<br />

vigilia. Lejos de disminuir, las facultades <strong>del</strong> clarividente aumentan de un<br />

modo sorprendente. Su memoria es más precisa, su imaginación más viva, su<br />

inteligencia más despierta. En fin, y éste es un hecho capital, un sentido<br />

nuevo, que ya no es un sentido corporal, sino un sentido <strong>del</strong> alma, se ha<br />

desarrollado. No solamente los pensamientos <strong>del</strong> magnetizador se transmiten a<br />

él como en el simple fenómeno de la sugestión — que sale ya <strong>del</strong> plano físico<br />

— sino que el clarividente lee en el pensamiento de los que asisten a la<br />

experiencia, ve a través de las paredes, penetra a centenares de leguas en<br />

interiores donde nunca ha estado y en la vida íntima de gentes que no conocía.<br />

Sus ojos están cerrados y no puede ver nada, pero su espíritu ve más lejos y<br />

mejor que sus ojos abiertos, y parece viajar libremente en el espacio.<br />

(Ejemplos numerosos en Gregory. Cartas XVI, XVII y XVIII).<br />

En una palabra, si la clarividencia es un estado anormal desde el punto<br />

de vista <strong>del</strong> cuerpo, es un estado normal y superior desde el punto de vista <strong>del</strong><br />

espíritu. Porque su conciencia se ha vuelto más profunda, su visión más<br />

amplia. El yo continúa siendo el mismo, pero ha pasado a un plano superior,<br />

donde su mirada, libre de los órganos <strong>del</strong> cuerpo, abarca y penetra un más<br />

vasto horizonte.<br />

(El filósofo alemán Schelling había reconocido la importancia capital<br />

<strong>del</strong> sonambulismo en la cuestión de la inmortalidad <strong>del</strong> alma. Él observa<br />

que, en el sueño lúcido, se produce una elevación y una liberación relativa<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

<strong>del</strong> alma con respecto al cuerpo, tal como nunca tiene lugar en el estado<br />

normal. En los sonámbulos, todo anuncia la más elevada conciencia, como<br />

si todo su ser estuviera concentrado en un foco luminoso que reúne el<br />

pasado, el presente y el porvenir. Lejos de perder el recuerdo, el pasado se<br />

ilumina para ellos, el porvenir mismo se revela a veces en radio<br />

considerable. Si esto es posible en la vida terrestre — se pregunta Schelling<br />

—, ¿No es cierto que nuestra personalidad espiritual que nos sigue en la<br />

muerte, está presente ya en nosotros de un modo actual, que ella no nace<br />

entonces, que es simplemente libertada y se muestra en el momento en que<br />

no está ligada al mundo exterior por los sentidos?. El estado post mortem es,<br />

pues, más real que el estado terrestre. Porque, en esta vida, lo accidental,<br />

mezclándose a todo, paraliza en nosotros lo esencial. Schelling llama<br />

lisamente al estado futuro: clarividencia. El espíritu, desembarazado de todo<br />

lo que hay de accidental en la vida terrestre, se vuelve más vívido y más<br />

fuerte; el malvado se vuelve más malvado, el bueno mejor).<br />

(Recientemente, Mr. Charles Du Prel ha sostenido la misma tesis con<br />

gran riqueza de hechos y puntos de vista, en un hermoso libro: Philosophie<br />

der Mystik (1886). El parte ele este hecho: “La conciencia <strong>del</strong> yo no agota<br />

su objeto. El alma y la conciencia no son dos términos adecuados; no se<br />

cubren, porque no tienen igual extensión. La esfera <strong>del</strong> alma rebasa con<br />

mucho la de la conciencia”. Hay, pues, en nosotros un yo latente. Ese yo<br />

latente que se manifiesta en el ensueño y en el sueño, es el verdadero yo,<br />

supraterrestre y trascendente, cuya existencia ha precedido a nuestro yo<br />

terrestre, ligado al cuerpo. El yo terrestre es perecedero; el yo trascendente<br />

es inmortal. He aquí por qué San Pablo ha dicho: “Desde esta tierra,<br />

marchamos por el cielo”).<br />

Hay que notar que ciertos sonámbulos, al sufrir los pases <strong>del</strong><br />

magnetizador, se sienten inundados de una luz más y más deslumbradora,<br />

mientras que el despertar les parece una penosa vuelta a las tinieblas.<br />

La sugestión, la lectura en el pensamiento y la vista a distancia, son<br />

hechos que prueban ya la existencia independiente <strong>del</strong> alma y nos transportan<br />

sobre el plano físico <strong>del</strong> Universo, sin hacernos salir de él por completo. Pero<br />

la clarividencia tiene infinitas variedades y una escala de estados diversos<br />

mucho más extensa que la de la vigilia. A medida que se asciende, los<br />

fenómenos se vuelven más raros y más extraordinarios. No citemos más que<br />

las principales etapas. La retrospección es una visión de los acontecimientos<br />

pasados conservados en la luz astral y reavivados por la simpatía <strong>del</strong> vidente.<br />

La adivinación propiamente dicha, es una visión problemática de las cosas<br />

227


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

futuras, bien por una introspección <strong>del</strong> pensamiento de los vivos que contiene<br />

en germen las acciones futuras, bien por la influencia oculta de espíritus<br />

superiores que desarrollan el porvenir en imágenes vivas ante el alma <strong>del</strong><br />

clarividente. En los dos casos son proyecciones de pensamientos en la luz<br />

astral. En fin, el éxtasis se define como una visión <strong>del</strong> mundo espiritual, en<br />

que espíritus buenos o malos aparecen al vidente bajo forma humana y<br />

comunican con él. El alma parece realmente transportada fuera <strong>del</strong> cuerpo, que<br />

la vida casi ha dejado y que se agarrota en una catalepsia vecina de la muerte.<br />

Nada puede igualar, según las narraciones de los grandes extáticos, a la<br />

belleza y esplendor de esas visiones, ni al sentimiento de inefable fusión con<br />

la esencia divina, que de ellas traen, como una embriaguez de luz y de música.<br />

Se puede dudar de la realidad esas visiones. Pero es preciso añadir que si en el<br />

estado medio de la clarividencia, el alma tiene una percepción justa de los<br />

lugares lejanos y de los ausentes, es lógico admitir que, en su más alta<br />

exaltación, pueda tener la visión una realidad superior e inmaterial.<br />

Será, según nosotros, la labor <strong>del</strong> porvenir, devolver a las facultades<br />

trascendentes <strong>del</strong> alma humana su dignidad y su función social,<br />

reorganizándolas bajo la fiscalización de la ciencia y sobre las bases de una<br />

religión verdaderamente universal, abierta a todas las verdades. Entonces la<br />

ciencia, regenerada por la verdadera fe y por el espíritu de caridad, alcanzará,<br />

con los ojos abiertos, a esas esferas en que la filosofía especulativa yerra con<br />

los ojos vendados y tanteando. Sí, la ciencia se volverá vidente y redentora, a<br />

medida que aumente en ella la conciencia y el amor a la humanidad. Y quizá<br />

sea por “la puerta <strong>del</strong> ensueño y de los sueños”, como decía el viejo Homero,<br />

por donde la divina Psiquis, desterrada de nuestra civilización y que llora en<br />

silencio bajo su velo, vuelva a la posesión sus altares.<br />

Sea de ello lo que quiera, los fenómenos de clarividencia, observados en<br />

todas sus fases por sabios y médicos <strong>del</strong> siglo XIX, lanzan una nueva luz<br />

sobre el papel de la adivinación en la antigüedad, y sobre una multitud de<br />

fenómenos, en apariencia sobrenaturales, que contienen los anales de todos los<br />

pueblos. Ciertamente, es indispensable <strong>del</strong>imitar la parte que pueda haber de<br />

leyenda y de historia, de alucinación o de visión verdadera. Pero la psicología<br />

experimental de nuestros días nos enseña a no rechazar en masa hechos que<br />

están en la posibilidad de la naturaleza humana, a a estudiarlos desde el punto<br />

de vista de las leves comprobadas. Si la clarividencia es una facultad <strong>del</strong> alma,<br />

ya no hay derecho a rechazar pura y simplemente al dominio de la<br />

superstición, a los profetas, oráculos y sibilas. La adivinación ha podido ser<br />

conocida y practicada en los templos antiguos con principios fijos, con un fin<br />

228


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

social y religioso. El estudio comparado de las religiones y de las tradiciones<br />

esotéricas, muestra que esos principios fueron los mismos en todas partes,<br />

aunque su aplicación haya variado de un modo infinito. Lo que ha<br />

desacreditado el arte de la adivinación, es que su corrupción ha dado lugar a<br />

los peores abusos, y que sus hermosas manifestaciones sólo son posibles en<br />

seres de una grandeza de alma y pureza excepcionales.<br />

La adivinación tal como se ejercía en Delfos, estaba fundada sobre los<br />

principios que acabamos de exponer y la organización interior <strong>del</strong> templo, a<br />

ellos correspondía. Como en los grandes templos de Egipto, ella se componía<br />

de un arte y de una ciencia. El arte consistía en penetrar en lo lejano, el pasado<br />

y el porvenir, por medio de la clarividencia o el éxtasis profético; la ciencia<br />

calculaba el porvenir según las leyes de la evolución universal. Arte y ciencia<br />

se comprobaban recíprocamente. Nada diremos de aquella ciencia llamada por<br />

los antiguos genethlialogía de la cual la astrología de la Edad Media no es más<br />

que un fragmento imperfectamente comprendido, a no ser que suponía la<br />

enciclopedia esotérica aplicada al porvenir de los pueblos y de los individuos.<br />

Muy útil como orientación, siempre fue muy problemática en su aplicación y<br />

sólo los espíritus de primer orden supieron hacer uso de ella. Pitágoras la<br />

había profundizado en Egipto. En Grecia se ejercía la adivinación con datos<br />

menos completos y menos precisos. Por el contrario, el arte, la clarividencia y<br />

la profecía, habían sido lanzados bastante lejos.<br />

Se sabe que este arte se ejercía en Delfos por medio de mujeres jóvenes<br />

y ancianas llamadas Pitias o Pitonisas, que jugaban el papel pasivo de<br />

sonámbulas clarividentes. <strong>Los</strong> sacerdotes interpretaban, traducían, arreglaban<br />

sus oráculos, con frecuencia confusos, según sus propias luces. <strong>Los</strong><br />

historiadores modernos no an visto casi más en la institución de Delfos, que la<br />

explotación de las supersticiones por un charlatanismo inteligente. Pero<br />

además <strong>del</strong> asentimiento de toda la filosofía antigua a la ciencia adivinatoria<br />

de Delfos, varios oráculos contados por Herodoto, como los de Creso y los de<br />

la batalla de Salamina, hablan en su favor. Sin duda aquel arte tuvo su<br />

principio, su florecimiento y su decadencia. El charlatanismo y la corrupción<br />

terminaron por mezclarse en ellos, testigo el rey Cleomeno que corrompió a la<br />

superiora de las sacerdotisas de Delfos para privar <strong>del</strong> trono a Demarato.<br />

Plutarco ha escrito un tratado para buscar las razones de la decadencia de los<br />

oráculos, y esa degeneración fue sentida como una desgracia por toda la<br />

sociedad antigua. En la época precedente, la adivinación fue cultivada con una<br />

sinceridad religiosa y una profundidad científica que la elevaron a la altura de<br />

un verdadero sacerdocio. Se leía sobre el frontis <strong>del</strong> templo la inscripción<br />

229


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

siguiente: “Conócete a ti mismo”, y esta otra sobre la puerta de entrada: “No<br />

se aproxime aquí quien no sea puro”. Estas palabras decían a quien llegaba,<br />

que las pasiones, las mentiras, las hipocresías terrestres no debían pasar el<br />

umbral <strong>del</strong> santuario, y que, en el interior, la verdad divina reinaba con<br />

majestad temible. Pitágoras sólo fue a Delfos después que hubo visitado todos<br />

los templos de Grecia. Se había detenido con Epiménides en el santuario de<br />

Júpiter; había asistido a los juegos olímpicos; había presidido los misterios de<br />

Eleusís, donde el hierofante le había cedido su sitio. En todas partes le habían<br />

recibido como maestro. Le esperaban en Delfos. El arte adivinatorio<br />

languidecía y Pitágoras quería devolverle su profundidad, su fuerza y su<br />

prestigio. Iba, pues, a aquel santuario más bien para ilustrar a sus intérpretes<br />

que para consultar a Apolo; iba a caldear su entusiasmo y a despertar su<br />

energía. Dirigirlos era dirigir el alma de Grecia y preparar su porvenir.<br />

Felizmente encontró en el templo un instrumento maravilloso, que un<br />

designio providencia parecía haberle reservado.<br />

La joven Teoclea pertenecía al colegio de las sacerdotisas de Apolo.<br />

Procedía de una de esas familias en que la dignidad sacerdotal era hereditaria.<br />

Las grandes impresiones <strong>del</strong> santuario, las ceremonias <strong>del</strong> culto, los coros, las<br />

fiestas de Apolo pítico e hiperbóreo habían alimentado su infancia. Se la<br />

imagina como una de esas jóvenes que tienen una aversión innata e intensiva<br />

para lo que atrae a las otras. Ellas no aman a Ceres y temen a Venus. Porque la<br />

pesada atmósfera terrestre las inquieta, y el amor físico vagamente entrevisto<br />

les parece una violación <strong>del</strong> alma, un rompimiento de su ser intacto y virginal.<br />

Por el contrario, ellas son sensibles de una manera extraña a corrientes<br />

misteriosas e influencias astrales. Cuando la luna daba en los sombríos<br />

bosquecillos de la fuente de Castalia, Teoclea veía deslizarse allí formas<br />

blanquecinas. En pleno día, oía voces. Cuando se exponía a los rayos <strong>del</strong> sol<br />

naciente, su vibración la sumergía en una especie de éxtasis, en que oía coros<br />

invisibles. Sin embargo, era muy insensible a las idolatrías populares <strong>del</strong> culto.<br />

Las estatuas la dejaban indiferente, tenía horror a los sacrificios de animales.<br />

No hablaba a nadie de las apariciones que turbaban su sueño. Ella sentía con<br />

el instinto de las clarividentes que los sacerdotes de Apolo no poseían la<br />

suprema luz de que tenía necesidad. Éstos, sin embargo, tenían la mirada fija<br />

sobre ella para decidirla a ser Pitonisa. Ella se sentía como atraída por un<br />

mundo superior, <strong>del</strong> que no tenía la clave. ¿Qué eran aquellos dioses que se<br />

apoderaban de ella y la estremecían?. Quería saberlo antes de entregarse.<br />

Porque las grandes almas tienen necesidad de ver claro, aun al abandonarse a<br />

las potencias divinas.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

¡Qué profundo temblor, qué presentimiento misterioso debió agitar el<br />

alma de Teoclea cuando vio por vez primera a Pitágoras y oyó resonar su voz<br />

elocuente entre las columnas <strong>del</strong> santuario de Apolo!. Entonces sintió la<br />

presencia <strong>del</strong> iniciador que esperaba, reconoció a su maestro. Quería saber.<br />

Sabría por medio de él, e iba a hacer hablar a aquel mundo interior, aquel<br />

mundo que llevaba en sí misma. Él por su parte debió reconocer en ella, con la<br />

seguridad y penetración de su golpe de vista, <strong>del</strong> alma viva y vibrante que<br />

buscaba para ser intérprete de su pensamiento en el templo, e infundir en él un<br />

nuevo espíritu. Desde la primera mirada cambiada, desde la primera palabra<br />

dicha, una cadena invisible unió al sabio de Samos con la joven sacerdotisa,<br />

que le escuchaba sin decir nada, bebiendo sus palabras con sus grandes ojos<br />

atentos. No sé quién ha dicho que el poeta y la lira se reconocen en una<br />

vibración profunda al aproximarse uno al otro. Así se reconocieron Pitágoras y<br />

Teoclea.<br />

Desde el amanecer, Pitágoras tenía largas conferencias con los<br />

sacerdotes de Apolo llamados santos y profetas. Pidió él que la joven<br />

sacerdotisa fuese admitida para iniciarla en su enseñanza secreta y prepararla<br />

para su papel. Ella pudo así seguir las lecciones que el maestro daba todos los<br />

días en el santuario. Pitágoras estaba entonces en la fuerza de la edad. Llevaba<br />

su vestidura blanca ceñida a la egipcia, una banda de púrpura rodeaba su<br />

amplia frente. Cuando hablaba, sus ojos graves y lentos se posaban sobre el<br />

interlocutor y le envolvían en una cálida luz. El aire a su alrededor parecía<br />

volverse más ligero e intelectualizarse todo.<br />

Las conferencias <strong>del</strong> sabio de Samos con los más altos representantes de<br />

la religión griega fueron de la más extrema importancia. Se trataba no<br />

solamente de adivinación e inspiración, sino <strong>del</strong> porvenir de Grecia y de los<br />

destinos <strong>del</strong> mundo entero. <strong>Los</strong> conocimientos, los títulos y los poderes que<br />

había adquirido en los templos de Memphis y de Babilonia, le daban la mayor<br />

autoridad. Tenía el derecho de hablar como superior y como guía a los<br />

inspiradores de Grecia. Lo hizo con la elocuencia de su genio, con el<br />

entusiasmo de su misión. Para ilustrar su inteligencia, comenzó por contarles<br />

su juventud, sus luchas, su iniciación egipcia. Les habló de aquel Egipto,<br />

madre de Grecia, viejo como el mundo, inmutable como una momia cubierta<br />

de jeroglíficos en el fondo de sus pirámides, pero poseyendo en su tumba el<br />

secreto de los pueblos, de las lenguas, de las religiones. Desarrolló ante sus<br />

ojos los misterios de la grande Isis, terrestre y celeste, madre de los Dioses y<br />

de los hombres, y haciéndolos pasar por sus pruebas les sumergió con él en la<br />

luz de Osiris. Luego le tocó el turno a Babilonia, con sus magos caldeos, sus<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

ciencias ocultas, sus templos profundos y macizos donde ellos evocan el fuego<br />

viviente en que se mueven los Dioses y los demonios.<br />

Escuchando a Pitágoras, Teoclea experimentaba sorprendentes<br />

sensaciones. Todo lo que él decía se grababa con letras de fuego en su espíritu.<br />

Aquellas cosas le parecían a la vez maravillosas y conocidas; al aprenderlas<br />

creía recordarlas. Las palabras <strong>del</strong> maestro la hacían hojear las páginas <strong>del</strong><br />

universo como un libro. Ya no veía a los Dioses en sus efigies humanas, sino<br />

en sus esencias que forman las cosas y los espíritus. Ella se remontaba, subía y<br />

descendía con ello en los espacios. A veces tenía la ilusión de no sentir los<br />

límites de su cuerpo y de disiparse en el infinito. De este modo la imaginación<br />

entraba poco a poco en el mundo invisible y las huellas antiguas que de éste<br />

encontraba en su propia alma, le decían que aquello era la verdadera, la sola<br />

realidad; lo otro no era más que apariencia. Sentía que pronto sus ojos internos<br />

iban a abrirse para poder leer directamente.<br />

Desde aquellas alturas, el maestro la volvió a la tierra contándole las<br />

desgracias por que pasaba Egipto. Después de haber desarrollado la grandeza<br />

de la ciencia egipcia, mostró cómo había sucumbido bajo la invasión persa.<br />

Pintó los horrores de Cambises, los templos saqueados, los libros sagrados<br />

arrojados a la hoguera, los sacerdotes de Osiris muertos o dispersados y el<br />

monstruo <strong>del</strong> despotismo persa, que reunía bajo su mano de hierro toda la<br />

vieja barbarie asiática, las razas errantes medio salvajes <strong>del</strong> centro <strong>del</strong> Asia y<br />

<strong>del</strong> fondo de la India, no esperando más que una ocasión propicia para<br />

lanzarse sobre Europa. Sí, aquel ciclón creciente debía estallar sobre Grecia,<br />

tan seguramente como el rayo debe salir de las nubes que se amontonan en el<br />

aire. ¿Estaba preparada la dividida Grecia para resistir aquel choque terrible?.<br />

Ni tan siquiera lo sospechaba. <strong>Los</strong> pueblos no evitan su destino, y si no vigilan<br />

sin cesar, los Dioses los precipitan. ¿No se había derrumbado la sabia nación<br />

de Hermes, Egipto, después ele seis mil años de prosperidad?. ¡Ay, Grecia, la<br />

bella Jonia pasará aún más de prisa!. Día llegará en que el Dios solar abandone<br />

aquel templo, los bárbaros derriben sus piedras y los pastores lleven a pacer<br />

sus ganados sobre las ruinas de Delfos.<br />

A estas siniestras profecías, el semblante de Teoclea se transformó<br />

tomando una expresión de espanto. Se dejó caer en tierra y abrazándose a una<br />

columna, con los ojos fijos, sumida en sus pensamientos, parecía el genio <strong>del</strong><br />

Dolor llorando sobre la futura y lúgubre tumba de Grecia.<br />

“Mas, continuó Pitágoras, éstos son secretos que es preciso enterrar en<br />

el fondo de los templos. El iniciado atrae la muerte o la rechaza a voluntad.<br />

Formando la cadena mágica de las voluntades, los iniciados prolongan<br />

232


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

también la vida de los pueblos. En vosotros está el retrasar la fatal hora, en<br />

vosotros hacer brillar a Grecia, en vosotros hacer irradiar en ella el verbo de<br />

Apolo. <strong>Los</strong> pueblos son lo que les hacen ser sus Dioses; pero los Dioses sólo<br />

se revelan a quienes a ellos recurren. ¿Qué es Apolo?. El Verbo <strong>del</strong> Dios único<br />

que se manifiesta eternamente en el mundo. La Verdad es el alma de Dios, su<br />

cuerpo es la luz. <strong>Los</strong> sabios, los videntes, los profetas la ven sólo, los hombres<br />

no ven más que su sombra. <strong>Los</strong> espíritus glorificados que llamamos héroes y<br />

semidioses, habitan en aquella luz, en legiones, en esferas innumerables. Ése<br />

es el verdadero cuerpo de Apolo, el sol de los iniciados, y sin sus rayos nada<br />

grande se hace sobre la tierra. Como el imán atrae al hierro, así por nuestros<br />

pensamientos, por nuestras oraciones, por nuestros actos, atraemos la<br />

inspiración divina. ¡Transmitid a Grecia el verbo de Apolo, y Grecia<br />

resplandecerá con luz inmortal!”.<br />

Por medio de tales discursos, Pitágoras logró devolver a los sacerdotes<br />

de Delfos la conciencia de su misión. Teoclea absorbía sus ideas con pasión<br />

silenciosa y concentrada. Ella se transformaba a la vista bajo el pensamiento y<br />

la voluntad <strong>del</strong> maestro, como bajo un lento encanto. En pie, en medio de los<br />

ancianos asombrados, deshacía su negra cabellera y la separaba de su frente<br />

como si en ella sintiera correr el fuego. Ya sus ojos, abiertos y transfigurados,<br />

parecían contemplar a los genios solares y planetarios, en sus orbes<br />

espléndidos y su intensa radiación.<br />

Un día cayó por sí misma en un sueño profundo y lúcido. <strong>Los</strong> cinco<br />

profetas la rodearon, pero permació insensible a su voz y a su tacto. Pitágoras<br />

se aproximó a ella y la dijo: “Levántate y ve adonde mi pensamiento te envié.<br />

Porque ahoras eres la Pitonisa”.<br />

A la voz <strong>del</strong> maestro, un estremecimiento recorrió todo su cuerpo y la<br />

levantó en una larga vibración. Sus ojos estaban cerrados; ella veía<br />

interiormete.<br />

— ¿Dónde estás?. — Preguntó Pitágoras.<br />

— Subo..., subo continuamente.<br />

— ¿Y ahora?.<br />

— Nado en la luz de Orfeo.<br />

— ¿Qué ves en el porvenir?.<br />

— <strong>Grandes</strong> guerras..., hombres de bronce, victorias... Apolo vuelve a<br />

habitar en su santuario, y yo seré su voz... Pero tú, su mensajero, ¡Oh,<br />

desgracia!, vas a dejarme... y llevarás su luz a Italia.<br />

La vidente habló largo tiempo con los ojos cerrados, con su voz<br />

musical, jadeante, rítmica; luego, de repente en un sollozo, cayó como muerta.<br />

233


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

De este modo, Pitágoras vertía las puras enseñanzas en el espíritu de<br />

Teoclea y la templaba como una lira para el soplo de los Dioses. Una vez<br />

exaltada a aquella altura de inspiración, ella fue para él mismo una antorcha<br />

gracias a la cual pudo sondear su propio destino, penetrar en el posible<br />

porvenir y dirigirse en las zonas sin límites de lo invisible. Aquella<br />

contraprueba palpitante de las verdades que enseñaba, admiró a los sacerdotes,<br />

despertó su entusiasmo y reanimó su fe. El templo tenía ahora una Pitonisa<br />

inspirada, sacerdotes iniciados en las ciencias y las artes divinas: Delfos podía<br />

volver a ser un centro de vida y de acción.<br />

Pitágoras se detuvo allí un año entero. Sólo después de haber instruido a<br />

los sacerdotes en todos los secretos de su doctrina y de haber formado a<br />

Teoclea para su ministerio, partió para la Grande Grecia.<br />

234


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

IV<br />

LA ORDEN Y LA DOCTRINA<br />

La ciudad de Crotona ocupaba la extremidad <strong>del</strong> golfo de Tarento, cerca<br />

<strong>del</strong> promontorio Laciniano, frente a la alta mar. Era, con Sybaris, la ciudad<br />

más floreciente de Italia meridional. Tenía fama su constitución dórica, sus<br />

atletas vencedores en los juegos de Olimpia, sus médicos rivales de los<br />

Asclepiades. <strong>Los</strong> Sybaritas debieron su inmortalidad a su lujo y a su vida<br />

muelle. <strong>Los</strong> Crotonios estarían quizá olvidados, a pesar de sus virtudes, si no<br />

hubieran tenido la gloria de ofrecer su asilo a la grande escuela de filosofía<br />

esotérica conocida bajo el nombre de secta pitagórica, que se puede considerar<br />

como la madre de la escuela platónica y como la antecesora de todas las<br />

escuelas idealistas. Por nobles que sean las descendientes, ella les sobrepuja<br />

con mucho. La escuela platónica procede de una iniciación incompleta; la<br />

escuela estoica ha perdido ya la verdadera tradición. <strong>Los</strong> otros sistemas de<br />

filosofía antigua y moderna son especulaciones más o menos felices, mientras<br />

que la doctrina de Pitágoras estaba basada sobre una ciencia experimental y<br />

acompañada de una organización completa de la vida.<br />

Como las ruinas de la ciudad desaparecida, los secretos de la orden y el<br />

pensamiento <strong>del</strong> maestro se hallan hoy profundamente sepultados bajo tierra.<br />

Tratemos, sin embargo, de hacerlos revivir. Ello será para nosotros una<br />

ocasión de penetrar hasta el corazón de la doctrina filosófica, arcano de las<br />

religiones y de las filosofías, y de levantar una punta <strong>del</strong> velo de Isis a la<br />

claridad <strong>del</strong> genio griego.<br />

Varias razones determinaron a Pitágoras a elegir aquella colonia dórica<br />

como centro de acción. Su objetivo no era únicamente enseñar la doctrina<br />

esotérica a un círculo de discípulos elegidos, sino también aplicar sus<br />

principios a la educación de la juventud y a la vida <strong>del</strong> Estado. Aquel plan<br />

contenía la fundación de un instituto para la iniciación laica, con la segunda<br />

intención de transformar poco a poco la organización política de las ciudades a<br />

imagen de aquel ideal filosófico y religioso. Cierto es que ninguna de las<br />

repúblicas de la Hélada o <strong>del</strong> Peloponeso hubiese tolerado tal inovación.<br />

Hubieran acusado al filósofo de conspirar contra el Estado. Las ciudades<br />

griegas <strong>del</strong> golfo de Tarento, menos minadas por la demagogia, eran más<br />

liberales. Pitágoras no se engañó cuando esperaba encontrar una acogida<br />

235


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

favorable para sus reformas en el senado de Crotona. Agreguemos que sus<br />

miras se extendían más allá de Grecia. Adivinando la evolución de las ideas,<br />

preveía la caída <strong>del</strong> helenismo y pensaba depositar en el espíritu humano los<br />

principios de una religión científica. Al fundar su escuela en el golfo de<br />

Tarento, esparcía las ideas esotéricas por Italia, y conservaba en el vaso<br />

precioso de su doctrina la esencia purificada de la sabiduría oriental, para los<br />

pueblos <strong>del</strong> Occidente.<br />

Al llegar a Crotona, que se inclinaba entonces hacia la vida voluptuosa<br />

de su vecina Sybaris, Pitágoras produjo allí una verdadera revolución. Porfirio<br />

y Jámblico nos pintan sus principios como los de un mago, más bien que<br />

como los de un filósofo. Reunió a los jóvenes en el templo de Apolo, y logró<br />

por su elocuencia arrancarles <strong>del</strong> vicio. Reunió a las mujeres en el templo de<br />

Juno, y las persuadió a que llevaran sus vestidos de oro y sus ornamentos a<br />

aquel mismo templo, como trofeos de la derrota de la vanidad y <strong>del</strong> lujo. Él<br />

envolvía en gracia la austeridad de sus enseñanzas. De su sabiduría se<br />

escapaba una llama comunicativa. La belleza de su semblante, la nobleza de<br />

su persona, el encanto de su fisonomía y de su voz, acababan de seducir. Las<br />

mujeres le comparaban a Júpiter, los jóvenes a Apolo hiperbóreo. Cautivaba,<br />

arrastraba a la multitud, muy admirada al escucharle de enamorarse de la<br />

virtud y de la verdad.<br />

El Senado de Crotona, o Consejo de los mil, se inquietó de aquel<br />

ascendiente. Obligó a Pitágoras a dar razón ante él de su conducta y de los<br />

medios que empleaba para dominar los espíritus. Esto fue para él una ocasión<br />

de desarrollar sus ideas sobre la evolución, y de demostrar que lejos de<br />

amenazar a la constitución dórica de Crotona, no harían más que afirmarla.<br />

Cuando hubo ganado a su provecto a los ciudadanos más ricos y la mayoría<br />

<strong>del</strong> senado, les propuso la creación de un instituto para él y para sus<br />

discípulos. Aquella cofradía de iniciados laicos llevaría la vida común en un<br />

edificio construido ad hoc, pero sin separarse de la vida civil. Aquellos de<br />

entre ellos que merecieran ya el nombre de maestros, podrían enseñar las<br />

ciencias físicas, psíquicas y religiosas. En cuanto a los jóvenes, serían<br />

admitidos a las lecciones de los maestros y a los diversos grados de iniciación,<br />

según su inteligencia y su buena voluntad, bajo la vigilancia <strong>del</strong> jefe de la<br />

orden. Para empezar tenían que someterse a las reglas de la vida común y<br />

pasar todo el día en el instituto, vigilados por los maestros. <strong>Los</strong> que querían<br />

entrar formalmente en la orden, debían abandonar su fortuna a un curador con<br />

libertad de volver a disfrutarla cuando quisieran. Había en el instituto una<br />

sección para las mujeres, con iniciación paralela, pero diferenciada y adaptada<br />

236


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

a los deberes de su sexo.<br />

Aquel proyecto fue adoptado con entusiasmo por el Senado de Crotona,<br />

y al cabo de algunos años se elevaba en los alrededores de la ciudad un<br />

edificio rodeado de vastos pórticos y de jardines bellos. <strong>Los</strong> Crotonios le<br />

llamaron el templo de las Musas; y en realidad había en el centro de aquellos<br />

edificios, cerca de la modesta habitación <strong>del</strong> maestro, un templo dedicado a<br />

estas divinidades.<br />

Así nació el instituto pitagórico, que vino a ser a la vez un colegio de<br />

educación, una academia de ciencias y una pequeña ciudad mo<strong>del</strong>o, bajo la<br />

dirección de un gran maestro iniciado. Por la teoría y la práctica, por las<br />

ciencias y las artes reunidas, llegaba lentamente a aquella ciencia de las<br />

ciencias, a esa armonía mágica <strong>del</strong> alma y <strong>del</strong> intelecto con el universo, que<br />

los pitagóricos consideraban como el arcano de la filosofía y de la religión. La<br />

escuela pitagórica tiene para nosotros un interés supremo, porque ella fue la<br />

más notable tentativa de iniciación laica. Síntesis anticipada <strong>del</strong> helenismo y<br />

<strong>del</strong> cristianismo, ella injertó el fruto de la ciencia sobre el árbol de la vida; ello<br />

reconoció esa realización interna y viviente de la verdad, que únicamente<br />

puede dar la fe profunda. Realización efímera, pero de una importancia capital<br />

que tuvo la fecundidad <strong>del</strong> templo.<br />

Para formarnos una idea, penetremos en el instituto pitagórico y<br />

sigamos paso a paso la iniciación <strong>del</strong> novicio.<br />

EL INSTITUTO PITAGÓRICO - LAS PRUEBAS<br />

Brillaba sobre una colina, entre los cipreses y olivos, la blanca morada<br />

de los humanos iniciados. Desde abajo, a lo largo de la costa, se distinguían<br />

sus pórticos, sus jardines, su gimnasio. El templo de las musas elevaba sobre<br />

las dos alas <strong>del</strong> edificio su columnata circular, de aérea elegancia. Desde la<br />

terraza de los jardines exteriores se dominaba la ciudad con su Printaneo, su<br />

puerto, su plaza de las asambleas. A lo lejos, el golfo se mostraba entre las<br />

escarpadas costas como una copa de ágata, y el mar Jónico cerraba el<br />

horizonte con su línea de azul. A veces se veían salir, <strong>del</strong> ala izquierda <strong>del</strong><br />

edificio, mujeres con trajes de diversos colores, que descendían en largas filas<br />

hacia el mar, por la avenida de los cipreses. Iban a cumplir sus ritos al templo<br />

de Ceres. Con frecuencia también, <strong>del</strong> ala derecha subían hombres con túnicas<br />

blancas al templo de Apolo. Y no era el menor atractivo para la imagen<br />

curiosa de la juventud, el pensar que la escuela de los iniciados estaba<br />

colocada bajo la protección de aquellas divinidades, de las cuales una, la gran<br />

237


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Diosa, contenía los misterios profundos de la Mujer y de la tierra, y la otra, el<br />

Dios solar, revelaba los <strong>del</strong> Hombre y <strong>del</strong> Cielo.<br />

Se mostraba, pues, esplendorosa, fuera y encima de la urbe populosa, la<br />

pequeña ciudad de los elegidos. Su tranquila serenidad atraía los nobles<br />

instintos de la juventud, más nada se veía de lo que pasaba dentro, y se sabía<br />

que no era cosa fácil el ser admitido. Un sencillo seto vivo circundaba los<br />

jardines <strong>del</strong> instituto de Pitágoras, la puerta de entrada estaba abierta durante<br />

el día. Pero allí había una estatua de Hermes, y se leía sobre su zócalo: Eskato<br />

Bebeloi, ¡atrás los profanos!. Todo el mundo respetaba aquel mandato de los<br />

Misterios.<br />

Pitágoras era extremadamente difícil para la admisión de los novicios,<br />

diciendo que “no toda la madera sirve para hacer un Mercurio”. <strong>Los</strong> jóvenes<br />

que querían entrar en la asociación, debían sufrir unt iempo de prueba y de<br />

ensayo. Presentados por sus padres o por uno de los maestros, les permitían al<br />

pronto entrar en el gimnasio pitagórico, donde los novicios se dedicaban a los<br />

juegos de su edad. El joven notaba al primer golpe de vista, que aquel<br />

gimnasio no se parecía al de la ciudad. Ni gritos violentos, ni grupos ruidosos,<br />

ni fanfarronería ridícula, ni la vana demostración de la fuerza de los atletas en<br />

flor, desafiándose unos a otros y mostrándose sus músculos, sino grupos de<br />

jóvenes afables y distinguidos, paseándose dos a dos bajo los pórticos o<br />

jugando en la arena. Le invitaban ellos con gracia y sencillez a tomar parte en<br />

su conversación, como si fuera uno de los suyos, sin mirarle de arriba abajo<br />

con miradas sospechosas o sonrisas burlonas. En la arena se ejercitaban en la<br />

carrera, en el lanzamiento <strong>del</strong> venablo y <strong>del</strong> disco. También ejecutaban<br />

combates simulados bajo la forma de danzas dóricas, pero Pitágoras había<br />

desterrado severamente de su instituto la lucha cuerpo a cuerpo, diciendo que<br />

era superfluo y aun peligroso desarrollar el orgullo y el odio con la fuerza y la<br />

agilidad, que los hombres destinados a practicar las virtudes de la amistad no<br />

debía comenzar por luchar unos con otros y derribarse en la arena como<br />

bestias feroces; un verdadero héroe sabría combatir con valor, pero sin furia;<br />

porque el odio nos hace inferiores a un adversario cualquiera. El recién<br />

llegado oía aquellas máximas <strong>del</strong> maestro repetidas por los novicios,<br />

orgullosos de comunicarle su precoz sabiduría. Al mismo tiempo, le incitaban<br />

a manifestar sus opiniones, a contradecirles libremente. Animado por ello, el<br />

ingenuo pretendiente mostraba bien pronto a las claras su verdadera<br />

naturaleza. Dichoso de ser escuchado y admirado, peroraba y se expansionaba<br />

a su gusto. Durante aquel tiempo, los maestros le observaban de cerca sin<br />

corregirle jamás. Pitágoras llegaba de improviso para estudiar sus gestos y<br />

238


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

palabras. Concedía él una atención particular al aire y a la risa de los jóvenes.<br />

La risa, decía, manifiesta el carácter de una manera indudable y ningún<br />

disimulo puede embellecer la risa de un malvado. También había hecho un tan<br />

profundo estudio de la fisonomía humana que sabía leer en ella el fondo <strong>del</strong><br />

alma. (Orígenes pretende que Pitágoras fue el inventor de la fisiognomía).<br />

Por medio de aquellas minuciosas observaciones, el maestro se formaba<br />

una idea precisa de sus futuros discípulos. Al cabo de algunos meses, llegaban<br />

las pruebas decisivas, que eran imitaciones de la iniciación egipcia, pero<br />

menos severas y adaptadas a la naturaleza griega, cuya impresionabilidad no<br />

hubiese soportado los mortales espantos de las criptas de Memfis y de Tebas.<br />

Hacían pasar la noche al aspirante pitagórico en una caverna de los<br />

alrededores de la ciudad, donde pretendían que había monstruos y apariciones.<br />

<strong>Los</strong> que no tenían la fuerza de soportar las impresiones fúnebres de la soledad<br />

y de la noche, que se negaban a entrar o huían antes de la mañana, eran<br />

juzgados demasiado débiles para la iniciación y despedidos.<br />

La prueba moral era más seria. Bruscamente, sin preparación,<br />

encerraban una mañana al discípulo en una celda triste y desnuda. Le dejaban<br />

una pizarra y le ordenaban fríamente que buscara el sentido de uno de los<br />

símbolos pitagóricos, por ejemplo: “¿Qué significa el triángulo inscrito en el<br />

círculo?”. O bien: “¿Por qué el dodecaedro comprendido en la esfera es la<br />

cifra <strong>del</strong> universo?”. Pasaba doce horas en la celda con su pizarra y su<br />

problema, sin otra compañía que un vaso de agua y pan seco. Luego le<br />

llevaban a una sala, ante los novicios reunidos. En esta circunstancia, tenían<br />

orden de burlarse sin piedad <strong>del</strong> desdichado, que malhumorado y hambriento<br />

comparecía ante ellos como un culpable. — “He aquí, decían, al nuevo<br />

filósofo. ¡Qué semblante más inspirado!. Va a contarnos sus meditaciones. No<br />

nos ocultes lo que has descubierto. De ese modo meditarás sobre todos los<br />

símbolos. Cuando estés sometido un mes a régimen, verás como te vuelves un<br />

gran sabio”.<br />

En este preciso momento es cuando el maestro observaba la aptitud y<br />

profunda atención. Irritado por el desayuno, con la fisonomía <strong>del</strong> joven<br />

colmado de sarcasmos, humillado por no haber podido resolver el problema,<br />

un enigma incomprensible para él, tenía que hacer un gran esfuerzo para<br />

dominarse. Algunos lloraban de rabia; otros respondían con palabras cínicas;<br />

otros, fuera de sí, rompían su pizarra con furor, llenando de injurias al<br />

maestro, a la escuela y a los discípulos. Pitágoras comparecía entonces, y<br />

decía con calma, que habiendo soportado tan mal la prueba de amor propio, le<br />

rogaba no volviera más a una escuela de la cual tan mala opinión tenía, y en la<br />

239


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

que las elementales virtudes debían ser la amistad y el respeto a los maestros.<br />

El candidato despedido se iba avergonzado y se volvía a veces un enemigo<br />

temible para la orden, como aquel famoso Cylón, que más tarde amotinó al<br />

pueblo contra los pitagóricos y produjo la catástrofe de la orden. <strong>Los</strong> que, al<br />

contrario, soportaban los ataques con firmeza, que respondían a las<br />

provocaciones con palabras justas y espirituales, y declaraban que estaban<br />

prestos a comenzar la prueba cien veces para obtener una sola parcela de la<br />

sabiduría, eran solemnemente admitidos en el noviciado y recibían las<br />

entusiastas felicitaciones de sus nuevos condiscípulos.<br />

PRIMER GRADO - PREPARACIÓN (PARASKEIE)<br />

EL NOVICIADO Y LA VIDA PITAGÓRICA<br />

Únicamente entonces comenzaba el noviciado llamado preparación<br />

(paraskeié) que duraba al menos dos años y podía prolongarse hasta cinco.<br />

<strong>Los</strong> novicios u oyentes (akusikoi) se sometían durante las lecturas que<br />

recibían, a la regla absoluta <strong>del</strong> silencio. No tenían el derecho de hacer una<br />

objeción a sus maestros, ni de discutir sus enseñanzas. Debían recibirlas con<br />

respeto y meditar sobre ellas ampliamente. Para imprimir esta regla en el<br />

espíritu <strong>del</strong> nuevo oyente, se le mostraba una estatua de mujer envuelta en<br />

amplio velo, un dedo sobre sus labios: la Musa <strong>del</strong> silencio.<br />

Pitágoras no creía que la juventud fuese capaz de comprender el origen<br />

y el fin de las cosas. Pensaba que ejercitarla en la dialéctica y en el<br />

razonamiento, antes de haberla dado el sentido de la verdad, formaba cabezas<br />

huecas y sofistas pretenciosos. Pensaba él desarrollar ante todo en sus<br />

facultades la facultad primordial y superior <strong>del</strong> hombre: la intuición. Y para<br />

ello, no enseñaba cosas misteriosas o difíciles. Partía de los sentimientos<br />

naturales, de los primeros deberes <strong>del</strong> hombre a su entrada en la vida y<br />

mostraba su relación con las leyes universales. Al inculcar por el pronto a los<br />

jóvees el amor a sus padres, agrandaba aquel sentimiento asimilando la idea<br />

de padre a la de Dios, el gran creador <strong>del</strong> universo. “Nada más venerable,<br />

decía, que la cualidad <strong>del</strong> padre. Homero ha llamado a Júpiter el rey de los<br />

Dioses; más para mostrar toda su grandeza le llama padre de los Dioses y de<br />

los hombres”. Comparaba a la madre con la naturaleza generosa y<br />

bienhechora; como Cibeles celeste produce los astros, como Demeter genera<br />

los frutos y las flores de la tierra, así la madre alimenta al hijo con todas las<br />

alegrías. El hijo debía, pues, honrar a su padre y a su madre como<br />

representantes efigies terrestres de aquellas grandes divinidades. Mostraba<br />

240


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

también que el amor que se tiene por la patria procede <strong>del</strong> amor que se ha<br />

sentido en la infancia por la madre. <strong>Los</strong> padres nos son dados, no por<br />

casualidad, como el vulgo cree, sino por un orden antecedente y superior<br />

llamado fortuna o necesidad. Es preciso honrarles, pero en cuanto a los<br />

amigos, es necesario escoger. Se aconsejaba a los novicios que se agrupasen<br />

dos a dos, según sus afinidades. El más joven debía buscar en el de mayor<br />

edad las virtudes que buscaba y los dos compañeros debían excitarse a la vida<br />

mejor. “El amigo es un otro yo. Es preciso honrarle como a un Dios”, decía el<br />

maestro. Si la regla pitagórica imponía al novicio oyente una absoluta<br />

sumisión a los maestros, le devolvía su plena libertad en el encanto de la<br />

amistad; de ésta hacía el estimulante de todas las virtudes, la poesía de la vida,<br />

el camino <strong>del</strong> ideal.<br />

Las energías individuales eran así despertadas, la moral se volvía viva y<br />

poética, la regla aceptada con amor cesaba de ser una violencia y se volvía la<br />

afirmación de una personalidad. Pitágoras quería que la obediencia fuese un<br />

asentimiento. Además, la enseñanza moral preparaba la enseñanza filosófica.<br />

Porque las relaciones que se establecían entre los deberes sociales y las<br />

armonías <strong>del</strong> Cosmos hacían presentir la ley de las analogías y de las<br />

concordancias universales. En esta ley reside el principio de los Misterios, de<br />

la doctrina oculta y de toda filosofía. El espíritu <strong>del</strong> discípulo se habituaba a<br />

encontrar la huella de un orden invisible en la realidad visible. Máximas<br />

generales, prescripciones sucintas abrían perspectivas sobre aquel mundo<br />

superior. Mañana y tarde los versos dorados sonaban al oído <strong>del</strong> discípulo con<br />

los acentos de la lira:<br />

Da a los inmortales Dioses el culto consagrado,<br />

Guarda firme tu fe.<br />

Comentando esta máxima se enseñaba que los Dioses, diversos en<br />

apariencia, eran en el fondo los mismos en todos los pueblos, puesto que<br />

correspondían a las mismas fuerzas intelectuales y anímicas, activas en todo el<br />

universo. El sabio podía, pues, honrar a los Dioses de su patria, aunque<br />

formándose de su esencia una idea diferente <strong>del</strong> vulgo. Tolerancia para todos<br />

los cultos; unidad de los pueblos en la humanidad; unidad de las religiones en<br />

la ciencia esotérica: esas ideas nuevas se dibujaban vagamente en el espíritu<br />

<strong>del</strong> novicio, como divinidades grandiosas entrevistas en el esplendor <strong>del</strong><br />

poniente. Y la lira de oro continuaba sus graves enseñanzas:<br />

Venera la memoria<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

De los héroes bienhechores, espirituales semidivinos.<br />

Tras estos versos, el novicio veía relucir, como a través de un velo, la<br />

divina Psiquis, el alma humana. La ruta celeste brillaba como un reguero de<br />

luz. Porque en el culto de los héroes y de los semidioses, el iniciado<br />

contemplaba la doctrina de la vida futura y el misterio de la evolución<br />

universal. No se revelaba al novicio este gran secreto, pero se le preparaba a<br />

comprenderlo, hablándole de una jerarquía de seres superiores a la humanidad,<br />

llamados héroes y semidioses, que son sus guías y sus protectores. Se<br />

agregaba que ellos servían de intermediarios entre el hombre y la divinidad,<br />

que por ellos podía llegar a aproximársele practicando las virtudes heroicas y<br />

divinas. “¿Pero de qué modo comunicar con esos invisibles genios?. ¿De<br />

dónde viene el alma?. ¿A dónde va?. ¿Por qué ese sombrío misterio de la<br />

muerte?”. El novicio no osaba formular estas cuestiones, pero se adivinaban<br />

en sus miradas, y por toda respuesta sus maestros le mostraban luchadores en<br />

la tierra, estatuas en los templos y almas glorificadas en el cielo, “en la<br />

ciuda<strong>del</strong>a ígnea de los dioses”, adonde Hércules había llegado.<br />

En el fondo de los misterios antiguos se relacionaban los dioses todos<br />

con el Dios único y supremo. Esta revelación, enseñada con todas sus<br />

consecuencias, venía a ser la clave <strong>del</strong> Cosmos. Por esto la reservaban por<br />

completo a la iniciación propiamente dicha. El novicio no sabía nada.<br />

Únicamente le dejaban entrever esta verdad a través de lo que le decían de las<br />

potencias de la música y <strong>del</strong> número. Porque los números, enseñaba el<br />

maestro, contienen el secreto de las cosas, y Dios es la armonía universal. Las<br />

siete modalidades sagradas, constituidas sobre las siete notas <strong>del</strong> heptacordio,<br />

corresponden a los siete colores de la luz, a los siete planetas y a los siete<br />

modos de existencia que se reproducen en todas las esferas de la vida material<br />

y espiritual, desde la más pequeña a la más grande. Las melodías de estas<br />

modalidades, sabiamente fundidas, debían equilibrar el alma y volverla<br />

suficientemente armoniosa para vibrar de un modo preciso al soplo de la<br />

verdad.<br />

A esta purificación <strong>del</strong> alma correspondía necesariamente la <strong>del</strong> cuerpo,<br />

que se obtenía por la higiene y la disciplina severa de las costumbres. Vencer<br />

sus pasiones era el primer deber de la iniciación. El que en su propio ser no ha<br />

formado armonía, no puede reflejar la armonía divina. Sin embargo, el ideal<br />

de la vida pitagórica nada tenía de la vida ascética, puesto que el matrimonio<br />

era considerado como santo. Pero se recomendaba la castidad a los novicios y<br />

la moderación a los iniciados, como una fuerza y una perfección. “No cedas a<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

la voluptuosidad más que cuando consientas en ser inferior a ti mismo”, decía<br />

el maestro. Añadía que la voluptuosidad no existe por sí misma y la<br />

comparaba “al canto de las Sirenas, que al aproximarse a ellas se desvanecen,<br />

no dejando en el sitio que ocupaban más que huesos rotos y carnes sangrientas<br />

sobre un escollo roído por las olas, mientras que el verdadero goce es<br />

semejante al concierto de las Musas, que dejan en el alma una celeste<br />

armonía”. Pitágoras creía en las virtudes de la mujer iniciada, pero<br />

desconfiaba mucho de la mujer natural. A un discípulo que le preguntaba<br />

cuándo se le permitiría acercarse a una mujer, le respondió iróncamente:<br />

“Cuando estés cansado de tu reposo”.<br />

La jornada pitagórica se ordenaba de la manera siguiente. En cuanto el<br />

disco ardiente <strong>del</strong> sol salía de las ondas azules <strong>del</strong> mar Jónico y doraba las<br />

columnas <strong>del</strong> templo de las Musas, sobre la morada de los iniciados, los<br />

jóvenes pitagóricos cantabn un himno a Apolo, ejecutando una danza dórica<br />

de un carácter viril y sagrado. Después de las abluciones de rigor, daban un<br />

paseo al templo guardando el silencio. Cada despertar es una resurrección que<br />

tiene su flor de inocencia. El alma debía recogerse al comienzo <strong>del</strong> día y estar<br />

virgen para la lección de la mañana. En el bosque sagrado se agrupaban<br />

alrededor <strong>del</strong> maestro o de sus intérpretes, y la lección se prolongaba bajo la<br />

frescura de los grandes árboles o a la sombra de los pórticos. A mediodía se<br />

dirigía una plegaría a los héroes, a los genios benévolos. La tradición esotérica<br />

suponía que los buenos espíritus prefieren aproximarse a la tierra con la<br />

radiación solar, mientras que los malos espíritus frecuentan la sombra y se<br />

difunden en la atmósfera con la noche. La frugal comida de mediodía se<br />

componía generalmente de pan, de miel y de aceitunas. La tarde se consagraba<br />

a los ejercicios gimnásticos, luego al estudio, a la meditación y a un trabajo<br />

mental sobre la lección de la mañana. Después de la puesta <strong>del</strong> sol, se oraba en<br />

común, se cantaba un himno a los dioses cosmogónicos, a Júpiter celeste, a<br />

Minerva providencia, a Diana protectora de los muertos. Durante aquel<br />

tiempo, el incienso ardía sobre el altar al aire libre, y el himno mezclado con el<br />

perfueme subía dulcemente en el crepúsculo, mientras las primeras estrellas<br />

perforaban el pálido azul. El día terminaba con la comida ele la noche,<br />

después de la cual el más joven daba lectura a un libro, comentándolo el de<br />

más edad.<br />

Así transcurría la jornada pitagórica, límpida como un manatial, clara<br />

como una mañana sin nubes. El año se ritmaba según las grandes fiestas<br />

astronómicas. La vuelta de Apolo hiperbóreo y la celebración de los misterios<br />

de Ceres, reunían a los novicios e iniciados de todos grados, hombres y<br />

243


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

mujeres. Se veían jóvenes de púrpura y azafrán, ejecutando coros<br />

acompañados de cánticos, con los movimientos armoniosos de la estrofa y de<br />

la antiestrofa que imitó más tarde la tragedia. En medio de aquellas grandes<br />

fiestas, en que la divinidad parecía presente en la gracia ele las formas y de los<br />

movimientos, en la melodía incisiva de los coros, el novicio tenía como un<br />

presentimiento de las fuerzas ocultas, de las todopoderosas leyes <strong>del</strong> universo<br />

animado, <strong>del</strong> cielo profundo y transparente. <strong>Los</strong> matrimonios, los ritos<br />

fúnebres tenían un carácter más íntimo, pero no menos solemne. Una<br />

ceremonia original daba base al trabajo de la imaginación. Cuando un novicio<br />

salía voluntariamente <strong>del</strong> instituto para continuar su vida vulgar o cuando un<br />

discípulo había traicionado un secreto de la doctrina, lo que sólo ocurrió una<br />

vez, los iniciados le elevaban una tumba en el recinto consagrado, como si<br />

hubiera muerto. El maestro decía: “Está más muerto que los muertos, puesto<br />

que ha vuelto a la mala vida; su cuerpo se pasea entre los hombres, pero su<br />

alma ha muerto: llorémosla”. ― Y aquella tumba elevada a un vivo le<br />

perseguía como su propio fantasma y como un siniestro augurio.<br />

SEGUNDO GRADO - PURIFICACIÓN (KATHARSIS)<br />

LOS NÚMEROS - LA TEOGONÍA<br />

Era un dichoso día, “un día de oro”, como decían los antiguos, aquel en<br />

que Pitágoras recibía al novicio en su morada y le aceptaba solemnemente<br />

como su discípulo. Por lo pronto se entraba en relaciones directas y seguidas<br />

con el maestro; penetraba en el patio interior de su habitación, reservada a sus<br />

fieles. De ahí el nombre de esotéricos (los de adentro) opuesto al de exotéricos<br />

(los <strong>del</strong> exterior). La verdadera y trascendente iniciación comenzaba entonces.<br />

Aquella revelación consistía en una exposición completa y razonada de<br />

la doctrina oculta, desde sus prinpicios contenidos en la ciencia misteriosa de<br />

los números, hasta las últimas consecuencias de la evolución universal, en los<br />

destinos y fines supremos de la divina Psiquis, <strong>del</strong> alma humana. Aquella<br />

ciencia de los números era conocida bajo diversos nombres en los templos de<br />

Egipto y de Asia. Como ella daba la clave de toda la doctrina, las letras, las<br />

figuras geométricas o las representaciones humanas que servían de signos a<br />

esa álgebra <strong>del</strong> mundo oculto, sólo eran comprendidos por el iniciado.<br />

Pitágoras formuló esta ciencia en un libro escrito por su mano, llamado hieros<br />

logos, la palabra sagrada. Este libro no ha llegado a nosotros; pero los escritos<br />

posteriores de los pitagóricos, Filolao, Archytas e Hierocles, los diálogos de<br />

Platón, los tratados de Aristóteles, de Porfirio y de Jámblico, nos permiten<br />

244


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

conocer sus principios. Si ellos son letra muerta para los modernos filósofos,<br />

es que sólo se puede comprender su sentido y su alcance por la comparación<br />

de todas las doctrinas esotéricas <strong>del</strong> Oriente.<br />

Pitágoras llamaba matemáticos a sus discípulos porque su enseñanza<br />

superior comenzaba por la doctrina de los números. Pero esta matemática<br />

sagrada, o ciencia de los principios, era a la vez más trascendente y más viva<br />

que la matemática profana, única conocida por nuestros sabios y filósofos. EL<br />

NÚMERO no se consideraba sólo como una cantidad abstracta, sino como la<br />

virtud intrínseca y activa <strong>del</strong> UNO supremo, de DIOS, fuente de la armonía<br />

universal. La ciencia de los números era la de las fuerzas vivas, de las<br />

facultades divinas en acción, en los mundos, y en el hombre, en el<br />

macrocosmos y el microcosmos... Penetrándolos, distinguiéndolos y<br />

explicando su juego, Pitágoras formaba nada menos que una teogonía o<br />

teología racional.<br />

Una teología verdadera debe dar los principios de todas las ciencias. No<br />

será ella la ciencia de Dios más que si muestra la unidad y encandenamiento<br />

de las ciencias de la Naturaleza. Sólo merece su nombre con la condición de<br />

constituir el órgano y la síntesis de todos los demás. Éste era precisamente el<br />

papel que jugaba en los templos egipcios la ciencia <strong>del</strong> verbo sagrado,<br />

formulada y precisada por Pitágoras bajo el nombre de ciencia de los números.<br />

Ella tenía la pretensión de dar la clave <strong>del</strong> ser, de la ciencia y de la vida. El<br />

adepto, guiado por el maestro, debía comenzar por contemplar los principios<br />

en su propia inteligencia, antes de seguir sus múltiples aplicaciones en la<br />

inmensidad concéntrica de las esferas de la evolución.<br />

Un poeta moderno ha presentido esta verdad cuando hace descender a<br />

Fausto entre las Madres para devolver la vida al fantasma de Elena. Fausto<br />

toma la llave mágica, la tierra se desvanece bajo sus pies, el vértigo se apodera<br />

de él, se sumerge en el vacío de los espacios. Por fin llega donde están las<br />

Madres que velan por las formas originales <strong>del</strong> gran Todo y hacen brotar los<br />

seres <strong>del</strong> molde de los arquetipos. Esas Madres son los Números de Pitágoras,<br />

las fuerzas divinas <strong>del</strong> mundo. El poeta nos ha dado el escalofrío de su propio<br />

pensamiento ante esa sumersión en los abismos de lo Insondable. Para el<br />

iniciado antiguo, en quien la vista directa de la inteligencia se despertaba poco<br />

a poco como un nuevo sentido, esta revelación interna parecía más bien una<br />

ascensión en el sol incandescente de la Verdad, desde donde contemplaba en<br />

la plenitud de la Luz los seres y las formas, proyectados en el torbellino de las<br />

vidas por una irradiación vertiginosa.<br />

No llegaba en un día esa posesión interna de la verdad, en que el<br />

245


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

hombre realiza la vida universal por la concentración de sus facultades. Se<br />

necesitan años de ejercicio, el acuerdo tan difícil entre la inteligencia y la<br />

voluntad. Antes de manejar la palabra creadora — ¡y cuán pocos llegan! — es<br />

preciso <strong>del</strong>etrear letra por letra y sílaba por sílaba el verbo sagrado.<br />

Pitágoras acostumbraba a dar esta enseñanza en el templo de las Musas.<br />

<strong>Los</strong> magistrados de Crotona lo habían hecho construir a petición suya y bajo<br />

su dirección, cerca de su morada, en un jardín cerrado. <strong>Los</strong> discípulos <strong>del</strong><br />

segundo grado penetraban allí solos con el maestro. En el interior de aquel<br />

templo circular se veían las nuevas Musas de mármol. En pie, en el centro,<br />

velaba Hestia envuelta en un velo, solemne y misteriosa. Con su mano<br />

izquierda protegía la llama de un hogar, y con su diestra mostraba el cielo.<br />

Entre los Griegos y los Romanos, Hestia o Vesta era la guardiana <strong>del</strong> principio<br />

divino latente en todas las cosas. Conciencia <strong>del</strong> fuego sagrado, tiene su altar<br />

en el templo de Delfos, en el Pritaneo de Atenas, y en el más humilde hogar.<br />

En el santuario de Pitágoras, simbolizaba la Ciencia divina y central o la<br />

Teogonía. A su alrededor, las Musas esotéricas llevaban, además de sus<br />

nombres tradicionales y mitológicos, el nombre de las ciencias ocultas y de las<br />

artes sagradas que custodiaban. Urania guardaba la astronomía y astrología;<br />

Polimnia la ciencia de las almas en la otra vida, el arte de la adivinación;<br />

Melpómene, con su careta trágica, la ciencia de la vida y de la muerte, de las<br />

transformaciones y de los renacimientos. Esas tres Musas superiores<br />

constituían juntas la cosmogonia o física celeste: Calíope, Clío y Euterpe<br />

presidían a la ciencia <strong>del</strong> hombre o psicología con sus artes correspondientes:<br />

medicina, magia, moral. El último grupo: Terpsícore, Erato y Talía, abarcaba<br />

la física terrestre, la ciencia de los elementos, de las piedras, de las plantas y<br />

de los animales.<br />

De este modo, a primera vista, el organismo de las ciencias, calcado en<br />

el organismo <strong>del</strong> universo, aparecía al discípulo en el círculo viviente de las<br />

Musas iluminadas por la llama divina.<br />

Después de conducir a sus discípulos dentro de aquel pequeño<br />

Santuario, Pitágoras abría el libro <strong>del</strong> Verbo, y comenzaba su enseñanza<br />

esotérica.<br />

“Esas Musas, decía, sólo son las terrestres efigies de las potencias<br />

divinas de que vais a contemplar por vuestros propios ojos, la inmaterial y<br />

sublime belleza. De igual modo que ellas miran al Fuego de Hestia de que<br />

emanan, y que les da el movimiento, el ritmo y la melodía, así debéis<br />

sumergiros en el Fuego central <strong>del</strong> uiverso, en el Espíritu divino para<br />

difundiros con él en sus manifestaciones visibles”. Entonces con mano<br />

246


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

poderosa y atrevida, Pitágoras arrebataba a sus discípulos <strong>del</strong> mundo de las<br />

formas y de las realidades; borraba el tiempo y el espacio y los hacía<br />

descender con él en la Gran Mónada, en la esencia <strong>del</strong> Ser increado.<br />

Pitágoras le llamaba el Uno primero compuesto de armonía, el Fuego<br />

viril que atraviesa todo, el Espíritu que se mueve por sí mismo, el Individuo y<br />

el gran No-Manifestado, donde los mundos efímeros manifiestan el<br />

pensamiento creador, el Único, el Eterno, el Inmutable, oculto bajo las cosas<br />

múltiples que pasan y cambián. “La esencia en sí se substrae al hombre, dice<br />

el pitagórico Filolao. Sólo conocemos las cosas de este mundo donde lo finito<br />

se cambia con lo infinito. ¿Y cómo podemos conocerlas?. Porque hay entre<br />

nosotros y las cosas una armonía, una relación, un principio común; y ese<br />

principio les es dado por el Uno, que les da con su esencia, la mesura y la<br />

inteligibilidad. Él es la común medida entre el objeto y el sujeto, la razón de<br />

las cosas por la que el Alma participa de la última razón <strong>del</strong> Uno”. (En las<br />

matemáticas trascendentales, se demuestra algebraicamente que cero<br />

multiplicado por infinito es igual a Uno. Cero, en el orden de las ideas<br />

absolutas, significa el Ser indeterminado. El Infinito, lo Eterno, en el<br />

lenguaje de los templos se simbolizan por un círculo o por una serpiente que<br />

se muerde la cola, que significa el Infinito, moviéndose a sí mismo. Y, desde<br />

el momento que el Infinito se determina, produce todos los números que en<br />

su grande unidad contiene, y que gobierna en una perfecta armonía. Tal es<br />

el sentido trascendente <strong>del</strong> primer problema de la teogonía pitagórica, la<br />

razón que hace que la grande Mónada contenga a todas las pequeñas y que<br />

todos los números surjan de la grande unidad en movimiento).<br />

¿Pero cómo aproximarse a Él, al Ser impalpable?. ¿Ha visto alguien<br />

jamás al dueño <strong>del</strong> Tiempo, al alma de los soles, manantial de las<br />

inteligencias?. No; y confundiéndose con Él se penetra en su esencia. Es<br />

parecido a un fuego invisible colocado en el centro <strong>del</strong> universo, cuya llama<br />

ágil circula en todos los mundos y mueve la circunferencia. Agregaba<br />

Pitágoras que la obra de la Iniciación consistía en aproximarse al gran Ser,<br />

procurando tener con Él puntos de semejanza, volviéndose tan perfecto como<br />

posible fuera, dominando las cosas con la inteligencia, volviéndose tan activo<br />

como él y no pasivo como ellas. “Vuestro propio Ser, vuestra alma, ¿No son<br />

un microcosmo, un pequeño universo?. Pero ellos están llenos de tempestades<br />

y discordias. Se trata de realizar la unidad en la armonía y aquellas discordias<br />

han de desaparecer. Entonces y sólo entonces, Dios descenderá en vuestra<br />

conciencia, entonces participaréis de su poder y haréis de vuestra voluntad la<br />

piedra <strong>del</strong> hogar, el altar de Hestia, el trono de Júpiter”.<br />

247


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Dios, la substancia indivisible, tiene pues por número la Unidad que<br />

contiene al Infinito, por nombre el de Padre, de Creador o de Eterno-<br />

Masculino, por signo el Fuego viviente, símbolo <strong>del</strong> Espíritu, esencia <strong>del</strong><br />

Todo. He aquí el primero de los principios.<br />

Pero las divinas facultades son semejantes al loto místico que el<br />

iniciado egipcio, acostado en su sepulcro, veía surgir de la negra noche. Al<br />

pronto no es más que un punto brillante, luego se abre como una flor, y el<br />

centro incandescente se manifiesta como una rosa de luz con mil hojas.<br />

Pitagoras decía que la grande Mónada obra como Diada creadora. En el<br />

momento que Dios se manifiesta, es doble; esencia invisible y substancia<br />

divisible; principio masculino activo, animador, y principio femenino pasivo o<br />

materia plastica animada. La Diada representaba, pues, la union <strong>del</strong> Eterno-<br />

Masculino y <strong>del</strong> Eterno-Femenino en Dios, las dos facultades divinas<br />

esenciales y correspondientes. Orfeo había expresado poéticamente esta idea<br />

en este verso:<br />

Jupiter es el Esposo y la Esposa divinos.<br />

Todos los politeísmos han tenido intuitivamente conciencia de esta idea,<br />

representando a la Divinidad tan pronto en forma masculina como en forma<br />

femenina.<br />

Y esta Natura viviente, eterna, esta grande Esposa de Dios, no es<br />

únicamente la terrestre Naturaleza, sino la naturaleza celeste invisible a<br />

nuestros ojos corporales, el Alma <strong>del</strong> mundo, la Luz primordial, unas veces<br />

Maia, y otras Isis o Cibeles, que vibrando la primera bajo la impulsión divina,<br />

contiene las esencias de todas las almas, los tipos espirituales de todos los<br />

seres. Es luego Demeter, la tierra viviente y todas las tierras con los cuerpos<br />

que contienen, donde aquellas almas vienen a encarnarse. Luego es la Mujer,<br />

compañera <strong>del</strong> Hombre. En la humanidad, la Mujer representa a la Naturaleza;<br />

y la imagen perfecta de Dios no es el Hombre solo, sino el Hombre y la Mujer.<br />

De ahí su invencible, encantadora y fatal atracción; de ahí la embriaguez <strong>del</strong><br />

Amor, en que se juega el ensueño de las creaciones infinitas y el oscuro<br />

presentimiento de que el Eterno-Masculino y el Eterno-Femenino gozan de<br />

una perfecta unión en el seno de Dios. “Honor, pues, a la Mujer, en la tierra y<br />

en el cielo, decía Pitágoras con todos los iniciados antiguos; ella nos hace<br />

comprender a esta grande mujer, la Naturaleza. Que sea su imagen santificada<br />

y que nos ayude a remontar por grados hasta la grande Alma <strong>del</strong> Mundo, que<br />

procrea, conserva y renueva, hasta la divina Cibeles, que lleva al pueblo de las<br />

248


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

almas en su manto de Luz”.<br />

La Mónada representa la esencia de Dios, la Dyada su facultad<br />

generadora y reproductiva. Ésta genera el mundo, florecimiento visible de<br />

Dios en el espacio y el tiempo. Más el mundo real es triple. Pues de igual<br />

modo que el hombre se compone de tres elementos distintos pero fundidos<br />

uno en otro, cuerpo, alma y espíritu; así el universo está dividido en tres<br />

esferas concéntricas: el mundo natural, el mundo humano y el mundo divino.<br />

La Triada o ley <strong>del</strong> ternario es, pues, la ley constituitiva de las cosas y la<br />

verdadera clave de la vida, desde la constitución fisiológica <strong>del</strong> cuerpo animal,<br />

en funcionamiento <strong>del</strong> sistema sanguíneo y <strong>del</strong> sistema cerebroespinal, hasta<br />

la constitución hiperfísica <strong>del</strong> hombre, <strong>del</strong> universo y de Dios. De este modo<br />

ella abre como por encanto al espíritu maravillado la estructura interna <strong>del</strong><br />

universo; ella muestra las correspondencias infinitas <strong>del</strong> macrocosmos y <strong>del</strong><br />

microcosmos. Ella obra como una luz que atraviesa las cosas para hacerlas<br />

transparentes, y hace brillar a los mundos pequeños y grandes como otras<br />

tantas linternas mágicas.<br />

Expliquemos esta ley por la correspondencia esencial <strong>del</strong> hombre y <strong>del</strong><br />

universo.<br />

Pitágoras admitía que el espíritu <strong>del</strong> hombre o el intelecto tienen de<br />

Dios su naturaleza inmortal, invisible, absolutamente activa. Porque el espíritu<br />

es lo que se mueve por sí mismo. Llamaba al cuerpo su parte mortal, divisible<br />

y pasiva. Pensaba él que lo que llamamos alma está estrechamente unido al<br />

espíritu, pero formado por un tercer elemento intermedio que proviene <strong>del</strong><br />

flúido cósmico. El alma se semeja, pues, a un cuerpo etéreo que el espíritu se<br />

teje y se construye a sí mismo. Sin ese cuerpo etéreo, el cuerpo material no<br />

podría ser animado, y sólo sería una masa inerte y sin vida. (Doctrina idéntica<br />

a la <strong>del</strong> iniciado San Pablo, que habla <strong>del</strong> cuerpo espiritual). El alma tiene<br />

una forma semejante a la <strong>del</strong> cuerpo que vivifica, y le sobrevive despué de la<br />

disolución o la muerte. Ella se vuelve entonces, según la expresión de<br />

Pitágoras repetida por Platón, el sutil vehículo que lleva al espíritu hacia las<br />

esferas divinas o le deja caer en las tenebrosas regiones de la materia, según<br />

que ella es más o menos buena o mala. Más la constitución y evolución <strong>del</strong><br />

hombre se repite en círculos que se agrandan sobre toda la escala de los seres<br />

y en todas las esferas. Al igual que la humana Psiquis lucha entre el espíritu<br />

que la atrae y el cuerpo que la retiene, así la humanidad evoluciona entre el<br />

mundo natural y animal, donde ella sumerge sus raíces terrestres y el mundo<br />

divino de los puros espíritus, donde está su manantial celeste y hacia el cual<br />

aspira a elevarse. Y lo que pasa en la humanidad pasa en todas las tierras y en<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

todos los sistemas solares en proporciones siempre diversas, en modos<br />

siempre nuevos. Extended el círculo hasta el infinito y, si lo podéis, abarcad<br />

en un solo concepto los mundos sin límites. ¿Qué encontráis en ellos?. El<br />

pensamiento creador, el flúido astral y mundos en evolución: el espíritu, el<br />

alma y el cuerpo de la divinidad. Levantando velo tras velo y sondeando las<br />

facultades de la divinidad misma, veréis la Triada y la Dyada envolviéndose<br />

en la sombría profundidad de la Mónada cómo una eflorescencia de estrellas<br />

en los abismos de la inmensidad.<br />

Según esta rápida exposición, se concibe la capital importancia que<br />

Pitágoras concedía a la ley <strong>del</strong> ternario. Se puede decir que ella forma la<br />

piedra angular de la ciencia esotérica. Todos los grandes iniciadores religiosos<br />

han tenido conciencia de ello, todos los teósofos lo han presentido. Un oráculo<br />

de Zoroastro dice:<br />

El número tres reina en el universo<br />

Y la mónada en su principio.<br />

El mérito incomporable de Pitágoras está en haberlo formulado con la claridad<br />

<strong>del</strong> genio griego. Hizo de ello el centro de su teogonía y el fundamento de las<br />

ciencias. Ya velada la ley en los escritos exotéricos de Platón, pero<br />

incomprendida por completo por los filósofos posteriores, esta concepción no<br />

ha penetrado en los tiempos modernos más que entre algunos raros iniciados<br />

de las ciencias ocultas. (Entre ellos y en primer término hay que colocar a<br />

Fabre d’Olivet (Versos dorados de Pitágoras). Esta concepción viviente de<br />

las fuerzas <strong>del</strong> Universo, penetrándolo de alto a bajo; nada tiene que ver con<br />

las especulaciones vacías de los puros metafísicos, como por ejemplo la<br />

tesis, la antítesis y la síntesis de Hegel, simples juegos <strong>del</strong> espíritu). Se ve<br />

desde ahora qué base ancha y sólida el ternario universal ofrecía a la<br />

clasificación de las ciencias, el edificio de la cosmogonía y de la psicología.<br />

Del mismo modo que el ternario universal se concentra en la unidad de<br />

Dios o en la Mónada, así el ternario humano se concentra en la conciencia <strong>del</strong><br />

yo y en la voluntad que recoge todas las facultades <strong>del</strong> cuerpo, <strong>del</strong> alma y <strong>del</strong><br />

espíritu en su viviente unidad. El ternario humano y divino, resumido en la<br />

Mónada, constituye la Tetrada sagrada. Pero el hombre sólo de una manera<br />

relativa realiza su unidad. Porque su voluntad que obra sobre todo su ser, no<br />

puede, sin embargo, obrar simultánea y plenamente en sus tres órganos; es<br />

decir, en el instinto, en el alma y en el intelecto. El universo y Dios mismo no<br />

se le aparecen más que por turno y sucesivamente, reflejados por aquellos tres<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

espejos.<br />

1. Visto a través <strong>del</strong> instinto y el Kaleidoscopio de los sentidos, Dios es<br />

múltiple e infinito, como sus manifestaciones. De ahí el politeísmo, donde el<br />

número de los dioses no tiene límite.<br />

2. Visto a través <strong>del</strong> alma razonable, Dios es doble, es decir, espíritu y<br />

materia. De ahí el dualismo de Zoroastro, de los Maniqueos y de varias otras<br />

religiones.<br />

3. Visto a través <strong>del</strong> intelecto puro, es triple, es decir, espíritu, alma y<br />

cuerpo en todas las manifestaciones <strong>del</strong> universo. De ahí los cultos trinitarios<br />

de la India (Brahma, Vishnú y Siva) y la trinidad misma <strong>del</strong> cristianismo (el<br />

Padre, el Hijo y el Espíritu Santo).<br />

4. Concebido por la voluntad que resume el todo, Dios es único y<br />

tenemos el monoteísmo hermético de Moisés en todo su rigor. Aquí no hay ya<br />

personificación, ni encarnación; salimos <strong>del</strong> universo visible y entramos en lo<br />

absoluto. El Eterno reina solo sobre el mundo reducido a polvo. La diversidad<br />

de las religiones proviene, pues, <strong>del</strong> hecho de que el hombre no realiza la<br />

divinidad más que a través de su propio ser, que es relativo y finito, mientras<br />

que Dios realiza en todo instante la unidad de los tres mundos en la armonía<br />

<strong>del</strong> universo.<br />

Esta última aplicación demostraría por sí sola la virtud, en cierto modo<br />

mágica, <strong>del</strong> Tetragrama, en el orden de las ideas. No solamente se encontraría<br />

en él el principio de las ciencias, la ley de los seres y su modo de evolución,<br />

sino también la razón de las religiones diversas y de su unidad superior. Era<br />

verdaderamente la clave universal. De ahí el entusiasmo con que Lysis habla<br />

de esto en los Versos dorados, y se comprende ahora por qué los pitagóricos<br />

juraban por aquel gran símbolo:<br />

Yo juro por aquel que grabó en nuestros pechos<br />

La Tétrada sagrada, inmenso y puro símbolo,<br />

Fuente de la Natura, mo<strong>del</strong>o de los Dioses.<br />

Pitágoras iba mucho más lejos en la enseñanza de los números. En cada<br />

uno de ellos definía un principio, una ley, una fuerza activa <strong>del</strong> universo. Pero<br />

él decía que los principios esenciales están contenidos en los cuatro primeros<br />

números, porque adicionándolos o multiplicándolos se encuentran todos los<br />

demás. De igual modo la infinita variedad de los seres que componen el<br />

universo es producida por las combinaciones de las tres fuerzas primordiales:<br />

materia, alma, espíritu bajo la impulsión creadora de la unidad divina que las<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

mezcla y las diferencia, las concentra y las anima. Con los principales<br />

maestros de la ciencia esotérica, Pitágoras concedía una grande importancia al<br />

número siete y al número diez. Siete, siendo cl compuesto de tres y cuatro,<br />

significa la unión <strong>del</strong> hombre con la divinidad. Es la cifra de los adeptos, de<br />

los grandes iniciados, y como explicación la realización completa de toda cosa<br />

por siete grados, representa la ley de la evolución. El número diez, formado<br />

por la adición de los cuatro primeros y que contiene al precedente, es el<br />

número perfecto por excelencia, puesto que representa todos los principios de<br />

la divinidad evolucionados y reunidos en una nueva divinidad.<br />

Al terminar la enseñanza de su teogonía, Pitágoras mostraba a sus<br />

discípulos las nueve Musas, personificando las ciencias, agrupadas tres por<br />

tres, presidiendo al triple ternario evolucionado en nueve mundos, y<br />

formando, con Hestia, la Ciencia divina, guardiana <strong>del</strong> Fuego primordial: La<br />

Década sagrada.<br />

TERCER GRADO - PERFECCIÓN (TELEIOTHES)<br />

COSMOGONÍA Y PSICOLOGÍA<br />

LA EVOLUCIÓN DEL ALMA<br />

El discípulo había recibido <strong>del</strong> maestro los principios de la ciencia. Esa<br />

primera iniciación había hecho caer las espesas escamas de la materia, que<br />

cubrían los ojos de su espíritu. Desgarrando el velo brillante de la Mitología,<br />

ella le había arrancado <strong>del</strong> mundo visible para lanzarlo ansiosamente a los<br />

espacios sin límites y sumergirlo en el sol de la Intelingencia, de donde la<br />

Verdad irradia sobre los tres mundos. Pero la ciencia de los números sólo era<br />

el preámbulo de la gran iniciación. Armado con estos principios, se trataba<br />

ahora de descender de las alturas de lo Absoluto a las profundidades de la<br />

naturaleza para coger al vuelo el pensamiento divino en la formación de las<br />

cosas y en la evolución <strong>del</strong> alma a través de los mundos. La cosmogonía y la<br />

psicología esotérica tocaban a los más grandes misterios de la vida, a secretos<br />

peligrosos y celosamente guardados de las ciencias y de las artes ocultas. Por<br />

esto, Pitágoras gustaba de dar aquellas lecciones lejos <strong>del</strong> día profano, por la<br />

noche, al borde <strong>del</strong> mar, en las terrazas <strong>del</strong> templo de Ceres, al murmullo<br />

ligero de las olas jónicas, de tan melodiosa cadencia, a las lejanas<br />

fosforescencias <strong>del</strong> Kosmos estrellado, o bien de las criptas <strong>del</strong> santuario,<br />

donde las lámparas egpcias de nafta difundían una claridad dulce e igual. Las<br />

mujeres iniciadas asistían a aquellas reuniones nocturnas. A veces, sacerdotes<br />

o sacerdotisas, llegados de Delfos o de Eleusis, venían a confirmar las<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

enseñanzas <strong>del</strong> maestro por la narración de sus experiencias o por la palabra<br />

lúcida <strong>del</strong> sueño clarividente.<br />

La evolución material y la evolución espiritual <strong>del</strong> mundo son dos<br />

movimientos inversos, pero paralelos y concordantes en toda la escala <strong>del</strong> ser.<br />

El uno sólo por el otro se explica, y, vistos en conjunto, explican el mundo. La<br />

evolución material representa la manifestación de Dios en la materia por el<br />

alma <strong>del</strong> mundo que la trabaja. La evolución espiritual representa la<br />

elaboración de la conciencia en las mónadas individuales y sus tentativas de<br />

unirse, a través <strong>del</strong> ciclo de vidas, con el espíritu divino de que ellas emanan.<br />

Ver el universo desde el punto de vista físico, o desde el punto de vista<br />

espiritual, no es considerar un objeto diferente, es contemplar el mundo desde<br />

los dos extremos opuestos. Desde el punto de vista terrestre, la explicación<br />

racional <strong>del</strong> mundo debe comenzar por la evolución material, puesto que por<br />

este lado la vemos; pero haciéndonos ver el trabajo <strong>del</strong> Espíritu universal en la<br />

materia y proseguir el desenvolvimiento de las mónadas individuales, ella<br />

conduce insensiblemente al punto de vista espiritual y nos hace pasar <strong>del</strong><br />

exterior al interior de las cosas, <strong>del</strong> revés <strong>del</strong> mundo a su lado profundo.<br />

Así al menos procedía Pitágoras, que consideraba al universo como un<br />

ser vivo, animado por una grande alma y penetrado por una grande<br />

inteligencia. La segunda parte de su enseñanza comenzaba, pues, por la<br />

cosmogonía.<br />

Si nos fijásemos únicamente en los fragmentos exotéricos de los<br />

pitagóricos, la astronomía suya sería semejante a la de Ptolomeo, la tierra<br />

inmóvil y el sol girando alrededor, con los planetas y el cielo entero. Pero el<br />

principio mismo de esa astronomía nos advierte de que es puramente<br />

simbólica. En el centro <strong>del</strong> universo, Pitágoras coloca el Fuego (<strong>del</strong> cual el Sol<br />

no es más que el reflejo) Más, en el simbolismo <strong>del</strong> Oriente, el Fuego es el<br />

signo representativo <strong>del</strong> Espíritu, de la Conciencia divina, universal. Lo que<br />

nuestros filósofos toman generalmente por la física de Pitágoras y de Platón,<br />

no es, pues, otra cosa que una descripción llena de colorido de su filosofía<br />

secreta, luminosa para los iniciados; pero tanto más impenetrable al vulgo,<br />

cuanto que la hacían pasar por una sencilla física. Busquemos, pues, en ella<br />

una especie de cosmografía de la vida de las almas, y nada más. La región<br />

sublunar designa la esfera donde se ejerce la atracción terrestre, y es llamada<br />

el círculo de las generaciones. <strong>Los</strong> iniciados entendían por eso que la tierra es<br />

para nosotros la región de la vida corporal. Allí se hacen todas las operaciones<br />

que acompañan a la encarnación y desencarnación de las almas. La esfera de<br />

los seis planetas y <strong>del</strong> sol responde a categorías ascendentes de espíritus. El<br />

253


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Olimpo concebido como una esfera en rotación, es llamado el cielo de los<br />

fijos, porque es asimilado a la esfera de las almas perfectas. Esta astronomía<br />

infantil recubre, pues, una concepción <strong>del</strong> universo espiritual.<br />

Pero todo nos lleva a creer que los antiguos iniciados, y particularmente<br />

Pitágoras, tenían nociones mucho más precisas <strong>del</strong> universo físico. Aristóteles<br />

dice positivamente que los pitagóricos creían en el movimiento de la tierra<br />

alrededor <strong>del</strong> Sol. Copérnico afirma que la idea de la rotación de la tierra<br />

alrededor de su eje le vino leyendo, en Cicerón que un tal Aycetas; de<br />

Siracusa, había hablado <strong>del</strong> movimiento diurno de la tierra. A sus discípulos<br />

<strong>del</strong> tercer grado Pitágoras enseñaba el doble movimiento de la tierra. Sin tener<br />

las medidas exactas de la ciencia moderna, él sabía, como los sacerdotes de<br />

Memfis, que los planetas salidos <strong>del</strong> Sol giran a su alrededor; que las estrellas<br />

son otros tantos sistemas solares gobernados por las mismas leyes <strong>del</strong> nuestro<br />

y que cada uno tiene su rango en el universo inmenso. Él sabía también que<br />

cada mundo solar forma un pequeño universo, que tiene su correspondencia en<br />

el mundo espiritual y su cielo propio. <strong>Los</strong> planetas servían para marcar la<br />

escala. Pero esas nociones, que habrían revolucionado la mitología popular y<br />

que la multitud hubiese tachado de sacrilegios, jamás eran confiadas a la<br />

escritura vulgar. Sólo se enseñaban bajo el sello <strong>del</strong> más profundo secreto.<br />

(Ciertas definiciones extrañas, bajo forma de metáfora, que nos han sido<br />

transmitidas y que provenien de la enseñanza secreta <strong>del</strong> maestro, dejan<br />

adivinar, en su sentido oculto, la concepción grandiosa que Pitágoras tenía<br />

<strong>del</strong> Kosmos. Hablando de las constelaciones, llamaban a las Osas Mayor y<br />

Menor: las manos de Rhea-Kybeles. Más, Rhea-Kibele significa<br />

esotéricamente la luz astral circulante, la divina esposa <strong>del</strong> fuego universal<br />

o <strong>del</strong> Espíritu creador, que, concentrándose en los sistemas solares, atrae las<br />

esencias inmateriales de los seres, los coge, y los hace entrar en el torbellino<br />

de las vidas. El llamaba también a los planetas los perros de Proserpina.<br />

Esta expresión singular no tiene sentido más que esotéricamente.<br />

Proserpina, la diosa de las almas, presidía a su encarnación en la materia.<br />

Pitágoras llamaba, pues, a los planetas, perros de Proserpina, porque<br />

guardan y retienen las almas encarnadas como el cancerbero mitológico<br />

guarda las almas en el infierno).<br />

El universo visible, decía Pitágoras, el cielo con todas sus estrellas no es<br />

más que una forma pasajera <strong>del</strong> alma <strong>del</strong> mundo, de la grande Maia, que<br />

concentra la materia esparcida en los espacios infinitos, luego la disuelve y la<br />

disemina en imponderable flúido cósmico. Cada torbellino solar posee una<br />

parcela de esa alma universal, que evoluciona en su seno durante millones de<br />

254


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

siglos, con una fuerza de impulsión y una medida especial. En cuanto a las<br />

potencias, a los reinos, a las especies y a las almas en los astros de este<br />

pequeño mundo, vienen de Dios, descienden <strong>del</strong> Padre, es decir, que ellas<br />

emanan de un orden espiritual inmutable y superior, así como de una<br />

evolución material anterior, es decir, de un sistema solar extinguido. De esas<br />

potencias invisibles unas, absolutamente inmortales, dirigen la formación de<br />

este mundo, otra esperan su florecimiento en el sueño cósmico o en el divino<br />

ensueño para volver a entrar en las generaciones visibles, según rango y según<br />

la ley eterna. El alma solar y su fuego central, que mueve directamente a la<br />

gran Mónada, elabora la materia en fusión. <strong>Los</strong> planetas son hijos <strong>del</strong> Sol.<br />

Cada uno de ellos, elaborado por las fuerzas de atracción y de rotación<br />

inherentes a la materia, está dotado de un alma semiconsciente salida <strong>del</strong> alma<br />

solar, y tiene su carácter distinto, su papel particular en la evolución. Como<br />

cada planeta es una expresión diversa <strong>del</strong> pensamiento de Dios, como ejerce<br />

una función especial en la cadena planetaria, los antiguos sabios han<br />

identificado los nombres de los planetas con los grandes dioses, que<br />

representan las facultades divinas en acción en el universo.<br />

<strong>Los</strong> cuatro elementos, de que están formados los astros y los seres,<br />

designan cuatro estados graduados de la materia. El primero, como el más<br />

denso y el más grosero, es el más refractario al espíritu; el último, como el<br />

más refinado, tiene por él una grande afinidad. La tierra representa el estado<br />

sólido; el agua, el estado líquido; el aire, el estado gaseoso; el fuego, el estado<br />

imponderable. El quinto elemento, o etérico, representa un estado tan sutil de<br />

la materia y tan vivaz, que ya no es atómico y está dotado de penetración<br />

universal. Es el flúido cósmico original, la luz astral o el alma <strong>del</strong> mundo.<br />

Pitágoras hablaba en seguida a sus discípulos de las revelaciones de la<br />

tierra, según las tradiciones <strong>del</strong> Egipto y <strong>del</strong> Asia. Sabía que la tierra en fusión<br />

estaba rodeada primitivamente de una atmósfera gaseosa, que, licuada por su<br />

enfriamiento sucesivo, había formado los mares. Según su costumbre, él<br />

resumía metafóricamente esta idea, diciendo que los mares eran producidos<br />

por las lágrimas de Saturno (el tiempo cósmico).<br />

Más he aquí los reinos que aparecen, y los invisibles gérmenes, flotando<br />

en el aura etérea de la tierra, en torbellinos dentro de su manto gaseoso,<br />

siendo luego atraídos al profundo seno de los mares y a los primeros,<br />

continentes emergidos. <strong>Los</strong> mundos vegetal y animal, aun confundidos,<br />

aparecen casi al mismo tiempo La doctrina esotérica admite la transformación<br />

de las especies animales, no solamente según la ley de la selección, sino<br />

también según la ley primaria de la percusión de la tierra por los poderes<br />

255


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

celestes, y de todos los seres vivos por principios inteligibles y fuerzas<br />

invisibles. Cuando una nueva especie aparece sobre el globo, es que una raza<br />

de almas de un tipo superior se encarna en épocas dadas en los descendientes<br />

de la especie antigua, para hacerla subir un escalón remoldeándola y<br />

transformándola a su imagen. De este modo la doctrina esotérica explica la<br />

aparición <strong>del</strong> hombre sobre la tierra. Desde el punto de vista de la evolución<br />

terrestre, el hombre es la última rama y la corona de todas las especies<br />

anteriores. Pero este punto de vista no basta para explicar su entrada en<br />

escena, como no bastaría para explicar la formación de la primera alga o <strong>del</strong><br />

primer crustáceo en el fondo de los mares. Todas esas creaciones sucesivas<br />

suponen, como cada nacimiento, la percusión de la tierra por los poderes<br />

invisibles que crean la vida. La <strong>del</strong> hombre supone el reino anterior de una<br />

humanidad celeste que preside al nacimiento de la humanidad terrestre y le<br />

envía, como las ondas de una marea formidable, nuevos torrentes de almas<br />

que se encarnan en su seno y hacen lucir los primeros rayos de un divino día<br />

en este ser temeroso, más impulsivo, audaz, que, apenas salido de las tinieblas<br />

de la animalidad, se ve obligado a luchar con todos los poderes de la<br />

naturaleza para poder vivir.<br />

Pitágoras, instruido por los templos <strong>del</strong> Egipto, tenía nociones precisas<br />

sobre las grandes evoluciones <strong>del</strong> globo. La doctrina india y la egipcia<br />

conocían la existencia <strong>del</strong> antiguo continente austral que había producido la<br />

raza roja y una potente civilización, llamada Atlante por los Griegos. Ella<br />

atribuía la emergencia y la inmersión alternativas de los continentes a la<br />

oscilación de los polos y admitía que la humanidad había atravesado así por<br />

seis diluvios. Cada ciclo interdiluviano trae el predominio de una gran raza<br />

humana. En medio de los eclipses parciales de la civilización y de las<br />

facultades humanas, hay un movimiento general ascendente.<br />

He aquí, pues, a la humanidad constituida y a las razas lanzadas en su<br />

carrera, a través de los cataclismos <strong>del</strong> globo. Pero sobre este globo, que<br />

tomamos al nacer por la base inmutable <strong>del</strong> mundo y que flota por el espacio,<br />

sobre estos continentes que emergen de los mares para desaparecer de nuevo,<br />

en medio de estos pueblos que pasan, de estas civilizaciones que se derumban,<br />

¿Cuál es el grande, el punzante, el eterno misterio?. Es el problema interior, el<br />

de cada uno y el de todos, es el problema <strong>del</strong> alma, que descubre en sí misma<br />

un abismo de tinieblas y de luz, que se contempla con una mezcla de encanto<br />

y de temor, y se dice: “Yo no soy de este mundo, porque él no basta para<br />

explicarme. No vengo de la tierra y voy a otra parte. ¿Pero adónde?”. Es el<br />

misterio de Psiquis, que contiene todos los demás.<br />

256


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

La cosmogonía <strong>del</strong> mundo visible, decía Pitágoras, nos ha conducido a<br />

la historia de la tierra y ésta al misterio <strong>del</strong> alma humana. Con él tocamos al<br />

santuario de los santuarios, al arcano de los arcanos. Una vez despierta su<br />

conciencia, el alma se vuelve para sí misma el más asombroso de los<br />

espectáculos. Pero esta misma conciencia no es más que la superficie<br />

iluminada de su ser, donde ella sospecha abismos oscuros e insondables. En su<br />

ignota profundidad, la divina Psiquis contempla con mirada fascinada todas<br />

las vidas y todos los mundos: el pasado, el presente y el futuro que une con la<br />

Eternidad. “Conócete a ti mismo y conocerás el universo de los dioses”, he<br />

aquí el secreto de los sabios iniciados. Pero para penetrar por esa puerta<br />

estrecha de la inmensidad <strong>del</strong> universo invisible, despertemos en nosotros la<br />

vista directa <strong>del</strong> alma purificada y armémonos con la antorcha de la<br />

Inteligencia, de la ciencia de los principios y de los números sagrados.<br />

Pitágoras pasaba así de la cosmogonía física a la cosmogonía espiritual.<br />

Después de la evolución de la tierra, contaba la evolución <strong>del</strong> alma a través de<br />

los mundos. Fuera de la iniciación, esta doctrina es conocida bajo el nombre<br />

de transmigración de las almas. No se han dicho más disparates sobre<br />

ninguna parte de la doctrina oculta que sobre ésa, y tanto es ello así, que la<br />

literatura antigua y moderna no la conocen más que bajo disfraces pueriles.<br />

Platón mismo, el que contribuyó más a popularizarla de todos los filósofos,<br />

sólo ha dado resúmenes fantásticos y a veces extravagantes, sea porque su<br />

prudencia o sus juramentos le hayan impedido decir todo lo que sabía. Pocos<br />

sospechan hoy que esa doctrina haya podido tener para los iniciados un<br />

aspecto científico, abrir perspectivas infinitas y dar al alma consuelos divinos.<br />

La doctrina de la vida ascensional es el rango común de las tradiciones<br />

esotéricas y el coronamiento de la teosofía. Yo añado que ella tiene, para<br />

nosotros, una importancia capital. Porque el hombre de hoy rechaza con igual<br />

desprecio la inmortalidad abstracta y vaga de la filosofía y el cielo infantil de<br />

la religión primaria. Y, sin embargo, la nada y la sequedad <strong>del</strong> materialismo le<br />

causan horror. El aspira inconscientemente a la conciencia de una<br />

inmortalidad orgánica que responda a la vez a las exigencias de la razón y a<br />

las necesidades indestructibles de su alma. Se comprende, además, por qué los<br />

iniciados de las religiones antiguas, teniendo conocimiento de esas verdades,<br />

las han mantenido tan secretas. Ellas son de naturaleza tal, que producen el<br />

vértigo a los espíritus no cultivados. Ellas se ligan estrechamente con los<br />

profundos misterios de la generación espiritual, de los sexos y de la<br />

generación en la carne, de donde dependen los destinos de la humanidad.<br />

Se esperaba, pues, con una especie de santo temor esa hora capital de la<br />

257


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

enseñanza esotérica. Por la palabra de Pitágoras, como por un lento encanto, la<br />

pesada materia parecía aligerarse, las cosas de la tierra se volvían<br />

transparentes, las <strong>del</strong> cielo visibles al espíritu. Esfera de oro y azul surcadas de<br />

esencias luminosas desarrollaban sus orbes hasta el infinito.<br />

Entonces los discípulos, hombres y mujeres, agrupados alrededor <strong>del</strong><br />

maestro, en una parte subterránea <strong>del</strong> templo de Ceres, llamada cripta de<br />

Proserpina, escuchaban con una emoción palpitante la historia celeste de<br />

Psiquis.<br />

¿Qué es el alma humana?. Una parcela de la gran alma <strong>del</strong> mundo, una<br />

brasa <strong>del</strong> espíritu divino, una mónada inmortal. Más si su posible porvenir se<br />

abre en los esplendores insondables de la conciencia divina, su misterioso<br />

florecer remonta a los orígenes de la materia organizada. Para llegar a ser lo<br />

que es, ha sido necesario que ella atravesara todos los reinos de la naturaleza,<br />

toda la escala de los seres, desenvolviéndose gradualmente por una serie de<br />

innumerables existencias. El espíritu que moldea los mundos y condena la<br />

materia cósmica en masas enormes, se manifiestan con una intensidad diversa<br />

y una concentración siempre mayor en los reinos sucesivos de la naturaleza.<br />

Fuerza ciega e indistinta en el mineral, individualizada en la planta, polarizada<br />

en la sensibilidad y el instinto de los animales, ella tiende hacia la Mónada<br />

consciente en esa lenta elaboración; y la Mónada elemental es visible en el<br />

animal más inferior. El elemento anímico y espiritual existe, pues, en todos los<br />

reinos, aunque solamente en estado de cantidad infinitesimal en los reinos<br />

inferiores. Las almas que existen en estado de gérmenes en los reinos<br />

inferiores estacionádose allí sin salir de ellos durante inmensos períodos, y<br />

sólo después de grandes revoluciones cósmicas, ellas pasan a un reino superior<br />

cambiando de planeta. Todo lo que ellas pueden hacer durante el período de<br />

vida de un planeta, consiste en subir algunas especies. ¿Dónde comienza la<br />

Mónada?. Igual sería preguntar la hora en que se ha formado una nebulosa, o<br />

que un sol ha lucido por vez primera. Sea de ello lo que quiera, lo que<br />

constituye la esencia de cualquier hombre ha debido evolucionar durante<br />

millones de años a través de una cadena de planetas y los reinos inferiores,<br />

conservando a través de todas esas existencias un principio individual que por<br />

todas partes la sigue. Esa individualidad oscura, pero indestructible, constituye<br />

el sello divino de la Mónada en que Dios quiere manifestarse por la<br />

conciencia.<br />

Cuando más ascendemos en la serie de los organismos, más la Mónada<br />

desarrolla los principios latentes que en ella están. La fuerza polarizada se<br />

vuelve sensible, la sensibilidad instinto, el instinto inteligencia. Y a medida<br />

258


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

que se enciende la antorcha vacilante de la conciencia, esta alma se vuelve<br />

más independiente <strong>del</strong> cuerpo, más capaz de llevar una existencia más libre. El<br />

alma flúida y no polarizada de los minerales y vegetales, está ligada a los<br />

elementos de la tierra. La de los animales, fuertemente atraída por el fuego<br />

terrestre, allí pasa un cierto tiempo cuando deja su cadáver; luego vuelve a la<br />

superficie <strong>del</strong> globo para reencarnarse en su especie, sin jamás poder<br />

abandonar las bajas capas de la atmósfera. Éstas se hallan pobladas de<br />

elementales o almas animales, que tienen su papel en la vida atmosférica y una<br />

influencia oculta sobre el hombre. El alma humana sola viene <strong>del</strong> cielo, y a él<br />

vuelve después de la muerte. ¿Pero en qué época de su larga existencia<br />

cósmica el alma elemental se ha convertido en alma humana?. ¿Por qué crisol<br />

incandescente, por qué etérea llama ha pasado para eso?. La transformación no<br />

ha sido posible en un período interplanetario más que por el encuentro de<br />

almas humanas plenamente formadas, que han desenvuelto en el alma<br />

elemental su espiritual principio y han impreso su divino prototipo como un<br />

sello de fuego en su substancia plástica.<br />

¡Qué de viajes, qué de encarnaciones, qué de ciclos planetarios a<br />

atravesar aún, para que el alma humana así formada se convierta en el hombre<br />

que conocemos!. Según las tradiciones esotéricas de la India y de Egipto, los<br />

individuos que componen la humanidad actual han comenzado su existencia<br />

humana en otros planetas, donde la materia es mucho menos densa que en el<br />

nuestro. El cuerpo <strong>del</strong> hombre era entonces casi vaporoso, sus encarnaciones<br />

ligeras y fáciles. Sus facultades de percepción espiritual directa habían sido<br />

muy poderosas y muy sutiles en esa primera fase humana: la razón y la<br />

inteligencia por oposición, se hallaban en estado embrionario. En ese estado<br />

semicorporal, semiespiritual, el hombre veía los espíritus, todo era esplendor y<br />

encanto ante su visión, y música para su audición. Él oía hasta la armonía de<br />

las Esferas. Ni pensaba, ni reflexionaba; quería apenas. Se dejaba vivir,<br />

bebiendo los sonidos, las formas y la luz, flotando como en un sueño, de la<br />

vida a la muerte y de la muerte a la vida. He aquí lo que los órficos llamaban<br />

el cielo de Saturno. Encarnándose sobre planetas más y más densos, según la<br />

doctrina de Hermes, es como el hombre se ha materializado. Encarnándose en<br />

una materia más espesa, la humanidad ha perdido su sentido espiritual; pero<br />

por su lucha más y más fuerte con el mundo exterior, ha desarrollado<br />

poderosamente su razón, su inteligencia, su voluntad. La tierra es el último<br />

escalón de este descenso en la materia que Moisés llama la salida <strong>del</strong> paraíso,<br />

y Orfeo la caída en el círculo sublunar. De él puede el hombre remontar<br />

penosamente los círculos de una serie de existencias nuevas, y recobrar sus<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

sentidos espirituales por el libre ejercicio de su intelecto y de su voluntad.<br />

Entonces solamente, dicen los discípulos de Hermes y de Orfeo, el hombre<br />

adquiere por su acción la conciencia y el poder de lo divino; entonces<br />

solamente llega a ser hijo de Dios. Y aquéllos que sobre la tierra han llevado<br />

este nombre, han debido, antes de aparecer entre nosotros, descender y<br />

remontar la vertiginosa espiral.<br />

¿Qué es, pues, la humilde Psiquis en su origen?. Un soplo que pasa, un<br />

germen que flota, un ave batida por los vientos, que emigra de vida en vida. Y<br />

sin embargo, de naufragio en naufragio, a través de millones de años, se ha<br />

convertido en la hija de Dios y no reconoce más patria que el cielo. He aquí<br />

por qué la poesía griega, de un simbolismo tan profundo y tan luminoso, ha<br />

comparado el alma al insecto alado, tan pronto gusano como mariposa celeste.<br />

¿Cuántas veces ha sido crisálida y cuántas otras mariposa?. ¡Ella jamás lo<br />

sabrá, pero sí siente que tiene alas!.<br />

Tal es el vertiginoso pasado <strong>del</strong> alma humana. El nos explica su<br />

presente condición y nos permite entrever su porvenir.<br />

¿Cuál es la situación de la divina Psiquis en la vida terrestre?. Por poco<br />

que se reflexione, no se podría imaginar una cosa más extraña y más trágica.<br />

Desde que se ha despertado penosamente en el aire espeso de la tierra, el alma<br />

está enlazada a los repliegues <strong>del</strong> cuerpo. Ella no vive, no respira, no piensa<br />

más que a través de él, y, sin embargo, él no es ella. A medida que el alma se<br />

desarrolla, siente crecer en sí una luz temblorosa, algo de invisible e inmaterial<br />

que ella llama su espíritu, su conciencia. Sí; el hombre tiene el sentimiento<br />

innato de su triple naturaleza, puesto que distingue en su lenguaje, aun<br />

instintivo, su cuerpo de su alma y su alma de su espíritu. Más el alma cautiva<br />

y atormentada se agita entre sus dos compañeros como entre la presión de una<br />

serpiente de mil repliegues y un genio invisible que la llama, pero cuya<br />

presencia no se hace sentir más que por su aleteo y sus resplandores fugitivos.<br />

A veces este cuerpo la absorbe hasta tal punto, que Psiquis no vive más que<br />

por sus sensaciones y sus pasiones; con él se lanza en las orgías sangrientas de<br />

la cólera o en el espeso humo de las voluptuosidades carnales, hasta que se<br />

asusta de sí misma por el profundo silencio <strong>del</strong> compañero invisible. Otras<br />

veces, atraída por éste, se pierde en una tal altura de pensamiento que olvida la<br />

existencia <strong>del</strong> cuerpo, hasta que éste le recuerda su presencia con tiránico<br />

toque de atención. Y entre tanto, una voz interna le dice que entre ella y el<br />

huésped invisible el lazo es indisoluble, aunque la muerte rompa sus lazos con<br />

el cuerpo. Pero, lanzada de una a otra parte en su lucha eterna, el alma busca<br />

en vano la felicidad y la verdad. Vanamente ella se busca en sus sensaciones<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

que pasan, en sus pensamientos que se escapan, en el mundo que cambia<br />

como un espejismo. No encontrando nada que dure, atormentada, arrojada<br />

como una hoja al viento, duda de sí misma y de un mundo divino que no se<br />

revela a ella más que por su dolor y su impotencia para alcanzarlo. La<br />

ignorancia humana está escrita en las contradicciones de los pretendidos<br />

sabios, y la tristeza humana en la sed insondable de la humana mirada. En fin,<br />

cualquiera que sea la extensión de sus conocimientos, el nacimiento y la<br />

muerte encierran al hombre entre dos límites fatales. Son dos puertas de<br />

tinieblas, más allá de las cuales nada ve. La llama de su vida se enciende al<br />

entrar por la una y se apaga al salir por la otra. ¿Pasará lo mismo con el alma?.<br />

Si no, ¿Qué es ella?.<br />

La respuesta que los filósofos han dado a este angustioso problema, ha<br />

sido muy diversa. La de los teósofos de todos los tiempos es la misma, en<br />

cuanto a lo esencial. Ella está de acuerdo con el sentimiento universal y con el<br />

espíritu íntimo de las religiones. Éstas no han expresado la verdad más que<br />

bajo formas supersticiosas o simbólicas. La doctrina esotérica abre<br />

perspectivas mucho más vastas, y sus afirmaciones están de acuerdo con las<br />

leyes de la universal evolución. He aquí lo que los iniciados, instruidos por la<br />

tradición y por las numerosas experiencias de la vida psíquica, han dicho al<br />

hombre: lo que se agita en ti, lo que tú llamas tu alma, es un doble etérico <strong>del</strong><br />

cuerpo que contiene en sí mismo un espíritu inmortal. El espíritu se construye<br />

y se teje, por su actividad propia, su cuerpo espiritual. Pitágoras le llama el<br />

sutil carro <strong>del</strong> alma, porque está destinado a arrebatarla de la tierra después de<br />

la muerte. Ese cuerpo espiritual es el órgano <strong>del</strong> espíritu, su envoltura<br />

sensitiva, su instrumento volitivo, y sirve para la animación <strong>del</strong> cuerpo, que<br />

sin ello sería inerte. En las apariciones de los moribundos o de los muertos,<br />

ese doble se vuelve visible. Pero eso supone siempre un estado nervioso<br />

especial en el vidente. La sutilidad, el poder, la perfección <strong>del</strong> cuerpo<br />

espiritual, varían según la cualidad <strong>del</strong> espíritu que contiene, y hay entre la<br />

substancia de las almas tejidas en la luz astral, pero impregnadas de los flúidos<br />

imponderables de la tierra y <strong>del</strong> cielo, matices más numerosos, diferencias<br />

más grandes, que entre todos los cuerpos terrestres y todos los estados de la<br />

materia ponderable. Ese cuerpo astral, aunque mucho más sutil, y más<br />

perfecto que el terrestre, no es mortal como la Mónada que él contiene.<br />

Cambia, se depura, según los medíos que atraviesa. El espíritu le moldea, le<br />

transforma perpetuamente a su imagen, pero no le abandona, y se desguarnece<br />

de él poco a poco, revistiéndose de substancias más etéreas. He aquí lo que<br />

Pitágoras enseñaba; que no concebía la entidad espiritual abstracta, la Mónada<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

sin forma. El espíritu, actuando en el fondo de los cielos como sobre la tierra,<br />

debe tener un órgano; este órgano es el alma viviente, bestial o sublime,<br />

oscura o radiante, pero teniendo la forma humana, esta imagen de Dios.<br />

¿Qué ocurre en la muerte?. En la proximidad de la agonía, el alma<br />

presiente generalmente su próxima separación <strong>del</strong> cuerpo. Ella vuelve a ver<br />

toda su existencia terrestre en cuadros breves, de una sucesión rápida, de una<br />

claridad asombrosa. Pero cuando la vida agotada se detiene en el cerebro, ella<br />

se turba y pierde totalmente la conciencia. Si es un alma santa y pura, sus<br />

sentidos espirituales se han despertado ya por su disgregación gradual de la<br />

material. Ella ha tenido antes de morir, de un modo cualquiera, aunque sólo<br />

fuera por introinspección de su propio estado, el sentimiento de la presencia<br />

de otro mundo. A las silenciosas instancias, a las lejanas llamadas, a los vagos<br />

rayos de lo Invisible, la tierra ha perdido ya su consistencia, y cuando el alma<br />

se escapa al fin <strong>del</strong> cadáver frío, dichosa de su liberación, se siente ella<br />

arrebatada en una gran luz hacia la familia espiritual a que pertenece. Pero no<br />

pasa así con el hombre ordinario, cuya vida ha estado repartida entre los<br />

instintos materiales y las aspiraciones superiores. El se despierta con una<br />

semiconsciencia, como en el torpe sentir de una pesadilla. No tiene ya brazos<br />

para coger, ni voz para gritar; pero se acuerda, sufre, existe en un limbo de<br />

tineblas y de espanto. La única cosa que ve es su cadáver, <strong>del</strong> que está<br />

despegado, pero hacia el cual experimenta aún una atracción invencible.<br />

Porque por medio de aquél él vivía y ahora ¿Qué es él?. Se busca con espanto<br />

en las fibras heladas de su cerebro, en la sangre cuajada de sus venas, y no se<br />

encuentra ya. ¿Está muerto?. ¿Está vivo?. Quisiera ver, asirse a alguna cosa;<br />

pero no ve, no puede coger nada. Las tinieblas le encierran; a su alrededor, en<br />

él todo es caos. No ve más que una cosa, y ésta le atrae, y la causa horror... la<br />

fosforescencia siniestra de sus despojos; y la pesadilla comienza de nuevo.<br />

Ese estado puede prolongarse durante meses o años. Su duración<br />

depende de la fuerza de los instintos materiales <strong>del</strong> alma. Pero, buena o mala,<br />

infernal o celeste, el alma adquiere poco a poco conciencia de sí misma y de<br />

su nuevo estado. Una vez libre de su cuerpo, se escapará en los abismos de la<br />

atmósfera terrestre, cuyos ríos eléctricos la llevan de un lado a otro, y donde<br />

comienza a ver a los multiformes errantes, más o menos semejantes a ella<br />

misma, como resplandores fugaces en una bruma espesa. Entonces comienza<br />

una lucha vertiginosa, encarnizada, <strong>del</strong> alma aun adormecida, para subir a las<br />

capas superiores <strong>del</strong> aire, libertarse de la atracción terrestre y ganar en el cielo<br />

de nuestro sistema plánetario la región que le es propia y los guías amigos<br />

pueden únicamente mostrarle. Pero antes de oírlos y verlos, le es necesario<br />

262


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

con frecuencia un largo tiempo. Esta fase de la vida <strong>del</strong> alma ha llevado<br />

nombres diversos en las religiones y las mitologías. Moisés la llama Horeb,<br />

Orfeo el Erebo, el cristianismo el Purgatorio o el valle de la sombra de la<br />

muerte. <strong>Los</strong> iniciados griegos la identificaban con el cono de sombra que la<br />

tierra arrastra siempre tras de sí, que va hasta la luna, y la llamaban por esta<br />

razón el abismo de Hécate. En aquel pozo tenebroso giran en torbellinos,<br />

según los órficos y los pitagóricos, las almas que tratan de alcanzar el círculo<br />

de la luna por medio de esfuerzos desesperados, y que la violencia de los<br />

vientos arroja por millares sobre la tierra. Homero y Virgilio las comparan a<br />

torbellinos de hojas, a enjambres de pájaros asustados por la tempestad. La<br />

luna jugaba un gran papel en el esoterismo antiguo. En su cara vuelta hacia el<br />

cielo, se decía que las almas iban a purificar su cuerpo astral antes de<br />

continuar su ascensión celeste. Se suponía también que los héroes y los genios<br />

estacionaban cierto tiempo sobre su cara vuelta hacia la tierra para revestir un<br />

cuerpo apropiado a nuestro mundo antes de venir a reencarnarse. Se atribuía<br />

en algún modo a la luna el poder de magnetizar el alma para la encarnación<br />

terrestre, y de desmagnetizarla para el cielo. De una manera general, esas<br />

expresiones, a las que los iniciados daban un sentido a la vez real y simbólico,<br />

significaban que el alma debe pasar por un estado intermedio de purificación y<br />

desembarazarse de las impurezas de la tierra antes de proseguir su viaje.<br />

Pero ¿Cómo pintan la llegada de un alma pura a un mundo propio de<br />

ella?. La tierra ha desaparecido como una pesadilla. Un sueño nuevo, un<br />

desvanecimiento <strong>del</strong>icioso la envuelve como una carica. Ella no ve más que a<br />

su guía alado, que la lleva con la rapidez <strong>del</strong> relámpago por las profundidades<br />

<strong>del</strong> espacio. ¿Qué decir de su despertar en los valles de un astro etéreo, sin<br />

atmósfera elemental, donde todo, montañas, flores, vegetación, está formado<br />

en una naturaleza exquisita, sensible y parlante?. ¿Qué decir, sobre todo de<br />

esas formas luminosas, hombres y mujeres, que le rodean en sagrado grupo<br />

para iniciarle en el santo misterio de su nueva vida?. ¿Son dioses o diosas?<br />

No; son almas como ella, y la maravilla es que su pensamiento íntimo florece<br />

sobre su semblante, que la ternura, el amor, el deseo o el temor irradian a<br />

través de aquellos cuerpos diáfanos en una gama de coloraciones luminosás.<br />

Aquí, cuerpos y rostros no son ya las caretas <strong>del</strong> alma, sino que el alma<br />

transparente aparece en su forma verdadera y brilla en la plena luz de su<br />

verdad pura. Psiquis ha vuelto ha encontrar su divina patria. Porque la luz<br />

secreta, donde se baña, que emana de ella misma y a ella vuelve en la sonrisa<br />

de los seres amados, esa luz de felicidad... es el alma <strong>del</strong> mundo... y en ella<br />

siente la presencia de Dios. Ahora ya no hay más obstáculos; ella amará,<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

sabrá, vivirá sin otro límite que su propia capacidad, su propio vuelo. ¡Oh<br />

dicha extraña y maravillosa!. Ella se siente unida a todas sus compañeras por<br />

profundas afinidades. Porque en la vida <strong>del</strong> más allá los que no se aman se<br />

repelen, y sólo qiuenes se comprenden se reúnen, y juntos celebran los divinos<br />

misterios en los templos más bellos, en una comunión más perfecta. Serán<br />

poemas vivientes siempre nuevos, de los cuales cada alma será una estrofa y<br />

donde cada una volverá a vivir su vida en la de las otras. Luego, temblorosa,<br />

se lanzará a la luz de arriba, al llamamiento de los Enviados, de los alados<br />

Genios, de aquellos que se llaman Dioses porque han escapado <strong>del</strong> círculo de<br />

las generaciones. Conducida por esas inteligencias sublimes, tratará de<br />

<strong>del</strong>etrear el gran poema <strong>del</strong> Verbo oculto, de comprender lo que pueda<br />

distinguir de la sinfonía <strong>del</strong> universo. Ella recibirá las enseñanzas jerárquicas<br />

de los círculos <strong>del</strong> Amor divino, tratará de ver las Esencias que esparcen en<br />

los mundos los Genios animadores, contemplará los espíritus glorificados,<br />

rayos vivientes <strong>del</strong> Dios de los Dioses, y no podrá soportar su esplendor que<br />

hace palidecer a los soles como lámparas humeantes. Y cuando vuelva<br />

espantada de esos viajes deslumbradores — porque ella siente escalofríos ante<br />

aquellas inmensidades —, oirá de lejos la llamada de las voces amadas y<br />

volverá a caer en las playas doradas de su astro, bajo el velo rosado de un<br />

sueño ondulante lleno de formas blancas, de perfumes y de melodía.<br />

Tal es la vida celeste <strong>del</strong> alma, que concibe apenas nuestro espíritu<br />

manchado por las impurezas de la tierra, pero que adivinan los iniciados, que<br />

viven los videntes y que demuestra la ley de las analogías y de las<br />

concordancias universales. Nuestras imágenes groseras, nuestro lenguaje<br />

imperfecto, tratan en vano de traducir esa vida; pero cada alma viva siente su<br />

germen en sus ocultas profundidades. Si en el estado presente nos es<br />

imposible demostrarla, la filosofía oculta formula sus condiciones psíquicas.<br />

La idea de los astros etéreos, invisibles para nosotros, pero formando parte de<br />

nuestro sistema solar y sirviendo de estancia a las almas felices, se encuentra<br />

con frecuencia en los arcanos de la tradición esotérica. Pitágoras llama a esto<br />

el doble etéreo de la tierra: el antichtono iluminado por el fuego central, es<br />

decir, por la luz divina. Al fin <strong>del</strong> Fedón, Platón describe ampliamente,<br />

aunque de una manera disfrazada, esa tierra espiritual. De ella dice que es tan<br />

ligera como el aire y rodeada de una atmósfera etérea. En la otra vida, el alma<br />

conserva, pues, toda su individualidad. De su existencia terrestre sólo guarda<br />

los recuerdos nobles, y deja caer los otros en ese olvido que los poetas han<br />

llamado las ondas <strong>del</strong> Leteo. Libertada de sus manchas, el alma humana siente<br />

su conciencia como invertida. De la parte externa <strong>del</strong> universo ha entrado en<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

su parte interna; Cibeles-Maia, el alma <strong>del</strong> mundo, la ha recogido en su seno<br />

con uan aspiración profunda. Allí Psiquis terminará su ensueño, ese ensueño<br />

roto a todas horas y sin cesar recomenzado en la tierra. Ella lo terminará en la<br />

medida de su esfuerzo terrestre y de la luz adquirida; pero lo ensanchará cien<br />

veces más. Las esperanzas pulverizadas reflorecerán en la aurora de su vida<br />

divina; las sombrías puestas de sol de la tierra, se iluminarán en días brillantes.<br />

Sí; el hombre, aunque no haya vivido más que una hora de entusiasmo o de<br />

abnegación, esa sola nota pura arrancada a la gama disonante de su vida<br />

terrestre, se repetirá en su más allá en progresiones maravillosas, en eólicas<br />

armonías. Las felicidades fugitivas que nos procuran los encantos de la<br />

música, los éxtasis <strong>del</strong> amor o los transportes de la caridad, no son más que las<br />

notas desgranadas de una sinfonía que oiremos entonces. ¿Es decir que esa<br />

vida sólo será un largo sueño, una alucinación grandiosa?. ¿Pero qué hay de<br />

más verdadero que lo que el alma siente en sí, que lo que ella realiza por su<br />

comunión divina con otras almas?. <strong>Los</strong> iniciados, que son los idealistas<br />

consecuentes y trascendentes, siempre han pensado que las únicas cosas reales<br />

y duraderas de la tierra son las manifestaciones de la Belleza, <strong>del</strong> Amor y de la<br />

Verdad espirituales. Como el más allá no puede tener otro objeto que esa<br />

Verdad, esa Belleza y ese Amor, para quienes de ello han hecho el objeto de<br />

su vida, están persuadidos de que el cielo será más verdadero que la tierra.<br />

La vida celeste <strong>del</strong> alma puede durar cientos o miles de años, según su<br />

rango y su fuerza de impulsión. Pero sólo pueden prolongarla indefinidamente<br />

los más perfectos, los más sublimes, los que han franqueado el círculo de las<br />

generaciones. Esas almas no han alcanzado únicamente el reposo temporal,<br />

sino la acción inmortal en la verdad; ellas han creado sus alas. Son inviolables,<br />

porque son la luz, gobiernan a los mundos, porque a través de ellos ven. En<br />

cuanto a las otras, son conducidas por una ley inflexible a reencarnarse para<br />

sufrir una nueva prueba y elevarse a un escalón superior o caer más bajo si<br />

desfallecen.<br />

Como la vida terrestre, la vida espiritual tiene su principio, su apogeo y<br />

su decadencia. Cuando esta vida se agota, el alma se siente sobrecogida de<br />

pesadumbre, de vértigo y de melancolía. Una fuerza invencible la atrae de<br />

nuevo hacia las luchas y los sufrimientos de la tierra. Este deseo se mezcla con<br />

aprensiones terribles, y un inmenso dolor de dejar la vida divina. Pero el<br />

tiempo ha llegado; la ley debe cumplirse. La pesadumbre aumenta y en el<br />

alma se produce la oscuridad. Ya no ve a sus compañeras luminosas más que a<br />

través de un velo, y ese velo, cada vez más espeso, le hace presentir la<br />

separación inminente. Ella oye sus tristes adioses; las lágrimas de los<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

bienhechores amados la penetran como un rocío celeste que dejará en su<br />

corazón la ardiente sed de una felicidad desconocida.<br />

Entonces — con juramentos solemnes — ella promete acordarse..., acordarse<br />

de la luz en el mundo de las tinieblas, de la verdad en el mundo de la mentira,<br />

<strong>del</strong> amor en el mundo <strong>del</strong> odio. — ¡La vuelta, la corona inmortal se alcanzan a<br />

ese precio! —. Se despierta en una atmósfera espesa. Astro etéreo, almas<br />

diáfanas, océanos de luz, todo ha desaparecido. Ya está sobre la tierra, en el<br />

abismo <strong>del</strong> nacimiento y de la muerte. Sin embargo, aun no ha perdido el<br />

recuerdo celeste, y el guía alado visible ahora a sus ojos, le designa la mujer<br />

que será su madre. Esta lleva en sí el germen de un niño. Pero este germen<br />

sólo vivirá si el espíritu le anima. Entonces tiene lugar durante nueve meses el<br />

misterio más impenetrable de la vida terrestre, el de la encarnación y de la<br />

maternidad.<br />

La fusión misteriosa se opera lentamente, sabiamente, órgano por<br />

órgano, fibra por fibra. A medida que el alma se sumerge en aquel antro cálido<br />

que hormiguea, a medida que se siente cogida en los repliegues de las<br />

vísceras, la conciencia de su vida divina se borra y se extingue. Porque entre<br />

ella y la luz de lo alto se interponen las ondas de la sangre, los tejidos de la<br />

carne que la ahogan y la llenan de tinieblas. Ya aquella luz lejana, sólo es un<br />

resplandor moribundo. Por fin, un dolor horrible la comprime, la aprieta como<br />

en un torno; una convusión sangrienta la arranca <strong>del</strong> alma maternal y la clava<br />

a un cuerpo palpitante. El niño ha nacido, miserable efigie terrestre, y grita<br />

espantado. Pero el recuerdo celeste ha entrado en las profundidades ocultas de<br />

lo Inconsciente. ¡Este recuerdo sólo revivirá por la Ciencia o por el Dolor, por<br />

el Amor o por la Muerte!.<br />

La ley de encarnación y desencarnación nos descubre, pues, el<br />

verdadero sentido de la vida y de la muerte. Ella constituye el nudo capital en<br />

la evolución <strong>del</strong> alma, y nos permite seguirla, hacia atrás y hacia a<strong>del</strong>ante,<br />

hasta las profundidades de la naturaleza y de la divinidad. Porque esta ley nos<br />

revela el ritmo y la medida, la razón y el objeto de su inmortalidad. De<br />

abstracta o de fantástica, la vuelve viva y lógica, mostrando las<br />

correspondencias de la vida y de la muerte. El nacimiento terrestre es una<br />

muerte, desde el punto de vista espiritual, y la muerte una resurrección celeste.<br />

La alternativa de las dos vidas es necesaria para el desarrollo <strong>del</strong> alma, y cada<br />

una de las dos es, a la vez la consecuencia y la explicación de la otra. Quien se<br />

haya penetrado de estas verdades, se encuentra en el corazón de los misterios,<br />

en el centro de la iniciación.<br />

Pero, se me dirá, ¿Qué es lo que nos prueba la continuidad <strong>del</strong> alma, de<br />

266


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

la mónada, de la entidad espiritual a través de todas esas existencias, puesto<br />

que ella pierde sucesivamente su memoria?. ¿Y qué es lo que os prueba,<br />

respondemos, la identidad de vuestra persona durante el estado de vigilia y<br />

durante el sueño?. Os despertáis cada mañana de un estado tan extraño, tan<br />

inexplicable como la muerte, resucitáis de esa nada y volvéis a caer en ella por<br />

la noche. ¿Era la nada?. No, porque habéis soñado, y vuestros sueños han sido<br />

para vosotros tan reales como la realidad de la vigilia. Un cambio de las<br />

condiciones fisiológicas <strong>del</strong> cerebro ha modificado las relaciones <strong>del</strong> alma y<br />

<strong>del</strong> cuerpo y desplazado vuestro puto de vista psíquico. Erais el mismo<br />

individuo, pero os encontrábais en otro medio y llevábais otra existencia. En<br />

los magnetizados, los sonámbulos y los clarividentes, el sueño desarrolla<br />

nuevas facultades que nos parecen milagrosas, pero que son las facultades<br />

naturales <strong>del</strong> alma apartada <strong>del</strong> cuerpo. Una vez despiertos, esos clarividentes<br />

no recuerdan ya lo que han visto, dicho y hecho durante su sueño lúcido; pero<br />

recuerdan perfectamente, en uno de sus sueños, lo que ha pasado en el sueño<br />

precedente, y predicen lo que ocurrirá en el próximo. Ellos tienen, pues, como<br />

dos conciencias, dos vidas alternadas enteramente distintas, pero en las que<br />

cada una tiene su continuidad racional, y que se enrollan alrededor de una<br />

misma individualidad, como cordones de color diferente alrededor de un hilo<br />

invisible.<br />

Tenía, pues, un sentido muy profundo, el que los antiguos poetas<br />

iniciados llamaran al sueño el hermano de la muerte. Porque un velo de<br />

olvido separa el sueño de la vigilia, como pasa con el nacimiento y la muerte,<br />

y de igual modo que nuestra vida terrestre se divide en dos partes siempre<br />

alternadas, así el alma eterna, en la inmensidad de su evolución cósmica, entre<br />

la encarnación y la vida espiritual, entre las tierras y los cielos. Este paso<br />

alternativo de un plano <strong>del</strong> universo al otro, esta inversión de los polos <strong>del</strong> ser,<br />

no es menos necesaria al desarrollo <strong>del</strong> alma que la alternativa de la vigilia y<br />

<strong>del</strong> sueño lo es a la vida corporal <strong>del</strong> hombre. Tenemos necesidad de las ondas<br />

<strong>del</strong> Leteo al pasar de una existencia a otra. En ésta, un velo saludable nos<br />

oculta el pasado y el porvenir. Pero el olvido no es total y alguna luz se filtra a<br />

través <strong>del</strong> velo. Las ideas innatas prueban, por sí solas, una existencia anterior.<br />

Pero hay más: nacemos con un mundo de reminiscencias vagas, de<br />

impulsiones misteriosas, de presentimientos divinos. Hay en los hijos nacidos<br />

de padres dulces y tranquilos, irrupciones de pasiones salvajes que el atavismo<br />

no basta para explicar, y que vienen de una existencia precedente. Hay a veces<br />

en las vidas más humildes, fi<strong>del</strong>idades inexplicables y sublimes a un<br />

sentimiento, a una idea. ¿No vienen de las promesas y de los juramentos de la<br />

267


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

vida celeste?. Porque el recuerdo oculto que el alma ha guardado de ella, es<br />

más fuerte que todas las razones terrestres. Según que el alma se incline hacia<br />

aquel recuerdo o que lo abandone, se la ve vencer o sucumbir. La verdadera fe<br />

es una muda fi<strong>del</strong>idad <strong>del</strong> alma a sí misma. Se concibe por esta razón que<br />

Pitágoras, como todos los teósofos, haya considerado la vida corporal como<br />

una elaboración necesaria de la voluntad, y la vida celeste como un<br />

crecimiento espiritual y un cumplimiento.<br />

Las vidas se siguen y no se parecen, pero se encadenan con una lógica<br />

implacable. Si cada una de ellas tiene su ley propia y su destino especial, su<br />

enlace está regido por una ley singular que se podría llamar la repercusión de<br />

las vidas. (La ley llamada Karma por los brahmanes y los budhistas). Según<br />

esa ley, las acciones de una vida tienen su repercusión fatal en la vida<br />

siguiente. No solamente el hombre renacerá con los instintos y las facultades<br />

que ha desarrollado en su precedente encarnación, sino que el género mismo<br />

de su existencia será determinado en gran parte por el buen o mal empleo que<br />

haya hecho de su libertad en la vida precedente. No hay palabra ni acción que<br />

deje de tener su eco en la eternidad, dice un proverbio. Según la doctrina<br />

esotérica, ese proverbio se aplica a la letra, de una vida a la otra. Para<br />

Pitágoras, las injusticias aparentes <strong>del</strong> destino, las deformidades, las miserias,<br />

los golpes de fortuna, las desgracias de todo género, encuentran su explicación<br />

en el hecho de que cada existencia es la recompensa o el castigo de la<br />

precedente. Una vida criminal engendra una vida de expiación; una vida<br />

imperfecta, otra de pruebas. Una vida buena determina una misión; una vida<br />

superior, una misión creadora. La sanción moral que se aplica con<br />

imperfección aparente desde el punto de vista de una sola vida, se aplica pues<br />

con una perfección admirable y una injusticia minuciosa en la serie de las<br />

vidas. En esta serie puede haber progresión hacia la espiritualidad y hacia la<br />

inteligencia, como puede haber regresión hacia la bestialidad y hacia la<br />

materia. A medida que el alma asciende, adquiere una parte más grande en la<br />

elección de sus reencarnaciones. El alma inferior sufre su imperio; el alma<br />

media elige entre las que se le ofrecen; el alma superior que se impone una<br />

misión, la escoge por abnegación. Cuanto más elevada es el alma, más elevada<br />

conserva la conciencia, y más clara la irrefragable percepción de la vida<br />

espiritual, que reina más allá de nuestro horizonte terrestre, que la envuelve<br />

como una atmósfera de luz y envía sus rayos a nuestras tinieblas. La tradición<br />

dice también que los iniciadores de primera fila, los divinos profetas de la<br />

humanidad, se han acordado de sus precedentes vidas terrestres. Según la<br />

leyenda, Gautama Buddha, Sakya Muni, había encontrado en sus éxtasis el<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

hilo de sus existencias pasadas; y se dice de Pitágoras que manifestaba deber a<br />

un favor especial de los Dioses, el recordar algunas de sus vidas anteriores.<br />

Hemos dicho que en la serie de vidas, el alma puede retrogradar o<br />

avanzar, según que ella se abandone a su naturaleza, inferior o divina. De ahí<br />

una consecuencia importante, cuya verdad siempre ha sentido la conciencia<br />

humana con un estremecimiento extraño. En todas las vidas hay luchas que<br />

sostener, elecciones que hacer, decisiones que tomar, cuyas consecuencias son<br />

incalculables. Pero en el camino ascendente <strong>del</strong> bien, que atraviesa una serie<br />

considerable de encarnaciones, debe haber una vida, un día, una hora quizás,<br />

en que el alma, llegada a la plena conciencia <strong>del</strong> bien y <strong>del</strong> mal, pueda<br />

elevarse por último y soberano esfuerzo a una altura desde donde no tendrá<br />

que descender de nuevo y donde comienza el camino de las cimas. De igual<br />

modo, sobre la vía descendente <strong>del</strong> mal, hay un punto donde el alma perversa<br />

puede aún volver sobre sus pasos. Pero una vez franqueado ese punto, el<br />

endurecimiento es definitivo. De existencia en existencia, el alma rodará hasta<br />

el fondo de las tinieblas y perderá su humanidad. El hombre se vuelve<br />

demonio, el demonio animal, y su indestructible mónada quedará forzada a<br />

recomenzar la penosa, tremenda evolución, por la serie de los reinos<br />

ascendentes y de las existencias innumerables. He aquí el infierno verdadero<br />

según la ley de evolución; y, ¿No es tan terrible, y más lógico que el de las<br />

religiones exotéricas?.<br />

El alma puede, pues, ascender o descender en la serie de las vidas. En<br />

cuanto a la humanidad terrestre, su marcha se opera según la ley de una<br />

progresión ascendente que forma parte <strong>del</strong> orden divino. Esta verdad, que<br />

creemos ser descubrimiento reciente, era conocida y enseñada en los Misterios<br />

antiguos. “<strong>Los</strong> animales son parientes <strong>del</strong> hombre y el hombre es pariente de<br />

los Dioses”, decía Pitágoras. Él desarrollaba filosóficamente lo que también<br />

enseñaban los misterios de Eleusis: el progreso de los reinos ascendentes, la<br />

aspiración <strong>del</strong> mundo vegetal al mundo animal, <strong>del</strong> mundo animal al mundo<br />

humano y la sucesión en la humanidad de razas de más en más perfectas. Ese<br />

progreso no se cumple de un modo uniforme, sino en ciclos regulares y<br />

crecientes, encerrados unos en otros. Cada pueblo tiene su juventud, su<br />

madurez y decadencia. Lo mismo pasa con las razas en conjunto: con la raza<br />

roja, con la raza negra, con la raza blanca, que han reinado sucesivamente<br />

sobre el globo. La raza blanca, aun en plena juventud, no ha alcanzado la<br />

madurez en nuestros días. En su apogeo, desarrollará de su seno propio una<br />

raza perfeccionada, por el restablecimiento de la iniciación y por la selección<br />

espiritual de los matrimonios. De este modo se siguen las razas; así progresa la<br />

269


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

humanidad. <strong>Los</strong> iniciados antiguos iban mucho más lejos que los modernos en<br />

sus previsiones. Admitían que había de llegar un momento en que la gran<br />

masa de los individuos que componen la humanidad actual, pasaría a otro<br />

planeta para comenzar allí un nuevo ciclo. En la serie de los ciclos que<br />

constituye la cadena planetaria, la humanidad entera desarrollará los principios<br />

intelectuales, espirituales y trascendentes, que los grandes iniciados han<br />

cultivado en sí desde esta vida, y los generalizará en una florescencia más<br />

amplia. No hay solamente que decir que tal desarrollo abraza no solamente<br />

miles, sino millones de años, y que traerá tales cambios en la condición<br />

humana, que no podemos imaginarlos. Para caracterizarlos, Platón dice que en<br />

aquel tiempo, los Dioses habitarán realmente los templos de los hombres. Es<br />

lógico admitir que en la cadena planetaria, es decir, en las evoluciones<br />

sucesivas de nuestra humanidad sobre otros planetas, sus encarnaciones serán<br />

de naturaleza más y más etérea, que las aproximarán insensiblemente al estado<br />

puramente espiritual de esa octava esfera que está fuera <strong>del</strong> círculo de las<br />

generaciones, y por cuyo nombre los antiguos teósofos designaban el estado<br />

divino. Es natural también, que no teniendo todos la misma impulsión,<br />

quedando muchos en el camino o cayendo de nuevo, el número de los<br />

enemigos vaya siempre disminuyendo en esa prodigiosa ascensión. Hay<br />

motivos en ella para producir el vértigo a nuestras inteligencias limitadas por<br />

la tierra, pero las inteligencias celestes la contemplan sin miedo, como<br />

contemplamos nosotros una sola vida. La evolución de las almas así<br />

comprendida, ¿No está conforme con la unidad <strong>del</strong> Espíritu, ese principio de<br />

los principios; con la homogeneidad de la Naturaleza, esa ley de las leyes; con<br />

la continuidad <strong>del</strong> movimiento, esa fuerza de las fuerzas?. Visto a través <strong>del</strong><br />

prisma de la vida espiritual, un sistema solar no constituye solamente un<br />

mecanismo material, sino un organismo viviente, un reino celeste, donde las<br />

almas viajan de mundo en mundo como el soplo mismo de Dios, que todo lo<br />

anima.<br />

¿Cuál es, pues, el objetivo final <strong>del</strong> hombre y de la humanidad, según la<br />

doctrina esotérica?. Después de tantas vidas; de muertes, de nacimientos, de<br />

calmas y de despertares, ¿Hay un término a las labores de Psiquis?. Sí, dicen<br />

los iniciados: cuando el alma haya definitivamente vencido a la materia,<br />

cuando desenvolviendo todas sus facultades espirituales, haya encontrado en<br />

sí misma el principio y el fin de toda cosa, entonces, no siendo la encarnación<br />

necesaria, entrará en cl estado divino por su unión completa con la divina<br />

inteligencia. Y puesto que apenas podemos presentir la vida espiritual <strong>del</strong><br />

alma después de cada vida terrestre, ¿Cómo haríamos para imaginar esa vida<br />

270


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

perfecta, que deberá seguir toda la serie de sus existencias espirituales?. Ese<br />

cielo de los cielos será a sus felicidades precedentes lo que el océano es a sus<br />

ríos. Para Pitágoras, la apoteosis <strong>del</strong> hombre no era la inmersión en la<br />

inconciencia, sino la actividad creadora en la suprema conciencia. El alma se<br />

ha vuelto espíritu puro y no pierde su individualidad; la perfecciona al<br />

concluirla, puesto que se junta con su arquetipo en Dios. Ella recuerda todas<br />

sus existencias anteriores que le parecen otros tantos escalones para alcanzar<br />

el grado desde donde abarca y penetra el universo. En ese estado, el hombre<br />

ya no es hombre, como decía Pitágoras: es semi-Dios. Porque él refleja en su<br />

ser la ley inefable, de que Dios llena la inmensidad. Para él, saber es poder;<br />

amar es crear; ser es irradiar la verdad y la belleza.<br />

¿Es definitivo ese término?. La Eternidad espiritual tiene otras medidas<br />

que el tiempo solar, pero ella tiene también sus etapas, sus normas y sus<br />

ciclos. Solamente que ellos están muy por encima de las concepciones<br />

humanas. Pero la ley de las analogías progresivas en los reinos ascendentes de<br />

la naturaleza, nos permite afirmar que llegado el espíritu a ese estado sublime,<br />

no puede ya volver atrás, y que si los mundos visibles cambian y pasan, el<br />

mundo invisible que es su razón de ser, su manantial y desembocadura, y <strong>del</strong><br />

cual forma parte la divina Psiquis, es inmortal.<br />

Por tales perspectivas luminosas, Pitágoras terminaba la historia de la<br />

divina Psiquis. La última palabra había expirado sobre los labios <strong>del</strong> sabio,<br />

pero el sentido de la incomunicable verdad, quedaba suspendido en el aire<br />

inmóvil de la cripta. Todos creían haber acabado el sueño de las vidas y<br />

despertarse en la grande paz, en el dulce océano de la existencia una y sin<br />

límites. Las lámparas de nafta iluminaban tranquilamente la estatua de<br />

Perséfona, en pie como celeste segadora, y hacían revivir su historia simbólica<br />

en los frescos sagrados <strong>del</strong> santuario. A veces una sacerdotisa, que entraba en<br />

éxtasis bajo la voz armoniosa de Pitágoras, parecía encarnar en su actitud y en<br />

su rostro radiante, la inefable belleza de su visión. Y los discípulos —<br />

sobrecogidos de un religioso escalofrío — miraban en silencio. Pero pronto el<br />

maestro, con gesto lento y seguro, traía a la tierra a la prophantida inspirada.<br />

Poco a poco sus facciones se distendían, y lánguida caía en los brazos de sus<br />

compañeras en letargia profunda, de la que se despertaba confusa, triste y<br />

como agitada de su sutil vuelo.<br />

Entonces subían de la cripta a los jardines de Ceres, en la frescura <strong>del</strong><br />

alba que comenzaba a blanquear sobre el mar al borde <strong>del</strong> cielo estrellado.<br />

271


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

CUARTO GRADO - EPIFANÍA<br />

EL ADEPTO - LA MUJER INICIADA - EL AMOR Y EL<br />

MATRIMONIO<br />

Acabamos de alcanzar con Pitágoras el pináculo de la iniciación<br />

antigua. Sobre aquella cima, la tierra aparece ahogada en sombra como un<br />

astro moribundo. Desde allí se abren las siderales perspectivas, y se<br />

desenvuelve en un conjunto maravilloso, la vista desde la altura, la epifanía<br />

<strong>del</strong> universo. (La epifanía o vista desde la altura; la autopsia o vista directa;<br />

la teofonía o manifestación de Dios, son otras tantas ideas correlativas y<br />

expresiones diversas para señalar el estado de perfección en que el iniciado,<br />

que había unido su alma a Dios, contempla la verdad total). Pero el fin de la<br />

enseñanza no era absorber al hombre en la contemplación o en el éxtasis. El<br />

maestro había paseado a sus discípulos por las regiones inconmensurables <strong>del</strong><br />

Kosmos, les había sumergido en los abismos de lo invisible. Del tremendo<br />

viaje los verdaderos iniciados debían volver a la tierra. mejores, más fuertes y<br />

mejor templados para las pruebas de la vida.<br />

A la iniciación de la inteligencia debía suceder la de la voluntad, la más<br />

difícil de todas. Porque ahora se trataba para el discípulo de hacer a la verdad<br />

descender en las profundidades de su ser, de hacer la obra en la práctica de la<br />

vida. Para alcanzar ese ideal, se precisaba, según Pitágoras, reunir tres<br />

perfecciones: ealizar la verdad en la inteligencia, la virtud en el alma, la<br />

pureza en el cuerpo. Una sabia higiene, una continencia mesurada debían<br />

mantener la fuerza corporal. Todo exceso <strong>del</strong> cuerpo deja una traza y una<br />

marcha en el cuerpo astral, organismo vivo <strong>del</strong> alma y, por consiguiente, en el<br />

espíritu. Porque el cuerpo astral concurre a todos los actos <strong>del</strong> cuerpo material;<br />

es él mismo quien los cumple, porque el cuerpo, sin él, sólo es una masa<br />

inerte. Es preciso, pues, que el cuerpo esté purificado para que el alma lo esté<br />

también. Se precisa asimismo que el alma sin cesar iluminada por la<br />

inteligencia, adquiera el valor, la abnegación y la fe, en una palabra, la virtud,<br />

y con ella se forme una segunda naturaleza que substituya a la primera.<br />

Necesario es, en fin, que el intelecto alcance la sabiduría por la ciencia, de tal<br />

modo que en todo sepa distinguir el bien <strong>del</strong> mal, y ver a Dios en el más<br />

pequeño de los seres como en el conjunto de los mundos. A esta altura, el<br />

hombre es un adepto y, si posee una energía suficiente, entra en posesión de<br />

facultades y de poderes nuevos. <strong>Los</strong> internos sentidos <strong>del</strong> alma se abren, la<br />

voluntad irradia en los demás. Su magnetismo corporal penetrado por los<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

efluvios de su alma astral, electrizado por su voluntad, adquiere un poder<br />

aparentemente milagroso. A veces cura enfermos por la imposición de las<br />

manos o por su sola presencia. Con frecuencia penetra en los pensamientos de<br />

los hombres con su mirada sola. Otras veces, en estado de vigilia, ve<br />

acontecimientos que se producen a larga distancia*. Obra a lo lejos por la<br />

concentración <strong>del</strong> pensamiento y de la voluntad sobre personas que le son<br />

afines a distancia, como si su cuerpo astral pudiera transportarse fuera de su<br />

cuerpo material. La aparición de moribundos o de muertos a los amigos, es<br />

exactamente el mismo fenómeno. Únicamente que la apari ción que el<br />

moribundo o el alma <strong>del</strong> muerto produce, generalmente por un deseo<br />

inconsciente, en la agonía o en la segunda muerte, el adepto la ejecuta en<br />

plena salud y en plena conciencia. Sin embargo, no puedehacerlo más que<br />

durante el sueño y casi siempre durante un sueño letárgico. En fin, el adepto se<br />

siente como rodeado y protegido por seres invisibles, superiores y luminosos,<br />

que le prestan su fuerza y le ayudan en su misión.<br />

Raros son los adeptos, más raros aún los que alcanzan este poder.<br />

Grecia sólo conoció tres: Orfeo en la aurora <strong>del</strong> helenismo; Pitágoras en su<br />

apogeo; Apolonio de Tyana en su última decadencia. Orfeo fue el gran<br />

inspirado y el gran iniciador de la región griega; Pitágoras, el organizador de<br />

la ciencia esotérica y de la filosofía de las escuelas; Apolonio, el estoico<br />

moralizador y el mago popular de la decadencia. En los tres, a pesar de los<br />

grados y los matices, brilla el rayo divino: el espíritu apasionado por la<br />

salvación de la salmas, la indomable energía revestida de mansedumbre y de<br />

serenidad. Pero no os aproximéis a esas grandes frentes tranquilas que bullen<br />

en silencio. Se siente debajo la hoguera de una voluntad ardiente, pero siempre<br />

contenida.<br />

Pitágoras nos representa, pues, un adepto de primer orden con el<br />

espíritu científico y la fórmula filosófica que le aproxima más al espíritu<br />

moderno. Pero él mismo no podía ni pretendía hacer de sus discípulos adeptos<br />

llegados a la perfección. Una grande época siempre tiene en su origen un gran<br />

inspirador. Sus discípulos y los que le siguieron forman la cadena imanada y<br />

difunden su pensamiento por el mundo. En el cuarto grado de la iniciación,<br />

Pitágoras se contentaba con enseñar a sus fieles las aplicaciones de su doctrina<br />

a la vida. La Epifanía, o vista desde arriba, daba un conjunto de miras<br />

profundas y regeneradoras sobre las ilusorias y pasajeras cosas terrestres.<br />

El origen <strong>del</strong> bien y <strong>del</strong> mal es un misterio incomprensible para el que<br />

no se ha dado cuenta <strong>del</strong> origen y <strong>del</strong> fin de las cosas. Una moral que no tiene<br />

en cuenta los supremos destinos <strong>del</strong> hombre, sólo será utilitaria y muy<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

imperfecta. Además, la libertad humana no existe de hecho para los que se<br />

sienten esclavos de sus pasiones; y no existe de derecho para los que no creen<br />

en el alma ni en Dios, y para quienes la vida es un relámpago entre dos nadas.<br />

<strong>Los</strong> primeros viven en la servidumbre <strong>del</strong> alma encadenada a las pasiones; los<br />

segundos en la servidumbre de la inteligencia limitada al mundo físico. No<br />

ocurre lo mismo al hombre religioso, ni al verdadero filósofo, y con mayor<br />

razón al teósofo iniciado, que realiza la verdad en la trinidad de su ser y en la<br />

unidad de su voluntad. Para comprender el origen <strong>del</strong> bien y <strong>del</strong> mal, el<br />

iniciado mira los tres mundos con los ojos <strong>del</strong> espíritu. Ve el mundo tenebroso<br />

de la materia y de la animalidad donde domina el inexorable Destino. Ve el<br />

mundo luminoso <strong>del</strong> Espíritu, que para nosotros es el mundo invisible, la<br />

inmensa jerarquía de las almas libres, donde reina la ley divina y que<br />

constituye por sí misma la Providencia en acción. Entre los dos, ve, en un<br />

claroscuro, a la humanidad, que le sumerge por su base en el mundo natural y<br />

toca por sus cimas al mundo divino. Tiene por genio: La Libertad. Porque<br />

desde el momento en que el hombre percibe la verdad y el error, queda en<br />

libertad para elegir: unirse a la Providencia cumpliendo la verdad, o caer bajo<br />

la ley <strong>del</strong> destino siguiendo el error. El acto de la voluntad, unido al acto<br />

intelectual, no es más que un punto matemático, pero de ese punto brota el<br />

universo espiritual. Todo espíritu siente parcialmente por instinto lo que el<br />

teósofo comprende totalmente por el intelecto, a saber: que el Mal es lo que le<br />

hace subir hacia la fatalidad de la miseria, que el Bien es lo que le hace subir<br />

hacia la ley divina <strong>del</strong> Espíritu. Su verdadero destino está en ascender siempre<br />

más alto y por su propio esfuerzo. Pero para esto es preciso también que sea<br />

libre de bajar a lo más bajo. El círculo de la libertad se ensancha hasta lo<br />

infinitamente grande a medida que se sube; se empequeñece hasta lo<br />

infinitamente pequeño a medida que se baja. Cuanto más se sube, más libre se<br />

es; cuanto más se entra en luz, más fuerza se adquiere para el bien. Cuanto<br />

más se desciende, más se es esclavo, porque cada caída en el mal disminuye la<br />

comprensión de lo verdadero y la capacidad <strong>del</strong> bien. El Destino reina sobre el<br />

pasado, la Libertad sobre el porvenir y la Providencia sobre los dos; es decir,<br />

sobre el presente siempre existente, que se puede llamar la Eternidad. (Esta<br />

idea resalta lógicamente <strong>del</strong> ternario humano y divino, de la trinidad <strong>del</strong><br />

macrocosmo, que hemos expuesto en los capítulos precedentes. La<br />

correlación metafísica <strong>del</strong> Destino, de la Libertad y de la Providencia ha<br />

sido admirablemente deducida por Fabre d’Olivet, en su comentario a los<br />

Versos dorados de Pitágoras). De la acción combinada <strong>del</strong> Destino, de la<br />

Libertad y de la Providencia surgen los destinos innumerables, infiernos y<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

paraísos de las almas. El mal, como desacuerdo con la ley divina, no es la obra<br />

de Dios, sino la <strong>del</strong> hombre, y no tiene más que una existencia relativa,<br />

aparente y transitoria. El bien, como acuerdo con la ley divina, existe solo,<br />

real y eternamente. Ni los sacerdotes de Delfos o de Eleusis, ni los filósofos<br />

iniciados, quisieron jamás revelar estas profundas ideas al pueblo, que hubiera<br />

podido interpretarlas en mal sentido y abusar de ellas. En los Misterios, se<br />

representaba simbólicamente esta doctrina por el desplazamiento de Dionisos,<br />

pero cubriendo con un velo impenetrable a los profanos, lo que se llamaba los<br />

sufrimientos de Dios.<br />

Las más grandes discusiones religiosas y filosóficas versan sobre la<br />

cuestión <strong>del</strong> origen <strong>del</strong> bien y <strong>del</strong> mal. Acabamos de ver que la doctrina<br />

esotérica posee la clave en sus arcanos. Hay otra cuestión capital de que<br />

depende el problema social y político: la de la desigualdad de las condiciones<br />

humanas. El espectáculo <strong>del</strong> mal y <strong>del</strong> dolor tiene en sí algo de terrible. Se<br />

puede añadir que su distribución, en apariencia arbitraria e injusta, es el origen<br />

de todos los odios, de todas las rebeldías, de todas las negaciones. Aquí<br />

también, la doctrina profunda trae a nuestras terrestres nieblas, su luz soberana<br />

de paz y de esperanza. La diversidad de las almas, de las condiciones, de los<br />

destinos, no puede en efecto justificarse más que por la pluralidad de las<br />

existencias y por la doctrina de la reencarnación. Si el hombre nace por vez<br />

primera en esta vida, ¿Cómo explicar los males sinnúmeros que parecen caer<br />

por azar sobre él?. ¿Cómo admitir que hay una eterna justicia, cuando los unos<br />

nacen en una condición que lleva fatalmente en sí la miseria y la humillación,<br />

mientras otros nacen con fortuna y viven dichosos?. Pero si es cierto que<br />

hemos vivido otras vidas, que después de la muerte viviremos otras más, que a<br />

través de todas esas existencias reina la ley de recurrencia y de repercusión,<br />

entonces las diferencias <strong>del</strong> alma, de condición, de destino, sólo serán los<br />

efectos de las vidas anteriores y las múltiples aplicaciones de aquella ley. Las<br />

diferencias de condición provienen de un desigual empleo de la libertad en las<br />

vidas precedentes, y las diferencias intelectuales de los hombres que<br />

atraviesan la tierra en un siglo pertenecen a grados de evolución<br />

extremadamente diversos, que se escalonan desde la semianimalidad de las<br />

pobres razas en regresión, hasta los estados angélicos de los santos y hasta la<br />

majestad divina <strong>del</strong> genio. En realidad, la tierra semeja a un navío, y todos los<br />

que la habitamos a viajeros que vienen de países lejanos y se dispersan por<br />

etapas a todos los puntos <strong>del</strong> horizonte. La doctrina de la reencarnación da una<br />

razón de ser, según la doctrina y la lógica eternas, a los más terribles males,<br />

como a las dichas más envidiadas. El idiota nos parecerá comprensible, si<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

pensamos en que su estupidez, de la que tiene una semiconciencia y por la que<br />

sufre, es el castigo de un criminal empleo de la inteligencia en otra vida.<br />

Todos los matices de sufrimientos físicos o morales, de dicha o desgracia, en<br />

sus innúmeras variedades, nos aparecerán como las consecuencias naturales y<br />

sabiamente graduadas de los instintos y de las acciones, de las faltas y de las<br />

virtudes de un largo pasado, pues el alma conserva en sus profundidades<br />

ocultas todo lo que ella acumula en sus diversas existencias. Según la hora y la<br />

influencia, los antiguos sedimentos aparecen y desaparecen; y el destino, es<br />

decir, los espíritus que lo dirigen, proporcionan el género de encarnación a su<br />

rango y calidad. Lysis expresa esta verdad bajo un velo, en sus versos<br />

dorados:<br />

Verás cómo los males que a los hombres devoran<br />

De su elección son su fruto, y que esos desdichados<br />

Buscan fuera de sí los bienes que en sí tienen.<br />

Lejos de debilitar el sentimiento de fraternidad y de solidaridad<br />

humana, esta doctrina sólo puede fortificarlo. Debemos a todos ayuda,<br />

simpatía y caridad; porque todos somos de la misma raza, aunque llegados a<br />

diferentes estados. Todo sufrimiento es sagrado; porque el dolor es el crisol de<br />

las almas. Toda simpatía es divina; porque nos hace sentir, como por un<br />

efluvio magnético, la cadena invisible que enlaza los mundos todos. La virtud<br />

<strong>del</strong> dolor es la razón <strong>del</strong> genio. Sí; sabios y santos, profetas y divinos<br />

creadores relucen con una más emocionante belleza para los que saben que<br />

ellos también han salido de la evolución universal. Esa fuerza que nos admira,<br />

¿Cuántas vidas, cuántas victorias ha precisado para ser conquistada?. Esa luz<br />

innata <strong>del</strong> genio, ¿De qué ciclos ya atravesados le llega?. No lo sabemos. Pero<br />

esas vidas han sido, y esos ciclos existen. No se ha engañado pues la<br />

conciencia de los pueblos; no han mentido los profetas cuando han llamado a<br />

aquellos hombres los hijos de Dios, los enviados <strong>del</strong> cielo profundo. Porque su<br />

misión es deseada por la eterna Verdad, legiones invisibles los protegen y el<br />

Verbo viviente habla en ellos.<br />

Hay entre los hombres una diversidad que proviene de la esencia<br />

primitiva de los individuos; hay otra, acabamos de decirlo, que proviene <strong>del</strong><br />

grado de evolución espiritual que han alcanzado. Desde este último punto de<br />

vista, se reconoce que los hombres pueden clasificarse en cuatro grupos, que<br />

comprenden todas las subdivisiones y todos los matices.<br />

1° En la mayor parte de los hombres, la voluntad obra sobre todo en el<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

cuerpo. Se les puede llamar instintivos. Son propios, no solamente para los<br />

trabajos corporales, sino también para el ejercicio y desarrollo de su<br />

inteligencia en el mundo físico, por consiguiente en el comercio y la industria.<br />

2° En el segundo grado <strong>del</strong> desarrollo humano, la voluntad, y por<br />

consiguiente la conciencia, reside en el alma, es decir, en la sensibilidad<br />

reaccionada por la inteligencia, que constituye el entendimiento. Son los<br />

anímicos o pasionales. Según su temperamento, son propios para hombres de<br />

guerra, artistas o poetas. La mayoría de los hombres de letras y de los eruditos,<br />

son de esta clase. Porque viven en las ideas relativas modificadas por las<br />

pasiones y ceñidas por un horizonte limitado, sin elevarse hasta la Idea pura y<br />

la Universalidad.<br />

3° En una tercera clase de hombre mucho más raros, la voluntad ha<br />

adquirido el hábito de obrar principal y soberanamente sobre el intelecto puro,<br />

de arrancar la inteligencia de la tiranía de las pasiones y de los límites de la<br />

materia, lo que da a todas sus concepciones un carácter de universalidad. Son<br />

los intelectuales. Esos hombres forman héroes, mártires de la patria, poetas de<br />

primer orden en fin, y sobre todo verdaderos filósofos y sabios, los que, según<br />

Pitágoras y Platón, debieran gobernar la humanidad. En esos hombres, la<br />

pasión no se ha extinguido, porque sin ésta nada se hace; ella constituye el<br />

fuego y la electricidad en el mundo moral. Sólo que en ellos las pasiones se<br />

han vuelto siervas de la inteligencia, mientras que en la categoría precedente la<br />

inteligencia es muy frecuentemente esclava de las pasiones.<br />

4° El más alto ideal humano es realizado por la cuarta clase de hombres,<br />

que posee el poder de la inteligencia sobre el alma y sobre el instinto, y que a<br />

ello agrega el poder de la voluntad sobre todo su ser. Por el dominio y<br />

posesión de todas sus facultades, ellos ejercen la supremacía. Han realizado la<br />

unidad en la trinidad humana. Gracias a esa concentración maravillosa, que<br />

enfoca todas las potencias de la vida, su voluntad, proyectándose sobre los<br />

demás, adquiere una fuerza casi ilimitada, una magia radiante y creadora. Esos<br />

hombres han llevado distintos nombres en la historia. Son los hombres<br />

primordiales, los adeptos, los grandes iniciados, genios sublimes que<br />

metamorfosean a la humanidad. Son tan raros, que se los puede contar en la<br />

historia; la Providencia los siembra en el tiempo con largos intervalos, como a<br />

los astros en el cielo. (Esa clasificación de los hombres corresponde a los<br />

cuatro grados de la iniciación pitagórica y constituye el fondo de todas las<br />

iniciaciones, hasta la de los primitivos francmasones que poseían algunos<br />

restos de la doctrina esotérica. — Véase Fabre d’Olivet, Les Vers dorés de<br />

Pythagore).<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Es evidente que esta última categoría escapa a toda regla, a toda<br />

clasificación. Pero una constitución de la sociedad humana, que no tiene en<br />

cuenta las tres primeras categorías, que no da a cada una de ellas su función<br />

normal y los medios necesarios para desarrollarse, sólo es externa y no<br />

orgánica. Claro está que en una época primitiva, que remonta probablemente<br />

a los tiempos védicos, los Brahmanes de la India fundaron la división de la<br />

sociedad en castas sobre el principio ternario. Pero con el tiempo, esa división<br />

tan justa y tan fecunda, se cambió en privilegio sacerdotal y aristocrático. El<br />

principio de la vocación y de la iniciación se transformó en principio de<br />

herencia. Las castas cerradas terminaron por petrificarse, y la decadencia<br />

irremediable de la India fue su resultado. El Egipto, que conservó bajo todos<br />

los Faraones la constitución ternaria, con las castas movibles y abiertas, el <strong>del</strong><br />

examen a todas las funciones civiles y militares, vivió cinco o seis mil años<br />

sin cambiar su constitución. En cuanto a Grecia, su temperamento móvil la<br />

hizo pasar rápidamente de la aristocracia a la democracia, y de ésta a la tiranía.<br />

Giró ella en ese círculo vicioso como un enfermo que va de la fiebre a la<br />

letargia para volver a la fiebre. Quizá necesitaba aquella excitación para<br />

producir su obra sin par la traducción de la sabiduría profunda, pero oscura,<br />

<strong>del</strong> Oriente a un lenguaje claro y universal; la creación de lo Bello por el Arte<br />

y la fundación de la ciencia abierta y razonada, sucediendo a la iniciación<br />

secreta e intuitiva. Sin embargo, debió tanto como los otros pueblos todo esto<br />

a su organización religiosa, y a ésta también debió sus más elevadas<br />

inspiraciones. Social y políticamente hablando, se puede decir que ella vivió<br />

siempre en lo provisional y lo excesivo. En su calidad de adepto, Pitágoras<br />

había comprendido, desde la cumbre de la iniciación, los principios eternos<br />

que rigen a la Sociedad, y perseguía el plan de una grande reforma según<br />

aquellas verdades. Veremos en seguida como él y su escuela naufragaron en<br />

las tempestades de la democracia.<br />

Desde las puras cimas de la doctrina, la vida de los mundos se<br />

desenvuelve según el ritmo de la Eternidad. ¡Espléndida epifanía!. Pero a los<br />

rasgos mágicos <strong>del</strong> firmamento sin nubes, la tierra, la humanidad nos abren<br />

también sus secretas profundidades. Preciso es encontrar lo infinitamente<br />

grande en lo infinitamente pequeño, para sentir la presencia de Dios. Esto es<br />

lo que experimentaban los discípulos de Pitágoras cuando el maestro les<br />

mostraba, para coronar su enseñanza, cómo la eterna Verdad se manifiesta en<br />

la unión <strong>del</strong> Hombre y de la Mujer, en el matrimonio. La belleza de los<br />

números sagrados que ellos habían comprendido y contemplado en lo Infinito,<br />

iban a volverla a encontrar en el corazón mismo de la vida, y Dios brotaba<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

para ellos en el misterio de los Sexos y <strong>del</strong> Amor.<br />

La antigüedad había comprendido una verdad capital que las épocas<br />

siguientes han desconocido con frecuencia. La mujer, para cumplir bien con<br />

sus funciones de esposa y de madre, tiene necesidad de una enseñanza, de una<br />

especial iniciación. De ahí la iniciación puramente femenina, es decir,<br />

completamente reservada a las mujeres. Existía en la India, en los tiempos<br />

védicos, en que la mujer era sacerdotisa en el altar doméstico. En Egipto, se<br />

remonta a los misterios de Isis. Orfeo la organizó en Grecia. Hasta la extinción<br />

<strong>del</strong> paganismo la vemos florecer en los misterios dionisíacos, así como en los<br />

templos de Juno, de Diana, de Minerva y de Ceres. Consistía en ritos<br />

simbólicos, en ceremonias, en fiestas nocturnas, luego, en una enseñanza<br />

especial dada por sacerdotisas ancianas o por el sumo sacerdote, y que se<br />

relacionaba con las más íntimas cuestiones de la vida conyugal. Se daban<br />

consejos y reglas concernientes a las relaciones entre los sexos, las épocas <strong>del</strong><br />

año o <strong>del</strong> mes favorables a las concepciones dichosas. Se daba la mayor<br />

importancia a la higiene física y moral de la mujer durante el embarazo, a fin<br />

de que la obra sagrada, la creación <strong>del</strong> niño, se cumpliese según las leyes<br />

divinas. En una palabra, se enseñaba la ciencia de la vida conyugal y el arte de<br />

la maternidad. Este último se extendía mucho más allá <strong>del</strong> nacimiento <strong>del</strong><br />

niño. Hasta siete años, los niños permanecían en el gineceo, donde el marido<br />

no penetraba, bajo la dirección exclusiva de la madre. La sabia antigüedad<br />

pensaba que el niño es una planta <strong>del</strong>icada, que precisa, para no atrofiarse, de<br />

la cálida atmósfera materna. El padre la deformaría; es preciso para hacerla<br />

florecer los besos y las caricias de la madre; se precisa el amor poderoso,<br />

envolvente de la mujer para defender de los ataques <strong>del</strong> exterior a esa alma<br />

asustada de la vida. Por cumplir en plena conciencia estas altas funciones —<br />

que eran miradas como divinas en la antigüedad —, la mujer era realmente la<br />

sacerdotisa de la familia, la custodia <strong>del</strong> fuego sagrado de la vida, la Vesta <strong>del</strong><br />

hogar. La iniciación femenina puede ser considerada como la verdadera razón<br />

de la belleza de la raza, de la fuerza de las generaciones, de la duración de las<br />

familias en la antigüedad griega y romana. (Montesquieu y Michelet son casi<br />

los únicos autores que han prestado atención a la virtud de los esposos<br />

griegos. Ni uno ni otro han dicho su causa, que indico aquí).<br />

Al establecer una sección para las mujeres en su Instituto, Pítágoras no<br />

hizo más que depurar y profundizar lo que antes de él existía. Las mujeres<br />

iniciadas por él, recibían, con los ritos y los preceptos, los principios supremos<br />

de su función. Él daba así a quienes eran dignas, la conciencia de su<br />

importante papel. Les revelaba la transfiguración <strong>del</strong> amor en el matrimonio<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

perfecto, que es la penetración de dos almas, en el centro mismo de la vida y<br />

de la verdad. ¿No es el hombre en su fuerza el representante <strong>del</strong> principio y<br />

<strong>del</strong> espíritu creador?. ¿No es la mujer en toda su potencia una personificación<br />

de la naturaleza, en su fuerza plástica, en sus realizaciones maravillosas,<br />

terrestres y divinas?. Que esos dos seres lleguen a compenetrarse<br />

completamente, cuerpo, alma, espíritu, y formarán unidos un resumen <strong>del</strong><br />

universo. Más para creer en Dios, la mujer tiene necesidad de verlo vivir en el<br />

hombre; y para ello es preciso que el hombre sea iniciado. Sólo así es capaz<br />

por su profunda inteligencia de la vida, por su voluntad creadora, de fecundar<br />

el alma femenina, transformarla por el ideal divino. Y este ideal la mujer se lo<br />

devuelve multiplicado en sus pensamientos vibrantes, en sus sensaciones<br />

sutiles, en sus profundas adivinaciones. Ella le devuelve su imagen<br />

transfigurada por el entusiasmo, llega a ser su ideal. Porque ella lo realiza por<br />

el poder <strong>del</strong> amor en su propia alma. Por éste, aquél se vuelve viviente y<br />

visible, se hace su carne y su sangre. Si el hombre crea por el deseo y la<br />

voluntad, la mujer, física y espiritualmente, genera por el amor.<br />

En su papel de amante, de esposa, de madre o de inspirada, la mujer no<br />

es menos grade, y es más divina aún que en el hombre. Porque amar es<br />

olvidar. La mujer que se olvida y que se abisma en su amor, es siempre<br />

sublime. Ella encuentra en ese aniquilamiento su renacimiento celeste, su<br />

corona de luz y la radiación inmortal de su ser.<br />

El amor reina como soberano en la literatura de hace dos siglos. No es<br />

el amor puramente sensual que se enciende en la belleza <strong>del</strong> cuerpo como en<br />

los poetas antiguos; tampoco es el culto soso de un ideal abstracto y<br />

convencional como en la Edad Media, no; es el amor a la vez sensual y<br />

psíquico que dejado en completa libertad y en plena fantasía individual se da<br />

libre carrera. Con gran frecuencia los dos sexos se hacen la guerra en el amor<br />

mismo. Rebeldías de la mujer contra el egoísmo y la brutalidad <strong>del</strong> hombre;<br />

desprecio <strong>del</strong> hombre por la falsía y vanidad de la mujer; gritos de la carne,<br />

cóleras impotentes de las víctimas de la voluptuosidad, de los esclavos de la<br />

orgía. En medio de ello, pasiones profundas, atracciones terribles y tanto más<br />

poderosas cuanto que encuentran obstáculos en las conveniencias mundanas y<br />

las instituciones sociales. De ahí esos amores llenos de tempestades, de<br />

hundimientos morales, de catástrofes trágicas, sobre las que se fundan casi<br />

exclusivamente el poema o el drama modernos. Se diría que el hombre<br />

fatigado, no encontrando a Dios ni en la ciencia ni en la religión, lo busca<br />

ansiosamente en la mujer. Y hace bien; porque sólo a través de la iniciación de<br />

las grandes verdades, Él lo encontrará en Ella y Ella en Él. Entre esas almas<br />

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que se ignoran recíprocamente y que se ignoran a sí mismas, que a veces se<br />

separan maldiciéndose, hay como una sed inmensa de penetrarse y de<br />

encontrar en esa función la dicha imposible. A pesar de las aberraciones y<br />

desbordamientos que de ello resultan; esa busca desesperada es necesaria; ella<br />

sale de un divino inconsciente y será un punto vital para la reedificación <strong>del</strong><br />

porvenir. Porque cuando el hombre y la mujer se hayan encontrado en sí<br />

mismos uno y otro por el amor profundo y la iniciación, su fusión será la<br />

fuerza radiante y creadora por excelencia de su trascendente compenetración.<br />

El amor psíquico, el amor pasión de alma no ha entrado en la literatura,<br />

y por ella en la conciencia universal, más que desde hace poco. Pero en la<br />

iniciación antigua tiene su fuente. Si la literatura griega lo deja apenas<br />

sospechar, consiste en que era una excepción rarísima. También proviene <strong>del</strong><br />

secreto profundo de los misterios. Sin embargo, la tradición religiosa y<br />

filosófica ha conservado la traza de la mujer iniciada. Tras la poesía y filosofía<br />

oficiales, algunas figuras de mujeres aparecen medio veladas, pero luminosas.<br />

Conocemos ya a la Pitonisa Teoclea que inspiró a Pitágoras; más tarde vendrá<br />

la sacerdotisa Corinna, rival, con frecuencia afortunada, de Píndaro, que fue a<br />

su vez el más iniciado de los líricos griegos; en fin, la misteriosa Diotima<br />

aparece en el banquete de Platón para dar la revelación suprema sobre el<br />

Amor. Al lado de esas figuras excepcionales, la mujer griega ejerció su<br />

verdadero sacerdocio en el hogar y el gineceo. Su creación propia fueron<br />

justamente esos héroes, esos artistas esos poetas cuyos cantos, mármoles y<br />

acciones sublimes admiramos. Ella los concebió con el misterio <strong>del</strong> amor, los<br />

moldeó en su seno con el deseo de la belleza, los hizo florecer incubándolos<br />

bajo sus alas maternales. Agreguemos que para el hombre y la mujer<br />

realmente iniciados, la creación <strong>del</strong> niño tiene un sentido infinitamente más<br />

bello, un alcance más grande que para nosotros. El padre y la madre, sabiendo<br />

que el alma <strong>del</strong> niño prexiste en su nacimiento terrestre, convierten la<br />

concepción en un acto sagrado, la vuelta de un alma a la encarnación. Entre el<br />

alma encarnada y la madre, hay casi siempre un profundo grado de semejanza.<br />

Como las mujeres malas y perversas atraen los espíritus demoníacos, las<br />

madres tiernas atraen los divinos espíritus. Esa alma invisible que se espera,<br />

que va a venir y que viene — tan misteriosa y fijamente —, ¿No es cosa<br />

divina?. Su nacimiento, su aprisionamiento en la carne será cosa dolorosa.<br />

Porque si entre ella y su cielo dejado, un velo grosero se interpone, si cesa de<br />

recordarlo, ¡Oh! no sufre menos por ello. Y santa y divina es la tarea de la<br />

madre que debe crearle una nueva morada, endulzarle su prisión y facilitarle la<br />

prueba.<br />

281


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Así la enseñanza de Pitágoras que había comenzado en las<br />

profundidades de lo absoluto por la trinidad divina, terminaba en el centro de<br />

la vida por la trinidad humana. En el Padre, en la Madre y en el Hijo, el<br />

iniciado sabía reconocer ahora el Espíritu, el Alma y el Corazón <strong>del</strong> viviente<br />

Universo. Esta última iniciación constituía para él la base de la obra social,<br />

concebida a la altura y en toda la belleza de la idea, edificio al que cada<br />

iniciado debía llevar su piedra.<br />

* Citaremos dos hechos célebres de ese género, absolutamente<br />

auténticos. El primero pasó en la antigüedad. El héroe <strong>del</strong> mismo es el<br />

ilustre filósofo magno Apolonio de Tyana.<br />

Primer hecho. — Segunda vista de Apolonio de Tyana. — “Mientras<br />

esos hechos (el asesinato <strong>del</strong> emperador Domiciano) ocurrían en Roma,<br />

Apolonio los veia en Efeso. Domiciano fue agredido por Clemente hacia el<br />

mediodía: la misma fecha, en el mismo momento, Apolonio disertaba en los<br />

jardines que conducían al Xystes. De repente, bajó un poco la voz, como<br />

sobrecogido por algún temor súbito. Continuó su discurso, pero su lenguaje<br />

no tenía la fuerza ordinaria, como pasa a los que hablan pensando en otra<br />

cosa. Luego se calló como quien ha perdido el hilo de su discurso, lanzó<br />

hacia tierra terribles miradas, dio tres o cuatro pasos hacia el frente, y<br />

exclamó: “¡Hiere al tirano!”. Se hubiese dicho que veía, no la imagen <strong>del</strong><br />

hecho en un espejo, sino el hecho mismo en toda su realidad. <strong>Los</strong> de Efeso<br />

(pues el pueblo entero asistía al discurso de Apolonio) quedaron mudos de<br />

asombro. Apolonio se detuvo, como hombre que busca la salida de un<br />

acontecimiento dudoso. Por fin exclamó: “¡Tened valor, Efesios, el tirano<br />

ha sido muerto hoy!. ¿Qué digo, hoy?. ¡Por Minerva!. Acaba de ser muerto<br />

ahora mismo, mientras que yo me interrumpía”. <strong>Los</strong> Efesios creyeron que<br />

Apolonio se había vuelto loco; deseaban vivamente que hubiese dicho la<br />

verdad, pero temían que resultara para ellos algún peligro de aquel<br />

discurso...; mas pronto llegaron mensajeros a anunciar la buena buena y<br />

dar testimonio en favor de la ciencia de Apolonio; pues la muerte <strong>del</strong> tirano,<br />

el día que fue consumada, la hora <strong>del</strong> mediodía el autor de la muerte que<br />

viera Apolonio, todos esos detalles se encontraron perfectamente conformes<br />

con los que los Dioses le habían mostrado el día de su discurso a los<br />

Efesios”. —Vida de Apolunio de Tyana, por Filostrato, traducida por<br />

Chassang.<br />

Segundo hecho. — Segunda vista de Swedenborg. — El segundo<br />

282


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

hecho se relaciona con el mayor vidente de los tiempos modernos. Se puede<br />

discutir sobre la realidad objetiva de las visiones de Swedenborg; pero no se<br />

puede dudar de su segunda vista, atestiguada por una multitud de hechos.<br />

La visión que Swedenborg tuvo a treinta leguas de distancia <strong>del</strong> incendio de<br />

Estocolmo, hizo mucho ruido en la segunda mitad <strong>del</strong> siglo XVIII. El<br />

célebre filósofo alemán Kant hizo ejecutar investigaciones a un amigo de<br />

Suecia en Gothenburgo, ciudad donde el hecho había ocurrido, y he aquí lo<br />

que de ello escribe a una de sus amigas:<br />

“El hecho que sigue me parece sobre todo tener la mayor fuerza<br />

demostrativa y cortar toda clase de controversia: “Era en 1759 cuando M.<br />

de Swedenborg, hacia fines <strong>del</strong> mes de Septiembre, un sábado, hacia las<br />

cuatro de la tarde volviendo de Inglaterra, se detuvo en Gothenburg. M.<br />

William Castel le invitó a su casa en compañía de unas quince personas<br />

más. Hacia las seis, M. de Swedenborg, que había salido, volvió al salón<br />

pálido y consternado y dijo que en aquel mismo momento había estallado un<br />

gran incendio en Estocolmo, en el Sudermaln, y que el fuego se extendía<br />

con violencia hacia su casa...; dijo que ya la casa de uno de sus amigos, que<br />

nombraba, estaba convertida en cenizas y que la suya propia estaba en<br />

peligro. A las ocho, después de una nueva salida, dijo con alegría: “Gracias<br />

a Dios, el incendio se ha apagado en la tercera puerta que precede a la<br />

mía”. La noche misma informaron al gobernador. El domingo por la<br />

mañana, Swedenborg fue llamado por aquel funcionario, que le interrogó<br />

sobre lo dicho. Swedenborg describió exactamente el incendio, su comienzo,<br />

su fin y su duración. El mismo día, la noticia se esparció por toda la<br />

población, que se emocionó tanto más cuanto que el gobernador le había<br />

prestado atención y que muchas personas estaban con cuidado por sus<br />

bienes y por sus amigos. El lunes por la tarde llegó a Gothenburgo una<br />

estafeta que el comercio de Estocolmo había despachado durante el<br />

incendio. En aquellas cartas, se describía el incendio exactamente <strong>del</strong> modo<br />

que acababa de decirse. ¿Qué se puede alegar contra la autenticidad de ese<br />

acontecimiento?. El amigo que me ha escrito ha examinado todo esto, no<br />

solamente en Estocolmo, sino hace dos meses en el Gothenburgo; él conoce<br />

allí muy bien las casas más respetables y ha podido informarse<br />

completamente en esa población, donde viven aún la mayor parte de los<br />

testigos oculares, dado el poco tiempo (nueve años) transcurridos desde<br />

1759”. — Carta a Mlle. Charlotte de Knoblch citada por Matter, Vida de<br />

Swedenborg.<br />

283


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

V<br />

LA FAMILIA DE PITÁGORAS - LA ESCUELA Y SUS<br />

DESTINOS<br />

Entre las mujeres que seguían la enseñanza <strong>del</strong> maestro, se encontraba<br />

una joven de gran belleza. Su padre era de Crotona y se llamaba Brontinos.<br />

Ella Llamábase Theano. Pitágoras frisaba entonces en los sesenta años. Pero<br />

su gran dominio de las pasiones y una vida pura consagrada por completo a su<br />

misión, habían conservado intacta su fuerza viril. La juventud <strong>del</strong> alma, esa<br />

llama inmortal, que el gran iniciado extrae de su vida espiritual y que nutre<br />

por las fuerzas ocultas de la naturaleza, brillaba en él y subyugaba a los que le<br />

rodeaban. El mago griego no estaba en la decadencia, sino en el apogeo de su<br />

poder. Theano fue atraída hacia Pitágoras por la irradiación casi sobrenatural<br />

que emanaba de su persona. Grave, reservada, había buscado al lado <strong>del</strong><br />

maestro la explicación de los misterios que amaba sin comprender. Pero<br />

cuando a la luz de la verdad, al dulce calor que la envolvía poco a poco, sintió<br />

su alma florecer en el fondo de sí misma como la rosa mística de mil hojas,<br />

cuando sintió que ese florecimiento que venía de él y de su palabra, ella se<br />

enamoró silenciosamente <strong>del</strong> maestro con un entusiasmo sin límites y un amor<br />

apasionado.<br />

Pitágoras no había tratado de atraerla. Su afecto pertenecía a todos sus<br />

discípulos. Sólo pensaba en su escuela, en Grecia, en el porvenir <strong>del</strong> mundo.<br />

Como muchos grandes adeptos, había renunciado a la mujer para darse a su<br />

obra. La magia de su voluntad, la pasión espiritual de tantas almas como había<br />

formado, y que le quedaban ligadas como a un padre adorado, el incienso<br />

místico de todos esos amores inexpresados que subían hasta él, y ese perfume<br />

exquisito de simpatía humana que unía a los hermanos pitagóricos, todo ello<br />

substituía a la voluptuosidad, la dicha y el amor. Pero un día que meditaba<br />

solo sobre el porvenir de su Escuela, en la cripta de Proserpina, vio venir hacia<br />

él, grave y resuelta, aquella hermosa virgen a quien jamás había hablado a<br />

solas. Theano se arrodilló ante él y sin levantar la cabeza bajada hasta la tierra,<br />

suplicó al maestro, — ¡A él, que podía todo! — que la libertara de un amor<br />

imposible y desgraciado que consumía su cuerpo y devoraba su alma.<br />

Pitágoras quiso saber el nombre de aquel a quien amaba. Después de largas<br />

284


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

vacilaciones, Theano confesó que era él, pero que pronto a todo, se sometería<br />

a su voluntad. Pitágoras nada respondió. Animada por aquel silencio, levantó<br />

ella la cabeza y le lanzó una mirada suplicante, de la que se escapaba la savia<br />

de una vida y el perfume de un alma ofrecida en holocausto al maestro.<br />

El sabio se conmovió; sabía vencer a sus sentidos; había dominado su<br />

imaginación; pero el relámpago de aquella alma había penetrado en la suya.<br />

En aquella virgen madurada por la pasión, transfigurada por un pensamiento<br />

de abnegación absoluta, había encontrado a su compañera y entrevisto una<br />

realización más completa de su obra. Pitágoras levantó a la joven emocionado,<br />

y Theano pudo leer en los ojos <strong>del</strong> maestro que sus destinos quedaban unidos<br />

para siempre.<br />

Por su matrimonio con Theano, Pitágoras estampó el sello de la<br />

realización a su obra. La asociación, la fusión de las dos vidas fue entera. Un<br />

día que preguntaba a la esposa <strong>del</strong> maestro cuanto tiempo necesitaba una<br />

mujer para volver a ser pura, después de haber tenido comercio con un<br />

hombre, respondió: “Si con su marido se purifica en el mismo instante, si con<br />

otro, jamás”. Hay muchas mujeres que responderán sonriendo, que para decir<br />

esas palabras es preciso ser la mujer de Pitágoras y amarle como le amaba<br />

Theano.<br />

Tiene razón. No es el matrimonio lo que justifica el amor, es el amor lo<br />

que justifica el matrimonio. Theano entró tan completamente en el<br />

pensamiento de su esposo, que después de la muerte de éste, ella sirvió de<br />

centro a la orden pitagórica, y un autor griego cita como una autoridad su<br />

opinión sobre la doctrina de los Números. Ella dio a Pitágoras dos hijos:<br />

Arimmestes y Telauges, y una hija: Damo. Telauges fue más tarde el maestro<br />

de Empédocles y le transmitió los secretos de la doctrina.<br />

La familia de Pitágoras ofreció a la orden un verdadero mo<strong>del</strong>o. Se<br />

llamó a su casa el templo de Ceres y a su patio el templo de las Musas. En las<br />

fiestas domésticas y religiosas, la madre dirigía el coro de las mujeres y Damo<br />

el coro de los jóvenes. Damo fue por todos conceptos, digna de su padre y de<br />

su madre. Pitágoras le había confiado ciertos escritos, con prohibición expresa<br />

de comunicarlos a nadie fuera de la familia. Después de la dispersión de los<br />

pitagóricos, Damo cayó en extrema pobreza. Le ofrecieron una elevada suma<br />

por el precioso manuscrito. Pero, fiel a la voluntad de su padre, rehusó<br />

siempre entregarlo. Pitágoras vivió treinta años en Crotona. En veinte años<br />

aquel hombre extraordinario había adquirido tal poder, que los que le<br />

llamaban semidios no parecía que exagerasen. Aquel poder era un prodigio:<br />

jamás filósofo alguno lo ejerció semejante. Su influencia se extendía no<br />

285


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

solamente a la escuela de Crotona y a sus ramificaciones en las otras ciudades<br />

de las costas italianas, sino también a la política de todos esos pequeños<br />

Estados. Pitágoras era un reformador en toda la fuerza de la palabra. Crotona,<br />

colonia aquea, tenía una constitución aristocrática. El consejo de los mil,<br />

compuesto de las grandes familias, ejercía allí el poder legislativo y vigilaba al<br />

poder ejecutivo. Las asambleas populares existían, pero con poderes<br />

restringidos. Pitágoras, que quería que el Estado fuese un orden y una<br />

armonía, no estaba conforme ni con la presión oligárquica, ni con el caos de la<br />

demagogia. Aceptando tal cual era la constitución dórica, trató sencillamente<br />

de introducir en ella un nuevo engranaje. La idea era atrevida: crear sobre el<br />

poder político un poder científico, con voz <strong>del</strong>iberativa y consultiva en las<br />

cuestiones vitales, y que fuera la clave de bóveda, el regulador supremo <strong>del</strong><br />

Estado. Sobre el consejo de los mil, organizó el consejo de los trescientos,<br />

elegidos por el primero, pero reclutados entre los iniciados sólo. Su número<br />

bastaba para tal labor. Porfirio cuenta que dos mil ciudadanos de Trotona<br />

renunciaron a su vida habitual y se reunieron para vivir juntos con sus mujeres<br />

y sus hijos, después de haber puesto sus bienes en común. Pitágoras quería a la<br />

cabeza <strong>del</strong> Estado un gobierno científico, menos misterioso, pero colocado tan<br />

alto como el sacerdocio egipcio. Lo que realizó por un momento, fue el sueño<br />

de todos los iniciados que se ocuparon de política: introducir el principio de la<br />

iniciación y <strong>del</strong> examen en el gobierno <strong>del</strong> Estado, y reconciliar en esta<br />

síntesis superior el principio electivo o democrático con un gobierno<br />

constituido por la selección de la inteligencia y de la virtud. El consejo de los<br />

trescientos formó una especie de orden pólítico, científico y religioso, <strong>del</strong> que<br />

Pitágoras era jefe visible. Se comprometían en él por un juramento solemne y<br />

terrible a un secreto absoluto como en los Misterios. Esas sociedades o<br />

hetarias se difundieron de Crotona, donde estaba la sociedad madre, a casi<br />

todas las ciudades de la grande Grecia, donde ejercieron una poderosa acción<br />

política. La orden pitagórica tendía también a conquistar la cabeza <strong>del</strong> Estado<br />

en toda la Italia meridional. Tenía ramificaciones en Tarento, Heraclea,<br />

Metaponte, Regium, Himere, Catania, Agrigente, Sybaris, según Aristoxene<br />

hasta entre los Etruscos. En cuanto a la influencia de Pitágoras sobre el<br />

gobierno de las grandes y ricas ciudades, nada se podría imaginar más<br />

elevado, más liberal, más pacificador. Por todas partes donde aparecía,<br />

restablecía el orden, la justicia, la concordia. Llamado por un tirano de Sicilia,<br />

le decidió por su sola elocuencia a renunciar a las riquezas mal adquiridas y<br />

abdicar un poder usurpado. En cuanto a las ciudades, las hizo independientes y<br />

libres, de sujetas que estaban unas a otras. Tan bienhechora era su acción, que<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

cuando iba a las ciudades, decían: “No es para enseñar, sino para curar”.<br />

La influencia soberana de un gran espíritu y de un gran carácter, esa<br />

magia <strong>del</strong> alma y de la inteligencia, excita celos tanto más temibles, odios<br />

tanto más violentos, cuanto que es inatacable. El imperio de Pitágoras duraba<br />

desde hacía un cuarto de siglo, el adepto infatigable alcanzaba la edad de<br />

noventa años, cuando llegó la reacción. La chispa partió de Sybaris, la rival de<br />

Crotona. Hubo allí una sublevación popular y el partido aristocrático fue<br />

vencido. Quinientos desterrados pidieron asilo a los Crotoniatas, y los<br />

Sybaritas exigieron su extradicción. Temiendo la cólera de una ciudad<br />

enemiga, los magistrados de Crotoniatas iban a acceder a su exigencia, cuando<br />

Pitágoras intervino. A sus instancias se rehusó el entregar a aquellos<br />

desgraciados suplicantes a adversarios implacables. Entonces, Sybaris declaró<br />

la guerra a Crotona. Pero el ejército de los Crotoniatas, mandado por un<br />

discípulo de Pitágoras, el célebre atleta Milón, batió compleamente a los<br />

Sybaritas. El desastre de Sybaris fue total y la ciudad fue tomada, saqueada,<br />

destruida y transformada en un desierto. Es imposible admitir que Pitágoras<br />

haya aprobado tales represalias. Ellas eran contrarias a sus principios y a los<br />

de todos los iniciados. Pero ni él, ni Milón pudieron refrenar las pasiones<br />

desencadenadas de un ejército victorioso, atizadas por antiguos celos y<br />

excitadas por un ataque injusto.<br />

Toda venganza, bien de los individuos, bien de los pueblos, trae un<br />

choque de retroceso de las pasiones. La Némesis de ésta fue terrible; las<br />

consecuencias cayeron sobre Pitágoras y su orden. Después de la toma de<br />

Sybaris, el pueblo pidió la repartición de las tierras. No contento con haberlo<br />

obtenido, el partido democrático propuso un cambio de constitución que<br />

arrebataba sus privilegios al Consejo de los mil y suprimía el Consejo de los<br />

trescientos, no admitiendo ya más que una autoridad sola: el sufragio<br />

universal. Naturalmente, los pitagóricos que formaban parte <strong>del</strong> Consejo de<br />

los mil se opusieron a una reforma contraria a sus principios y que socavaba<br />

por su base la obra paciente <strong>del</strong> maestro. Ya los pitagóricos eran el objeto de<br />

ese odio sordo que el misterio y la superioridad excitan siempre entre las<br />

masas. Su actitud política levantó contra ellos los furores de la demagogia, y<br />

un odio personal contra el maestro trajo la explosión.<br />

Un cierto Cylón se había presentado en otros tiempos a la Escuela.<br />

Pitágoras, muy severo en la admisión discípulos, le rechazó a causa su carácter<br />

violento e imperioso. Aquel candidato despedido era un adversario venenoso.<br />

Cuando la opinión pública comenzó a agitarse contra Pitágoras, organizó un<br />

club opuesto al de los pitagóricos, una gran sociedad popular. Logró atraer a él<br />

287


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

a los principales conductores <strong>del</strong> pueblo y preparó en sus asambleas una<br />

revolución que debía comenzar por la expulsión de los pitagóricos. Ante una<br />

multitud tempestuosa, Cylón sube a la tribuna popular y lee extractos robados<br />

<strong>del</strong> libro secreto de Pitágoras, titulado: la Palabra sagrada (hieros logos). <strong>Los</strong><br />

desfigura, los disfraza. Algunos oradores tratan de defender a los hermanos<br />

<strong>del</strong> silencio, que respetan hasta a los animales. Se les responde con carcajadas.<br />

Cylón sube y vuelve a subir a la tribuna, para demostrar que el catecismo<br />

religioso de los pitagóricos es atentatorio a la libertad. “Y es poco decir,<br />

agrega el tribuno. ¿Qué es ese maestro, ese pretendido semidiós, a quien se<br />

obedece ciegamente y que no tiene más que dar una orden para que todos sus<br />

hermanos exclamen: ¡El maestro lo ha dicho! qué es, repito, sino el tirano de<br />

Crotona y el peor de los tiranos, un tirano oculto?. ¿De qué está formada esa<br />

amistad indisoluble que une a todos los miembros de las hetairas pitagóricas<br />

que la forman, sino <strong>del</strong> desdén y el desprecio para el pueblo?. Siempre tienen<br />

en su boca esa palabra de Homero, que el príncipe debe ser el pastor de su<br />

pueblo. Eso significa que, para ellos, el pueblo sólo es un vil rebaño. Sí, la<br />

misma existencia de la orden es una conspiración permanente contra 1os<br />

derechos populares. En tanto que no se la destruya, no habrá libertad en<br />

Crotona”. Uno de los miembros de la asamblea popular, animado por un<br />

sentimiento de lealtad, exclamó: “Que al menos se permita a Pitágoras y a los<br />

Pitagóricos venir a justificarse a nuestra tribuna, antes de condenarlos”. Pero<br />

Cylón respondió con altanería: “¿No os han arrebatado los Pitagóricos el<br />

derecho de juzgar y de decidir de los negocios públicos?. ¿Con qué derecho<br />

podrían pedir hoy que se les escuche?. No os han escuchado al despojaros <strong>del</strong><br />

derecho de ejercer justicia; pues bien, a vuestra vez castigad sin escuchar!”.<br />

Truenos de aplausos respondían a esas palabras vehementes y los espíritus se<br />

exaltaban más y más.<br />

Una tarde que los cuarenta principales miembros de la orden estaban<br />

reunidos en casa de Milón, el tribuno amotinó a sus bandas. Cercaron éstas la<br />

casa. <strong>Los</strong> Pitagóricos, con el maestro entre ellos, atrancaron las puertas. La<br />

multitud furiosa prendió fuego a la casa. Treinta y ocho Pitagóricos, los<br />

mejores discípulos <strong>del</strong> maestro y el mismo Pitágoras perecieron, la flor de la<br />

orden, unos en las llamas <strong>del</strong> incendio y los otros asesinados por el pueblo.<br />

Sólo Archippo y Lysis escaparon solamente <strong>del</strong> degüello.<br />

(Ésta es la versión de Diógenes de Laercio sobre la muerte de<br />

Pitágoras. — Según Dicearco, citado por Porfirio el maestro escapó al<br />

desastre con Archippo y Lysis y anduvo de ciudad en ciudad hasta llegar a<br />

Metaponte, donde se dejó morir de hambre en el templo de las Musas. <strong>Los</strong><br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

habitantes de Metaponte pretendían, por el contrario, que el sabio, acogido<br />

por ellos, había muerto tranquilamente en su ciudad. Mostraron ellos a<br />

Cicerón, su casa, su silla y su familia. Hay que notar que largo tiempo<br />

después de la muerte <strong>del</strong> maestro, las ciudades que habían perseguido más a<br />

Pitágoras cuando el movimiento democrático, reclamaron el honor de<br />

haberle acogido y salvado. Las ciudades <strong>del</strong> golfo de Tarento se disputaban<br />

las cenizas <strong>del</strong> filósofo con el mismo encarnizamiento con que las ciudades<br />

de la Jonia se disputaban el haber visto nacer a Homero. — Véanse estos<br />

hechos discutidos en el libro concienzudo de M. Chaignet: Pitágoras y la<br />

filosofía pitagórica).<br />

De este modo murió aquel gran sabio, aquel hombre divino, que había<br />

tratado de hacer entrar su sabiduría en el gobierno de los hombres. La matanza<br />

de los pitagóricos fue señal de una revolución democrática en Crotona y en el<br />

golfo de Tarento. Las ciudades de Italia arrojaron de sí a los desdichados<br />

discípulos <strong>del</strong> maestro. La orden fue dispersada, pero sus restos se esparcieron<br />

por Sicilia y Grecia, sembrando en todas partes la palabra <strong>del</strong> maestro. Lysis<br />

llegó a ser maestro de Epaminondas. Después de nuevas revoluciones, los<br />

pitagóricos pudieron volver a Italia con la condición de no formar ya un<br />

cuerpo político. Una conmovedora fraternidad los unió siempre; se<br />

consideraban como una sola y grande familia. Uno de ellos cayó en la miseria<br />

y enfermó, fue recogido por un posadero. Antes de morir dibujó sobre la<br />

puerta de la casa algunos signos misteriosos, y dijo a su huésped: “No os<br />

inquietéis; uno de mis hermanos pagará mi deuda”. Un año después, un<br />

extranjero pasó por la misma posada, vio aquellos signos y dijo al posadero:<br />

“Soy pitagórico; uno de mis hermanos ha muerto aquí: decidme lo que os<br />

debo por él”. La orden subsistió durante 250 años en cuanto a las ideas, a las<br />

tradiciones <strong>del</strong> maestro, viven hasta nuestro días.<br />

La influencia regeneradora de Pitágoras sobre Grecia, fue inmensa. Ella<br />

se ejerció misteriosamente, pero de un modo seguro por medio de los templos<br />

por donde pasó. Le hemos visto en Delfos dando una nueva fuerza a la ciencia<br />

adivinatoria, afirmar la autoriridad de los sacerdotes, y formar por su arte una<br />

Pitonisa mo<strong>del</strong>o. Gracias a aquella reforma interior que despertó el entusiasmo<br />

de los iniciados, Delfos fué, más que nunca, el centro moral de los griegos.<br />

Bien se vio esto durante las guerras médicas. Apenas habían pasado treinta<br />

años desde la muerte de Pitágoras, cuando el ciclón de Asia, predicho por el<br />

sabio de Samos, estalló sobre las costas de la Hélade. En aquella lucha épica<br />

de Europa contra el Asia bárbara, Grecia, que representaba la libertad y la<br />

civilización, tiene tras ella la ciencia y el genio de Apolo. Es un soplo<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

patriótico y religioso el que subleva y acalla la naciente rivalidad de Esparta y<br />

Atenas. Él inspira a los Milcíades y los Temístocles. En Marathón el<br />

entusiasmo es tal, que los Atenienses creen ver dos guerreros, blancos como la<br />

luz, combatiendo en sus filas... Unos reconocen en ellos a Teseo y Echetos,<br />

otros a Cástor y Pólux. Cuando la invasión de Jerjes, diez veces más<br />

formidables que la de Darío, desborda por las Termópilas y sumerge la<br />

Hélade, la Pitia desde lo alto de su trípode, indica la salvación a los enviados<br />

de Atenas, y ayuda a Temístocles a vencer con los navíos de Salamina. Las<br />

páginas de Herodoto estremecen como su palabra jadeante: “Abandonad las<br />

moradas y las altas colinas de la ciudad construida en círculo...; el fuego y el<br />

terrible Marte, montado sobre un carro sirio, arruínará vuestras torres...; los<br />

templos vacilan, de sus muros fluye un sudor frío, de su cima gotea una sangre<br />

negra...; salid de mi santuario. Que un muro de madera os sea inexpugnable<br />

fortaleza. ¡Huir!, volved la espalda a los infantes y a los jinetes innumerables.<br />

¡Oh divina Salamina!. ¡Tú serás funesta a los hijos de la mujer!”. (En el<br />

lenguaje de los templos, el término de hijos de la mujer designaba el grado<br />

inferior de la iniciación, mujer, teniendo aquí el significativo de Naturaleza.<br />

Sobre este grado estaban los hijos <strong>del</strong> hombre o iniciados <strong>del</strong> Espíritu y <strong>del</strong><br />

Alma, los hijos de los Dioses, o iniciados de las ciencias cosmogónicas y los<br />

hijos de Dios o iniciados de la ciencia suprema. La Pitia llama a los Persas<br />

hijos de la mujer, designándolos por el carácter de su religión. Tomadas al<br />

pie de la letra, sus palabras no tendrían sentido). En la narración de Esquilo<br />

la batalla comienza por un grito que se parece al pean, al himno de Apolo:<br />

“Pronto el Sol de los blancos caballos corredores esparció por el mundo su luz<br />

resplandeciente. En este instante, un clamor inmenso, modulado como un<br />

sacro cántico, se eleva de las filas de los griegos; y los ecos de la isla<br />

responden a él en mil voces brillantes”. ¿Hay para admirarse, porque<br />

embriagados por el vino de la victoria, los helenos, en la batalla de Mycale,<br />

frente al Asia, vencida, hayan elegido por grito de asamblea: Hebé, la eterna<br />

juventud?. Sí, el aliento de Apolo pasa a través de aquellas asombrosas<br />

guerras médicas. El entusiasmo religioso, que logra milagros, lleva consigo a<br />

los vivos y a los muertos, ilumina los trofeos y dora las tumbas. Todos los<br />

templos han sido saqueados, más el de Delfos ha quedado en pie. El ejército<br />

persa se aproximaba para expoliar la ciudad santa. Todo el mundo temblaba.<br />

Pero el Dios solar ha dicho por voz de su pontífice: “Yo me defenderé solo”.<br />

Por orden <strong>del</strong> templo, la ciudad es evacuada; los habitantes se refugian en las<br />

grutas <strong>del</strong> Parnaso, y sólo los sacerdotes quedan en el pórtico <strong>del</strong> santuario con<br />

la guardia sagrada. El ejército persa entra en la ciudad, muda como una tumba;<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

sólo las estatuas le ven pasar. Una nube sombría se forma en el fondo <strong>del</strong><br />

desfiladero; el trueno retumba y el rayo fulgura sobre los invasores. Dos rocas<br />

enormes quedan encima <strong>del</strong> Parnaso y aplastan a un gran número de persas.<br />

(“Aún se las ve en el cercado de Minerva”, dice Heredoto, VIII, 39. — La<br />

invasión de los galos que tuvo lugar 200 años más tarde, fue rechazada de<br />

análoga manera. Entonces también se formó una tempestad, el rayo cayó<br />

varias veces sobre los galos; el suelo tiembla bajo sus pies: ven apariciones<br />

sobrenaturales; y el templo de Apolo se salva. Esos hechos parecen probar<br />

que los sacerdotes de Delfos poseían la ciencia <strong>del</strong> fuego cósmico y sabían<br />

manejar la electricidad por los poderes ocultos, como los magos caldeos. —<br />

Véase Amadeo Thierry, Histoire des Galouis, I, 246). Al mismo tiempo salen<br />

clamores <strong>del</strong> templo de Minerva, y las llamas brotan <strong>del</strong> suelo, bajo los pasos<br />

de los asaltantes. Ante aquellos prodigios, los bárbaros espantados retroceden;<br />

su ejército huye aterrorizado. El Dios se ha defendido por sí mismo.<br />

¿Hubieran ocurrido esas maravillas, esas victorias, que la humanidad<br />

cuenta como suyas; hubieran tenido lugar, si treinta años antes Pitágoras no<br />

hubiera aparecido en el santuario délfico, para en él encender de nuevo el<br />

fuego sagrado?. ¿Podemos dudarlo?.<br />

Unas palabras más sobre la influencia <strong>del</strong> maestro en la filosofía. Antes<br />

de él había físicos de un lado, moralistas <strong>del</strong> otro; Pitágoras hizo entrar la<br />

moral, la ciencia y la religión en su vasta síntesis. Esta síntesis no es otra cosa<br />

que la doctrina esotérica que hemos tratado de volver a encontrar en plena luz<br />

en el fondo mismo de la iniciación pitagórica. El filósofo de Crotona no fue el<br />

inventor, sino el ordenador luminoso de esas verdades primordiales en el<br />

orden científico. Hemos elegido su sistema como el cuadro más favorable para<br />

una exposición completa de la doctrina de los Misterios y de la verdadera<br />

Teosofía.<br />

<strong>Los</strong> que no han seguido al maestro con nosotros, habrán comprendido<br />

que en el fondo de esta doctrina brilla el sol de la Verdad-Una. De ellas se ven<br />

los esparcidos rayos en las filosofías y las religiones; pero su centro allí está.<br />

¿Qué es preciso para llegar a él?. La observación y el razonamiento no bastan.<br />

Se precisa además, y sobre todo, la intuición. Pitágoras fue un adepto, un<br />

iniciado de primer orden. Poseyó la vista directa <strong>del</strong> espíritu, la clave de las<br />

ciencias ocultas y <strong>del</strong> mundo espiritual. Tomaba sus materiales en el manantial<br />

primero de la Verdad. Y como a esas facultades trascendentales <strong>del</strong> alma<br />

intelectual y espiritualizada unía la observación minuciosa de la naturaleza<br />

física y la clasificación magistral de las ideas por su alta razón, nadie mejor<br />

que él para construir el edificio de la ciencia <strong>del</strong> Kosmos.<br />

291


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

A decir verdad, ese edificio jamás fue destruido. Platón, que tomó de<br />

Pitágoras toda su metafísica, tuvo de ella completa idea, aunque la haya<br />

difundido con menos rigor y nitidez. La escuela alejandrina ocupó sus cimas<br />

superiores. La ciencia moderna ha tomado su planta baja y consolidado los<br />

cimientos. Un gran número de escuelas filosóficas, de sectas místicas o<br />

religiosas ha habitado los diferentes compartimientos. Pero ninguna filosofía<br />

abarcó jamás el conjunto. Este conjunto es el que hemos tratado de mostrar<br />

aquí en su armonía y su unidad.<br />

292


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

LIBRO VII<br />

PLATÓN<br />

LOS MISTERIOS DE ELEUSIS<br />

<strong>Los</strong> hombres han llamado al Amor<br />

Eros, porque tiene alas; los Dioses le han<br />

llamado Pteros, porque tiene la virtud de<br />

darlas.<br />

Platón (El Banquete).<br />

En el cielo aprender es ver,<br />

En la tierra es acordarse.<br />

Dichoso quien atravesó los Misterios.<br />

Él conoce la fuente y el fin de la vida.<br />

Píndaro.<br />

293


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

PLATÓN<br />

LOS MISTERIOS DE ELEUSIS<br />

Después de haber tratado de hacer revivir en Pitágoras al más grande de<br />

los iniciados de la Grecia y a través de él el fondo primordial y universal de la<br />

verdad religiosa y filosófica, podríamos no hablar de Platón, que no ha hecho<br />

más que dar a aquella verdad una forma más fantástica y más popular. Más, he<br />

aquí la razón que nos detendrá un momento ante la noble figura <strong>del</strong> filósofo<br />

ateniense:<br />

Sí, hay una doctrina madre y síntesis de las religiones y de las filosofías.<br />

Ella se desenvuelve y profundiza en el curso de las edades; pero el fondo y el<br />

centro permanecen los mismos. Hemos encontrado sus grandes líneas. ¿Basta<br />

esto?. No; es preciso mostrar además la razón providencial de sus formas<br />

diversas, según las razas y las edades. Es preciso restablecer la cadena de los<br />

grandes iniciados, que fueron los verdaderos Maestros de la humanidad.<br />

Entonces la fuerza de cada uno de ellos se multiplicará por la de todos los<br />

demás, y la unidad de la verdad aparecerá en la diversidad misma de su<br />

expresión. Como todas las cosas, Grecia ha tenido su aurora, su pleno sol y su<br />

decadencia. Es la ley de los días, de los hombres, de los pueblos, de las tierras<br />

y de los cielos. Orfeo es el iniciado de la aurora, Pitágoras el <strong>del</strong> mediodía,<br />

Platón el <strong>del</strong> poniente de la Helenia, poniente de púrpura ardiente que viene a<br />

ser lo rosado de una aurora nueva, la de una humanidad. Platón sigue a<br />

Pitágoras, como en los misterios de Eleusis el portaantorchas seguía al gran<br />

Hierofante. Con él vamos a penetrar otra vez más y por un camino nuevo, a<br />

través de las avenidas <strong>del</strong> santuario, hasta el corazón <strong>del</strong> templo, para la<br />

contemplación <strong>del</strong> gran arcano.<br />

Pero antes de ir a Eleusis, escuchemos un instante a nuestro guía, el<br />

divino Platón. Que nos haga ver él mismo su horizonte natal; que nos cuente<br />

la historia de su alma y nos conduzca al lado de su maestro querido.<br />

294


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

I<br />

LA JUVENTUD DE PLATÓN Y LA<br />

MUERTE DE SÓCRATES<br />

Nació en Atenas, en la ciudad de la Belleza y de la Humanidad. Lo<br />

ilimitado se ofrecía a sus jóvenes miradas. El Atica abierta a todos los vientos<br />

avanza como la proa de un navío en el mar Egeo y domina como reina el cielo<br />

de las islas, blancas sirenas sentadas sobre el azul oscuro de las ondas. Creció<br />

al pie de la Acrópolis, bajo la custodia de Pallas Atenea, en aquella ancha<br />

llanura encuadrada por montañas violáceas y envueltas en un azul luminoso,<br />

entre el Pentélico con sus laderas de mármol, el Hymete coronado de pinos<br />

odoríferos donde zumban las abejas, y la tranquila bahía de Eleusis.<br />

Muy sombrío y azaroso fue el ambiente político durante la infancia y la<br />

juventud de Platón, que coincidieron con aquella implacable guerra <strong>del</strong><br />

Peloponeso; lucha fratricida entre Esparta y Atenas, que preparó la disolución<br />

de Grecia. Habían terminado los grandes días de las guerras Médicas y se<br />

habían puesto los soles de Maratón y de Salamina. El año <strong>del</strong> nacimiento de<br />

Platón (429 antes de J. C.) es el de la muerte de Pericles, el más grande<br />

hombre de Estado de Grecia, tan íntegro como Arístides, tan hábil como<br />

Temístocles, el más perfecto representante de la civilización helénica, el<br />

fascinador de aquella democracia turbulenta, patriota ardiente, pero que supo<br />

conservar la serenidad de un semidiós en medio de las tempestades populares.<br />

La madre de Platón debió contar a su hijo una escena, a la cual asistió de<br />

seguro dos años antes <strong>del</strong> nacimiento <strong>del</strong> futuro filósofo. <strong>Los</strong> espartanos<br />

habían invadido el Atica; Atenas, amenazada ya en su existencia nacional,<br />

había luchado durante todo un invierno, y Pericles fue el alma de la defensa.<br />

En aquel año sombrío, una ceremonia imponente tuvo lugar en el Cerámico.<br />

<strong>Los</strong> féretros de los guerreros muertos por la patria fueron colocados sobre<br />

carros fúnebres, y el pueblo fue convocado ante la tumba monumental<br />

destinada a reunir sus restos. Aquel mausoleo parecía el símbolo magnífico y<br />

siniestro de la tumba que Grecia se cavaba a sí misma, por su lucha criminal.<br />

Entonces fue cuando Pericles pronunció el más hermoso discurso que nos ha<br />

conservado la antigüedad. Tucídides lo ha transcrito en sus tablas de bronce, y<br />

aquellas palabras brillan como un escudo en el frontón de un templo: “La<br />

295


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

tumba de los héroes es el universo entero y no está en las columnas recargadas<br />

de fastuosas inscripciones”. ¿No respiran estas palabras la conciencia de<br />

Grecia y de su inmortalidad?.<br />

Más una vez muerto Pericles, ¿Qué quedaba de la antigua Grecia, qué<br />

vivía en sus hombres de acción?. En el interior de Atenas las discordias de una<br />

democracia decadente; en el exterior, la invasión lacedemónica siempre a las<br />

puertas, la guerra por tierra y por mar, y el oro <strong>del</strong> rey de Persia circulando<br />

como un veneno corruptor en manos de los tribunos magistrados. Alcibíades<br />

había reemplazado a Pericles en el favor <strong>del</strong> pueblo. Aquel tipo de la juventud<br />

dorada de Atenas había llegado a ser el hombre <strong>del</strong> día. Político aventurero,<br />

intrigante lleno de seducción, condujo alegremente su patria a la ruina. Platón<br />

le había observado bien; más tarde trazó, como un maestro, la psicología de<br />

aquel carácter. Compara el deseo furioso de poder que llena el alma de<br />

Alcibíades, a un gran zángano alado “alrededor de quien las pasiones<br />

coronadas de flores, perfumadas con esencia, embriagadas con vino y con<br />

todos los placeres desenfrenados, vienen a zumbar, alimentándole,<br />

educándole, armándole en fin con el aguijón de la ambición. Entonces aquel<br />

tirano <strong>del</strong> alma escoltado por la demencia, se agita con furor; si encuentra a, su<br />

alrededor pensamientos y sentimientos honrados que pudieran aún hacerle<br />

enrojecer, los mata y los arroja de sí, hasta que ha purgado al alma de toda<br />

templanza y la ha llenado con el fervor que le arrastra”.<br />

El cielo de Atenas tuvo colores bastante sombríos durante la juventud<br />

de Platón. A los veinticinco años asistió a la toma de Atenas por los<br />

Espartanos después de la desastrosa batalla naval de Egos Pótamos. Luego vio<br />

la entrada de Lisandro en su ciudad natal; lo que significaba el fin de la<br />

independencia de Atenas. Vio los largos muros construidos por Temístocles,<br />

demolidos a los sones de una música festiva y al enemigo triunfante bailar<br />

literalmente sobre las ruinas de su patria. Luego llegaron los treinta tiranos y<br />

sus proscripciones.<br />

Aquellos espectáculos entristecieron el alma juvenil de Platón, pero no<br />

pudieron turbarla. Aquella alma era tan dulce, tan límpida, tan abierta como la<br />

bóveda <strong>del</strong> cielo sobre el Acrópolis. Platón era un joven de alta estatura, ancho<br />

de espalda, grave, recogido, casi siempre silencioso; pero cuando abría la<br />

boca, una sensibilidad exquisita, una dulzura encantadora emanaban de sus<br />

palabras. En él nada de saliente, de excesivo. Sus actitudes variadas se<br />

disimulaban como fundidas en la armonía superior de su ser. Una gracia alada,<br />

una modestia natural ocultaba la seriedad de su espíritu; una ternura casi<br />

femenina servía de velo a la firmeza de su carácter. En él la virtud se revestía<br />

296


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

con una sonrisa y el placer con una castidad ingenua. Pero lo que constituía la<br />

marca dominante, extraordinaria, única de aquella alma, era que el nacer<br />

parecía haber hecho un pacto misterioso con la eternidad. Sí, las cosas eternas<br />

parecían vivir únicamente en el fondo de sus grandes ojos; las otras pasaban<br />

por ellos como vanas apariencias por un espejo profundo. Tras las formas<br />

visibles, cambiantes, imperfectas <strong>del</strong> mundo y de los seres, le aparecían<br />

formas invisibles, perfectas, pero siempre radiantes, de aquellos seres que ve<br />

el espíritu y que son sus mo<strong>del</strong>os eternos. He aquí por qué el joven Platón, sin<br />

haber formulado su doctrina, no sabiendo tan siquiera que un día sería<br />

filósofo, tenía ya conciencia de la realidad divina <strong>del</strong> Ideal y de su<br />

omnipotencia. He aquí por qué al ver llorar a las mujeres, los carros fúnebres,<br />

los ejércitos, las fiestas y los duelos, su mirada parecía ver otra cosa y decir:<br />

“¿Por qué lloran y por qué lanzan gritos de alegría?. Creen ser y no son. ¿Por<br />

qué no puedo unirme a lo que nace y a lo que muere?. ¿Por qué no puedo amar<br />

más que a lo invisible que ni nace ni muere nunca, sino que es siempre?”.<br />

El Amor y la Armonía, he aquí el fondo <strong>del</strong> alma de Platón, pero ¡qué<br />

Amor y qué Armonía!. El Amor de la Belleza eterna y de la Armonía que<br />

abarca el Universo. Cuanto más grande y profunda es un alma, más tiempo<br />

tarda en conocerse a sí misma. Su primer entusiasmo le lanzó a las artes.<br />

Platón pertenecía a una familia distinguida, puesto que su padre pretendía<br />

descender <strong>del</strong> rey Codrus y su madre de Solón. Su juventud fue la de un<br />

ateniense rico, rodeado de todos los lujos y de todas las seducciones de una<br />

época de decadencia. A ella se entregó sin excesos ni gazmoñería, viviendo<br />

como sus iguales, gozando noblemente de una buena herencia, rodeado y<br />

festejado por numerosos amigos. Él nos ha descrito demasiado bien la pasión<br />

<strong>del</strong> amor en todas sus fases en su Fedro, para que no haya experimentado sus<br />

transportes y crueles desilusiones. Un solo verso nos queda de él, tan<br />

apasionado como un verso de Safo, tan chispeante de luz como una noche<br />

estrellada sobre el mar de las Cíclados: “Quisiera ser el cielo, a fin de ser todo<br />

ojos para mirarte”. Buscando la Belleza suprema a través de todos los modos y<br />

todas las fonnas de lo bello, cultivó sucesivamente la pintura, la música y la<br />

poesía. Ésta parecía que iba a responder a todas sus necesidades, y terminó por<br />

fijar sus deseos. Platón tenía una maravillosa facilidad para todos los géneros.<br />

Sentía con intensidad igual la poesía amorosa y ditirámbica, la epopeya, la<br />

tragedia, la misma comedia con su más fina sal ática. ¿Qué le faltaba para<br />

llegar a ser un Sófocles y levantar al teatro de Atenas de su decadencia<br />

inminente?. Esa ambición le tentó: sus amigos le excitaban. A los veintisiete<br />

años había compuesto varias tragedias e iba a presentar una al concurso.<br />

297


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Por esta época fue cuando Platón encontró a Sócrates discutiendo con<br />

varios jóvenes en los jardines de la Academia. Hablaba de lo Justo y de lo<br />

Injusto, de la Belleza, la Verdad y el Bien. El poeta se aproximó al filósofo, le<br />

escuchó, volvió al día siguiente y varios consecutivos. Al cabo de algunas<br />

semanas una revolución completa se había hecho en su espíritu. El feliz joven,<br />

el poeta lleno de ilusiones ya no se reconocía. El curso de sus pensamientos, el<br />

objetivo de su vida habían cambiado. Otro Platón acababa de nacer en él, bajo<br />

la palabra de aquel que se llamaba a sí mismo: “partero de almas”. ¿Qué había<br />

pasado?. ¿Por medio de qué sortilegio aquel razonador con cara de sátiro había<br />

arrancado <strong>del</strong> lujo, de las voluptuosidades, de la poseía, al bello, al genial<br />

Platón, para llevarle al gran renunciamiento que supone la sabiduría?.<br />

Sócrates era un hombre muy sencillo, pero también un gran original.<br />

Hijo de un escultor, esculpió las tres gracias durante su adolescencia; luego<br />

tiró el cincel, diciendo que le gustaba más esculpir su alma que el mármol. A<br />

partir de aquel momento, consagró su vida a la busca de la sabiduría. Se le<br />

veía en los gimnasios, en la plaza pública, en el teatro, conversar con los<br />

jóvenes, los artistas, los filósofos, y preguntar a cada uno la razón de lo que<br />

afirmaba. Hacía algunos años que los sofistas habían caído sobre la ciudad de<br />

Atenas como una nube de langostas. El sofista es la falsificación y la negación<br />

viva <strong>del</strong> filósofo, como el demagogo es la falsificación <strong>del</strong> hombre de Estado,<br />

el hipócrita la falsificación <strong>del</strong> sacerdote, el mago negro la falsificación<br />

infernal <strong>del</strong> verdadero iniciado. El tipo griego <strong>del</strong> sofista es más sutil, más<br />

razonador, más corrosivo que los otros; pero el género pertenece a todas las<br />

civilizaciones en decadencia. <strong>Los</strong> sofistas pululan en ellas tan fatalmente como<br />

los gusanos en un cuerpo descompuesto. Llámense ateos, nihilistas o<br />

pesimistas, los sofistas de todos los tiempos se parecen. Siempre niegan a Dios<br />

y al alma, es decir, a la verdad y a la vida supremas. <strong>Los</strong> <strong>del</strong> tiempo de<br />

Sócrates, los Pródicus, los Gorgias y los Protágoras decían que no hay<br />

diferencia entre la verdad y el error. Se alababan de probar cualquier idea y su<br />

contraria, afirmando que no hay más justicia que la fuerza, ni otra verdad que<br />

la opinión <strong>del</strong> sujeto. De este modo, contentos de sí mismos, vividores,<br />

haciéndose pagar caro sus lecciones, lanzaban a los jóvenes hacia el vicio, la<br />

intriga y la tiranía.<br />

Sócrates se aproximaba a los sofistas con su dulzura insinuante, su fina<br />

hombría de bien, como un ignorante que quiere instruirse. Sus ojos brillaban<br />

inteligentes y llenos de benevolencia. Luego, de pregunta en pregunta, les<br />

forzaba a decir lo contrario de lo que habían pretendido al principio y a<br />

confesar implícitamente que no sabían ni aun de lo que hablaban. Sócrates<br />

298


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

demostraba en seguida que los sofistas no conocían la causa y el principio de<br />

nada, aunque pretendían poseer la ciencia universal. Después de haberlos<br />

reducido al silencio, no se jactaban de su victoria; daba gracias a sus<br />

adversarios sonriendo por haberle instruido con sus respuestas, agregando que<br />

saber que no se sabe nada, es el principio de la verdadera sabiduría. ¿Qué es lo<br />

que creía y afirmaba el mismo Sócrates?. Él no negaba a los dioses, les daba el<br />

mismo culto que sus conciudadanos; pero decía que su naturaleza era<br />

impenetrable y confesaba no comprender nada de la física y metafísica que se<br />

explicaba en las escuelas. Lo importante, decía, es creer en lo Justo y en lo<br />

Verdadero y aplicarlo en la vida. Sus argumentos adquirían una gran fuerza en<br />

su boca, porque él en todo daba ejemplo: ciudadano irreprochable, intrépido<br />

soldado, juez íntegro, amigo fiel y desinteresado, dueño absoluto de todas sus<br />

pasiones.<br />

De modo que la táctica de la educación moral cambia según los tiempos<br />

y los medios. Pitágoras, ante sus discípulos iniciados, hacía caer la moral de<br />

las alturas de la cosmogonía. En Atenas, en la plaza pública, entre los Cleón y<br />

los Gorgias, Sócrates hablaba <strong>del</strong> sentimiento innato de lo Justo y de lo<br />

Verdadero para reconstruir el mundo y el Estado social quebrantado. Y<br />

ambos, uno en el orden descendente de los principios, el otro en el orden<br />

ascendente, afirmaban la misma verdad. Pitágoras representa los principios y<br />

el método de la más elevada iniciación. Sócrates anuncia la era de la ciencia<br />

abierta. Para no salirse de su papel de vulgarizador, se negó a iniciarse en los<br />

misterios de Eleusis. Pero no por eso dejaba de tener el sentido y la fe de la<br />

verdad total y suprema que enseñaba los grandes Misterios. Cuando hablaba<br />

de ellos, el bueno, el espiritual Sócrates, cambiaba de aspecto, como un Fauno<br />

inspirado <strong>del</strong> que se apodera un dios. Sus ojos se encendían, un rayo pasaba<br />

sobre su cabeza calva, y de su boca caía una de esas sentencias luminosas y<br />

sencillas que iluminaban el fondo de las cosas.<br />

¿Por qué Platón quedó tan irresistiblemente hechizado y subyugado por<br />

aquel hombre?. Porque comprendió al verle la superioridad <strong>del</strong> Bien sobre lo<br />

Bello. Porque lo Bello sólo realiza lo Verdadero en el espejismo <strong>del</strong> arte,<br />

mientras que el Bien se cumple en el fondo mismo de las almas. Rara y<br />

poderosa fascinación, porque los sentidos no intervienen en ella. La vista de<br />

un verdadero justo hizo inclinar el alma de Platón hacia un ensueño más<br />

divino.<br />

Aquel hombre le mostró la inferioridad de la belleza y de la gloria, tales<br />

como las había concebido hasta entonces, ante la belleza y la gloria <strong>del</strong> alma<br />

en acción, que atrae para siempre otras almas a su verdad, mientras que las<br />

299


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

pompas <strong>del</strong> Arte sólo logran hacer relumbrar un momento una verdad<br />

engañosa bajo un velo que lleva a la decepción. Aquella Belleza radiante,<br />

eterna, que es “el Esplendor de la Verdad”, mató a la belleza cambiante y<br />

engañosa en el alma de Platón. He aquí por qué Platón, olvidando y dejando<br />

todo lo que hasta entonces había amado, entregó su alma a Sócrates, en la flor<br />

de su juventud. Gran Victoria de la Verdad sobre la Belleza y que tuvo<br />

incalculables consecuencias para la historia <strong>del</strong> espíritu humano.<br />

Entre tanto los amigos de Platón esperaban verle debutar como poeta en<br />

la escena. Les invitó en su casa a un gran festín, y todos se admiraron de que<br />

él quisiera dar tal fiesta en aquel momento, porque era costumbre no darla<br />

hasta después de haber obtenido el premio, y cuando la tragedia coronada se<br />

había representado. Pero nadie rehusaba una invitación <strong>del</strong> rico joven en quien<br />

las Musas y las Gracias se hallaban en compañía de Eros. Su casa servía hacía<br />

mucho tiempo de punto de reunión a la juventud elegante de Atenas. Platón<br />

gastó una fortuna para aquel banquete. Se puso la mesa en el jardín. Jóvenes<br />

provistos de antorchas iluminaban la escena. Las tres más hermosas hetairas<br />

de Atenas asistieron. El festín duró toda la noche. Se cantaron himnos al Amor<br />

y a Baco. Las tocadoras de flautas bailaron sus danzas más voluptuosas. Por<br />

fin, rogaron a Platón que recitara uno de su ditirambos. Se levantó entonces<br />

sonriente y dijo: “Este festín es el último que os doy. A partir de hoy renuncio<br />

a los placeres de la vida para consagrarme a la sabiduría y seguir las<br />

enseñanzas de Sócrates. Sabedlo todos: renuncio también a la poesía, porque<br />

he reconocido su impotencia para expresr la verdad que yo busco. Ya no haré<br />

ni un solo verso vov a quemar en vuestra presencia todos los que he<br />

compuesto”. Un solo grito de asombro y de protesta se elevó de todos los<br />

puntos de la mesa, alrededor de la cual estaban acostados, en lechos<br />

suntuosos, los convidados coronados de rosas. De aquellos semblantes<br />

enrojecidos por el vino, la alegría, los chistes de la comida, unos expresaban la<br />

sorpresa, otros la indignación. Hubo entre los elegantes y los sofistas risas de<br />

incredulidad y de desprecio. Se tachó de locura y sacrilegio el proyecto de<br />

Platón; le incitaron a que volviese sobre sus pasos. Pero Platón afirmó estar<br />

resuelto, con una calma y seguridad tan grande, que no sufrían réplica. Por fin<br />

terminó diciendo: “Doy las gracias a todos los que han querido tomar parte en<br />

esta fiesta de adiós; pero no retendré conmigo más que a quienes quieran<br />

compartir mi nueva vida. <strong>Los</strong> amigos de Sócrates serán en a<strong>del</strong>ante mis únicos<br />

amigos”. Estas palabras pasaron como una escarcha sobre un campo de flores.<br />

Apareció súbitamente en aquellos semblantes risueños, el aire triste y<br />

embarazado de gentes que asisten a un entierro. Las cortesanas se levantaron y<br />

300


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

se hicieron transportar en sus literas, lanzando una mirada de decepción sobre<br />

el dueño de la casa. <strong>Los</strong> elegantes y los sofistas se marcharon, despidiéndose<br />

con palabras irónicas y regocijadas: “¡Adiós, Platón!. ¡Sé dichoso!. ¡Tú<br />

volverás a nuestro campo!. ¡Adiós!. ¡Adiós!”. Dos jóvenes serios quedaron<br />

únicamente a su lado. Entonces cogió de la mano a aquellos amigos fieles, y,<br />

dejando allí las ánforas de vino medio vacías, las rosas deshojadas, las liras y<br />

las flautas esparcidas entre copas llenas, Platón les condujo al patio interior de<br />

su casa. Allí vieron, amontonados sobre un altarcillo, una pirámide de rollos<br />

de papiros. Eran las obras poéticas de Platón. El poeta, tomando una antorcha,<br />

les dio fuego con una sonrisa, pronunciando estas palabras: “Vulcano, ven<br />

aquí; Platón te necesita”. (Fragmento de las obras completas de Platón,<br />

conservado bajo el título “Platón quema sus poesías”).<br />

Cuando la llama se extinguió revoloteando en los aires, los dos amigos<br />

sintieron las lágrimas en los ojos y dijeron silenciosamente adiós a su futuro<br />

maestro. Pero Platón, solo ya, no lloraba. Una paz, una serenidad maravillosa<br />

llenaban todo su ser. Pensaba en Sócrates, a quien iba a ver. El alba naciente<br />

rozaba las terrazas de las casas, las columnatas, los frontis de los templos; y<br />

pronto el primer rayo de sol hizo brillar el casco de Minerva en la cima de la<br />

Acrópolis.<br />

301


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

II<br />

LA INICIACIÓN DE PLATÓN Y LA<br />

FILOSOFÍA PLATÓNICA<br />

Tres años después que Platón era discípulo de Sócrates, éste fue<br />

condenado a muerte por el Areópago y murió rodeado de sus discípulos,<br />

bebiendo la cicuta.<br />

Pocos acontecimientos históricos han sido tan debatidos como éste. Hay<br />

pocos, sin embargo, de que se hayan comprendido peor las causas y el<br />

alcance. Se acepta hoy que el Areópago tuvo razón, desde su punto de vista,<br />

para condenar a Sócrates como enemigo de la religión <strong>del</strong> Estado, porque, al<br />

negar los Dioses, arruinaba las bases de la república ateniense. Mostraremos<br />

en seguida que esta aserción contiene dos errores profundos. Recordemos por<br />

de pronto que Víctor Cousin ha osado escribir al frente de la Apología de<br />

Sócrates, en su bella traducción de las obras de Platón: “Anytus, hay que<br />

decirlo, era un ciudadano recomendable; el Areópago, un tribunal equitativo y<br />

moderado; y si hubiera que admirarse de algo, sería de que Sócrates hubiera<br />

sido acusado tan tarde, y que no haya sido condenado por más fuerte<br />

mayoría”. El filósofo, ministro de Instrucción pública, no había visto que, de<br />

tener razón sería preciso condenar a la vez a la filosofía y a la religión, para<br />

glorificar únicamente la política de la mentira, de la violencia y de lo<br />

arbitrario. Porque, si la filosofía arruina por fuerza las bases <strong>del</strong> estado social,<br />

sólo es una pomposa locura; y si la religión sólo puede subsistir suprimiendo<br />

la investigación de la verdad, entonces sólo es una funesta tiranía. Tratemos de<br />

ser msá justos a la vez hacia la religión y la filosofía griegas.<br />

Hay un hecho capital y decisivo que ha escapado a la mayor parte de los<br />

historiadores y de los filósofos modernos. En Grecia, las persecuciones, muy<br />

raras contra los filósofos, no partieron jamás de los templos, sino siempre de<br />

los hombres de la política. La civilización helénica no ha conocido la lucha<br />

entre los sacerdotes y los filósofos, que juegan tan gran papel en la nuestra,<br />

desde la destrucción <strong>del</strong> esoterismo cristiano en el siglo segundo de nuestra<br />

era. Tales pudo profesar tranquilamente que el mundo viene <strong>del</strong> agua;<br />

Heráclito, que sale <strong>del</strong> fuego; Anaxágoras, decir que el sol es una masa de<br />

fuego incandescente. Demócrito, pretender que todo procede de los átomos.<br />

302


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Ningún templo se inquietó por ello. En los templos se sabía todo eso y aún<br />

más. Se sabía también que los pretendidos filósofos que niegan los Dioses, no<br />

podían destruirlos en la conciencia nacional, y que los filósofos verdaderos<br />

creían en ellos al modo de los iniciados y veían en ellos los símbolos de las<br />

grandes categorías de la jerarquía espiritual, de lo Divino que penetra la<br />

Naturaleza, de lo Invisible que gobierna lo Visible. La doctrina esotérica<br />

servía pues de lazo entre la verdadera filosofía y la verdadera religión. He aquí<br />

el hecho profundo, primordial y final, que explica su acuerdo secreto en la<br />

civilización helénica.<br />

¿Quién acusó a Sócrates?. <strong>Los</strong> sacerdotes de Eleusis, que habían<br />

maldecido a los autores de la guerra <strong>del</strong> Poloneso, sacudiendo el polvo de sus<br />

vestiduras hacia el Occidente, no pronunciaron una palabra contra él. En<br />

cuanto al templo de Delfos, le dio el más bello testimonio de aprecio que se<br />

pueda dar a un hombre. La Pitia, consultada sobre lo que Apolo pensaba de<br />

Sócrates, respondió (Jenofonte, Apología de Sócrates): “No hay ningún<br />

hombre más libre, más justo, más sensato”. <strong>Los</strong> dos motivos de la acusación<br />

lanzada contra Sócrates: de corromper a la juventud y de no creer en los<br />

Dioses, sólo fueron un pretexto. Sobre la segunda, el acusado respondió<br />

victoriosamente a sus jueces: “Creo en mi espíritu familiar, y a mayor razón<br />

debo creer en los Dioses, que son los grandes espíritus <strong>del</strong> universo”. ¿Por qué<br />

entonces ese odio implacable contra el justo?. Había él combatido la injustica,<br />

desenmascarado la hipocresía, mostrado lo falso de tantas vanas pretensiones.<br />

<strong>Los</strong> hombres perdonan todos los vicios y todos los ateísmos, pero no perdonan<br />

a quienes les quitan la careta. Por eso los verdaderos ateos que se reunían en el<br />

Areópago, hicieron morir al justo y al inocente, acusándole <strong>del</strong> crimen que<br />

ellos cometían. En su defensa admirable reproducida por Platón, Sócrates lo<br />

explica con una perfecta sencillez: “Son mis investigaciones infructuosas para<br />

encontrar hombres sabios entre los Atenienses, las que han excitado contra mí<br />

tantas peligrosas enemistades; de ahí todas las calumnias difundidas sobre mi<br />

persona; porque todos los que me oyen creen que yo sé todas las cosas, sobre<br />

las que desenmascaro la ignorancia de los otros... Intrigantes, activos y<br />

numerosos, hablando de mí según un plan concertado y con elocuencia muy<br />

capaz de seducir, hace mucho tiempo que os han llenado los oídos con los<br />

ruidos más pérfidos y persiguen Sin descanso su sistema de calumnia. Hoy<br />

concitan contra mí a Melitus, Anytus y Lycón. Melitus representa a los poetas;<br />

Anytus, a los políticos y los artistas; Lycón, a los oradores”. Un poeta trágico<br />

sin talento, un rico malvado y fanático, un demagogo desvergonzado, lograron<br />

hacer condenar a muerte al mejor de los hombres. Y aquella muerte le ha<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

hecho inmortal. Pudo él decir con firmeza a sus jueces: “Creo más en mis<br />

dioses que ninguno de los acusadores. Tiempo es de que nos despidamos, yo<br />

para morir y vosotros para vivir. ¿Quién de nosotros sale mejor librado?.<br />

Ninguno lo sabe, excepto Dios”. (Platón, Apología de Sócrates).<br />

Lejos de quebrantar la verdadera religión y sus símbolos nacionales,<br />

Sócrates hacía cuanto podía para afirmarlo. Hubiese sido el mayor sostén de<br />

su patria, sí su patria hubiese sabido comprenderle. Como Jesús, murió<br />

perdonando a sus verdugos y fue para toda la humanidad el mo<strong>del</strong>o de los<br />

sabios mártires. É1 representa el definitivo advenimiento de la iniciación<br />

individual y de la Ciencia abierta.<br />

La serena imagen de Sócrates muriendo por la verdad y pasando su<br />

última hora hablando con sus discípulos de la inmortalidad <strong>del</strong> alma, se<br />

imprimió en el corazón de Platón como el más bello de los espectáculos y el<br />

más santo de los misterios. Aquella fue su primera, su grande iniciación. Más<br />

tarde, debía estudiar la Física, la Metafísica y muchas otras ciencias; pero<br />

siempre fue el discípulo de Sócrates. El nos ha legado su viviente imagen,<br />

poniendo en boca de su maestro los tesoros de su propio pensamiento. Esa flor<br />

de modestia hace de él un discípulo ideal, como el fuego <strong>del</strong> entusiasmo le<br />

convierte en poeta de los filósofos. Aunque sepamos que no fundó su escuela<br />

hasta la edad de cincuenta años y murió a la de ochenta, no podemos<br />

figurárnosle más que siendo joven. Porque la eterna juventud es el patrimonio<br />

de las almas que, a la profundidad <strong>del</strong> pensamiento, unen un candor divino.<br />

Platón había recibido de Sócrates el gran impulso, el principio activo y<br />

viril de su vida, su fe en la justicia y en la verdad. Debió la ciencia y la<br />

substancia de sus ideas a su iniciación en los Misterios. Su genio consiste en la<br />

forma nueva, a la vez poética y dialéctica, que supo darles. Aquella iniciación<br />

no la tomó solamente en Eleusis. Él la buscó en todas las fuentes accesibles<br />

<strong>del</strong> mundo antiguo. Después de la muerte de Sócrates, empezó a viajar. Siguió<br />

las lecciones de varios filósofos <strong>del</strong> Asia Menor. De allí fue a Egipto, para<br />

ponerse en relación con sus sacerdotes, y pasó a través de la iniciación de Isis.<br />

No alcanzó, como Pitágoras, el grado superior <strong>del</strong> adeptado, en el cual se<br />

adquiere la vista efectiva y directa de la verdad divina, con poderes<br />

sobrenaturales desde el punto de vista terrestre. Se detuvo en el tercer grado,<br />

que confiere la perfecta claridad intelectual con el dominio de la inteligencia<br />

sobre el alma y el cuerpo. Luego se fue a la Italia meridional para entrar en<br />

relaciones con los pitagóricos, sabiendo muy bien que Pitágoras había sido el<br />

mayor de los sabios griegos. Compró a peso de oro un manuscrito <strong>del</strong><br />

Maestro. Habiendo así estudiado la tradición esotérica de Pitágoras en su<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

misma fuente, tomó de aquel filósofo las ideas madres y el esqueleto de su<br />

sistema. (“Lo que Orfeo ha promulgado por oscuras alegorías, dice Proclus,<br />

Pitágoras lo enseñó después de haber sido iniciado en los misterios, y Platón<br />

tuvo de ello conocimiento pleno por los escritos órficos y pitagóricos”. Esta<br />

opinión de la escuela alejandrina sobre la filiación de las ideas platónicas,<br />

está plenamente confirmada por el estudio comparado de las tradiciones<br />

órficas, y pitagóricas con los escritos de Platón. Esta filiación, mantenida<br />

secreta durante siglos, no fue revelada más que por los filósofos<br />

alejandrinos, porque ellos fueron los primeros en publicar el sentido<br />

esotérico de los Misterios).<br />

Vuelto a Atenas, Platón fundó allí su escuela, tan celebrada bajo el<br />

nombre de Academia. Para continuar la obra de Sócrates, era preciso difundir<br />

la verdad. Pero Platón no podía enseñar públicamente las cosas que los<br />

pitagóricos recubrían con un triple velo. <strong>Los</strong> juramentos, la prudencia, su<br />

objetivo mismo se lo prohibían. Es la doctrina esotérica misma lo que aparece<br />

en sus Diálogos, pero disimulada, mitigada, cargada con una dialéctica<br />

razonadora como un peso extraño; disfrazada ella misma como leyenda, mito<br />

o parábola. No se presenta aquí con el conjunto imponente que le dio<br />

Pitágoras y que hemos tratado de reconstruir, edificio fundado sobre una base<br />

inmutable, y cuyas partes están fuertemente cimentadas, sino por fragmentos<br />

analíticos. Platón, como Sócrates, se coloca sobre el terreno mismo de los<br />

jóvenes de Atenas, de los mundanos, de los retóricos y de los sofistas. Les<br />

combate con sus propias armas. Pero su genio siempre está allí; a cada instante<br />

rompe como un águila la red de la dialéctica, para elevarse con osado vuelo a<br />

las verdades sublimes que son su patria y su aire natal. Esos diálogos tienen un<br />

encanto vivo y único; en ellos se saborea, al lado <strong>del</strong> entusiasmo de Delfos y<br />

Eleusis, una claridad maravillosa, la sal ática, la malicia <strong>del</strong> bonachón<br />

Sócrates, la ironía fría y alada <strong>del</strong> sabio.<br />

Nada más fácil que encontrar las diferentes partes de la doctrina<br />

esotérica en Platón, y de cubrir al mismo tiempo los manantiales en que ha<br />

bebido. La doctrina de las ideas tipos de las cosas, expuesta en Fedro, es un<br />

corolario de la doctrina de los Números sagrados de Pitágoras. (Véase<br />

aquella doctrina expuesta en el libro precedente). E1 Timeo da una<br />

exposición muy confusa y embrollada de la cosmogonía esotérica. — En<br />

cuanto a la doctrina <strong>del</strong> alma, de sus emigraciones y de su evolución, pasa a<br />

través de toda la obra de Platón, pero en ninguna parte aparece tan claramente<br />

como en el Banquete, en Fedón, y en la leyenda de Er, colocada al fin de ese<br />

diálogo. — Distinguimos a Psiquis bajo un velo, pero ¡cuán bella y<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

conmovedora brilla al través, con sus formas exquisitas y su gracia divina!.<br />

Hemos visto en el libro precedente que la clave <strong>del</strong> Cosmos, el secreto<br />

de su constitución, de arriba abajo se encuentra en el principio de los tres<br />

mundos, reflejados por el microcosmo y el macrocosmo, en el ternario<br />

humano y divino. Pitágoras había magistralmente formulado y resumido esta<br />

doctrina bajo el símbolo de la Tetrada sagrada. Aquella doctrina <strong>del</strong> Verbo<br />

viviente, eterno, constituía el gran arcano, la fuente de la magia, el templo de<br />

diamante <strong>del</strong> iniciado, su ciuda<strong>del</strong>a inexpugnable sobre el océano de las cosas.<br />

Platón no podía ni quería revelar aquel arcano de su enseñanza pública. Por de<br />

pronto el juramento de los misterios le cerraba la boca. Además, todos no<br />

habrían comprendido, el vulgo hubiese profanado indignamente ese misterio<br />

teogónico que contiene la generación de los mundos. Para combatir la<br />

corrupción de las costumbres y el desencadenamiento de las pasiones<br />

políticas, era precisa otra cosa. Con la gran iniciación, iba a cerrarse pronto la<br />

puerta <strong>del</strong> más allá, esa puerta que no se abre luminosamente, más que a los<br />

grandes profetas, a los rarísimos, a los verdaderos iniciados.<br />

Platón reemplazó la doctrina de los Tres mundos por tres conceptos,<br />

que, a falta de la iniciación organizada, fueron durante dos mil años como tres<br />

caminos abiertos sobre el supremo objetivo. Esos tres conceptos se relacionan<br />

igualmente con el mundo humano y el mundo divino; ellos tienen la ventaja<br />

de unirse con él, aunque de una manera abstracta. Aquí se muestra el genio<br />

vulgarizador y creador de Platón. Lanza torrentes de luz sobre el mundo,<br />

poniendo en línea, una junto a otra, las ideas <strong>del</strong> Bien, de lo Bello y de lo<br />

Verdadero. Analizándolas una a otra, demostró que son tres rayos salidos <strong>del</strong><br />

mismo foco, que al reunirse constituyen el foco mismo, es decir, Dios.<br />

Persiguiendo el Bien, es decir, lo Justo, el alma se purifica; se prepara a<br />

conocer la Verdad, primera e indispensable condición de su progreso. —<br />

Continuando, ensanchando la idea de lo Bello, el alma alcanza la Belleza<br />

intelectual, esa luz inteligible, madre de las cosas, animadora de las formas,<br />

substancia y órgano de Dios. Sumergiéndose en el alma <strong>del</strong> mundo, el alma<br />

humana siente nacer sus alas. — Persiguiendo la idea de lo Verdadero, alcanza<br />

la pura Esencia, los principios contenidos en el Espíritu puro, reconoce su<br />

inmortalidad por la identidad de su principio con el principio divino.<br />

Perfección: epifanía <strong>del</strong> alma.<br />

Abriendo esas grandes vías al espíritu humano, Platón ha definido y<br />

creado, fuera de los sistemas estrechos y de las religiones particulares, la<br />

categoría <strong>del</strong> Ideal, que debía reemplazar por siglos y reemplaza hasta<br />

nuestros días a la iniciación orgánica y completa. Desembarazó las tres vías<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

sagradas que conducen a Dios, como la vía sagrada de Atenas conducía a<br />

Eleusis por la puerta <strong>del</strong> Cerámico. Habiendo penetrado en el interior <strong>del</strong><br />

templo con Hermes, Orfeo y Pitágoras, juzgamos mucho mejor de la solidez y<br />

de la rectitud de esas anchas rutas construidas por el divino ingeniero Platón.<br />

El reconocimiento ele la Iniciación nos justifica y da la razón de ser <strong>del</strong><br />

Idealismo.<br />

El Idealismo es la afirmación osada de las verdades divinas por el alma<br />

que se interroga en su soledad y juzga de las realidades celestes por las<br />

facultades íntimas y sus voces interiores. — La Iniciación es la penetración de<br />

esas mismas verdades por la experiencia <strong>del</strong> alma, por la visión directa <strong>del</strong><br />

espíritu, por la resurrección interna. En el supremo grado, es la comunicación<br />

<strong>del</strong> alma con el mundo divino.<br />

El Ideal es una moral, una poesía, una filosofía; la Iniciación es una<br />

acción, una visión, una presencia sublime de la Verdad. El Ideal es el ensueño<br />

y el lamento de la patria divina; la Iniciación, ese templo de los elegidos, es su<br />

clara remembranza, la posesión misma.<br />

Construyendo la categoría <strong>del</strong> Ideal, el iniciado Platón creó un refugio;<br />

abrió el camino de salvación a millones de almas que no pueden llegar en esta<br />

vida a la iniciación directa, pero aspiran dolorosamente a la verdad. Platón<br />

hizo así de la filosofía el vestíbulo de un santuario futuro, convidando a él a<br />

todos los hombres ele buena voluntad. El idealismo de sus numerosos hijos<br />

paganos o cristianos, nos aparece como la sala de espera de la grande<br />

inicación.<br />

Esto nos explica la inmensa popularidad y la fuerza radiante de las ideas<br />

platónicas. He aquí por qué la Academia de Atenas, fundada por Platón, duró<br />

siglos y se prolongó en la gran escuela de Alejandría. He aquí por qué los<br />

primeros Padres de la Iglesia rindieron homenaje a Platón; he aquí por qué<br />

San Agustín tomó de él las dos terceras partes de su teología. Dos mil años<br />

habían pasado desde que el discípulo de Sócrates había exhalado el último<br />

suspiro a la sombra de la Acrópolis. El cristianismo, las invasiones de los<br />

bárbaros, la Edad Media había pasado sobre el mundo. Pero la antigüedad<br />

renacía de sus cenizas. En Florencia, los Médicis quisieron fundar una<br />

academia y llamaron a un sabio griego, desterrado de Constantinopla, para<br />

organizarla. ¿Qué nombre le dio Marsile Ficin?. La llamó la academia<br />

platónica. Hoy mismo, después que tantos sistemas filosóficos, construidos<br />

uno sobre otros se han hundido en el polvo; hoy, que la ciencia ha investigado<br />

la materia en sus últimas transformaciones y se vuelve a encontrar enfrente de<br />

lo inexplicado y de lo invisible; hoy aún, Platón vuelve a nosotros. Siempre<br />

307


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

sencillo y modesto, pero radiante de juventud eterna, nos tiende el ramo<br />

sagrado de los Misterios, el ramo de mirto y de ciprés con el narciso: la flor<br />

<strong>del</strong> alma que promete el divino renacimiento en una nueva Eleusis.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

III<br />

LOS MISTERIOS DE ELEUSIS<br />

<strong>Los</strong> misterios de Eleusis fueron en la antigüedad griega y latina, objeto<br />

de una veneración especial. <strong>Los</strong> mismos autores que pusieron en ridículo las<br />

fábulas mitológicas, no osaron tocar al culto de las “<strong>Grandes</strong> diosas”. Su<br />

reino, menos ruidoso que el de los Olímpicos, se mostró más seguro y más<br />

eficaz. En tiempo inmemorial, una colonia griega llegada de Egipto había<br />

traído a la tranquila bahía de Eleusis el culto de la grande Isis, bajo el nombre<br />

de Demeter o la madre universal. Desde aquel tiempo, Eleusis había<br />

continuado siendo un centro de iniciación.<br />

Demeter y su hija Perséfona presidían los pequeños y los grandes<br />

misterios; de ahí su prestigio. Si el pueblo reverenciaba la tierra madre en<br />

Ceres, diosa de la agricultura, los iniciados veían en ella la luz celeste, madre<br />

de las almas y la Inteligencia divina, madre de los dioses cosmogónicos. Su<br />

culto estaba servido por sacerdotes pertenecientes a la más antigua familia<br />

sacerdotal <strong>del</strong> Atica. Se llamaban hijos de la Luna, es decir, nacidos para ser<br />

mediadores entre la Tierra y el Cielo, salidos de la esfera donde se encuentra<br />

el puente lanzado entre las dos regiones, por el cual las almas descienden y<br />

suben. Desde el origen sus funciones habían consistido en “cantar, en este<br />

abismo de miserias, las <strong>del</strong>icias de la celeste estancia y enseñar los medios de<br />

volver a encontrar el carriño”. De aquí su nombre de Eumólpidos o “cantores<br />

de las melodías bienhechoras”, dulce regeneradoras de los hombres. <strong>Los</strong><br />

sacerdotes de Eleusis enseñaron siempre la gran doctrina esotérica que de<br />

Egipto le llegara. Pero en el curso de las edades la revistieron con todo el<br />

encanto de una mitología plástica y encantadora. Por un arte sutil y profundo,<br />

aquellos magos supieron servirse de las pasiones terrestres para expresar<br />

celestes ideas. Aprovecháronse <strong>del</strong> atractivo de los sentidos, de la pompa de<br />

las ceremonias, de las seducciones <strong>del</strong> arte, para insinuar en el alma una vida<br />

mejor y en el espíritu la inteligencia de las verdades divinas. En parte alguna<br />

los misterios aparecen bajo una forma tan humana, tan vívida y coloreada.<br />

El mito de Ceres y de su hija Proserpina forma el corazón <strong>del</strong> culto de<br />

Eleusis. (Véase el himno homérico a Deméter). Como una teoría brillante,<br />

toda la iniciación eleusiana gira y se desenvuelve alrededor de aquel círculo<br />

luminoso. Más, en su sentido íntimo, este mito es la representación simbólica<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

de la historia <strong>del</strong> alma, de su descenso a la materia, de sus sufrimientos en las<br />

tinieblas <strong>del</strong> olvido, y luego de su reascensión y de su vuelta a la vida divina.<br />

— En otros términos, es el drama de la caída y de la redención bajo su forma<br />

helénica.<br />

Se puede afirmar por otra parte, que para el ateniense cultivado e<br />

iniciado <strong>del</strong> tiempo de Platón, los misterios de Eleusis ofrecían el<br />

complemento explicativo, el contraste luminoso de las representaciones<br />

trágicas de Atenas. Allí, en el teatro de Baco, ante el pueblo alborotado y<br />

clamoroso, los encantamientos terribles de Melpómene evocaban al hombre<br />

terrestre cegado por sus pasiones, perseguido por la Némesis de sus crímenes,<br />

cargado con un Destino implacable y con frecuencia incomprensible. Allí<br />

resonaban las luchas de Prometeo, las imprecaciones de las Erinias; allí rugían<br />

las desesperaciones de Edipo y los furores de Orestes. Allí reinaban el Terror<br />

sombrío y la Piedad lamentable. En Eleusis, en el recinto de Ceres, todo se<br />

iluminaba. El círculo de las cosas se extendía para los iniciados devenidos<br />

videntes. La historia de Psiquis-Perséfona era para cada alma una revelación<br />

sorprendente. La vida se explicaba como una expiación o como una prueba.<br />

Acá y allá, en su presente terrestre, el hombre descubría las zonas estrelladas<br />

de un pasado, de un porvenir divino. Después de las angustias de la muerte,<br />

las esperanzas, las liberaciones, los goces elíseos y a través de los pórticos <strong>del</strong><br />

templo abierto, los cantos de los bienaveturados, la luz emergente de un<br />

maravilloso más allá.<br />

He aquí lo que eran los Misterios frente a la Tragedia: el drama divino<br />

<strong>del</strong> alma completando, explicando el drama terrestre <strong>del</strong> hombre.<br />

<strong>Los</strong> Misterios menores se celebraban en el mes de febrero, en Agrae,<br />

pueblo vecino de Atenas. <strong>Los</strong> aspirantes que habían sufrido un examen<br />

preliminar y dado pruebas de su buen nacimiento, de su educación y de su<br />

honradez, eran recibidos a la entrada de un recinto cerrado, por el sacerdote de<br />

Eleusis llamado hieroceryx o heraldo sagrado, asimilado a Hermes, cubierto<br />

como él con el petaso y portador <strong>del</strong> caduceo. Era el guía, el mediador, el<br />

intérprete de los Misterios. Él conducía a los aspirantes hacia un pequeño<br />

templo de columnas jónicas, dedicado a Koré, la gran Virgen Perséfona. El<br />

gracioso santuario de la diosa se ocultaba en el fondo de un valle tranquilo, en<br />

medio de un bosque sagrado, entre grupos de tejos y algunos álamos blancos.<br />

Entonces las sacerdotisas de Proserpina, las hierofántidas, salían <strong>del</strong> templo<br />

con peplos inmaculados, brazos desnudos, coronadas de narcisos. Se<br />

colocaban en línea en lo alto de la escalera y entonaban una melopea grave, al<br />

modo dórico. Decían ellas acentuando sus palabras, con solemne ademán:<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

“¡Oh aspirantes de los Misterios!, aquí estáis en el pórtico de<br />

Proserpina. Todo cuanto vais a ver va a sorprendcros. Sabréis que vuestra vida<br />

presente no es más que un tejido de sueños mentirosos y confusos. El sueño<br />

que os rodea de una zona de tinieblas, lleva vuestros ensueños y vuestros días<br />

en su flujo, como los restos flotantes que se desvanecen a la vista. Pero al otro<br />

lado, se extiende una zona de luz eterna. ¡Que Perséfona os sea propicia y os<br />

enseñe ella misma a franquear el río de las tinieblas y a penetrar hasta la<br />

Deméter celeste!”.<br />

Luego, la prophantida, o profetisa que dirigía el coro, desecendía tres<br />

escalones y profería esta maldición con voz solemne, con mirada terrible:<br />

“¡Pero desgraciados aquellos que vinieran a profanar los Misterios!. Porque la<br />

diosa perseguirá sus corazones perversos durante toda su vida y en el reino de<br />

las sombras no dejará su presa!”.<br />

En seguida transcurrían varios días dedicados a abluciones, ayunos,<br />

oraciones e instrucciones.<br />

En la noche <strong>del</strong> último día, los neófitos se reunían en la parte más<br />

secreta <strong>del</strong> bosque sagrado para asistir en él al rapto de Perséfona. La escena<br />

se representaba al aire libre por las sacerdotisas <strong>del</strong> templo. La costumbre se<br />

remontaba muy lejos y el fondo de aquella representación, la idea dominante,<br />

fue siempre la misma, aunque la forma variase mucho en el curso de las<br />

edades. En tiempo de Platón, gracias al desarrollo reciente de la tragedia, la<br />

antigua severidad hierática había cedido el puesto a un gusto más humano,<br />

más refinado, y a una tendencia pasional. Guiados por el hierofante, los poetas<br />

anónimos de Eleusis habían hecho de aquella escena un pequeño drama que se<br />

desarrollaba poco más o menos de este modo:<br />

(<strong>Los</strong> neófitos llegan de a dos, a un claro <strong>del</strong> bosque. En el fondo se<br />

ven rocas ante una gruta, rodeadas de un bosque de mirtos y de algunos<br />

álamos. Delante una pradera, donde hay ninfas recostadas alrededor de un<br />

manantial. En el fondo de la gruta, donde se ve a Perséfona sentada sobre<br />

un sitial. Desnuda hasta la cintura como una Psíquis, su busto esbelto<br />

emerge castamente de unos lienzos arrollados como un vapor azul a su talle.<br />

Parece dichosa, inconsciente de su belleza, y borda un amplio velo de hilos<br />

multicolores. Deméter, su madre, está en pie cerca de ella, tocada con el<br />

kalathos, cetro en mano).<br />

HERMES (el heraldo de los Misterios, a los concurrentes).<br />

— Demeter nos hace dos regalos excelentes: los frutos para que no<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

vivamos como las bestias, y la iniciación, que da una esperanza más dulce a<br />

los que de ella participan, en cuanto al fin de esta vida y por toda la eternidad.<br />

Prestad atención a las palabras que vais a oir, a las cosas que vais a ver.<br />

DEMÉTER (con voz grave). — Hija amada de los Dioses, habita en<br />

esta gruta hasta mi vuelta y borda mi velo. El cielo es tu patria, el universo es<br />

tuyo. Tú ves a los Dioses; ellos acuden a tu voz. Pero no escuches la voz de<br />

Eros el astuto, de suaves miradas y pérfidos consejos. Guárdate de salir de la<br />

gruta y no recojas jamás las flores seductoras de la tierra; su perfume<br />

embriagador y funesto te haría perder la luz <strong>del</strong> cielo y hasta el recuerdo. Teje<br />

mi velo, y vive dichosa hasta mi vuelta, con las ninfas tus compañeras.<br />

Entonces, en mi carro de fuego, tirado por serpientes, te volveré a los<br />

esplendores <strong>del</strong> Eter, sobre la vía láctea.<br />

PERSÉFONA. — Sí, madre augusta y temible, por esta luz que te<br />

rodea y que me es cara, lo prometo, y que los Dioses me castiguen si no<br />

cumplo mi juramento. (Deméter sale).<br />

EL CORO DE LAS NINFAS. — ¡Oh Perséfona!. ¡Oh Virgen, Oh<br />

casta prometida <strong>del</strong> Cielo, que bordas la figura de Dios sobre tu velo!. Que no<br />

conozcas jamás las vanas ilusiones y los males innumerables de la tierra. La<br />

eterna verdad te sonríe. Tu esposo celeste, Dyonisos, te espera en el Empíreo.<br />

A veces se te aparece bajo la forma de un Sol lejano; sus rayos te acarician; él<br />

respira tu aliento y tú bebes su luz... De antemano os poseéis... ¡Oh Virgen!;<br />

¿Quién es más feliz que tú?.<br />

PERSÉFONA. — Sobre este azul de interminables pliegues bordó mi<br />

aguja de marfil las infinitas figuras de los seres de todas las cosas. He<br />

terminado la historia de los Dioses; he bordado el Caos terrible de cien<br />

cabezas y mil brazos. De allí deben salir los seres mortales. ¿Quién, pues, los<br />

hizo nacer?. El Padre de los Dioses me lo ha dicho; es Eros. Pero nunca le he<br />

visto, ignoro su forma. ¿Quién me describirá su rostro?.<br />

LAS NINFAS. — No pienses en ello. ¿Por qué esa vana pregunta?.<br />

PERSÉFONA (se levanta y arroja el velo). — ¡Eros!, el más antiguo y<br />

sin embargo el más joven de los Dioses, fuente inagotable de los goces y las<br />

lágrimas — pues así me han hablado de ti —, Dios terrible, sólo desconocido,<br />

único Invisible de los Inmortales y único deseable. ¡Misterioso Eros!, ¡qué<br />

turbación, qué vértigo me arrebata a tu nombre!.<br />

EL CORO. — No trates de saber más. Las cuestiones peligrosas han<br />

perdido a hombres y aun a Dioses.<br />

PERSÉFONA (fija en el vacío sus ojos llenos de espanto).— ¿Es un<br />

recuerdo?. ¿Es un presentimiento terrible?. ¡El Caos..., los hombres..., el<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

abismo de las generaciones, el grito de los nacimientos, los clamores furiosos<br />

<strong>del</strong> odio y de la guerra... el abismo de la muerte!. Oigo, veo todo eso y ese<br />

abismo me atrae, me sujeta; es preciso que a él descienda. Eros me sume en él,<br />

con su antorcha incediaria. ¡Ah!, voy a morir. Lejos de mí este sueño horrible.<br />

(Se cubre la cara con las manos y solloza).<br />

EL CORO. — ¡Oh virgen divina!, sólo es un sueño; más tomaría<br />

cuerpo, llegaría a ser la fatal realidad, y tu cielo desaparecería como un vano<br />

sueño, si cedieras a tu deseo culpable. Obedece a esta advertencia saludable,<br />

vuelve a tomar tu aguja y teje tu velo. ¡Olvida al astuto, imprudente, criminal<br />

Eros!.<br />

PERSÉFONA (quita las manos de su rostro, que ha cambiado de<br />

expresión. Sonríe a través de sus lágrimas). — ¡Qué locas sois!. ¡Qué<br />

insensata era!. Recuerdo ahora, lo he oído decir en los misterios olímpicos:<br />

Eros es el más bello de los dioses; sobre un carro alado preside las evoluciones<br />

de los Inmortales, a la mezcla de las esencias primeras. Él es quien conduce a<br />

los hombres osados, a los héroes, desde el fondo <strong>del</strong> Caos a las cumbres <strong>del</strong><br />

Éter. Sabe todo; como el Fuego Principe, atraviesa todos los mundos, tiene las<br />

llaves de la tierra y <strong>del</strong> cielo. ¡Quiero verle!.<br />

EL CORO. — ¡Desgraciada!. ¡Detente!.<br />

EROS (sale <strong>del</strong> bosque bajo la forma de un adolescente alado). —<br />

¿Me llamas, Perséfona?. Aquí me tienes.<br />

PERSÉFONA (se vuelve a sentar). — Dicen que eres astuto y tu<br />

semblante es la inocencia misma; te dicen todopoderoso y pareces débil niño;<br />

te llaman traidor y cuanto más miro tus ojos, más se regocija mi corazón, más<br />

confianza adquiero en ti, hermoso mozo risueño. Dicen que eres sabio y hábil.<br />

¿Puedes ayudarme a bordar este velo?.<br />

EROS. — De buena gana: aquí estoy, cerca de ti, a tus pies. ¡Qué<br />

maravilloso velo!. Parece empapado en el azul de tus ojos. ¡Qué admirables<br />

figuras ha bordado tu mano, menos bellas que la divina bordadora, que no se<br />

ha visto nunca en un espejo!. (Sonríe malicioso).<br />

PERSÉFONA. — ¡Verme yo misma!. ¿Sería ello posible?. (Se<br />

ruboriza). ¿Pero reconoces tú estas figuras?.<br />

EROS. — ¿Que si las conozco?: la historia de los Dioses. Pero ¿Por<br />

qué detenerte en el Caos?. Ahí es donde la lucha comienza. ¿No tejerás la<br />

guerra de los Titanes, el nacimiento de los hombres y sus amores?.<br />

PERSÉFONA. — Mi ciencia se detiene aquí y me falta la memoria.<br />

¿No me ayudarás a bordar lo que sigue?.<br />

EROS (le lanza una mirada inflamada). — Sí, Perséfona; pero con<br />

313


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

una condición, y es que, para comenzar, vengas a coger conmigo una flor de la<br />

pradera, la más hermosa de todas.<br />

PERSÉFONA (seria). — Mi madre augusta y sabia me lo ha<br />

prohibido. “No escuches la voz de Eros, me dijo, ni recojas las flores de la<br />

pradera. Si desobedeces, serás la más miserable de los Inmortales”.<br />

EROS. — Comprendo. Tu madre no quiere que conozcas los secretos<br />

de la tierra y de los infiernos. Si respirases las flores de la pradera te serían<br />

revelados.<br />

PERSÉFONA. — ¿<strong>Los</strong> conoces?.<br />

EROS. — Todos; y ya lo ves, soy por esto más joven y más ágil. ¡Oh<br />

hija de los dioses!, el abismo tiene terrores y escalofríos que el cielo ignora;<br />

pero no comprende el cielo quien no ha atravesado por la tierra y los infiernos.<br />

PERSÉFONA. — ¿Puedes hacérmelos comprender?.<br />

EROS. — Sí; ¡mira! (Toca la tierra con la punta de su arco; de ella<br />

sale un gran narciso).<br />

PERSÉFONA. — ¡Oh, qué admirable flor!. Hace temblar y surgir en<br />

mi corazón una divina reminiscencia. A veces, dormida sobre una cumbre de<br />

mi astro amado, que dora un eterno poniente, al despertar he visto flotar, en la<br />

púrpura <strong>del</strong> horizonte, una estrella de plata por el seno nacarado <strong>del</strong> cielo<br />

verde pálido. Me parecía entonces que ella era la antorcha <strong>del</strong> inmortal esposo,<br />

promesa de los dioses <strong>del</strong> divino Dionisos. Pero la estrella bajaba, bajaba... y<br />

la antorcha moría a lo lejos. Esta flor maravillosa parece aquella estrella.<br />

EROS. — Yo que transformo y uno todas las cosas, yo que hago de lo<br />

pequeño la imagen de lo grande, de la profundidad el espejo <strong>del</strong> cielo; yo que<br />

mezclo el cielo y el infierno sobre la tierra, que elaboro todas las formas en el<br />

profundo océano, he hecho renacer tu estrella <strong>del</strong> abismo bajo la forma de una<br />

flor, para que puedas tocarla, cogerla y respirarla.<br />

EL CORO. — ¡No olvides que esa magia puede ser un lazo que te<br />

tiende!.<br />

PERSÉFONA. — ¿Cómo llamas a es flor?.<br />

EROS. — <strong>Los</strong> hombres la llaman Narciso; yo la llamo Deseo. Ve cómo<br />

te mira, cómo se vuelve hacia ti. Sus blancos pétalos se estremecen como sí<br />

vivieran, de su corazón de oro se escapa un perfume que llena toda la<br />

atmósfera de voluptuosidad. En cuanto te lleves esta flor mágica a tu rostro,<br />

verás, en un cuadro inmenso y maravilloso, los monstruos <strong>del</strong> abismo, la tierra<br />

profunda y el corazón de los hombres. Nada quedará oculto para ti.<br />

PERSÉFONA. — ¡Oh flor maravillosa de embriagador perfume!, mi<br />

corazón palpita, mis dedos arden al tomarte. Quiero respirarte, apretarte contra<br />

314


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

mis labios, saturarme de tu embelesador perfume, ponerte sobre mi corazón,<br />

aunque tuviera que morir.<br />

(La tierra se entreabre al lado de ella. De la grieta abierta y negra se<br />

ve surgir lentamente, hasta la mitad <strong>del</strong> cuerpo, a Plutón, sobre un carro<br />

tirado por dos caballos negros. Coge a Perséfona en el instante en que toma<br />

la flor, y la atrae violentamente hacia sí. Ella se retuerce inútilmente en sus<br />

brazos y lanza un grito. En seguida el carro se hunde y desaparece. Su rodar<br />

se pierde a lo lejos como un trueno subterráneo. Las ninfas huyen gimiendo<br />

hacia el bosque. Eros se escapa lanzando una gran carcajada).<br />

LA VOZ DE PERSÉFONA (bajo tierra). — ¡Madre mía!. ¡Socorro!.<br />

¡Madre mía!.<br />

HERMES. — ¡Oh aspirantes de los misterios, cuya vida se halla aún<br />

oscurecida por los vapores de una mala vida!, ésta es vuestra historia. Guardad<br />

y meditad esta expresión de Empédocles: “la generación es una destrucción<br />

terrible, que hace pasar a los vivos al lado de los muertos. En otro tiempo<br />

habéis vivido la verdadera vida y luego, atraídos por un encanto, habéis caído<br />

al abismo terrestre, subyugados por el cuerpo. Vuestro presente sólo es un<br />

sueño letal. El pasado y el porvenir, existen solos realmente. Aprended a<br />

recordarlo, aprended a prever”.<br />

* * *<br />

Durante esta escena, la noche había cerrado, fúnebres antorchas se<br />

encendían entre los cipreses negros, al lado <strong>del</strong> pequeño templo, y los<br />

espectadores se alejaban en silencio, perseguidos por los cánticos desolados de<br />

las hierofántidas, que clamaban: “¡Perséfona! ¡Perséfona!”. Habían terminado<br />

los pequeños misterios. <strong>Los</strong> neófitos se habían convertido en mistos, es decir,<br />

velados. Volvían a sus habituales ocupaciones, pero el gran velo de los<br />

misterios se había extendido sobre sus ojos. Entre ellos y el mundo exterior se<br />

había interpuesto una nube. Al mismo tiempo un ojo interno se había abierto<br />

en su espíritu, por el cual veían vagamente otro mundo lleno de formas<br />

atractivas, que se movían en abismos, por turno, espléndidos y tenebrosos.<br />

<strong>Los</strong> grandes misterios que eran la continuación de los pequeños y que<br />

se llamaban también las Orgías sagradas, sólo se celebraban cada cinco años,<br />

en el mes de septiembre, en Eleusis.<br />

Esas fiestas, completamente simbólicas, duraban nueve días; en el<br />

octavo se distribuía a los mistos las insignias de la iniciación, el tirso y una<br />

315


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

canastilla llamada cisto, rodeada de ramas de hiedra. Ésta contenía objetos<br />

misteriosos cuya comprensión debía dar el secreto de la vida. Pero la<br />

canastilla estaba cuidadosamente cerrada y sellada. Sólo era permitido abrirla<br />

al fin de la iniciación y ante el hierofante.<br />

Luego se entregaban a una alegría desbordante, agitaban antorchas, las<br />

pasaban de uno a otro, lanzando gritos de entusiasmo. Aquel día, un cortejo<br />

llevaba de Atenas a Eleusis la estatua de Dionisos coronado de mirtos, que se<br />

llamaba Iacchos. Su llegada a Eleusis anunciaba el gran renacimiento, porque<br />

representaba al espíritu divino que penetra en todas las cosas, al regenerador<br />

de las almas, al mediador entre la tierra y el cielo.<br />

Esta vez entraban en el templo por la puerta mística para pasar en él la<br />

noche santa, o noche de la iniciación.<br />

Al principio penetraban bajo un vasto pórtico comprendido en el recinto<br />

exterior. Allí el heraldo, con terribles amenazas y el grito ¡Eskato Bebeloi!<br />

(¡fuera de aquí los profanos!), se separaba a los intrusos que conseguían a<br />

veces deslizarse en el recinto con los mistos. A éstos hacía jurar, bajo pena de<br />

muerte, no revelar nada de lo que vieran. Entonces agregaba: “Estáis aquí en<br />

el umbral subterráneo de Perséfona. Para comprender la vida futura y vuestra<br />

presente condición, preciso es haber atravesado por el imperio de la muerte; es<br />

la prueba de los iniciados. Es preciso saber desafiar a las tinieblas para gozar<br />

de la luz”. Enseguida se revestían de la piel de cervato, imagen de la<br />

laceración y desgarramiento <strong>del</strong> alma sumergida en la vida corporal. Luego se<br />

apagaban las antorchas y las lámparas y entraban en el laberinto subterráneo.<br />

<strong>Los</strong> mistos tanteaban al principio en las tinieblas. Pronto oían ruedos,<br />

gemidos y voces terribles. Relámpagos acompañados de truenos surcaban la<br />

oscuridad. A su resplandor se veían visiones terroríficas: a veces un monstruo,<br />

quimera o dragón; otras un hombre lacerado bajo los pies de una esfinge o una<br />

larva humana. Estas apariciones eran tan repentinas que no había tiempo de<br />

distinguir al artífice que las producía, y la oscuridad completa que las sucedía,<br />

redoblaba su horror. Plutarco relaciona el terror que daban esas vísiones con el<br />

estado de un hombre en su lecho de muerte.<br />

La escena más extraña y que tocaba a la magia verdadera, ocurría en<br />

una cripta donde un sacerdote frigio, vestido con un ropaje asiático<br />

abigarrado, de rayas verticales, rojas y negras, estaba en pie ante un brasero de<br />

cobre, que iluminaba vagamente la sala, con luz intermitente. Con un gesto<br />

que no admitía réplica, obligaba a los recién llegados a sentarse a la entrada, y<br />

lanzaba al brasero grandes puñados de perfumes narcóticos. La sala se llenaba<br />

de espesos torbellinos de humo y pronto se distinguía una multitud confusa de<br />

316


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

formas cambiantes, animales y humanas. A veces, eran largas serpientes que<br />

se estiraban cual sirenas y se enrollaban en un nudo interminable; otras, bustos<br />

de ninfas voluptuosamente inclinados, con los brazos extendidos, se<br />

transformaban en murciélagos; cabezas encantadoras de adolescentes en otras<br />

de perro. Y todos esos monstruos, tan pronto bellos como asquerosos, flúidos,<br />

aéreos, decepcionantes, irreales, que tan pronto aparecían como desaparecían,<br />

giraban, brillaban, daban vértigo, envolvían a los mystos fascinados, como<br />

para impedirles el paso. A veces el sacerdote de Cibeles extendía su varita en<br />

medio de los vapores, y el efluvio de su voluntad parecía imprimir a la ronda<br />

multiforme un movimiento de torbellino y una vitalidad inquietante. ―<br />

¡Pasad!, decía el frigio. <strong>Los</strong> mistos se levantaban y entraban en el círculo.<br />

Entonces, la mayor parte se sentían rozados de un modo extraño, otros<br />

rápidamente tocados por invisibles manos o violentamente lanzados a tierra.<br />

Algunos retrocedían de miedo y volvían a salir por donde habían entrado. <strong>Los</strong><br />

más valientes sólo pasaban después de intentarlo varias veces, porque una<br />

firme resolución desvanecía por completo el sortilegio. (La ciencia<br />

contemporánea sólo vería en esos fenómenos sencillas alucinaciones o<br />

sugestiones. La ciencia <strong>del</strong> esoterismo antiguo atribuía a ese género de<br />

hechos, que con frecuencia se producían en los Misterios, un valor a la par<br />

subjetivo y objetivo. Ella creía en la existencia de espíritus elementales, sin<br />

alma individualizada y sin razón, semiconscientes, que llenan la atmósfera<br />

terrestre, y son en cierto modo las almas de los elementos. La magia, que es<br />

la voluntad puesta en obra en el manejo de las fuerzas ocultas, los hace<br />

visibles a veces. De ellos habla Heráclito, cuando dice: “La naturaleza está<br />

en todas partes llena de demonios”. Platón les llama demonios de los<br />

elementos; Paracelso, elementales. Según este médico teósofo <strong>del</strong> siglo XVI,<br />

son atraídos por la atmósfera magnética <strong>del</strong> hombre, en ella se electrizan y<br />

son capaces entonces de revestir todas las formas imaginables. Cuanto más<br />

se entrega el hombre a sus pasiones tanto más llega a ser presa de ellos, sin<br />

sospecharlo. El mago puede dominarlos únicamente, y servirse de ellos,<br />

pero constituyen una esfera de ilusiones decepcionantes y de locuras, que<br />

debe dominar y franquear a su entrada en el mundo oculto. A ello se refiere<br />

Bulwer, llamándolos guardianes <strong>del</strong> umbral en su curiosa novela Zanoni).<br />

Entonces se llegaba a una sala circular muy grande, iluminada<br />

fúnebremente por raros can<strong>del</strong>abros. En el centro una columna sola, un árbol<br />

de bronce, cuyo follaje metálico se extiende sobre todo el techo. (Es el árbol<br />

de los sueños mencionado por Virgilio en el descenso de Eneas a los<br />

Infiernos, en el libro VI de la Eneida, que reproduce las escenas principales<br />

317


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

de los misterios de Eleusis. con ampliaciones poéticas). En aquel follaje se<br />

ocultan e incrustan quimeras, gorgonas, arpías, buhos y esfinges, imágenes<br />

parlantes de todos los males terestres, de todos los demonios que se<br />

encarnizan con el hombre. Esos monstruos reproducidos en metales<br />

relucientes, se enrollan a las ramas, y desde arriba parecen acechar su presa.<br />

Bajo el árbol se encuentra Plutón-Aidonea, en un trono magnífico, con manto<br />

de púrpura. Bajo él la nebrida, su mano sostiene el tridente, su frente está<br />

pensativa. Al lado <strong>del</strong> rey de los Infiernos, que no sonríe nunca, está su<br />

esposa: la alta, la esbelta Perséfona. <strong>Los</strong> mistos la reconocen bajo las<br />

facciones de la hierofántida que había ya representado a la diosa en los<br />

Misterios memores. Es bella aún, más bella quizá en su melancolía; más,<br />

¡cuán cambiada bajo su traje de luto, con adornos de plata y bajo la diadema<br />

de oro!. Ya no es la Virgen de la gruta; ahora conoce la vida <strong>del</strong> fondo y por<br />

ella sufre. Reina sobre los poderes inferiores, es soberana entre los muertos,<br />

pero extraña en su imperio. Pálida sonrisa ilumina su semblante ensombrecido<br />

por la sombra <strong>del</strong> Infierno. ¡Ah!. En aquella sonrisa hay la ciencia <strong>del</strong> Bien y<br />

<strong>del</strong> Mal, el encanto inexplicable <strong>del</strong> dolor sentido y mudo. El sufrimiento<br />

enseña la piedad. Acoge ella a los mistos con una mirada de compasión y ellos<br />

se arrodillan y depositan a sus pies coronas de narciso. Entonces reluce en sus<br />

ojos una llama mortecina, esperanza perdida, ¡lejano recuerdo <strong>del</strong> cielo!.<br />

De repente, al extremo de una galería ascendente brillan antorchas y,<br />

como un sonido de trompeta, una voz clama: “¡Venid mistos! ¡Iacchos ha<br />

vuelto!. Deméter espera a su hija. ¡Evohé!”. <strong>Los</strong> ecos sonoros <strong>del</strong> subterráneo<br />

repiten ese grito. Perséfona se levanta sobre su trono, como despertada en<br />

sobresalto de un largo sueño, y penetrada por un pensamiento fulgurante: “¡La<br />

Luz! ¡Madre mía! ¡Iacchos!”. Quiere andar, pero Aidonea la retiene por la tela<br />

de su traje y vuelve a caer sobre su trono como muerta. Entonces las luces se<br />

apagan de repente, y una voz exclama: “¡Morir, es renacer!”. Entonces los<br />

mistos se abalanzan hacia la galería de los héroes y de los semidioses, hacia la<br />

abertura <strong>del</strong> subterráneo, donde les esperan Hermes y el porta-antorchas. Les<br />

quitan la piel de cervato, les rocían con agua lustral, les revisten con lino<br />

fresco y les llevan al templo espléndidamente iluminado, donde les recibe el<br />

hierofante, el gran sacerdote de Eleusis, anciano majestuoso, vestido de<br />

púrpura.<br />

Y ahora, dejemos hablar a Porfirio. He aquí cómo cuenta la iniciación<br />

suprema de Eleusis:<br />

“Coronados de mirtos, entramos, con los otros iniciados, en el vestíbulo<br />

<strong>del</strong> templo — ciegos aún —; pero el hierofante, que está en el interior, pronto<br />

318


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

nos va a abrir los ojos. Más antes — porque no hay que hacer nada con<br />

precipitación — lavémonos con el agua sagrada. Porque se nos ruega que<br />

entremos con el corazón y las manos limpias en el recinto sagrado.<br />

Conducidos ante el hierofante, nos lee, en un libro de piedra, cosas que no<br />

debemos divulgar, bajo pena de muerte. Digamos sólo que ellas se armonizan<br />

con el lugar y la circunstancia. Reiríais quizá si las oyeseis fuera <strong>del</strong> Templo;<br />

pero aquí no tenéis ninguna gana de ello al escuchar las palabras <strong>del</strong> anciano,<br />

porque siempre se porta como tal, y al mirar los símbolos revelados. (<strong>Los</strong><br />

objetos de oro, encerrados en el canastillo, eran: la piña (símbolo de la<br />

fecundidad, de la generación), la serpiente en espiral (evolución universal<br />

<strong>del</strong> alma; caída en la materia y rendención por el espíritu), el huevo<br />

(recordando la esfera o perfección divina, objetivo <strong>del</strong> hombre). Y estáis<br />

muv lejos de la risa cuando Deméter confirma, por su idioma particular y sus<br />

signos, por vivos centelleos de luz, nubes amontonadas sobre nubes, todo lo<br />

que hemos visto y oído de su sacerdote sagrado; entonces, finalmente, la luz<br />

de una serena maravilla llena el Templo; vemos los puros campos de Elíseo;<br />

oímos el coro de los bienaventurados; entonces, no es solamente por una<br />

externa apariencia o por una interpretación filosófica, sino en hecho y<br />

realidad, como el hierofante se convierte en el creador (δηµιουργός) y el<br />

revelador de todas las cosas; el Sol sólo es su porta-antorchas, la Luna su<br />

oficiante cerca <strong>del</strong> altar, y Hermes su Heraldo místico. Pero la última palabra<br />

se ha pronunciado: Konx Om Pax”. (Esas palabras misteriosas no tienen<br />

sentido alguno en griego. Eso prueba, en todo caso, que son muy antiguas y<br />

vienen <strong>del</strong> Oriente. Wilford les da un origen sánscrito. Knox vendría de<br />

Kansha, significando: el objeto <strong>del</strong> más profundo deseo: Om de Oum, alma<br />

de Brahma, y Pax de Pasha, giro, cambio, ciclo. La bendición suprema <strong>del</strong><br />

hierofante de Eleusis significaba, pues: ¡Que tus deseos se cumplan; vuelve<br />

al alma universal!).<br />

El rito se ha consumado y nosotros somos Videntes (ςποπται) para<br />

siempre.<br />

¿Qué decía, pues, el gran hierofante?. ¿Cuáles eran esas palabras<br />

sagradas, esa revelación suprema?.<br />

<strong>Los</strong> iniciados aprendían que la divina Perséfona, que habían visto en<br />

medio de los terrores y suplicios de los infiernos, era la imagen <strong>del</strong> alma<br />

humana encadenada a la materia en esta vida, o entregada en la otra a<br />

quimeras y tormentos más grandes aún, si ha vivido esclava de sus pasiones.<br />

Su vida terrestre es una expiación o una prueba de existencias precedentes.<br />

Pero el alma puede purificarse por la disciplina, puede acordarse y presentir<br />

319


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

por el esfuerzo combinado de la intuición, la razón y la voluntad, y participar<br />

de antemano de las vastas verdades de que ella debe tomar posesión plena y<br />

entera en el inmenso más allá. Unicamente entonces Perséfona volverá a ser la<br />

pura, la luminosa, la Virgen inefable, dispensadora <strong>del</strong> amor y de la alegría. ―<br />

En cuanto a su madre Ceres, era en los misterios el símbolo de la Inteligencia<br />

divina y <strong>del</strong> principio intelectual <strong>del</strong> hombre, que éste debe alcanzar para<br />

obtener su perfección.<br />

De creer a Platón, Jámblico, Proclus y todos los filósofos alejandrinos,<br />

los mejores de los iniciados tenían en el interior <strong>del</strong> templo visiones de un<br />

carácter extático y maravilloso. He citado el testimonio de Porfirio. He aquí el<br />

de Proclus: “En todas las iniciaciones y misterios, los dioses (esa palabra<br />

significa aquí toda clase de espíritus) muestran muchas formas de sí mismos y<br />

aparecen bajo gran variedad de figuras; a veces es una luz sin forma, otras esta<br />

luz reviste una forma humana, otras una forma diferente”. (Proclo,<br />

Comentario de la República de Platón). He aquí el pasaje de Apuleyo: “Me<br />

aproximé a los confines de la muerte y habiendo alcanzado el umbral de<br />

Proserpina, de él volví, habiendo sido llevado a través de todos los elementos<br />

(espíritus elemetales de la tierra, <strong>del</strong> agua, <strong>del</strong> aire y <strong>del</strong> fuego). En las<br />

profundidades de media noche, vi al Sol con luz espléndida al mismo tiempo<br />

que a los dioses infernales y a los dioses superiores y aproximándome a estas<br />

divinidades, les pagué el tributo de una piadosa adoración”.<br />

Por vagos que sean estos testimonios, parecen relacionarse con<br />

fenómenos ocultos. Según la doctrina de los misterios, las visiones extáticas<br />

<strong>del</strong> templo se producían a través <strong>del</strong> más puro de los elementos: la luz<br />

espiritual asimilada a la Isis celeste. <strong>Los</strong> oráculos de Zoroastro la llaman la<br />

Naturaleza que habla por sí misma, es decir, un elemento por medio <strong>del</strong> cual el<br />

Mago da una expresión visible e instantánea al pensamiento, y que sirve<br />

igualmente de cuerpo y de vestidura a las almas, que son los más bellos<br />

pensamientos de Dios. Por esta razón el hierofante, si tenía el poder de<br />

producir ese fenómeno, de poner a los iniciados en relación con las almas de<br />

los héroes y de los dioses (ángeles y arcángeles), era asimilado en ese<br />

momento al Creador, al Demiurgo; el Porta-antorchas al Sol, es decir, a la luz<br />

hiperfísica; y el Hermes a la palabra divina que es su intérprete. Cualesquiera<br />

que fueran los efectos de estas visiones, no hay más que una voz en la<br />

antigüedad sobre la exaltación serena que producían las últimas revelaciones<br />

de Eleusis. Entonces una felicidad desconocida, una paz sobrehumana<br />

descendía al corazón de los iniciados. La vida parecía vencida, el alma<br />

libertada, el ciclo temible de las existencias, terminado. Todos se volvían a<br />

320


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

considerar con una alegría límpida, una certidumbre inefable, el puro éter <strong>del</strong><br />

alma universal.<br />

Acabamos de hacer revivir el drama de Eleusis con su sentido íntimo y<br />

oculto. He indicado el hilo conductor que atraviesa el laberinto, he mostrado la<br />

gran unidad que domina a su riqueza y a su complejidad. Por una armonía<br />

sabia y soberana, un lazo estrecho unía las ceremonias variadas al drama<br />

divino que formaba el centro ideal, el foco luminoso de aquellas fiestas<br />

religiosas. Así los iniciados se identificaban poco a poco con la acción. De<br />

simples espectadores se convertían en actores y reconocían al fin que el drama<br />

de Perséfona pasaba en ellos mismos. ¡Y qué sorpresa, qué gozo en ese<br />

descubrimiento!. Si sufrían, si luchaban como ella en la vida presente, tenían<br />

ellos como la esperanza de volver a encontrar la felicidad divina, la luz de la<br />

Grande Inteligencia. Las palabras <strong>del</strong> hierofante, las escenas y las revelaciones<br />

<strong>del</strong> templo les daban la certidumbre de ello. No hay que decir que cada uno<br />

comprendía estas cosas según su grado de cultura y su capacidad intelectual.<br />

Porque, como dice Platón, y ello es verdad para todos los tiempos, hay muchas<br />

personas que llevan el tirso y la varita, y pocos inspirados. Después de la<br />

época de Alejandro, las Eleusinias fueron contaminadas en cierto modo por la<br />

decadencia pagana, pero su fondo sublime subsistió y las salvó de la<br />

destrucción que sufrieron los otros templos. Por la profundidad de su doctrina<br />

sagrada, por el esplendor de su presentación, los Misterios se mantuvieron<br />

durante tres siglos frente al cristianismo creciente. Ellos reunían entonces a los<br />

escogidos, que, sin negar que Jesús fuese una manifestación de orden heroico<br />

y divino, no querían olvidar, como lo hacía ya la Iglesia de entonces, la vieja<br />

ciencia y la doctrina sagrada. Fue preciso un edicto de Teodosio ordenando<br />

arrasar el templo de Eleusis, para dar fin a aquel culto augusto, donde la magia<br />

<strong>del</strong> arte griego había logrado incorporarse las más altas doctrinas de Orfeo, de<br />

Pitágoras y de Platón.<br />

Hoy el asilo de la antigua Demeter ha desaparecido sin dejar huella en<br />

la bahía silenciosa de Eleusis, y la mariposa, el insecto de Psiquis que<br />

atraviesa el golfo azulado los días de primavera, recuerda que aquí en otra<br />

época la Gran Desterrada, el Alma humana, evocó a los Dioses y reconoció su<br />

eterna patria.<br />

321


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

LIBRO VIII<br />

JESÚS<br />

LA MISIÓN DEL CRISTO<br />

No he venido para abolir la Ley y los<br />

Profetas, sino para seguirlos...<br />

Mateo, V, 17.<br />

La Luz está en el mundo, y el mundo ha<br />

sido hecho por ella; pero el mundo no la ha<br />

conocido.<br />

Juan, L, 10.<br />

El advenimiento <strong>del</strong> Hijo <strong>del</strong> Hombre<br />

será como un relámpago que sale <strong>del</strong> Oriente<br />

y va hacia el Occidente.<br />

Mateo, XXIV, 27.<br />

322


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

I<br />

ESTADO DEL MUNDO AL NACIMIENTO<br />

DE JESÚS *<br />

Solemne era la hora <strong>del</strong> mundo; el cielo <strong>del</strong> planeta estaba<br />

ensombrecido y lleno de presagios siniestros.<br />

A pesar <strong>del</strong> esfuerzo de los iniciados, el politeísmo sólo había<br />

conducido en Asia, en África y en Europa a un desastre de la civilización. Esto<br />

no disminuye el alcance de la sublime cosmogonía de Orfeo, tan<br />

espléndidamente cantada, aunque ya disminuida, por Homero. Sólo se puede<br />

acusar a la naturaleza humana de su dificultad en mantenerse en cierta altura<br />

intelectual. Para los grandes espíritus de la antigüedad, los Dioses jamás<br />

fueron otra cosa que una expresión poética de las fuerzas jerarquizadas de la<br />

naturaleza, una imagen parlante de su organismo interno, y también como<br />

símbolos de las fuerzas cósmicas y anímicas, esos Dioses viven indestructibles<br />

en la conciencia de la humanidad. En el pensamiento de los iniciados, esa<br />

diversidad de dioses o fuerzas estaba dominada y penetrada por el Dios<br />

supremo o Espíritu puro. El objeto principal de los santuarios de Memfis, de<br />

Delfos y de Eleusis había sido precisamente enseñar esa unidad de Dios con<br />

las ideas teosóficas y la disciplina moral que con ello se relacionan. Pero los<br />

discípulos de Orfeo, de Pitágoras y de Platón fracasaron ante el egoísmo de los<br />

políticos, ante la mezquindad de los sofistas y las pasiones de la multitud. La<br />

descomposición social y política de Grecia fue la consecuencia de su<br />

descomposición religiosa, moral e intelectual. Apolo, el verbo solar, la<br />

manifestación <strong>del</strong> Dios supremo y <strong>del</strong> mundo supraterrestre por la belleza, la<br />

justicia y la adivinación, se calla. Ya no hay más oráculos, más inspirados,<br />

más verdaderos poetas: Minerva-Sabiduría y Providencia, se vela ante su<br />

pueblo transformado en sátiro, que profana los Misterios, insulta a los sabios y<br />

a los dioses, en el teatro de Baco, en las farsas aristofanescas. <strong>Los</strong> misterios<br />

mismos se corrompen, pues se admite a las sicofantes y a las cortesanas en las<br />

fiestas de Eleusis. ― Cuando el alma se espesa, la religión se vuelve idólatra;<br />

cuando el pensamiento se materializa, la filosofía cae en el escepticismo. Así<br />

vemos a Luciano, microbio naciente sobre el cadáver <strong>del</strong> paganismo, burlarse<br />

de los mitos, después que Carneade desconoció su origen científico.<br />

323


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Supersticiosa en religión, agnóstica en filosofía, egoísta y disolvente en<br />

política, ebria de anarquismo y condenada a la tiranía; he aquí lo que habría<br />

llegado a ser aquella Grecia divina, que nos ha transmitido la ciencia egipcia y<br />

los misterios <strong>del</strong> Asia bajo las inmortales formas de la belleza.<br />

Si alguno comprendió lo que al mundo antiguo faltaba, si alguien trató<br />

de elevarlo por un esfuerzo de heroísmo y de genio, fue Alejandro el Grande.<br />

Ese legendario conquistador, iniciado como su padre Filipo en los misterios de<br />

Samotracia, se mostró más hijo intelectual de Orfeo que discípulo de<br />

Aristóteles. Sin duda, el Aquiles de Macedonia, que se lanzó con un puñado<br />

de griegos, a través <strong>del</strong> Asia, hasta la India, soñó con el imperio universal,<br />

pero no al modo de los Césares por la opresión de los pueblos, por el<br />

aplastamiento de la religión y la ciencia libres. Su gran idea fue la<br />

reconciliación <strong>del</strong> Asia y la Europa, por una síntesis de las religiones apoyada<br />

sobre una autoridad científica. Movido por este pensamiento, rindió homenaje<br />

a la ciencia de Aristóteles, como a la Minerva de Atenas, al Jehovah de<br />

Jerusalén, al Osiris egipcio y al Brahma de los Indios, reconociendo, cual<br />

verdadero iniciado, la misma divinidad y la misma Sabiduría bajo todos esos<br />

símbolos. Amplias miras, soberbia adivinación eran las de este nuevo<br />

Dionisos. La espada de Alejandro fue el último resplandor de la Grecia de<br />

Orfeo. Él iluminó el Oriente y el Occidente. El hijo de Filipo murió en la<br />

embriaguez de su victoria y de su ensueño, dejando los jirones de su imperio a<br />

generales rapaces. Pero su pensamiento no murió con él. Había fundado<br />

Alejandría, donde la filosofía oriental, el judaismo y el helenismo debían<br />

fundirse en el crisol <strong>del</strong> esoterismo egipcio, esperando la palabra de<br />

resurrección <strong>del</strong> Cristo.<br />

A medida que los astros-gemelos de Grecia, Apolo y Minerva,<br />

descendían palideciendo sobre el horizonte, los pueblos vieron subir en su<br />

cielo tempestuoso un signo amenazador: la loba romana.<br />

¿Cuál es el origen de Roma?. La conjuración de una oligarquía ávida,<br />

en nombre de la fuerza brutal; la opresión <strong>del</strong> intelecto humano, de la<br />

Religión, de la Ciencia y <strong>del</strong> Arte por el poder político deificado: en otros<br />

términos, lo contrario de la verdad, según la cual un gobierno no extrae su<br />

derecho más que de los principios supremos de la Ciencia, de la Justicia y de<br />

la Economía. (Este punto de vista díametralmente opuesto a la escuela<br />

empírica de Aristóteles y de Montesquieu, fue el de los grandes iniciados, de<br />

los sacerdotes egipcios, como de Moisés y Pitágoras. Ha sido señalado y<br />

puesto a la luz <strong>del</strong> día, con mucha fuerza, en una obra citada ya: Mission de<br />

Juifs, de M. Saint-Yves. Véase su notable capítulo sobre la fundación de<br />

324


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Roma). Toda la historia romana no es más que la consecuencia de ese pacto<br />

de iniquidad, por cuyo medio los Padres Conscriptos declararon la guerra a<br />

Italia al principio y después a todo el género humano. ¡Eligieron bien su<br />

símbolo!. La loba de bronce, que eriza su pelo salvaje y a<strong>del</strong>anta su cabeza de<br />

hiena sobre el Capitolio, es la imagen de aquel gobierno, el demonio que<br />

poseerá hasta el final el alma romana.<br />

En Grecia, al menos se respetó siempre a los santuarios de Delfos y de<br />

Eleusis. En Roma se rechazó desde el principio la Ciencia y el Arte. La<br />

tentativa <strong>del</strong> sabio Numa, el iniciado etrusco, fracasó ante la ambición<br />

sospechosa de los Padres Conscriptos. Trajo consigo los libros sibilinos, que<br />

contenían una parte de la ciencia de Hermes. Creó jueces árbitros elegidos por<br />

el pueblo, distribuyó tierras, elevó un Templo a la Buena Fe y a Jano,<br />

hierograma que significa la universalidad de la Ley; sometió el derecho de<br />

guerra a los Feciales. El rey Numa, que la memoria <strong>del</strong> pueblo no dejó de<br />

querer por considerarle inspirado por un genio divino, parece una intervención<br />

histórica de la ciencia sagrada en el gobierno. No representa al genio romano,<br />

sino al genio de la iniciación etrusca, que seguía los mismos principios que la<br />

escuela de Memfis y de Delfos.<br />

Después de Numa, el Senado romano quemó los libros sibilinos, arruinó<br />

la autoridad de los flamenes, destruyó las instituciones arbitrales y volvió a su<br />

sistema, en que la religión sólo era un instrumento de dominación política.<br />

Roma se convirtió en la hidra que devora a los pueblos con sus Dioses. Las<br />

naciones de la tierra fueron poco a poco sometidas y expoliadas. La prisión<br />

mamertina se llenó de reyes <strong>del</strong> Norte y <strong>del</strong> Mediodía. Roma, no queriendo<br />

más sacerdotes que esclavos y charlatanes, asesina en la Galia, en Egipto, en<br />

Judea y en Persia, a los últimos mantenedores de la tradición esotérica.<br />

Aparenta adorar a los Dioses, pero en realidad no adora más que a su loba. Y<br />

ahora, en una aurora sangrienta, aparece a los pueblos el último hijo de esa<br />

loba, que resume el genio de Roma. ¡César!. Roma ha absorbido a todos los<br />

pueblos; César, su encarnación, devora todos los poderes. César no aspira<br />

únicamente a ser emperador de las naciones; uniendo sobre su cabeza la tiara a<br />

la diadema, se hace nombrar gran pontífice. Después de la batalla de Thapsus,<br />

le votan la apoteosis divina; luego su estatua se erige en el templo de Quirinus,<br />

con un colegio de oficiantes que llevan su nombre: los sacerdotes Julianos. ―<br />

Por una suprema ironía y una suprema lógica de las cosas, ese mismo César,<br />

que se hace Dios, niega la inmortalidad <strong>del</strong> alma en pleno Senado. ― ¿Es<br />

bastante decir, que no hay más Dios que César?.<br />

Con los Césares, Roma, heredera de Babilonia, extiende su mano sobre<br />

325


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

el mundo entero. Pero ¿qué ha venido a ser el Estado romano?. El Estado<br />

romano destruye en el exterior toda la vida colectiva. Dictadura militar en<br />

Italia; exacciones de los gobernadores y de los publicanos en las provincias.<br />

Roma conquistadora se arroja como un vampiro sobre el cadáver de las<br />

sociedades antiguas.<br />

Y ahora la orgía romana puede manifestarse a la luz <strong>del</strong> día, con su<br />

bacanal de vicios y su desfile de crímenes. Comienza por el voluptuoso<br />

encuentro de Marco Antonio y de Cleopatra; terminará por los desbordes de<br />

Mesalina y los furores de Nerón. Debuta con la parodia lasciva y pública de<br />

los misterios; acabará con el circo romano, donde las fieras se lanzarán sobre<br />

vírgenes desnudas, mártires de su fe, en medio de los aplausos de veinte mil<br />

espectadores.<br />

Sin embargo, entre los pueblos conquistados por Roma había uno que se<br />

llamaba el pueblo de Dios, y cuyo genio era opuesto al genio romano. ¿De qué<br />

procede que Israel, gastado por sus luchas intestinas, aplastado por trescientos<br />

años de servidumbre, haya conservado su fe indomable?. ¿Por qué aquel<br />

pueblo vencido se levanta frente a la decadencia griega y la orgía romana,<br />

como un profeta, con la cabeza cubierta con cenizas y los ojos llameantes de<br />

cólera terrible?. ¿Por qué osaba predecir la caída de los dueños <strong>del</strong> mundo, que<br />

tenían un pie sobre su garganta, y hablar no se sabe de qué triunfo final,<br />

cuando él mismo se aproximaba a su irremediable ruina?. Era porque una<br />

grande idea vivía en él, la que le había sido inculcada por Moisés. Bajo Josué,<br />

las doce tribus habían erigido una piedra conmemorativa con esta inscripción:<br />

“Es un testimonio entre nosotros que Ievé es el único Dios”.<br />

Cómo y por qué el legislador de Israel había hecho <strong>del</strong> monoteísmo la<br />

piedra angular de su ciencia, de su ley social, y de una idea religiosa universal,<br />

lo hemos visto en el libro de Moisés. Éste había tenido el genio de comprender<br />

que <strong>del</strong> triunfo de esta idea dependía el porvenir de la humanidad. Para<br />

conservarla había escrito un Libro jeroglífico, construido un Arca de oro,<br />

suscitado un Pueblo <strong>del</strong> polvo nómada <strong>del</strong> desierto. Sobre esos testigos de la<br />

idea espiritualista, Moisés hace surgir el fuego <strong>del</strong> cielo y retumbar el trueno.<br />

Contra ellos se conjuran no sólo los Moabitas, Filisteos, Amalecitas, todos los<br />

pueblos de Palestina, sino también las pasiones y debilidades <strong>del</strong> mismo<br />

pueblo judío. El Libro cesó de ser comprendido por el sacerdocio; el Arca fue<br />

tomada por los enemigos; y cien veces estuvo el pueblo a punto de olvidar su<br />

misión. ¿Por qué continuó fiel, a pesar de todo?. ¿Por qué la idea de Moisés<br />

quedó grabada en la frente y el corazón de Israel en letras de fuego?. ¿A quién<br />

es debida esta perseverancia exclusiva, esta fi<strong>del</strong>idad grandiosa a través de las<br />

326


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

vicisitudes de una historia agitada, llena de catástrofes, fi<strong>del</strong>idad que da a<br />

Israel su fisonomía única entre las naciones?. Se puede responder osadamente:<br />

a los profetas y a la institución <strong>del</strong> profetismo. Rigurosamente y por la<br />

tradición oral, esto remonta hasta Moisés. El pueblo hebreo ha tenido Nabíes<br />

en todas las épocas de su historia, hasta su dispersión. Pero la institución <strong>del</strong><br />

profetismo nos aparece, por la primera vez bajo una forma orgánica, en época<br />

de Samuel. Samuel fue quien fundó esas cofradías de Nibüm, esas escuelas de<br />

profetas frente a la monarquía naciente y a un sacerdocio ya degenerado. De<br />

ello hizo guardianes austeros de la tradición esotérica y <strong>del</strong> pensamiento<br />

religioso universal de Moisés, contra los reyes, en quienes debía predominar la<br />

idea política y el objetivo nacional. En aquellas cofradías se conservaron en<br />

efecto los restos de la ciencia de Moisés, la música sagrada con sus modos y<br />

sus poderes, la terapéutica oculta, en fin el arte de la adivinación que los<br />

grandes profetas desplegaron con una pujanza, una alteza y una abnegación<br />

magistrales.<br />

La adivinación ha existido bajo las formas y por los más diversos<br />

medios en todos los pueblos <strong>del</strong> antiguo ciclo. Pero el profetismo de Israel<br />

tiene una amplitud, una elevación, una autoridad que pertenece a la alta región<br />

intelectual y espiritual, en que el monoteísmo mantiene el alma humana. El<br />

profetismo presentado por los teólogos de la letra como la comunicación<br />

directa de un Dios personal, negado por la filosofía naturalista como una pura<br />

superstición, sólo es en realidad la manifestación superior de las leyes<br />

universales <strong>del</strong> Espíritu. “Las verdades generales que gobiernan al mundo,<br />

dice Ewald en su hermoso libro sobre los profetas, en otros términos los<br />

pensamientos de Dios son inmutables e inatacables, completamente<br />

independientes de las fluctuaciones de las cosas, de la voluntad y de la acción<br />

de los hombres. El hombre es llamado originalmente a participar de ellos, a<br />

comprenderlos y traducirlos libremente en actos. Por ahí alcanza su propio, su<br />

verdadero destino. Pero para que el Verbo <strong>del</strong> Espíritu penetre en el hombre<br />

de carne, es preciso que el hombre sea sacudido hasta el fondo por las grandes<br />

conmociones de la historia. Entonces la verdad eterna brota como un reguero<br />

de luz. Por esto se dice tan frecuentemente en el Antiguo Testamento, que<br />

Javeh es un Dios vivo. Cuando el hombre escucha la divina voz, una nueva<br />

vida se edifica en él, en la cual ya no se siente solo, sino en comunión con<br />

Dios y con todas las verdades, y en la cual se encuentra presto a ir de una<br />

verdad a la otra, hasta el infinito. En esa nueva vida, su pensamiento se<br />

identifica con la voluntad universal. Tiene la visión clara <strong>del</strong> tiempo presente<br />

y la fe plena en el éxito final de la idea divina. El hombre que siente esto es<br />

327


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

profeta, es decir, que se siente irresistiblemente lanzado a manifestarse a los<br />

demás como representante de Dios. Su pensamiento se convierte en vi sión, y<br />

esa fuerza superior que hace brotar la verdad de su alma, a veces quebrándola,<br />

constituye el elemento profético. Las manifestaciones proféticas han sido en<br />

la historia los rayos y los relámpagos de la verdad”. (Ewald, Die Propheten.<br />

– Introducción).<br />

He aquí la fuente de donde esos gigantes que se llaman Elias, Isaías,<br />

Ezequiel, Jeremías, extrajeron su fuerza. En el fondo de sus cavernas o en el<br />

palacio de los reyes, fueron realmente los centinelas <strong>del</strong> Eterno, y como dice<br />

Elíseo a su maestro Elias, “los carros y los jinetes de Israel”. Con frecuencia<br />

predicen de un modo clarividente la muerte de los reyes, la caída de los reinos,<br />

los castigos de Israel. A veces también se engañan. Aunque encendida en el<br />

sol de la verdad divina, la antorcha profética vacila y se oscurece a veces en<br />

sus manos al soplo de las pasiones nacionales. Pero jamás se equivocan sobre<br />

las verdades morales, sobre la verdadera misión de Israel, sobre el triunfo final<br />

de la justicia en la humanidad. Como verdaderos iniciados, predican el<br />

desprecio al culto exterior, la abolición de los sacrificios sangrientos, la<br />

purificación <strong>del</strong> alma y la caridad. Donde su visión es admirable es en cuanto<br />

concierne a la victoria final <strong>del</strong> monoteísmo, su papel libertador y pacificador<br />

para todos los pueblos. Las más terribles desgracias que puedan afligir a una<br />

nación, la invasión extranjera, la deportación en masa a Babilonia, no pueden<br />

quebrantar su fe. Escuchad a Isaías durante la invasión de Sennacherib: “¿Yo<br />

que doy vida a los otros, no podré dar vida a Sión?, ha dicho el Eterno. Yo que<br />

hago nacer, ¿le impediré que nazca?, ha dicho tu Dios. ― Regocijaos con<br />

Jerusalén y estad en alegría a causa de él, vos que le amáis, vos que lloráis<br />

sobre él, regocijaos con él con gran alegría. ― Pues así ha dicho el Eterno: He<br />

aquí, yo voy a derramar sobre ella la paz como un río, y la gloria de las<br />

naciones como un torrente desbordado; y seréis amamantados y seréis<br />

llevados con ella y os acariciarán las rodillas. ― Os consolaré como una<br />

madre consuela a su hijo, y seréis consolados en Jerusalén. ― Viendo sus<br />

obras y sus pensamientos, vengo para reunir a todas las naciones y a todas las<br />

lenguas; ellas vendrán y verán mi gloria”. (Isaías, LXVI, 10-16). Apenas si<br />

hoy ante la tumba de Cristo esa visión comienza a realizarse; más ¿Quién<br />

podría negar su verdad profética, al pensar en el papel de Israel en la historia<br />

de la humanidad?. No menos inquebrantable que esta fe en la gloria futura de<br />

Jerusalén, en su grandeza moral, en su universalidad religiosa, es la fe de los<br />

profetas en un Salvador o un Mesías. De él hablan; el incomparable Isaías es<br />

también quien le ve más claramente, quien le pinta con más fuerza en su<br />

328


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

lenguaje atrevido. “Saldrá un brote <strong>del</strong> tronco de Jessé, un vastago saldrá de<br />

sus raíces, y el Espíritu de Sabiduría y de Inteligencia, el Espíritu de Consejo y<br />

de Fuerza, el Espíritu de Ciencia y de Temor <strong>del</strong> Eterno. Juzgará con justicia a<br />

los pequeños y condenará con rectitud para mantener a los buenos sobre la<br />

tierra; y castigará a la tierra con el látigo y la boca y hará morir al malvado por<br />

el espíritu de sus labios”. (Isaías, XI, 1-5). A esta visión el alma sombría <strong>del</strong><br />

profeta se calma y se aclara como un cielo de tormenta al temblor de una arpa<br />

celeste, y todas las tempestades huyen. Porque ahora es realmente la imagen<br />

<strong>del</strong> galileo la que se dibuja en su ojo interno: “Él ha salido como una flor de la<br />

tierra seca, ha crecido sin brillo. Es despreciado y el último de los hombres, un<br />

hombre de dolores. Se ha cargado de nuestros dolores y hemos creído que era<br />

un castigado por Dios. Ha quedado desolado por nuestros <strong>del</strong>itos y abatido por<br />

nuestras iniquidades. El castigo que nos trae la paz, ha caído sobre él y<br />

tenemos la curación de su llaga... Le acosan, le abaten y le llevan a la muerte<br />

como a un cordero y no ha abierto la boca”. (Isaías, LII, 2-8).<br />

Durante ocho siglos, sobre las disensiones y los infortunios nacionales,<br />

el verbo tonante de los profetas hizo dominar sobre todo la idea y la imagen<br />

<strong>del</strong> Mesías, tan pronto como un vengador terrible, como un ángel de<br />

misericordia. Incubada bajo la tiranía asiría en el destierro de Babilonia,<br />

nacida bajo la dominación persa, la idea mesiánica no hizo más que<br />

engrandecerse bajo el reino de los Seleúcidas y de los Macabeos. Cuando<br />

llegaron la dominación romana y el reino de Herodes, el Mesías vivía en todas<br />

las conciencias. Si los grandes profetas le habían visto bajo el aspecto de un<br />

justo, de un mártir, de un verdadero hijo de Dios, el pueblo, fiel a la idea<br />

judaica, se lo figuraba como un David, como un Salomón o como un nuevo<br />

Macabeo. Pero, como quiera que ello fuese, todo el mundo creía en aquel<br />

restaurador de la gloria de Israel, le esperaba, le llamaba. Tal es la fuerza de la<br />

acción profética.<br />

Así, de igual modo que la historia romana conduce fatalmente a César<br />

por la vía instintiva y la lógica infernal <strong>del</strong> Destino, así también la historia de<br />

Israel conduce libremente al Cristo por la vía consciente y la lógica divina de<br />

la Providencia manifestada en sus representantes visibles: los profetas. El mal<br />

queda de continuo condenado a contradecirse y a destruirse a sí mismo,<br />

porque es lo falso; pero el Bien, a pesar de todos los obstáculos, engendra la<br />

luz y la armonía en la serie de los tiempos, porque él es la fecundidad de lo<br />

verdadero. De su triunfo, Roma sólo extrajo el cesarismo; de su hundimiento,<br />

Israel dio a luz al Mesías, dando razón a esta hermosa frase de un poeta<br />

moderno: “De su propio naufragio, la Esperanza crea la cosa contemplada”.<br />

329


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Una vaga espera estaba suspendida sobre los pueblos. En el exceso de<br />

sus males, la humanidad entera presentía su salvador. Hacía siglos que las<br />

mitologías soñaban con un niño divino. <strong>Los</strong> templos de él hablaban en el<br />

misterio; los astrólogos calculaban su venida; sibilas <strong>del</strong>irantes habían<br />

vociferado la caída de los dioses paganos. <strong>Los</strong> iniciados habían anunciado que<br />

un día había de llegar en que el mundo sería gobernado por uno de los suyos,<br />

por un hijo de Dios. (Tal es el sentido esotérico de la bella leyenda de los<br />

reyes magos, viniendo <strong>del</strong> fondo <strong>del</strong> Oriente a adorar al niño de Belén). La<br />

tierra esperaba un rey espiritual que fuese comprendido por los pequeños, los<br />

humildes y los pobres.<br />

El gran Esquilo, hijo de un sacerdote de Eleusis, estuvo a punto de<br />

perecer a manos de los Atenienses, porque se atrevió a decir, por boca de su<br />

Prometeo, que el reino de Júpiter-Destino terminaría. Cuatro siglos más tarde,<br />

a la sombra <strong>del</strong> trono de Augusto, el dulce Virgilio anunció una edad nueva<br />

soñando con un niño maravilloso: “Ha llegado esa última edad predicha por la<br />

sibila de Cumes, el gran orden de los siglos agotados vuelve a empezar; ya<br />

vuelve la Virgen y con ella el reino de Saturno; ya de lo alto de los cielos<br />

desciende una raza nueva. Este niño, cuyo nacimiento debe desterrar el siglo<br />

<strong>del</strong> hierro y traer la edad de oro al mundo entero, dígnate, casta Luciana,<br />

protegerle; ya reina Apolo tu hermano. Mira balancearse el mundo sobre su<br />

eje quebrantado; mira la tierra, los mares en su inmensidad, el cielo y su<br />

bóveda profunda, la naturaleza entera estremecerse con la esperanza <strong>del</strong> siglo<br />

futuro”.**<br />

¿Dónde nacerá ese niño?. ¿De qué mundo divino vendrá su alma?. ¿Por<br />

medio de qué relámpago de amor descenderá a la tierra?. ¿Por qué maravillosa<br />

fuerza, por qué sobrehumana energía recordará el cielo abandonado?. ¿Por qué<br />

esfuerzo gigantesco sabrá resurgir desde el fondo de su conciencia terrestre y<br />

arrastrar tras sí la humanidad?.<br />

Nadie hubiese podido decirlo, pero le esperaba. Herodes el Grande, el<br />

usurpador idóneo, el protegido de César-Augusto, agonizaba entonces en su<br />

castillo de Cypros, en Jericó, después de un reinado suntuoso y sangriento que<br />

había cubierto la Judea de palacios espléndidos y de hecatombes humanas.<br />

Expiraba de una horrible enfermedad, de una descomposición de la sangre,<br />

odiado de todos, roído de furor y de remordimientos, frecuentado por los<br />

espectros de sus innumerables víctimas, entre las cuales se encontraba su<br />

inocente mujer la noble Mariana, de la sangre de los Macabeos, y tres de sus<br />

propios hijos. Las siete mujeres de su harem habían huido ante el fantasma<br />

real, que vivo aún, olía ya a sepulcro. Sus mismos guardias le habían<br />

330


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

abandonado. Impasible al lado <strong>del</strong> moribundo, velaba su hermana Salomé, su<br />

mala inspiradora, instigadora de sus más negros crímenes. Con la diadema en<br />

la frente, el pecho chispeante de pedrerías, en actitud altiva, espiaba el último<br />

suspiro <strong>del</strong> rey, para coger el poder a su vez.<br />

Así murió el último rey de los Judíos. En aquel mismo momento<br />

acababa de nacer el futuro Rey espiritual de la humanidad, (Herodes murió el<br />

año 4 antes de nuestra era. <strong>Los</strong> cálculos de la crítica concuerdan hoy en<br />

hacer remontar a esa fecha el nacimiento de Jesús. Véase a Keim, Dass<br />

Leben Jesé) y los raros iniciados de Israel preparaban en silencio su reinado,<br />

en una humildad y oscuridad profundas.<br />

* El trabajo hecho desde hace cien años por la crítica sobre la vida de<br />

Jesús, es uno de los más considerables de estos tiempos. De esto se<br />

encontrará una exposición completa en el luminoso resumen que ha hecho<br />

M. Sabatier (Dicctionnaire des Sciences religieuses, por Lichtenberger,<br />

tomo VII. Artículo Jesús). Ese hermoso estudio da toda la historia de la<br />

cuestión y señala con precisión su estado actual. ― Recordaré aquí<br />

sencillamente las dos fases principales que ha atravesado con Strauss y<br />

Renán, para mejor establecer el punto de vista nuevo en que me he<br />

colocado.<br />

Saliendo de la escuela filosófica de Hegel y relacionándose con la<br />

escuela crítica e histórica de Bauer, Strauss, sin negar la existencia de<br />

Jesús, trató de probar que su vida, tal como se cuenta en los Evangelios, es<br />

un mito, una leyenda creada por la imaginación popular para llenar las<br />

necesidades <strong>del</strong> cristianismo naciente y según las profecías <strong>del</strong> Antiguo<br />

Testamento. Su tesis, puramente negativa, defendida con extrema<br />

ingeniosidad y profunda erudición, se ha visto que era cierta en algunos<br />

puntos de detalle, pero absolutamente insostenible en el conjunto y sobre los<br />

puntos esenciales. Además tiene el grave defecto de no explicar el carácter<br />

de Jesús ni el origen <strong>del</strong> cristianismo. La vida de Jesús, de Strauss, es un<br />

sistema planetario sin sol. Hay que concederle no obstante un mérito<br />

considerable: el de haber trasladado el problema desde el dominio de la<br />

teología dogmática al de los textos y la historia.<br />

La vida de Jesús, de Renán, debe su brillante fortuna a sus altas<br />

cualidades estéticas y literarias, pero también a la audacia <strong>del</strong> escritor, que<br />

ha osado hacer de la vida <strong>del</strong> Cristo un problema de psicología humana.<br />

¿Lo ha resuelto?. Después <strong>del</strong> éxito deslumbrador <strong>del</strong> libro, la opinión<br />

331


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

general de la crítica ha sido que no. El Jesús de M. Renán comienza su<br />

carrera como dulce soñador, moralista entusiasta y cándido; la termina<br />

como taumaturgo violento, que ha perdido el sentido de la realidad. “A<br />

pesar de todos los cuidados <strong>del</strong> historiador, dice M. Sabatier, resulta la<br />

marcha de un espíritu sano hacia la locura. El Cristo de M. Renán flota<br />

entre los cálculos <strong>del</strong> ambicioso y los ensueños <strong>del</strong> iluminado”. El hecho es<br />

que llega a ser el Mesías sin quererlo y casi sin saberlo. Sólo se deja<br />

imponer ese nombre para complacer a los apóstoles y al deseo popular. No<br />

es con una fe tan débil como un verdadero profeta crea una religión nueva y<br />

cambia el alma de la tierra. La vida de Jesús, de M. Renán, es un sistema<br />

planetario iluminado por un pálido sol, sin magnetismo vivificante y sin<br />

calor creador.<br />

¿Cómo Jesús llegó a ser Mesías?. He aquí el problema primordial,<br />

esencial, en la concepción <strong>del</strong> Cristo. Precisamente es en él donde M. Renán<br />

ha vacilado y tomado un camino de traviesa. Théodore Keim ha<br />

comprendido que era preciso abordar este problema de frente (Das Leben<br />

Jesu, Zurich, 1875, 3ra edición). Su Vida de Jesús es la más notable que se<br />

ha escrito después de la de M. Renán. Ella aclara la cuestión con toda la luz<br />

que se puede sacar de los textos y de la historia, interpretados<br />

exotéricamente. Pero el problema no es de aquellos que puedan resolverse<br />

sin la intuición y sin la tradición esotérica.<br />

Con esta luz esotérica, antorcha interna de todas las religiones,<br />

verdad central de toda filosofía fecunda, he tratado de reconstruir la vida de<br />

Jesús en sus grandes lineas, teniendo cuenta de todo el trabajo anterior de<br />

la crítica histórica, que ha preparado el terreno. No tengo necesidad de<br />

definir aquí lo que entiendo por el punto de vista esotérico, síntesis de la<br />

Ciencia y de la Religión. Todo este libro constituye su desarrollo, y añadiré<br />

únicamente en lo que concierne al valor histórico y relativo de los<br />

Evangelios, que he tomado los tres sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas) por<br />

base, y a Juan como arcano de la doctrina esotérica <strong>del</strong> Cristo, admitiendo a<br />

la vez la redacción posterior y la tendencia simbólica de este Evangelio.<br />

<strong>Los</strong> cuatro Evangelios, que deben compararse y rectificarse unos con<br />

otros, son igualmente auténticos, pero a títulos diferentes. Mateo y Marcos<br />

nos dan los Evangelios preciosos de la letra y <strong>del</strong> hecho; allí se encuentran<br />

los actos y las palabras públicas. El dulce Lucas deja entrever el sentido de<br />

los misterios bajo el velo poético de la leyenda; es el Evangelio <strong>del</strong> Alma, de<br />

la Mujer y <strong>del</strong> Amor. San Juan reveló esos misterios. Se encuentran en él<br />

los filones secretos y profundos de la doctrina, el sentido de la promesa, la<br />

332


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

reserva esotérica. Clemente de Alejandría, uno de los raros obispos<br />

cristianos que tuvieron la clave <strong>del</strong> esoterismo universal, le ha llamado, con<br />

razón, el Evangelio <strong>del</strong> Espíritu. Juan tiene una visión profunda de las<br />

verdades trascendentales reveladas por el Maestro y una manera poderosa<br />

de resumirlas. Por eso tiene por símbolo el águila, cuyas alas franquean los<br />

espacios y cuyo ojo flameante los posee.<br />

** Ultima Cumaei venit jam carminis aetas:<br />

Magnus ab integro saeclorum nasdtur ordo.<br />

Jam redit et Virgo, redeunt Saturnia regna;<br />

Jam nova progenies coelo demitittur alto.<br />

Tu modo nascenti puero, quo ferrea primum<br />

Desinet, ac toto surget gens aurea mundo,<br />

Casta, fave, Lucina; tuus jam regnat Apollo.<br />

Aspice convexo nutantem pondere mundum,<br />

Terrasque, tractusque maris, coelumque profundum;<br />

Aspice ventura laetantur ut omnia soeclo.<br />

(Virgilio, Égloga, IV).<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

II<br />

MARÍA - LA PRIMERA INFANCIA DE JESUS<br />

Jehoshua, que llamamos Jesús por su nombre helenizado (Ιήσουςι), nació<br />

probablemente en Nazareth. (No es en ningún modo imposible que Jesús<br />

haya nacido en Belén (Bethlehem) por una circunstancia fortuita. Pero esta<br />

tradición parece formar parte <strong>del</strong> ciclo de leyendas posteriores sobre la<br />

sagrada familia y la infancia <strong>del</strong> Cristo). Ciertamente fue en aquel rincón<br />

perdido de Galilea donde pasó su infancia y se cumplió el primero, el mayor<br />

de los misterios cristianos: el florecimiento <strong>del</strong> alma <strong>del</strong> Cristo. Era hijo de<br />

Myriam, que llamamos María, mujer <strong>del</strong> carpintero José, una Galilea de noble<br />

cuna, afiliada a los Esenios.<br />

La leyenda ha envuelto el nacimiento de Jesús en un tejido de<br />

maravillas. Si la leyenda contiene muchas supersticiones, a veces también<br />

encubre verdades psíquicas poco conocidas, porque están sobre la percepción<br />

común. Un hecho parece resaltar en la historia legendaria de María, el de que<br />

Jesús fue un niño consagrado a una misión profética, por el deseo de su madre,<br />

antes de su nacimiento. Se cuenta lo mismo de varios héroes y profetas <strong>del</strong><br />

Antiguo Testamento. Esos hijos dedicados a Dios por su madre, se llamaban<br />

Nazarenos. Sobre esto es interesante leer la historia de Sansón y la de Samuel.<br />

Un ángel anuncia a la madre de Sansón que va a quedar encinta; que dará a luz<br />

un hijo que no se cortará el cabello, “porque el niño será nazareno desde el<br />

seno de su madre; y él será quien comenzará a libertar a Israel <strong>del</strong> yugo de los<br />

Filisteos”. (Jueces, XIII, 3-5). La madre de Samuel pidió ella misma su hijo a<br />

Dios, “Anna, mujer de Elkana, era estéril. Hizo ella un voto y dijo: ¡Eterno de<br />

los ejércitos celestes!, si das un hijo varón a tu sierva, lo daré al Eterno por<br />

todos los días de su vida, y ninguna navaja afeitará su cabeza... Entonces<br />

Elkana conoció a su mujer... Algún tiempo después, Anna concibió y dio a<br />

luz un hijo y le llamó Samuel, porque dijo, se lo he pedido al Eterno”.<br />

(Samuel, Libro I, capítulo I, 11-20). SAM-U-EL significa, según las raíces<br />

semíticas primitivas: Esplendor interior de Dios. La madre, sintiéndose como<br />

iluminada por aquél que en ella encarnaba, le consideraba como la esencia<br />

etérea <strong>del</strong> Señor.<br />

Estos pasajes son extremadamente interesantes, porque nos hacen<br />

penetrar en la tradición esotérica, constante y viva en Israel, y por ella en el<br />

334


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

sentido verdadero de la leyenda cristiana. Elkana, el marido, es sin duda el<br />

padre terrestre según la carne; pero el Eterno es su padre celeste según el<br />

Espíritu. El lenguaje figurado <strong>del</strong> monoteísmo judaico recubre aquí la doctrina<br />

de la preexistencia <strong>del</strong> alma. La mujer iniciada llama a sí a un alma superior,<br />

para recibirla en su seno y dar a luz un profeta. Esta doctrina, muy elevada<br />

entre los judíos, completamente ausente de su culto oficial, formaba parte de<br />

la tradición secreta de los iniciados, y asoma en los profetas. Jeremías la<br />

afirma en estos términos: “La palabra <strong>del</strong> Eterno me fue dirigida y me dijo:<br />

Antes de que te formase en el seno de tu madre, te he conocido; antes de que<br />

hubieses salido de su seno, te he santificado y te he establecido profeta entre<br />

las naciones”. (Jeremías, I, 4). Jesús dirá igualmente a los fariseos<br />

escandalizados: “En verdad os digo: antes de que Abraham fuese, yo era”.<br />

(Juan, Ev., VIII, 58).<br />

De todo ello, ¿Qué se puede retener tocante a María, madre de Jesús?.<br />

Parece ser que en las primeras comunidades cristianas, Jesús ha sido<br />

considerado como un hijo de María y de José, puesto que Mateo nos da el<br />

árbol genealógico de José, para probarnos que Jesús desciende de David. Allí<br />

sin duda, como entre algunas sectas gnósticas, se veía en Jesús un hijo dado<br />

por el Eterno en el mismo sentido que Samuel. Más tarde, la leyenda,<br />

preocupada con mostrar el origen sobrenatural <strong>del</strong> Cristo, hiló su velo de oro y<br />

azul: la historia de José y María, la Anunciación y hasta la infancia de María<br />

en el templo son bien legendarias. (Evangelio apócrifo de María y de la<br />

infancia <strong>del</strong> Salvador, publicado por Tischendorff).<br />

Si tratamos de desentrañar el sentido esotérico de la tradición judía y de<br />

la leyenda cristiana, diremos: la acción providencial, o para hablar más<br />

claramente, el influjo <strong>del</strong> mundo espiritual, que concurre al nacimiento de<br />

cada hombre, es más poderoso y más visible en el nacimiento de todos los<br />

hombres de genio, cuya aparición no se explica en ningún modo por la única<br />

ley <strong>del</strong> atavismo físico. Este influjo alcanza su mayor intensidad cuando se<br />

trata de uno de esos divinos profetas destinados a cambiar la faz <strong>del</strong> mundo. El<br />

alma elegida para una misión divina, viene de un mundo divino; viene<br />

libremente, conscientemente; pero para que entre en escena en la vida<br />

terrestre, necesita un vaso elegido, es precisa la invocación de una madre de<br />

calidad que, por la aptitud de su ser moral, por el deseo de su alma y la pureza<br />

de su vida presente, atraiga, encarne en su sangre y en su carne el alma <strong>del</strong><br />

redentor, destinado a llegar a ser a los ojos de los hombres un hijo de Dios. Tal<br />

es la verdad profunda que recubre la antigua idea de la Virgen-Madre. El<br />

genio indo lo había ya expresado en la leyenda de Krishna. <strong>Los</strong> Evangelios de<br />

335


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Mateo y de Lucas la han dado con una sencillez y una poesía aún más<br />

admirables.<br />

“Para el alma que <strong>del</strong> cielo viene, el nacimiento es una muerte”, había<br />

dicho Empédocles, quinientos años antes de Cristo. Por sublime que sea un<br />

espíritu, una vez sumido en la carne pierde temporalmente el recuerdo de todo<br />

su pasado; una vez cogido en el engranaje de la vida corporal, el desarrollo de<br />

su conciencia terrestre queda sometido a las leyes <strong>del</strong> mundo en que encarna.<br />

Cae bajo la fuerza de los elementos. Cuanto más alto haya sido su origen<br />

mayor será el esfuerzo para recobrar sus dormidas potencias, sus<br />

inmensidades celestes, y adquirir conciencia de su misión.<br />

Las almas profundas y tiernas, necesitan silencio y paz para florecer. Jesús<br />

creció en la calma de Galilea. Sus primeras impresiones fueron dulces,<br />

austeras y serenas. El valle natal parecía un jirón <strong>del</strong> cielo caído en un pliegue<br />

de la montaña. La aldea de Nazareth no ha cambiado apenas en el curso de los<br />

siglos. (Todo el mundo recuerda las magistrales descripciones de la Galilea,<br />

de M. Renán, en su Vida de Jesús, y las no menos notables de M. E.<br />

Melchor de Vogüe, Voyage en Syrie et en Palestine). Sus casas escalonadas<br />

bajo la roca parecen, al decir de los viajeros, a cubos blancos sembrados en<br />

una selva de granados, higueras y viñas, como surcada por grandes bandadas<br />

de palomas. Alrededor de este nido de fresco y verdor, circula el aire vivo de<br />

las montañas; en las alturas se abre el horizonte libre y luminoso de Galilea.<br />

Agregad a ese cuadro grandioso el interior grave de una familia piadosa y<br />

patriarcal.<br />

La fuerza de la educación judía residió en todo tiempo en la unidad de<br />

la ley y de la fe, así como en la poderosa organización de la familia, dominada<br />

por la idea nacional y religiosa. La casa paterna era para el niño una especie de<br />

templo. En lugar de los frescos alegres, faunos y ninfas, que adornaban el atrio<br />

de las casas griegas, tales como podían verse en Sephoris y en Tiberiades, no<br />

se veía en las casas judías más que párrafos de la ley y de los profetas, cuyas<br />

bandas rígidas se extendían sobre las puertas y muros en caracteres caldeos.<br />

Pero la unión <strong>del</strong> padre y de la madre en el amor de los hijos, calentaba e<br />

iluminaba la desnudez de aquel interior con una vida espiritual. Allí recibió<br />

Jesús su primera enseñanza, allí por boca de su padre y su madre, aprendió a<br />

conocer al principio las Escrituras. Desde sus primeros años, el largo, el<br />

extraño destino <strong>del</strong> pueblo de Dios se desarrolló ante sus ojos, en las fiestas<br />

periódicas que se celebraban en familia, por la lectura, el canto y la plegaria.<br />

En la fiesta de los Tabernáculos, una cabaña de ramas de mirto y de olivo se<br />

elevaba en el patio o sobre la terraza de la casa, en recuerdo <strong>del</strong> tiempo<br />

336


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

inmemorial de los patriarcas nómadas. Se encendía el can<strong>del</strong>abro de siete<br />

luces, luego se abrían los rollos de papiros y se leían historias santas. Para el<br />

alma infantil, el Eterno estaba presente, no sólo en el cielo estrellado, sino<br />

también en aquel can<strong>del</strong>abro que reflejaba su gloria, en el verbo <strong>del</strong> padre<br />

como en el amor silencioso de la madre. Así, los grandes días de Israel<br />

mecieron la infancia de Jesús, días de gozo y de duelo, de triunfo y de<br />

destierro, de aflicciones sin cuento y de esperanza eterna. A las preguntas<br />

ardientes, incisivas, <strong>del</strong> niño, el padre callaba. Pero la madre, levantando tras<br />

sus largas pestañas sus grandes ojos de siria soñadora y encontrando la mirada<br />

interrogadora de su hijo, le decía: “La palabra de Dios sólo vive en sus<br />

profetas. En su día, los sabios Esenios, los solitarios <strong>del</strong> monte Carmelo y <strong>del</strong><br />

Mar Muerto te responderán”.<br />

Nos imaginamos también a Jesús mezclado con sus compañeros,<br />

ejerciendo sobre ellos el singular prestigio que da la inteligencia precoz, unida<br />

al sentimiento de la justicia y a la simpatía activa. Le seguimos en la sinagoga<br />

donde oía discutir a los escribas y a los fariseos, donde debía ejercitar su<br />

poderosa dialéctica. Le vemos desde muy temprana edad disgustado por la<br />

sequedad de aquellos doctores de la ley, que atormentaban la letra hasta<br />

expurgar de ella el espíritu. Se le ve también contemplar la vida pagana,<br />

adivinándola y abarcándola con la mirada, visitando la opulenta Sephoris,<br />

capital de Galilea, residencia de Antipas, dominada por su acrópolis y<br />

guardada por mercenarios de Herodes: galos, tracios, bárbaros de todos los<br />

países. Quizás también, en uno de aquellos viajes tan frecuentes en las<br />

familias judías, llegó a una de las ciudades fenicias, verdaderos hormigueros<br />

humanos al borde <strong>del</strong> mar, y vio a lo lejos templos bajos de columnas<br />

rechonchas, rodeados de bosquecillos negros de donde salía al son de las<br />

flautas plañideras el canto de las sacerdotisas de Astarté. Su grito de<br />

voluptuosidad, agudo como el dolor, despertó en su corazón asombrado un<br />

amplio estremecimiento de angustia y de piedad. Entonces el hijo de María<br />

volvía a sus queridas montañas con un sentimiento de libertad. Subía a la roca<br />

de Nazareth e interrogaba los vastos horizontes de Galilea y Samaría. Miraba<br />

el Carmelo, Gelboé, el Tabor, los montes Sichem, viejos testigos de los<br />

patriarcas y de los profetas. “<strong>Los</strong> altos lugares”, se desplegaban en círculo; se<br />

elevaban en la inmensidad <strong>del</strong> cielo como altares atrevidos que esperasen el<br />

fuego y el incienso. ¿Esperaban a alguien?.<br />

Más por poderosas que fueran las impresiones <strong>del</strong> mundo circundante<br />

sobre el alma de Jesús, palidecían todas ante la verdad soberana, inenarrable,<br />

de su mundo interior. Aquella verdad florecía en el fondo de él mismo como<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

una flor luminosa emergiendo de un agua sombría. Aquel sentimiento se<br />

parecía a una claridad creciente que se hacía en él, cuando estaba solo y se<br />

recogía. Entonces los hombres y las cosas, próximas o lejanas, le aparecían<br />

como transparentes en su esencia íntima. Leía los pensamientos, veía las<br />

almas. Luego veía en su recuerdo, como a través de un velo ligero, seres<br />

divinamente bellos y radiantes inclinados sobre él o reunidos en la adoración<br />

de una luz deslumbradora. Visiones maravillosas frecuentaban su sueño o se<br />

interponían entre él y la realidad, por un real desdoblamiento de su conciencia.<br />

En la cumbre de aquellos éxtasis, que le llevaban de zona a zona como hacia<br />

otros cielos, se sentía a veces atraído por una luz fulgurante, luego inmergido<br />

en un sol incandescente. De aquellos encantos conservaba una ternura<br />

inefable, una fuerza singular. ¡Cuán reconciliado se encontraba entonces con<br />

todos los seres, en armonía con el universo!. ¿Cuál era aquella luz misteriosa,<br />

pero más familiar y más viva que la otra, que brotaba <strong>del</strong> fondo de su ser para<br />

llevarle a los más lejanos espacios, cuyos primeros efluvios surgieron de los<br />

grandes ojos de su madre, y que ahora le unía a todas las almas por secretas<br />

vibraciones?. ¿No era la fuente de las almas y de los mundos?.<br />

― Él la llamó: El padre Celestial.<br />

(<strong>Los</strong> anales místicos de todos los tiempos demuestran que verdades<br />

morales o espirituales de un orden superior han sido percibidas por ciertas<br />

almas escogidas, sin razonamiento, por la contemplación interna y bajo<br />

forma de visión. Fenómeno psíquico aun mal conocido por la ciencia<br />

moderna, pero hecho incontestable. Catalina de Siena, hija de un pobre<br />

tintorero, tuvo, desde la edad de cuatro años, visiones extremadamente<br />

notables. (Véase Su Vida, por Mme. Albana Mignaty, casa Fischbacher.)<br />

Swedenborg, hombre de ciencia, espíritu sentado, observador y razonador,<br />

comenzó a la edad de 40 años y en perfecta salud, a tener visiones que<br />

ninguna relación tenían con su vida precedente (Vida de Swedenborg, por<br />

Mater, casa Perrin). No pretendo poner esos fenómenos exactamente al<br />

mismo nivel que los que pasaron en la conciencia de Jesús, sino establecer<br />

sencillamente la universalidad de una percepción interna, independiente de<br />

los sentidos corporales).<br />

Ese sentimiento original de unidad con Dios en la luz <strong>del</strong> Amor, fue la<br />

primera, la gran revelación de Jesús. Una voz interna le decía que la encerrase<br />

en lo más profundo de su ser; pero que iba a iluminar toda su vida. Esa voz le<br />

dio una certidumbre invencible. Ella le hizo dulce e indomable. Ella forjó de<br />

su pensamiento un escudo de diamante; de su verbo, una espada de luz.<br />

Esa vida rústica profundamente oculta se unía por lo demás en el<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

adolescente, con una completa lucidez dé las cosas de la vida real. Lucas nos<br />

lo representa a la edad de doce años, “creciendo en fuerza, en gracia y en<br />

sabiduría”. La conciencia religiosa fue en Jesús cosa innata, absolutamente<br />

independiente <strong>del</strong> mundo externo. Su conciencia profética y mesiánica sólo<br />

pudo despertarse al choque con el exterior, al espectáculo de su tiempo, es<br />

decir, por una iniciación especial y una larga elaboración interna. Las huellas<br />

se encuentran en los Evangelios y en otros lados.<br />

La primera gran conmoción fue originada por aquel viaje con sus padres<br />

a Jerusalén, de que habla Lucas. Aquella ciudad, orgullo de Israel, se había<br />

convertido en el centro de las aspiraciones judías. Sus desgracias no habían<br />

hecho más que exaltar los espíritus. Se hubiese dicho que cuantas más tumbas<br />

se amontonaban, más esperanzas había. Bajo los seleúcidas, bajo los<br />

macabeos, por Pompeyo y por Herodes, Jerusalén había sufrido sitios<br />

espantosos. La sangre había corrido a torrentes; las legiones romanas habían<br />

hecho <strong>del</strong> pueblo una carnicería por las calles; crucifixiones en masa habían<br />

manchado las colinas con escenas infernales. Después de tantos horrores,<br />

después de la humillación de la ocupación romana, después de haber<br />

diezmado al sanhedrín y reducido el pontífice a ser sólo un esclavo<br />

tembloroso, Herodes, como por ironía, había reconstruido el templo más<br />

magníficamente que Salomón. Jerusalén continuaba, empero, siendo la ciudad<br />

santa. Isaías, que Jesús leía con preferencia, ¿No la había llamado, “la<br />

prometida ante la cual se prosternarán los pueblos?” El había dicho: “Se<br />

llamarán tus murallas ¡salvación!, tus puertas ¡alabanzal y las naciones<br />

marcharán al esplendor que se levantará sobre ti”. (Isaías, LX, 3 y 18). Ver<br />

Jerusalén y el templo de Jehovah, era el sueño de todos los judíos, sobre todo<br />

desde que Judea era provincia romana. Para verlos venían desde Perea,<br />

Galilea, Alejandría y Babilonia. En camino en el desierto, bajo las palmas, al<br />

lado de los pozos, cantaban salmos, suspiraban por el vestíbulo <strong>del</strong> Eterno<br />

buscando con los ojos la colina de Sión.<br />

Un extraño sentimiento de opresión debió invadir el alma de Jesús<br />

cuando vio en su primera peregrinación la ciudad con sus murallas<br />

formidables, asentada sobre la montaña como una fortaleza sombría; cuando<br />

vio a sus puertas el anfiteatro romano de Herodes; la torre Antonia dominando<br />

al templo; legionarios, empuñando la lanza, que vigilaban desde lo alto. Subió<br />

la escalinata <strong>del</strong> templo. Admiró el esplendor de los pórticos de mármol,<br />

donde los fariseos paseaban con suntuoso ropaje. Atravesó el patio de los<br />

gentiles, el patio de las mujeres. Se aproximó con la muchedumbre israelita a<br />

la puerta de Nicanor y a la balaustrada de tres codos, tras la cual se veían<br />

339


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

sacerdotes en trajes <strong>del</strong> culto, violados o purpúreos, relucientes de oro y<br />

pedrería, oficiar ante el santuario, inmolar machos cabríos y toros y rociar al<br />

pueblo con su sangre pronunciando una bendición. Aquello no se parecía al<br />

templo de sus ensueños, ni al cielo de su corazón.<br />

Luego volvió a descender a los barrios populares de la baja ciudad. Vio<br />

a mendigos pálidos por el hambre, caras angustiadas que guardaban el reflejo<br />

de las últimas guerras civiles, de los suplicios, de las crucifixiones. Saliendo<br />

por una de las puertas de la muralla comenzó a errar por aquellos valles<br />

pedregosos, por aquellos fosos lúgubres donde están las canteras, las piscinas,<br />

las tumbas de los reyes, y que forman alrededor de Jerusalén como una cintura<br />

sepulcral. Allí vio a los locos salir de las cavernas y proferir blasfemias contra<br />

vivos y muertos. Luego, bajando por amplia escalera a la fuente de Siloé,<br />

profunda como una cisterna, vio al borde de un agua amarillenta arrastrarse a<br />

leprosos, paralíticos, desgraciados cubiertos con toda clase de úlceras. Un<br />

deseo irresistible le forzaba a mirar al fondo de sus ojos y a beber todo su<br />

dolor. Unos le pedían socorro; otros estaban fríos y sin esperanza; otros,<br />

idiotas, parecían no sufrir ya. ¿Cuánto tiempo había sido preciso para que<br />

llegasen a aquel estado?.<br />

Entonces Jesús se dijo: ¿Para qué ese templo, esos sacerdotes, esos<br />

himnos, esos sacrificios, puesto que no pueden remediar estos dolores?. Y de<br />

repente, como un torrente engrosado con lágrimas sin fin, sintió afluir a su<br />

corazón los dolores de aquellas almas, de aquella ciudad, de aquel pueblo, de<br />

toda la humanidad. Comprendió que había terminado aquella felicidad que no<br />

podía comunicar a los demás. Aquellas miradas, aquellas miradas<br />

desesperadas no debían salir ya de su memoria. Sombría desposada, la<br />

infelicidad humana marchaba a su lado y le decía: ¡No te abandonaré!.<br />

De allí se fue lleno de tristeza y de angustia, y mientras volvía a las<br />

cimas luminosas de Galilea, este grito profundo salió de su corazón: ― ¡Padre<br />

celestial!... ¡Quiero saber!. ¡Quiero curar!. ¡Quiero salvar!.<br />

340


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

III<br />

LOS ESENIOS - JUAN EL BAUTISTA - LA<br />

TENTACIÓN<br />

Lo que quería saber, sólo los esenios podían enseñárselo.<br />

<strong>Los</strong> evangelios han guardado un silencio sobre los hechos y palabras de<br />

Jesús, antes de su encuentro con Juan el Bautista, por quien, según ellos, tomó<br />

en cierto modo posesión de su ministerio. Inmediatamente después aparece en<br />

Galilea con una doctrina determinada, con la seguridad de un profeta y la<br />

conciencia de ser el Mesías. Pero es evidente que ese principio atrevido y<br />

premeditado, fue precedido de un largo desarrollo y una verdadera iniciación.<br />

No es menos cierto que esa iniciación debió verificarse en la única asociación<br />

que conservaba entonces en Israel las tradiciones verdaderas, con el género de<br />

vida de los profetas. Esto no deja duda alguna para quienes, elevándose sobre<br />

la superstición de la letra y la manía maquinal <strong>del</strong> documento escrito, osan<br />

descubrir el encadenamiento de las cosas por medio de su espíritu. Se deduce<br />

no solamente de las relaciones íntimas entre la doctrina de Jesús y la de los<br />

esenios, sino también <strong>del</strong> silencio mismo guardado por el Cristo y los suyos<br />

sobre aquella secta. ¿Por qué él, que ataca con sin igual libertad a todos los<br />

partidos religiosos de su tiempo, no nombra nunca a los esenios?. ¿Por qué los<br />

apóstoles y evangelistas tampoco hablan de ellos?. Evidentemente porque<br />

consideran a los esenios como de los suyos, estaban ligados con ellos por el<br />

juramento de los Misterios, y la secta se fundió con la de los cristianos.<br />

La orden de los esenios continúa en tiempo de Jesús el último resto de<br />

aquellas cofradías de pro fetas organizadas por Samuel. El despotismo de los<br />

tiranos de Palestina, la envidia de un sacerdocio ambicioso y servil, les había<br />

lanzado al retiro y al silencio. Ya no luchaban como sus predecesores, y se<br />

contentaban con conservar la tradición. Tenían dos centros principales: uno en<br />

Egipto, a orillas <strong>del</strong> lago de Maóris; el otro en Palestina, en Engaddi, a orillas<br />

<strong>del</strong> Mar Muerto. Aquel nombre de esenios que se habían dado, procedía de la<br />

palabra siriaca: Asaya, médicos; en griego, terapeutas; porque su único<br />

ministerio, para el público, era el de curar las enfermedades físicas y morales.<br />

“Estudiaban con gran cuidado, dice Josefo, ciertos escritos de medicina que<br />

trataban de las virtudes ocultas de las plantas y de los minerales”. (Josefo,<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Guerra de los Judíos, II, etc. Antigüedades, XIII, 5-9; XVIII, 1-5). Algunos<br />

poseían el don de profecía, como aquel Manahem, que había predicho a<br />

Herodes su reinado. “Sirven a Dios, dice Filón, con gran piedad, no<br />

ofreciéndole víctimas, sino santificando su espíritu. Huyen de las poblaciones<br />

y se dedican a las artes de la paz. No existe entre ellos un solo esclavo; todos<br />

son libres y trabajan unos para otros”. (Filón, “De la Vida Contemplativa”).<br />

Las reglas de la orden eran severas. Para entrar en ella se precisaba el<br />

noviciado de un año. Si se habían dado suficientes pruebas de templanza, se<br />

era admitido a las abluciones, sin entrar, no obstante, en relación con los<br />

maestros de la orden. Se precisaban aún dos años más de pruebas para ser<br />

recibido en la cofradía. Se juraba, “por terribles juramentos”, observar los<br />

deberes de la orden y nada traicionar de sus secretos. Sólo entonces se podía<br />

tomar parte en las comidas en común, que se celebraban con gran solemnidad<br />

y constituían el culto íntimo de los esenios. Consideraban como sagrado el<br />

vestido que habían llevado en aquellos banquetes y se lo quitaban antes de<br />

ponerse a trabajar. Aquellos ágapes fraternales, forma primitiva de la Cena<br />

instituida por Jesús, comenzaban y terminaban por la oración. Allí se daba la<br />

primera interpretación de los libros sagrados de Moisés y de los profetas. Pero<br />

en la explicación de los textos, como en la iniciación, había tres sentidos y tres<br />

grados. Muy pocos llegaban al grado superior. Todo se parece<br />

asombrosamente a la organización de los pitagóricos (Puntos comunes entre<br />

los esenios y los pitagóricos: La oración a la salida <strong>del</strong> sol; los vestidos de<br />

lino; los ágapes fraternales; el noviciado de un año; los tres grados de<br />

iniciación; la organización de la orden y la comunidad de los bienes regidos<br />

por curadores; la ley <strong>del</strong> silencio; el juramento de los Misterios; la división<br />

de la enseñanza en tres partes: 1) Ciencia de los principios universales o<br />

teogonia, lo que Filón llama la lógica; 2) la física o cosmogonía; 3) la<br />

moral, es decir, todo lo que se refiere al hombre, ciencia a la cual se<br />

consagraban especialmente los terapeutas), y todo esto existía con pequeñas<br />

variantes entre los antiguos profetas, porque se encuentra lo mismo en todas<br />

partes donde la iniciación ha existido. Agreguemos que los esenios profesaban<br />

el dogma esencial de la doctrina órfica y pitagórica, el de la preexistencia <strong>del</strong><br />

alma, consecuencia y razón de su inmortalidad. “El alma, al cuerpo por un<br />

cierto encanto natural (ίυγγίτινιφυσιχή), queda en él como encerrada en una<br />

prisión; libre de los lazos <strong>del</strong> cuerpo, como de una larga esclavitud, de él se<br />

escapa con alegría”. (Josefo, A. J. H., 8).<br />

Entre los esenios, los hermanos propiamente di chos vivían dentro de la<br />

comunidad de bienes en el celibato, en lugares retirados, trabajando la tie rra,<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

educando a veces niños extraños a la orden. En cuanto a los esenios casados,<br />

constituían una especie de orden tercera, afiliada y sometida a la otra.<br />

Silenciosos, dulces y graves, se les veía aquí y allá cultivando las artes de la<br />

paz. Tejedores, carpinteros, viñadores o jardineros; jamás armeros ni<br />

comerciantes. Esparcidos en pequeños grupos en toda la Palestina, en Egipto y<br />

hasta en el monte Horeb, se daban entre sí la hospitalidad más cordial. Vemos<br />

así viajar a Jesús y a sus discípulos de pueblo en pueblo, de provincia en<br />

provincia, siempre seguros de encontrar un albergue: “<strong>Los</strong> esenios, dice<br />

Josefo, eran de ejemplar moralidad; se esforzaban en reprimir toda pasión y<br />

todo movimiento de cólera; siempre benévolos en sus relaciones, apacibles, de<br />

la mejor fe. Su palabra tenía más fuerza que un juramento; por eso<br />

consideraban al juramento en la vida ordinaria como cosa superflua y como un<br />

perjurio. Soportaban con admirable fuerza de alma y la sonrisa en los labios<br />

las más crueles torturas antes que violar el menor precepto religioso”.<br />

Indiferente a la pompa externa <strong>del</strong> culto de Jerusalén, repelido por la dureza<br />

saducea, el orgullo fariseo, el pedantismo y la sequedad de la sinagoga, Jesús<br />

se sintió atraído hacia los esenios por una afinidad natural. (Puntos comunes<br />

entre la doctrina de los esenios y la de Jesús: El amor al prójimo ante todo,<br />

como el primer deber; la prohibición de jurar para atestiguar la verdad; el<br />

odio a la mentira; la humildad; la institución de la Cena tomada de los<br />

ágapes fraternales de los esenios, pero con un nuevo sentido, el <strong>del</strong><br />

sacrificio). La muerte prematura de José hizo por completo libre al hijo de<br />

María, hombre ya. Sus hermanos pudieron continuar el oficio <strong>del</strong> padre y<br />

sostener la casa. Su madre le dejó partir en secreto para Engaddi. Acogido<br />

como un hermano, saludado como un elegido, debió adquirir sobre sus<br />

mismos maestros, rápidamente, un invencible ascendiente por sus facultades<br />

superiores, su ardiente caridad y ese algo de divino que difundía todo su ser.<br />

Recibió de ellos lo que los esenios solos podían darle: la tradición esotérica de<br />

los profetas, y por ella su propia orientación histórica y religiosa. Comprendió<br />

el abismo que separaba la doc- trina judía oficial de la antigua sabiduría de los<br />

iniciados, verdadera madre de las religiones, pero siempre perseguida por<br />

Satán, es decir, por el espíritu <strong>del</strong> Mal, espíritu de egoísmo, de odio y de<br />

negación, unido al poder político absoluto y a la importancia sacerdotal.<br />

Aprendió que el Génesis encerraba, bajo el sello <strong>del</strong> simbolismo, una<br />

cosmogonía y una teogonia tan alejadas de su sentido literal, como la ciencia<br />

más profunda de la fábula más infantil. Contempló los días de Aelohim, o la<br />

creación eterna por la emanación de los elementos y la formación dé los<br />

mundos; el origen de las almas flotantes y su vuelta a Dios por las existencias<br />

343


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

progresivas o las generaciones de Adán. Quedó asombrado de la grandeza <strong>del</strong><br />

pensamiento de Moisés, que había querido preparar la unidad religiosa de las<br />

naciones, creando el culto de Dios único y encarnando esta idea en el pueblo.<br />

Le comunicaron en seguida la doctrina <strong>del</strong> Verbo divino, ya enseñada<br />

por Krishna en la India, por los sacerdotes de Osiris en Egipto, por Orfeo y<br />

Pitágoras en Grecia, y conocida entre los profetas por el nombre de Misterio<br />

<strong>del</strong> Hijo <strong>del</strong> Hombre y <strong>del</strong> Hijo de Dios. Según esa doctrina, la más elevada<br />

manifestación de Dios es el Hombre, que por su constitución, su forma, sus<br />

órganos y su inteligen- cia es la imagen <strong>del</strong> ser universal y posee sus<br />

facultades. Pero, en la evolución terrestre de la humanidad, Dios está como<br />

esparcido, fraccionado y mutilado, en la multiplicidad de los hombres y de la<br />

imperfección humana. Él sufre, se busca, lucha en ella; es el Hijo <strong>del</strong> Hombre.<br />

El Hombre perfecto, el Hombre-Tipo, que es el pensamiento más profunda de<br />

Dios, vive oculto en el abismo infinito de su deseo y de su poder. Sin<br />

embargo, en ciertas épocas, cuando se trata de arrancar a la humanidad <strong>del</strong><br />

abismo, de recogerla para lanzarla más alto, un Elegido se identifica con la<br />

divinidad, la atrae a sí por la Sabiduría, la Fuerza y el Amor y la manifiesta de<br />

nuevo a los hombres. Entonces la divinidad, por la virtud y el soplo <strong>del</strong><br />

Espíritu, está completamente presente en él; el Hijo <strong>del</strong> Hombre se convierte<br />

en el Hijo de Dios y su verbo viviente. En otras edades y en otros pueblos,<br />

había habido ya hijos de Dios; pero desde Moisés, ninguno había vuelto a<br />

florecer en Israel. Todos los profetas esperaban aquel Mesías. <strong>Los</strong> Videntes<br />

decían que ahora se llamaría el Hijo de la Mujer, de la Isis celeste, de la luz<br />

divina que es la Esposa de Dios, porque la luz <strong>del</strong> Amor brillaría en élsobre<br />

todas las demás, con brillo fulgurante des- conocido aún en la tierra.<br />

Aquellas cosas ocultas que el patriarca de los Esenios revelaba al joven<br />

Galileo en las desiertas playas <strong>del</strong> Mar Muerto, en las soledades de Engaddi,<br />

le parecían a la par maravillosas y conocidas. Con singular emoción oyó al<br />

jefe de la orden mostrarle y comentarle estas palabras que se leen aún en el<br />

libro de Henoch: “Desde el principio, el Hijo <strong>del</strong> Hombre estaba en el<br />

misterio. El Altísimo le guardaba al lado de su poder y le manifestaba a sus<br />

elegidos... Pero los reyes se asustarán y prosternarán su semblante hasta tierra<br />

y el espanto les sobrecogerá, cuando vean al hijo de la mujer sentado sobre el<br />

trono de su gloria... Entonces el Elegido evocará todas las fuerzas <strong>del</strong> cielo,<br />

todos los santos de las alturas y el poder de Dios. Entonces los Querubines, los<br />

Serafines, los Ophanim, todos los ángeles de la fuerza, todos los ángeles <strong>del</strong><br />

Señor, es decir, <strong>del</strong> Elegido y de la otra fuerza, que sirven sobre la tierra y por<br />

encima de las aguas, elevarán sus voces”. (Libro de Henoch. Capítulos<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

XLVIII y LXI. Este pasaje demuestra que la doctrina <strong>del</strong> verbo y de la<br />

Trinidad, que se encuentra en el Evangelio de Juan, existía en Israel largo<br />

tiempo antes que Jesús y salla <strong>del</strong> fondo <strong>del</strong> profetismo esotérico. En el libro<br />

de Henoch, el Señor de los espíritus representa al Padre; el Elegido al Hijo<br />

y la otra fuerza al Espíritu Santo).<br />

A estas revelaciones, las palabras de los profetas, cien veces releídas y<br />

editadas, relampaguearon a los ojos <strong>del</strong> Nazareno con resplandores nuevos,<br />

profundos y terribles, como relámpagos durante la noche. ¿Quién era aquel<br />

Elegido y cuándo llegaría a Israel?.<br />

Jesús pasó una serie de años entre los esenios. Se sometió a su<br />

disciplina, estudió con ellos los secretos de la naturaleza y se ejercitó en la<br />

terapéutica oculta. Dominó por completo sus sentidos para desarrollar su<br />

espíritu. No pasaba día sin que meditase sobre los destinos de la humanidad y<br />

se interrogaba a sí mismo. Fue una memorable noche, para la orden de los<br />

esenios y para su nuevo adepto, aquella en que éste recibió, en el más<br />

profundo secreto, la iniciación superior <strong>del</strong> cuarto grado, la que sólo se<br />

concedía en el caso de tratarse de una misión profética deseada por el hermano<br />

y confirmada por los ancianos. Se reunían en una gruta tallada en el interior de<br />

la montaña como una vasta sala, con un altar y asientos de piedra. El jefe de la<br />

orden estaba allí con algunos ancianos. A veces dos o tres esenias, profetisas<br />

iniciadas, se admitían igualmente a la misteriosa ceremonia. Con antorchas y<br />

palmas saludaban al nuevo iniciado, vestido de lino blanco, como el “Esposo y<br />

Rey” que habían presentido ¡y que veían quizás por última vez!. En seguida el<br />

jefe de la orden, de ordinario un anciano centenario (Josefo dice que los<br />

esenios vivían mucho tiempo), le presentaba el cáliz de oro, símbolo de la<br />

iniciación suprema, que contenía el vino de la viña <strong>del</strong> Señor, símbolo de la<br />

inspiración divina. Algunos decían que Moisés lo había bebido con los<br />

setenta. Otros lo hacían remontar hasta Abraham, que recibió de Melchisedec<br />

esa misma iniciación, bajo las especies <strong>del</strong> pan y <strong>del</strong> vino. (Génesis, XIV, 18).<br />

Jamás presentaba el anciano la copa más que a un hombre en quien había<br />

reconocido con certeza los signos de una misión profética. Pero esa misión<br />

nadie podía definirla; él debía encontrarla por sí mismo, porque tal es la ley de<br />

los iniciados; nada <strong>del</strong> exterior, todo por lo interno. En a<strong>del</strong>ante, era libre,<br />

dueño de sus actos, hierofante por sí, entregado al viento <strong>del</strong> Espíritu, que<br />

podía lanzarle al abismo o elevarle a las cimas, por encima de la zona de las<br />

tormentas y de los vértigos.<br />

Cuando después de los cánticos, las oraciones, las palabras<br />

sacramentales <strong>del</strong> anciano, el Nazareno tomó la copa, un rayo de la lívida luz<br />

345


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

<strong>del</strong> alba deslizándose por una anfractuosidad de la montaña, corrió<br />

estremeciéndose sobre las antorchas y los amplios vestidos blancos de las<br />

jóvenes esenias, quienes también temblaron cuando cayó sobre el pálido<br />

Galileo, en cuyo hermoso rostro se veía una gran tristeza. Su mirada perdida<br />

iba hacia los enfermos de Siloé, y en el fondo de aquel dolor, siempre<br />

presente, entreveía ya su camino.<br />

En aquel tiempo Juan Bautista predicaba en las márgenes <strong>del</strong> Jordán.<br />

No era un esenio, sino un profeta popular de la fuerte raza de Judá. Llevado al<br />

desierto por una piedad austera, había pasado en él la más dura vida en la<br />

oración, los ayunos, las maceraciones. Sobre su piel desnuda, curtida por el<br />

sol, llevaba a guisa de cilicio un vestido tejido con pelo de camello, como<br />

signo de la penitencia que quería imponerse a sí mismo y a su pueblo. Porque<br />

sentía profundamente las angustias de Israel y esperaba su liberación. Se<br />

figuraba, según la idea judaica, que el Mesías vendría pronto como vengador y<br />

justiciero que, cual nuevo Macabeo, sublevaría al pueblo, arrojaría al Romano,<br />

castigaría a todos los culpables, entraría triunfalmente en Jerusalén, y<br />

restablecería el reino de Israel sobre todos los pueblos, en la paz y la justicia.<br />

Anunciaba a las multitudes la próxima llegada de aquel Mesías; agregaba que<br />

era preciso prepararse por el arrepentimiento de las faltas pasadas. Tomando<br />

de los esenios la costumbre de las abluciones, transformándola a su modo,<br />

había imaginado el bautismo <strong>del</strong> Jordán como un símbolo visible, como un<br />

público cumplimiento de la purificación interna que exigía. Esa ceremonia<br />

nueva, esa predicación vehemente ante inmensas multitudes, en el cuadro <strong>del</strong><br />

desierto, frente a las aguas sagradas <strong>del</strong> Jordán, entre las montañas severas de<br />

Judea y de Perea, sobrecogía los ánimos, atraía a las multitudes. Recordaba los<br />

días gloriosos de los viejos profetas; ella daba al pueblo lo que no encontraba<br />

en el templo: la interior sacudida y, después de los terrores <strong>del</strong><br />

arrepentimiento, una esperanza vaga y prodigiosa. Acudían de todos los<br />

puntos de Palestina, y aun de más lejos, para escuchar al santo <strong>del</strong> desierto que<br />

anunciaba al Mesías. Las poblaciones, atraídas por su voz, acampaban a su<br />

lado durante varios días para oírle, no querían marcharse, esperando que el<br />

Mesías llegase. Muchos no pedían otra cosa que empuñar las armas bajo su<br />

mando para comenzar la guerra santa. Herodes Antipas y los sacerdotes de<br />

Jerusalén comenzaban a inquietarse ante aquel movimiento popular. Por otra<br />

parte, los signos de la época eran graves. Tiberio, a la edad de setenta y cuatro<br />

años, acababa su vejez en medio de las bacanales de Caprea; Poncio Pilatos<br />

redoblaba en violencia contra los judíos; en Egipto, los sacerdotes habían anun<br />

ciado que el fénix iba a renacer de sus cenizas. (Tácito, Anales, VI, 28, 31).<br />

346


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Jesús, que sentía crecer interiormente su vocación profética, pero que<br />

buscaba aún su camino, vino también al desierto <strong>del</strong> Jordán, con algunos<br />

hermanos esenios que le seguían ya como a un maestro, Quiso ver al Bautista,<br />

oírle y someterse al bautismo público. Deseaba entrar en escena por un acto de<br />

humildad y de respeto hacia el profeta que osaba elevar su voz contra los<br />

poderes <strong>del</strong> día y despertar de su sueño el alma de Israel.<br />

Vio al rudo asceta, velludo y con largo cabello, con su cabeza de león<br />

visionario sobre un pulpito de madera, bajo un rústico tabernáculo, cubierto de<br />

ramas y de pieles de cabra. A su alrededor, entre los pequeños arbustos <strong>del</strong><br />

desierto, una multitud inmensa, todo un campamento: funcionarios, soldados<br />

de Herodes, samaritanos, levitas de Jerusalén, idumeos con sus rebaños,<br />

árabes detenidos allí con sus camellos, sus tiendas y sus caravanas por “la voz<br />

que retumba en el desierto”. Aquella voz tonante pasaba sobre las<br />

muchedumbres, y decía: “Enmendaos, preparad las vías <strong>del</strong> Señor, arreglad<br />

sus senderos”. Llamaba a los fariseos y a los saduceos “raza de víboras”.<br />

Agregaba que “el hacha estaba ya próxima a la raíz de los árboles”, y decía <strong>del</strong><br />

Mesías: “Yo sólo con agua os bautizo, pero él os bautizará con fuego”. Hacia<br />

la puesta <strong>del</strong> Sol, Jesús vio a aquellas masas populares agolparse hacia un<br />

remanso, a orillas <strong>del</strong> Jordán, y a mercenarios de Herodes, a bandidos, inclinar<br />

sus rudos espinazos bajo el agua que vertía el Bautista. Se aproximó él. Juan<br />

no conocía a Jesús, nada sabia de él, pero reconoció a un esenio por su<br />

vestidura de lino. Le vio, perdido entre la multitud, bajar al agua hasta que le<br />

llegó por la cintura e inclinarse humildemente para recibir la aspersión.<br />

Cuando el neófito se levantó, la mirada temible <strong>del</strong> predicador y la <strong>del</strong> Galileo<br />

se encontraron. El hombre <strong>del</strong> desierto se estremeció bajo aquel rayo de<br />

maravillosa dulzura, e involuntariamente dejó escapar estas palabras: “¿Eres el<br />

Mesías?”. (Sabemos que, según los Evangelios, Juan reconoció en seguida a<br />

Jesús como Mesías y le bautizó como tal. Sobre este punto su narración es<br />

contradictoria. Porque más tarde, Juan, prisionero de Antipas en Makerus,<br />

hace preguntar a Jesús: — ¿Eres tú el que debe venir, o debemos esperar a<br />

otro?. (Mateo, XI, 3). Esa duda tardía prueba que, si bien había sospechado<br />

que Jesús era el Mesías, no estaba completamente convencido. Pero los<br />

primeros redactores de los Evangelios eran judíos y deseaban presentar a<br />

Jesús como iniciado y consagrado por Juan Bautista, profeta judaico<br />

popular). El misterioso esenio nada respondió, pero inclinando su cabeza<br />

pensativa y cruzando sus manos sobre su pecho, pidió al Bautista su<br />

bendición. Juan sabía que el silencio era la ley de los esenios novicios.<br />

Extendió solemnemente sus dos manos; luego, el Nazareno desapareció con<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

sus compañeros entre los cañaverales <strong>del</strong> río.<br />

El Bautista le vio marchar con una mezcla de duda, de secreta alegría y<br />

de profunda melancolía. ¿Qué era su ciencia y su esperanza profética ante la<br />

luz que había visto en los ojos <strong>del</strong> Desconocido, luz que parecía iluminar a<br />

todo su ser?. ¡Ah!. ¡Si el joven y hermoso Galileo era el Mesías, había visto<br />

realizado el ensueño de su vida!. Pero su papel había terminado, su voz iba a<br />

callarse. A partir de aquel día, se puso a predicar con voz más profunda y<br />

emocionada sobre este tema melancólico. “Es preciso que él crezca y yo<br />

disminuya”... Comenzaba a sentir el cansancio y la tristeza de los leones<br />

viejos, que están fatigados de rugir y se acuestan en silencio para esperar la<br />

muerte...<br />

¿Eres el Mesías?. La pregunta <strong>del</strong> Bautista repercutía también en el<br />

alma de Jesús. Desde el florecimiento de su conciencia, había encontrado a<br />

Dios en sí mismo y la certidumbre <strong>del</strong> reino de los cielos en la belleza radiante<br />

de sus visiones. Luego, el sufrimiento humano había lanzado a su corazón el<br />

grito terrible de la angustia. <strong>Los</strong> sabios esenios le habían enseñado el secreto<br />

de las religiones, la ciencia de los misterios; le habían mostrado la decadencia<br />

espiritual de la humanidad, su espera en un salvador. ¿Pero cómo encontrar la<br />

fuerza para arrancarla <strong>del</strong> abismo?. He aquí, que la llamada directa de Juan el<br />

Bautista, caía en el silencio de su meditación como el rayo <strong>del</strong> Sinaí. ¿Eres el<br />

Mesías?.<br />

Jesús sólo podía responder a esta pregunta recogiéndose en lo más<br />

profundo de su ser. De ahí su retiro, aquel ayuno de cuarenta días, que Mateo<br />

resume bajo la forma de una leyenda simbólica. La Tentación representa en<br />

realidad en la vida de Jesús aquella gran crisis y aquella visión soberana de la<br />

verdad, por la cual deben pasar infaliblemente todos los profetas, todos los<br />

iniciadores religiosos, antes de comenzar su obra.<br />

Sobre Engaddi, donde los esenios cultivaban el sésamo y la viña, un<br />

sendero escarpado conducía a una gruta que se abría en el muro de la montaña.<br />

Se entraba en ella por medio de dos columnas doricas talladas en la roca bruta,<br />

parecidas a las <strong>del</strong> lugar de Retiro de los Apóstoles, en el valle de Josaphat.<br />

Allí quedaba uno sobre el abismo a pico, como en un nido de águila. En el<br />

fondo de una cañada se veían viñedos, habitaciones humanas; más lejos, el<br />

Mar Muerto, inmóvil y gris, y las montañas desoladas de Moab. <strong>Los</strong> esenios<br />

habían construido este lugar de retiro para aquellos de los suyos que querían<br />

someterse a la prueba de la soledad. Se encontraban allí varios papiros de los<br />

profetas, aromas fortificantes, higos secos y un chorro de agua, único alimento<br />

<strong>del</strong> asceta en meditación. Jesús se retiró allí.<br />

348


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Al pronto volvió a ver en su espíritu todo el pasado de la humanidad.<br />

Pesó la gravedad de la hora presente. Roma vencía; con ella, lo que los magos<br />

persas habían llamado el reino de Ahrimán y los profetas el reino de Satán, el<br />

signo de la Bestia, la apoteosis <strong>del</strong> Mal. Las tinieblas invadían la Humanidad,<br />

esta Alma de la tierra. El pueblo de Israel había recibido de Moisés la misión<br />

real y sacerdotal de representar a la viril religión <strong>del</strong> Padre, <strong>del</strong> Espíritu puro,<br />

de enseñarla a las otras naciones y hacerla triunfar. ¿Habían cumplido esta<br />

misión sus reyes y sacerdotes?. <strong>Los</strong> profetas, que sólo habían tenido<br />

conciencia de ello, respondían con unánime voz: ¡No!. Israel agonizaba bajo la<br />

presión de Roma. ¿Era preciso arriesgar, por centésima vez, una sublevación<br />

como la soñaban aún los fariseos, una restauración de la majestad temporal de<br />

Israel por la fuerza?. ¿Era preciso declararse hijo de David y exclamar con<br />

Isaías: “Pisotearé a los pueblos en mi cólera, y les embriagaré en mi<br />

indignación, y derribaré a tierra su fuerza?”. ¿Se necesitaba ser un nuevo<br />

Macabeo y hacerse nombrar pontífice-rey?. Jesús podía tentarlo. Había visto a<br />

las multitudes prestas a sublevarse a la voz de Juan el Bautista, y la fuerza que<br />

en sí mismo sentía era más grande aún. ¿Pero podría la violencia terminar con<br />

la violencia?. ¿Podría dar fin la espada al reino de la espada?. ¿No sería esto<br />

reclutar nuevas almas para los poderes de las tinieblas, que acechaban su presa<br />

en las sombras?.<br />

¿No sería mejor hacer accesible a todos la verdad, que era hasta<br />

entonces el privilegio de algunos santuarios y de raros iniciados, abrirle los<br />

corazones en espera de que ella penetrase en las inteligencias por la revelación<br />

interna y por la ciencia; es decir, predicar el reino de los cielos a los sencillos,<br />

substituir el reino de la Gracia al de la Ley, transformar la humanidad por el<br />

fondo y por la base, regenerando las almas?.<br />

¿Pero de quién sería la victoria?. ¿De Satán o de Dios?. ¿Del espíritu<br />

<strong>del</strong> mal, que reina con los poderes formidables de la tierra, o <strong>del</strong> espíritu<br />

divino, que reina en las invisibles legiones celestes y duer- me en el corazón<br />

<strong>del</strong> hombre como la chispa en el pedernal?. ¿Cuál sería la suerte <strong>del</strong> profeta<br />

que osase desgarrar el velo <strong>del</strong> templo para mostrar el vacío <strong>del</strong> santuario,<br />

desafiar a la vez a Herodes y a César?.<br />

¡Sin embargo, era preciso!. La voz interna no le decía ya como a Isaías:<br />

“Toma un gran libro y escribe sobre él con una pluma humana”. La voz <strong>del</strong><br />

Eterno le gritaba: “¡Levántate y habla!”. Se trataba de encontrar el verbo<br />

viviente, la fe que transporta las montañas, la fuerza que derrumba las<br />

fortalezas.<br />

Jesús comenzó a orar con fervor. Entonces, una inquietud, una<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

turbación creciente se apoderaron de él. Tuvo el sentimiento de haber perdido<br />

la felicidad maravillosa de que había participado y de hundirse en un abismo<br />

tenebroso. Una nube negra le envolvía. Aquella nube estaba llena de sombras<br />

de todas clases. Entre ellas distinguía los semblantes de sus hermanos, de sus<br />

maestros esenios, de su madre. Las sombras le decían, una tras otra: ―<br />

“¡Insensato que quieres lo imposible!. ¡No sabes lo que te espera!.<br />

¡Renuncia!”. La invencible voz interna respondía: “¡Es preciso!”. Luchó así<br />

durante una serie de días y noches, tan pronto en pie o de rodillas como<br />

prosternado. Y el abismo descendía, se hacía más y más profundo y más<br />

espesa la nube que le rodeaba. Tenía la sensación de que se aproximaba a algo<br />

terrible e innombrable.<br />

Por fin, entró en ese estado de éxtasis lúcido que le era propio, en el<br />

cual la parte más profunda de la conciencia se despierta, entra en<br />

comunicación con el Espíritu viviente de las cosas, y proyecta sobre la tela<br />

diáfana <strong>del</strong> sueño las imágenes <strong>del</strong> pasado y <strong>del</strong> porvenir. El mundo exterior<br />

desaparece; los ojos se cierran. El Vidente contempla la Verdad bajo la luz<br />

que inunda su ser y hace de su inteligencia un foco incandescente.<br />

El trueno retumbó; la montaña tembló hasta su base. Un torbellino de<br />

viento, venido <strong>del</strong> fondo de los espacios, llevó al Vidente hasta la cúspide <strong>del</strong><br />

templo de Jerusalén. Techados y minaretes relucían en los aires como un<br />

bosque de oro y plata. Se oían himnos en el Santo de los Santos. Espirales de<br />

incienso subían de todos los altares y giraban en torbellino a los pies de Jesús.<br />

El pueblo, con trajes de fiesta, llenaba los pórticos; mujeres soberbias<br />

cantaban para él himnos de amor ardiente. Las trompetas sonaban y cien mil<br />

voces gritaban: ¡Gloria al Mesías!. ¡Gloria al rey de Israel!. Tú serás ese rey si<br />

quieres adorarme, dijo una voz desde abajo. ― ¿Quién eres?, ― dijo Jesús.<br />

De nuevo el viento le llevó a través de los espacios, a la cumbre de una<br />

montaña. A sus pies, los reinos de la tierra se escalonaban en un resplandor<br />

dorado. Soy el rey de los espíritus y el príncipe de la tierra, — dijo la voz <strong>del</strong><br />

abismo —. Sé quien eres, dijo Jesús; tus formas son innumerables; tu nombre<br />

es Satán. Aparece bajo tu forma terrestre. La figura de un monarca coronado<br />

apareció sobre una nube. Una aureola lívida ceñía su cabeza imperial. La<br />

figura sombría se destacaba sobre un nimbo sangriento, su cara estaba pálida y<br />

su mirada briliaba como el reflejo de un hacha. Dijo:<br />

― Soy César. Inclínate nada más y te daré todos esos reinos.<br />

Jesús le dijo:<br />

― ¡Atrás, tentador!. Escrito está: “No adorarás más que al Eterno, tu<br />

Dios”. En seguida, la visión se desvaneció.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Encontrándose solo en la caverna de Engaddi, Jesús dijo:<br />

― ¿Por qué signo venceré a los poderes de la tierra?.<br />

― Por el signo <strong>del</strong> Hijo <strong>del</strong> Hombre, dijo una voz de lo alto.<br />

― Muéstrame ese signo, dijo Jesús.<br />

Una constelación brillante apareció en el horizonte, con cuatro estrellas<br />

en forma de cruz. El Galileo reconoció el signo de las antiguas iniciaciones,<br />

familiar en Egipto y conservado por los esenios. En la juventud <strong>del</strong> mundo, los<br />

hijos de Japhet lo habían adorado como signo <strong>del</strong> fuego celeste y terrestre, el<br />

signo de la Vida con todos sus goces, <strong>del</strong> Amor con todas sus maravillas. Más<br />

tarde, los iniciados egipcios habían visto en él, símbolo <strong>del</strong> gran misterio, la<br />

Trinidad dominada por la Unidad, la imagen <strong>del</strong> sacrificio <strong>del</strong> Ser inefable que<br />

se despedaza a sí mismo para manifestarse en los mundos. Símbolo a la vez de<br />

la vida, de la muerte y de la resurrección, cubría hipogeos, tumbas, templos<br />

innumerables. ― La cruz espléndida crecía y se acercaba, como atraída por el<br />

corazón <strong>del</strong> Vidente. Las cuatro estrellas vivas se iluminaban como soles de<br />

poderío y de Gloria. ― “He aquí el signo mágico de la Vida y de la<br />

Inmortalidad, dijo la voz celeste. <strong>Los</strong> hombres lo han poseído en otro tiempo y<br />

lo han perdido. ¿Quieres devolvérselo?. ― Quiero, dijo Jesús. ¡Entonces,<br />

mira!, he aquí tu destino”.<br />

Bruscamente las cuatro estrellas se extinguieron y volvió la oscuridad.<br />

Un trueno subterráneo estremeció las montañas, y, desde el fondo <strong>del</strong> Mar<br />

Muerto salió un monte sombrío terminado por una cruz negra. Un hombre<br />

estaba clavado en ella y agonizaba. Un pueblo demoniaco cubría la montaña y<br />

aullaba con ironía infernal: “¡Si eres el Mesías, sálvate a ti mismo!”. El<br />

Vidente abrió desmesuradamente los ojos, luego cayó hacia atrás, cubierto de<br />

sudor frío; pues aquel hombre crucificado, era él mismo... Había<br />

comprendido. Para vencer, era preciso identificarse con aquel doble terrible,<br />

evocado por él mismo y colocado ante sí como una siniestra interrogación.<br />

Suspendido en su incertidumbre, como en el vacío de los espacios infinitos.<br />

Jesús sentía a la vez las torturas <strong>del</strong> crucificado, los insultos de los hombres y<br />

el silencio profundo <strong>del</strong> cielo. Puedes tomarla o dejarla, dijo la voz angélica.<br />

Ya la visión se esfumaba y la cruz fantasma comenzaba a palidecer con su<br />

ejecutado, cuando de repente Jesús volvió a ver a su lado a los enfermos <strong>del</strong><br />

pozo de Siloé, y tras ellos todo un pueblo de almas desesperadas que<br />

murmuraban, con las manos juntas: “Sin ti, estamos perdidas. ¡Sálvanos, tú<br />

que sabes amar!”. Entonces el Galileo se levantó lentamente, y, abriendo sus<br />

amorosos brazos, exclamó: “¡Sea conmigo la cruz, y que el mundo se salve!”<br />

En seguida Jesús sintió como si se desgarrasen todos sus miembros y lanzó un<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

grito terrible... Al mismo tiempo, el monte negro desapareció, la cruz se<br />

sumergió; una luz suave, una felicidad divina inundaron al Vidente, y en las<br />

alturas de lo azul, una voz triunfante atravesó la inmensidad, diciendo: “¡Satán<br />

ya no reina!. ¡La Muerte quedó dominada!. ¡Gloria al Hijo <strong>del</strong> Hombre!.<br />

¡Gloria al Hijo de Dios!”.<br />

Cuando Jesús despertó de esta visión, nada había cambiado a su<br />

alrededor; el sol naciente doraba las paredes de la gruta de Engaddi; un rocío<br />

tibio como lágrimas de amor angélico mojaba sus pies doloridos, y brumas<br />

flotantes se elevaban <strong>del</strong> Mar Muerto. Pero él no era ya el mismo. Un<br />

acontecimiento definitivo se había desarrollado en el abismo insondable de su<br />

conciencia. Había resuelto el enigma de su vida, había conquistado la paz, y<br />

una gran certidumbre se había apoderado de él. Del desplazamiento de su ser<br />

terrestre, que había pisoteado y lanzado al abismo, una nueva conciencia había<br />

surgido radiante: Sabía que se había convertido en el Mesías por un acto<br />

irrevocable de su voluntad.<br />

Poco después, bajó al pueblo de los esenios. Supo allí que Juan el<br />

Bautista había sido aprehendido por Antipas y encarcelado en la fortaleza de<br />

Makerus. Lejos de asustarse por ese presagio, vio en él un signo de que los<br />

tiempos estaban maduros y que era preciso trabajar a su vez. Anunció, pues, a<br />

los esenios que iba a predicar por Galilea “el Evangelio <strong>del</strong> reino de los<br />

cielos”. Esto quería decir: poner los grandes Misterios al alcance de las gentes<br />

sencillas, traducirles las doctrinas de los iniciados. Parecida audacia no se<br />

había visto desde los tiempos en que Sakhia Muni, el último Buddha, movido<br />

por una inmensa piedad, había predicado en las orillas <strong>del</strong> Ganges. La misma<br />

compasión sublime por la humanidad animaba a Jesús. A ella unía una luz<br />

interna, un poder de amor, una magnitud de fe y una energía de acción que<br />

sólo a él pertenecen. Del fondo de la muerte que había sondeado y gustado de<br />

antemano, traía a sus hermanos la esperanza y la vida.<br />

352


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

IV<br />

LA VIDA PÚBLICA DE JESÚS - ENSEÑANZA<br />

POPULAR Y ENSEÑANZA ESOTÉRICA - LOS<br />

MILAGROS - LOS APÓSTOLES - LAS MUJERES<br />

Hasta ahora he tratado de iluminar con su luz propia esa parte de la vida<br />

de Jesús que los Evangelios han dejado en la sombra envuelto en el velo de la<br />

leyenda. He dicho por medio de qué iniciación, por qué desarrollo de alma y<br />

de pensamiento, el gran Nazareno llegó a la conciencia mesiánica. En una<br />

palabra, he tratado de reconstituir el génesis interno <strong>del</strong> Cristo. Una vez<br />

conocido ese génesis el resto de mi labor será más sencillo. La vida pública de<br />

Jesús ha sido contada en los Evangelios. En esas narraciones hay divergencias,<br />

contradicciones, soldaduras. La leyenda, recubriendo o exagerando ciertos<br />

misterios, reaparece acá y allá; pero <strong>del</strong> conjunto se desprende tal unidad de<br />

pensamiento y de acción, un carácter tan poderoso y tan original, que<br />

invenciblemente nos sentimos en presencia de la realidad, de la vida. No se<br />

pueden reformar esas inimitables narraciones, que, en su infantil sencillez o en<br />

su belleza simbólica, dicen más que todas las amplificaciones. Pero lo que<br />

importa hacer hoy, es poner en claro el papel de Jesús por medio de las<br />

tradiciones y las verdades esotéricas, es mostrar el sentido y el alcance<br />

trascendental de su doble enseñanza.<br />

¿De qué grande noticia era portador el esenio ya célebre, que volvía de<br />

las orillas <strong>del</strong> Mar Muerto a su patria galilea, para predicar en ella el<br />

Evangelio <strong>del</strong> Reino?. ¿Por qué medio iba a cambiar la faz <strong>del</strong> mundo?. El<br />

pensamiento de los profetas acaba de manifestarse en él. Fuerte en el don<br />

entero de su ser, venía a compartir con los hombres aquel reino <strong>del</strong> cielo que<br />

había conquistado en sus meditaciones y sus luchas, en sus dolores infinitos y<br />

su goces ilimitados. Venía a desgarrar el velo que la antigua religión de<br />

Moisés había lanzado sobre el más allá. Venía a decir: “Creed, amad, obrad, y<br />

que la esperanza sea el alma de vuestras acciones. Hay más allá de esta tierra<br />

un mundo de las almas, una vida más perfecta. Lo sé, de ella vengo y a ella os<br />

conduciré. Pero no basta aspirar. Para llegar es preciso comenzar por realizarla<br />

aquí abajo, en vosotros mismos por el pronto, después en la humanidad: ¿Por<br />

qué medio?. Por el Amor, por la Caridad activa”.<br />

353


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Se vio, pues, llegar a Galilea al joven profeta. No decía que era el Mesías, pero<br />

discutía sobre la ley y los profetas en las sinagogas. Predicaba a orillas <strong>del</strong><br />

lago de Genezareth, en las barcas de los pescadores, al lado de las fuentes, en<br />

los oasis verdes que abundaban entonces entre Capharnaum, Betsaida y<br />

Korazim. Curaba a los enfermos por la imposición de las manos, por una<br />

mirada, por una orden, con frecuencia por su sola presencia. Le seguían<br />

multitudes; numerosos discípulos le rodeaban. Él los reclutaba entre la gente<br />

<strong>del</strong> pueblo, los pescadores, los peajeros. Porque quería naturalezas rectas y<br />

vírgenes, ardientes y creyentes, y de ellas se apoderaba de irresistible modo.<br />

En su elección era conducido por ese don de segunda vista, que, en todos los<br />

tiempos, ha sido propio de los hombres de acción, pero sobre todo de los<br />

iniciadores religiosos. Una mirada le bastaba para sondear un alma. No<br />

necesitaba otra prueba y cuando decía: ¡Sígueme! le seguían. Con un ademán<br />

llamaba así a los tímidos, a los vacilantes, y les decía: “Venid a mí, vosotros<br />

que estáis cargados, os aliviaré. Mi yugo es ligero y mi carga liviana”. (Mateo,<br />

XI, 28). Adivinaba los más secretos pensamientos de los hombres que,<br />

turbados, confundidos, reconocían al maestro. A veces, en la incredulidad<br />

saludaba a los sinceros. Habiendo dicho Nathaniel: “¿Qué puede venir de<br />

bueno de Nazareth?”, Jesús replicó: “He aquí un verdadero israelita en el que<br />

no hay artificio”. (Juan, I, 46). De sus adeptos no exigía ni juramento, ni<br />

profesión de fe, sino únicamente que le quisieran, que creyesen en él. Puso en<br />

práctica la comunidad de bienes, no como una regla absoluta, sino como un<br />

principio de fraternidad entre los suyos.<br />

Jesús comenzaba así a realizar en su pequeño grupo el reino <strong>del</strong> cielo<br />

que quería fundar sobre la tierra. El sermón de la montaña nos ofrece una<br />

imagen de ese reino ya formado en germen, con un resumen de la enseñanza<br />

popular de Jesús. En la cima de la colina está sentado el maestro; los futuros<br />

iniciados se agrupan a sus pies; más abajo, el pueblo agolpado acoge<br />

ávidamente las palabras que caen de su boca. ¿Qué anuncia el nuevo doctor?.<br />

¿El ayuno?. ¿La maceración?. ¿Las penitencias públicas?. No; he aquí lo que<br />

dice: “Dichosos los pobres de espíritu, porque el reino de los cielos les<br />

pertenece; felices los que lloran, porque ellos serán consolados”. Desarrolla en<br />

seguida, en un orden ascendente, las cuatro virtudes dolorosas; el poder<br />

maravilloso de la humildad, de la tristeza por la desgracia ajena, de la bondad<br />

íntima <strong>del</strong> corazón, <strong>del</strong> hambre y sed de justicia. Luego vienen, radiantes, las<br />

virtudes activas y triunfantes: la misericordia, la pureza <strong>del</strong> corazón, la bondad<br />

militante; en fin, el martirio por la justicia. “¡Dichosos los de corazón puro;<br />

porque ellos verán a Dios!”. Como el sonido de una campana de oro, este<br />

354


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

verbo entreabre a los ojos de los auditorios el cielo que brilla estrellado sobre<br />

la palabra <strong>del</strong> maestro. Ven en él las humildes virtudes, no ya como mujeres<br />

pobres esqueléticas, con vestidos grises de penitentes, sino transformadas en<br />

beatitudes, en vírgenes de luz, esfumando con su resplandor el brillo de las<br />

flores de lis y el poder de Salomón. En el aura de su gloria, ellas difunden en<br />

los corazones sedientos los perfumes <strong>del</strong> reino celeste.<br />

Lo maravilloso es que ese reino no florece en las lejanías <strong>del</strong> cielo, sino<br />

en lo interno de los asistentes. Cambian entre sí miradas de asombro; (ellos,<br />

pobres en espíritu, se han vuelto de repente tan ricos!. Más poderoso que<br />

Moisés, el mago <strong>del</strong> alma ha herido su corazón; una fuente inmortal brota de<br />

éste. Su enseñanza popular está contenida en esta palabra: “¡el reino <strong>del</strong> cielo<br />

está dentro de vosotros!”. Además les expone los medios necesarios para<br />

alcanzar esa dicha inaudita y no se admiran ya de las cosas extraordinarias que<br />

les pide; matar hasta el deseo <strong>del</strong> mal, perdonar las ofensas, amar a sus<br />

enemigos. Tan pujante es el río de amor que de su corazón desborda, que les<br />

arrastra. En su presencia, todo les parece fácil. Inmensa novedad, singular<br />

osadía de esta enseñanza: el profeta galileo coloca la vida interior <strong>del</strong> alma<br />

sobre todas las prácticas exteriores, lo invisible sobre lo visible, el\ reino de<br />

los cielos sobre los bienes de la tierra. Ordena que se escoja entre Dios y<br />

Mammón. Resu- miendo en fin su doctrina, dice: “Amad a vuestro prójimo<br />

como a vosotros mismos y sed perfectos como lo es vuestro Padre celeste”.<br />

Dejaba entrever asi bajo una forma popular, toda la profundidad de la moral y<br />

de la ciencia. Porque el supremo mandamiento de la iniciación es el reproducir<br />

la perfección divina en la perfección <strong>del</strong> alma, y el secreto de la ciencia reside<br />

en la cadena de las semejanzas y de las correspondencias, que une en los<br />

círculos crecientes lo particular a lo universal, lo finito a lo infinito.<br />

Si tal fuese la enseñanza pública y puramente moral de Jesús, es<br />

evidente que dio, simultáneamente con ella, una enseñanza íntima a sus<br />

discípulos, enseñanza paralela, explicativa de la primera, que mostraba su lado<br />

oculto y penetraba hasta el fondo de las verdades espirituales, que él poseía de<br />

la tradición esotérica de los esenios y de su propia experiencia. Habiendo sido<br />

violentamente ahogada por la Iglesia esa tradición, a partir <strong>del</strong> siglo II, la<br />

mayor parte de los teólogos no conocen ya el verdadero alcance de las<br />

palabras <strong>del</strong> Cristo con su sentido, a veces doble y triple, y sólo ven el sentido<br />

primario o literal. Para quienes han profundizado la doctrina de los Misterios<br />

en la India, en Egipto y en Grecia, el pensamiento esotérico <strong>del</strong> Cristo anima<br />

no solamente sus menores palabras, sino también todos los actos de su vida.<br />

Visible ya en los tres sinópticos, aparece por completo en el Evangelio de<br />

355


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Juan. He aquí un ejemplo que toca a un punto esencial de la doctrina:<br />

Jesús está de paso en Jerusalén. No predica aún en el templo, pero cura<br />

a los enfermos y enseña en casa de los amigos. La obra <strong>del</strong> amor debe preparar<br />

el terreno en que ha de caer la buena simiente. Nicodemus, fariseo instruido,<br />

había oído hablar <strong>del</strong> nuevo profeta. Lleno de curiosidad, pero no queriendo<br />

comprometerse entre los suyos, pide una entrevista secreta al Galileo. Jesús se<br />

la concede. Nicodemus llega por la noche a su morada y le dice: “Maestro,<br />

sabemos que eres un doctor venido de la parte de Dios; pues nadie podría<br />

hacer los milagros que tú haces si Dios no estuviera contigo”. ― Jesús le<br />

responde: ― “En verdad, en verdad te digo que, si un hombre no nace de<br />

nuevo, no puede ver el reino de Dios”. Nicodemus pregunta si es posible que<br />

un hombre vuelva al seno de su madre y nazca una segunda vez. Jesús<br />

responde: “En verdad te digo que si un hombre no nace de agua y de espíritu,<br />

no puede entrar en el reino de Dios”. (Juan, III, 15).<br />

Jesús resume bajo esta forma, evidentemente simbólica, la antigua<br />

doctrina de la regeneración, ya conocida en los Misterios <strong>del</strong> Egipto. Renacer<br />

por el agua y por el espíritu, ser bautizado con agua y con fuego, marca dos<br />

grados de la iniciación, dos etapas <strong>del</strong> desarrollo interno y espiritual <strong>del</strong><br />

hombre. El agua representa aquí la verdad percibida intelectualmente, es decir,<br />

de una manera abstracta y general. Ella purifica el alma y desenvuelve su<br />

germen espiritual.<br />

El renacimiento por el espíritu o el bautismo por el fuego (celeste),<br />

significa la asimilación de esa verdad por la voluntad, de tal modo que se<br />

convierte en la sangre y la vida, el alma de todas las acciones. Resulta de ello<br />

la completa victoria <strong>del</strong> espíritu sobre la materia, el dominio absoluto <strong>del</strong> alma<br />

espiritualizada sobre el cuerpo transformado en instrumento dócil, dominio<br />

que despierta sus dormidas facultades, abre su sentido interno, le da la visión<br />

intuitiva de la verdad y la acción directa <strong>del</strong> alma sobre el alma. Este estado<br />

equivale al estado celeste, llamado reino de Dios por Jesucristo. El bautismo<br />

por el agua o iniciación intelectual, es, pues, un comienzo de renacimiento; el<br />

bautismo por el espíritu es un renacimiento total, una transformación <strong>del</strong> alma<br />

por el fuego de la inteligencia y de la voluntad, y por consiguiente en cierta<br />

medida de los elementos <strong>del</strong> cuerpo, en una palabra, una regeneración radical.<br />

De ahí los poderes excepcionales que da al hombre.<br />

He aquí el sentido terrestre de la conversación eminentemente teosófica<br />

entre Nicodemus y Jesús. Hay un segundo sentido, que se podría llamar en dos<br />

palabras la doctrina esotérica, sobre la constitución <strong>del</strong> hombre. Según esa<br />

doctrina, el hombre es triple: cuerpo, alma, espíritu. Hay una parte inmortal e<br />

356


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

indivisible: el espíritu; una parte perecedera y divisible: el cuerpo. El alma que<br />

las une participa de ambas naturalezas. Organismo vivo, posee un cuerpo<br />

etéreo y fluido, semejante al cuerpo material, que, sin ese doble invisible no<br />

tendría vida, movimiento ni unidad. Según que el hombre obedece a las<br />

sugestiones <strong>del</strong> espíritu o a las incitaciones <strong>del</strong> cuerpo, según que se liga con<br />

preferencia a uno u otro, el cuerpo fluido se eteriza o se espesa, se unifica o se<br />

disgrega. Ocurre, pues, que después de la muerte física, la mayor parte de los<br />

hombres tienen que sufrir una segunda muerte <strong>del</strong> alma, que consiste en<br />

desembarazarse de los elementos impuros de su cuerpo astral, a veces en sufrir<br />

su lenta descomposición; mientras que el hombre completamente regenerado,<br />

habiendo formado desde la tierra su cuerpo espiritual, posee su cielo en sí<br />

mismo y se lanza a la religión a que por afinidad es atraído. El agua, en el<br />

esoterismo arcaico, simboliza la materia flúidica infinitamente transformable,<br />

como el fuego simboliza el espíritu uno. Hablando <strong>del</strong> renacimiento por el<br />

agua y por el espíritu, Cristo hace alusión a esa doble transformación de su ser<br />

espiritual y de su envoltura fluidica, que espera al hombre después de su<br />

muerte y sin la cual no puede entrar en el reino de las almas gloriosas y de los<br />

puros espíritus.<br />

Porque, “lo que ha nacido de la carne es carne (es decir, está<br />

encadenado y es perecedero), y lo que ha nacido <strong>del</strong> espíritu es espíritu (es<br />

decir, libre e inmortal). El viento sopla en todas partes y oyes su ruido. Pero<br />

no sabes de dónde viene ni a dónde va. Lo mismo pasa con todo hombre que<br />

ha nacido <strong>del</strong> espíritu”. (Juan, III, 6, 8).<br />

Así habla Jesús ante Nicodemus, en el silencio de las noches de<br />

Jerusalén. Una pequeña lámpara colocada entre los dos ilumina apenas las<br />

vagas figuras de los interlocutores y la columnata de la sala. Pero los ojos <strong>del</strong><br />

Maestro galileo brillan misteriosamente en la oscuridad. ¿Cómo no creer en el<br />

alma viendo esos ojos, tan pronto dulces como llameantes?. El docto fariseo<br />

ha visto hundirse su ciencia de los textos, pero entrevé un mundo nuevo. Ha<br />

visto el rayo en los ojos <strong>del</strong> profeta, cuyos largos cabellos rubios caen sobre<br />

sus hombros. Ha sentido el calor poderoso que emana de su ser, atraerle hacia<br />

sí. Ha visto aparecer y desaparecer, como una aureola magnética, tres<br />

pequeñas llamas blancas alrededor de sus sienes y de su frente. Entonces ha<br />

creído sentir el viento <strong>del</strong> Espíritu que pasa sobre su corazón. Emocionado,<br />

silencioso, Nicodemus vuelve furtivamente a su casa, en el profundo silencio<br />

de la noche. Continuará viviendo entre los fariseos, pero en el secreto de su<br />

corazón será fiel a Jesús.<br />

Notemos además un punto capital en su enseñanza. En la doctrina<br />

357


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

materialista, el alma es una resultante efímera y accidental de las fuerzas <strong>del</strong><br />

cuerpo; en la doctrina espiritualista ordinaria es una cosa abstracta, sin lazo<br />

concebible con él; en la doctrina esotérica — única racional —, el cuerpo<br />

físico es un producto <strong>del</strong> trabajo incesante <strong>del</strong> alma, que obra sobre él por el<br />

organismo similar <strong>del</strong> cuerpo astral, así como el universo visible no es más<br />

que un dinamismo <strong>del</strong> infinito espíritu. He aquí porqué Jesús da esa doctrina a<br />

Nicodemus como explicación de los milagros que él opera. Ella puede servir<br />

de clave, en efecto, a la terapéutica oculta practicada por él y por pequeño<br />

número de adeptos y de santos, antes como después <strong>del</strong> Cristo. La medicina<br />

ordinaria combate los males <strong>del</strong> cuerpo obrando sobre el cuerpo. El adepto o<br />

el santo, focos de fuerza espiritual y fluida, obran directamente sobre el alma<br />

<strong>del</strong> enfermo, y, por su cuerpo astral, sobre su cuerpo físico. Lo mismo pasa en<br />

todas las curaciones magnéticas. Jesús opera por medio de fuerzas que existen<br />

en todos los hombres, pero opera a alta dosis, por proyecciones poderosas y<br />

concentradas. Presenta a los escribas y fariseos su poder de curar los cuerpos<br />

como una prueba de su poder de perdonar, o de curar el alma, lo cual es su<br />

objetivo superior. La curación física se convierte así en la contraprueba de una<br />

curación moral que le permite decir al hombre entero: ¡Levántate y anda!. La<br />

ciencia de hoy quiere explicar el fenómeno que los antiguos llamaban<br />

posesión, como un sencillo desarreglo nervioso. Explicación insuficiente.<br />

Psicólogos que tratan de penetrar más allá en el misterio <strong>del</strong> alma, ven en ella<br />

un desdoblamiento de la conciencia, una irrupción de su parte latente. Esta<br />

cuestión está en contacto con la de los diversos planos de la conciencia<br />

humana, que obra tan pronto sobre uno como sobre otro y cuyo juego móvil se<br />

estudia en los diversos estados sonambúlicos. Toca igualmente al mundo<br />

suprasensible. Sea de ello lo que quiera, es cierto que Jesús tuvo la facultad de<br />

restablecer el equilibrio en los cuerpos perturbados y enfocar las almas hacia<br />

su conciencia superior. “La magia verdadera, ha dicho Plotino, es el amor con<br />

su contrario el odio. Por el amor y el odio, los magos obran por medio de sus<br />

filtros y encantamientos”. El amor en su más elevada conciencia y su poder<br />

supremo, tal fue la magia <strong>del</strong> Cristo.<br />

Numerosos discípulos tomaron parte en su enseñanza íntima. Pero para<br />

hacer durar a la nueva religión, se precisa un grupo de elegidos activos que se<br />

convirtiesen en los pilares <strong>del</strong> templo espiritual que quería edificar frente al<br />

otro. De ahí la institución de los apóstoles. No los eligió entre los esenios,<br />

porque necesitaba naturalezas vigorosas y vírgenes, y quería implantar su<br />

religión en el corazón <strong>del</strong> pueblo. Dos grupos de hermanos, Simeón- Pedro y<br />

Andrés, hijos de Jonás, por un lado, y <strong>del</strong> otro Juan y Santiago, hijos de<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Zebedeo, los cuatro pescadores de profesión y de familias acomodadas,<br />

formaron el núcleo de los apóstoles. Al comienzo de su carrera, Jesús se<br />

muestra en su casa de Capharnaum, a orillas <strong>del</strong> lago de Genezareth, donde<br />

tenían ellos sus pesquerías. Vive entre ellos, les enseña, convierte a toda la<br />

familia. Pedro y Juan se destacan en primer lugar y dominan desde arriba a los<br />

doce como las dos figuras principales. Pedro, corazón recto y sencillo, espíritu<br />

candido y limitado, tan propicio a la esperanza como al descorazonamiento,<br />

pero hombre de acción capaz de conducir a los otros por su enérgico carácter y<br />

su fe absoluta. Juan, naturaleza concentrada y profunda, de entusiasmo tan<br />

fervoroso que Jesús le llamaba “hijo <strong>del</strong> trueno”. Unamos a esto el espíritu<br />

intuitivo, alma ardiente casi siempre replegada sobre sí misma, de costumbres<br />

soñadoras y tristes, con explosiones formidables, furores apocalípticos, pero<br />

también con profundidades de ternura que los otros son incapaces de<br />

sospechar, que sólo el maestro ha visto. Él solo, el silencioso, el<br />

contemplativo, comprenderá el pensamiento íntimo de Jesús. Será el<br />

Evangelista <strong>del</strong> amor y de la inteligencia divina, el apóstol esotérico por<br />

excelencia.<br />

Persuadidos por su palabra, convencidos por sus obras, dominados por<br />

su grande inteligencia y envueltos en su irradiación magnética, los apóstoles<br />

seguían al maestro de aldea en aldea. Las predicaciones populares alternaban<br />

con las enseñanzas íntimas. Poco a poco les abría su pensamiento. Sin<br />

embargo, guardaba aún un silencio profundo sobre sí mismo, sobre su papel,<br />

sobre su porvenir. Les había dicho que el reino <strong>del</strong> cielo estaba próximo, que<br />

el Mesías iba a venir. Ya los apóstoles murmuraban entre si ¡Él es!, y lo<br />

repetían a los demás. Pero Jesús, con dulce gravedad, se llamaba senci-<br />

llamente “el Hijo <strong>del</strong> Hombre”, expresión cuyo sentido esotérico no<br />

comprendían aún los apóstoles, pero que parecía querer decir en su boca:<br />

mensajero de lá humanidad doliente. Porque añadía: “los lobos tienen su<br />

guarida, mas el Hijo <strong>del</strong> Hombre no tiene dónde reposar su cabeza”. <strong>Los</strong><br />

apóstoles no veían aún en él al Mesías, y según la idea judaica popular, y en<br />

sus candidas esperanzas, concebían el reino <strong>del</strong> cielo como un Gobierno<br />

político, <strong>del</strong> cual Jesús sería el rey coronado y ellos los ministros. Combatir<br />

esa idea, transformarla de arriba abajo, revelar a sus apóstoles el verdadero<br />

Mesías, el reino espiritual; comunicarles esa verdad sublime que él llamaba el<br />

Padre, esa fuerza suprema que llamaba Espíritu, fuerza misteriosa que une<br />

juntamente todas las almas con lo invisible; mostrarles por su verbo, por su<br />

vida y por su muerte lo que es un verdadero hijo de Dios; dejarles la<br />

convicción de que ellos y todos los hombres eran sus hermanos y podían<br />

359


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

alcanzarle y unirse a él si lo querían; no abandonarlos hasta después de haber<br />

abierto a su esperanza toda la inmensidad <strong>del</strong> cielo, he aquí la obra prodigiosa<br />

de Jesús sobre sus apóstoles. ¿Creerán o no?. Éste es el nudo <strong>del</strong> drama que se<br />

representa entre ellos y él. Otro hay más tremendo, que se desarrolla en el<br />

fondo de Jesús mismo. Pronto lo expondremos.<br />

Porque en aquella hora, una oleada de alegría sumerge el trágico<br />

pensamiento en la conciencia <strong>del</strong> Cristo. La tempestad no ha soplado aún<br />

sobre el lago de Tiberiades. Es la primera Galilea <strong>del</strong> Evangelio, es el alba <strong>del</strong><br />

reino de Dios, el matrimonio místico <strong>del</strong> iniciado con su familia espiritual.<br />

Ella le sigue, viaja con él, como el cortejo de las paraninfas sigue al esposo de<br />

la parábola. El grupo creyente se apiña tras las huellas <strong>del</strong> maestro amado, en<br />

las playas <strong>del</strong> lago azul, encerrado en sus montañas como en una copa de oro.<br />

Va de las frescas riberas de Capharnaum a los bosquecillos de naranjos de<br />

Bethsaida, a la montañosa Korazin, donde ramilletes de palmas umbrosas<br />

dominan todo el mar de Genezareth. En el cortejo de Jesús las mujeres tienen<br />

un sitio aparte. Madres o hermanas de discípulos, vírgenes tímidas o<br />

pecadoras arrepentidas, le rodean siempre. Atentas, fieles, apasionadas,<br />

esparcen sobre sus pasos como un reguero de amor, su eterno perfume de<br />

tristeza y de esperanza. A ellas no hay que demostrarles que es el Mesías. Con<br />

verlo, basta. La extraña felicidad que emana de su atmósfera mezclada a la<br />

nota de un sufrimiento divino e inexpresado que resuena en el fondo de su ser,<br />

las persuade de que es el hijo de Dios. Jesús había ahogado pronto en sí el<br />

grito de la carne, había dominado el poder de los sentidos durante su estancia<br />

con los esenios. Por esto había conquistado el imperio de las almas y el divino<br />

poder de perdonar, esa voluptuosidad de los ángeles. Así es que puede decir a<br />

la pecadora que se arrastra a sus pies con los cabellos sueltos, esparciendo<br />

bálsamo de mucho precio: “Mucho le será perdonado porque ha amado<br />

mucho”. Palabra sublime que contiene toda una redención; porque quien<br />

perdona, liberta.<br />

El Cristo es el restaurador y el libertador de la mujer digan lo que<br />

quieran San Pablo y los Padres de la Iglesia, que, al rebajar a la mujer al papel<br />

de sierva <strong>del</strong> hombre, han falseado el pensamiento <strong>del</strong> Maestro. <strong>Los</strong> tiempos<br />

védicos la habían glorificado; Buda había desconfiado de ella; Cristo la eleva<br />

devolviéndole su misión de amor y su adivinación. La Mujer iniciada<br />

representa el Alma en la Humanidad, Aisha, como la había llamado Moisés, es<br />

decir, el Poder de la Intuición, la Facultad amante y vidente. La tempestuosa<br />

María Magdalena, de quien Jesús había arrojado siete demonios, según la<br />

expresión bíblica, se convirtió en el más ardiente de sus discípulos. Ella fue la<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

primera que, según San Juan, vio al divino maestro, al Cristo espiritual<br />

resucitado sobre su tumba. La leyenda ha querido ver obstinadamente en la<br />

mujer apasionada y creyente la mayor adoradora de Jesús, la iniciada <strong>del</strong><br />

corazón, y no se ha engañado. Porque su historia representa toda la generación<br />

de la mujer, según quería el Cristo.<br />

En la granja de Bethania, entre Marta, María y Magdalena, Jesús<br />

gustaba de reponerse de las labores de su misión, de prepararse a las pruebas<br />

supremas. Allí prodigaba sus más dulces consuelos, y en suaves<br />

conversaciones hablaba de los divinos misterios que no quería confiar aún a<br />

sus discípulos. A veces, en la hora en que el oro <strong>del</strong> poniente palidece entre las<br />

ramas de los olivos, cuando ya el crepúsculo oscurece sus finas hojas, Jesús<br />

quedaba pensativo. Un velo caía sobre su faz luminosa. Pensaba en las<br />

dificultades de su obra, en la vacilante fe de los apóstoles, en los pobres<br />

enemigos <strong>del</strong> mundo. El templo, Jerusalén, la humanidad con sus crímenes, y<br />

sus ingratitudes, se desplomaban sobre él como una montaña viviente.<br />

¿Sus brazos elevados al cielo serían bastante fuertes para pulverizarla, o<br />

quedaría aplastado bajo su masa enorme?. Entonces hablaba vagamente de una<br />

prueba terrible que le esperaba y de su próximo fin. Sobrecogidas por la<br />

solemnidad de su voz, las mujeres no osaban interrogarle. Por grande que<br />

fuese la inalterable serenidad de Jesús, comprendían que su alma estaba como<br />

envuelta en el sudario de una indecible tristeza que le separaba de los goces de<br />

la vida. Presentían ellas el destino <strong>del</strong> profeta, su resolución inquebrantable.<br />

¿Por qué esas sombrías nubes que se elevaban por el lado de Jerusalén?. ¿Por<br />

qué ese viento ardiente de fiebre y de muerte, que pasaba sobre su corazón<br />

como sobre las colinas agostadas de la Judea, de matices violáceos y<br />

cadavéricos?. Una noche... misteriosa estrella, una lágrima brilló en los ojos<br />

de Jesús. Las tres mujeres se estremecieron y sus lágrimas silenciosas brotaron<br />

también en la paz de Bethania. Lloraban ellas sobre él; él lloraba sobre la<br />

humanidad.<br />

361


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

V<br />

LUCHA CON LOS FARISEOS - LA HUIDA A<br />

CESÁREA - LA TRANSFIGURACIÓN<br />

Duró dos años aquella primavera galilea, en que, bajo la palabra de<br />

Cristo, los lirios angélicos relumbrantes parecían florecer en el aire<br />

embalsamado, y la aurora <strong>del</strong> reino <strong>del</strong> cielo levantarse sobre las atentas<br />

muchedumbres. Pero pronto se ensombreció el cielo, atravesado por siniestros<br />

relámpagos, heraldos de una catástrofe. La tempestad estalló sobre la pequeña<br />

familia espiritual como una de esas tempestades que barren el lago de<br />

Genezareth y tragan en su furia las débiles barquillas de los pescadores. Si los<br />

discípulos quedaron consternados, Jesús no se sorprendió, pues lo esperaba.<br />

Imposible era que su predicación y popularidad creciente no inquietasen a las<br />

autoridades religiosas de los judíos. Imposible también que la lucha entre ellas<br />

y él no se entablase a fondo. Aún más; la luz sólo de tal choque podía salir.<br />

<strong>Los</strong> fariseos formaban en tiempo de Jesús un cuerpo compacto de seis<br />

mil hombres. Su nombre, Perishin, significaba: los separados o distinguidos.<br />

De un patriotismo exaltado, con frecuencia heroico, pero estrecho y orgulloso,<br />

representaban el partido de la restauración nacional; su existencia sólo databa<br />

de los Macabeos. Al lado de la tradición escrita admitían una tradición oral.<br />

Creían en los ángeles, en la vida futura, en la resurrección: pero esos<br />

vislumbres de esoterismo que les llegaban de Persia, quedaban ahogados bajo<br />

las tinieblas de una interpretación grosera y material. Estrictos observadores<br />

de la ley, pero enteramente opuestos al espíritu de los profetas, que colocaban<br />

la religión en el amor de Dios y de los hombres, hacían consistir la piedad en<br />

los ritos y en las prácticas, los ayunos y las penitencias públicas. Se les veía en<br />

los grandes días recorrer las calles, con la cara cubierta de hollín, clamando<br />

oraciones con aire contrito y distribuyendo limosnas con ostentación. Por lo<br />

demás, vivían con lujo, trabajando con codicia por obtener los cargos y el<br />

poder. Sin embargo, eran los jefes <strong>del</strong> partido democrático y tenían al pueblo<br />

bajo su mano. <strong>Los</strong> saduceos, por el contrario, representaban el partido<br />

sacerdotal y aristocrático y se componían de familias que pretendían ejercer el<br />

sacerdocio por derecho de herencia desde los tiempos de David.<br />

Conservadores a ultranza, rechazaban la tradición oral, sólo admitían la letra<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

de la ley, negaban el alma y la vida futura. Se burlaban igualmente de las<br />

prácticas penosas de los fariseos y de sus extravagantes creencias. Para ellos la<br />

religión consistía únicamente en las ceremonias sacerdotales. Habían tenido en<br />

sus manos el pontificado bajo los seleúcidas, entendiéndose perfectamente con<br />

los paganos, impregnándose de sofisma griego y aun de epicureismo elegante.<br />

Bajo los Macabeos, los fariseos les habían arrojado <strong>del</strong> pontificado. Pero bajo<br />

Herodes y los romanos, habían vuelto a ocupar su lugar. Eran hombres duros y<br />

tenaces, sacerdotes vividores que sólo tenían una fe: la de su superioridad, y<br />

una idea: guardar el poder que poseían por tradición.<br />

¿Qué podía ver en aquella religión, Jesús, el iniciado, el heredero de los<br />

profetas, el vidente de Engaddi, que buscaba en el orden social la imagen <strong>del</strong><br />

orden divino, en que la justicia reina sobre la vida, la ciencia sobre la justicia,<br />

el amor y la sabiduría sobre las tres?. ― En el templo, en lugar de la ciencia<br />

suprema y de la iniciación, la ignorancia materialista y agnóstica,<br />

considerando a la religión como un instrumento de poder; en otros términos: la<br />

impostura sacerdotal. ― En las escuelas y las sinagogas, en lugar <strong>del</strong> pan de<br />

vida y <strong>del</strong> rocío celeste para los corazones, una moral interesada, recubierta<br />

por una devoción formalista, es decir, la hipocresía. ― Muy lejos, sobre ellos,<br />

envuelto en un nimbo, César todopoderoso, apoteosis <strong>del</strong> mal, deificación de<br />

la materia; César, solo Dios <strong>del</strong> mundo de entonces, solo dueño y amo posible<br />

de los saduceos y fariseos, quisiéranlo o no. ― Habiendo formado Jesús,<br />

como los profetas, su idea en el esoterismo persa, ¿Tenía o no razón en llamar<br />

a aquel reino el reino de Satán o de Ahrimán, esdecir, la dominación de la<br />

materia sobre el espíritu a la que quería substituir la <strong>del</strong> espíritu sobre la<br />

materia?. Como todos los grandes reformadores, atacaba, no a los hombres,<br />

que por excepción podían ser excelentes, sino a las doctrinas y a las<br />

instituciones en que se encastilla la mayoría. Era preciso que la guerra fuese<br />

declarada a los poderes <strong>del</strong> día.<br />

La lucha se entabló en las sinagogas de Galilea para continuar bajo los<br />

pórticos <strong>del</strong> templo de Jerusalén, donde Jesús se estacionaba, predicando y<br />

haciendo frente a sus adversarios. En esto, como en toda su carrera, Jesús obra<br />

con esa mezcla de prudencia y de audacia, de reserva meditativa y de acción<br />

impetuosa que caracterizaba su naturaleza maravillosamente equilibrada. No<br />

tomó la ofensiva contra sus adversarios, esperó su ataque para contestarles. El<br />

ataque no se hizo esperar. <strong>Los</strong> fariseos estaban celosos de su fama desde el<br />

principio, a causa de sus curaciones. Pronto sospecharon en él a su enemigo<br />

más peligroso. Entonces le abordaron con esa urbanidad burlona, esa maldad<br />

astuta velada por hipócrita dulzura que les era propia y habitual. Cual sabios<br />

363


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

doctores, hombres de importancia y de autoridad, le pidieron razón de su trato<br />

con los empleados de baja clase y gentes de mala vida. ¿Por qué sus discípulos<br />

osaban rebuscar espigas el día <strong>del</strong> sábado?. Eran violaciones graves contra sus<br />

prescripciones. Jesús les respondió, con su dulzura y amplitud de ideas, con<br />

palabras de ternura y mansedumbre. Ensayó sobre ellos su verbo de amor. Les<br />

habló <strong>del</strong> amor de Dios, que se regocija más de un pecador arrepentido que de<br />

algunos justos. Les contó la parábola de la oveja perdida y <strong>del</strong> hijo pródigo.<br />

Embarazados, se callaron al pronto; más habiéndose concertado de nuevo,<br />

volvieron a la carga reprochándole el curar enfermos en sábado. “¡Hipócritas!<br />

— respondió Jesús con un relámpago de indignación en los ojos —, ¿No<br />

quitáis la cadena <strong>del</strong> cuello de vuestros bueyes para conducirles al abrevadero<br />

el día <strong>del</strong> sábado, y la hija de Abraham no va a poder ser libertada tal día de<br />

las cadenas de Satán?”. No sabiendo ya qué decir, los fariseos le acusaron de<br />

expulsar los demonios en nombre de Belzebuth. Jesús les respondió, con tanto<br />

tacto y sutileza como profundidad, que el diablo no se expulsa a sí mismo, y<br />

agregó que el pecado contra el Hijo <strong>del</strong> Hombre será perdonado, pero no el<br />

cometido contra el Espíritu Santo, queriendo decir con ello que hacía poco<br />

caso de las injurias contra su persona, pero que negar el Bien y la Verdad<br />

cuando se ven, es la perversidad intelectual, el vicio supremo, el mal<br />

irremediable. Estas palabras eran una declaración de guerra. Le llamaban:<br />

¡Blasfemo!; a lo que respondía: ¡Hipócritas!. ¡Secuaz de Belzebuth!; a lo que<br />

respondía: ¡Raza de víboras!. A partir de ese momento, la lucha fue<br />

envenenándose y creciendo siempre. Jesús desplegó en ella una dialéctica fina<br />

y apretada, incisiva. Su palabra fustigaba como un látigo, atravesaba como un<br />

dardo. Había cambiado de táctica; en lugar de defenderse, atacaba y respondía<br />

a las acusaciones con acusaciones más fuertes, sin piedad para el vicio radical:<br />

la hipocresía. “¿Por qué saltáis sobre la Ley de Dios a causa de vuestra<br />

tradición?. Dios ha ordenado: Honra a tu padre y a tu madre; vosotros<br />

dispensáis de honrarlos cuando el dinero afluye al templo: Sólo servís a Isaías<br />

con los labios, sois devotos sin corazón”.<br />

Jesús no cesaba de ser dueño de sí mismo; pero se exaltaba, se crecía en<br />

aquella lucha. A medida que le atacaban, se afirmaba más alto como Mesías.<br />

Comenzaba a amenazar al templo, a predicar la desgracia de Israel, a hacer<br />

alusión a los paganos, decir que el Señor enviaría otros obreros a su viña.<br />

Entonces, los fariseos de Jerusalén se excitaron. Viendo que no podían<br />

cerrarle la boca ni comprarle, cambiaron a su vez de táctica, imaginando un<br />

lazo para perderle. Le enviaron comisionados para hacerle decir una herejía<br />

que permitiera al sanhedrín prenderle como blasfemo, en nombre de la ley de<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Moisés, o condenarle como rebelde por el gobernador romano. De ahí la<br />

cuestión insidiosa sobre la mujer adúltera y sobre la moneda de César.<br />

Penetrando siempre en los designios de sus enemigos, Jesús los desarmó con<br />

sus respuestas, cual profundo psicólogo y estratega hábil. Viendo que era<br />

imposible perderle de ese modo, los fariseos trataron de intimidarle<br />

acosándole a cada paso. Ya la masa <strong>del</strong> pueblo, trabajada por ellos, se apartaba<br />

de él viendo que no restauraba el reino de Israel. Por todos lados, hasta en la<br />

más pequeña aldea, encontraba caras cautelosas e incrédulas, espías para<br />

vigilarle, emisarios pérfidos para descorazonarle. Algunos fueron a decirle:<br />

“Retírate de aquí, pues Herodes (Antipas) quiere hacerte morir”. Jesús<br />

respondió seguro de sí mismo: “Decid a ese zorro que nunca ocurre que muera<br />

un profeta fuera de Jerusalén”. Sin embargo, tuvo que pasar varias veces el<br />

lago de Tiberiades y refugiarse en la costa oriental, para evitar aquellas<br />

celadas. Ya no estaba en seguridad en punto alguno. En este tiempo ocurrió la<br />

muerte de Juan el Bautista, a quien Antipas había hecho cortar la cabeza, en la<br />

fortaleza de Makerus. Se dice que Aníbal, al ver la cabeza de su hermano<br />

Asdrúbal, muerto por los romanos, exclamó: “Ahora reconozco el destino de<br />

Cartago”. Jesús pudo reconocer su propio destino en la muerte de su<br />

predecesor. De él no dudaba desde su visión de Engaddi; no había comenzado<br />

su obra sin aceptar la muerte de antemano; y sin embargo, aquella noticia,<br />

traída por los discípulos entristecidos <strong>del</strong> predicador <strong>del</strong> desierto, emocionó a<br />

Jesús como una fúnebre advertencia. Entonces exclamó: “No le han<br />

reconocido, pero le han hecho lo que han querido; así es como el Hijo <strong>del</strong><br />

Hombre expiró por ellos”.<br />

<strong>Los</strong> doce se inquietaban; Jesús vacilaba sobre el camino que había de<br />

seguir. No quería dejarse coger, sino ofrecerse voluntariamente una vez<br />

terminada la obra y morir como profeta a la hora elegida por él mismo.<br />

Acosado hacia ya un año, habituado a ocultarse <strong>del</strong> enemigo por medio de<br />

marchas y contramarchas, asqueado <strong>del</strong> pueblo cuyo enfriamiento sentía<br />

después de los días de entusiasmo, Jesús resolvió otra vez más huir con los<br />

suyos. Llegado a la cumbre de una montaña con los doce, se volvió para mirar<br />

por última vez su lago amado, en las orillas <strong>del</strong> cual había querido hacer lucir<br />

el alba <strong>del</strong> reino de los cielos. Abarcó con la mirada aquellos pueblos de la<br />

orilla o de las laderas de los montes anegados en sus oasis de verdes<br />

plantaciones y blancos bajo el velo dorado <strong>del</strong> crepúsculo, todas aquellas<br />

aldeas queridas donde había sembrado la palabra de vida y que ahora le<br />

abandonaban. Tuvo el presentimiento <strong>del</strong> porvenir. Con mirada profética, vio<br />

aquel país espléndido cambiado en desierto bajo la mano vengadora de Ismael,<br />

365


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

y estas palabras sin cólera, pero llenas de amargura y de melancolía, salieron<br />

de su boca: “¡Desgraciada de ti, Cafarnaúm!. ¡Desdichada, Korazaín!. ¡Infeliz<br />

Betsaida!”. Luego, volviéndose hacia el mundo pagano, tomó con los<br />

apóstoles el camino que conduce, remontando el valle <strong>del</strong> Jordán, de Gadara a<br />

Cesárea de Filipo.<br />

Triste y largo fue el camino <strong>del</strong> grupo fugitivo a través de grandes<br />

llanuras de juncos y las marismas <strong>del</strong> alto Jordán, bajo el sol ardiente de Siria.<br />

Pasaban la noche en las tiendas de los pastores de búfalos, o en casa de<br />

esenios establecidos en las aldehuelas de aquel país perdido. <strong>Los</strong> discípulos<br />

acongojados bajaban la cabeza; el maestro, triste y silencioso, se sumergía en<br />

su meditación. Reflexionaba en la imposibilidad de hacer triunfar su doctrina<br />

en el pueblo por la predicación, en las maquinaciones temibles de sus<br />

adversarios. La lucha suprema era inminente; había llegado a un callejón sin<br />

salida; ¿Cómo salir de él? Por otra parte, su pensamiento iba con infinita<br />

solicitud a su familia espiritual diseminada, y sobre todo a los doce apóstoles<br />

que, fieles y confiados, habían dejado todo por seguirle, familia, profesión,<br />

fortuna, y que sin embargo iban a quedar destrozados en sus corazones y a<br />

sufrir gran decepción en la esperanza de un Mesías triunfante. ¿Podía<br />

abandonarles a sí mismos?. ¿Había penetrado bastante la verdad en ellos?.<br />

¿Creerían en él y su doctrina a pesar de todo?. ¿Sabían quién era él?. Bajo el<br />

imperio de esta preocupación, les preguntó un día: “¿Qué dicen los hombres<br />

que soy yo, el Hijo <strong>del</strong> Hombre?”. ― Y ellos le respondieron: “Unos dicen<br />

que eres Juan Bautista; otros que Jeremías o uno de los profetas”. ― “Y<br />

vosotros, ¿Quién decís que soy?”. Entonces, Simeón-Pedro, tomando la<br />

palabra, dijo: “Tú eres el Cristo, el hijo de Dios vivo”. (Mateo, XVI, 13-18).<br />

En boca de Pedro y en el pensamiento de Jesús, esa frase no significa<br />

como lo quiso más tarde la Iglesia: Tú eres la única encarnación <strong>del</strong> Ser<br />

absoluto y todopoderoso, la segunda persona de la Trinidad; sino<br />

sencillamente, eres el elegido de Israel anunciado por los profetas. En la<br />

iniciación inda, egipcia y griega, el término de Hijo de Dios significaba una<br />

conciencia identificada con la verdad divina, una voluntad capaz de<br />

manifestarla. Según los profetas, aquel Mesías debía ser la mayor de las<br />

manifestaciones. Sería el Hijo <strong>del</strong> Hombre, es decir, el Elegido de la<br />

Humanidad terrestre; el Hijo de Dios, es decir el Enviado de la Humanidad<br />

celeste, y como tal contendría en sí al Padre o Espíritu, que por Ella reina<br />

sobre el universo.<br />

Al oír aquella afirmación de los apóstoles por boca de su portavoz,<br />

Jesús experimentó inmensa alegría. Sus discípulos le habían comprendido; él<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

viviría en ellos; el lazo entre el cielo y la tierra quedaría establecido. Jesús dijo<br />

a Pedro: “Feliz de ti, Simón, hijo de Jonás; porque ni la carne ni la sangre te<br />

han revelado eso sino Mi Padre que está en los cielos”. Por esta respuesta,<br />

Jesús da a entender a Pedro que le considera como iniciado al mismo título<br />

que él mismo; por la visión interna y profunda de la verdad. He aquí la única<br />

revelación, he aquí “la piedra sobre la cual el Cristo quiere construir su Iglesia<br />

y contra la cual las puertas <strong>del</strong> infierno no prevalecerán”. Jesús sólo cuenta<br />

con el apóstol Pedro, en cuanto a posesión de aquella inteligencia. Un instante<br />

después, habiendo éste vuelto a su estado de hombre natural, tímido y<br />

limitado, el maestro le trata de modo bien diferente. Habiendo anunciado<br />

Jesús a sus discípulos que iba a ser muerto en Jerusalén, Pedro empezó a<br />

protestar: “Dios no lo quiera Señor, eso no ocurrirá”. Pero Jesús, como si viera<br />

una tentación mundana en aquel movimiento de simpatía, que tendía a<br />

quebrantar su gran resolución, se volvió vivamente hacia el apóstol y dijo:<br />

“¡Retírate de mí, Satanás!; eres un escándalo para mí, pues no comprendes las<br />

cosas que son de Dios, sino únicamente las que son de los hombres”. (Mateo,<br />

XVI, 21-28). Y el gesto imperioso <strong>del</strong> maestro decía: ¡A<strong>del</strong>ante, a través <strong>del</strong><br />

desierto! ― Intimidados por su voz solemne, se pusieron en camino por las<br />

colinas pedregosas de la Galonítida. Esta huida, en la que Jesús lleva a sus<br />

discípulos fuera de Israel, parecía una marcha hacia el enigma de su destino<br />

mesiánico, <strong>del</strong> cual buscaba la solución.<br />

Habían llegado a las puertas de Cesárea. La ciudad, que era pagana<br />

desde Antíoco el Grande, se asentaba en un oasis de verdor en las fuentes <strong>del</strong><br />

Jordán, al pie de las cimas nevadas <strong>del</strong> Hermón. Tenía su anfiteatro,<br />

resplandecía de lujosos palacios y de templos griegos. Jesús la atravesó<br />

avanzando hasta el lugar donde el Jordán se escapa, mugiente y claro, de una<br />

caverna de la montaña, como la vida brota <strong>del</strong> seno profundo de la inmutable<br />

naturaleza. Había allí un pequeño templo dedicado a Pan, y en la gruta, a<br />

orillas <strong>del</strong> naciente río, una multitud de columnas, de ninfas de mármol y de<br />

divinidades paganas. <strong>Los</strong> judíos sentían horror ante aquellos signos de culto<br />

idólatra. Jesús los miró sin cólera, con indulgente sonrisa. En ellos reconoció<br />

las efigies imperfectas de la divina belleza de la que llevaba en su alma<br />

radiantes mo<strong>del</strong>os. No era su misión maldecir al paganismo, sino<br />

transfigurarlo; no había venido para lanzar el anatema a la tierra y a sus<br />

energías y poderes misteriosos, sino para mostrarle el cielo. Su corazón era<br />

bastante grande, su doctrina bastante vasta para abarcar todos los pueblos y<br />

decir a todos los cultos: “Levantad la cabeza y reconoced que todos tenéis un<br />

mismo Padre”. Y sin embargo estaba allí, expulsado como un animal feroz al<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

extremo límite de Israel, oprimido, ahogado entre dos mundos que le<br />

rechazaban igualmente. Ante él, el mundo pagano, que aun no le comprendía y<br />

donde su palabra expiraba impotente; tras él, el mundo judío, el pueblo que<br />

apedreaba a sus profetas, se tapaba los oídos para no oír a su Mesías; la banda<br />

de los fariseos y de los saduceos acechaba su presa. ¿Qué valor sobrehumano,<br />

qué acción inaudita era, pues, precisa para romper todos aquellos obstáculos,<br />

para penetrar, más allá de la idolatría pagana y de la dureza judía, hasta el<br />

corazón de la humanidad doliente, que él amaba con todas sus fibras, y hacerla<br />

oír su verbo de resurrección?. Entonces, por una súbita inspiración, su<br />

pensamiento saltó y descendió el curso <strong>del</strong> Jordán, el río sagrado de Israel;<br />

voló <strong>del</strong> templo de Pan al templo de Jerusalén, midió toda la distancia que<br />

separaba al paganismo antiguo <strong>del</strong> pensamiento universal de los profetas y,<br />

remontando a su propia fuente, como el águila a su nido, consideró desde la<br />

angustia de Cesárea hasta la visión de Engaddi. De nuevo, vio surgir <strong>del</strong> Mar<br />

Muerto aquel fantasma terrible de la cruz... ¿Había llegado la hora <strong>del</strong> gran<br />

sacrificio?. Como todos los hombres, Jesús tenía en sí dos conciencias. Una<br />

terrestre, le mecía en la ilusión, diciéndole: ¡Quién sabe!, quizá evitaré el<br />

destino; la otra, divina, repetía implacablemente: el camino de la victoria pasa<br />

por la puerta de la congoja. ¿Era, por fin, preciso obedecer a ésta?.<br />

En todos los grandes momentos de su vida, vemos a Jesús retirarse a la<br />

montaña para orar. ¿No había dicho el sabio védico: “La oración sostiene el<br />

cielo y la tierra y domina a los Dioses”?. Jesús conocía aquella fuerza de las<br />

fuerzas. Habitualmente no admitía a ningún compañero en sus retiros, cuando<br />

descendía al arcano de su conciencia. Esta vez condujo a Pedro y a los dos<br />

hijos de Zebedeo, Juan y Santiago, sobre una alta montaña para pasar la noche<br />

en ella. La leyenda quiere que ese monte sea el Tabor. Allí tuvo lugar, entre el<br />

maestro y los tres discípulos más iniciados, esa escena misteriosa que los<br />

Evangelios cuentan con el nombre de Transfiguración. Al decir de Mateo, los<br />

apóstoles vieron aparecer, en la penumbra transparente de una noche de<br />

Oriente, la forma <strong>del</strong> maestro luminosa y como diáfana, su cara resplandecer<br />

como el sol y sus vestiduras volverse brillantes como la luz, mostrándose<br />

luego dos figuras a su lado, que ellos tomaron por las de Moisés y Elias.<br />

Cuando salieron temblorosos de su extraña postración, que a la par les parecía<br />

un sueño más profundo y una vigilia más intensa, vieron al maestro solo a su<br />

lado, tocándoles para despertarles por completo. El Cristo transfigurado que<br />

habían contemplado en aquella visión, no se borró ya de su memoria. (Mateo,<br />

XVII, 1-8).<br />

Pero el mismo Jesús, ¿Qué había visto, qué había sentido y atravesado<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

durante aquella noche que precedió al acto decisivo de su carrera profética?.<br />

Un gradual desvanecimiento de las cosas, bajo el fuego de la oración; una<br />

ascensión de esfera a esfera en alas <strong>del</strong> éxtasis; sintió poco a poco que entraba<br />

por su conciencia profunda en una existencia anterior, toda espiritual y divina.<br />

Lejos de él los soles, los mundos, las tierras, torbellinos de encarnaciones<br />

dolorosas; más bien en una atmósfera homogénea, una substancia fluida, una<br />

luz inteligente. En aquella luz, millones de seres celestes forman una bóveda<br />

moviente, un firmamento de cuerpos etéreos, blancos como la nieve, de donde<br />

brotan dulces fulguraciones. Sobre el torbellino brillante donde se hallaba en<br />

pie, seis hombres con vestiduras sacerdotales y poderosa estatura, elevan en<br />

sus manos un Cáliz resplandeciente. Son seis Mesías que han pasado ya por la<br />

tierra; él es el séptimo, y aquella Copa significa el Sacrificio que debe cumplir<br />

encarnándose a su vez. Bajo aquel torbellino, aquella nube, retumba el trueno;<br />

un abismo negro se abre; el círculo de las generaciones, la sima de la vida y de<br />

la muerte, el infierno terrestre. <strong>Los</strong> hijos de Dios, con suplicante ademán,<br />

elevan la Copa; el cielo inmóvil espera. Jesús, en signo de asentimiento,<br />

extiende los brazos en forma de cruz, como si quisiera abrazar al mundo.<br />

Entonces los hijos de Dios se prosternan, la cara contra tierra; un grupo de<br />

ángeles-femeninos con largas alas y ojos bajos, se lleva el Cáliz incandescente<br />

hacia la bóveda de luz. El hosanna se repite de cielos en cielos, melodioso,<br />

inefable... Pero Él, sin escucharlo siquiera, se sumerge en el abismo...<br />

He aquí lo que había ocurrido en el mundo de las Esencias, en el seno<br />

<strong>del</strong> Padre, donde se celebran los misterios <strong>del</strong> Amor eterno y donde las<br />

revoluciones de los astros pasan ligeras como ondas. Esto es lo que había<br />

jurado cumplir; para eso había nacido; para eso había luchado hasta el día. Y<br />

aquel gran juramento le coronaba al término de su obra, por la plenitud de su<br />

ciencia divina vivida en el éxtasis.<br />

¡Juramento formidable, terrible cáliz!. Preciso era beberlo. Después de<br />

la embriaguez <strong>del</strong> éxtasis, despertaba en el fondo <strong>del</strong> abismo, al borde <strong>del</strong><br />

martirio. No había ya duda, los tiempos habían llegado. El cielo había<br />

hablado; la tierra pedía auxilio.<br />

Entonces, volviendo sobre el camino andado, por lentas etapas, Jesús<br />

descendió el valle <strong>del</strong> Jordán y tomó el camino de Jerusalén.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

VI<br />

ÚLTIMO VIAJE A JERUSALÉN - LA PROMESA - LA<br />

CENA, EL PROCESO, LA MUERTE Y LA<br />

RESURRECCIÓN<br />

“¡Hosanna al hijo de David!”. Ese grito se oía al paso de Jesús por la<br />

puerta oriental de Jerusalén, y las ramas de palma llovían bajo sus pies. <strong>Los</strong><br />

que le acogían con tanto entusiasmo eran adeptos <strong>del</strong> profeta galileo, llegado<br />

de los alrededores y <strong>del</strong> interior de la ciudad para ovacionarle. Saludaban en él<br />

al libertador de Israel, que pronto sería coronado rey. <strong>Los</strong> doce apóstoles que<br />

le acompañaban compartían aún esa ilusión obstinada, a pesar de las<br />

predicciones formales de Jesús. Únicamente él, el Mesías aclamado, sabía que<br />

marchaba al suplicio y que los suyos sólo después de su muerte penetrarían en<br />

el santuario de su pensamiento. Él se ofrecía de un modo resuelto, en plena<br />

conciencia y voluntad plena. De ahí su resignación, su dulce serenidad.<br />

Mientras pasaba bajo el pórtico colosal practicado en la sombría fortaleza de<br />

Jerusalén, el clamor retumbaba bajo la bóveda y le perseguía como la voz <strong>del</strong><br />

Destino que coge su presa: “¡Hosanna al hijo de David!”.<br />

Por medio de esta entrada solemne, Jesús declaraba públicamente a las<br />

autoridades religiosas de Jerusalén, que asumía el papel de Mesías con todas<br />

sus consecuencias. Al siguiente día apareció en el templo, en el patio de los<br />

Gentiles y avanzando hacia los mercaderes de ganado y los cambistas, cuyas<br />

caras de usurero y ruido ensordecedor de las monedas profanaban el atrio <strong>del</strong><br />

santo lugar, les dijo estas palabras de Isaías: “Escrito está: mi casa será una<br />

casa de oración, y vosotros la convertís en caverna de bandidos”. <strong>Los</strong><br />

mercaderes huyeron, llevándose sus mesas y sus sacos de dinero, intimidados<br />

por los partidarios <strong>del</strong> profeta, que le rodeaban como una muralla sólida, pero<br />

aun más por su mirada y su gesto imperioso. <strong>Los</strong> sacerdotes, asombrados de<br />

tal audacia, quedaron sobrecogidos de tanto poder. Una diputación <strong>del</strong><br />

sanhedrín vino a pedirle explicación con estas palabras: “¿Con qué autoridad<br />

haces estas cosas?”. A esa pregunta capciosa, Jesús según su costumbre,<br />

respondió con una cuestión no menos embarazosa para sus adversarios: “El<br />

bautismo de Juan, ¿De dónde venía, <strong>del</strong> cielo o de los hombres?”. Si los<br />

fariseos hubiesen respondido: Viene <strong>del</strong> cielo, Jesús les hubiera dicho:<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Entonces, ¿Por qué no habréis creído?. Si hubieran dicho: Viene de los<br />

hombres, tenían que temer al pueblo, que tenía a Juan Bautista por un profeta.<br />

Respondieron, pues: Nada sabemos. ― “Y yo — les dijo Jesús — no os diré<br />

tampoco por qué autoridad hago estas cosas”. Más una vez parado el golpe,<br />

tomó la ofensiva y agregó: “Os digo en verdad que los modestos empleados y<br />

las mujeres de mala vida os aventajan en el reino de Dios”. Luego los<br />

comparó, en una parábola, al mal viñador que mata al hijo <strong>del</strong> dueño para<br />

tener la herencia de la viña, y se llamó a sí mismo: “la piedra angular que les<br />

aplastaría”. Con estos actos, con estas palabras, se ve que en su último viaje a<br />

la capital de Israel, Jesús quiso cortarse la retirada. Ya tenían, desde hacía<br />

tiempo, de su boca, las dos grandes bases de acusación necesarias para<br />

perderle: sus amenazas contra el templo y la afirmación de que él era el<br />

Mesías. Sus últimos ataques exasperaron a sus enemigos. A partir de aquel<br />

momento, su muerte, resuelta por las autoridades, sólo fue cuestión de<br />

oportunidad. Desde su llegada, los miembros más influyentes <strong>del</strong> sanhedrín,<br />

saduceos y fariseos, reconciliados en su odio contra Jesús, se habían entendido<br />

para hacer perecer al “seductor <strong>del</strong> pueblo”. Dudaban solamente respecto a<br />

prenderle en público, pues temían una sublevación popular. Ya varias veces,<br />

los agentes que habían enviado contra él habían vuelto ganados por su palabra<br />

o atemorizados por las multitudes. Varias veces los soldados <strong>del</strong> templo le<br />

habían visto desaparecer en medio de ellos, de un modo incomprensible. Así<br />

también el emperador Domiciano, fascinado, sugestionado y como cegado por<br />

el mago a quien quería condenar, vio desaparecer a Apolonio de Tyana, ¡ante<br />

su tribunal y en medio de sus guardias!. La lucha entre Jesús y los sacerdotes<br />

continuaba de día en día, con odio creciente <strong>del</strong> lado de ellos y <strong>del</strong> suyo con<br />

un vigor, una impetuosidad, un entusiasmo sobrexcitados por la certeza que<br />

tenía de lo fatal de su salida. Fue el último asalto de Jesús contra los poderes<br />

de su tiempo. En él desplegó una extrema energía y toda su fuerza, que<br />

revestía como una armadura la ternura sublime que podemos llamar: el Eterno<br />

Femenino de su alma. Aquel combate formidable terminó con terribles<br />

anatemas contra los falsificadores de la religión: “Desgraciados de vosotros,<br />

escribas y fariseos, que cerráis el reino de los cielos a los que en él quieren<br />

entrar... ¡Insensatos y ciegos, que pagáis el diezmo y descuidáis la justicia, la<br />

misericordia y la fi<strong>del</strong>idad!. Os parecéis a los sepulcros blanqueados, que<br />

parecen hermosos por fuera, pero que por dentro están llenos de despojos y<br />

toda clase de podredumbre!”.<br />

Después de haber estigmatizado así ante los siglos la hipocresía<br />

religiosa y la falsa autoridad sacerdotal, Jesús consideró su lucha como<br />

371


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

terminada. Salió de Jerusalén, seguido de sus discípulos, y tomó con ellos el<br />

camino <strong>del</strong> Monte de los Olivos. Subiendo a él, se veía desde la altura el<br />

templo de Herodes en toda su majestad, con sus terrazas, sus vastos pórticos,<br />

su revestimiento de mármol blanco incrustado de jaspe y pórfido, el brillo de<br />

su techumbre laminada de oro y plata. <strong>Los</strong> discípulos, descorazonados,<br />

presintiendo una catástrofe, le hicieron notar el esplendor <strong>del</strong> edificio que el<br />

Maestro dejaba para siempre. Había en su entonación una mezcla de<br />

melancolía y de sentimiento, porque ellos habían pensado hasta el último<br />

momento verse en él como jueces de Israel, alrededor <strong>del</strong> Mesías coronado<br />

pontífice-rey. Jesús se volvió, midió el templo con los ojos y dijo: “¿Veis todo<br />

esto?. Ni una piedra quedará sobre otra”. (Mateo, XXIV, 2). Juzgaba de la<br />

duración <strong>del</strong> templo de Jehovah, por el valor moral de aquellos que lo<br />

ocupaban. Comprendía que el fanatismo, la intolerancia y el odio no eran<br />

armas suficientes contra los arietes y las hachas <strong>del</strong> César romano. Con su<br />

mirada de iniciado, que se había vuelto más penetrante por esa clarividencia<br />

que da la proximidad de la muerte, veía el orgullo judaico, la política de los<br />

reyes, toda la historia judía, llevarle fatalmente a aquella catástrofe. El triunfo<br />

no estaba allí; estaba en el pensamiento de los profetas, en esa religión<br />

universal, en ese templo invisible, <strong>del</strong> cual sólo él tenía entonces plena<br />

conciencia. En cuanto a la antigua ciuda<strong>del</strong>a de Sión y al templo de piedra,<br />

veía ya al ángel de la destrucción en pie ante su puerta con una antorcha en la<br />

mano.<br />

Jesús sabía que su hora estaba próxima, pero no quería dejarse<br />

sorprender por el sanhedrín y se retiró a Betania. Como tenía predilección por<br />

el Monte de los Olivos, a él iba casi todos los días para estar con sus<br />

discípulos. Desde aquella altura se disfrutaba de unas vistas admirables. Se<br />

abarcaban las severas montañas de la Judea y de Moab con sus tintes azulados<br />

y violáceos; se divisa a lo lejos un rincón <strong>del</strong> Mar Muerto como un espejo de<br />

plomo de donde se escapan vapores sulfurosos. Al pie <strong>del</strong> monte se extiende<br />

Jerusalén, dominado por el templo y la ciuda<strong>del</strong>a de Sión. Aún hoy, cuando el<br />

crepúsculo desciende a las fúnebres gargantas de Hinnón y de Josaphat, la<br />

ciudad de David y <strong>del</strong> Cristo, protegida por los hijos de Ismael, surge<br />

imponente de aquellos valles sombríos. Sus cúpulas, sus minaretes retienen la<br />

luz moribunda <strong>del</strong> cielo y parecen esperar de continuo a los ángeles <strong>del</strong> juicio<br />

final. Allí dio Jesús a sus discípulos sus últimas instrucciones sobre el<br />

porvenir de la religión que había venido a fundar y sobre los destinos futuros<br />

de la humanidad, legándoles así su promesa terrestre y divina, profundamente<br />

ligada a su enseñanza esotérica destinada a iluminar el porvenir.<br />

372


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Claro está que los redactores de los Evangelios sinópticos nos han<br />

transmitido los discursos apocalípticos de Jesús en una confusión que los hace<br />

casi indescifrables. Su sentido sólo comienza a ser inteligible en el de Juan. Si<br />

Jesús hubiera realmente creído en su vuelta sobre las nubes algunos años<br />

después de su muerte, como lo admite la exégesis naturalista; o bien, si se<br />

hubiese figurado que el fin <strong>del</strong> mundo y el juicio final de los hombres tendrían<br />

lugar bajo aquella forma — como lo cree la teología ortodoxa — entonces<br />

sólo hubiera sido un iluminado quimérico, un visionario muy mediocre, en vez<br />

de ser el sabio iniciado, el Vidente sublime que demuestra cada palabra de su<br />

enseñanza, cada paso de su vida. Evidentemente, aquí más que nunca, sus<br />

palabras deben tomarse en el sentido alegórico. Aquel de los cuatro<br />

Evangelios que nos ha transmitido mejor la enseñanza esotérica <strong>del</strong> maestro,<br />

el de Juan, nos impone esta interpretación, tan conforme por otra parte con el<br />

genio parabólico de Jesús, cuando nos cuenta estas palabras <strong>del</strong> maestro:<br />

“Tendría aún que deciros muchas cosas, pero ellas están por encima de vuestro<br />

alcance... Os he dicho esas cosas por medio de semejanzas; pero el tiempo<br />

viene en que no os hablaré ya por medio de estos rodeos, sino que os hablaré<br />

abiertamente de mi Padre”.<br />

La promesa solemne de Jesús a los apóstoles se refiere a cuatro objetos,<br />

cuatro esferas crecientes de la vida planetaria y cósmica: la vida psíquica<br />

individual; la vida nacional de Israel; la evolución y el fin terrestres de la<br />

humanidad; su evolución y su fin divinos. Examinemos uno a uno esos cuatro<br />

objetos de la promesa, esas cuatro esferas de donde irradia el pensamiento <strong>del</strong><br />

Cristo antes de su martirio, como un sol poniente, que llena de su gloria toda<br />

la atmósfera terrestre hasta el zenit, antes de lucir en otros mundos.<br />

1. El primer juicio significa: el destino ulterior <strong>del</strong> alma después de la<br />

muerte, el cual es determinado por su naturaleza íntima y por los actos de su<br />

vida. Más arriba he expuesto esta doctrina, a propósito de la conversación de<br />

Jesús con Nicodemo. En el Monte de los Olivos dijo sobre esto a sus<br />

apóstoles: “Vigilaos a vosotros mismos, tened cuidado que vuestros corazones<br />

no se apesadumbren por la concupiscencia y ese día os sorprenda”. (Lucas,<br />

XXI, 34). Y también: “Estad preparados, pues el Hijo <strong>del</strong> Hombre vendrá a la<br />

hora que menos penséis”. (Mateo, XXIV, 66).<br />

2. La destrucción <strong>del</strong> templo y el fin de Israel. “Una nación se elevará<br />

contra otra... Seréis entregados a los gobernantes para ser atormentados... Os<br />

digo en verdad que esta generación no pasará sin que todas esas cosas<br />

lleguen”. (Mateo, XXIV, 4-34).<br />

3. El objetivo terrestre de la humanidad, que no se ha fijado en una<br />

373


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

determinada época, sino que debe ser alcanzado por una serie de<br />

cumplimientos escalonados y sucesivos. Ese objetivo es el advenimiento <strong>del</strong><br />

Cristo social, o <strong>del</strong> hombre divino sobre la tierra; es decir, la organización de<br />

la Verdad, de la Justicia y <strong>del</strong> Amor en la sociedad humana, y por<br />

consecuencia la pacificación de los pueblos. Isaías había ya predicho esa<br />

época remota en una visión magnifica que comienza por estas palabras: “Por<br />

mí, viendo sus obras y sus pensamientos, vengo para reunir todas las naciones<br />

y todas las lenguas; ellas vendrán y verán mi gloria, y pondré mi signo entre<br />

ellas, etc”. (Isaías, XXIV, 18-33). Jesús, completando esta profecía, explica a<br />

sus discípulos cual será ese signo. Será la revelación completa de los misterios<br />

o el advenimiento <strong>del</strong> Espíritu Santo, que él llama el Consolador o “el Espíritu<br />

de Verdad que os conducirá en toda verdad”. “Y rogaré a mi Padre, que os<br />

dará otro Consolador, para que eternamente viva entre vosotros, a saber, el<br />

Espíritu de Verdad, que el mundo no puede recibir porque no lo ve; pero<br />

vosotros lo conocéis ya porque habita en vosotros y estará en vosotros”.<br />

(Juan, XXIV, 16-17). <strong>Los</strong> apóstoles tuvieron esa revelación por anticipado; la<br />

humanidad la tendrá más tarde, en la serie de los tiempos. Pero cada vez que<br />

ella tiene lugar en una conciencia o en un grupo humano, les traspasa de parte<br />

a parte y hasta el fondo. “El advenimiento <strong>del</strong> Hijo <strong>del</strong> Hombre será como un<br />

relámpago que sale de Oriente y va hasta el Occidente”. (Mateo, XXIV, 27).<br />

Así, cuando se enciende la verdad central y espiritual, ilumina a todas las otras<br />

y a todos los mundos.<br />

4. El juicio final significa el fin de la evolución cósmica de la<br />

humanidad o su entrada en un estado espiritual definitivo. Esto es lo que el<br />

esoterismo persa había llamado la victoria de Ormuzd sobre Ahrimán o <strong>del</strong><br />

Espíritu sobre la materia. El esoterismo indo lo llama la reabsorción completa<br />

de la materia por el Espíritu o el fin de un día de Brahmá. Después de millares<br />

y millones de siglos, debe llegar una época, en que, a través de la serie de<br />

encarnaciones y reencarnaciones, nacimientos y renacimientos, los individuos<br />

de una humanidad entren definitivamente en el estado espiritual o bien queden<br />

aniquilados como almas conscientes por el mal, es decir, por sus propias<br />

pasiones, que simbolizan el fuego de la gehena y el rechinar de dientes.<br />

“Entonces el signo <strong>del</strong> Hijo <strong>del</strong> Hombre aparecerá en el cielo. El Hijo <strong>del</strong><br />

Hombre vendrá sobre la nube. Enviará sus ángeles con un gran sonido de<br />

trompetas y reunirá a sus Elegidos de los cuatro vientos”. (Mateo, XXIV, 30-<br />

31). El Hijo <strong>del</strong> Hombre, término genérico, significa aquí la humanidad en<br />

sus representantes perfectos, es decir, el pequeño número de aquellos que se<br />

han elevado al rango de hijos de Dios. Su signo es el Cordero y la Cruz, es<br />

374


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

decir, el Amor y la Vida Eterna. La Nube es la imagen de los Misterios<br />

vueltos translúcidos, así como la materia sutil transfigurada por el espíritu,<br />

substancia flúidica que ya no es un velo espeso y oscuro, sino un vestido <strong>del</strong><br />

alma ligero y transparente; no ya un obstáculo grosero, sino una expresión de<br />

la verdad; ya no una apariencia engañosa, sino la verdad espiritual misma, el<br />

mundo interior instantánea y directamente manifestado. <strong>Los</strong> ángeles que<br />

reúnen a los elegidos son los espíritus glorificados, salidos de la misma<br />

humanidad. La Trompeta que tocan, simbolizan el verbo vidente <strong>del</strong> Espíritu,<br />

que muestra a las almas tales como ellas son y destruye todas las apariencias<br />

engañosas de la materia.<br />

Sintiéndose Jesús en vísperas de muerte abrió y desarrolló así ante los<br />

apóstoles asombrados, las altas perspectivas que, desde los tiempos antiguos,<br />

habían formado parte de la doctrina de los misterios, pero a las que cada<br />

fundador religioso siempre ha dado una forma y un color personales. Para<br />

grabar aquellas verdades en su espíritu, para facilitar su propagación, las<br />

resumió en aquellas imágenes de audacia extrema y energía incisiva. La<br />

imagen reveladora, el símbolo parlante era el idioma universal de los iniciados<br />

antiguos. Este idioma posee una virtud comunicativa, una fuerza de<br />

concentración y duración que falta al término abstracto. Al servirse de él,<br />

Jesús no hizo más que seguir el ejemplo de Moisés y de los profetas. Sabía<br />

que la idea no sería comprendida al pronto, y quería imprimirla con caracteres<br />

flamígeros en el alma candida de los suyos, dejando a los siglos el cuidado y<br />

la misión de generar los poderes contenidos en su palabra. Jesús se siente<br />

unificado con todos los profetas de la Tierra que le habían precedido, como él<br />

portavoces de Vida y <strong>del</strong> Verbo eternos. En tal sentimiento de unidad y de<br />

solidaridad con la verdad inmutable, ante aquellos horizontes sin límites de<br />

una radiación sideral, que sólo se ven desde el cénit de las Causas primeras,<br />

osó decir a sus discípulos estas altivas palabras: “El cielo y la tierra pasaran,<br />

pero mis palabras, no”.<br />

De este modo se deslizaban las mañanas y las tardes en el Monte de los<br />

Olivos. Un día, por uno de esos movimientos de simpatía propios de su<br />

naturaleza ardiente e impresionable, que le hacía volver bruscamente de las<br />

más excelsas alturas a los sufrimientos de la Tierra, que como suyos sentía,<br />

derramó lágrimas por Ierushalaim, por la ciudad santa y su pueblo, cuyo<br />

terrible destino presentía. El suyo también se aproximaba a pasos de gigante.<br />

Ya el sanhedrín había <strong>del</strong>iberado sobre su destino y decidió su muerte; ya<br />

Judas de Keriot había prometido entregar a su Maestro. Lo que determinó<br />

aquella negra traición no fue la avaricia sórdida, sino la ambición y el amor<br />

375


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

propio herido. Judas, tipo de egoísmo frío y de positivismo absoluto, incapaz<br />

<strong>del</strong> menor idealismo, sólo por especulación mundana se había hecho discípulo<br />

<strong>del</strong> Cristo. Contaba con el triunfo terrestre inmediato <strong>del</strong> profeta, y con el<br />

provecho qué de esto sacaría. Nada había comprendido de esta profunda<br />

palabra <strong>del</strong> Maestro: “<strong>Los</strong> que quieran ganar su vida la perderán y los que<br />

quieran perderla la ganarán”. Jesús, en su caridad sin límites, le había<br />

admitido en el número de sus discípulos con la esperanza de cambiar su<br />

naturaleza. Cuando Judas vio que las cosas iban mal, que Jesús estaba perdido,<br />

sus discípulos comprometidos, frustradas todas sus esperanzas personales, su<br />

decepción se convirtió en rabia. El desgraciado denunció a aquel que, a sus<br />

ojos, era un falso Mesías y por el cual se creía engañado. Con su penetrante<br />

mirada, Jesús había adivinado lo que pasaba en el infiel apóstol. Decidió no<br />

evitar más el destino, cuya inextricable red se cerraba cada día más a su<br />

alrededor. Estaban en vísperas de Pascuas, y ordenó a sus discípulos que<br />

preparasen la comida en la ciudad, en casa de un amigo. Presentía que seria la<br />

última, y quería darle una solemnidad excepcional.<br />

Hemos llegado al último acto <strong>del</strong> drama mesiánico. Era necesario<br />

alcanzar en su fuente el alma y la obra de Jesús, iluminar interiormente los dos<br />

primeros actos de su vida: su iniciación y su carrera pública. El drama interior<br />

de su conciencia en ellos se ha desarrollado. El acto último de su vida, o el<br />

drama de la pasión, es la consecuencia lógica de los dos precedentes.<br />

Conocido de todos, se explica por sí solo. Porque lo propio de lo sublime es<br />

ser a la vez sencillo, inmenso y claro. El drama de la pasión ha contribuido de<br />

un modo poderoso a formar el cristianismo. Ha arrancado lágrimas a todos los<br />

hombres que tienen corazón, y ha convertido a millones de almas. En todas<br />

esas escenas, los Evangelios presentan una belleza incomparable. Juan mismo<br />

desciende de sus alturas. Su narración circunstanciada adquiere aquí la verdad<br />

punzante de un testigo ocular. Cada uno puede hacer revivir en sí mismo el<br />

drama divino, nadie puede corregirlo. Voy únicamente, para acabar este<br />

trabajo, a concentrar los rayos de la tradición esotérica sobre los tres<br />

acontecimientos esenciales por los que terminó la vida <strong>del</strong> divino Maestro: la<br />

santa Cena, el proceso <strong>del</strong> Mesías y la resurrección. Si hacemos luz sobre esos<br />

puntos, iluminarán el pasado de toda la carrera <strong>del</strong> Cristo, y el futuro <strong>del</strong><br />

cristianismo.<br />

<strong>Los</strong> doce formando trece con el Maestro, se habían reunido en las<br />

habitaciones superiores de una casa de Jerusalén. El desconocido amigo, el<br />

huésped de Jesús, había adornado la habitación con rico tapiz. Según la moda<br />

oriental, los discípulos y el Maestro se reclinaron tres a tres en cuatro anchos<br />

376


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

divanes en forma de tricliniums, dispuestos alrededor de la mesa. Cuando<br />

trajeron el cordero pascual, los vasos llenos de vino y la copa preciosa, el cáliz<br />

de oro prestado por el amigo desconocido, Jesús, colocado entre Juan y Pedro,<br />

dijo: “He deseado ardientemente comer con vosotros esta Pascua, porque os<br />

digo que no comeré en otra hasta que se celebre en el reino <strong>del</strong> cielo”. (Lucas,<br />

XXII, 15). Después de esas palabras, los semblantes se oscurecieron y la<br />

atmósfera se entenebreció. “El discípulo que Jesús amaba”, y que era el único<br />

que lo adivinaba todo, inclinó en silencio su cabeza sobre el pecho <strong>del</strong><br />

Maestro. Según costumbre de los judíos en la comida de Pascuas, comieron en<br />

silencio las hierbas amargas y el charoset. Entonces Jesús tomó el pan y<br />

habiendo dado gracias, lo partió y distribuyó diciendo: “Éste es mi cuerpo, que<br />

os doy: haced esto en memoria mía”. De igual modo les dio la copa después<br />

de la comida; diciéndoles: “Esta copa es la nueva alianza en mi sangre que se<br />

vierte por vosotros”. (Lucas, XXII, 19-20).<br />

Tal es la institución de la cena en toda su sencillez. Ella contiene más<br />

cosas que las que se dice y sabe comúnmente. No solamente ese acto<br />

simbólico y místico es la conclusión y resumen de la enseñanza de Cristo, sino<br />

que también es la consagración y rejuvenecimiento de un símbolo muy<br />

antiguo de la iniciación. Entre los iniciados de Egipto y Caldea, como entre<br />

los profetas y los esenios, el ágape fraternal marcaba el primer grado de la<br />

iniciación. La comunión bajo la especie <strong>del</strong> pan, ese fruto de la espiga,<br />

significaba el conocimiento de los misterios de la vida terrestre, al mismo<br />

tiempo que el reparto de los bienes de la tierra y por lo tanto la unión perfecta<br />

de los hermanos afiliados. En el grado superior, la comunión bajo la especie<br />

<strong>del</strong> vino, esa sangre de la vid penetrada por el Sol, significaba la partición de<br />

los bienes celestes, la participación en los misterios espirituales y en la ciencia<br />

divina. Jesús, al legar esos símbolos a los apóstoles, los amplió, pues a través<br />

de ellos extiende la fraternidad y la iniciación, antes limitada a algunos, a la<br />

humanidad entera. Añade el más profundo de los misterios, la mayor de las<br />

fuerzas: la de su sacrificio. De éste forma la cadena <strong>del</strong> amor invisible, pero<br />

infrangibie, entre él y los suyos. Ella dará a su alma glorificada un poder<br />

divino sobre aquellos corazones y sobre el de todos los hombres. Esa copa de<br />

la verdad, venida <strong>del</strong> fondo de las edades proféticas, ese cáliz de oro de la<br />

iniciación, que el anciano esenio le había presentado llamándole profeta, ese<br />

cáliz <strong>del</strong> amor celeste que los hijos de Dios le habían ofrecido en el transporte<br />

de su más dulce éxtasis, — esa copa donde ahora ve relucir su propia sangre<br />

― la tiende a sus discípulos bien amados con la ternura inefable <strong>del</strong> adiós<br />

supremo.<br />

377


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

¿Comprenden los apóstoles, ven ese pensamiento redentor que abarca<br />

los mundos?. Él brilla en la profunda y dolorosa mirada que el Maestro pasea<br />

<strong>del</strong> discípulo amado a aquel que le va a traicionar. No, no le comprenden aún,<br />

respiran penosamente, como en un mal sueño; una especie de vapor pesado y<br />

rojizo flota en el aire, y se preguntan de dónde viene la extraña radiación de la<br />

cabeza <strong>del</strong> Cristo. Cuando por fin Jesús declara que va a pasar la noche en<br />

oración en el huerto de los olivos y se levanta para decir: ¡Vamos! no<br />

sospechan ellos lo que va a ocurrir.<br />

* * *<br />

Jesús ha pasado la noche y la angustia de Gethsemaní. De antemano,<br />

con terrible lucidez, ha visto estrecharse el círculo infernal que va a ahogarle.<br />

En el terror de esta situación, en la horrible espera, en el momento de ser<br />

cogido por sus enemigos, tembló; por un instante su alma retrocede ante las<br />

torturas que le aguardan; un sudor de sangre gotea de su frente. ― Luego la<br />

oración le conforta. Rumores de voces confusas, luces de antorchas bajo los<br />

sombríos olivos, ruido de armas: es la tropa de los soldados <strong>del</strong> sanhedrín.<br />

Judas, que les conduce, besa a su maestro para que reconozcan al profeta.<br />

Jesús le devuelve su beso con inefable piedad y le dice: “Amigo, ¿A qué has<br />

venido?”. El efecto de esta dulzura, de aquel beso fraternal dado en cambio de<br />

la más baja traición, será tal sobre aquella alma tan dura, que un instante<br />

después Judas, lleno de remordimientos y de horror de sí mismo, va a<br />

suicidarse. Con sus rudas manos, los soldados cogen al rabí galileo. <strong>Los</strong><br />

discípulos, atemorizados, huyen tras una corta resistencia, como un puñado de<br />

juncos dispersados por el viento. Sólo Juan y Pedro se quedan cerca y siguen<br />

al maestro al tribunal, con el corazón oprimido y el alma ligada a su destino.<br />

Pero Jesús se halla en perfecta calma. A partir de aquel momento, ni una<br />

protesta, ni una queja saldrán de su boca.<br />

El sanhedrín se ha reunido apresuradamente en sesión plena. A media<br />

noche Jesús comparece ante él, porque el tribunal quiere terminar pronto con<br />

el peligroso profeta. <strong>Los</strong> sacrificadores, los sacerdotes revestidos con túnicas<br />

de púrpura, amarillas, moradas, cubiertos con sus turbantes, están<br />

solemnemente sentados en media luna. En medio de ellos, sobre un sitio más<br />

elevado se halla Caifás, el gran pontífice, tocado con la migbáh. A cada<br />

extremo <strong>del</strong> semicírculo, sobre dos pequeñas tribunas coronadas por una mesa,<br />

se hallan los dos escribanos, uno para la condena, otro para la libertad,<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

advocatus Diaboli, advocatus Dei. Jesús, impasible, de pie en el centro con su<br />

túnica blanca de esenio. Oficiales de justicia, armados de correas y de cuerdas,<br />

le rodean con los brazos desnudos, la mano en la cadera y la mirada dura.<br />

Todos son testigos de cargo, ni un solo defensor. El pontífice, el juez supremo,<br />

es el acusador principal; el proceso se dice ser una medida de salud pública<br />

contra un crimen de lesa religión; en realidad la venganza preventiva de su<br />

sacerdocio inquieto que se siente amenazado en su poder.<br />

Caifas se levanta y acusa a Jesús de ser un seductor <strong>del</strong> pueblo, un<br />

mesit. Algunos testigos recogidos en la multitud declaran contradiciéndose.<br />

Por fin uno de ellos da cuenta de estas palabras, consideradas como una<br />

blasfemia y que el Nazareno había lanzado más de una vez a la cara de los<br />

fariseos, bajo el pórtico de Salomón: “Yo puedo destruir el templo y<br />

levantarlo en tres días”. Jesús calla. “¿No respondes?”, dice el sumo sacerdote.<br />

Jesús, que sabe que será condenado y no quiere prodigar su verbo inútilmente,<br />

guarda silencio. Más, aun probadas aquellas palabras, esto no basta para<br />

motivar una pena capital. Es precisa otra confesión más grave. Para obtenerla<br />

<strong>del</strong> acusado, el hábil saduceo Caifas le dirige una pregunta de honor, la<br />

cuestión vital de su misión. La mayor habilidad consiste con frecuencia en ir<br />

rectamente al hecho esencial. “Si eres el Mesías, dínoslo”. Jesús responde al<br />

pronto de un modo evasivo, prueba que se da cuenta de la estratagema: “Si os<br />

lo digo no me creeréis; y si os lo pregunto no me responderéis”. No habiendo<br />

logrado Caifas lo que se proponía con su pregunta capciosa de juez de<br />

instrucción, usa de su derecho de gran pontífice y dice con solemnidad: “Yo te<br />

conjuro, por el Dios vivo, a que nos digas si eres el Mesías, el Hijo de Dios”.<br />

Interpelado así, reducido a desdecirse o afirmar su misión ante el más elevado<br />

representante de la religión de Israel, Jesús no duda ya y responde<br />

tranquilamente: “Tú lo has dicho; pero en verdad os digo que desde ahora<br />

veréis al Hijo de Dios sentado a la diestra de la Fuerza y venir sobre las nubes<br />

<strong>del</strong> cielo”. (Mateo, XXVI, 64). Al expresarse así, en el lenguaje profético de<br />

Daniel y el libro de Enoch, el iniciado esenio Iéhoshua ya no habla a Caifas<br />

como individuo. Sabe que el saduceo agnóstico es incapaz de comprenderle.<br />

Habla al soberano pontífice de Jehovah, y a través de él a todos los pontífices<br />

futuros, a todos los sacerdotes de la tierra, y les dice: “Después de mi misión<br />

sellada por mi muerte, el reino de la Ley religiosa sin explicación ha<br />

terminado en principio y de hecho. <strong>Los</strong> Misterios serán revelados y el hombre<br />

verá lo divino a través de lo humano. Las religiones y los cultos que no sepan<br />

demostrarse y vivificarse uno por lo otro, quedarán sin autoridad alguna”. He<br />

aquí, según el esoterismo de los profetas y de los esenios, el sentido de la<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

expresión <strong>del</strong> Hijo sentado a la diestra <strong>del</strong> Padre. Así comprendida, la<br />

respuesta de Jesús al sumo sacerdote de Jerusalén que contiene el testamento<br />

intelectual y científico <strong>del</strong> Cristo a las autoridades religiosas de la tierra, como<br />

la institución de la Cena contiene su testamento de amor y de iniciación a los<br />

apóstoles y a los hombres.<br />

Sobre la cabeza de Caifas, Jesús ha hablado al mundo. Pero el saduceo,<br />

que ha obtenido lo que quería, no le escucha ya. Desgarrando su túnica de fino<br />

hilo, exclama: “¡Ha blasfemado!. ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos?.<br />

¡Habéis oído su blasfemia!. ¿Qué os parece?”. Un murmullo unánime y<br />

lúgubre <strong>del</strong> sanhedrín responde: “Ha merecido la muerte”. En seguida la<br />

injuria vil y brutal de los inferiores responde a la condena <strong>del</strong> tribunal. <strong>Los</strong><br />

agentes le escupen, le golpean en la cara y le gritan: “¡Profeta, adivina quién te<br />

dio!”. Bajo este desbordamiento de bajo y feroz odio, el sublime y pálido<br />

rostro <strong>del</strong> gran mártir vuelve a adquirir su inmovilidad marmórea y visionaria.<br />

Se dice, hay estatuas que lloran; también hay dolores sin lágrimas y oraciones<br />

mudas de víctimas, que aterrorizan a los verdugos y les persiguen por el resto<br />

de su vida.<br />

Más no todo ha terminado. El sanhedrín puede pronunciar la pena de<br />

muerte; para ejecutarla, es preciso el brazo secular y la aprobación de la<br />

autoridad romana. La escena con Pilatos, contada en detalle por Juan, no es<br />

menos notable que la de Caifás. Aquel curioso diálogo entre Cristo y el<br />

gobernador romano, en que las interjecciones violentas de los sacerdotes<br />

judíos y los gritos de un populacho fanatizado representan el papel de los<br />

coros en la tragedia antigua, tiene la persuasión de la gran verdad dramática.<br />

Pónese al descubierto el alma de los personajes, mostrándose el choque de las<br />

tres potencias en juego: el cesarismo romano, el judaismo estrecho y la<br />

religión universal <strong>del</strong> Espíritu representada por el Cristo. Pilatos, muy<br />

indiferente a esta querella religiosa, pero muy molesto con el asunto porque<br />

teme que la muerte de Jesús lleve consigo una sublevación popular, le<br />

interroga con precaución y le tiende una escala de salvamento, esperando que<br />

se aproveche de ella. “― ¿Eres tú el rey de los Judíos?. ― Mi reino no es de<br />

este mundo. ― ¿Eres tú, pues, rey?. ― Sí; he nacido para eso y he venido al<br />

mundo para dar testimonio de la verdad”. Pilatos no comprende mejor esta<br />

afirmación <strong>del</strong> reino espiritual de Jesús, que Caifas ha comprendido su<br />

testamento religioso, “¿Qué es la verdad?”, dice encogiendo los hombros, y<br />

esta respuesta <strong>del</strong> caballero romano escéptico revela el estado de alma de la<br />

sociedad pagana de entonces, como de toda sociedad decadente. Pero no<br />

viendo por otra parte en el acusado más que un soñador inocente, añade: “No<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

encuentro ningún crimen en él”. Y propone a los judíos soltarle, mientras el<br />

populacho instigado por los sacerdotes vocifera: “¡Suéltanos a Barrabás!”.<br />

Entonces Pilatos, que detesta a los judíos, se da el placer irónico de hacer<br />

azotar con vergajos a su pretendido rey. Cree que esto bastará a los fanáticos.<br />

Éstos se ponen aún más furiosos y claman con ira: ¡Crucifícale!.<br />

A pesar de aquel desencadenamiento de las pasiones populares, Pilatos<br />

resiste. Está cansado de ser cruel: ¡Ha visto correr tanta sangre en su vida, ha<br />

enviado tantos rebeldes al suplicio, ha oído tantos gemidos y maldiciones sin<br />

salir de su indiferencia!... Pero el sufrimiento mudo y estoico <strong>del</strong> profeta<br />

galileo, bajo el manto de púrpura y la corona de espinas, le ha sacudido con un<br />

estremecimiento desconocido... En una visión extraña y fugitiva de su espíritu,<br />

sin que pueda medir su alcance, ha dejado salir de sus labios estas palabras:<br />

“¡Ecce Homo!. ¡He aquí al hombre!”. El rudo romano estaba casi<br />

emocionado; iba a absolver. <strong>Los</strong> sacerdotes <strong>del</strong> sanhedrín que le espiaban con<br />

mirada penetrante, notaron esa emoción y se asustaron, pues veían que la<br />

presa se les escapaba. Astutamente se concertaron entre sí. Luego con voz<br />

unánime, exclamaron levantando su mano derecha y volviendo la cabeza con<br />

un gesto de horror hipócrita; “Se ha hecho pasar por hijo de Dios”.<br />

Cuando Pilatos hubo oído aquellas palabras, dice Juan, tuvo aún más<br />

temor. ¿Temor de qué?. ¿Qué efecto podía causar aquel hombre al romano<br />

incrédulo que despreciaba con todo su corazón a los judíos y a su religión y<br />

sólo creía en la religión política de Roma y de César?. Hay una razón seria<br />

para ello. Aunque le diesen sentidos diferentes, el nombre de hijo de Dios<br />

estaba bastante difundido en el esoterismo antiguo, y Pilatos, aunque<br />

escéptico, era algo supersticioso. En Roma, durante los misterios menores de<br />

Mithras, en que los caballeros romanos se hacían iniciar, había oído decir que<br />

un hijo de Dios era una especie de intérprete de la divinidad. A cualquier<br />

nación, a cualquier religión que perteneciese, atentar a su vida era un gran<br />

crimen. Pilatos apenas creía en aquellos ensueños persas, pero el nombre le<br />

inquietaba a pesar de todo y aumentaba su perplejidad. Viendo esto los judíos<br />

lanzan al procónsul la acusación suprema: “Si das la libertad a este hombre, no<br />

eres amigo <strong>del</strong> César: porque quien se hace rey, se declara contra el César...<br />

nosotros no tenemos otro rey que el César”. Argumento irresistible; negar a<br />

Dios es poco, matar nada es, pero conspirar contra César es el crimen de los<br />

crímenes. Pilatos se ve obligado a rendirse y a pronunciar la sentencia. Así, al<br />

final de su carrera pública, Jesús se encuentra frente al dueño <strong>del</strong> mundo a<br />

quien ha combatido indirectamente, como oculto adversario, durante toda su<br />

vida. La sombra de César le envía a la cruz. Lógica profunda de las cosas: los<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

judíos le han entregado, pero el espectro romano le mata extendiendo su<br />

mano; mata a su cuerpo, pero Él, el Cristo glorificado, quitará para siempre a<br />

César la aureola usurpada, la apoteosis divina, aquella infernal blasfemia <strong>del</strong><br />

poder absoluto.<br />

* * *<br />

Pilatos, después de haberse lavado las manos de la sangre <strong>del</strong> inocente,<br />

pronunció la palabra terrible: Condemno, ibis in crucem. Ya la muchedumbre<br />

impaciente se agolpa hacia el Gólgota.<br />

Estamos sobre la altura pelada y cubierta de osamentas humanas que<br />

domina a Jerusalén; lleva el nombre de Gilgal, Gólgota, o lugar <strong>del</strong> cráneo,<br />

siniestro desierto consagrado desde siglos antes a los suplicios más horribles.<br />

La montaña no tiene árboles: allí no crecen más que horcas. En aquel sitio,<br />

Alejandro Janeo, el rey judío, había asistido con todo su harén a la ejecución<br />

de cientos de prisioneros; allí Varus había hecho crucificar a dos mil rebeldes;<br />

y allí era donde el dulce Mesías, anunciado por los profetas, debía sufrir el<br />

atroz suplicio, inventado por el genio atroz de los fenicios, adoptado por la ley<br />

implacable de Roma. La cohorte de los legionarios forma un gran círculo en la<br />

cumbre de la colina y separa a golpes de lanza a los últimos fieles que han<br />

seguido al condenado. Son mujeres galileas; mudas y desesperadas, se arrojan<br />

al suelo. Ha llegado la hora suprema de Jesús. Es preciso que el defensor de<br />

los pobres, de los débiles y de los oprimidos, acabe su obra en el martirio<br />

abyecto, reservado a los esclavos y a los bandidos. Se necesita que el profeta<br />

consagrado por los esenios se deje clavar en la cruz aceptada en la visión de<br />

Engaddi; es preciso que el hijo de Dios beba el cáliz entrevisto en la<br />

Transfiguración; es preciso que descienda al fondo <strong>del</strong> infierno y <strong>del</strong> horror<br />

terrestre. Jesús ha rehusado el brebaje tradicional preparado por las piadosas<br />

mujeres de Jerusalén y destinado a aturdir a los condenados. Sufrirá su agonía<br />

en plena conciencia. Mientras le atan sobre el madero, mientras los rudos<br />

soldados clavan con grandes martillazos los clavos en aquellos pies adorados<br />

por los desgraciados, en aquellas manos que sólo sabían bendecir, la negra<br />

nube de un sufrimiento desgarrador apaga sus ojos, ahoga su garganta. Más<br />

desde el fondo de aquellas convulsiones y de aquellas tinieblas infernales, la<br />

conciencia <strong>del</strong> Salvador siempre despierta, sólo tiene una palabra para sus<br />

verdugos: “Padre, perdónalos, que no saben lo que hacen”.<br />

He aquí el fondo <strong>del</strong> cáliz: las horas de la agonía desde mediodía a la<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

puesta <strong>del</strong> sol. La tortura moral se suma y agrega a la tortura física. El iniciado<br />

ha abdicado de sus poderes; el hijo de Dios va a eclipsarse; sólo queda el<br />

hombre que sufre. Durante algunas horas va a perder su cielo, a fin de medir el<br />

abismo <strong>del</strong> sufrimiento humano. La cruz se eleva lentamente con su víctima y<br />

su letrero, última ironía <strong>del</strong> procónsul: “¡Éste es el rey de los judíos!”. Ahora<br />

las miradas <strong>del</strong> crucificado ven flotar en una nube de angustia a Jerusalén, la<br />

ciudad santa que ha querido glorificar y que le lanza el anatema. ¿Dónde están<br />

sus discípulos?. Desaparecieron. Sólo oye las injurias de los miembros <strong>del</strong><br />

sanhedrín, que juzgan que el profeta ya no es de temer y triunfan en su agonía.<br />

“¡Ha salvado a los otros, dicen, y no puede salvarse a sí mismo!”. A través de<br />

aquellas blasfemias, de aquella perversidad, en una visión aterradora <strong>del</strong><br />

porvenir, Jesús ve todos los crímenes que los potentados inicuos, los fanáticos<br />

sacerdotes, van a cometer en su nombre. ¡Se servirán de su signo para<br />

maldecir!. ¡Crucificarán con su cruz!. No es el sombrío silencio <strong>del</strong> cielo<br />

velado para él, sino la luz perdida para la humanidad quien le hace lanzar<br />

aquel grito de desesperación: “Padre mío, ¿Por qué me has abandonado?”.<br />

Entonces la conciencia <strong>del</strong> Mesías, la voluntad de toda su vida, brota en un<br />

último relámpago y su alma se escapa con este grito: “Con sumado está”.<br />

¡Oh sublime Nazareno, Oh divino Hijo <strong>del</strong> Hombre, ya no estás aquí!.<br />

Con rápido vuelo sin duda tu alma ha vuelto a encontrar, en una luz más<br />

brillante, tu cielo de Engaddi, tu cielo <strong>del</strong> monte Tabor!. Has visto a tu Verbo<br />

victorioso volando sobre los siglos, y no has querido otra gloria que las manos<br />

y las miradas levantadas hacia ti de aquellos que has curado y consolado... A<br />

tu último grito, incomprendido por tus guardas, un escalofrío les ha<br />

estremecido. <strong>Los</strong> soldados romanos se han vuelto, y ante la extraña radiación<br />

dejada por tu espíritu sobre la faz tranquila de aquel cadáver, tus verdugos<br />

asombrados se miran y dicen: “¿Será un dios?”.<br />

* * *<br />

¿Ha concluido realmente el drama?. ¿Terminó la lucha formidable y<br />

silenciosa entre el divino Amor y la Muerte que se ha lanzado sobre él con los<br />

poderes reinantes en la tierra?. ¿Dónde está el vencedor?. ¿Lo son aquellos<br />

sacerdotes que descienden <strong>del</strong> Calvario, contentos de sí mismos, seguros,<br />

puesto que han visto expirar al profeta, o lo será el pálido crucificado ya<br />

lívido?. Para aquellas mujeres fieles que han dejado aproximar los legionarios<br />

romanos y que sollozan al pie de la cruz, para los discípulos consternados y<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

refugiados en una gruta <strong>del</strong> valle de Josapath, todo ha terminado. El Mesías<br />

que debía sentarse en el trono de Jerusalén ha perecido miserablemente en el<br />

suplicio infame de la cruz. El Maestro ha desaparecido; con él la esperanza, el<br />

Evangelio, el reino <strong>del</strong> cielo. Un triste silencio, una desesperación profunda<br />

pesan sobre la pequeña comunidad. Pedro y Juan mismos están anonadados.<br />

Todo lo ven oscuro a su alrededor; ya no luce en su alma un rayo de<br />

esperanza. Sin embargo, de igual modo que en los misterios de Eleusis una luz<br />

deslumbradora sucedía a las tinieblas profundas, así en los Evangelios a<br />

aquella desesperación inmensa sucede una súbita alegría, instantánea,<br />

prodigiosa, que hace irrupción como la luz <strong>del</strong> sol en la aurora, y este clamar<br />

vibrante de alegría se propaga en toda la Judea: ¡Ha resucitado!.<br />

La primera es María Magdalena que, errando a la ventura alrededor <strong>del</strong><br />

sepulcro, ha visto al Maestro y ha reconocido su voz que la llamaba por su<br />

nombre: ¡María!. Loca de contento, se ha precipitado a sus pies. Ha visto a<br />

Jesús mirarla, hacer un gesto como para prohibirla tocarle, luego desvanecerse<br />

bruscamente la aparición, dejando alrededor de Magdalena una tibia atmósfera<br />

y la certidumbre de una presencia real. Después las santas mujeres encuentran<br />

al Señor y le oyen decir estas palabras: “Id a decir a mis hermanos que vayan a<br />

Galilea y allá me verán”. La misma noche, estando reunidos los once y las<br />

puertas cerradas, vieron entrar a Jesús. Ocupó lugar en medio de ellos, les<br />

habló dulcemente, reprochándoles su incredulidad. Luego dijo: “Id por el<br />

Mundo y predicad el Evangelio a toda criatura humana”. (Marcos, XVI, 15).<br />

Cosa extraña; mientras le escuchaban, todos estaban como en un sueño,<br />

habían por completo olvidado su muerte, le creían vivo y estaban persuadidos<br />

de que el Maestro no les abandonaría. Más en el instante en que iban a hablar,<br />

le habían visto desaparecer como una luz que se apaga. El eco de su voz<br />

vibraba aún en sus oídos. <strong>Los</strong> apóstoles, deslumhrados, buscaron en el sitio<br />

que dejó vacío; un vago resplandor flotaba en él; de repente se esfumó. Según<br />

Mateo y Marcos, Jesús reapareció poco después sobre una montaña, ante<br />

quinientos hermanos reunidos por los apóstoles. Otra vez se mostró de nuevo<br />

a los once reunidos. Luego las apariciones cesaron. Pero la fe se había creado;<br />

la impulsión estaba dada, el cristianismo vivía. <strong>Los</strong> apóstoles, henchidos de<br />

sagrado fuego, curaban enfermos y predicaban el Evangelio de su Maestro.<br />

Tres años más tarde, un joven fariseo llamado Saulo, animado contra la nueva<br />

religión de violento odio y que perseguía a los cristianos con juvenil ardor, fue<br />

a Damasco con algunos compañeros. En el camino se vio súbitamente<br />

envuelto en un relámpago tan deslumbrador que cayó a tierra. Tembloroso,<br />

exclamó: “¿Quién eres?. Y oyó decir a una voz: Soy Jesús, a quien persigues;<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

duro te sería volverte contra los aguijones”. Sus compañeros, tan asustados<br />

como él, le levantaron. Habían oído la voz sin ver nada. El joven, cegado por<br />

el rayo, sólo después de tres días de oscuridad pudo recobrar la vista. (Hechos,<br />

IX, 1-9).<br />

Saulo se convirtió a la fe de Cristo y fue Pablo, el apóstol de los<br />

Gentiles. Todo el mundo está de acuerdo en decir que sin aquella conversión<br />

el cristianismo confinado en Judea, no hubiese conquistado el Occidente.<br />

Tales son los hechos relatados por el Nuevo Testamento. Por esfuerzos<br />

que se hagan para reducirlos al mínimo, y cualquiera que sea por otra parte la<br />

idea religiosa o filosófica que a ello se relacione, es imposible hacerlos pasar<br />

por pura leyenda y rehusarles el valor de un testimonio auténtico, en cuanto a<br />

lo esencial. Desde hace dieciocho siglos las olas de la duda y de la negación<br />

han asaltado la roca de este testimonio; hace cien años que la crítica se ha<br />

encarnizado contra él con todos sus útiles y todas sus armas. Ella ha podido<br />

desquiciarlo en ciertos puntos, pero no moverlo de su lugar. ¿Qué es lo que<br />

hay tras las visiones de los apóstoles?. <strong>Los</strong> teólogos primarios, los exégetas de<br />

la letra y los sabios agnósticos podrán disputar sobre él hasta el infinito y<br />

batirse en la oscuridad; no se convertirán unos a otros y razonarán en el vacio,<br />

en tanto que la Teosofía, que es la ciencia <strong>del</strong> Espíritu, no haya ampliado sus<br />

concepciones y que una Psicología experimental superior, que es el arte de<br />

descubrir el alma, no les haya abierto los ojos. Pero, no colocándonos aquí<br />

más que en él punto de vista <strong>del</strong> historiador concienzudo, es decir, de la<br />

autenticidad de esos hechos como hechos psíquicos, hay una cosa de que no se<br />

puede dudar y es que los apóstoles han tenido esas apariciones y que su fe en<br />

la resurrección <strong>del</strong> Cristo ha sido inquebrantable. Si se rechaza la narración de<br />

Juan, como habiendo recibido su definitiva redacción cien años<br />

aproximadamente después de la muerte de Jesús, y la de Lucas sobre Emmaús<br />

como una amplificación poética, quedan las afirmaciones simples y positivas<br />

de Marcos y Mateo, que son la raíz misma de la tradición y de la religión<br />

cristiana. Queda aún algo más sólido e indiscutible: el testimonio de Pablo.<br />

Queriendo explicar a los Corintios la razón de su fe y la base <strong>del</strong> Evangelio<br />

que predica, enumera por su orden seis apariciones sucesivas de Jesús: las de<br />

Pedro, a los once, a los quinientos “cuya mayor parte vive aún”, a Santiago, a<br />

los apóstoles reunidos, y finalmente su propia visión en el camino de<br />

Damasco. (Corintios, XV, 1-9). Tales hechos fueron comunicados a Pablo por<br />

el mismo Pedro y por Santiago tres años después de la muerte de Jesús, poco<br />

después de la conversión de Pablo; cuando hizo su primer viaje a Jerusalén.<br />

<strong>Los</strong> relatos provienen de testigos oculares. En fin, de todas esas visiones, la<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

más incontestable no es la menos extraordinaria, quiero decir la <strong>del</strong> mismo<br />

Pablo; en sus epístolas se refiere a ella sin cesar como fuente de su fe. Dados<br />

el estado psicológico precedente de Pablo y la naturaleza de su visión, ésta<br />

viene de fuera y no de dentro; es de un carácter inesperado y fulminante y<br />

cambia su ser de pies a cabeza. Como bautismo de fuego templa su alma, la<br />

reviste de una armadura infrangible, y hace de él ante el mundo el defensor<br />

invencible <strong>del</strong> Cristo.<br />

De este modo, el testimonio de Pablo tiene una doble fuerza, en tanto<br />

que afirma su propia visión y corrobora la de los otros. Si se quisiera dudar de<br />

la sinceridad de tales afirmaciones, sería preciso rechazar en masa todos los<br />

testimonios históricos y renunciar a escribir historia. Agreguemos que si no<br />

puede haber crítica exacta sin un cotejo exacto y una selección razonada de<br />

todos los documentos, tampoco puede haber historia filosófica si no sé deduce<br />

la grandeza de los efectos de la grandeza de las causas. Se puede no conceder<br />

ningún valor objetivo a la resurrección y considerarla como un fenómeno de<br />

alucinación pura — como lo hacen Celse, Strauss y M. Renán. Pero en ese<br />

caso, preciso es fundar la más grande revolución religiosa de la humanidad<br />

sobre una aberración de los sentidos y sobre una quimera <strong>del</strong> espíritu. (Strauss<br />

ha dicho: El hecho de la resurrección sólo es explicable como un juego de<br />

charlatán al servicio de la historia universal, ein weltthistorischer humburg.<br />

La frase es más cínica que aguda y no explica las visiones de los apóstoles y<br />

de Pablo).<br />

No hay que engañarse; la fe en la resurrección es la base <strong>del</strong><br />

cristianismo histórico. Sin esta confirmación de la doctrina de Jesús por un<br />

hecho deslumbrador, su religión no hubiera tan siquiera comenzado.<br />

Aquel hecho operó una revolución total en el alma de los apóstoles. De<br />

judaica que era, su conciencia se convirtió en cristiana. Para ellos el Cristo<br />

glorioso, vive; él les ha hablado; el cielo se ha abierto; el más allá ha<br />

ingresado en el más-acá; la aurora de la inmortalidad ha tocado a su frente y<br />

abrasado sus almas con un fuego que no puede apagarse ya. Sobre el reino<br />

terrestre de Israel que se derrumba, han entrevisto en todo su esplendor el<br />

reino celeste y universal. De ahí sus alientos para la lucha, su alegría en el<br />

martirio. De la resurrección de Jesús parte ese impulso prodigioso, esa<br />

inminente esperanza que lleva el Evangelio a todos los pueblos y va a bañar<br />

con sus ondas los últimos confines de la tierra. Para que el cristianismo<br />

triunfase, se precisaban dos cosas, como dice Fabre d’Olivet: que jesús<br />

quisiera morir y que tuviese la fuerza de resucitar.<br />

Para concebir <strong>del</strong> hecho de la resurrección una idea racional, para<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

comprender también su alcance religioso y filosófico, no hay más que tener en<br />

cuenta el fenómeno de las apariciones sucesivas y separar desde el principio la<br />

absurda idea de la resurrección <strong>del</strong> cuerpo, una de las mayores piedras de<br />

toque <strong>del</strong> dogma cristiano que, en este punto como en muchos otros, es<br />

absolutamente primario e infantil. La desaparición <strong>del</strong> cuerpo de Jesús puede<br />

explicarse por causas naturales y hay que notar que el cuerpo de varios<br />

grandes adeptos ha desaparecido sin dejar rastro y de un modo tan misterioso<br />

como éste, entre otros el de Moisés, de Pitágoras y de Apolonio de Tyana, sin<br />

que se haya podido jamás saber qué ha sido de ellos. Quizás los hermanos<br />

conocidos o desconocidos que velaban sobre ellos hayan destruido por el<br />

fuego los despojos de su Maestro para substraerlos a la profanación de sus<br />

enemigos. Sea de ello lo que quiera, el aspecto científico y la grandeza<br />

espiritual de la resurrección sólo aparecen si se la comprende en el sentido<br />

esotérico.<br />

Entre los egipcios, como entre los persas de la religión mazdeana de<br />

Zoroastro, antes y después de Jesús en Israel, como entre los cristianos de los<br />

primeros siglos, la resurrección ha sido comprendida de dos maneras, una<br />

material y absurda, otra espiritual y teosófica. La primera es la idea popular<br />

finalmente adoptada por la Iglesia después de la represión <strong>del</strong> gnosticismo; la<br />

segunda es la profunda idea de los iniciados. En el primer sentido, la<br />

resurrección significa la vuelta a la vida <strong>del</strong> cuerpo material, en una palabra, la<br />

reconstitución <strong>del</strong> cadáver descompuesto o dispersado, que se figuraban debía<br />

tener lugar al advenimiento <strong>del</strong> Mesías o en el juicio final. Inútil es hacer<br />

resaltar el materialismo grosero y lo absurdo de esa concepción. Para el<br />

iniciado la resurrección tenía un sentido muy diferente y se relacionaba con la<br />

constitución ternaria <strong>del</strong> hombre. Ella significaba la purificación y la<br />

regeneración <strong>del</strong> cuerpo sideral, etéreo y fluídico, que es el organismo <strong>del</strong><br />

alma y en cierto modo la cápsula <strong>del</strong> espíritu. Esa purificación puede tener<br />

lugar desde esta vida por el trabajo interno <strong>del</strong> alma y cierto modo de<br />

existencia; pero no tiene lugar más que después de la muerte para la mayor<br />

parte de los hombres, y sólo para aquellos que de uno u otro modo han<br />

aspirado a lo justo y a lo verdadero. En el otro mundo la hipocresía es<br />

imposible. Allí las almas aparecen tal como en realidad ellas son; ellas se<br />

manifiestan fatalmente bajo la forma y el color de su esencia; tenebrosas y<br />

repugnantes si son malas; radiantes y bellas si son buenas. Tal es la doctrina<br />

expuesta por Pablo en la epístola a los Corintios, donde dice formalmente:<br />

“Hay un cuerpo animal y un cuerpo espiritual”. (Corintios, XV, 39-46). Jesús<br />

lo anuncia simbólicamente, pero con más profundidad para quien sabe leer<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

entre líneas, en su conversación secreta con Nicodemo. Cuanto más<br />

espiritualizada está un alma, más grande será su alejamiento de la atmósfera<br />

terrestre, más lejana la región cósmica que la atrae por su ley de afinidad, más<br />

difícil su manifestación a los hombres.<br />

De modo que las almas superiores no se manifiestan casi nunca al<br />

hombre, más que en el estado de sueño profundo o éxtasis. Entonces, con los<br />

ojos físicos cerrados, el alma medio desprendida <strong>del</strong> cuerpo, a veces ve a otras<br />

almas. Ocurre a veces que un gran profeta, un verdadero hijo de Dios se<br />

manifiesta a los suyos de un modo sensible y en estado de vigilia, a fin de<br />

persuadirles mejor, impresionando sus sentidos y su imaginación. En tal caso,<br />

el alma desencarnada llega a dar momentáneamente a su cuerpo espiritual una<br />

apariencia visible, a veces hasta tangible, por medio de un dinamismo<br />

particular que el espíritu ejerce sobre la materia por las fuerzas eléctricas de la<br />

atmósfera y las fuerzas magnéticas de los cuerpos vivos.<br />

Es lo que ocurrió, según todas las apariencias, en el caso de Jesús. Las<br />

apariciones reseñadas por el Nuevo Testamento entran alternativamente en<br />

una u otra de estas dos categorías: visión espiritual y aparición sensible. Es<br />

cierto que tuvieron para los apóstoles el carácter de una realidad suprema.<br />

Hubieran ellos dudado antes de la existencia <strong>del</strong> cielo y de la tierra, que de su<br />

comunión viviente con el Cristo resucitado. Porque aquellas visiones<br />

emocionantes <strong>del</strong> Señor eran cuanto había de más radiante en su vida, de más<br />

profundo en su conciencia. No existe lo sobrenatural, pero sí lo desconocido<br />

de la naturaleza, en su continuación oculta en lo infinito, y la fosforescencia de<br />

lo invisible en los confines de lo visible. En nuestro estado corporal presente<br />

nos cuesta trabajo creer y aun concebir la realidad de lo impalpable; en el<br />

estado espiritual, la materia es la que nos parece lo irreal y lo no existente.<br />

Pero la síntesis <strong>del</strong> alma y de la materia, esas dos fases de la substancia una, se<br />

encuentra en el Espíritu. Porque si nos remontamos a los principios eternos, a<br />

las causas finales, las leyes innatas de la Inteligencia explican el dinamismo de<br />

la naturaleza; y el estudio <strong>del</strong> alma, por psicología experimental, explica las<br />

leyes de la vida.<br />

La resurrección, comprendida en el sentido esotérico, como acabo de<br />

indicarlo, era, pues, a la vez la conclusión necesaria de la vida de Jesús y el<br />

prefacio indispensable a la evolución histórica <strong>del</strong> cristianismo. Conclusión<br />

necesaria, pues Jesús la había anunciado varias veces a sus discípulos. Si tuvo<br />

poder para aparecer después de su muerte con aquel esplendor triunfal, ello<br />

fue debido a la pureza, a la fuerza innata de su alma, centuplicada por la<br />

magnitud <strong>del</strong> esfuerzo y de la obra cumplida.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Visto desde fuera y desde el punto de vista terrestre, el drama mesiánico<br />

termina en la cruz. Sublime en sí, le falta sin embargo el cumplimiento de la<br />

promesa. Visto desde dentro, desde el fondo de la conciencia de Jesús y desde<br />

el punto de vista celeste, tiene tres actos que culminan en la Tentación, la<br />

Transfiguración y la Resurrección. Esas tres frases representan en otros<br />

términos: la Iniciación <strong>del</strong> Cristo, la Revelación total y la Coronación de la<br />

obra, y corresponden bastante bien con lo que los apóstoles y los cristianos<br />

iniciados de los primeros siglos llamaron los misterios <strong>del</strong> Hijo, <strong>del</strong> Padre y<br />

<strong>del</strong> Espíritu Santo.<br />

Coronación necesaria, decía, de la vida <strong>del</strong> Cristo, y prefacio<br />

indispensable de la evolución histórica <strong>del</strong> cristianismo. El navio construido<br />

en la playa tenía necesidad de ser lanzado al océano. La resurrección fue<br />

además una puerta de luz abierta sobre toda la reserva esotérica de Jesús. No<br />

nos admiremos de que los primeros cristianos hayan quedado deslumhrados y<br />

cegados por su fulgurante irrupción, de que hayan comprendido con<br />

frecuencia la enseñanza <strong>del</strong> Maestro a la letra, y hayan equivocado el sentido<br />

de sus palabras. Pero hoy que el espíritu humano ha recorrido el ciclo de las<br />

edades, de las religiones y de las ciencias, adivinamos lo que un San Pedro, un<br />

San Pablo, lo que el mismo Jesús entendían por los misterios <strong>del</strong> Padre y <strong>del</strong><br />

Espíritu. Vemos que contenían lo que la ciencia psíquica y la intuición<br />

teosófica <strong>del</strong> Oriente habían conocido de más elevado y verdadero. Vemos<br />

también el poder de nueva expansión que el Cristo dio a la antigua, a la eterna<br />

verdad, por la grandeza de su amor, por la energía de su voluntad. Percibimos<br />

en fin el lado a la vez metafísico y práctico <strong>del</strong> cristianismo, que constituye su<br />

poder y su vitalidad.<br />

<strong>Los</strong> viejos teósofos de Asia han conocido las verdades trascendentes.<br />

<strong>Los</strong> brahamanes hasta encontraron la clave de la vida anterior y futura,<br />

formulando la ley orgánica de la reencarnación y dé la alternativa de las vidas.<br />

Pero a fuerza de sumergirse en el más allá y en la contemplación de la<br />

Eternidad, olvidaron la realización terrestre: la vida individual y social. La<br />

Grecia, primitivamente iniciada en las mismas verdades bajo formas más<br />

veladas y más antropomórficas, se fijó, por su genio propio, en la vida natural<br />

y terrestre. Esto le permitió revelar por el ejemplo las leyes inmortales de lo<br />

Bello y formular los principios de las ciencias de observación. Pero, en ese<br />

punto de vista, su concepción <strong>del</strong> más allá se estrechó y oscureció<br />

gradualmente. Jesús, por su amplitud y su universalidad, abarca los dos<br />

extremos de la vida. En la oración dominical, que resume su enseñanza, dice:<br />

“Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo”. Y el reino divino<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

sobre la tierra significa el cumplimiento de la ley moral y social en toda la<br />

riqueza, en todo el esplendor de lo Bello, lo Bueno y lo Verdadero. Es decir,<br />

que la magia de su doctrina, su poder de desenvolvimiento en cierto modo<br />

ilimitado, residen en la unidad de su moral y de su metafísica, en su fe<br />

ardiente en la vida eterna, y en su necesidad de comenzarla en la tierra por la<br />

acción, por la caridad activa. El Cristo dice al alma abrumada bajo todos los<br />

pesos de la tierra: ¡Levántate, pues tu patria está en el cíelo; pero si has de<br />

crearlo y llegar a él, pruébalo desde aquí por tus obras y por tu amor!.<br />

390


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

VII<br />

LA PROMESA Y SU CUMPLIMIENTO<br />

EL TEMPLO<br />

“En tres días derribaré el templo; en tres días lo reedificaré”, había<br />

dicho a sus discípulos el hijo de María, el esenio consagrado Hijo <strong>del</strong> Hombre,<br />

es decir, el heredero espiritual <strong>del</strong> Verbo de Moisés, de Hermes y de todos los<br />

antiguos hijos de Dios. Esta promesa audaz, palabra de iniciado y de iniciador,<br />

¿La ha realizado?. Sí, si se tienen en cuenta las consecuencias que la<br />

enseñanza <strong>del</strong> Cristo, confirmada por su muerte y por su resurrección<br />

espiritual, han tenido para la humanidad, y todas las que contiene su promesa<br />

para un porvenir ilimitado. Su verbo y su sacrificio han colocado los cimientos<br />

de un templo invisible más sólido y más indestructible que todos los templos<br />

de piedra; pero ese templo no se continúa ni se acaba más que en la medida en<br />

que cada hombre y los siglos en él trabajan.<br />

¿Qué templo es éste?. El de la humanidad regenerada. Es un templo<br />

moral, social y espiritual.<br />

El templo moral es la regeneración <strong>del</strong> alma humana, la transformación<br />

de los individuos por el ideal humano, ofrecido como ejemplo a la humanidad<br />

en la persona de Jesús. La armonía maravillosa y la plenitud de sus virtudes lo<br />

hacen difícil de definir. Razón equilibrada, intuición mística, simpatía<br />

humana, poder <strong>del</strong> verbo y de la acción, sensibilidad hasta el dolor, amor<br />

desbordante hasta el sacrificio, valor hasta la muerte, nada le ha faltado.<br />

¡Había alma bastante en cada gota de sus venas para hacer un héroe; pero esto<br />

unido a la dulzura divina!. La unión profunda <strong>del</strong> heroísmo y <strong>del</strong> amor, de la<br />

voluntad y de la inteligencia, <strong>del</strong> Eterno Masculino con el Eterno Femenino,<br />

constituyen en él la flor <strong>del</strong> ideal humano. Toda su moral, que tiene como<br />

límite el amor fraternal ilimitado y la alianza humana universal, se desprende<br />

naturalmente de aquella grande personalidad. El trabajo de dieciocho siglos<br />

transcurridos desde su muerte ha tenido por resultado hacer penetrar este ideal<br />

en la conciencia de todos. Porque no hay ya casi hombre alguno en el mundo<br />

civilizado que de él no tenga una noción más o menos clara. Se puede afirmar<br />

que el templo moral deseado por el Cristo no está terminado, sino fundado<br />

sobre indestructibles bases en la humanidad actual.<br />

391


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

No ocurre lo mismo con el templo social. Éste supone el<br />

establecimiento <strong>del</strong> reino de Dios o de la Ley providencial en las instituciones<br />

orgánicas de la humanidad; es preciso construirlo por completo. La<br />

humanidad vive aún en estado de guerra, bajo la ley de la Fuerza y <strong>del</strong> destino.<br />

La ley <strong>del</strong> Cristo que reina en la conciencia moral, no ha pasado aún a las<br />

instituciones. Sólo incidentalmente he tocado a las cuestiones de organización<br />

social y política en este libro, dedicado exclusivamente a iluminar la cuestión<br />

filosófica y religiosa en su centro, por medio de algunas de las esenciales<br />

verdades esotéricas y por la vida de los grandes iniciados. No me ocuparé con<br />

más extensión de aquellas cuestiones en esta conclusión. Es demasiado vasta y<br />

compleja y escapa demasiado a mi competencia para que yo intente tan<br />

siquiera definirla en algunas líneas. Sólo diré lo siguiente. La guerra social<br />

existe en principio en todos los países europeos, porque no hay bases<br />

económicas, sociales y religiosas admitidas por todas las clases de la sociedad.<br />

Asimismo, las naciones europeas no han cesado de vivir entre sí en estado de<br />

guerra abierta o de paz armada, porque tampoco las liga legálmente ningún<br />

principio federativo común. Sus intereses, sus aspiraciones comunes, no<br />

pueden recurrir a ninguna autoridad reconocida, no pueden tener sanción en<br />

ningún tribunal supremo. Si la ley <strong>del</strong> Cristo ha penetrado en las conciencias<br />

individuales y hasta cierto punto en la vida social, la ley pagana y bárbara es la<br />

que rige en nuestras instituciones políticas. Actualmente el poder político está<br />

en todas partes constituido sobre bases insuficientes, porque por un lado<br />

emana <strong>del</strong> llamado poder divino de los reyes, que no es otro que el de la<br />

fuerza militar; por otra parte <strong>del</strong> sufragio universal, que sólo es el instinto de<br />

las masas o la inteligencia no seleccionada. Una nación no es un número de<br />

valores indistintos o de cifras adicionales, sino que es un ser vivo compuesto<br />

de órganos. En tanto que la representación nacional no sea la imagen de aquel<br />

organismo desde sus genios hasta sus clases instructoras, no existirá la<br />

representación nacional orgánica e inteligente. En tanto que los <strong>del</strong>egados de<br />

todos los cuerpos científicos y de todas las iglesias cristianas no se constituyan<br />

conjuntamente en un consejo superior, nuestras sociedades serán gobernadas<br />

por el instinto, la pasión y la fuerza; no existirá el templo social.<br />

¿De dónde procede, pues, que sobre la Iglesia, demasiado pequeña para<br />

contenerle por completo, de la política que le niega y de la Ciencia que no le<br />

comprende aún más que a medias, el Cristo está más vivo qué nunca?. De que<br />

su moral sublime es el corolario de una ciencia más sublime aun. La<br />

humanidad comienza sólo a presentir el alcance de su obra, la extensión de su<br />

promesa. Detrás de él vemos conjuntamente a Moisés, a toda la antigua<br />

392


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

teosofía de los iniciados de la India, Egipto y Grecia, de la cual constituye una<br />

confirmación luminosa. Comenzamos a comprender que Jesús en su más alta<br />

conciencia, que el Cristo transfigurado, abre sus brazos amorosos a sus<br />

hermanos, a los otros Mesías que le han precedido, como él rayos <strong>del</strong> Verbo<br />

viviente; que los abre por completo a la Ciencia integral, al Arte divino y a la<br />

Vida plena. Pero su promesa no puede cumplirse sin el concurso de todas las<br />

fuerzas vivas de la humanidad. Dos cosas principales son necesarias hoy para<br />

proseguir la gran obra: por una parte abrir progresivamente la ciencia<br />

experimental y la filosofía intuitiva a los hechos <strong>del</strong> orden psíquico, a los<br />

principios intelectuales y a las verdades espirituales; por otra la ampliación <strong>del</strong><br />

dogma cristiano en el sentido de la tradición y de la ciencia esotérica; por<br />

consiguiente, una reorganización de la Iglesia según la iniciación graduada y<br />

esto por un movimiento libre e irresistible de todas las iglesias cristianas, que<br />

son todas igualmente y con igual título las hijas de Cristo. Es preciso que la<br />

ciencia se vuelva religiosa y la religión científica. Esa doble evolución, que ya<br />

se prepara, traería final y forzosamente una reconciliación de la Ciencia y de<br />

la Religión en el terreno esotérico. La obra no se rea- lizará sin grandes<br />

dificultades al principio, pero el porvenir de la Sociedad europea, de ello<br />

depende. La transformación <strong>del</strong> Cristianismo en el sentido esotérico llevaría<br />

consigo la <strong>del</strong> Judaismo y <strong>del</strong> Islamismo, así como una regeneración <strong>del</strong><br />

Brahmanismo y <strong>del</strong> Buddhismo en el mismo sentido: ésta sería una base<br />

religiosa para la reconciliación <strong>del</strong> Asia y de Europa.<br />

He ahí el templo espiritual por construir; el coronamiento y la<br />

culminación de la obra intuitivamente concebida y deseada por Jesús. ¿Puede<br />

su verbo de amor formar la cadena magnética de las ciencias y de las artes, de<br />

las religiones y de los pueblos, y convertirse así en el verbo universal?.<br />

Hoy el Cristo es dueño <strong>del</strong> globo por las dos razas más jóvenes, llenas<br />

aún de fe. Por Rusia, tiene el pie en Asia. <strong>Los</strong> que la creen destinada a una<br />

decadencia irremediable, la calumnian. Pero si continúa despedazándose, en<br />

vez de federalizarse bajo la impulsión de una sola autoridad legal: la científica<br />

y religiosa; si por la extinción de esa fe, que es la luz <strong>del</strong> espíritu nutrida por el<br />

amor, continúa preparando su descomposición moral y social, su civilización<br />

corre el riesgo de perecer entre las convulsiones sociales, en primer término,<br />

luego por la invasión de las razas más jóvenes; y éstas cogerán la antorcha que<br />

ella ha dejado escapar de sus manos.<br />

Europa debiera llevar a cabo otra misión más hermosa, que consistiría<br />

en conservar la dirección <strong>del</strong> mundo, acabando la obra social <strong>del</strong> Cristo,<br />

formulando su pensamiento integral, coronando por la Ciencia, el Arte y la<br />

393


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Justicia el templo espiritual <strong>del</strong> mayor de los hijos de Dios.<br />

394


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

APÉNDICE<br />

Es costumbre, tal como se ha expresado<br />

anteriormente (Libro II, Krishna), incluir en el<br />

libro textos posteriores de Schuré sobre<br />

Budha, Zoroastro y Jesús, criterio que hemos<br />

seguido aquí, pues de algún modo completan<br />

sus ideas.<br />

(N. <strong>del</strong> E.)<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

ZOROASTRO<br />

LAS ETAPAS DEL VERBO SOLAR<br />

396


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

I<br />

LAS ETAPAS DEL VERBO SOLAR<br />

La religión y la civilización brahmánicas representan la primera etapa<br />

de la humanidad postatlante y se resume en una palabra: la conquista <strong>del</strong><br />

mundo divino por la sabiduría primordial.<br />

Las grandes civilizaciones que siguieron, Persia, Caldea, Egipto, Grecia<br />

y Roma, el judeo-cristianismo, el mundo en fin celta-germánico (en plena<br />

evolución todavía y <strong>del</strong> cual formamos parte), representan las diversas fases<br />

de a<strong>del</strong>anto de la raza blanca. En todas estas razas, religiones, civilizaciones y<br />

pueblos diversos se infiltra el elemento ario predominante y todas se unifican<br />

en un lazo magnético, en una idea que instintivamente las anima y guía.<br />

Esta idea es la conquista de la tierra por la adaptación de lo Divino<br />

revelado en la vida. Tal adaptación no es posible sin la progresiva debilitación<br />

<strong>del</strong> instrumento por cuyo medio se llega a descubrir la divina morada, o sea, la<br />

comunión espontánea con las potestades cósmicas que llamamos dioses y la<br />

visión en los mundos astral y espiritual, que es el mundo interno <strong>del</strong> hombre y<br />

<strong>del</strong> universo.<br />

Estas facultades creadoras y reveladoras se hallaban ya atrofiadas en la<br />

India en la época en que la filosofía especulativa substituyó a la intuición<br />

primordial. Habían de oscurecerse y esfumarse más todavía entre las razas<br />

arias y semitas <strong>del</strong> Asia central y de Europa a medida que se desenvolvieron<br />

en las facultades intrínsecas de la raza aria, indispensables para el logro y<br />

dominio <strong>del</strong> mundo externo, a saber: rigurosa observación, criterio y análisis,<br />

de donde surge el sentimiento de libertad y de independencia individual.<br />

Sin embargo, las facultades trascendentales <strong>del</strong> alma no se extinguen en<br />

la humanidad. Perduran en una selección que las desenvuelve y disciplina en<br />

secreto, bajo el velo <strong>del</strong> misterio, resguardadas de las profanaciones y<br />

corrupciones <strong>del</strong> exterior. De aquí la razón de las iniciaciones.<br />

Entre esta agrupación auto-selectiva, por las pruebas exigidas, perdura<br />

la inspiración divina, aunque varía de modalidad. En lugar de desperdigarse<br />

por todo el universo y de desvanecerse en el Infinito como entre los indos,<br />

tiende a condensarse y concentrarse en un punto único que nosotros llamamos<br />

el Verbo Solar.<br />

El Verbo Solar es el Logos, la divina Palabra que anima nuestro mundo<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

planetario. Al glorificar al sol, no adoraban exclusivamente los primitivos<br />

rishis y los poetas védicos al sol físico, sino que presentían tras él al Espíritu<br />

animador <strong>del</strong> astro-rey.<br />

Nuestro sistema solar y la tierra, su crisol más denso, en donde el<br />

Espíritu y la Materia alcanzan su tensión máxima generando la más ardiente<br />

vida, han sido creados por la jerarquía de las potestades cósmicas bajo la<br />

inspiración de Dios, infinito e insondable. El Génesis lo expresa<br />

admirablemente con la palabra Elohim, que significa Dios de los Dioses.<br />

(Véase la “Bible hébraique restituée”, por Fabre d’Olivet, la “Science<br />

secrete”, de Rodolfo Steiner y “L’everfution planetaire et l’origine de<br />

l’homme”, <strong>del</strong> autor).<br />

Sin embargo, desde el origen, desde el período saturniano de la vida<br />

planetaria, el pensamiento divino, el Logos que preside especialmente nuestro<br />

sistema solar, tiende a condensarse y a manifestarse por medio de un<br />

organismo soberano que será, en cierto modo, su verbo y su candente pira.<br />

Este Dios, este Espíritu, es el rey de los Genios solares, superior a los<br />

Arcángeles, a las Dominaciones, a los Tronos y a los Serafines, a un tiempo<br />

inspirador y flor sublime de su creación común, cobijado por ellos y con ellos<br />

creciendo para superarles, destinado a convertirse en la Palabra humana <strong>del</strong><br />

Creador, como la luz de los astros es su universal palabra. Tal es el Verbo<br />

Solar, el Cristo cósmico, centro y eje de la evolución terrestre.<br />

Este Genio sublime, este Verbo Solar que no debemos confundir con el<br />

sol físico (porque es la quintaesencia espiritual de este astro), no puede<br />

revelarse súbitamente y de una vez a la débil humanidad. Sólo puede<br />

aproximarse a los hombres por etapas sucesivas. Precisa por el momento<br />

retener los reflejos y los rayos esparcidos antes de poder soportar la lumbre<br />

cegadora.<br />

Las primitivas razas, las antiguas religiones, principiaron a presentirlo<br />

al través de diversos dioses, como luce el sol tras las nubes o se transparenta la<br />

figura humana tras velos cada vez más tenues. Cristo brilla de lejos a través de<br />

Indra, llamea para Zoroastro en la aureola de Ormuz, clarea para Hermes en el<br />

sol de Osiris, habla a Moisés en la zarza ardiente, y surca como un blanco<br />

meteoro en los rojos relámpagos <strong>del</strong> Sinaí, para encarnarse, por fin, en el<br />

maestro Jesús, dulzura humana y esplendor divino. Él se hizo carne para<br />

ofrecerse a toda la humanidad como el sol de amor y de resurrección.<br />

Así, paulatinamente, el reflejo se convierte en rayo, el rayo en estrella y<br />

la estrella en fulgurante sol. La estrella de los magos, que <strong>del</strong> Asia central<br />

transporta sus rayos a Egipto para posarse sobre la cuna de Belén, ilumina tres<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

lugares maravillosos en la sombría batahola de los pueblos precipitados unos<br />

sobre otros durante cinco mil años entre el Mar Caspio, el golfo Pérsico y el<br />

Mediterráneo.<br />

Estos tres puntos señalan la revelación de Zoroastro en el Irán<br />

primitivo: el encuentro de los magos de Babilonia con la imponente figura <strong>del</strong><br />

profeta Daniel; la visión sublime y terrorífica <strong>del</strong> sol de Osiris en las criptas de<br />

Egipto, anunciando el fin de las monarquías absolutas de Oriente, y la<br />

extensión de los Misterios antiguos prediciendo el advenimiento de Cristo.<br />

Estos tres acontecimientos caracterizan tres etapas <strong>del</strong> Verbo Solar, y<br />

simultáneamente, tres pasos gigantescos para la conquista <strong>del</strong> mundo. Porque<br />

permiten entrever, por una parte, el descenso gradual <strong>del</strong> Cristo Cósmico en la<br />

humanidad; y por otra, la obra de tres potentes civilizaciones, Persia, Caldea y<br />

Egipto, en que prosigue el impulso ario hacia Occidente.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

II<br />

PERSIA<br />

Pasemos de la India al Asia central y contemplemos el país a vista de<br />

pájaro.<br />

A lo lejos se extienden a nuestros pies el Pamir y el Indo-Kruchs,<br />

“Dosel <strong>del</strong> mundo” y nudo gordiano <strong>del</strong> continente. Crestas blancas y grises<br />

valles. Al norte y al este de aquella amalgama montañosa, el Irán y la Persia<br />

forman una alta meseta. Líneas austeras encuadran prolongadas extensiones de<br />

grandiosidad soberbia y salvaje. Terreno quebrado, verdes oasis, áridos<br />

desiertos que circundan las más enhiestas cimas <strong>del</strong> mundo.<br />

Uno de los modernos viajeros que mejor ha visto la Persia y sentido<br />

palpitar su alma, el Conde de Gobineau, describe así esta comarca altiva: “La<br />

Naturaleza ha dispuesto el Asia central como un graderío inmenso en cuya<br />

cúspide parece haber tenido a gala, superando las demás regiones <strong>del</strong> globo,<br />

colocar la antigua cuna de nuestra raza”.<br />

“Entre el Mediterráneo, el golfo Pérsico y el Mar Negro, el suelo se<br />

eleva de estadio en estadio. Enormes macizos en hilera, el Tauro, los montes<br />

Gordianos, las cordilleras <strong>del</strong> Laristán, remontan y sostienen las provincias. El<br />

Cáucaso, el Elburz, las montañas de Chiraz y de Ispahan se ayuntan al colosal<br />

graderío elevándolos más aún. Esta plataforma inmensa, ostentando en<br />

planicies sus extensiones majestuosas por el laclo de los montes Soleyman e<br />

Indo-Krusch, finaliza por una parte, en el Turquestán, que conduce a la China,<br />

y por otra a las orillas <strong>del</strong> Indo, fronteras de un no menos extenso mundo”.<br />

“La principal característica de esta naturaleza, la evocación que<br />

predominantemente sugiere, es el sentimiento de la inmensidad y <strong>del</strong><br />

misterio”. (Gobineau: “Trois ans en Asie).<br />

Pero abundan al mismo tiempo en ella tales contrastes, que traen a la<br />

mente la idea de la lucha y de la resistencia. Pasadas las violentas tormentas<br />

primaverales, de mayo a septiembre, el tiempo se mantiene seco y la<br />

atmósfera es de una transparencia maravillosa. <strong>Los</strong> contornos de las montañas<br />

y los ínfimos detalles <strong>del</strong> paisaje, dibújanse con una pureza límpida que no<br />

altera la frescura de sus irisados colores vivos.<br />

El verano es leve y cálido. El invierno crudo y terrible. El naranjo y el<br />

granado crecen al borde de los valles fértiles. Las palmeras dan sombra a las<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

fuentes donde beben las gacelas, mientras las nieves se acumulan en los<br />

flancos de las montañas cubiertas de robles y de cedros, morada de osos y de<br />

buitres. El viento norte barre sus estepas levantando torbellinos de polvo.<br />

Tal es la tierra de adopción de los arios primitivos, de cuyo suelo avaro<br />

no brota el agua si no lo hiere la piqueta, ni da fruto más que bajo la reja <strong>del</strong><br />

arado y el canal irrigador; donde la vida es un perpetuo combate librado contra<br />

la naturaleza.<br />

Tal fue la patria de Zoroastro.<br />

401


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

III<br />

JUVENTUD DE ZOROASTRO<br />

Hácenle nacer en Bactriana unos y en Ragés la biblica otros, no lejos de<br />

la actual Teherán.<br />

Cedo también a Gobineau la descripción de esos lugares grandiosos:<br />

“Al Norte se extiende una hilera de montañas cuyas cimas, centelleantes de<br />

nieve, se yerguen a majestuosa altura. Es el Elburz, enorme cresta que une el<br />

Indo-Krusch con los montes de la Georgia, el Cáucaso índico con el Cáucaso<br />

de Prometeo. Dominando esta cordillera, como un gigante, se eleva en los<br />

aires el domo inmenso y puntiagudo <strong>del</strong> Demavend, blanco desde la cima a su<br />

falda...”<br />

“No se otean allí detalles que limiten la mente. Sólo un horizonte de<br />

matices maravillosos, un cielo que ni lenguaje, ni paleta, ni nada es capaz de<br />

describir su fulgor y transparencia; una planicie que, en graduadas<br />

ondulaciones, alcanza en ascensión los pies <strong>del</strong> Elburz, fundiéndose y<br />

confundiéndose con sus grandezas”.<br />

“De cuando en cuando se arremolinan trombas de polvaredas, se izan,<br />

ascienden hacia el cielo pareciendo alcanzarlo con su vértice vertiginoso, y se<br />

mueven al azar hasta precipitarse de nuevo sobre la tierra. No es posible<br />

olvidar este espectáculo”.<br />

Cuando nació el primer Zoroastro, cuatro o cinco mil años antes de<br />

nuestra era (Plinio atribuye a Zoroastro una antigüedad de 1000 años<br />

anterior a Moisés. Hermipo, que tradujo sus libros al griego, remonta su<br />

existencia a 4000 años antes de la guerra de Troya. Eudoxio, a 6000 años<br />

antes de la muerte de Platón), tribus nómadas, salidas de la más pura raza<br />

blanca, poblaban el antiguo Irán y la Persia. Pocos conocían el arado y el arte<br />

de la labranza, la sagrada espiga que crece enhiesta como un venablo, las<br />

cosechas de oro, ondulantes como senos de mujer, haces divinos, puro trofeo<br />

<strong>del</strong> recolector.<br />

Vivían otros <strong>del</strong> oficio pastoril, junto a sus rebaños, pero todos<br />

adoraban al sol y ofrecían su sacrificio al fuego, el césped por altar,<br />

distribuidos en pequeñas tribus, desaparecidos sus antiguos reyes pontificios.<br />

La ciencia moderna, después de los concienzudos estudios de Eugenio<br />

Burnouf, de Spiegel, de James Darmesteter y de Harlez, declara que es<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

imposible fijar la época en que vivió el gran profeta iranio autor <strong>del</strong> Zend<br />

Avesta, pero la supone, probablemente allá por el año 2500 antes de J. C.<br />

La fecha indicada por Plinio corresponde casi con la época<br />

aproximadamente admitida por los modernos orientalistas. Pero Hermipo, que<br />

se ocupa especialmente de este asunto, debió poseer, referente a Persia,<br />

documentos y tradiciones hoy desaparecidos. La fecha de 5000 años antes de<br />

J. C, nada tiene de improbable, dada la prehistórica antigüedad de la raza aria.<br />

Pero luego, pasados los siglos, los turanos venidos de las llanuras <strong>del</strong><br />

Norte y los montes de Mongolia, invadieron la vieja Ariana Vaeya, la tierra de<br />

lo$ puros y de los fuertes. Inagotable semillero humano, surgieron los<br />

turanios, de la más resistente raza atlanta, individuos rechonchos, de amarilla<br />

tez y diminutos ojos semicerrados. Forzudos forjadores de armas, caballeros<br />

astutos y saqueadores, adoraban también el fuego, no la lumbre que ilumina<br />

las almas y unifica las tribus, sino el fuego terrestre manchado de elementos<br />

impuros, generador de tenebrosos encantamientos, el fuego que otorga<br />

riquezas y poderío, que estimula crueles deseos. Se les creía consagrados a las<br />

entidades tenebrosas.<br />

Toda la historia de los primitivos arios se reduce a sus luchas con los<br />

turanios. Bajo el choque de las primeras invasiones, las tribus arias se<br />

dispersaron. Huyeron ante los hombres amarillos, caballeros sobre brutos<br />

negros como si se vieran enfrentados por un ejército de demonios. <strong>Los</strong> más<br />

recalcitrantes se refugiaron en las montañas; los demás se sometieron,<br />

sufriendo el yugo <strong>del</strong> vencedor y adoptando su corrompido culto.<br />

En aquella época nació, en las montaraces tribus <strong>del</strong> Elburz, llamado<br />

entonces Albordj, un muchacho que hubo por nombre Ardjasp, descendiente<br />

de una antigua familia real.<br />

Transcurrió entre su tribu la juventud de Ardjasp cazando búfalos y peleando<br />

contra los turanios. Por la noche, bajo la tienda, el hijo <strong>del</strong> rey desposeído<br />

soñaba a veces en restaurar al antiguo reino de Yima (El Rama indo, al que se<br />

hace referencia al principio <strong>del</strong> Zend Avesta, bajo el nombre de Yima y que<br />

reaparece en la leyenda persa en la figura de Djemchyd), el poderoso. Pero<br />

no era más que un sueño indefinido, porque no disponía para tal empresa de<br />

caballos ni hombres, de armas ni fuerza.<br />

Un día, un loco visionario, un santo harapiento de los que han pululado<br />

siempre en Asia, un pyr, le predijo que llegaría a reinar sin cetro ni diadema,<br />

con más poder que todos los reyes de la tierra, coronado por el sol. Esto fue<br />

todo.<br />

Una mañana clara, en una de sus rutas solitarias, llegó Aldjasp a un<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

valle verde y fecundo. Varios erguidos picachos formaban un amplio círculo.<br />

Aquí y allá ahumaban campos de labor. A lo lejos, un pórtico construido con<br />

troncos de árbol, dominaba un grupo de chozas, dentro de un cerco de<br />

empalizada. Deslizábase un río entre un tapiz de crecido césped, salpicado de<br />

silvestres flores. Remontó su cauce y distinguió un bosque de odorantes pinos.<br />

En lo más profundo, al pie de un roquedal, dormía una fuente límpida, de<br />

incomparable azul.<br />

Una mujer vestida de blanco lino, arrodillada cerca <strong>del</strong> agua, llenaba un<br />

recipiente de cobre. Levantóse luego y colocó el ánfora sobre su cabeza. Tenía<br />

ella el soberbio aspecto de las montaraces de tribus arias. Un aro de oro<br />

sujetaba sus cabellos negros. Bajo el arco de sus pestañas unidas en el recio<br />

nacimiento de su corva nariz, brillaban dos ojos de negrura opaca. Translucían<br />

aquellos ojos una tristeza impenetrable y emergían de ellos, de vez en cuando,<br />

dárdicos centelleos parecidos a un relámpago azul brotado de una nube<br />

sombría.<br />

— ¿A quién pertenece este valle?. — preguntó el cazador extraviado.<br />

— Aquí reina el patriarca Vahumano, guardián <strong>del</strong> puro Fuego y<br />

servidor <strong>del</strong> Altísimo — contestó la joven.<br />

— ¿Cómo te llamas, noble mujer? — Me dieron el nombre de este río,<br />

llamado Arduizur (Fuente de luz). ¡Pero vigila, extranjero!. El maestro ha<br />

dicho: Aquel que beba en sus aguas, se abrasará en sed inextinguible. Sólo un<br />

Dios podrá apagarla...<br />

Una vez más los ojos opacos de la joven se posaron sobre el<br />

desconocido. Y él vibró esta vez como una flecha de oro. Luego, volvióse la<br />

mujer y desapareció a lo lejos, bajo los pinos odorantes.<br />

Centenares de flores blancas y rojas, amarillas y azules, inclinaban en<br />

haces sus pétalos y sus cálices sobre la fontana azul. Ardjasp se inclinó<br />

también. La sed le devoraba y bebió a largos sorbos, en el hueco de su mano,<br />

el agua cristalina.<br />

Después se fue sin preocuparse ya más de aquella aventura. Solamente<br />

le venía de vez en cuando a la memoria el verdeciente valle circuido de<br />

picachos inaccesibles, la fontana azul bajo los aromados pinos y la profunda<br />

noche de los ojos de Arduizur, lucientes de azulinas claridades y de fulgores<br />

áureos.<br />

Pasaron los años. El rey de los turanios, Zohak, venció a los arios. Para<br />

sojuzgar a las tribus nómadas se levantó en el Irán, sobre las estribaciones <strong>del</strong><br />

Indo-Krusch, en Baktra, (La moderna Balk, en Bactriana), una fortaleza, una<br />

ciudad de piedra. Allí convocó el rey Zohak a todas las tribus arias para que<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

reconocieran su poderío.<br />

Adjasp rindióse con los de su tribu, no para someterse, sino para mirar<br />

al enemigo cara a cara.<br />

El rey Zohak, envuelto en una piel de lince, ocupaba un trono de oro<br />

colocado sobre un otero alfombrado con ensangrentadas pieles de búfalo. En<br />

torno de él, formando amplio círculo, permanecían los caudillos, armados de<br />

puntiagudas lanzas. A un lado, un pequeño grupo de arios. Al otro, centenares<br />

de turanios. A espaldas <strong>del</strong> rey, abríase un templo rústico tallado en la<br />

montaña como una especie de gruta. Dos enormes dragones de piedra<br />

toscamente esculpidos sobre enormes bloques de pórfido, guardaban la<br />

entrada y servían de ornamento. En el centro, sobre un altar de basalto, ardía<br />

una llama escarlata en la que echaban osamentas humanas, sangre de<br />

escorpiones y de toros.<br />

Tras la ardiente pira veíase de cuando en cuando a dos enormes<br />

serpientes calentarse en la llama. (De ahí proviene que, en las tradiciones<br />

persas <strong>del</strong> Zer-duscht-Naméh y el Schah-Naméh, se represente al rey Zohak<br />

con dos serpientes saliéndole de las espaldas).<br />

Tenían patas de dragón y carnosos capuchones de crestas móviles. Eran<br />

las últimas supervivientes de los pterodáctilos antediluvianos. Estos monstruos<br />

obedecían a las varas de dos sacerdotes.<br />

Era el templo Angra-Mayniú (Arimán), señor de las potestades<br />

tenebrosas, dios de los turanios.<br />

Apenas llegado Ardjasp con los hombres de su tribu, los soldados<br />

condujeron ante el rey a una cautiva. Era una mujer magnífica, casi desnuda.<br />

Un jirón de tela cubría apenas su cintura. <strong>Los</strong> anillos de oro enroscados a sus<br />

tobillos indicaban su noble alcurnia. Llevaba los brazos atados a la espalda y<br />

gotas de sangre salpicaban su cutis albo. Iba sujeta por el cuello con una<br />

cuerda trenzada con crin de caballo, tan negra casi como sus sueltos cabellos,<br />

que cubrían su espalda y sus palpitantes senos.<br />

Ardjasp reconoció horrorizado a la mujer de la fuente, a Arduizur. Más<br />

¡Ay!. ¡Cuán distinta aparecía!. Pálida de angustia, no fulguraban ya sus<br />

apagados ojos. Bajó la cabeza, con la muerte en el alma.<br />

El rey Zohak dijo<br />

— Esta mujer es la más noble cautiva de los arios rebeldes <strong>del</strong> monte<br />

Albordj. La ofrezco al que de vosotros sepa merecerla. Pero es necesario que<br />

antes se consagre al dios Angra-Mayniú, vertiendo sangre suya en el fuego y<br />

bebiendo sangre de toro. Exijo luego que me preste juramento en vida y<br />

muerte colocando su cabeza bajo mis pies. El que esto haga, que tome por<br />

405


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

esclava a Arduizur. Si nadie la quiere, la ofreceremos como pasto a las dos<br />

serpientes de Arimán.<br />

Ardjasp vio cómo un largo escalofrío estremecía de pies a cabeza el<br />

bello cuerpo de Arduizur.<br />

Un caudillo turanio de tez anaranjada y entrecerrados ojos, se a<strong>del</strong>antó.<br />

Ofreció el sacrificio de sangre ante el fuego y ambas serpientes, y bajó la<br />

cabeza hasta colocarla bajo los pies de Zohak. Así cumplió el juramento.<br />

Semejaba la cautiva un águila herida. Cuando el brutal turanio puso la<br />

mano sobre la bella Arduizur, dirigió ésta los ojos hacia Urdjasp. Un dardo<br />

azul salió de sus pupilas y un grito de su garganta:<br />

— ¡Sálvame!.<br />

Ardjasp se lanzó espada en mano, contra el caudillo, pero los<br />

guardianes de la cautiva le detuvieron con intento de atravesarle con sus<br />

lanzas, cuando el rey Zohak gritó:<br />

— ¡Deteneos!. ¡No toquéis a este caudillo!.<br />

Y dirigiéndose al joven ario:<br />

— Ardjasp — dijo —, te otorgaré la vida ofreciéndote esa mujer si me<br />

prestas juramento y te sometes a nuestro Dios.<br />

Ante tales palabras oprimióse Ardjasp las sienes, inclinó la cabeza y se<br />

dirigió hacia los suyos. El turanio retuvo su presa, lanzó otro grito Arduizur, y<br />

esta vez Ardjasp se hubiera dejado matar si no le retuvieran sus compañeros<br />

oprimiéndole la garganta hasta casi ahogarlo.<br />

Moría la tarde, oscurecióse el sol y Ardjasp no vio más que un río<br />

inmenso de sangre roja, la sangre de toda la raza turania que ardía en deseos<br />

de verter por la víctima, la divina Arduizur, herida y arrastrada por el lodo.<br />

Ardjasp cayó al suelo sin conocimiento.<br />

Cuando el joven jefe recobró los sentidos bajo la tienda donde le<br />

transportaron sus compañeros, distinguió a lo lejos a una mujer atada sobre la<br />

silla de un caballo. Un caballero montó sobre el bruto, oprimió con sus brazos<br />

a la mujer y un séquito de turanios armados de puntiagudas lanzas subidos<br />

sobre caballos negros se lanzó en su seguimiento. Y pronto, caballos, grupas,<br />

cascos arrojados al viento, desaparecieron tras una nube de polvo con la horda<br />

salvaje.<br />

Entonces Ardjasp se acordó de las palabras de Arduizur pronunciadas<br />

junto a la fontana luminosa, bajo los pinos odorantes: “Aquel que beba de esta<br />

agua será abrasado por una sed inextinguible. Sólo un Dios logrará apagarla”.<br />

Sentía sed en la sangre de sus venas, en la médula de sus huesos, sed de<br />

venganza y de justicia, sed de luz y verdad, sed de poderío para liberar a<br />

406


Arduizur y al alma de su raza.<br />

Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

407


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

IV<br />

LA VOZ EN LA MONTAÑA<br />

Corría el caballo a todo galope por colinas y llanos, hasta que llegó<br />

Ardjasp a los montes de Albordj. Entre abruptas rocas vio de nuevo la senda<br />

que conducía al valle de florido césped entre nevadas cimas.<br />

Al aproximarse a las cabañas de madera vio labradores hendiendo el<br />

surco con el arado <strong>del</strong> que tiraban humeantes caballos. Y la tierra removida a<br />

lo largo de los surcos humeaba de placer también bajo la reja <strong>del</strong> arado y las<br />

pezuñas de las caballerías.<br />

Sobre un altar de piedra en pleno campo, había un cuchillo y encima de<br />

él un manojo de flores en forma de cruz. Su visión serenó el alma de Ardjasp.<br />

Sentado bajo su tienda, halló a Vahumano, el venerable patriarca,<br />

administrando justicia a su tribu. Sus ojos semejaban un sol de plata salido de<br />

niveos cimales. Su barba, de verdosa blancura, podía compararse a los<br />

liqúenes que recubrían los viejos cedros, en los flancos <strong>del</strong> Albordj.<br />

— ¿Qué quieres de mí? — preguntó el patriarca al extranjero —. Tú<br />

estás enterado <strong>del</strong> rapto de Arduizur por el rey Zohak, Ardjasp.<br />

— He presenciado su suplicio en Baktra, convertida en presa de los<br />

turianos. Tienes fama de noble y de sabio. Eres el último descendiente de los<br />

sacerdotes <strong>del</strong> sol. Tú eres sapiente y poderoso por el favor de los altos<br />

Dioses. A ti vengo en busca de luz y de verdad para mí; de liberación y de<br />

justicia para mi pueblo.<br />

— ¿Posees la paciencia que desafía al tiempo?. ¿Te hallas presto a<br />

renunciar a todo en aras de tu obra?. Porque sólo te hallas al comienzo de las<br />

pruebas y sufrirás durante toda tu vida.<br />

— Toma mi cuerpo, toma mi alma — dijo Ardjasp — si con ello puedes<br />

ofrecerme la lumbre que sacia y la cuchilla que libera. Sí, dispuesto estoy a<br />

todo si puedo lograr por medio de esa luz y esa cuchilla salvar a los arios y<br />

arrebatar a Arduizur de su verdugo.<br />

— Entonces, puedo ayudarte — dijo Vahumano —. Habita entre nosotros<br />

durante un tiempo. Vas a desaparecer a los ojos de los tuyos. Cuando te vean<br />

nuevamente serás otro. A partir de este momento tu nombre no será ya<br />

Ardjasp, sino Zarathustra que significa Dorada Estrella o Esplendor <strong>del</strong> Sol.<br />

(Zarathustra es el nombre zenda <strong>del</strong> que tomaron los griegos la forma<br />

408


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

posterior de Zoroastro. <strong>Los</strong> parsis dan al gran profeta ario el nombre de<br />

Zerduscht).<br />

Te habrás convertido en apóstol <strong>del</strong> Ahura-Mazda, aureola <strong>del</strong><br />

Omnisciente, Viviente Espíritu <strong>del</strong> Universo.<br />

Así se convirtió Zoroastro en discípulo de Vahumano. (Ciertos<br />

cabalistas judíos, algunos gnósticos y los rosacruces de la Edad Media,<br />

confunden a Vahumano, el iniciador de Zoroastro, con Melquisedec,<br />

iniciador de Abraham).<br />

El patriarca, sacerdote <strong>del</strong> sol, conservador de una tradición que se<br />

remontaba a la Atlántida, comunicó a su discípulo cuanto sabía de la ciencia<br />

divina y <strong>del</strong> presente estado <strong>del</strong> mundo.<br />

La electa raza de los arios — dijo Vahumano — ha caído bajo el yugo<br />

fatal de los turanios, excepto algunas tribus montaraces. Pero éstas lograrán<br />

salvar la raza entera. <strong>Los</strong> turanios adoran a Arimán y viven supeditados a su<br />

influjo.<br />

— ¿Quién es, pues, Arimán?.<br />

— Existen innumerables espíritus entre cielo y tierra — contestó el anciano —<br />

Infinitas son sus formas, y como el ilimitado cielo, posee el insondable<br />

infierno de sus grados. Éste a que te refieres es un poderoso arcángel llamado<br />

Adar-Assur (Lo hallamos bajo tal denominación en la tradición asiria de<br />

Nínive y la caldea de Babilonia) o Lucifer que se precipitó en el abismo para<br />

abrasar a todas las criaturas con el fuego devorante de su antorcha. Es el más<br />

grande sacrificado por el orgullo y el deseo, el que busca a Dios en sí mismo<br />

aun en el fondo <strong>del</strong> precipicio. Caído, conserva todavía el divino recuerdo y<br />

algún día hallará nuevamente su corona, su perdida estrella. Lucifer es el<br />

arcángel de la luz. Pero Arimán (En zenda, Angra-Mayniú. He adoptado en<br />

este relato la mayor parte de los nombres de la tradición greco-latina,<br />

porque consuenan mejor a nuestro oído y evocan más recuerdos. El<br />

concepto de Mefistófeles en el Fausto de Goethe, corresponde exactamente<br />

al de Arimán ton la adición <strong>del</strong> escepticismo y la ironía modernos) no es<br />

Lucifer, sino su reverso y su sombra, príncipe de las potestades tenebrosas.<br />

Frenéticamente adherido a la tierra, niega al cielo y no se dedica más que a la<br />

destrucción. Ha profanado, los altares <strong>del</strong> fuego y suscitado el culto a la<br />

serpiente, propagador de la envidia y <strong>del</strong> odio, de la opresión y <strong>del</strong> vicio, <strong>del</strong><br />

furor sanguinario. Reina sobre los turanios, atrayendo su genio maléfico. Es<br />

preciso combatirlo y derribarlo para salvar la raza de los puros y de los fuertes.<br />

— Pero, ¿Cómo combatir al Invisible si urde su trama en las tinieblas?.<br />

— Volviéndote de cara al sol que se levanta tras la montaña de Hara-<br />

409


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Berezaiti. Asciende por el bosque de cedros hasta llegar a la gruta <strong>del</strong> águila,<br />

suspendida sobre el abismo. Allí contemplarás todas las mañanas al sol<br />

naciente al emerger de los enhiestos picos. Durante el día, ruega al Señor <strong>del</strong><br />

Sol que se manifieste en ti. En el transcurso de la noche aguárdale y eleva tu<br />

alma hacia los astros, como una lira inmensa. Esperarás durante mucho tiempo<br />

a Dios, porque Arimán tratará de interponerse en tu sendero. Pero una noche,<br />

en la paz de tu alma, surgirá otro sol más brillante aún que el que inflama las<br />

cimas <strong>del</strong> monte Berezaiti: el sol de Ahura-Mazda. Escucharás su voz y él te<br />

dictará la ley de los arios.<br />

Cuando hubo llegado la época de su retiro, dijo Zoroastro a su maestro:<br />

— Pero, ¿Dónde hallaré a la cautiva atada en Baktra, arrastrada bajo la<br />

tienda <strong>del</strong> turanio, sangrando bajo su látigo?. ¿Cómo arrancarla de sus garras?.<br />

¿Cómo apartar de mis ojos aquel bello cuerpo atado, salpicado de sangre, que<br />

sin cesar grita y me llama?. ¡Ay!, ¿No veré ya nunca a la hija de los arios, la<br />

que recoge el agua luminosa bajo los pinos odorantes y cuyos ojos dejaron en<br />

mi corazón sus flechas de oro y sus azules dardos?. ¿Cuándo veré otra vez a<br />

Arduizur?.<br />

Vahumano permaneció un instante sin decir palabra. Se empañaron sus<br />

ojos fijos, embotados como las ramas heladas de los abetos invernales. Una<br />

tristeza inmensa parecía pesar sobre el anciano semejante a la que planea<br />

sobre las cumbres <strong>del</strong> Albordj, huido el sol.<br />

Por fin, solemnemente, tendió el brazo derecho murmurando:<br />

— Lo ignoro, hijo mío. Ahura-Mazda te lo dirá... ¡Vé a la montaña!.<br />

El vellón <strong>del</strong> carnero por abrigo, pasó Zoroastro diez años en el confín<br />

<strong>del</strong> gran bosque de cedros, bajo la gruta, junto al abismo.<br />

Nutríale la leche de los búfalos y el pan que los pastores de Vahumano<br />

le llevaban de cuando en cuando. El águila que anidaba entre las rocas, encima<br />

de su gruta, anunciaba la aurora con sus chillidos.<br />

Cuando el astro de oro disipaba las nieblas <strong>del</strong> valle, llegaba con gran<br />

rumor de alas al umbral de la caverna como para ver si el solitario dormía.<br />

Luego, describía varios círculos sobre el abismo y partía, rauda, hacia el llano.<br />

Pasaron años, según los libros persas, antes de que oyera Zoroastro la<br />

voz de Ormuz y contemplara su gloria. Al principio, le acometía Arimán con<br />

sus legiones furiosas.<br />

Transcurrían los días tristes y desolados para el discípulo de Vahumano.<br />

Terminadas sus meditaciones, los ejercicios espirituales y las plegarias<br />

diurnas, pensaba en el destino de los arios opresos y corrompidos por el<br />

enemigo. A menudo, veníale también al pensamiento la suerte de Arduizur.<br />

410


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

¿Qué sería de la más hermosa ariana en manos <strong>del</strong> turanio odioso?. ¿Habría<br />

anegado su angustia en la corriente de algún río o tolerado su afrentoso<br />

destino?. Suicidio o degradación, no cabía otra alternativa. Tan horrible era<br />

una como otra. Y Zoroastro vería sin cesar el bello cuerpo sangrante de<br />

Arduizur estrujado por las cuerdas. Esta imagen surcaba las meditaciones <strong>del</strong><br />

profeta incipiente como un relámpago o como una antorcha.<br />

Las noches eran peores que los días. <strong>Los</strong> sueños nocturnos superaban en<br />

horror a los pensamientos de la vigilia. Porque todos los demonios de Arimán,<br />

terrores y tentaciones, le asaltaban bajo formas animálicas, terríficas y<br />

amenazantes. Un ejército de chacales, murciélagos y serpientes aladas,<br />

invadieron la caverna. Sus graznidos, silbidos y susurros le infundían la duda<br />

sobre sí mismo, haciéndole temer el resultado de su misión.<br />

Pero durante el día, evocaba Zoroastro los millares y millares de arios<br />

nómadas oprimidos por los turanios, en secreta revuelta contra su yugo; los<br />

altares profanados, las blasfemias y las invocaciones maléficas; las mujeres<br />

raptadas y reducidas a esclavas, como Arduizur.<br />

Y la indignación devolvía los perdidos ímpetus. Antes de apuntar el<br />

alba, trepaba a veces a la cima de su montaña cubierta por los cedros y oía el<br />

viento gemir entre sus ramas tensas, como arpas elevadas al cielo. Desde su<br />

cima contemplaba el abismo, de escarpadas pendientes verdes, las niveas<br />

cumbres erizadas de aguzados picos y a lo lejos, bajo una bruma rosada, la<br />

llanura <strong>del</strong> Irán.<br />

Si la tierra, decíase Zoroastro, posee la fuerza para elevar con tal<br />

empuje su millar de senos hacia el infinito, ¿Por qué no he de poseer yo el<br />

poder de sublevar a mi pueblo con parecido impulso?. Y cuando el esplendor<br />

<strong>del</strong> astro rey doraba la nieve de los cimales, disipando con un solo rayo<br />

semejante a hendiente lanza las brumas <strong>del</strong> abismo, Zoroastro creía en Ormuz.<br />

Y rezaba todas las mañanas lo que Vahumano le enseñara: “Levanta, ¡Oh<br />

rútilo sol!. ¡Asciende con tus caballos raudos sobre el Hara-Berezaiti, y<br />

alumbra al mundo!”.<br />

Pero Ormuz no llegaba. <strong>Los</strong> sueños nocturnos devenían cada vez más<br />

espantosos. Asediábanle los más horribles monstruos, y tras su inquieta<br />

oleada, una sombra aparecía vestida con largos cendales negros, velado el<br />

rostro con oscuro manto, como su cuerpo. Permanecía inmóvil y parecía<br />

contemplar al durmiente. ¿Era la sombra de una mujer?. No podía ser<br />

Arduizur. La figura blanca que iba por agua a la fontana azul, no tendría aquel<br />

siniestro aspecto. Aparecía y desaparecía, perpetuamente inmóvil, siempre<br />

velada, fija la oscura máscara de su rostro sobre Zoroastro.<br />

411


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Durante un mes llegaba todas las noches sobre la agitada ola<br />

demoníaca; por fin pareció que se aproximaba y se enardecía. Tras su velo<br />

oscuro, centelleaba con fulgores fugitivos un cuerpo nacarado, de<br />

fosforescente hermosura. ¿Era una tentadora enviada por Arimán, una de<br />

aquellas larvas que inducen a los hombres a lúbricos amores entre las tumbas<br />

marmóreas, bajo los cipreses de los cementerios?. No. Revelaba la velada<br />

sombra demasiada majestad y pesadumbre.<br />

Una noche, sin embargo, inclinóse sobre ti y al través de su velo negro<br />

salió de su boca un aliento cálido que recorrió las venas <strong>del</strong> vidente como un<br />

río de fuego.<br />

Y Zoroastro despertó sudoroso, lleno de angustia, en su lecho de<br />

hojarasca, bajo su piel de búfalo. No percibía en la noche más que el aullar <strong>del</strong><br />

viento en el profundo abismo, al arremolinarse en ráfagas y torbellinos, <strong>del</strong><br />

viento desesperado que respondía a la voz áspera y salvaje <strong>del</strong> torrente.<br />

Pero poco a poco, mes tras mes, en sus visitas espaciadas, se aclaraba la<br />

sombra femenina. De negra se convirtió en gris, luego devino blanquecina y<br />

parecía traer con ella rayos y flores, porque entonces llegaba sola. Había<br />

logrado expulsar a los demonios de su rosado nimbo.<br />

Un día se mostró casi transparente en la lumbre de un alba incierta y<br />

tendió los brazos hacia Zoroastro como en un gesto de inefable despedida. Y<br />

permaneció así mucho tiempo, silenciosa y velada. Luego, cambiando de<br />

expresión, señaló el sol naciente. Volvióse después y se diluyó en su fulgor<br />

propio, como absorbida y embebida en su radiación.<br />

Despertó Zoroastro y anduvo hasta el extremo de la gruta que bordeaba<br />

el abismo. Era pleno día. El sol lucía en lo alto <strong>del</strong> firmamento. En aquel<br />

instante, aun sin distinguir en lo más mínimo las facciones de la Sombra, tuvo<br />

el solitario el sentimiento irrecusable de que aquel fantasma era el alma de<br />

Arduizur y que no volvería a verla en este mundo.<br />

Permaneció largo tiempo inmóvil. Un dolor agudo le punzaba y un<br />

caudal de lágrimas silentes corrió de sus ojos, que el frío cuajaba entre su<br />

barba. Después ascendió a la cumbre. El sol de primavera derretía las<br />

estalactitas de hielo pendientes de las ramas de los viejos cedros. La nieve<br />

cristalizada centelleaba en las cimas de la cordillera <strong>del</strong> Albordj como si<br />

llorara lágrimas de hielo.<br />

<strong>Los</strong> tres días y las tres noches siguientes representaron para Zoroastro la<br />

máxima hondura de su desolación. Vivía la Muerte no suya, sino la de todos<br />

los seres. Vivía en Ella y Ella en él. Nada esperaba ya. No invocaba a Ormuz y<br />

no hallaba reposo más que en el desgarramiento de todo su ser, caminando<br />

412


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

hacia la inconsciencia.<br />

Más he aquí que durante la tercera noche, en lo más profundo de su<br />

sueño, oyó una voz inmensa, semejante al retumbar <strong>del</strong> trueno, que acababa en<br />

melodioso murmullo. Luego, se precipitó sobre él un huracán de luz con tal<br />

violencia, que creyó desprendida el alma de su envoltura. Sentía que la<br />

cósmica potestad que le frecuentaba desde su infancia, que le había como<br />

acogido en su valle, para transportarle a la cima, que el Invisible, y el<br />

Innominado iban a manifestarse a su inteligencia por medio <strong>del</strong> lenguaje con<br />

que hablan los dioses a los hombres.<br />

El Señor de los espíritus, el rey de reyes, Ormuz, el verbo solar, se le<br />

apareció en forma humana. Revestido de hermosura, potente y luminoso,<br />

fulguraba sobre su ígneo trono. Un toro y un león alados soportaban por<br />

ambos lados el sitial y un águila monstruosa tendía sus alas bajo su base. A su<br />

alrededor resplandecían, formando tres semicírculos, siete querubines de alas<br />

de oro, siete Elohim de azules alas y siete Arcángeles de alas purpurinas. (En<br />

el Zend Avesta se llama a los Querubines Ameshas-pendas, a los Elohim<br />

Yzeds y a los Arcángeles Feruers).<br />

De vez en cuando, un relámpago partía de Ormuz, penetrando en sus<br />

tres mundos de luz. Entonces los Querubines, los Elohim y los Arcángeles<br />

relucían como el mismo Ormuz en su blanca fulguración para tomar pronto de<br />

nuevo su color propio. Anegados en la gloria ele Ormuz, manifestaban la<br />

unidad de Dios; lucientes como el oro, la púrpura y el azur, devenían su<br />

prisma.<br />

Y Zoroastro oyó una voz formidable, aunque melodiosa y vasta como el<br />

universo, que decía:<br />

— Soy Ahura-Mazda, el que te ha creado y elegido. Ahora escucha mi voz,<br />

¡Oh Zarathustra! el mejor de los hombres. Te hablaré día y noche y te dictaré<br />

la palabra de Vida. (Zend Avesta significa, en lengua zenda, “palabra de<br />

Vida”).<br />

Entonces tuvo una cegadora fulguración de Ormuz con su trino círculo<br />

de Arcángeles, de Elohim y Querubines. El grupo se hizo inmenso llenando<br />

toda la amplitud <strong>del</strong> abismo y ocultando las puntiagudas cimas <strong>del</strong> Albordj,<br />

palideciendo a medida que se alejaba para invadir todo el firmamento. Durante<br />

breves instantes, cabrillearon las constelaciones al través de las alas de los<br />

Querubines. Luego todo se diluyó en la inmensidad. Pero el eco de la voz de<br />

Ahura-Mazda resonaba aún en la montaña como un trueno lejano que al<br />

apagarse vibraba como broncíneo escudo. Zoroastro cayó de bruces. Cuando<br />

despertó se hallaba de tal manera aniquilado, que se guareció en lo más oscuro<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

de su gruta.<br />

Entonces el águila que anidaba en su cima salió <strong>del</strong> abismo donde en<br />

vano oteó su presa y se posó confiadamente a breves pasos <strong>del</strong> solitario, como<br />

si el ave real de Ormuz reconociera al fin a su profeta.<br />

Por el dorso <strong>del</strong> ave goteaba la lluvia. Alisó con su pico las plumas<br />

ásperas. Luego, al reaparecer tras una nube el astro <strong>del</strong> día, tendió a secar sus<br />

alas y miró fijamente al sol.<br />

A partir de aquel momento, cada día oyó Zoroastro la palabra de<br />

Ormuz.<br />

Hablábale día y noche como una voz interior por medio de imágenes<br />

ardientes, expresión de los vivos pensamientos de su Dios. Mostróle Ormuz la<br />

creación <strong>del</strong> mundo y su propio origen, es decir, la manifestación de la<br />

viviente palabra en el universo, (En la religión de Zoroastro, dice Silvestre de<br />

Sacy) las jerarquías o potestades cósmicas, la necesaria lucha contra Arimán,<br />

enemigo de la obra constructiva, espíritu <strong>del</strong> mal y de la destrucción, y los<br />

medios de combatirlo por medio de la plegaria y <strong>del</strong> culto <strong>del</strong> fuego.<br />

Le enseñó a luchar contra los demonios por medio <strong>del</strong> pensamiento<br />

vigilante y contra los impuros (los turanios) por medio de las armas<br />

consagradas. Instruyóle en el amor <strong>del</strong> hombre por la tierra y en el amor de la<br />

tierra por el hombre que la cultiva, su contribución en el esplendor de las<br />

cosechas, su gozo de ser laborada y sus poderes secretos convertidos en<br />

bendiciones para la familia <strong>del</strong> labrador.<br />

Todo el Zend-Avesta no es más que una larga plática entre Ormuz y<br />

Zoroastro: “¿Qué es lo más agradable de la tierra?. Ahura-Mazda responde:<br />

Un hombre puro hollándola. Y en segundo lugar, ¿Qué de más bello hay en la<br />

tierra?. Un hombre puro construyendo una morada provista de fuego, habitada<br />

por mujer e hijos con ganado y rebaños bellos.<br />

Se evidencia que, excepción hecha <strong>del</strong> tiempo, todo ha sido creado: el<br />

tiempo es el creador, porque no tiene límites. Carece de dimensión y de<br />

principio; ha sido siempre y eternamente será. A pesar de esas excelentes<br />

prerrogativas que posee el tiempo, nadie le había concedido el atributo de<br />

creador. ¿Por qué?. Porque nada ha creado. Después generó el fuego y el agua.<br />

Cuando los puso en contacto, vino Ormuz a la existencia. Y desde entonces<br />

fue el tiempo señor y creador, por la creación que acaba de ejecutar.<br />

Porque existe en tal morada abundancia de rectitud. (Tercer “fargard” <strong>del</strong><br />

Vendidad-Sadé (1-17).<br />

Y Zoroastro, por la voz de Ormuz, oyó la respuesta que da la tierra al<br />

hombre que la respeta y labora: “Hombre, te sostendré siempre y vendré a ti.<br />

414


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Y la tierra se le brinda don sus olores buenos y su vaho benéfico y el brote<br />

naciente de trigo verde y la cosecha espléndida.<br />

Al contrario <strong>del</strong> pesimismo budista y de la doctrina de la no-resistencia,<br />

hay en el Zend-Avesta (eco de las íntimas revelaciones de Zoroastro) un<br />

optimismo sano y una combatividad enérgica. Ormuz condena la violencia y<br />

la injusticia, pero impone el valor como la primordial virtud <strong>del</strong> hombre.<br />

En el pensamiento de Zoroastro se percibe la continua presencia <strong>del</strong><br />

mundo invisible, de las jerarquías cósmicas, pero toda la atención se concentra<br />

en la actividad, en la conquista de la tierra, en la disciplina <strong>del</strong> alma y en la<br />

energía de la voluntad.<br />

El inspirado profeta <strong>del</strong> Albordj tenía la costumbre de anotar sus<br />

internas revelaciones sobre una piel de cordero, con un estilete de madera<br />

templado al fuego, en forma de caracteres sacros que le había enseñado<br />

Vahumano.<br />

Más tarde anotaron sus discípulos los ulteriores pensamientos como<br />

prolongación de sus dictados, y aquello fue después el Zend-Avesta, escrito en<br />

sus comienzos sobre piel de animales como debió escribirse el Koran de los<br />

árabes y conservado en una especie de arca santa, de madera de cedro,<br />

guardaba la cosmogonía, las oraciones y las leyes con las ceremonias <strong>del</strong><br />

culto.<br />

415


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

V<br />

EL GRAN COMBATE<br />

Cuando, después de diez años de soledad y de meditación, regresó de<br />

nuevo Zoroastro a su tribu natal, los suyos apenas le reconocieron.<br />

Una llama bélica brotaba <strong>del</strong> misterio de sus grandes ojos y una<br />

soberana autoridad emanaba de su palabra. Convocó a su tribu y a las vecinas<br />

tribus arias para incitarlas a la pelea contra los turanios. Pero simultáneamente<br />

les anunció su revelación, el Zend-Avesta, el viviente verbo, la palabra de<br />

Ormuz.<br />

Esta palabra convirtióse en el centro animador de su obra. Purificación,<br />

trabajo y lucha, tales fueron las tres disciplinas. Purificación <strong>del</strong> espíritu y <strong>del</strong><br />

cuerpo por la plegaria y el culto <strong>del</strong> fuego, a quien llama “hijo de Ormuz”, que<br />

entraña el primordial aliento de Dios. Trabajo de la tierra con los útiles de<br />

labranza y el cultivo de los árboles sagrados, el ciprés, el cedro y el naranjo;<br />

trabajo coronado de amor con la esposa, sacerdotisa <strong>del</strong> hogar. Lucha contra<br />

Arimán y los turanios enemigos.<br />

La vida de los arios, bajo la guía de Zoroastro, fue de este modo un<br />

interminable velar de armas, un combate incesante ritmado y dulcificado por<br />

las tareas campestres y los goces másculos <strong>del</strong> hogar.<br />

<strong>Los</strong> himnos a Ormuz embellecían el cotidiano sacrificio <strong>del</strong> fuego. La<br />

primitiva ciudad fundada por Zoroastro convirtióse en floreciente urbe y<br />

fortaleza. Sembrábase arco en mano y dardo al cinto. Laborábase el campo de<br />

batalla y se cosechaba durante los días de paz.<br />

Se avanzaba lentamente. Sobre cada solar conquistado, mandaba erigir<br />

Zoroastro el cerco de empalizada, germen de una ciudad futura, y en el centro,<br />

el altar de fuego bajo un pórtico rodeado de cipreses, a menudo cercano a una<br />

fuente.<br />

Se instituyeron los mobeds o sacerdotes y los destores, o doctores de la<br />

ley. Se prohibió, bajo pena de muerte, dar las hijas por esposas a los turanios y<br />

tomar las hijas de ellos por esposas.<br />

Zoroastro dio por símbolo a sus bélicos labradores los animales<br />

sagrados, sus compañeros y colaboradores: el perro fiel, el caballo presto, el<br />

gallo vigilante. “¿Qué nos dice el canto <strong>del</strong> gallo?. Levántate, es de día. El que<br />

antes madruga, entra en el paraíso”.<br />

416


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Como todos los verdaderos iniciados, no ignoraba Zoroastro la ley de la<br />

reencarnación, pero jamás hablaba de ella. No pertenecía a su misión<br />

revelarla. Esta idea hubiera retrasado a la raza aria en su labor cercana: la<br />

conquista <strong>del</strong> suelo por medio de la agricultura y la cristalización de la familia.<br />

Pero enseñaba a sus adeptos el principio <strong>del</strong> Karma en su forma elemental, es<br />

decir, que la vida futura es consecuencia <strong>del</strong> presente comportamiento. <strong>Los</strong><br />

impuros van al reino de Arimán. <strong>Los</strong> puros ascienden por una senda luminosa<br />

construida por Ormuz, luciente como un diamante, estrecha como el filo de<br />

una espada. Al extremo les aguarda un ángel alado, bello como una virgen<br />

quinceañera, que les dice: “Soy tu obra, tu verdadero yo, tu propia alma<br />

esculpida por ti mismo”. (Véase en el Zend-Avesta (traducción de Anquetil-<br />

Du-perron. el heroico descubridor de la lengua zenda y la primitiva religión<br />

persa) el relato de cierta tentación de Zoroastro por Agra-Mayniú (Arimán),<br />

seguido por los medios de combatirlo, valiéndose de plegarias e<br />

invocaciones. Acaba el capítulo con una descripción <strong>del</strong> juicio <strong>del</strong> alma<br />

entrevisto por Zoroastro en una especie de visión. (Vendidad-Sadé - 19?<br />

fargard).<br />

Asaltaba de vez en cuando a Zoroastro una honda tristeza invencible. La<br />

terrible melancolía de los profetas, abrumador rescate de sus éxtasis. Su<br />

misión era vasta como los horizontes <strong>del</strong> Irán, donde las montañas galopaban<br />

tras las montañas, donde las llanuras ocultábanse tras las llanuras.<br />

Pero cuanto más le atraía Ahura-Mazda, más se alejaba la grandeza <strong>del</strong><br />

profeta <strong>del</strong> corazón de los hombres, aun conviviendo y luchando en medio de<br />

ellos. A veces, durante atardeceres otoñales, desfilaban ante él las mujeres<br />

transportando las cosechas en gavillas. Algunas se arrodillaban y ofrecían sus<br />

haces de trigo al profeta sentado sobre una piedra, junto al altar campestre.<br />

Tendía el brazo hacia alguna de ellas murmurando algunas frases.<br />

Contemplaba sus recias nucas y sus brazos, bronceados por el sol.<br />

Alguna que otra le recordaba a Arduizur, pero ninguna poseía la<br />

luciente blancura de la virgen que iba por lumbre a la fontana azul, ninguna la<br />

majestad de su porte, ninguna su semblante de hija de rey, ninguna su mirar de<br />

águila herida que penetraba como un dardo, ninguna la armonía de su voz que<br />

emergía como una onda de cristal. La oía aún cuando clamaba: “¡Sálvame!”.<br />

¡Y no había podido salvarla!.<br />

Aquel grito terrible había impulsado al fogoso mancebo, convertido en<br />

Zoroastro, hacia el sabio Vahumano. Merced a aquel grito había él sublevado<br />

a su tribu y despertado a toda la raza de los arios a su propia conciencia, por<br />

medio de una lucha a vida o muerte. De aquel grito de mujer angustiada, había<br />

417


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

nacido su obra. Pero Ella... Arduizur, ¿Dónde languidecía, viva o muerta?.<br />

Zoroastro, que sabía tantas cosas, lo ignoraba. A pesar de tantas plegarias,<br />

Ahura-Mazda no se lo había revelado. Una sombría nube de dolor velaba su<br />

secreto.<br />

418


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

VI<br />

EL ÁNGEL DE LA VICTORIA<br />

Después de cuarenta años de tumultuosas luchas y de innúmeras<br />

peripecias, Zohak, rey de los turanios, que no había cesado de hostigar a los<br />

vencedores, apareció muerto en su fortaleza, asaltada por los arios.<br />

Zoroastro proclamó rey a Lorasp e instauró el culto de Ormuz en<br />

Baktra, luego de haber mandado descuartizar a las dos serpientes y cubrir de<br />

bloques y de arena la caverna donde se celebraba el infame culto de Arimán.<br />

Cumplida así su obra fuese de nuevo a su retiro para que Ormuz le<br />

comunicara el porvenir de su raza y transmitir luego la revelación a los suyos.<br />

Y ordenó a tres de sus mejores discípulos que, transcurrido un mes,<br />

reuniéranse en el monte Albordj para recibir sus últimas instrucciones.<br />

Quería Zoroastro acabar sus días en la montaña donde oyera por vez<br />

primera la voz de Ormuz, porque sabía que allí le comunicaría su Dios su<br />

postrer mensaje. Pero antes de abandonar este mundo, recomendó a sus fieles,<br />

como conclusión y resumen <strong>del</strong> Zend-Avesta:<br />

“Vosotros que me escucháis, no prestéis nunca atención a Arimán, la<br />

apariencia de las cosas y de las tinieblas, sino atended al fuego original, la<br />

Palabra, Ahura-Mazda y vivid en él. <strong>Los</strong> que me oigan no se arrepentirán en el<br />

fin de los tiempos”. (Ahura-Mazda, halo solar, representa aquí la corona de<br />

divinos espíritus, creadores <strong>del</strong> sol y que forman su aura, vivificada por<br />

Ormuz. Esta aureola espiritual es, en cierto modo, la viviente alma <strong>del</strong> astro<br />

rey en el pensamiento mazdeísta).<br />

Cuando llegó Zoroastro a su caverna, en los primeros días de primavera,<br />

caía aún la nieve sobre el Albordj y el viento rudo azotaba las cimas blancas y<br />

los cedros silvestres. <strong>Los</strong> pastores que le condujeron, encendieron fuego y se<br />

fueron.<br />

Y el profeta, fatigado y decaído por tantas jornadas, soñó,<br />

contemplando el danzar de las llamas transparentes y rojas sobre la tea<br />

resinosa.<br />

Evocó todos los acontecimientos de su vida como en un cuadro único.<br />

Revivióla como abundoso manantial, desde su origen a su desembocadura. El<br />

claro riachuelo montesino se había convertido en amplio cauce y éste en<br />

impetuoso río deslizándose sobre la arena, espumeando al chocar contra las<br />

419


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

rocas.<br />

Junto a su caudal emergieron urbes, y navios surcaron sus aguas. ¡Y he<br />

aquí que su majestuosa corriente sumergíase en la inmensidad <strong>del</strong> Océano!...<br />

Había cumplido su tarea. <strong>Los</strong> arios ya eran libres.<br />

Pero no obstante, ¿Qué porvenir aguardaba a su raza?.<br />

Se iniciaba la noche y hacía frío. El anciano profeta tiritaba junto al<br />

hogar. Entonces exclamó: “¡Oh divino Señor Ormuz, heme aquí próximo al<br />

fin!. Nada me queda. Todo lo he sacrificado a mi pueblo. He obedecido a tu<br />

voz. Para convertirse en Zoroastro, Ardjasp renunció a la divina Arduizur... ¡y<br />

Zoroastro no ha vuelto a verla!. Se ha desvanecido en el ilimitado espacio y el<br />

Señor Ormuz no la ha devuelto a su profeta. Todo lo he sacrificado a mi raza<br />

para que posea hombres libres y esposas nobles. Pero ninguna de ellas tiene el<br />

esplendor de Arduizur, la áurea llama que emanaba de sus ojos... ¡Hazme<br />

conocer, al menos, el porvenir que aguarda a los míos!...”.<br />

Y murmurando estas palabras, percibió Zoroastro el retumbo de un<br />

trueno lejano junto con la vibración de mil broncíneos escudos. Aumentó el<br />

fragor a medida que se aproximaba y fue al fin terrible. Temblaban todas las<br />

montañas y la voz <strong>del</strong> Dios airado parecía querer descuajar la cordillera <strong>del</strong><br />

Albordj.<br />

Zoroastro no pudo menos de gritar: “¡Ahura-Mazda, Ahura-Mazda!”. Y<br />

el profeta, lleno de terror, cayó desvanecido contra el suelo, bajo el influjo de<br />

la retumbante voz de la altura.<br />

Y pronto contempló Zoroastro el máximo esplendor de Ormuz, como lo<br />

viera en los primeros días de su revelación, aunque sin su corona de ferueres y<br />

de ameshaspentlas. Solamente los tres animales sagrados, el toro, el león y el<br />

águila, sostenían su ígneo trono, fulgurando a los pies de Ormuz. Y Zoroastro<br />

oyó la voz de su Dios recorrer los espacios, repercutiendo en su corazón:<br />

— ¿Por qué — decía — ansias haber lo que sólo pertenece a tu Dios?.<br />

Ningún profeta conoce por entero los pensamientos <strong>del</strong> Verbo. No dudes<br />

jamás de Ahura-Mazda, ¡Oh Zoroastro!, el mejor de los hombres. Porque en<br />

mi balanza está el destino de todos los seres y aun el tuyo. ¿Quieres conocer el<br />

porvenir de tu raza?. Observa, pues, lo que harán los pueblos de Asia de los<br />

tres animales que sostienen mi trono.<br />

La fulgurante visión de Ormuz desapareció y Zoroastro se sintió<br />

transportado en espíritu hacia futuras edades. Volando a través <strong>del</strong> espacio,<br />

vio a sus pies el desfilar tumultuoso de las montañas y la fuga procelosa de los<br />

llanos, como el descorrer de un gran libro enrollado.<br />

Distinguió al Irán hasta el Mar Caspio, Persia junto al Tauro y el<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Cáucaso; Mesopotamia cerca <strong>del</strong> Golfo Pérsico. Vio primero una flota de<br />

turanios arrebatar de nuevo la fortaleza de Baktra y profanar el templo de<br />

Ormuz. Luego, junto a las orillas <strong>del</strong> Tigris, vio levantarse la orgullosa Nínive,<br />

con multitud de torres, templos y palacios. Un gigantesco toro alado con<br />

cabeza humana, símbolo de su poderío, posábase sobre el arco de la ciudad. Y<br />

Zoroastro observó que el toro se transformaba en búfalo salvaje y asolaba las<br />

llanuras, pisoteaba los pueblos cercanos, de los cuales los puros arios huían en<br />

masa en dirección al Norte.<br />

Vio después, ciudad más vasta todavía, cercana al Eufrates, elevarse<br />

con su doble muralla y sus pirámides, la inmensa Babilonia. En el interior de<br />

uno de sus templos, dormía, enroscada, una colosal serpiente. El águila de<br />

Ormuz hendiendo los aires intentó atacarla. Pero la serpiente, erguida,<br />

rechazóla con su soplo de fuego y se fue vertiendo su veneno sobre los<br />

pueblos circundantes. Por fin vio Zoroastro al león alado avanzar victorioso a<br />

la cabeza de un ejército de persas y medos. Pero súbitamente el rey <strong>del</strong><br />

desierto transmutóse en tigre feroz que devoraba a los pueblos, destrozando a<br />

los sacerdotes en lo profundo de los santuarios consagrados al sol, a orillas <strong>del</strong><br />

Nilo.<br />

Despertó Zoroastro de su sueño, lanzando un grito de horror: “Si tal es<br />

el porvenir que amenaza a los arios, la raza de los puros y de los fuertes ―<br />

clamó el profeta —, he combatido en vano. Si así se cumple, desenvainaré mi<br />

espada que hasta el presente ha permanecido limpia de sangre enemiga, para<br />

templarla en sangre turania. Aunque viejo, avanzaré solo hacia el Irán para<br />

exterminar hasta el último de los hijos de Zohak. Para evitar la destrucción de<br />

mi pueblo me convertiré en la presa de Arimán... como la noble Arduizur.<br />

Entonces la voz de Ormuz se elevó como un leve murmullo, como el<br />

soplo de la brisa entre las ramas de los altos cedros, y dijo: “¡Detente, hijo<br />

mío!. ¡Depón tus ímpetus, gran Zoroastro!. No debe tu mano empuñar jamás<br />

la espada. Tu misión está cumplida. Asciende a la cumbre de la montaña<br />

desde donde se ve asomar al sol tras las crestas <strong>del</strong> monte Berezaiti. Has visto<br />

el porvenir con mirada de hombre; ahora lo contemplarás con los ojos de los<br />

Dioses... Allí brilla la justicia de Ormuz y te aguarda el Ángel de la Victoria”.<br />

— ¡Es la muerte! — murmuró la voz de Arimán desde el abismo<br />

tenebroso.<br />

— ¡Es la resurrección!. — clamó la voz de Ormuz desde el cielo.<br />

Y pronto percibió Zoroastro una especie de luminosa arcada que,<br />

partiendo de sus pies, se elevaba hacia el firmamento, aguda como el filo de<br />

una espada, luciente como diamante...<br />

421


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Arrebatada de su cuerpo, como si fuera conducida por un águila,<br />

ascendió su alma...<br />

En lo más alto una mujer soberbia, revestida de luz, permanecía de pie<br />

sobre el puente Tinegad, reluciente de majestad y de sobrehumana dicha.<br />

Como dos astros albos le brotaron las alas. Y tendió al profeta una copa de oro<br />

de la que desbordaba espumeante brebaje. Parecióle a Zoroastro que la había<br />

conocido eternamente y por ello no pudo nombrarla. Tan refulgente era el<br />

esclate de su maravillosa sonrisa.<br />

— ¿Quién eres, Oh prodigio?.<br />

— ¡Oh Maestro!. ¿No me conoces?. Soy Arduizur...<br />

Tu creación. Soy más que tú mismo. Soy tu alma divina... Porque tú me<br />

has salvado, ¡tú me has llamado a la vida! Cuando, ciega de horror y de cólera,<br />

asesiné a mi raptor, el caudillo turanio, cuando fui despues apuñalada por sus<br />

hermanos, erró mi alma mucho tiempo entre tinieblas. Fui la sombra que te<br />

visitaba. Te perseguía en medio de mi desconsuelo, de mis remordimientos, de<br />

mis deseos... Pero tus plegarias, tus súplicas y tus lágrimas, me elevaron poco<br />

a poco <strong>del</strong> reino de Arimán. Sobre el incienso de tu amor, sobre el<br />

relampaguear de tus pensamientos, he ascendido y me he aproximado al<br />

esplendor de Ormuz. ¡Vamos por fin a beber en la copa de la vida inmortal, en<br />

la fuente de la luz!...<br />

Y la bella Arduizur, transfigurada en el Ángel de la Victoria, se lanzó<br />

en brazos de Zoroastro, como la esposa en brazos <strong>del</strong> esposo, mientras<br />

aproximaba a sus labios la espumeante copa de la eterna juventud.<br />

Entonces le pareció al profeta que una radiosa oleada de fuego le<br />

sumergía por entero. Y en el mismo instante, fundióse Arduizur para<br />

compenetrarse con su salvador.<br />

Ahora Arduizur late en el corazón de Zoroastro. Mira al través de los<br />

ojos de él y él en los suyos. Y ambos contemplan la gloria de Ormuz. En lo<br />

futuro, no serán más que uno. Zoroastro sabe que Arduizur puede alejarse sin<br />

separarse de él o diluirse en su esencia sin dejar de ser ella.<br />

De súbito, dirigiendo su mirada a la tierra, vio el profeta a los arios<br />

avanzando en luengas caravanas, en tribus o grupos. Arduizur, al frente, los<br />

guiaba hacia Occidente... ¡Arduizur, convertida en el Alma de la raza blanca!.<br />

Cuando los tres discípulos fueron al encuentro de su Maestro, no lo<br />

hallaron. En la gruta, no quedaba más que su silvestre báculo y el cubilete de<br />

oro con el que vertía al fuego el licor fermentado.<br />

En vano buscaron doquiera. En la cumbre no había tampoco huella<br />

alguna <strong>del</strong> profeta.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Su águila compañera planeaba solitaria sobre el abismo. Cuando rozaba<br />

con fuerte batir de alas el umbral de la caverna, parecía buscar todavía al<br />

hermano de sus soledades, el único hombre que osara, como ella, contemplar<br />

de frente al sol.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

BUDA<br />

LA INDIA<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

I<br />

LA INDIA<br />

La India es, por excelencia, el país de los misterios y de las ocultas<br />

tradiciones por ser el más antiguo y el de más densa historia <strong>del</strong> mundo. En<br />

ninguna parte la humanidad ha vivido tanto en plena naturaleza. Allí,<br />

montañas enormes han surgido tras las montañas; especies se han revuelto<br />

sobre especies y hazas humanas se han deslizado unas sobre otras como el<br />

limo de los ríos.<br />

El Djampudvipa, la tierra erizada de montañas (así llama a su patria<br />

Valmiki, el Hornero indo), ha visto evolucionar seres vivientes, desde los<br />

saurios y las monstruosas serpientes de la Lemuria, hasta los más bellos<br />

ejemplares de la raza aria, los héroes <strong>del</strong> Ramayana, de tez clara y ojos de<br />

loto.<br />

La India ha visto toda la escala de los tipos humanos, desde los<br />

descendientes de las primitivas razas, de condición casi semianimálica, hasta<br />

los sabios solitarios de los Himalayas y el perfecto Buda, Sakia-Muni.<br />

Y de todo cuanto ha pululado durante edades innumerables bajo el sol<br />

de los trópicos sobre su suelo fecundo, la India ha conservado algo.<br />

Monumentos grandiosos, animales raros, tipos de humanidades desaparecidas,<br />

recuerdos de épocas inmemoriales que flotan aún en el aire embalsamado y en<br />

las antiguas plegarias.<br />

De los tiempos antediluvianos guarda ella al elefante, majestuoso y<br />

sabio, la boa voraz y los ejércitos de monos retozones. Del período védico<br />

subsiste el culto de los elementos y de los antepasados.<br />

A pesar de la invasión musulmana y de la conquista inglesa, la<br />

civilización brahmánica reina como perpetua señora con sus millones de<br />

divinidades, sus vacas sagradas y sus faquires, sus templos ahondados en el<br />

corazón de los montes y sus pagodas monstruosas, pirámides de dioses<br />

superpuestos, erguidas en los bosques y en los llanos. Allí nadie se asombra de<br />

hallar los más violentos contrastes. El más grosero fetichismo vive en paz con<br />

la más refinada filosofía. Al lado <strong>del</strong> misticismo y <strong>del</strong> pesimismo<br />

trascendente, las religiones primitivas celebran todavía sus agitados ritos.<br />

<strong>Los</strong> viajeros que han asistido a la fiesta primaveral de Siva, en Benarés,<br />

lo han experimentado. No sin asombro han visto todo un pueblo compuesto de<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

brahmanes y maharajás, príncipes y mendicantes, sabios y faquires, mancebos<br />

semidesnudos y mujeres de maravillosa hermosura, niños de porte grave y<br />

ancianos tambaleantes, salir como una marea humana de los palacios y de los<br />

templos que bordean la orilla izquierda <strong>del</strong> Ganges sobre un sendero de dos<br />

leguas. Han contemplado esta multitud, ostentando sedas suntuosas y sórdidos<br />

harapos, descender las gradas gigantescas, para lavar sus pecados en las aguas<br />

pútridas <strong>del</strong> sacro río y saludar con exclamaciones entusiastas, acompañadas<br />

de una lluvia de flores, a la Aurora índica, la Aurora de frente de rosa y<br />

corazón de ámbar que precede al fulgurante sol. Y han percibido la honda<br />

sensación <strong>del</strong> culto védico, todavía viviente en el corazón de la India y la<br />

grande emoción religiosa de los primeros días de la humanidad aria.<br />

Otros viajeros, impelidos por una especie de piedad ancestral y por la<br />

sed de los orígenes, penetraron hasta el manantial <strong>del</strong> Ganges. Y ésos gustaron<br />

una sensación todavía más intensa y más rara, ya que oyeron los himnos<br />

sacros de los peregrinos al apuntalar el alba, el rumor de las aguas fluidas, de<br />

las nieves eternas y las primeras lumbres matinales en el éter puro de las cimas<br />

himaláyicas.<br />

¿De dónde provienen, pues, a este pueblo y esta tierra, su carácter<br />

maravilloso y único?. ¿A qué se debe que aquí el pasado venerable y lejano<br />

domina aún el presente mientras que en nuestras urbes de Occidente la<br />

actualidad absorbe lo pasado en su fiebre de renovación, pareciendo como si<br />

quisiera pulverizarlo bajo la rabia ciega de sus máquinas?.<br />

La respuesta se halla en la misión providencial de la India. Esta misión<br />

consiste en perpetuar al través de los años y divulgar entre otras naciones las<br />

más antiguas tradiciones humanas y la ciencia divina subyacente en el alma.<br />

Todo contribuye a ello, la configuración geológica, las virtudes que irradian<br />

de la raza iniciadora, la elevación y la amplitud de su inspiración primera y<br />

también la diversidad de las razas que han hecho de este suelo un turbador y<br />

prodigioso hormiguero humano.<br />

El mar y la montaña, que moldean la faz <strong>del</strong> planeta, se han conjurado<br />

para hacer de la India el país de la contemplación y <strong>del</strong> ensueño, rodeándolo<br />

de sus masas líquidas y rocosas.<br />

Al Sur, el Océano Indico envuelve sus costas casi doquiera<br />

inabordables. Al Norte se iza la barrera infranqueable, la más alta cordillera<br />

<strong>del</strong> globo, “el Himayat, dosel <strong>del</strong> mundo y trono de los dioses”, que la separa<br />

<strong>del</strong> resto <strong>del</strong> Asia y que parece querer juntarla con el cielo.<br />

También los Himalayas prestan a la India su carácter único entre los<br />

países tropicales. Todas las estaciones, la flora y la fauna toda, se escalonan en<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

sus flancos, desde la palmera gigante al abeto alpino, desde el rayado tigre de<br />

Bengala a la lanuda cabra de Cachemira. De sus domos de hielo viérteme,<br />

hacia las planicies tostadas, tres grandes ríos: el Indo, el Ganges y el<br />

Bramaputra. En fin, por las brechas de Pamir ha descendido la raza electa de<br />

los conquistadores guiada por sus dioses. Vertiente humana, no menos<br />

fecunda que, mezclándose con las razas indígenas, debía crear la civilización<br />

índica.<br />

Parece que el poeta Valmiki haya resumido el milagro ario al comienzo<br />

de su Ramayana cuando describe el Ganges lanzándose desde el alto cielo<br />

sobre los Himalayas, a la invocación de los más poderosos ascetas. Al<br />

principio los Inmortales se mostraron en todo su esplendor, y a su venida, el<br />

cielo se iluminó con claridad deslumbradora. Luego el río descendió y la<br />

atmósfera se llenó de espuma como lago argentado por multitud de cisnes.<br />

Después de saltar de cascada en cascada, de valle en valle, ganó el Ganges la<br />

llanura. <strong>Los</strong> dioses le precedían sobre sus carros centelleantes; los <strong>del</strong>fines y<br />

las ninfas celestes, las Apsaras, danzaron sobre sus ondas. Hombres y bestias<br />

siguieron su curso majestuoso. Ganó por fin el mar, pero ni el mismo Océano<br />

pudo detenerlo. El río santo se sumergió hasta el fondo de los infiernos y las<br />

almas se purificaron en sus ondas para remontar hacia los Inmortales.<br />

Soberbia imagen de la sabiduría primordial que, descendiendo de las<br />

alturas celestes, se hunde hasta las entrañas de la tierra para arrebatarles su<br />

secreto.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

II<br />

LA INDIA, AL APARECER EL BUDA<br />

Durante muchos millares de años, desplegó su esplendor la civilización<br />

brahmánica, manteniendo su equilibrio a través de guerras intestinas, de<br />

rivalidades dinásticas y de las innovaciones de los cultos populares.<br />

Proveníale este equilibrio de la sabiduría védica, cuyo poderío perdura<br />

todavía.<br />

Sin embargo, seis o siete siglos antes de nuestra era, se inició el declive.<br />

A pesar de la sólida unidad religiosa que dominaba la diversidad de sus sectas,<br />

la India, dividida en multitud de reinos, predispuesta para las invasiones<br />

extranjeras de las que Alejandro Magno daría, tres siglos más tarde, la señal<br />

definitiva, se anemiaba y decaía. Entregada a sus luchas intestinas y a las<br />

intrigas de harén, afeminados por la poligamia sus reyes, deslizábase su vida<br />

entre el lujo y la pereza, mientras el pueblo se bastardeaba por el<br />

desbordamiento de las razas inferiores. Ante los templos de Siva, los faquires<br />

fanáticos, caricaturas de los verdaderos ascetas, se entregaban a odiosas<br />

mortificaciones bajo pretexto de alcanzar la santidad. A las sacras vírgenes, las<br />

devasis, que figuraron siempre en los templos de Brahmá y de Vishnú, se<br />

oponían ahora las sacerdotisas de Kali. Con sus miradas más llameantes que<br />

sus antorchas encendidas, con sus ojos en los que brillaba la sed inextinguible<br />

de voluptuosidad y de muerte, atraían a los fieles fascinados a sus templos<br />

tenebrosos. <strong>Los</strong> parias se entregaban todavía a placeres más viles para olvidar<br />

sus dolores y el yugo de la esclavitud. De los bajos fondos de esta sociedad<br />

subían lamentos mezclados a los gritos de alegría salvaje con los miasmas <strong>del</strong><br />

vicio y el aliento de pasiones disolventes, amenazando sus virtudes seculares y<br />

sus conquistas <strong>del</strong> espíritu.<br />

Éstas permanecían todavía guardadas por los brahmanes. Ya que, en la<br />

cima de este mundo, velaba aún con ellos la tradición, la inmemorial<br />

sabiduría, que se reducía cada vez más. Había perdido su espontaneidad<br />

primitiva, su amplia visión abierta sobre el Cosmos como sobre el mundo<br />

interior. Limitada a fórmulas abstractas, se osificaba en el ritualismo y en la<br />

pedantería escolástica, no restándole de su pasado más que la prodigiosa<br />

ciencia. Y aun ésta comenzaba a declinar.<br />

¡Dichosos los pueblos que, en la embriaguez de la acción, beben la onda<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

<strong>del</strong> Leteo y olvidan su odisea al través <strong>del</strong> mundo!. Créense nacidos de ayer,<br />

puesto que renacen en un día, de un sorbo de vida y de esperanza.<br />

<strong>Los</strong> brahmanes doblegábanse bajo el yugo <strong>del</strong> pasado humano. Siglos,<br />

milenios, kalpas o períodos <strong>del</strong> mundo pesaban sobre sus espaldas como las<br />

masas gigantescas <strong>del</strong> Gaorisankar y cedían de laxitud sus brazos como ramas<br />

de viejos cedros inclinados bajo el peso de las nieves.<br />

Como perdieron los arios de la India poco a poco el espíritu de<br />

conquista y de aventura, perdían los brahmanes la te en el futuro humano.<br />

Encerrados en el círculo himaláyico, separados de los demás pueblos, dejaron<br />

pulular bajo ellos las masas corrompidas y se sumergieron en sus<br />

especulaciones.<br />

En los Upanishads hay elevados pensamientos, visiones de asombrosa<br />

hondura, mas se percibe en ellos el descorazonamiento, el desdén y la<br />

indiferencia. A fuerza de buscar la unión con Atma, el Espíritu puro, los<br />

brahmanes olvidaron, en su egoísta contemplación, el mundo y los hombres.<br />

En aquel momento surgió entre los brahmanes el primer hombre que<br />

osó combatirlos a ultranza. Más, circunstancia curiosa, combatiéndolos, él<br />

debía, al fin, impulsar su secreto pensamiento y fijar su ideal ético en la forma<br />

inolvidable de la renunciación perfecta. Su doctrina se nos aparece como la<br />

exacerbación y el negativo reverso <strong>del</strong> brahmanismo. Es el postrer chispazo<br />

<strong>del</strong> genio indo en el océano <strong>del</strong> infinito, chispazo de valentía y de una<br />

temeridad loca que finaliza desplomándose. Pero de este desplome veremos<br />

resurgir dos grandes ideas, como aves migradoras escapadas de un naufragio.<br />

Ideas fecundas, ideas-madres que llevarán la quintaesencia de la antigua<br />

sabiduría a Occidente, que la transformará según su misión y su genio.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

III<br />

JUVENTUD DE BUDA<br />

Entre las estribaciones nepalesas de los Himalayas y el río Rohini,<br />

prosperaba antaño la raza de los Sakias. Esta palabra significa los Poderosos.<br />

De vastas llanuras pantanosas empapadas por los torrentes de la<br />

montaña, el trabajo <strong>del</strong> hombre había hecho una comarca floreciente y rica,<br />

salpicada de tupidos bosques, de claros arrozales, de praderas llenas de<br />

abundoso pasto nutridor de espléndidos caballos y opulento ganado.<br />

Allí nació, en el siglo VI antes de nuestra era, un niño al que dieron por<br />

nombre Sidarta. Su padre, Sudodana, era uno de los muchos reyes <strong>del</strong> país,<br />

soberanos en su dominio como lo son aún oficialmente los rajas de hoy día. El<br />

nombre de Gautama, que la tradición otorga al fundador <strong>del</strong> budismo, parece<br />

indicar una familia de cantores védicos de este nombre, sus ascendientes<br />

paternos.<br />

Ante el altar doméstico donde ardía el fuego de Agni, el niño fue<br />

consagrado a Brahmá. Él debía ser también cantor y encantador de almas, pero<br />

cantor de un género único. No celebraría la Aurora de rosados senos y de<br />

brillante diadema ni el Dios solar de arco centelleante, ni el Amor que tiene<br />

por flechas flores y cuyo aliento aturde como violento perfume. Él entonaría<br />

una melodía fúnebre, grandiosa y extraña, intentando envolver a los dioses y a<br />

los hombres en el estrellado sudario de su Nirvana.<br />

<strong>Los</strong> grandes ojos fijos de este niño, lucientes bajo una frente<br />

extraordinariamente comba (así la tradición ha figurado siempre a Buda),<br />

contemplaban al mundo con asombro. Había en ellos abismos de tristeza y de<br />

evocación.<br />

Gautama pasó su infancia en el lujo y la ociosidad. Todo le sonreía en el<br />

suntuoso jardín de su padre; los bosquecillos de rosales, los estanques<br />

esmaltados de lotos, las gacelas familiares, los antílopes domesticados y las<br />

aves de múltiple plumaje sacudiéndose a la sombra de los ramajes de los<br />

asokas y de los mangos. Más nada podía ahuyentar la sombra precoz que<br />

velaba su semblante, nada podía calmar la inquietud de su corazón. Era de<br />

aquellos que apenas hablan porque piensan mucho.<br />

Dos cosas lo diferenciaban <strong>del</strong> resto de los hombres, alejándolo de sus<br />

semejantes como un abismo sin fondo: por un lado, la piedad sin límites por el<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

dolor de todos los seres; y por otro, la ansiosa búsqueda <strong>del</strong> porqué de los<br />

hechos. Una paloma desgarrada por el gavilán, un perro expirando bajo la<br />

mordedura de una serpiente, le llenaban de horror. <strong>Los</strong> rugidos de las fieras<br />

aprisionadas en la jaula de los exhibidores, le parecían más dolorosos, más<br />

espantables aún que los estertores de sus víctimas y le producían<br />

estremecimientos no de temor, sino de compasión.<br />

¿Cómo, después de tales emociones, podía holgarse en los festejos<br />

reales, en las danzas gozosas, en los combates de elefantes, en las cabalgatas<br />

de hombres y mujeres que pasaban ante sus ojos a los sones de tambores y<br />

címbalos?.<br />

¿Por qué Brahmá creó este mundo lleno de espantosos dolores y de<br />

insensatos goces?. ¿Qué aspiraban, dónde iban todos aquellos seres?. ¿Qué<br />

buscaban esas bandadas de cisnes viajeros que volaban en primavera más altos<br />

que las nubes en busca de las montañas, tornando en la estación de las lluvias<br />

al Yamuna y al Ganges?. ¿Qué habría tras las oscuras moles <strong>del</strong> Nepal y los<br />

enormes domos nevados de los Himalayas, hincados en el cielo?.<br />

Ya que, en las noches sofocantes <strong>del</strong> estío el lánguido cantar de una<br />

mujer salía de las cimbradas galerías <strong>del</strong> palacio, ¿Por qué la solitaria estrella<br />

la alumbraba, rútila, sobre el rojo horizonte de la llanura tórrida, ardiente de<br />

fiebre y entorpecida de oscuridad?. ¿Era para decirle que también ella<br />

palpitaba de un amor inasequible?. ¿No se desgranaría quizá, en aquel mundo<br />

lejano, la misma melodía en el silencio <strong>del</strong> espacio?. ¿No reinaría allí también<br />

la misma languidez, idéntico deseo de infinito?.<br />

Alguna que otra vez, y como hablando consigo mismo, el joven<br />

Gautama había dirigido tales preguntas a sus amigos, a sus preceptores y a sus<br />

padres. Sus amigos le respondían riendo: “¡Qué nos importa a nosotros!”. El<br />

brahmán preceptor le había dicho: “<strong>Los</strong> sabios ascetas tal vez lo sepan”. Sus<br />

padres susurraban: “Brahmá quiere que se ignore”.<br />

Sujeto a la costumbre, Gautama se unió en matrimonio y hubo de su<br />

esposa un hijo llamado Raúla. Este acontecimiento no pudo disipar sus dudas<br />

ni variar el curso de sus pensamientos.<br />

Debían conmover al joven príncipe los tiernos lazos con que la dulce<br />

esposa y el inocente niño enlazaban su corazón. Más, ¿Qué representaban las<br />

caricias de una mujer y la sonrisa de un niño sobre esa alma torturada por el<br />

dolor <strong>del</strong> mundo?. No hacían más que intensificar la fatalidad que lo sujetaba<br />

al dolor universal y su deseo de liberación devino más agudo.<br />

La leyenda ha juntado en un solo episodio las impresiones que<br />

condujeron a Gautama a su paso decisivo. Cuenta que, durante un paseo,<br />

431


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

encontró un anciano, un enfermo y un muerto. El aspecto de aquel cuerpo<br />

tambaleante y decrépito, de aquel apestado cuerpo cubierto de úlceras y de<br />

aquel cadáver en descomposición, debieron obrar sobre él con el poder <strong>del</strong><br />

rayo, revelándole el fin inevitable de toda vida y la más negra hondura de la<br />

miseria humana.<br />

Y entonces resolvió renunciar a la corona y abandonar para siempre su<br />

palacio, su familia y su hijo, para consagrarse a la vida ascética.<br />

Esta tradición condensa en una escena dramática y en tres ejemplos las<br />

experiencias y reflexiones de largos años. Más esos ejemplos conmueven al<br />

descubrir los móviles de toda existencia, revelando un carácter.<br />

Un documento pali que se remonta a un siglo después de muerto Buda y<br />

donde palpita todavía la tradición viviente, pone en boca de Gautama,<br />

dirigiéndose a sus discípulos: “Al hombre, en todo tiempo le ataja el disgusto<br />

y el horror ante la vejez”. Sabe que la vejez le acecha. Más agrega: “No me<br />

alcanzará. Pensándolo, siento que me inunda todo el ardor de la juventud”. De<br />

hecho, en todas las predicaciones de Buda y en toda la literatura budista, la<br />

vejez, la enfermedad y la muerte acuden sin cesar, como los inevitables males<br />

de la humanidad.<br />

Contaba Gautama veintinueve años cuando decidió abandonar<br />

definitivamente el palacio de su padre, rompiendo todo lazo con su vida<br />

pasada para buscar la liberación en la soledad y la verdad en la meditación. En<br />

frases simples y conmovedoras, la tradición relata su muda despedida a la<br />

esposa y al hijo: “Antes de marchar, piensa en su hijo recién nacido: «Quiero<br />

ver a mi niño». Se encamina al departamento de su esposa y la encuentra<br />

dormida sobre su lecho sembrado de flores, la mano sobre la cabecita <strong>del</strong><br />

infante. Gautama piensa: «Si aparto la mano de mi esposa para abrazar a mi<br />

hijo la despertaré. Cuando sea Buda volvere a ver a mi hijo». Fuera le<br />

esperaba su caballo Kantaka y el hijo <strong>del</strong> rey huyó sin que nadie le viera.<br />

Huyó lejos de su mujer y de su hijo, para hallar la paz <strong>del</strong> alma y brindarla al<br />

mundo y a los dioses. Tras de sí avanzaba, como una sombra, Mara, el<br />

tentador, acechando el momento en que un pensamiento de injusticia o de<br />

deseo brotara de aquella alma que luchaba por la salvación, un pensamiento<br />

que le diera fuerza sobre el odiado enemigo”. (Resumen de la leyenda por<br />

Oldenberg).<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

IV<br />

SOLEDAD E ILUMINACIÓN<br />

Hallamos a Gautama, el regio descendiente de los Sakias, convertido en<br />

monje (Sakia-Muni) errando por las sendas, la cabeza rasurada, envuelto en<br />

amarillo sayal, con la escudilla en la mano, pidiendo limosna por los caseríos.<br />

Dirigióse primero a los encumbrados brahmanes para que le indicaran el<br />

camino de la verdad. Pero sus respuestas complicadas y abstractas sobre el<br />

origen <strong>del</strong> mundo y la doctrina de la identidad con Dios, no le satisfacían. Sus<br />

maestros, detentores de la antigua tradición de los rishis, le indicaron, sin<br />

embargo, ciertas prácticas respiratorias y procedimientos de meditación,<br />

necesarios para alcanzar la perfecta concentración interior. Más tarde se sirvió<br />

de ellos en su gimnasia espiritual.<br />

Pasó luego varios años rodeado de cinco ascetas jainos, (Jainos,<br />

nombre que significa vencedores, era una secta de fanáticos ascetas,<br />

existente en el sur de la India mucho antes de la fundación <strong>del</strong> budismo, con<br />

el que tiene grande analogía), que le llevaron a su escuela de Uruvala, en<br />

Magada, a orillas de un río de remansos bellos. Después de sujetarse mucho<br />

tiempo a su disciplina implacable, pudo convencerse de que a ningún anhelado<br />

fin le conducía.<br />

Un día les declaró su renuncia a tales mortificaciones inútiles y su<br />

resolución de buscar la verdad por sí mismo, valiéndose solamente de la<br />

meditación. A tales palabras, airados los ascetas fanáticos, con sus cuerpos<br />

esqueléticos y sus rostros escuálidos, se alzaron con desprecio y dejaron solo a<br />

su compañero junto al río.<br />

Y gozó entonces sin duda la embriaguez de la soledad en medio de la<br />

naturaleza virgen, este refrigerante manantial descrito en la literatura budista:<br />

“Cuando a nadie distinguió ante mí y detrás de mí, gozo en la permanencia de<br />

mi soledad entre los bosques. Para el monje solitario anheloso de perfección<br />

es allí gozosa la vida. Solo, sin compañeros, en la selva amable, ¿Cuándo<br />

alcanzaré el fin?. ¿Cuándo estaré libre de pecado?”.<br />

Y la noche le sorprendió en idéntica postura, sentado, las piernas<br />

cruzadas bajo el árbol de sus meditaciones, de cien mil hojas murmurantes. A<br />

la orilla <strong>del</strong> río, ornada de flores, por guirnalda la abigarrada corona de los<br />

bosques, el monje permanecía sentado gozosamente, entregado a su<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

meditación. No había mayor felicidad para él.<br />

Un pastor, enamorado <strong>del</strong> aspecto ingenuo y grave <strong>del</strong> asceta de aura<br />

benéfica, le llevaba todos los días leche y bananas. Una gacela, atraída por su<br />

dulzura, se le acercaba hasta comer en su mano los granos de arroz. Y casi se<br />

sentía feliz.<br />

Más sus pensamientos sumergíanse ansiosamente en la espiral infinita<br />

<strong>del</strong> mundo interior. Durante el día meditaba esforzadamente, intensamente,<br />

sobre sí mismo y sobre los demás, sobre el origen <strong>del</strong> mal y sobre el supremo<br />

fin de la vida. Trataba de explicarse el fatal encadenamiento de los destinos<br />

humanos por medio de razonamientos cerrados, agudos, despiadados. Más<br />

¡Cuántas dudas, cuántas lagunas, cuántos abismos insondables!.<br />

Durante la noche se abandonaba sobre el océano <strong>del</strong> sueño, a la deriva,<br />

para reemprender al día siguiente el curso de sus pensamientos. Y así su sueño<br />

devenía cada vez más transparente. Era como una serie de velos superpuestos,<br />

de gasas fluidas que, al descorrerse, descubrían mundo tras mundo.<br />

Al comienzo veía proyectarse su propia vida pasada, inversamente, en<br />

imágenes sucesivas. Después reconocióse a sí mismo bajo distinta figura, con<br />

otras pasiones como en una pasada existencia. Y tras de este velo tenue,<br />

aparecieron otros semblantes desconocidos, extraños, enigmáticos que<br />

parecían llamarle...<br />

¡Oh ilimitado reino de la ilusión y <strong>del</strong> sueño!, pensaba Gautama, ¿Eres<br />

tú la cima <strong>del</strong> mundo que contiene las fuentes secretas?. ¿Eres tú el reverso de<br />

la urdimbre en la cual poderes ignotos entremezclan los hilos que tejen todas<br />

las cosas y todos los seres, que forman el vívido cuadro de este vasto<br />

universo?. Y reemprendía de nuevo sus meditaciones sin lograr unir entre sí<br />

las corrientes de aquel caos uniforme.<br />

Relata la tradición que Sakia-Muni practicó durante siete años ejercicios<br />

de concentración interior antes de alcanzar la iluminación. Logróla, por fin,<br />

bajo la forma de una serie de éxtasis durante el sueño. Es preciso seguir de<br />

cerca los fenómenos psíquicos amasados por la leyenda durante estas cuatro<br />

noches extáticas. Ya que de su peculiar carácter y de su interpretación, ha<br />

surgido la doctrina <strong>del</strong> Buda y todo el budismo.<br />

Durante la primera noche penetró Sakia-Muni en lo que la India llama<br />

Kama Loka (mansión de deseos). Es el Amenti egipcio, el Hades griego, el<br />

Purgatorio cristiano. Es la esfera llamada mundo astral por el ocultismo de<br />

Occidente o estado psíquico definido con esta palabra: esfera de la<br />

permeabilidad, caos sombrío y nebuloso. Al principio le asaltaban toda clase<br />

de animales, serpientes y bestias feroces. Su alma lúcida comprendió que<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

aquello eran sus propias pasiones de vidas precedentes, exteriorizadas y<br />

vitalizadas todavía en el fondo de su alma. Bajo el escudo de la voluntad, se<br />

iban disipando a medida que avanzaba sobre ellas. Entonces se le apareció su<br />

propia esposa a quien había amado y abandonado. La vio, desnudos los senos,<br />

llenos los ojos de lágrimas, de desesperación y de deseo, tender el hijo hacia<br />

él. ¿Era el alma de su esposa, todavía viviente, que así le llamaba durante el<br />

sueño?. Lleno de piedad, palpitante de amor, lanzóse hacia ella. Pero en aquel<br />

momento, desvanecióse la figura prorrumpiendo en un desgarrador lamento al<br />

que respondió el grito sordo de su propia alma. Entonces le envolvieron en<br />

ráfagas infinitas, en bandas desgarradas por el viento, las almas de los muertos<br />

sumergidos todavía en las pasiones de la tierra. Estas sombras perseguían sus<br />

presas, se arrojaban unas sobre otras sin lograr enlazarse, rodando anhelantes<br />

en un abismo sin fondo. Vio a los criminales torturados por el suplicio que les<br />

habían infligido, sufrirlo de nuevo indefinidamente, hasta que el horror <strong>del</strong><br />

hecho mata la voluntad culpable, hasta que las lágrimas <strong>del</strong> asesino lavan la<br />

sangre de la víctima. Esta lúgubre región era verdaderamente un infierno<br />

agitándose en la hoguera de un deseo imposible de sofocar en las tinieblas<br />

angustiosas <strong>del</strong> vacío helado.<br />

Sakia-Muni creyó percibir al príncipe de aquel reino. Era el que los<br />

poetas describen bajo la figura de Kama, dios <strong>del</strong> Deseo. Solamente que, en<br />

lugar de llevar traje de púrpura, coronado de flores y tener la mirada gozosa<br />

tras el arco tenso, lo envolvía un sudario, iba cubierto de ceniza y blandía un<br />

cráneo vacío. Kama se convirtió en Mara, el dios de la Muerte.<br />

Cuando despertó Sakia-Muni después de la primera noche de su<br />

iniciación, un sudor helado salpicaba todo su cuerpo. La mansa gacela, su<br />

querida compañera, había huido. ¿Temía acaso a las sombras con que se<br />

rozara su dueño?. ¿Había olfateado al dios de la Muerte?.<br />

Gautama permaneció inmóvil bajo el árbol de la meditación, de cien mil<br />

hojas susurrantes. El embotamiento le impedía moverse. El pastor cuidadoso<br />

le reanimó, ofreciéndole leche espumosa en una cascara de coco.<br />

Durante la segunda noche, penetró el solitario en el mundo de las almas<br />

dichosas. Ante sus ojos cerrados deslizáronse países flotantes, islas aéreas.<br />

Jardines encantados donde los árboles y las flores, las aves, el cielo y el aire<br />

embalsamado, las estrellas y las nubes, transparentes como velos, parecían<br />

acariciar el alma y modular inteligentemente el lenguaje <strong>del</strong> amor,<br />

condensando en significativa forma la expresión de humanos pensamientos o<br />

de divinos símbolos.<br />

Vio a las almas agrupadas o en parejas, caminar absortas unas en otras o<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

reclinadas a los pies de un maestro. Y la felicidad que irradiaba de sus<br />

miradas, de sus actitudes, de sus palabras, parecía emanar de un elevado<br />

mundo planeante sobre sus cabezas, al que dirigían de vez en cuando sus<br />

tendidos brazos, uniéndolos a todos en su célica armonía.<br />

Pero de pronto, vio Gautama algunos de aquellos semblantes palidecer<br />

conmovidos. Entonces se apercibió de que cada una de aquellas almas se<br />

hallaba unida al mundo inferior por un hilo imperceptible. Esta red de<br />

filamentos descendía hasta lo profundo al través de una nube purpúrea que la<br />

sostenía en el abismo. A medida que la nube roja ascendía, se iba<br />

desvaneciendo, y el paraíso aéreo devenía cada vez más imperceptible.<br />

Y Gautama comprendió el sentido de su visión. Aquellos lazos sutiles<br />

eran ataduras indestructibles, restos de pasiones humanas, de inextinguibles<br />

deseos que unían aquellas almas gozosas a la tierra, Forzándolas, tarde o<br />

temprano, a nuevas encarnaciones. ¡Cuántos adioses ¡ay! en perspectiva tras el<br />

reencuentro celeste, cuántos nuevos alejamientos en aquellos laberintos de<br />

dolor y de prueba a los que aguardaba acaso, el fin, la separación eterna!...<br />

Cuando a la mañana siguiente despertó Sakia-Muni tras la segunda<br />

noche, los cisnes viajeros volaban por el cielo nebuloso. Y fue más triste para<br />

el despertar de aquella visión paradisíaca, que <strong>del</strong> sueño infernal. Pensaba en<br />

los futuros destinos de todas aquellas almas, en su errar sin fin.<br />

En la tercera noche se elevó, por un poderoso esfuerzo, al mundo de los<br />

dioses. Fue aquel un sueño inenarrable, un sublime panorama de grandeza<br />

inefable.<br />

Vio ante todo los Arquetipos luminosos que irradian en el umbral <strong>del</strong><br />

mundo de los Devas, círculos, triángulos, astros centelleantes, moldes <strong>del</strong><br />

mundo material. Seguidamente aparecieron ante él las fuerzas cósmicas, los<br />

dioses carentes de inmutable forma, pero que actuaban, multiformes, en las<br />

venas <strong>del</strong> mundo. Vio ruedas ígneas, torbellinos de luz y de tinieblas, astros<br />

transformándose en leones alados, en águilas monstruosas cuyas cabezas<br />

erguidas irradiaban un océano de llamas.<br />

De aquellas figuras que aparecían, desaparecían y se metamorfoseaban<br />

multiplicándose con la rapidez <strong>del</strong> rayo, emanaban en todas direcciones<br />

corrientes lumínicas que se diversificaban por el Universo. Y aquellas<br />

corriente de vida, borboteaban en el curso de los planetas, brotando de nuevo<br />

en su superficie, amasando a todos los seres.<br />

Al identificarse el vidente con todo el ardor de aquella vida con una<br />

especie de poder de ubicuidad, en el deslumbramiento de su embriaguez, oyó<br />

de súbito el grito de dolor humano ascender <strong>del</strong> abismo y llegar hasta él como<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

una creciente marea de clamores desesperados. Entonces descubrió algo que le<br />

pareció terrible. Aquel mundo inferior, lleno de lucha y de sufrimiento, lo<br />

habían creado, pues, los dioses. Aun más; conscientes de sí mismos, se habían<br />

desenvuelto con su universo; y ahora, planeando por encima de él, pero<br />

inseparables de su esencia ¡vivían de su reflujo formidable!.<br />

Sí, los dioses inmortales se envolvían en la llama y en la lumbre<br />

emanada de sus corazones; más aquel fuego se convertía en los hombres en<br />

pasión y en desasosiego aquella lumbre. Se alimentaban <strong>del</strong> soplo <strong>del</strong> amor<br />

humano que ellos excitaran, respirando el perfume de sus adoraciones y el<br />

humo de sus tormentas. Bebían todas aquellas mareas de almas henchidas de<br />

dolor y de deseo, como bebe el viento tempestuoso la espuma <strong>del</strong> océano...<br />

¡También ellos eran culpables!.<br />

Al abrazar la vista <strong>del</strong> vidente panoramas y perspectivas de espacio y de<br />

tiempo cada vez más vastas, al volar su espíritu de edades en edades, creyó<br />

distinguir a aquellos dioses arrastrados en el naufragio final de sus mundos,<br />

engullidos en el sueño cósmico, forzados a morir y a renacer también, de<br />

eternidad en eternidad, y creando mundos perpetuamente miserables.<br />

Entonces el universo entero apareció a Sakia-Muni como una rueda<br />

espantable a la que se hallan sujetos todos los seres, los hombres y los dioses.<br />

No había medio de escapar a la ley inevitable que hace girar la rueda. De vida<br />

en vida, de encarnación en encarnación, imperturbablemente, todos los seres<br />

vuelven siempre a comenzar en vano idéntica aventura, siendo<br />

despiadadamente triturados por el dolor y la muerte.<br />

Como hacia atrás se extiende el inconmensurable pasado, el<br />

inconmensurable porvenir de sufrimiento se ofrece en la sucesión infinita de<br />

las existencias. Innumerables períodos <strong>del</strong> mundo deslízanse en miríadas de<br />

años. Tierras, cielos, infiernos, lugares de tortura, nacen y desaparecen como<br />

surgieron para ser barridos después de eternidades. ¿Cómo escapar a esta<br />

rueda?. ¿Cómo terminar con el suplicio de vivir?.<br />

Despertó el asceta de esta visión en un vértigo de espanto. El viento <strong>del</strong><br />

Norte había agitado toda la noche el árbol <strong>del</strong> conocimiento, de cien mil hojas<br />

murmurantes. El alba clareaba apenas y caía una lluvia frígida. Volvió la<br />

gacela y permaneció recostada junto al solitario, lamiéndole los pies helados.<br />

La tocó. La halló también fría. Entonces la atrajo en sus brazos para calentarla<br />

sobre su corazón. Y Sakia-Muni se consoló durante una hora <strong>del</strong> dolor <strong>del</strong><br />

mundo, oprimiendo sobre su pecho a la infeliz gacela.<br />

No tenía Gautama la costumbre de orar. Nada esperaba de los dioses y<br />

todo de sí mismo y de su meditación. No los odiaba ni de nada les acusaba.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Sólo les envolvía en su inmensa piedad. ¿Acaso no se hallaban ellos también<br />

sujetos a la fatal ilusión <strong>del</strong> cambio, por el deseo universal, por la sed<br />

desenfrenada de ser y de vivir?. Si no podían salvarse a sí mismos, ¿Cómo<br />

iban a auxiliar a los hombres?.<br />

Antes de la cuarta noche, Sakia-Muni, abrumado de angustia, invocó al<br />

Innominado, al Inmanifestado, a Aquel que el clarividente no percibe, para<br />

que le revelara el arcano de la felicidad y <strong>del</strong> reposo eternos.<br />

Al dormirse, vio de nuevo la terrible rueda de la existencia, como un<br />

círculo de sombra poblado de hormigueros humanos. La rueda infatigable da<br />

vueltas lentamente. Aquí y allá, algunos valientes luchadores, ascetas<br />

sublimes, pasaban <strong>del</strong> círculo sombrío al halo luminoso que les rodeaba. Eran<br />

los sabios ascetas, los Bodisatvas que le habían precedido. Pero ninguno de<br />

ellos había logrado la salvación verdadera, el reposo definitivo. Todos caían<br />

de nuevo en el círculo de sombra, a todos sujetaba la rueda fatal.<br />

Entonces experimentó Sakia-Muni el mayor de sus dolores, el<br />

quebrantamiento de todo su ser, al desquiciarse el mundo de las apariencias.<br />

Más a este desgarramiento supremo sucedió una inefable felicidad. Sintióse<br />

sumergido en un mar profundo de quietud y de paz. Allí no había formas, ni<br />

luz, ni rumores de vida. Su ser fundióse <strong>del</strong>iciosamente en la durmiente alma<br />

<strong>del</strong> mundo que ningún soplo agitaba y su conciencia se desvaneció en aquella<br />

inmensidad dichosa. Había alcanzado el Nirvana.<br />

Si Sakia-Muni hubiera tenido la voluntad de ir más allá y la fuerza para<br />

elevarse por encima <strong>del</strong> sueño cósmico, hubiera oído, hubiera visto, hubiera<br />

sentido algo más todavía. Hubiera oído el Sonido primordial, la divina Palabra<br />

que crea la luz; hubiera escuchado aquella música de las esferas que impulsa a<br />

los astros y a los mundos. Llevado por las ondas de esta armonía, hubiera<br />

contemplado la reverberación <strong>del</strong> Sol espiritual, <strong>del</strong> Verbo creador. Allí, el<br />

supremo deseo <strong>del</strong> amor se identifica con el ardiente gozo <strong>del</strong> sacrificio. Allí<br />

se halla uno por encima de todo, atravesando el todo, porque allí se ostenta el<br />

manantial <strong>del</strong> tiempo brotando de la eternidad y volviendo a ella. Allí se halla<br />

uno identificado con todas las cosas en la plenitud de la existencia. Se planea<br />

sobre todo dolor, porque puede convertirse en gozo. Allí todos los<br />

sufrimientos se funden en una felicidad única, como los colores <strong>del</strong> prisma en<br />

el rayo solar. Allí se alcanza el reposo en la acción trascendente y la<br />

personalidad suprema en el absoluto don de sí mismo. Allí no se condena la<br />

vida, porque se bebe la divina esencia en su manantial. Libre, enteramente<br />

manumiso, infrangible en a<strong>del</strong>ante, se vuelve a la vida para crearla de nuevo<br />

más hermosa. De esta esfera de la Resurrección, presentida por la sabiduría<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

egipcia y por los misterios de Eleusis, debía descender el Cristo.<br />

Pero Sakia-Muni no estaba destinado a enseñar al mundo el verbo <strong>del</strong><br />

Amor creador. Su misión fue grande, empero, porque reveló la religión de la<br />

piedad y la ley que une entre sí las humanas encarnaciones. Pero en su<br />

iniciación se detuvo en la Muerte mística sin llegar a la Resurrección. El<br />

Nirvana, que se ha interpretado por el estado divino por excelencia, no es más<br />

que el umbral. Buda no logró transponerlo. (He tratado aquí de colocar el<br />

Nirvana en su correspondiente lugar, en el orden de los fenómenos<br />

psíquicos de la Iniciación. Es ello esencial para la clara comprensión de la<br />

persona de Buda y de su papel en el mundo, puesto que su doctrina y su<br />

obra son sus consecuencias. El mérito de un iniciado, de un reformador o<br />

de un profeta cualquiera, depende, en primer lugar, de una intensa y directa<br />

ciencia de la verdad. Su doctrina nunca es otra cosa que una razonada<br />

explicación de este fenómeno inicial que siempre es, bajo una u otra forma,<br />

una revelación o una inspiración espiritual. El Nirvana aparece como la<br />

penúltima etapa de la alta Iniciación, presentida por Persia, Egipto y Grecia<br />

y que realizó el Cristo. Lo que el budismo llama la extinción o el fin de la<br />

ilusión, no es, pues, más que un estado psíquico intermedio, la fase neutra,<br />

atómica y amorfa, que precede al brotamiento de la verdad suprema. Pero<br />

representa algo importantísimo observar la forma completa en que el Buda<br />

realiza, al través de su vida, las fases todas de la Iniciación, como debía<br />

Cristo realizarlas en la suya coronándolas con la resurrección).<br />

Transcurrida la cuarta noche de su iluminación, experimentó Gautama<br />

según reza la tradición, un placer inmenso, y una nueva fuerza inundó sus<br />

venas, animándole con nuevo valor. Sintió que, al alcanzar el Nirvana, se<br />

había liberado de todo mal. Templado en la muerte como en las aguas de la<br />

laguna Estigia, se sentía invencible. Sakia-Muni había vencido. Todo él, desde<br />

la médula de sus huesos a la cima de su alma, había devenido Buda, el<br />

Despierto. La verdad conquistada, quiso salvar al mundo. Pasó muchos días<br />

reflexionando sobre las experiencias atravesadas. Y se apercibió de la lógica<br />

secreta que unía entre sí las visiones aparecidas.<br />

Analizando en el interior de su espíritu el encadenamiento de las causas<br />

y los efectos que conducen al sufrimiento, llegó a formular su doctrina. “Del<br />

no-conocimiento provienen las formas (Sankara); formas <strong>del</strong> pensamiento,<br />

que plasman las cosas. De ellas nace la conciencia y así, por una larga serie de<br />

procedimientos intermedios, <strong>del</strong> deseo de los sentidos deriva el apego a la<br />

existencia. Del apego nace la realización, de ésta el nacimiento, <strong>del</strong><br />

nacimiento, la vejez y la muerte, las lamentaciones y dolores, las desgracias,<br />

439


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

desesperaciones y penas”.<br />

“Pero si se suprime la causa primera, el no-conocimiento, toda la<br />

cadena de efectos se destruye, quedando el mal vencido”.<br />

En suma, precisa matar el deseo para suprimir la vida y cortar el mal de<br />

raíz.<br />

Anhelaba el Buda que todos los hombres alcanzaran el Nirvana.<br />

Sabedor de cuanto tenía que decir a los brahmanes y al pueblo, Sakia-Muni<br />

abandonó su retiro para volver a Benarés y propagar su doctrina.<br />

440


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

V<br />

LA TENTACIÓN<br />

Como todos los profetas, tuvo el Buda que atravesar una prueba antes<br />

de realizar su obra. Ningún reformador ha dejado de sufrir la tentación de la<br />

duda respecto de sí mismo antes de enfrentarse resueltamente con las<br />

potestades <strong>del</strong> día. A la primera tentativa, crecen los obstáculos como<br />

montañas y la labor de una serie de años aparece como la ascensión de un<br />

bloque hasta una cima.<br />

Cuenta la leyenda que el demonio Mara cuchicheó a su oído: “Entra en<br />

el Nirvana, hombre perfecto. La época nirvánica ha llegado para ti”. Buda le<br />

respondió: “No entraré en el Nirvana en tanto no se acreciente y se difunda la<br />

vida santa entre los hombres y no sea lo suficientemente predicada doquiera”.<br />

Aproximósele un brahmán exclamando con menosprecio: “Un laico no<br />

puede ser brahmán”. Buda respondió: “El verdadero brahmán es aquel que<br />

destierra de sí mismo toda maldad, toda mancha, toda impureza”. Fracasados<br />

los hombres frente al Bienaventurado, intervinieron los elementos. Viento,<br />

lluvia torrencial, frío, tempestad y tinieblas, cerniéronse sobre él.<br />

Esta conjuración de los elementos contra Buda, representa el postrero y<br />

furioso asalto de las pasiones, expulsadas por el alma <strong>del</strong> santo y que se<br />

abalanzan ahora sobre él desde el exterior, con la horda entera de las fuerzas<br />

de que proceden.<br />

Para evidenciar el hecho oculto que ocurre entonces, se sirve la leyenda<br />

de un símbolo. “En aquel momento, dice, el rey de las serpientes, Mucalinda,<br />

sale de su secreto dominio, enroscando siete veces con sus anillos el cuerpo de<br />

Buda, protegiéndole así contra la tempestad”.<br />

Transcurridos siete días, cuando Mucalinda, rey de las serpientes, vio el<br />

claro cielo sin nubes, desenroscó sus anillos <strong>del</strong> cuerpo <strong>del</strong> bienaventurado, y<br />

tomando la forma de un mancebo, se aproximó al sublime, juntas las manos,<br />

adorándolo. Entonces el sublime dijo: “Dichosa la soledad <strong>del</strong> bienaventurado<br />

que ha reconocido y contempla la verdad”.<br />

La serpiente Mucalinda representa aquí el cuerpo astral <strong>del</strong> hombre,<br />

asiento de la sensibilidad que compenetra su cuerpo físico, creando en torno<br />

de él un aura radiosa en la que se reflejan, para el ojo <strong>del</strong> clarividente, todas<br />

las pasiones en múltiples coloraciones. Durante el sueño, el cuerpo astral, con<br />

441


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

el yo consciente, se desintegra <strong>del</strong> cuerpo físico <strong>del</strong> hombre en forma de<br />

espiral. Semeja entonces una serpiente. En este cuerpo astral (Paracelso lo<br />

llama así porque se halla en relación magnética con los astros que<br />

componen nuestro sistema solar. El ocultismo occidental ha adoptado este<br />

término), residen y vibran las pasiones humanas. Por su mediación todas las<br />

influencias buenas y malas actúan sobre el ser humano. Gobernado y<br />

organizado por la fuerza de su voluntad, el santo o el iniciado pueden<br />

transformarlo en una coraza infrangibie contra los ataques externos.<br />

Tal es el significado de la serpiente Mucalinda enroscada en el cuerpo<br />

de Buda, protegiéndolo contra la tempestad de las pasiones. Pero tiene todavía<br />

un segundo significado. En cierto grado de la iniciación, percibe el<br />

clarividente la imagen astral de la animálica parte inferior de su ser,<br />

evolucionada en encarnaciones precedentes. Es preciso afrontar este<br />

espectáculo y matar al monstruo por medio <strong>del</strong> pensamiento. De lo contrario,<br />

no es posible penetrar en el mundo astral y menos aun en el espiritual y en el<br />

divino.<br />

En la tradición oculta, se llama esta aparición “el guardián <strong>del</strong> umbral”.<br />

Mucho más a<strong>del</strong>ante, transcurridas largas experiencias y logradas brillantes<br />

victorias, alcanza el iniciado su divino Prototipo, la imagen de su alma<br />

superior bajo una forma ideal. He aquí por qué la serpiente Mucalinda se<br />

metamorfosea en un bello mozo, una vez la borrasca <strong>del</strong> mundo inferior se ha<br />

disipado.<br />

442


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

VI<br />

LA ENSEÑANZA Y LA COMUNIDAD BUDISTA<br />

Principió el Buda su predicación en Benarés. De momento convirtió a<br />

cinco monjes, que más tarde fueron sus fervientes discípulos y a los que envió<br />

a predicar su doctrina, diciéndoles: “Os halláis libres de todo lazo. Id por el<br />

mundo para salvación de las gentes, y la gloria de los dioses y de los<br />

hombres”.<br />

Poco después se le adhirieron mil brahmanes de Uruvela que<br />

practicaban las sentencias <strong>del</strong> Veda y el sacrificio <strong>del</strong> fuego, cumpliendo sus<br />

abluciones en el río Neranjara.<br />

Pronto afluyó la multitud. Por él dejaron los alumnos a sus maestros.<br />

Reyes y reinas llegaban sobre la grupa de sus elefantes para admirar al santo y<br />

hacerle ofrenda de su amistad. La cortesana Ambapali ofreció al Buda un<br />

bosque de mangos. El joven Bimbisara llegó a ser el protector de su regio<br />

colega, transformado en monje mendicante.<br />

La predicación de Buda duró cuarenta años, sin que los brahmanes<br />

opusieran el menor obstáculo.<br />

Compartíase anualmente su vida en dos períodos: uno nómada y otro<br />

sedentario, nueve meses de viaje y tres de reposo. “Cuando en junio, después<br />

de la ardiente canícula, se amontonan como terrones las negras nubes y el<br />

soplo <strong>del</strong> monzón anuncia el período de lluvias, se retira el indo durante<br />

quince días en su palacio o en su choza”. Ríos y torrentes acrecientan su cauce<br />

interceptando las comunicaciones. “<strong>Los</strong> pájaros, dice un viejo libro budista,<br />

construyen sus nidos en la copa de los árboles”. Lo mismo hacían los monjes<br />

durante un trimestre.<br />

En los nueves meses de viaje, Buda hallaba doquiera asilos, parques y<br />

jardines, mansiones de reyes o de ricos comerciantes. No le faltaban para su<br />

alimento mangos y bananas. Ello no impedía no obstante a aquellos<br />

renunciadores de los bienes mundanos, observar su voto de pobreza y<br />

continuar su vida de mendicantes.<br />

Todas las mañanas recorrían la ciudad, precedidos de su Maestro. En silencio,<br />

bajos los ojos, cuenco en mano, aguardaban la limosna, bendiciendo a los que<br />

daban y a los que no daban. Por la tarde, en la tranquila oscuridad <strong>del</strong> bosque<br />

o en su celda, meditaba el Sublime en “sagrado silencio”. (Oldenberg, “La<br />

443


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Vie de Bouddha”).<br />

Así propagóse la secta budista. En muchas partes, bajo la dirección <strong>del</strong><br />

Maestro, fundábanse asociaciones de monjes que más tarde debían convertirse<br />

en ricos conventos. A su alrededor se agrupaban comunidades laicas que, sin<br />

adoptar la vida monacal, hallábanse gustosas bajo la guía de los budistas.<br />

<strong>Los</strong> textos que relatan estos hechos con frías sentencias y mecánicos<br />

razonamientos, siempre repetidos, no nos han sabido legar prueba plena de la<br />

elocuencia <strong>del</strong> Maestro, el encanto que emanaba de su persona, el magnetismo<br />

de su voluntad potente, velada de imperturbable dulzura y de serenidad<br />

perfecta, ni tampoco de la extraña fascinación con que misteriosamente<br />

evocaba el Nirvana.<br />

Al principio describe la vida de los sentidos como turbulento océano<br />

irritado, con sus torbellinos, sus honduras insondables y sus monstruos. Allí<br />

bambolean sin un instante de reposo esas pobres barquillas llamadas almas<br />

plácidas donde el mar se calma. Por fin, sobre la llana superficie inmóvil,<br />

<strong>del</strong>inease una corriente circular que toma forma de embudo. En lo más<br />

profundo, reluce un punto centelleante. ¡Dichoso el que penetra rápidamente<br />

en el círculo y desciende hasta su fondo!. Se halla en otro mundo, alejado <strong>del</strong><br />

mar y de la tempestad. ¿Qué hay más allá de esta profundidad, más allá <strong>del</strong><br />

punto luminoso?. El Maestro no lo explica. Sólo afirma que es la beatitud<br />

suprema, y agrega: “Yo vengo de allá. Lo que no había llegado desde hace<br />

miríadas de años, está aquí. Yo os lo traigo”.<br />

La tradición ha conservado el Sermón de Benarés, que es el Sermón de<br />

la Montaña de Buda. Quizá en él hallamos un eco lejano de su viva palabra.<br />

“Me llamáis amigo, pero no me dais mi verdadero nombre. Yo soy el<br />

Liberado, el Bienaventurado, el Buda. Aguzad el oído. La liberación de la<br />

muerte ha sido hallada. Yo os instruyo, yo os enseño la doctrina. Si vivís sus<br />

preceptos, pronto tomaréis parte en lo que buscan los jóvenes que abandonan<br />

su país para convertirse en los sin-patria, y alcanzaréis la perfecta santidad.<br />

Aun en esta vida reconoceréis entonces la verdad, contemplándola cara a cara.<br />

Basta ya de mortificaciones, pues basta renunciar a todos los placeres de los<br />

sentidos. El sendero medio conduce al conocimiento, a la iluminación, al<br />

Nirvana. El sendero ocho veces santo, se llama: justa fe, resolución justa, justa<br />

palabra, justa acción, vida justa, justa aspiración, justo pensamiento, justa<br />

meditación. Ésta, ¡Oh monjes!, es la verdad santa sobre el origen <strong>del</strong><br />

sufrimiento: el anhelo de existir de nacimiento en nacimiento, con su placer y<br />

deseo inherentes, hallan aquí y allá su voluptuosidad, la sed de sensaciones, el<br />

ansia de transformación, la avidez de poderío. He aquí, ¡oh monjes!, la santa<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

verdad sobre la eliminación <strong>del</strong> sufrimiento: supresión <strong>del</strong> ansia por la<br />

destrucción <strong>del</strong> deseo, apartándolo, desligándolo de él sin dejarle ya lugar.<br />

Ésta es, ¡Oh monjes!, la santa verdad sobre la extinción <strong>del</strong> dolor”.<br />

Cuando Sakia-Muni se halló en posesión de las cuatro verdades<br />

esenciales, a saber:<br />

1º el sufrimiento;<br />

2º el origen <strong>del</strong> sufrimiento;<br />

3º la eliminación <strong>del</strong> sufrimiento;<br />

4º el camino de la eliminación, declaró que en el mundo de Brahma y de<br />

Mara, entre todos los seres, comprendidos brahmanes y ascetas, hombres y<br />

dioses, había alcanzado la felicidad perfecta y la suprema dignidad de Buda.<br />

Toda la obra <strong>del</strong> reformador indo, toda su predicación, el budismo todo<br />

con su literatura sacra y profana, no son otra cosa que un perpetuo comentario,<br />

bajo mil variaciones, <strong>del</strong> Sermón de Benarés.<br />

Esta doctrina tiene una característica exclusiva y rigurosamente moral.<br />

Es de una imperiosa dulzura y de una bienaventurada desesperanza. Cultiva el<br />

fanatismo <strong>del</strong> reposo. Diríase que es una conjuración pacifista para conducir el<br />

mundo a su fin. Ni metafísica ni cosmogonía, ni mitología, ni plegaria, ni<br />

culto. Nada más que la meditación moral. Su preocupación única consiste en<br />

poner fin al dolor y alcanzar el Nirvana. Buda se desliga de todo y de todos.<br />

Desconfía de los dioses, porque estos desgraciados han creado el mundo.<br />

Desconfía de la vida terrestre, porque es la matriz de la reencarnación.<br />

Desconfía <strong>del</strong> más allá, porque a pesar de todo aún impera la vida y, por lo<br />

tanto, el sufrimiento. Desconfía <strong>del</strong> alma, porque está devorada por la sed<br />

inextinguible de inmortalidad. La otra vida es, a sus ojos, una nueva forma de<br />

seducción, una voluptuosidad espiritual. Él sabe, por medio de sus éxtasis, que<br />

dicha vida existe, pero no quiere hablar de ella. Fuera demasiado peligroso.<br />

Sus discípulos le asedian a preguntas a este respecto, pero él permanece<br />

inflexible. “¿Continúa el alma viviendo después de la muerte?”, clamaban a<br />

coro; pero él no responde. “¿Muere acaso?”. El maestro permanece callado.<br />

Al preguntarle Ananda, el discípulo favorito, la razón de su silencio,<br />

hallándose solos, respondióle Buda: “Fuera dañoso a la moral responder en<br />

uno o en otro sentido” y guardó el secreto.<br />

Un monje razonador, más astuto que los otros, aborda un día al Maestro<br />

con un argumento incisivo y terrible: “Oh Bienaventurado, le dice. Tú<br />

pretendes que el alma no es más que un compuesto de sensaciones viles y<br />

efímeras. Si es así, ¿Cómo el no-yó influye en el yo que transmigra de<br />

encarnación en encarnación?”. El Buda debió indudablemente hallar<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

embarazosa la precisa respuesta a tal argumento, digno de Platón o de<br />

Sócrates. Y se contentó diciendo: “¡Oh, monje!, tú te hallas en este momento<br />

bajo el imperio de la concupiscencia”.<br />

Si desconfía Buda <strong>del</strong> alma y de los dioses, más desconfía aún de las<br />

mujeres. En esto, como en todo lo demás, es la antítesis de Krishna, el apóstol<br />

<strong>del</strong> Eterno-Femenino. Sabía Buda que el amor es el más poderoso incentivo de<br />

la vida y que la mujer encierra, como arquilla de filtros y de aromas, la<br />

quintaesencia de todas las seducciones. Sabía que Brahmá no se decidió a<br />

crear al mundo y a los dioses antes de haber creado de sí mismo el Eterno-<br />

Femenino, el velo policromo de Maya donde torna-solea la imagen de todos<br />

los seres. No teme a la mujer como provocadora <strong>del</strong> <strong>del</strong>irio de los sentidos por<br />

medio de miradas o de sonrisas, sino que teme su arsenal de mentiras y<br />

astucias, cual urditrama de que se vale la naturaleza para tejer la vida. “La<br />

esencia de la mujer, dice, se halla insondablemente oculta, como las revueltas<br />

<strong>del</strong> pez en el agua”. “¿Cómo conducirnos ante una mujer?”, preguntó Ananda<br />

a su maestro. “Evita su presencia”. “¿Y si no podemos evitarla?”. “No les<br />

hables”. Y si no podemos menos de hablarle, Señor, ¿Qué hacer?” “Entonces,<br />

¡guardaos!”.<br />

Buda permitió, sin embargo, a la comunidad budista, después de<br />

muchas vacilaciones, la fundación de conventos de mujeres, pero no las<br />

admitió en su intimidad, alejándolas de su presencia. No hallamos en la<br />

historia de Buda a Magdalena ni a María de Betania. Agregaremos, en honor y<br />

defensa de las mujeres indas, que las instituciones de beneficencia de la Orden<br />

budista fueron en gran parte obra de mujeres.<br />

¿Cómo se explica que una doctrina desprovista de los goces de la tierra y <strong>del</strong><br />

cielo, doctrina de moral implacable, casi excesiva por su nihilismo místico<br />

como por su positivismo negativo; que suprimió, por otra parte, las castas con<br />

la fe tradicional de la India en la autoridad de los Vedas, aboliendo el culto<br />

brahmánico con sus ritos suntuosos para substituirlos por centenares de<br />

conventos y un ejército de monjes mendicantes que recorrían la India escudilla<br />

en mano; cómo explicar el éxito prodigioso de una tal religión?. Se explica por<br />

la precoz degeneración de la India, por el bastardeamiento de la raza aria,<br />

entremezclada de elementos inferiores y languideciente de pereza. Se<br />

comprende por la tristeza de un pueblo envejecido entre la laxitud de la tiranía<br />

y de la esclavitud, sin perspectiva histórica ni unidad nacional, que ha perdido<br />

la afición al trabajo y que jamás ha poseído el sentimiento de la<br />

individualidad, salvo en los tiempos védicos, cuando la raza blanca dominaba<br />

en su pureza y en su fuerza. (Sabemos que el budismo no se sostuvo en la<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

India más que cerca de cuatro siglos. Excepto en la isla de Ceilán,<br />

desapareció, en cierto modo, ante la recrudescencia <strong>del</strong> brahmanismo. Sin<br />

persecuciones, supo éste vencerlo. Absorbiendo sus elementos vitales,<br />

renovóse a sí mismo. Sabido es, también, que si el budismo se propagó en el<br />

Tibet, en Mongolia y en China, debióse a la adopción de buen número de<br />

elementos metafísicos y mitológicos proscritos por el Buda y a la profunda<br />

transformación de su doctrina).<br />

Esto dicho, precisa añadir que el momentáneo triunfo de Buda en la<br />

India fue debido, más que a su filosofía, a su estricta moral, a esta labor<br />

profunda sobre la vida interior que supo inculcar a sus discípulos. “Paso a<br />

paso, hora por hora, parcela por parcela, debe el sabio purificar su yo como el<br />

orfebre purifica el metal. El yo, al cual la metafísica budista niega realidad, se<br />

convierte aquí en el principal agente. Hallar el yo deviene el fin de toda<br />

búsqueda. Poseer por propio amigo el yo es la más segura, la más elevada<br />

amistad. Ya que el yo es el protector <strong>del</strong> yo. Precisa sujetarlo por la brida<br />

como sujeta el caballero su noble bruto”. (Sentencias morales budistas<br />

resumidas por Oldenberg). De esta austera disciplina se desprende al fin un<br />

sentimiento de libertad que se expresa con el encanto de un Francisco de Asís:<br />

“No debemos anhelar más que lo que está en nosotros mismos como no<br />

necesita el ave otro tesoro que sus alas, que guía a voluntad”.<br />

En fin, Buda fue, por la ternura de su alma, el verdadero creador de la<br />

religión de la piedad y el inspirador de una nueva poesía que emana de sus<br />

atribuidas parábolas y de las posteriores leyendas <strong>del</strong> budismo. ¡Cuán<br />

sugerente e insinuante resulta, por ejemplo, la metáfora sobre los diferentes<br />

grados evolutivos de las almas!. Compara la vida física, turbada por los<br />

sentidos, a un río sobre cuya corriente ansian elevarse las almas para aspirar la<br />

luz <strong>del</strong> cielo. “Como en un estanque de lotos blancos y azules, existen<br />

multitud de almas diversas en el interior y en la superficie <strong>del</strong> agua, unas<br />

puras, otras impuras. Sabio es aquel que, remontándose sobre el nivel <strong>del</strong><br />

líquido elemento, prodiga a su alrededor la sabiduría, como el loto abierto<br />

expande sus gotas de rocío sobre las ninfas que flotan por los ríos”.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

VII<br />

MUERTE DE BUDA<br />

A la edad de ochenta años hallábase Buda en Beluva, pasando su solaz<br />

de estio, cuando cayó enfermo y sintió la muerte próxima.<br />

Entonces pensó en sus discípulos: “No conviene, se dijo, entrar en el<br />

Nirvana sin antes hablar a los que tienen puesta su vista en mí. Debo vencer<br />

con mi fuerza la enfermedad y retener la vida”. Y la dolencia <strong>del</strong> Sublime<br />

desapareció.<br />

Sentóse Buda a la sombra de la mansión que le tenían destinada.<br />

Ananda, su discípulo predilecto, acudió manifestándole su pena y añadiendo:<br />

“Sé que el Bienaventurado no entrará en el Nirvana sin comunicar su voluntad<br />

a la comunidad de sus discípulos”. “¿Qué solicita la comunidad? — preguntó<br />

Buda —. He predicado la doctrina. Yo no quiero reinar sobre la comunidad,<br />

Ananda. Que la verdad sea vuestra antorcha. Aquel que ahora y después de mi<br />

muerte sea su propio faro y su único refugio, aquel que no busque cobijo más<br />

que en la verdad y ande por la recta vía es mi discípulo”.<br />

Y Buda se levantó, reunió a los otros fieles y emprendió la marcha,<br />

deseoso de caminar enseñando, hasta el fin.<br />

Detúvose algún tiempo en Vesala, pero al llegar a Kusínara las fuerzas<br />

le abandonaron. Tendiéronle sobre una alfombra, entre dos árboles gemelos. Y<br />

permaneció recostado como un león fatigado.<br />

No pudiendo soportar el espectáculo, Ananda, el discípulo amado,<br />

penetró en la casa y lloró. Presintiendo Buda su tristeza, lo mandó llamar y le<br />

dijo: “No gimas, Ananda. ¿No te he dicho ya que es preciso abandonar cuanto<br />

amamos?. ¿Cómo puede escapar a la destrucción lo que ha nacido y se halla<br />

sujeto a lo efímero?. Pero durante mucho tiempo has honrado, Ananda, lo<br />

Perfecto, y en su nombre has rebosado de amor, de bondad, de gozo,<br />

practicado el bien, Ananda. Esfuérzate ahora y pronto estarás libre de pecado”.<br />

Poco antes de expirar, Buda dijo: “Tal vez tengas este pensamiento,<br />

Ananda. La palabra ha perdido su Maestro. No tendremos ya Maestro. No<br />

penséis así. La Doctrina y la Orden que os he enseñado serán vuestro maestro<br />

cuando yo haya partido”.<br />

Sus últimas palabras fueron: “Valor, discípulos míos. Todo cuanto<br />

sobrevenga, es perecedero. ¡Luchad sin cesar!”.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Cerraba la noche. Pero he aquí que el cuerpo y la faz <strong>del</strong> Sublime<br />

resplandecían como si hubieran devenido transparentes. Este reflejo<br />

misterioso perduró hasta la exhalación de su último suspiro. Luego,<br />

extinguióse bruscamente. Y en el mismo instante, de la copa de los árboles<br />

gemelos se desprendió una lluvia de flores que cayó sobre el Buda. Acababa<br />

de entrar en el Nirvana.<br />

Llegaron entonces las mujeres de Kusínara que habían permanecido<br />

alejadas <strong>del</strong> Maestro, y suplicaron ver al Bienaventurado. Otorgó el favor<br />

Ananda, a pesar de las protestas de los demás. Se arrodillaron ellas, junto al<br />

cadáver, e inclinadas y sollozantes inundaron de ardientes lágrimas la faz<br />

helada <strong>del</strong> Maestro que en vida les alejara de su presencia.<br />

Estos detalles conmovedores, esta aureola discreta que la tradición hace<br />

planear sobre la muerte de Buda, evidencian quizá mejor aun que sus postreras<br />

pláticas lo que pasaba en el trasfondo de su conciencia y en la de sus<br />

discípulos. Como una oleada de lo Invisible, lo maravilloso invadió el vacío<br />

<strong>del</strong> Nirvana.<br />

Así las fuerzas cósmicas, relegadas o combatidas por Sakia-Muni como<br />

peligrosas, porque veía en ellas las tentadoras <strong>del</strong> fatal Deseo, aquellas fuerzas<br />

que había con celo proscrito de su comunidad y de su doctrina, flores de<br />

Esperanza, Lumbre celeste, Eterno-Femenino, tejedoras infatigables de la vida<br />

terrestre y de la vida divina, estuvieron presentes en su hora postrera.<br />

Sutiles, enlazantes, irresistibles, llegaron rozando y recogiendo el alma<br />

<strong>del</strong> formidable asceta para decirle que no las suprimiría ni las vencería.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

VIII<br />

CONCLUSIONES<br />

No es difícil hacer la crítica <strong>del</strong> budismo desde el punto de vista<br />

filosófico. Religión sin Dios, es moral sin metafísica, no tiende puente alguno<br />

entre lo finito y lo infinito, entre el tiempo y la eternidad, entre el hombre y el<br />

universo. Hallar este puente es el supremo anhelo <strong>del</strong> hombre, la razón de ser<br />

de la religión y de la filosofía.<br />

Buda hace emerger el mundo de un deseo de vida ciego y nocivo.<br />

¿Cómo explicar entonces la armonía <strong>del</strong> Cosmos y la inextinguible sed de<br />

perfección innata en el espíritu?. He aquí la contradicción metafísica.<br />

Buda reconoce que de día en día, de año en año, de encarnación en<br />

encarnación, por la victoria sobre sus pasiones, labora el Yo humano su<br />

perfeccionamiento. Pero no le otorga ninguna realidad trascendente, ningún<br />

valor inmortal. ¿Cómo explicar entonces todo este trabajo?. He aquí la<br />

contradicción psicológica.<br />

Da por fin el Buda como ideal y único fin al hombre y a la humanidad<br />

el Nirvana, concepto puramente negativo, la cesación <strong>del</strong> mal por la cesación<br />

de la conciencia. Este saltus mortalis en el vacío de la negación, ¿Equivale<br />

acaso a la inmensidad <strong>del</strong> esfuerzo?. He aquí la contradicción moral.<br />

Estas tres contradicciones que emanan una de otra encajándose<br />

rigurosamente, indican suficientemente la flaqueza <strong>del</strong> budismo como sistema<br />

cósmico.<br />

No es menos cierto que el budismo ha ejercido profunda influencia<br />

sobre el Occidente. Cuando la religión y la filosofía atraviesan una honda<br />

crisis como en la época alejandrina, durante el Renacimiento y en la<br />

actualidad, óyese en Europa como un eco lejano y traspuesto <strong>del</strong> pensamiento<br />

budista. ¿De dónde le proviene esta fuerza?. ¿De su doctrina moral y de sus<br />

conclusiones?. De ninguna manera. Proviene de que Buda fue el primero en<br />

divulgar a la luz <strong>del</strong> día la doctrina que los brahmanes no pronunciaban más<br />

que a media voz en el vedado secreto de sus templos. Esta doctrina es el<br />

verdadero misterio de la India, el arcano de su sabiduría. Me refiero a la<br />

doctrina de la pluralidad de las existencias y al misterio de la reencarnación.<br />

En un libro antiquísimo, durante una reunión, dice un brahmán a su<br />

colega: “¿Dónde va el hombre después de la muerte?. Te lo diré, Yainavalkia,<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

respondió el otro; pero sólo nosotros debemos saberlo. Ni una palabra a los<br />

demás sobre ello”. Y hablaron de la reencarnación. (“Upanishad de los cien<br />

senderos”, citado por Oldenberg).<br />

Este pasaje prueba que en cierta época fue considerada esta doctrina<br />

como esotérica entre los brahmanes. Tuvieron para ellos excelentes razones.<br />

Si no es verdad que fuese más allá en los laboratorios secretos de la naturaleza<br />

y el proceso de la evolución universal, no lo es menos que el vulgo pudiera<br />

hacer mal uso de ella.<br />

Para expresar la singular fascinación, el encanto insinuante y temible<br />

que ha ejercido este misterio sobre las almas ardientes y soñadoras,<br />

permitidme recurrir a una vieja leyenda índica.<br />

Cuenta la leyenda que, en remotísimos tiempos, una Apsara, ninfa<br />

celeste, quiso seducir a un asceta que permaneciera insensible a todas las<br />

tentaciones de cielo y tierra, recurriendo a una ingeniosa estratagema.<br />

Moraba el asceta en una inextricable selva virgen que sobrecogía de<br />

terror, a la orilla de un estanque cubierto de toda suerte de plantas acuáticas.<br />

Cuando las apariciones celestes o infernales planeaban sobre el espejo<br />

de sus ondas para tentar al solitario, bajaba éste los ojos y contemplaba su<br />

reflejo en el estanque sombrío. Las imágenes invertidas y deformadas de las<br />

ninfas o de los demonios tentadores, bastaban para calmar sus sentidos y<br />

restablecer la armonía en su turbado espíritu. Porque aquello le demostraba las<br />

consecuencias de su caída en la materia inmunda.<br />

La astuta Apsara proyectó, pues, esconderse en una flor, para seducir al<br />

anacoreta. De las profundidades <strong>del</strong> estanque hizo emerger un loto<br />

maravilloso. Un loto distinto de todos los demás. Éste, como es sabido, dobla<br />

su cáliz bajo el agua durante la noche y no aparece hasta que lo besa el sol. El<br />

loto aquel, por el contrario, permanecía invisible durante el día, pero al llegar<br />

la noche, cuando la suave luz de la luna deslizábase entre el tupido penacho de<br />

los árboles hasta el estanque inmóvil, veíase agitar su superficie, y de su<br />

oscuro seno brotaba un gigantesco loto de mil hojas, de blancura<br />

deslumbradora, grande como un pomo de rosas.<br />

Entonces, de su cáliz de oro, vibrante bajo el rayo inflamado de la luna,<br />

emergió la divina Apsara, la ninfa celeste, de cuerpo nacarado y luminoso.<br />

Tocaba su cabeza un velo estrellado arrebatado <strong>del</strong> cielo de Indra. Y el asceta<br />

que resistió a todas las Apsaras descendidas directamente <strong>del</strong> cielo, cedió al<br />

encanto de aquella que, nacida de la flor de agua, parecía remontar <strong>del</strong> abismo,<br />

y ser a un tiempo hija de la tierra y <strong>del</strong> cielo.<br />

Del mismo modo que la ninfa celeste sale <strong>del</strong> abierto loto, en la doctrina<br />

451


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

de la reencarnación sale el alma de la naturaleza de mil hojas como la última y<br />

más perfecta expresión <strong>del</strong> divino pensamiento.<br />

Dicen los brahmanes a sus discípulos: Así como el universo es el<br />

producto <strong>del</strong> pensamiento divino que sin cesar organiza y vivifica, así el<br />

cuerpo humano es el producto <strong>del</strong> alma que lo envuelve a través de la<br />

evolución planetaria y de él se sirve como instrumento de trabajo y de<br />

progreso.<br />

Las especies animales no poseen más que un alma colectiva, pero el<br />

hombre es dueño de un alma individual, una conciencia, un yo, un destino<br />

exclusivo, garantía de su permanencia. Después de la muerte, liberada el alma<br />

de su efímera crisálida, vive una nueva vida más vasta en el esplendor<br />

espiritual. Retorna, en cierto modo, a su propia patria y contempla al mundo<br />

<strong>del</strong> lado de la luz y de los dioses, después de haber actuado en su fase humana<br />

y sombría.<br />

Pero no se halla bastante a<strong>del</strong>antado para permanecer definitivamente<br />

en aquel estado que todas las religiones llaman cielo. Transcurrido un período<br />

de tiempo proporcionado a su esfuerzo en la tierra, siente el alma la necesidad<br />

de una nueva experiencia para a<strong>del</strong>antar un paso más. Y vuelve a la<br />

encarnación en condiciones determinadas por la vida precedente.<br />

Tal es la ley de Karma, o de encadenamiento causal de las vidas,<br />

sanción y consecuencia de la libertad, justicia y lógica <strong>del</strong> placer y de la<br />

desdicha, razón de la desigualdad de condiciones, organización de los destinos<br />

individuales, ritmo <strong>del</strong> alma que anhela remontar a su divino origen a través<br />

<strong>del</strong> infinito. Es la concepción orgánica de la inmortalidad en armonía con las<br />

leyes <strong>del</strong> Cosmos.<br />

Aparece Buda, alma de profunda sensibilidad, forjada por el tormento<br />

de las causas últimas. Al nacer parecía abrumado ya por el peso de multitud de<br />

existencias y sediento de paz suprema.<br />

La lasitud de los brahmanes, inmovilizados en un mundo estancado, se<br />

centuplica en él con un sentimiento nuevo: una piedad inmensa por todos los<br />

hombres y el anhelo de arrancarlos <strong>del</strong> sufrimiento. Es un transporte de<br />

sublime generosidad, anhela la salvación de todos. Pero su sabiduría no iguala<br />

la grandeza de su alma y su impulso no se halla a la altura de su visión.<br />

Una iniciación incompleta le muestra el mundo en su más tenebroso<br />

instante. No comprende más que la maldad y el dolor. Ni Dios, ni universo, ni<br />

alma, ni belleza, ni amor hallan gracia ante sus ojos. Sueña en sumergir para<br />

siempre a los agentes de la ilusión y <strong>del</strong> dolor en el abismo de su Nirvana.<br />

A pesar de la excesiva severidad de su disciplina moral, aunque la<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

piedad que predicara estableciera entre los hombres un lazo de universal<br />

fraternidad, su obra fue parcialmente negativa y disolvente. Atestigua este<br />

aserto la historia <strong>del</strong> budismo. Social y artísticamente no ha creado nada<br />

fecundo. Donde se instala en bloque, engendra la pasividad, la indiferencia y<br />

el descorazonamiento.<br />

<strong>Los</strong> pueblos budistas han permanecido en estado de estancamiento. <strong>Los</strong><br />

que han desarrollado una actividad sorprendente, como el Japón, ha sido<br />

merced a instintos y a principios contrarios al budismo.<br />

Buda tuvo, sin embargo, un alto mérito y desempeñó un gran papel al<br />

divulgar la doctrina de la reencarnación, que era antes exclusivo patrimonio de<br />

los brahmanes. El difundió esta verdad fuera de la India y entró en la<br />

conciencia universal. Aunque repudiada oficialmente o velada por la mayor<br />

parte de las religiones, no cesa de desempeñar en la historia <strong>del</strong> humano<br />

espíritu su misión de levadura vivaz. Solamente lo que fue para Buda razón de<br />

renuncia y de muerte, deviene para las almas enérgicas y para las razas fuertes,<br />

motivo de afirmación y de vida.<br />

¡Qué otra modalidad o qué color distinto tomará la idea de la pluralidad<br />

de existencias entre los arios y aun entre los semitas que la adoptaron! Sea en<br />

las orillas <strong>del</strong> Nilo, en Eleusis o en Alejandría, ya se trate de los sucesores de<br />

Hermes, de Empédocles, de Pitágoras o de Platón, tomará un carácter heroico.<br />

No será ya la rueda fatal de Buda, sino una entusiasta ascensión hacia la luz.<br />

La India posee las llaves <strong>del</strong> pasado, pero no las <strong>del</strong> porvenir. Es el<br />

Epimeteo de los pueblos, pero no su Prometeo. Se ha dormido en su sueño.<br />

El iniciado ario, por el contrario, aporta a ,1a idea de la pluralidad de las<br />

vidas la necesidad de actuación y de desenvolvimiento infinito que arde en su<br />

corazón como la llama inextinguible de Agni. Sabe que el hombre no posee<br />

más que la tierra que riega con su sudor y su sangre, que no aguarda más que<br />

el cielo al cual con toda su alma aspira.<br />

Sabe que el universo es una tragedia formidable, pero que la victoria es<br />

para los valerosos y los creyentes. La lucha en sí es para él un placer y un<br />

aguijón el sufrimiento, y la acepta al precio de los sublimes goces <strong>del</strong> amor, de<br />

la contemplación y de la belleza. Cree en el porvenir de la tierra como en el<br />

<strong>del</strong> cielo. La sucesión de vidas no le atemoriza, a causa de su variedad. Sabe<br />

que el cielo esconde en su azul combates sin nombre, pero también felicidades<br />

ignotas. <strong>Los</strong> viajes cósmicos le prometen mayores maravillas aún que los<br />

viajes terrestres.<br />

Cree, en fin, con el Cristo y su Verbo, en una victoria final sobré la<br />

maldad y la muerte, en una transfiguración <strong>del</strong> mundo y de la humanidad, al<br />

453


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

cabo de las edades, por el completo descenso <strong>del</strong> Espíritu en la carne.<br />

El antiguo budismo y el pesimismo contemporáneo afirman que todo<br />

deseo, toda forma, toda vida, toda conciencia son un mal y que el único<br />

refugio es la total inconsciencia. Su felicidad es completamente negativa.<br />

El ario considera la lasitud de vivir como una cobardía. Cree en una<br />

felicidad activa en la expansión de su deseo, como en la soberana felicidad <strong>del</strong><br />

amor y <strong>del</strong> sacrificio. Para él las formas efímeras son mensajeras de lo divino.<br />

Cree, pues, el ario en la posibilidad de la acción y de la creación en el<br />

tiempo con la conciencia <strong>del</strong> Eterno. Habiéndolo experimentado y vivido,<br />

siente su alma parecida a una nave siempre flotante en medio de la tempestad.<br />

Es el único reposo, la divina calma a que aspira.<br />

En una palabra. En el concepto ario, la desaparición <strong>del</strong> universo<br />

visible, lo que el indo llama el sueño de Brahmá, no será otra cosa que un<br />

sueño inenarrable, un silencio <strong>del</strong> Verbo recogiéndose en sí mismo para oír<br />

cantar las armonías íntimas con sus miríadas de almas y preparándose para<br />

una nueva creación.<br />

* * *<br />

Pero no seamos demasiado injustos con la India y su Buda, porque ellos<br />

nos han legado el tesoro de la más antigua sabiduría. Tributémosles, al<br />

contrario, el culto de la gratitud debida a los más remotos antepasados y a los<br />

primitivos misterios religiosos de nuestra raza.<br />

Cuando la mujer inda subía a la pira de su esposo y la mortífera llama la<br />

alcanzaba, echaba a sus hijos su collar de perlas en postrera señal de<br />

despedida.<br />

Así la India agonizante, sentada sobre la tumba de sus héroes arios,<br />

lanza hacia el joven Occidente la religión de la piedad y la idea fecunda de la<br />

reencarnación.<br />

454


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

JESÚS Y LOS ESENIOS<br />

LA SECRETA ENSEÑANZA DE<br />

JESÚS<br />

455


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

I<br />

EL CRISTO CÓSMICO<br />

Hemos llegado a un punto de la evolución humana y divina en que<br />

precisa recordar el pasado para comprender el porvenir. Porque hoy, el influjo<br />

de lo superior y el esfuerzo de lo inferior convergen en una fusión luminosa<br />

que proyecta sus rayos, retrocediendo, sobre el inmemorial pasado y<br />

avanzando, hacia el infinito futuro.<br />

El advenimiento de Cristo significa el punto central, la incandescente<br />

pira de la historia. Señala un cambio de orientación y de lugar, un impulso<br />

nuevo y prodigioso. ¡Qué hay de sorprendente que aparezca a los<br />

intransigentes materialistas como una desviación funesta y a los simples<br />

creyentes como un golpe teatral que anula el pasado para reconstruir y<br />

refrigerar de nuevo al mundo!.<br />

A decir verdad, los primeros son víctimas de su ceguera espiritual y los<br />

segundos de la estrechez de sus horizontes. Si, de una parte, la manifestación<br />

de Cristo por medio <strong>del</strong> maestro Jesús es un hecho de significación<br />

incalculable, de otra ha sido incubada por toda la precedente evolución… Una<br />

trama de invisibles hilos ayúntala a todo el pasado de nuestro planeta. Esta<br />

radiación proviene <strong>del</strong> corazón de Dios para descender hasta el corazón <strong>del</strong><br />

hombre y recordar a la tierra, hija <strong>del</strong> Sol, y al hombre, hijo de los Dioses, su<br />

celeste origen.<br />

Tratemos de dilucidar, en pocas palabras, este misterio.<br />

La tierra con sus reinos, la humanidad con sus razas, las potestades<br />

espirituales con sus jerarquías, que se prolongan hasta lo Insondable,<br />

evolucionan bajo idéntico impulso, con movimiento simultáneo y continuo.<br />

Cielo, tierra y hombre marchan unidos. El único medio de seguir el sentido de<br />

su evolución consiste en penetrar, con mirada única, estas tres esferas en su<br />

común tarea y considerarlas como un todo orgánico e indisoluble.<br />

Así considerando, contemplemos el estado <strong>del</strong> mundo al nacer el Cristo<br />

y concentremos nuestra atención sobre las dos razas que representan, en aquel<br />

momento, la vanguardia humana: la grecolatina y la judía.<br />

Desde el punto de vista espiritual, la transformación de la humanidad<br />

desde la Atlántida hasta la era cristiana nos ofrece el doble espectáculo de un<br />

retraso y de un progreso. De un lado la disminución gradual de la clarividencia<br />

456


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

y de la directa comunión con las fuerzas de la naturaleza y las potestades<br />

cósmicas. De otro, el activo desenvolvimiento de la razón y de la inteligecia, a<br />

que sigue la conquista material <strong>del</strong> mundo por el hombre.<br />

En los centros de iniciación, en los lugares donde se emiten los<br />

oráculos, una selección continúa sin embargo cultivando la clarividencia y de<br />

allí emanan todos los movimientos religiosos y todas las grandes impulsiones<br />

civilizadoras.<br />

Pero la clarividencia y las facultades de adivinación disminuyen entre la<br />

gran masa humana. Esta transformación espiritual e intelectual <strong>del</strong> hombre,<br />

más atraído cada vez hacia el plano físico, corresponde a una paralela<br />

transformación de su organismo. Cuanto más remontamos el prehistórico<br />

pasado, más fluida y leve es su envoltura. Luego la solidifica.<br />

Simultáneamente el cuerpo etéreo, que sobrepasaba antes el cuerpo físico, es<br />

absorbido por éste paulatinamente hasta convertirlo en su duplicación exacta.<br />

Su cuerpo astral, su aura radiosa, que antaño se proyectaba a lo lejos como una<br />

atmósfera sirviendo a sus percepciones hiperfísicas, a su relación con los<br />

Dioses, se concentra también en torno de su cuerpo hasta no constituir más<br />

que un cerco nímbeo, que su vida satura y sus pasiones colorean.<br />

Esta transformación comprende millares y millares de años. Se prolonga<br />

hacia la segunda mitad <strong>del</strong> periodo atlante y todas las civilizaciones de Asia,<br />

<strong>del</strong> Norte de África y de Europa, de las que emanaron indos, persas, caldeos,<br />

egipcios, griegos y pueblos norteños de Europa.<br />

Esta involución de las fuerzas cósmicas en el hombre físico era<br />

indispensable para su complemento y su intelectual perfección. Grecia repre-<br />

senta el postrero estadio de este descenso <strong>del</strong> Espíritu en la materia. En ella la<br />

fusión es perfecta. Sintetiza una expansión maravillosa de la belleza física en<br />

un equilibrio intelectual.<br />

Pero este templo diáfano, habitado por hombres semi-divinos, se yergue<br />

al borde de un principio donde pululan los monstruos <strong>del</strong> Tártaro. Momento<br />

crítico. Como nada se detiene y es forzoso avanzar o retroceder, la humanidad<br />

no podía menos, al llegar a este punto, de hundirse en la depravación y en la<br />

bestialidad, o remontar hacia las cimas <strong>del</strong> Espíritu con redoblada conciencia.<br />

La decadencia griega y, sobre todo, la orgía imperial de Roma presenta<br />

el espectáculo, a la vez repugnante y grandioso, de este precipitar <strong>del</strong> hombre<br />

antiguo en el libertinaje y en la crueldad, término fatal de todos los grandes<br />

movimientos de la historia. (Véase la descripción que doy al comienzo de la<br />

Vida de Jesús).<br />

“Grecia — dice Rodolfo Steiner — realizó su obra dejando tupir<br />

457


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

gradualmente el velo que recubría su antigua videncia. La raza greco-latina,<br />

con su rápida decadencia, señala el más hondo descenso <strong>del</strong> espíritu en la<br />

materia, en el curso de la evolución humana. La conquista <strong>del</strong> mundo material<br />

y el desenvolvimiento de las ciencias positivas lográronse a este precio.<br />

Como la vida postuma <strong>del</strong> alma se halla condicionada por su vida<br />

terrestre, los hombres vulgares apenas se remontaban después de su muerte.<br />

Llevábanse una porción de sus velos y su existencia astral corría parejas con la<br />

vida de las sombras. A ello se refiere la queja <strong>del</strong> alma de Aquiles en el relato<br />

de Homero: “Es preferible ser mendigo en la tierra que rey en el país de las<br />

sombras”. La misión asignada a la humanidad post-atlante debía forzosamente<br />

alejarla <strong>del</strong> mundo espiritual. Es ley <strong>del</strong> Cosmos que la grandeza de una parte<br />

es a costa, durante un tiempo, de la decadencia de otra”. (Bosquejo de la<br />

Ciencia Oculta, por Rodolfo Steiner).<br />

Era necesaria a la humanidad una formidable transformación, una<br />

ascensión hacia las cumbres <strong>del</strong> Alma para el cumplimiento de sus destinos.<br />

Más para ello hacía falta una nueva religión, más pujante que todas las<br />

precedentes, capaz de conmover las masas aletargadas y remover el ente<br />

humano hasta sus recónditas profundidades.<br />

Las anteriores revelaciones de la raza blanca habían tenido por entero<br />

lugar en los mundos astral y etéreo, y de allí actuaban poderosamente sobre el<br />

hombre y la civilización. El cristianismo, advenido de más lejos y descendido<br />

de más alto a través de todas las esferas, debía manifestarse hasta en el mundo<br />

físico para transfigurarlo, espiritualizándolo, y ofrecer al individuo y a la<br />

colectividad la inmediata conciencia de su celeste origen y de su divino<br />

objetivo. No existen, pues, solamente razones de orden moral y social, sino<br />

razones cosmológicas que justifican la aparición de Cristo en la tierra.<br />

Alguna vez, en pleno Atlántico, cuando un viento bajo atraviesa el<br />

tempestuoso cielo, vese, en cierto lugar, condensar las nubes que descienden<br />

inclinadas hacia el Océano en forma de embudo. Simultáneamente, elévase el<br />

mar como un cono a<strong>del</strong>antándose al encuentro de la nube. Parece que toda la<br />

masa líquida afluye a este torbellino para retorcerse y erguirse con él.<br />

Súbitamente ambos extremos se atraen y se confunden como dos bocas... ¡Se<br />

ha formado la tromba!. El viento atrae el mar y el mar absorbe el viento.<br />

Vórtice de aire y de agua, columna viva, avanza vertiginosamente sobre las<br />

ondas convulsas juntando, por un instante, la tierra con el cielo.<br />

El fenómeno de Cristo descendiendo <strong>del</strong> mundo espiritual al físico a<br />

través de los planos astral y etéreo, semeja un meteoro marino. En ambos<br />

casos, las potestades de cielo y tierra se ayuntan y colaboran en una función<br />

458


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

suprema. Más si se forma la tromba en breves minutos bajo la violencia <strong>del</strong><br />

huracán y las corrientes eléctricas, el descenso de Cristo en la tierra exige<br />

millares de años, remontándose su causa primera a los arcanos de nuestro<br />

planetario sistema.<br />

En esta metáfora que trata de definir por medio de una imagen el papel<br />

<strong>del</strong> Cristo cósmico en nuestra humanidad, la raza judía representa la<br />

contraparte terrestre, exotérica y visible. Es la porción inferior de la tromba<br />

que se remonta atraída por el torbellino de lo alto. Este pueblo se revuelve<br />

contra los demás. Con su intolerancia, su idea fija, obstinada, escandaliza a las<br />

naciones como la tromba escandaliza a las olas. La idea monoteísta entre los<br />

patriarcas.<br />

Moisés se vale de ella para amasar una nación. Como el simún levanta<br />

una columna de polvo, junta Moisés a los ibrimos y beduinos errantes para<br />

formar el pueblo de Israel. Iniciado en Egipto, protegido por un Elohim al que<br />

llama Javé, se impone por la palabra, las armas y el fuego. Un Dios, una Ley,<br />

un Arca, un pueblo para mantenerla avanzando durante cuarenta años al través<br />

<strong>del</strong> desierto, soportando hambres y sediciones, camino de la tierra prometida.<br />

De esta idea potente como la columna de fuego que precede al<br />

tabernáculo, ha salido el pueblo de Israel con sus doce tribus, que<br />

corresponden a los doce signos <strong>del</strong> Zodíaco. Israel mantendrá intacta la idea<br />

monoteísta, a pesar de los crímenes de sus reyes y los asaltos de los pueblos<br />

idólatras.<br />

Y en esta idea se injerta, desde el origen, la idea mesiánica. Ya Moisés<br />

moribundo anunció al Salvador final, rey de justicia, profeta y purificador <strong>del</strong><br />

universo.<br />

De siglo en siglo, lo proclama la voz infatigable de los profetas, desde<br />

el destierro babilónico hasta el férreo yugo romano. Bajo el reinado de<br />

Herodes, el pueblo judío semeja una nave en peligro cuya tripulación<br />

enloquecida encendiera el mástil a manera de fanal que les guiara entre los<br />

escollos. Porque en este momento, Israel presenta el espectáculo<br />

desconcertante e inaudito de un pueblo pisoteado por el destino y que, medio<br />

aplastado, espera salvarse mediante la encarnación de un Dios. Israel debía<br />

naufragar, pero Dios encarnó. ¿Qué representa en este caso la trama compleja<br />

de la Providencia, de la humana libertad y <strong>del</strong> Destino?. El pueblo judío<br />

personifica y encarna en cierto modo la llamada <strong>del</strong> mundo a Cristo. En él la<br />

libertad humana, obstaculizada por el Destino, es decir, por las faltas <strong>del</strong><br />

pasado, clama a la Providencia para el logro de su salvación. Porque las<br />

grandes religiones reflejaron esta predisposición como en un espejo. Nadie<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

alcanza a concretar una definida idea <strong>del</strong> Mesías, pero los iniciados la habían<br />

presentido y anunciado mucho tiempo antes. Contestó Jesús a los fariseos que<br />

le interrogaban sobre su misión: “Antes que Abraham, yo existia”. A los<br />

apóstoles, temerosos de su muerte, decía estas sorprendentes palabras, jamás<br />

pronunciadas por ningún profeta y que aparecerían ridiculas en unos labios<br />

que no fueran los suyos. “Pasarán cielo y tierra, pero mis palabras no<br />

pasarán”.<br />

O son tales conceptos divagaciones de alienado o, de lo contrario,<br />

poseen una trascendente significación cosmológica. Para la oficial tradición<br />

eclesiástica, Cristo, segunda persona de la Trinidad, no abandonó el seno <strong>del</strong><br />

Padre más que para encarnar en la Virgen María.<br />

Para la tradición esotérica también Cristo es una entidad sobrehumana,<br />

un Dios en el amplio sentido de la palabra, la más alta manifestación espiritual<br />

por la humanidad conocida. Pero como todos los Dioses, Verbos <strong>del</strong> Eterno,<br />

desde los Arcángeles hasta los Tronos, atraviesa una evolución que perdura<br />

durante toda la vida planetaria y por ser la suya única entre las Potestades por<br />

completo manifestadas en una encarnación humana, resulta de especial<br />

naturaleza.<br />

Para conocer su origen precisa remontar la historia de las razas humanas<br />

hasta la constitución <strong>del</strong> planeta, hasta el primer estremecimiento de luz en<br />

nuestra nebulosa. Porque, según la tradición rosicruciana, el Espíritu que<br />

habló al mundo bajo el nombre de Cristo y por boca <strong>del</strong> maestro Jesús, se<br />

halla espiritualmente unido al sol, astro-rey de nuestro sistema.<br />

Las Potestades cósmicas han elaborado nuestro mundo bajo la dirección<br />

única y de acuerdo con una sapiente jerarquía. Bosquejamos en el plano<br />

espiritual tipos y elementos, almas y cuerpos, refléjanse en el mundo astral,<br />

vitalizante en el etéreo y se condensan en la materia.<br />

Cada planeta es obra de distinto orden de potestades creadoras, que<br />

engendran otras formas de vida. Cada inmensa potestad cósmica, o sea, cada<br />

gran Dios tiene por séquito legiones de espíritus que son sus inteligentes<br />

obreros.<br />

La tradición esotérica de Occidente considera a Cristo rey de los genios<br />

solares. En el instante en que la tierra separóse <strong>del</strong> sol, los sublimes espíritus<br />

llamados por Dionisio Areopagita, Virtudes por la tradición latina, Espíritus<br />

de la Forma por Rodolfo Steiner, retiráronse al astro luminoso que acababa de<br />

proyectar su núcleo opaco. Eran de una naturaleza harto sutil para gozarse en<br />

la densa atmósfera terrestre en que debían debatirse los Arcángeles. Pero,<br />

concentrados en torno <strong>del</strong> aura solar, actuaron desde allí con mucho más poder<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

sobre la tierra, fecundándola con sus rayos y revistiéndola con su manto de<br />

verdura. Cristo, devenido regente de estas potestades espirituales, podría<br />

titularse Arcángel solar. Cobijado por ellas permaneció mucho tiempo<br />

ignorado por los hombres bajo su velo de luz.<br />

La tierra ingente sufrió el influjo de otro Dios cuyas legiones se<br />

hallaban entonces centralizadas en el planeta Venus. Esta potestad cósmica se<br />

llamó Lucifer, o Arcángel rebelde por la tradición judeocristiana, que precipitó<br />

el avance <strong>del</strong> alma humana en la conquista de la materia, identificando el yo<br />

con lo más denso de su envoltura. A causa de ello fue el causante indirecto <strong>del</strong><br />

mal, pero también el impulsor de la pasión y <strong>del</strong> entusiasmo, esta divina<br />

fulguración en el hombre al través de los tumultos de la sangre. Sin él<br />

careceríamos de razón y de libertad y le faltaría al espíritu el trampolín para<br />

rebotar hacia los astros.<br />

La influencia de los espíritus luciferianos predomina durante el período<br />

lemuriano y atlante, pero desde el comienzo <strong>del</strong> período ario se hace patente la<br />

influencia espiritual que emana <strong>del</strong> aura solar, que se acrecienta de período en<br />

período, de raza en raza, de religión en religión. Así, paulatinamente, Cristo se<br />

acerca al mundo terrestre por medio de una radiación progresiva.<br />

Esta lenta y profunda incubación semeja, en el plano espiritual, lo que<br />

en el plano físico fuera la aparición de un astro advenido de lo profundo <strong>del</strong><br />

cielo <strong>del</strong> que percibiríase, a medida de su acercamiento, el progresado<br />

aumento de su disco.<br />

Indra, Osiris, Apolo, se elevan sobre la India, Egipto y Grecia como<br />

precursores de Cristo. Luce al través de estos Dioses solares como blanca<br />

lumbre tras los vitrales rojos, amarillos o azules de las catedrales. Aparece<br />

periódicamente a los contados iniciados como de vez en cuando sobre el Nilo,<br />

formando los róseos resplandores <strong>del</strong> sol poniente que se prolongan hasta el<br />

cénit, declina una lejana estrella. Ya resplandece para la aguda visión de<br />

Zoroastro bajo la figura de Ahura-Mazda como un Dios revestido con el<br />

esplendor <strong>del</strong> sol. Llamea para Moisés en la zarza ardiente, y fulgura,<br />

semejante al rayo, a través de todos los Elohim en medio de los relámpagos<br />

<strong>del</strong> Sinaí. Helo aquí convertido en Adonai, el Señor, anunciando asi su<br />

próxima venida.<br />

Pero esto no era bastante. Para arrancar a la humanidad de la opresión<br />

de la materia en la que se hallaba sumergida desde su descenso, faltaba que<br />

este Espíritu sublime encarnara en un hombre, que precisaba que el Verbo<br />

solar descendiera en cuerpo humano, que se le viera andar y respirar sobre la<br />

tierra.<br />

461


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Para encaminar a los hombres por la senda de las altitudes espirituales y<br />

mostrarles su célico objetivo, no faltaba más que la manifestación <strong>del</strong> divino<br />

Arquetipo en el plano físico. Faltaba que triunfase <strong>del</strong> mal por el Amor<br />

infinito y de la muerte por la esplendorosa Resurrección. Que surgiera intacto,<br />

transfigurado y más majestuoso aun <strong>del</strong> abismo en que se había sumergido.<br />

El redactor <strong>del</strong> Evangelio según San Juan pudo decir en un sentido a la<br />

vez literal y trascendente: “El Verbo fue hecho carne y habitó entre nosotros y<br />

vimos su gloria, lleno de gracia y de verdad”.<br />

Tal es la razón cósmica de la encarnación <strong>del</strong> Verbo solar. Acabamos de<br />

percibir la necesidad de su manifestación terrestre desde el punto de vista de la<br />

evolución divina. Veamos ahora cómo la evolución humana le prepara Un<br />

instrumento digno de recibirlo.<br />

462


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

II<br />

EL MAESTRO JESUS, SUS ORÍGENES Y<br />

DESENVOLVIMIENTO<br />

Una cuestión previa aparece a cuantos quieren evocar, en nuestros días,<br />

al verdadero Jesús: la <strong>del</strong> relativo valor de los cuatro Evangelios.<br />

A todo el que haya penetrado mediante la meditación y la intuición la<br />

intrínseca verdad de tales testimonios, de carácter único, le tentará la respuesta<br />

a todas las objeciones opuestas por la crítica a la autenticidad de los<br />

Evangelios, valiéndose de una palabra de Goethe. Ya en la última época de su<br />

vida, dijóle un amigo:<br />

— Según las investigaciones, el Evangelio de San Juan no es auténtico.<br />

— ¿Y qué es auténtico — respondió el autor de Fausto — más que lo<br />

eternamente bello y verdadero?.<br />

Mediante tan soberbio concepto, el viejo poeta, más sabio que todos los<br />

pensadores de su época, colocaba en su respectivo lugar las toscas<br />

construcciones de la escuela crítica y puramente documen- taría, cuya<br />

presuntuosa fealdad ha llegado a ocultar a nuestros ojos la Verdad de la Vida.<br />

Seamos más precisos. Es cosa admitida que los Evangelios griegos<br />

fueron redactados mucho tiempo después de la muerte de Jesús a base de las<br />

tradiciones judías que se remontaban directamente hasta los discípulos y<br />

testigos oculares de la vida <strong>del</strong> Maestro. Contengan o no ciertas<br />

contradicciones de detalle y aunque nos presenten al profeta de Galilea bajo<br />

dos modalidades opuestas, ¿En qué se fundamentan, para nosotros, la verdad y<br />

autenticidad de tales escrituras?. ¿En la fecha de su redacción?. ¿En el cúmulo<br />

de comentarios amontonados sobre ellos?.<br />

No. Su fuerza y su veracidad reside en la viviente unidad de la persona<br />

y de la doctrina que de ellas dimanan, poseyendo por contraprueba el hecho de<br />

que tal palabra ha cambiado la faz <strong>del</strong> mundo y la posibilidad de la nueva vida<br />

que puede aún evocar en cada uno de nosotros.<br />

He aquí la soberana prueba de la realidad histórica de Jesús de Nazareth<br />

y de la autenticidad de los Evangelios. Lo demás es accesorio. En cuanto a los<br />

que, como David Strauss, imitado por algunos teósofos, intentan persuadirnos<br />

de que Cristo es un simple mito, “una inmensa patraña histórica”, su grotesco<br />

463


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

pedantismo exige de nosotros más ciega fe que la de los más fanáticos<br />

creyentes. Como ha dicho muy bien Rousseau, si los pescadores de Galilea,<br />

los escribas de Jerusalén y los filósofos neoplatónicos de Éfeso hubiesen<br />

fabricado por entero la figura de Jesús-Cristo que venció al mundo antiguo y<br />

ha conquistado a la humanidad moderna, resultaría un milagro más ilógico y<br />

de más difícil comprensión que todos los realizados por Cristo. Para el<br />

ocultismo contemporáneo, como para los iniciados de todo tiempo, son hechos<br />

conocidos y averiguados si bien realzados por él a su máxima potencia.<br />

Estos milagros materiales eran necesarios para persuadir a los<br />

contemporáneos de Jesús. Lo que ante nosotros se impone aún hoy con no<br />

menos invencible poderío, es la figura sugerente, es la incomparable grandeza<br />

espiritual de este mismo Jesús que resurge de los Evangelios y de la<br />

conciencia humana más lleno cada vez de vida.<br />

Afirmemos, pues, con Rodolfo Steiner: “La moderna crítica sobre los<br />

Evangelios no nos aclara más que la contraparte externa y materiales detales<br />

documentos. Pero nada nos aporta de su esencia. Una personalidad tan vasta<br />

como la de Cristo, no podía abarcarla uno solo de sus discípulos. Debía<br />

revelarse a cada cual según sus facultades, al través de un aspecto distinto de<br />

su naturaleza. Supongamos que sólo tomáramos la fotografía de un árbol por<br />

un solo lado. No tendríamos más que una imagen parcial. Supongamos,<br />

empero, que la tomáramos desde cuatro distintos puntos de vista. Tendríamos<br />

entonces una imagen completa.<br />

“Lo mismo ocurre con los Evangelios. Cada uno de ellos corresponde a<br />

un distinto grado de iniciación y nos presenta diversamente la naturaleza de<br />

Jesús-Cristo”.<br />

“Mateo y Lucas nos describen preferentemente al maestro Jesús, es<br />

decir, la naturaleza humana <strong>del</strong> fundador <strong>del</strong> cristianismo. Marcos y Juan<br />

sugieren, por encima de todo, su naturaleza espiritual y divina”.<br />

“Lucas, el evangelista más poético y más imaginativo, relata la vida<br />

íntima <strong>del</strong> Maestro. Veía el reflejo de su yo en su cuerpo astral. Describe, en<br />

conmovedoras imágenes, el poder de amor y de sacrificio que derramaba su<br />

corazón”.<br />

“Marcos corresponde al aura magnética que rodea a Cristo cuyos rayos<br />

se prolongan hasta el mundo <strong>del</strong> espíritu. Él nos muestra, sobre todo, su fuerza<br />

milagrosa de terapeuta, su majestad y poderío”.<br />

“Juan es por excelencia, el Evangelio metafísico. Su objeto es revelar el<br />

divino espíritu de Cristo. Menos preciso que Marcos y Mateo, más abstracto<br />

que Lucas, carece, al revés de este último, de las incisivas visiones que<br />

464


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

reflejan los hechos <strong>del</strong> mundo astral. Pero oye el verbo interior y primordial,<br />

la creadora palabra que vibra en cada modulación y en toda la vida de Cristo,<br />

proclamando el Evangelio <strong>del</strong> Espíritu”.<br />

“<strong>Los</strong> cuatro evangelistas representan, pues, los inspirados y los<br />

clarividentes de Cristo, aunque cada cual lo exprese según sus límites y al<br />

través de su esfera”. (Esta clasificación de los Evangelios desde su peculiar<br />

punto de comprensión es un resumen de diversas conferencias <strong>del</strong> doctor<br />

Rodolfo Steiner).<br />

La diversidad y la unidad de inspiración de los Evangelios que se<br />

complementan y entrefunden como las cuatro etapas de la vida humana, nos<br />

demuestran su valor relativo. Relacionando cada uno con lo que representa, se<br />

logra penetrar poco a poco en la alta personalidad de Jesús-Cristo que bordea<br />

en su fase humana la evolución particular <strong>del</strong> pueblo judío y en su divina fase,<br />

toda la evolución planetaria. (Remito al lector al libro anterior de Jesús,<br />

donde se hace referencia al primordial desenvolvimiento de Jesús y a la<br />

expansión de su conciencia).<br />

Remontando la ascendencia de Jesús hasta David y Abraham, el<br />

Evangelio de Mateo nos le hace descender de los elegidos de la raza de Judá.<br />

Su cuerpo físico es la flor suprema de aquel pueblo.<br />

He aquí cuanto precisa retener de este árbol genealógico. Físicamente,<br />

el Maestro Jesús debía ser el producto de una larga selección, la filtración de<br />

toda una raza.<br />

Estas espontáneas vislumbres reciben aqui la luminosa confirmación de<br />

la ciencia de un pensador y vidente de primer orden.<br />

Pláceme manifestar por medio de estas lineas mi fervorosa gratitud a<br />

tres distinguidos teósofos suizos: señor Oscar Grosheinz, de Berna; Sra.<br />

Grosheinz, de Berna; Sra. Grosheinz Laval y señor Hahn, de Basilea, que me<br />

proporcionaron preciosas informaciones sobre algunas conferencias privadas<br />

<strong>del</strong> doctor Steiner.<br />

Pero además <strong>del</strong> atavismo <strong>del</strong> cuerpo, existe el <strong>del</strong> alma. Todo ego<br />

humano ha pasado por numerosas encarnaciones precedentes. Las de los<br />

iniciados son de especial modalidad, de excepción y proporción ajustada a su<br />

grado evolutivo.<br />

A los nabí, profetas judíos, los consagraban por lo común sus propias<br />

madres a Dios y se les imponía el nombre de Emmanuel o Dios en sí mismo.<br />

Ello significaba que serían inspirados por el Espíritu. Concurrían aquellos<br />

niños a un colegio destinado a los profetas y luego hacían votos para<br />

consagrarse a la vida ascética, en el desierto. Se llamaban Nazarenos porque<br />

465


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

dejaban crecer sus cabellos.<br />

<strong>Los</strong> que se llaman en la Indian Bodisatvas tienen muchos puntos de<br />

semejanza (teniendo en cuenta todas las diferencias de raza y de religión) con<br />

los profetas hebreos que llevaban el nombre de Emmanuel. Eran seres cuya<br />

alma espiritual (Bodhi) se hallaba lo suficientemente desenvuelta para<br />

relacionarse con el mundo divino durante su encarnación. Un Buda era para<br />

los indios un Bodisatvá que había alcanzado la perfección moral en su última<br />

encarnación. Esta perfección suponía una completa penetración <strong>del</strong> cuerpo por<br />

el alma espiritual.<br />

Después de tal manifestación, que ejerce sobre la humanidad una<br />

influencia regeneradora y purificadora, no tiene un Buda necesidad de reencar-<br />

nar otra vez. Entra en la gloria <strong>del</strong> Nirvana o de la No-Ilusión y permanece en<br />

el mundo divino, desde donde continúa influyendo en la humanidad.<br />

Cristo es más que Bodisatvá y más que Buda. Es una potestad cósmica,<br />

el elegido de los Dioses, el mismo Verbo solar que no toma cuerpo más que<br />

una vez para dar la humanidad su más poderoso impulso. Un espíritu de tal<br />

envergadura no podía encarnarse en el seno de una mujer y en el cuerpo de un<br />

niño. Este dios no podía seguir, como se hallan obligados los demás hombres,<br />

aun los más elevados, el cerco angosto de la evolución animal que se<br />

reproduce en la gestación <strong>del</strong> niño por medio de la madre. No podía sufrir,<br />

inevitable ley de toda encarnación, el temporáneo eclipse de la conciencia<br />

divina. Un Cristo, directamente encarnado en el seno de una mujer, hubiera<br />

matado a la madre como mató Júpiter a Semele, madre <strong>del</strong> segundo Dionisos,<br />

según la leyenda griega. Necesitaba para encarnar, un cuerpo adulto,<br />

evolucionado por una raza fuerte hasta un grado de perfección y de pureza<br />

digno, <strong>del</strong> Arquetipo humano, <strong>del</strong> Adam primitivo, mo<strong>del</strong>ado por los Elohim<br />

en la luz increada en el origen de nuestro mundo.<br />

Este cuerpo, elegido entre todos, otorgólo la persona <strong>del</strong> Maestro Jesús,<br />

hijo de María. Pero precisaba aun que desde su nacimiento hasta la edad de<br />

treinta años, época en que debía tomar Cristo posesión de su tabernáculo<br />

humano, fuera el cuerpo <strong>del</strong> Maestro Jesús templado y afinado por un iniciado<br />

de primer orden. De este modo un hombre casi divino ofrecía su cuerpo en<br />

holocausto, como vaso sagrado, para recibir a Dios hecho hombre.<br />

¿Quién es el gran profeta, ilustre entre los religiosos fastos de la<br />

humanidad, al que incumbió esta terrible tarea?. <strong>Los</strong> evangelistas no lo dicen.<br />

Pero el Evangelio de Mateo lo indica claramente haciéndolo presentir al través<br />

de la más sugestiva de sus leyendas.<br />

El divino Infante ha nacido en la noche embalsamada y plácida de<br />

466


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Belén. Pesa el silencio sobre los negros montes de Judá. Sólo los pastores<br />

oyen las voces angélicas que bajan <strong>del</strong> cielo, cuajado de estrellas.<br />

Duerme el Niño en su pesebre. Su madre, extasiaba, lo cobija con los<br />

ojos. Cuando abre los suyos siente María la hondura hasta la médula, como<br />

cuchilla penetrada por este rayo solar que la interroga con espanto. La pobre<br />

alma sorprendida, venida de lejos, sumerge a su alrededor una mirada<br />

medrosa, pero halla otra vez su perdido cielo en las vibrantes pupilas de su<br />

madre. Y el niño duerme de nuevo profundamente.<br />

El evangelista que relata esta escena, ve algo más todavía. Ve las<br />

fuerzas espirituales concentradas sobre este grupo en la profundidad <strong>del</strong><br />

espacio y <strong>del</strong> tiempo, condensándose para él en un cuadro lleno de majestad y<br />

de dulzura.<br />

Llegados <strong>del</strong> lejano Oriente, tres magos atraviesan el desierto y se<br />

encaminan hacia Belén. Detiénese la estrella sobre el establo en que dormita<br />

Jesús Niño. Entonces los reyes magos, llenos de júbilo, se postran ante el<br />

recién nacido para adorarlo y ofrendarle el homenaje de oro, incienso y mirra,<br />

símbolos de sabiduría, compasión y fuerza de voluntad.<br />

¿Cuál es el significado de esta visión? Eran los magos discípulos de<br />

Zoroastro, considerándole como su rey. Llamábanse a sí mismos reyes, porque<br />

sabían leer en el cielo e influir en los hombres.<br />

Una antigua tradición circulaba entre ellos: su Maestro debía reaparecer<br />

en el mundo bajo el nombre de Salvador (Sosiosch) y restablecer el reinado de<br />

Ormuz. Durante siglos los iniciados de Oriente sustentaron esta predicción de<br />

un Mesías.<br />

Por fin se cumplió. El evangelista que nos relata la escena, traduce, en<br />

el lenguaje de los adeptos, que los Magos de Oriente dieron la bienvenida, en<br />

el infante de Belén, a una reencarnación de Zoroastro. Tales son las leyes de la<br />

evolución divina y de la psicología trascendente. Tal la filiación de las más<br />

elevadas individualidades. Tal el poder que teje, con las grandes almas, líneas<br />

inmensas sobre la trama de la historia. ¡El mismo profeta que anunciara al<br />

mundo el Verbo solar bajo el nombre de Ahura-Mazda desde las cimas <strong>del</strong><br />

monte Albordj y en las llanuras <strong>del</strong> Irán, debía renacer en Palestina para<br />

encarnarlo en todo su esplendor!.<br />

Por grande que sea un iniciado se eclipsa su conciencia al encarnar bajo<br />

el velo de la carne. Se halla forzado a reconquistar su yo superior en su vida<br />

terrestre magnificándola con esfuerzos nuevos.<br />

Protegió la niñez y la adolescencia de Jesús su familia, simple y<br />

piadosa. Su alma, replegada sobre sí misma, no halló trabas para su expansión<br />

467


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

como los silvanos lirios entre las hierbas altas de Galilea. Abría sobre el<br />

mundo su mirada clara, pero su vida permanecía herméticamente cerrada. No<br />

sabía aún quién era ni qué esperaba.<br />

Pero, como se ilumina a veces el paisaje agreste con súbitas claridades,<br />

así se aclaraba su alma con visiones intermitentes.<br />

“Un día, en las azules montañas de Galilea, extasiado entre los blancos<br />

lirios de corola violácea que crecen entre hierbajos altísimos, de talla humana,<br />

vio llegar hasta él, desde el fondo de los espacios, una maravillosa estrella. Al<br />

aproximarse, se convirtió en un gran sol, en cuyo centro sobresalía una figura<br />

humana, fulgurante e inmensa. Aunaba ella la majestad <strong>del</strong> Rey de Reyes con<br />

la dulzura de la Mujer Eterna, porque era Varón por afuera y mujer por<br />

dentro”. (De Santuarios de Oriente).<br />

Y el adolescente, recostado entre el crecido césped, se sintió como<br />

suspendido en el espacio por la atracción de aquel astro. Al despertar de su<br />

sueño sintióse ligero como una pluma.<br />

¿Qué era, pues, aquella prodigiosa visión que frecuentemente se le<br />

aparecía?. Asemejábase a las descritas por los profetas, y sin embargo, era<br />

distinta. A nadie las comunicaba, pero sabía que contenían su anterior destino<br />

y su porvenir.<br />

Jesús de Nazareth era de esos adolescentes que sólo se desenvuelven<br />

interiormente, sin que nadie lo perciba. La labor interna de su pensamiento se<br />

expande en un momento propicio a causa de una externa circunstancia y<br />

asombra y conmueve al mundo todo.<br />

Describe Lucas esta fase de desenvolvimiento psíquico. José y María<br />

han perdido al niño que paseaba con ellos en los días de fiesta de Jerusalén y,<br />

siguiéndolo, lo hayan sentado en medio de los doctores <strong>del</strong> templo<br />

“escuchándolos y haciéndoles preguntas”.<br />

A la queja de los afligidos padres, responde: “¿Por qué me buscáis?.<br />

¿No sabéis que en los negocios de mi Padre me conviene estar?”. Pero ellos<br />

no comprendieron a su hijo, añade el evangelista. Por tanto, aquel adolescente<br />

penetrado de doble vida se hallaba “sujeto a sus padres y crecía en sabiduría y<br />

en edad y en gracia”. (San Lucas, II, 41-52).<br />

468


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

III<br />

PERMANENCIA DE JESÚS CON LOS ESENIOS<br />

EL BAUTISMO DEL JORDÁN Y LA ENCARNACIÓN<br />

DE CRISTO<br />

¿Qué hizo Jesús de los trece a los treinta años?.<br />

<strong>Los</strong> Evangelios no dicen de ello una palabra. Existe ahí una<br />

intencionada laguna y un profundo misterio. Porque todo profeta, por grande<br />

que sea, necesita pasar por la Iniciación. Precisa desvelar su prístina alma para<br />

que se capacite de sus fuerzas y cumpla su nueva misión.<br />

La esotérica tradición de los teósofos de la antigüedad y de nuestros<br />

tiempos están contestes al afirmar que sólo los esenios podían iniciar al<br />

Maestro Jesús, postrera cofradía en la que todavía subsistían las tradiciones<br />

<strong>del</strong> profetismo y que habitaba en aquel entonces las orillas <strong>del</strong> Mar Muerto.<br />

<strong>Los</strong> esenios, de los que Filón de Alejandría ha revelado las costumbres<br />

y la doctrina secreta, eran sobre todo conocidos como terapeutas o sanadores<br />

mediante los poderes <strong>del</strong> Espíritu. Asaya quiere decir médico. <strong>Los</strong> esenios<br />

eran médicos <strong>del</strong> alma.<br />

<strong>Los</strong> evangelistas guardaron absoluto silencio, tan profundo como el<br />

callado Mar Muerto, sobre la Iniciación <strong>del</strong> Maestro Jesús, porque así<br />

convenía a la humanidad profana. Sólo nos han revelado su último término en<br />

el Bautismo <strong>del</strong> Jordán.<br />

Pero reconocida, por una parte, la individualidad trascendente <strong>del</strong><br />

Maestro Jesús, idéntica a la <strong>del</strong> profeta de Ahura-Mazda, y por otra, que el<br />

Bautismo <strong>del</strong> Jordán oculta el formidable Misterio de la encarnación de Cristo,<br />

según manifiestan, por medio de interpretables símbolos, que planean sobre el<br />

relato evangélico, las ocultas Escrituras, podemos revivir, en sus fases<br />

esenciales, esta preparación al más extraordinario acontecimiento de la<br />

historia, de modalidad única.<br />

En la desembocadura <strong>del</strong> Mar Muerto, el valle <strong>del</strong> Jordán ostenta el más<br />

impresionante espectáculo de Palestina. Nada se le puede comparar.<br />

Descendiendo de las alturas estériles de Jerusalén, percíbese una<br />

extensión desolada recorrida por un soplo sagrado que sobrecoge el ánimo. Y,<br />

a la primera ojeada, se comprende que los grandes acontecimientos religiosos<br />

469


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

de la tierra hayan tenido lugar allí.<br />

Una elevada franja de vaporoso azul llena el horizonte. Son las<br />

montañas de Moab. Sus cimas mondas se escalonan en domos y cúpulas.<br />

Pero la grandiosa franja horizontal, perdida en polvaredas de bruma y<br />

de luz, domina su tumultuoso Océano, como domina al tiempo la eternidad.<br />

Incomparablemente calva, distingüese la cumbre <strong>del</strong> monte Nebo,<br />

donde rindió Moisés su alma a Javé.<br />

Entre los abruptos cimales de Judá y la inmensa cordillera de Moab se<br />

extiende el valle <strong>del</strong> Jordán, árido desierto bordeado de praderas y de pomos<br />

arbóreos.<br />

Enfrente se divisa el oasis de Jericó con sus palmeras y sus viñedos,<br />

altos como plátanos y el tapiz de césped que ondula en primavera salpicado<br />

por anémonas rojas. Corre el Jordán aquí y allá entre dunas y arenas blancas<br />

para perderse en el Mar Muerto. Y éste aparece como un triángulo azul entre<br />

los elevados promontorios de Moab y de Judá que se oprimen sobre él como<br />

para mejor cobijarlo.<br />

En torno <strong>del</strong> lago maldito que recubre, según la bíblica tradición,<br />

Sodoma y Gomorra, engullidas por un abismo de fuego, reina un silencio de<br />

muerte. Sus aguas saladas y aceitosas, cargadas de asfalto matan cuanto<br />

bañan. Ninguna vela lo surca, ningún pájaro lo cruza. Sobre los guijarros de<br />

sus playas áridas no se encuentra más que pescado muerto o blancuzcos<br />

esqueletos de áloes y sicómoros.<br />

Y sin embargo la superficie de esta masa líquida, color lapislázuli, es un<br />

espejo mágico. Varía incesantemente de aspecto, como un camaleón. Siniestro<br />

y plomizo durante la tempestad, abre el sol el límpido azul de sus<br />

profundidades y refleja, en imágenes fantásticas, las colosales arquitecturas de<br />

los montes y el juego de las nubes. Y el lago de la muerte se convierte en el<br />

lago de las visiones apocalípticas.<br />

Este valle <strong>del</strong> Jordán, tan fértil antaño, devastado en la actualidad,<br />

termina en la angostura <strong>del</strong> Mar Muerto como en un infierno sin salida.<br />

Semeja un lugar distante <strong>del</strong> mundo, lleno de espantables contrastes.<br />

Naturaleza volcánica, frenéticamente conmovida por las potestades<br />

productivas y destructivas.<br />

El voluptuoso oasis de Jericó, regado por fuentes sulfurosas, parece<br />

ultrajar, con su soplo tibio, los convulsionados montes de demoníacas formas.<br />

Aquí mantenía el rey Herodes su harén y sus palacios suntuosos, mientras que<br />

a lo lejos, en las cavernas de Moab, tronaba la voz de los profetas. Las huellas<br />

de Jesús, impresas sobre aquel suelo, han acallado los últimos estertores de las<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

urbes infames. Es un país marcado por el sello despótico <strong>del</strong> Espíritu. Todo<br />

allí es sublime: su tristeza, su inmensidad y su silencio. Expira la palabra<br />

humana porque no se ha hecho más que para la palabra de Dios.<br />

Compréndese que los esenios eligieran por retiro el más lejano extremo<br />

<strong>del</strong> lago, al que llama la Biblia “Mar Solitario”. Engaddi es una angosta<br />

terraza semicircular situada al pie de un acantilado de trescientos metros,<br />

sobre la costa occidental de la Asfáltida, junto a los montes de Judá.<br />

En el primer siglo de nuestra era, veíanse las moradas de los terapeutas<br />

construidas con tierra seca. En una estrecha barranca cultivaban el sésamo, el<br />

trigo y la vid. La mayor parte de su existencia la pasaban entre la lectura y la<br />

meditación.<br />

Allí fue iniciado Jesús en la tradición profética de Israel y en las<br />

concordantes de los magos de Babilonia y de Hermes sobre el Verbo Solar.<br />

Día y noche, el predestinado Esenio leía la historia de Moisés y los profetas,<br />

pero sólo por medio de la meditación y de la iluminación interior acrecentadas<br />

en él, obtuvo conciencia de su misión.<br />

Cuando leía las palabras <strong>del</strong> Génesis, resonaban en él como el<br />

armonioso tronar de los astros rodando en sus esferas. Y esta palabra creó las<br />

cosas, en cuadros inmensos: “Elohim dice: ¡Hágase la Luz!. Y la Luz se hizo.<br />

Elohim separa la Luz de las Tinieblas”. Y veía Jesús nacer los mundos, el sol<br />

y los planetas.<br />

Pero una noche, cuando frisaba ya en los treinta años, llenóle de<br />

asombro mientras dormía en su cueva la visión de Adonai, quien no se le<br />

había aparecido desde su infancia... Entonces, con la rapidez <strong>del</strong> rayo, recordó<br />

que mil años antes había sido ya su profeta. Bajo el torrente ígneo que le<br />

invadía, comprendió que él, Jesús de Nazareth, fue Zoroastro, bajo las<br />

cumbres <strong>del</strong> Albordj. Entre los arios, había sido el profeta de Ahura-Mazda.<br />

¿Volvía a la tierra para afirmarlo de nuevo?. Júbilo, gloria, felicidad<br />

inaudita... ¡Vivía y respiraba en la misma Luz!... ¿Qué nueva misión le<br />

encomendaba el temible Dios?.<br />

Siguieron semanas de embriaguez silenciosa y concentrada en las que<br />

revivía el Galileo su vida pasada. Luego, dibujó la visión como una nube en el<br />

abismo. Y parecióle entonces que abrazaba los siglos transcurridos desde su<br />

muerte con el ojo de Ormuz-Adonai. Esto causóle un dolor agudo. Como el<br />

lienzo tembloroso de un cuadro inmenso, descorrióse ante él la decadencia de<br />

la raza aria, <strong>del</strong> pueblo judío y de los países grecolatinos. Contempló sus<br />

vicios, sus dolores y sus crímenes. Vio la tierra abandonada de los Dioses.<br />

Porque la mayoría de los antiguos Dioses hablan abandonado a la humanidad<br />

471


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

pervertida y el Insondable, el Dios-Padre, se hallaba demasiado lejos de la<br />

pobre conciencia humana.<br />

Y el Hombre, pervertido, degenerado, moría sin conocer la sed de los<br />

Dioses ausentes. La mujer, que necesitaba ver a Dios al través <strong>del</strong> Hombre,<br />

moría al carecer de Héroe, de Maestro, de Dios vivo. Se convertía en víctima o<br />

cortesana, como la sublime y trágica Mariana, hija de los Macábeos, que quiso<br />

con inmenso amor al tirano Herodes y no halló más que los celos, la<br />

desconfianza y el puñal asesino...<br />

Y el Maestro Jesús, errando sobre los acantilados de Engaddi oía la<br />

lejana pulsación rítmica <strong>del</strong> lago. Esta voz densa que se amplificaba<br />

repercutiendo en las anfractuosidades de las rocas, como vasto gemido de mil<br />

ecos, parecía entonces el grito de la marea humana elevándose hasta Adonai<br />

para reclamarle un profeta, un Salvador, un Dios...<br />

Y el antiguo Zoroastro, convertido en el humilde Esenio, también<br />

invocaba al Señor ¿Descendería el Rey de los Arcángeles solares para dictarle<br />

su misión?. Pero no descendía.<br />

Y en vez de la visión esplendorosa, una negra cruz se le aparecía en la<br />

vigilia y el sueño. Interior y exteriormente, flotaba ante su presencia. Le acom-<br />

pañaba en la playa, le seguía sobre los grandes acantilados, erguíase en la<br />

noche como sombra gigantesca entre el Mar Muerto y el estrellado cielo.<br />

Cuando interrogaba al impasible fantasma, Una voz respondía desde el<br />

fondo de sí mismo:<br />

— Has erigido tu cuerpo sobre el altar de Adonai, como áurea y<br />

marfileña lira. Ahora tu Dios te reclama para manifestarse a los hombres. ¡Él<br />

te busca y te reclama!. ¡No escaparás!. ¡Ofrécete en holocausto!. ¡Abraza la<br />

cruz!<br />

Y Jesús temblaba de pies a cabeza.<br />

En la misma época, murmullos insólitos pusieron en guardia a los<br />

solitarios de Engaddi. Dos esenios que volvían <strong>del</strong> Jordán anunciaron que Juan<br />

Bautista predicaba el arrepentimiento de los pecados a orillas <strong>del</strong> río, entre una<br />

turba inmensa. Anunciaba al Mesías diciendo: “Yo os bautizo con agua. Aquel<br />

que vendrá os bautizará con fuego”. Y la agitación cundía en toda la Judea.<br />

Una mañana, paseaba el Maestro Jesús por la playa de Engaddi con el<br />

centenario patriarca de los esenios. Dijo Jesús al jefe de la cofradía:<br />

— Juan Bautista anuncia al Mesías. ¿Quién será?.<br />

Contempló el anciano durante largo rato al grave discípulo y dijo:<br />

— ¿Por qué lo preguntas si ya lo sabes?.<br />

— Quiero escucharlo de tus labios.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

— Pues bien, ¡tú serás!. Te hemos preparado durante diez años. La luz<br />

se ha hecho en tu alma, pero falta todavía la actuación de la voluntad. ¿Te ha-<br />

llas presto?.<br />

Por toda respuesta extendió Jesús los brazos en forma de cruz y bajó la<br />

cabeza. Entonces el viejo terapeuta se prosternó ante su discípulo y besó sus<br />

pies, que inundó con un torrente de lágrimas mientras decía:<br />

— En ti, pues, descenderá el Salvador <strong>del</strong> mundo.<br />

Sumergido en un terrible pensamiento, el Esenio consagrado al magno<br />

sacrificio, lo dejó hacer sin moverse. Cuando el centenario se levantó, dijo<br />

Jesús:<br />

— Estoy presto.<br />

Miráronse de nuevo. La misma luz e idéntica resolución brillaban en los<br />

húmedos ojos <strong>del</strong> maestro y en la ardorosa mirada <strong>del</strong> discípulo.<br />

— Ve al Jordán — dijo el anciano —, Juan te espera para el bautismo.<br />

¡Ve en nombre de Adonai!.<br />

Y el Maestro Jesús partió acompañado de dos jóvenes esenios.<br />

Juan Bautista, en quien quiso reconocer luego Cristo al profeta Elias,<br />

representaba entonces la postrera encarnación <strong>del</strong> antiguo profetismo<br />

espontáneo e impulsivo.<br />

Rugía todavía en él uno de aquellos ascetas que anunciaron a los<br />

pueblos y a los reyes las venganzas <strong>del</strong> Eterno y el reinado de la justicia,<br />

impelidos por el Espíritu.<br />

Apretujábase en torno de él, como una ola, una multitud abigarrada,<br />

compuesta de todos los elementos de la sociedad de entonces, atraída por su<br />

palabra poderosa. Había en ella fariseos hostiles, samaritanos entusiastas,<br />

peajeros candidos, soldados de Herodes, barbudos pastores idumeos con sus<br />

rebaños de cabras, árabes con sus camellos y aun cortesanas griegas de Séforis<br />

atraídas por la curiosidad, en suntuosas literas con su séquito de esclavas.<br />

Acudían todos con sentimientos diversos para “escuchar la voz que<br />

repercutía en el desierto”. Hacíase bautizar el que quería, pero no se<br />

consideraba esto un entretenimiento.<br />

Bajo la palabra imperiosa, bajo la mano ruda <strong>del</strong> Bautista, se<br />

permanecía sumergido durante algunos segundos en las aguas <strong>del</strong> río. Y se<br />

salía purificado de toda mancha y como transfigurado. ¡Pero cuán duro el<br />

momento que transcurría!. Durante la prolongada inmersión, se corría el<br />

riesgo de perecer ahogado. La mayor parte creían morir y perdían el<br />

conocimiento. Decíase que algunos habían perecido. Pero eso no había hecho<br />

más que interesar más al pueblo en la peligrosa ceremonia.<br />

473


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Aquel día, la multitud que acampaba en torno <strong>del</strong> recodo <strong>del</strong> Jordán en<br />

donde predicaba y bautizaba Juan, se había revolucionado. Un maligno escriba<br />

de Jerusalén, instigado por los fariseos, habíala amotinado, diciendo al hombre<br />

vestido de piel de camello: “Un año hace que nos anuncias al Mesías que debe<br />

trastornar los poderes de la tierra y restablecer el reinado de David. ¿Cuándo<br />

vendrá?. ¿Dónde está?. ¿Quién es?. ¡Muéstranos al Macabeo, al rey de los<br />

judíos!. Somos muchos en número y armamentos. Si eres tú, dínoslo y guíanos<br />

al asalto de los maqueroes, al palacio de Herodes o la Torre de Sión, ocupada<br />

por los romanos. Se dice que eres Elias. Pues bien, ¡conduce a la multitud!...”<br />

Se lanzaron gritos, lucieron lanzas. Una amenazadora oleada de<br />

entusiasmo y de cólera impulsó a la muchedumbre hacia el profeta.<br />

Ante esta revuelta, echóse Juan encima de los amotinados, con su<br />

barbuda faz de asceta y de león visionario, y gritó: “¡Atrás, raza de chacales y<br />

de víboras!. El rayo de Jehová os amenaza”.<br />

Y en la mañana de aquel día emanaron vapores sulfurosos <strong>del</strong> Mar<br />

Muerto. Una nube negra cubrió todo el valle <strong>del</strong> Jordán, envuelto en tinieblas.<br />

Un trueno retumbó a lo lejos.<br />

A aquella voz <strong>del</strong> cielo que parecía responder a la voz <strong>del</strong> profeta, la<br />

turba, sobrecogida de supersticioso temor, retrocedió, dispersándose en el<br />

campamento. En un abrir y cerrar de ojos hízose el vacío en torno <strong>del</strong> irritado<br />

profeta, hasta quedar completamente solo junto a la profunda ensenada donde<br />

finge el Jordán un broche entre enramadas de tamarindos, cañaverales y<br />

lentiscos.<br />

Al cabo de un rato clareó el cielo en el cénit. Una leve bruma semejante<br />

a difusa luz se extendió sobre el valle, ocultando las cumbres y dejando sólo al<br />

descubierto las faldas de las montañas que teñía con reflejos cobrizos.<br />

Juan vio llegar a los tres esenios. A ninguno conocía, pero reconoció la<br />

orden a que pertenecían por sus blancas vestiduras.<br />

El más joven de los tres se le dirigió diciendo:<br />

— El patriarca de los esenios ruega a Juan el profeta que administre el<br />

bautismo a nuestro hermano elegido, al Nazareno Jesús, sobre cuya testa<br />

jamás ha pasado el hierro.<br />

— ¡Que el Eterno lo bendiga!. ¡Que penetre en la onda sacra! — dijo<br />

Juan sobrecogido de respeto ante la majestad <strong>del</strong> desconocido, de elevada<br />

talla, bello como un ángel y pálido como un muerto, que avanzaba ante él, con<br />

los ojos bajos.<br />

Sin embargo, no se daba cuenta aún el Bautista <strong>del</strong> sublime Misterio de<br />

que iba a ser oficiante.<br />

474


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Titubeó un instante el Maestro Jesús antes de penetrar en el estanque<br />

que formaba un leve remanso <strong>del</strong> Jordán. Luego se sumergió resueltamente en<br />

él y desapareció bajo sus ondas.<br />

Tendía Juan su mano sobre el agua limosa murmurando sus palabras<br />

sacramentales. En la orilla opuesta, presas de mortal angustia, los dos esenios<br />

permanecían inmóviles.<br />

No se permitía ayudar al bautizado a salir <strong>del</strong> agua. Creíase que un<br />

efluvio <strong>del</strong> Divino Espíritu entraba en él por influjo de la mano <strong>del</strong> profeta y el<br />

agua <strong>del</strong> río. La mayoría salían reavivados de la prueba. Algunos murieron y<br />

otros enloquecían como posesos. A éstos se les llamaba endemoniados.<br />

¿Por qué tardaba Jesús en salir <strong>del</strong> Jordán donde el siniestro remanso<br />

continuaba burbujeando en el lugar fatídico?.<br />

En aquel momento, en el silencio solemne, tenia lugar un<br />

acontecimiento de trascendencia incalculable para el mundo. Si bien lo<br />

presenciaron millares de invisibles testigos, sólo lo vieron cuatro sobre la<br />

tierra: ambos esenios, el Bautista y el mismo Jesús.<br />

Tres mundos experimentaron como el surcar de un rayo proveniente <strong>del</strong><br />

mundo espiritual, que atravesó la atmósfera astral y la terrena hasta repercutir<br />

en el físico mundo humano. <strong>Los</strong> terrestres actores de aquel drama cósmico<br />

fueron afectados en diversa forma, aunque con idéntica intensidad.<br />

¿Qué pasó desde el primer momento en la conciencia <strong>del</strong> Maestro<br />

Jesús?. Una sensación de ahogo bajo la inmersión, seguida de una convulsión<br />

terrible. El cuerpo etéreo se desprende violentamente de la envoltura física. Y<br />

durante algunos segundos, toda la vida pasada se arremolina en un caos.<br />

Luego un alivio inmenso y la oscuridad de la inconsciencia.<br />

El Yo trascendente, el alma inmortal <strong>del</strong> Maestro Jesús, ha abandonado<br />

para siempre su cuerpo físico sumergida de nuevo en el aura solar que la<br />

aspira.<br />

Pero simultáneamente, por un movimiento inverso, el Genio solar, el<br />

Ser sublime que llamamos Cristo, se apodera <strong>del</strong> abandonado cuerpo y se<br />

posesiona de él hasta la médula, para animar con nueva llama esta lira humana<br />

preparada durante centenares de generaciones y por el holocausto de su<br />

profeta.<br />

¿Fue este acontecimiento lo que hizo fulgurar el cielo azul con el<br />

resplandor de un rayo?. <strong>Los</strong> dos esenios contemplaron, iluminado, todo el<br />

valle <strong>del</strong> Jordán. Y ante su lumbre cegadora, cerraron los ojos como si<br />

hubieran visto un esplendoroso Arcángel precipitarse en el río, la cabeza baja,<br />

dejando tras sí miríadas de espíritus, como un reguero de llamas.<br />

475


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

E1 Bautista nada vio. Aguardaba, con profunda angustia, la reaparición<br />

<strong>del</strong> sumergido. Cuando por fin el bautizado salió <strong>del</strong> agua, un escalofrío<br />

sagrado recorrió el cuerpo de Juan, porque <strong>del</strong> Esenio parecía chorrear la luz,<br />

y la sombra que velaba su semblante habíase trocado en majestad serena. Un<br />

resplandor, una dulzura tal emanaba de su mirada, que, en un instante, el<br />

hombre <strong>del</strong> desierto sintió que desaparecía toda la amargura de tu vida.<br />

Cuando, ayudado de sus discípulos, revistió otra vez el Maestro Jesús el<br />

manto de los esenios, hizo al profeta merced de su bendición y despedida.<br />

Entonces Juan, sobrecogido de súbito transporte, vio la inmensa aureola que<br />

flotaba en torno <strong>del</strong> cuerpo de Jesús, sobre su cabeza, milagrosa aparición, vio<br />

planear una paloma de incandescente luz semejante a fundido argento al salir<br />

<strong>del</strong> crisol.<br />

Sabía Juan, por la tradición de los profetas, que la Paloma Yona<br />

simboliza, en el mundo astral, el Eterno-Femenino celeste, el Arcano <strong>del</strong> amor<br />

divino, fecundador y transformador de almas, al que llamarían los cristianos<br />

Espíritu Santo.<br />

Simultáneamente oyó, por segunda vez en su vida, la Palabra primordial<br />

que resuena en los arcanos <strong>del</strong> ser y que lo había impulsado antaño hacia el<br />

desierto, como toque de trompeta. Ahora retumbaba como un tronar<br />

melodioso. Su significado era: “He aquí a mi Hijo bienamado: hoy lo he<br />

engendrado. (Léase esta postrera alusión en el primitivo Evangelio hebreo y<br />

en los antiguos textos de los sinópticos. Más tarde se substituyó por la que se<br />

lee ahora: “Este es mi Hijo muy amado en quien he puesto todo mi afecto”,<br />

lo que aparece como vana repetición. Precisa añadir que en el sagrado<br />

simbolismo, en esta oculta escritura adaptada a los Arquetipos <strong>del</strong> mundo<br />

espiritual, la sola presencia de la mística Paloma en el bautismo de Juan<br />

indica la encarnación de un Hijo de Dios). Solamente entonces comprendió<br />

Juan que Jesús era el Mesías predestinado.<br />

Vio cómo se alejaba, a pesar suyo. Seguido de sus dos discípulos,<br />

atravesó Jesús el campamento, donde pululaban, mezclados, camellos, asnos,<br />

literas de mujeres y rebaños de cabras, elegantes seforianas y rudos moabitas,<br />

dispersos entre abigarrado gentío.<br />

Cuando hubo desaparecido Jesús, creyó ver aún el Bautista flotar en los<br />

aires la aureola sutil cuyos rayos se proyectaban en la lejanía. Entonces el<br />

profeta entristecido sentóse sobre un montículo de arena y ocultó su frente<br />

entre las manos.<br />

Advenía la noche, con sereno cielo. Enardecidos por la actitud humilde<br />

<strong>del</strong> Bautista, los soldados de Herodes y los peajeros conducidos por el<br />

476


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

emisario de la sinagoga, se acercaron al rudo predicador. Inclinado sobre él, el<br />

astuto escriba dijo con sarcasmo:<br />

— Vamos a ver. ¿Cuándo nos vas a mostrar al Mesías?.<br />

Juan contempló severamente al escriba y sin levantarse contestó:<br />

— ¡Insensatos!. ¡Acaba de pasar entre vosotros!... ¡y no lo habéis<br />

reconocido!.<br />

— ¿Qué dices?. ¿Es acaso ese Esenio el Mesías?. Entonces, ¿Por qué no<br />

le sigues?.<br />

— No me está permitido. Es preciso que él crezca mientras yo<br />

disminuya. Se acabó mi tarea. No predicaré más... ¡Id a Galilea!.<br />

Un soldado de Herodes, una especie de Goliat con semblante de<br />

verdugo que respetaba al Bautista y se complacía oyéndole, murmuró<br />

alejándose con piadosa amargura:<br />

— ¡Pobre hombre!. ¡Su Mesías lo ha puesto enfermo!.<br />

Pero el escriba de Jerusalén partió riéndose a grandes carcajadas,<br />

gritando:<br />

— ¡Qué imbéciles sois!. Se ha vuelto loco... ¡Os habréis convencido de<br />

que he obligado a callar a vuestro profeta!.<br />

* * *<br />

Tal fue el descenso <strong>del</strong> Verbo Solar en el Maestro Jesús.<br />

Hora solemne, capital momento de la Historia. Misteriosamente — y<br />

con qué inmenso amor las divinas potestades actuaron desde lo alto durante<br />

milenios, para cobijar al Cristo y lograr que luciera para la humanidad al<br />

través de otros Dioses.<br />

Vertiginosamente — y con qué frenético deseo — el océano humano<br />

alzóse desde sus profundidades como un torbellino valiéndose <strong>del</strong> pueblo<br />

judío para formar en su cima un cuerpo digno de recibir al Mesías.<br />

Y por fin se cumplió el deseo de los ángeles, el sueño de los magos, el<br />

clamor de los profetas.<br />

Juntáronse ambas espirales. El torbellino <strong>del</strong> amor divino unióse al<br />

torbellino <strong>del</strong> dolor humano. Se formó la tromba.<br />

Y, durante tres años, el Verbo Solar recorrerá la tierra a través de un<br />

cuerpo lleno de fortaleza y de gracia, para probar a todos los hombres que<br />

Dios existe, que la Inmortalidad no es una palabra vana y que los que aman,<br />

creen y esperan, pueden alcanzar el cielo al través de la muerte y de la<br />

477


Resurrección.<br />

Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

478


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

IV<br />

RENOVACIÓN DE LOS MISTERIOS ANTIGUOS<br />

POR LA VENIDA DE CRISTO - DE LA TENTACIÓN<br />

A LA TRANSFIGURACIÓN<br />

Tratemos de definir la constitución <strong>del</strong> ser sublime, de naturaleza única,<br />

salido <strong>del</strong> bautismo <strong>del</strong> Jordán.<br />

El hijo de María, el Maestro Jesús, el Iniciado Esenio qué cedió al<br />

Cristo su cuerpo físico, ofrecióle al propio tiempo sus cuerpos etéreo y astral.<br />

Triple envoltura admirablemente armonizada y evolucionada.<br />

A través de ella, el Verbo Solar que habló astralmente a Zoroastro y en<br />

cuerpo etéreo a Moisés bajo la forma de Elohim, hablará a los hombres al<br />

través de su hombre de carne y hueso. Faltaba eso para animarlos y<br />

convencerlos. ¡Tal opacidad oponían a la luz <strong>del</strong> alma y tal sordera a la<br />

palabra <strong>del</strong> Espíritu!.<br />

Muchas veces, bajo diversas formas, se manifiestan los Dioses a los<br />

hombres desde el período atlante hasta los tiempos heroicos de Judea y de<br />

Grecia. Inspiraron a los rishis, iluminaron a los profetas, protegieron a los<br />

héroes.<br />

Con el Cristo apareció por vez primera un Dios por completo encarnado<br />

en cuerpo de hombre. Y este fenómeno sin par en la Historia, se produjo en el<br />

céntrico instante de la evolución humana, es decir, en el punto inferior de su<br />

descenso en la materia.<br />

¿Cómo remontará desde el oscuro abismo a las claras cumbres <strong>del</strong><br />

Espíritu?. Precisa para ello el formidable impulso de un Dios hecho hombre.<br />

Realizado el impulso, continuará la acción <strong>del</strong> Verbo sobre la humanidad por<br />

medio de su efluvio. Pero no será ya necesaria su encarnación.<br />

De ahí el maravilloso organismo <strong>del</strong> ser que hubo por nombre Jesús-<br />

Cristo. Por sus sensaciones, se sumerge en la carne; por sus pensamientos se<br />

remonta a los Arquetipos. En cada soplo suyo respira la Divinidad. La<br />

totalidad de su conciencia es continua en esta palabra que tan a menudo acude<br />

a sus labios: “Mi Padre y yo somos uno”.<br />

Pero al mismo tiempo se halla unido a los sufrimientos de la humanidad<br />

con invencible ternura, por el inmenso amor que le hizo aceptar libremente su<br />

479


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

misión.<br />

Su alma es una llama viva que emana de la perpetua combustión de lo<br />

humano por lo divino. Con esto puede uno capacitarse <strong>del</strong> poderío irradiador<br />

de semejante ser.<br />

Envolvía su aura humana una vasta aureola celeste que le permitía<br />

comunicar con todas las potestades espirituales. Su pensamiento no tropieza<br />

jamás en las escabrosas sendas <strong>del</strong> razonamiento, sino que brota con el fulgor<br />

<strong>del</strong> rayo de esta céntrica Verdad que lo abarca todo.<br />

Atraídas por esta fuerza primordial, precipítame las almas hacia Él y<br />

vibran y renacen bajo sus rayos. El objeto de su misión consiste en<br />

espiritualizar la tierra y el hombre, elevándolos a un estadio superior de<br />

evolución. El medio será a la vez moral e intelectual. Moral, por la expansión<br />

amorosa de este sentimiento de universal fraternidad que de Él emana como<br />

de un manantial inagotable. Intelectual y espiritual por la puerta que conduce a<br />

todas las almas anhelosas de Verdad hacia los Misterios. Así, en el transcurso<br />

de los tres años que duró su obra, inicia Cristo simultáneamente a su comu-<br />

nidad en la doctrina moral y a los apóstoles en los antiguos Misterios que Él<br />

rejuvenece y renueva, perdurándolos.<br />

Pero al contrario de lo que acaeciera en Persia, en Egipto, Judea y<br />

Grecia, esta Iniciación, reservada antaño a unos cuantos elegidos, se propaga a<br />

la luz <strong>del</strong> día mediante reuniones públicas, para que la humanidad entera<br />

participe de ella.<br />

“La vida real de Jesús — dice Rodolfo Steiner — fue un acontecimiento<br />

histórico de lo que antes ocurría dentro de la Iniciación. Lo que hasta entonces<br />

permaneciera enterrado en el misterio <strong>del</strong> templo, debía por El recorrer la<br />

escena <strong>del</strong> mundo con incisivo realismo. La vida de Jesús es, pues, una<br />

pública confirmación de los Misterios”.<br />

1. LA TENTACIÓN DEL CRISTO<br />

Aunque era Dios por esencia, debía Cristo atravesar por si mismo la<br />

primera etapa de la evolución antes de comenzar su ministerio.<br />

No le es posible al hombre ordinario adquirir la visión <strong>del</strong> mundo astral<br />

más que preparando su doble inferior que la oculta a su percepción. La<br />

tradición oculta lo llama Guardián <strong>del</strong> Umbral y lo simboliza la leyenda bajo<br />

la forma <strong>del</strong> Dragón. Es una astral condensación de todas las precedentes<br />

encarnaciones bajo un aspecto impresionante y terrorífico. No se puede disipar<br />

este fantasma que obstaculiza el paso al mundo espiritual más que extirpando<br />

480


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

<strong>del</strong> alma los últimos vestigios de las bajas pasiones.<br />

Cristo, el puro Genio solar, no poseía doble inferior ni se hallaba sujeto<br />

al Karma. Limpio de toda mancha, no se había jamás separado de Dios. Pero<br />

la humanidad en medio de la que penetrara Cristo, poseía su Guardián <strong>del</strong><br />

Umbral, es decir, la potestad cósmica que había impulsado su evolución<br />

precedente precipitándola en el cerco de la materia y, merced a la cual había<br />

conquistado la conciencia individual.<br />

Es la potestad que al presente oculta a la mayoría de los hombres el<br />

mundo <strong>del</strong> Espíritu. La Biblia lo llama Satán, que corresponde al Arimán<br />

persa. Arimán es la sombra de Lucifer, su proyección y su contraparte inferior<br />

en los bajos mundos, el Daimón que ha perdido su divina conciencia,<br />

convertido en genio de las tinieblas, mientras Lucifer, a pesar de su caída,<br />

continúa siendo potencialmente el portaluz, actualizándose algún día.<br />

He aquí por qué debía Cristo vencer a Arimán en el aura magnética de<br />

la tierra antes de dar principio a su misión. Ello justifica su ayuno de cuarenta<br />

días y las tres pruebas compiladas en tres imágenes en el Evangelio según<br />

Mateo.<br />

El príncipe de este mundo somete sucesivamente a Cristo a la tentación<br />

de los sentidos (por medio <strong>del</strong> hambre), a la <strong>del</strong> temor (mostrándole el abismo<br />

en que intenta precipitarle), a la <strong>del</strong> poder absoluto (ofreciéndole todos los<br />

reinos de la tierra). Y por tres veces, reacciona Cristo en nombre de la palabra<br />

de Verdad que le habla y resuena en su interior como la armonía de las<br />

esferas.<br />

Mediante esta invencible resistencia, vence a Arimán, que retrocede con<br />

sus innúmeras legiones ante el Genio Solar.<br />

Se ha abierto una brecha en la tenebrosa envoltura que recubre la tierra.<br />

Se ha abierto de nuevo el portal <strong>del</strong> alma humana. Cristo ya puede entrar.<br />

* * *<br />

En la educación que da Cristo a su comunidad, encontramos otra vez las<br />

cuatro etapas dé la antigua Iniciación, formuladas por Pitágoras en la siguiente<br />

forma:<br />

1. Preparación o instrucción,<br />

2. Purificación,<br />

3. Epifanía o iluminación,<br />

4. Suprema Visión o síntesis. (Léase Pitágoras).<br />

481


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

<strong>Los</strong> dos primeros grados de esta Iniciación se destinaban al pueblo, es<br />

decir, a la totalidad, y se administraban junta y simultáneamente. <strong>Los</strong> dos<br />

últimos se reservaban a los apóstoles y particularmente a tres de ellos,<br />

administrándoselos gradualmente, hasta el fin de su vida.<br />

Esta renovación de los antiguos Misterios representa, en un aspecto, una<br />

vulgarización y una continuación y por otra parte predisponían y capacitaban<br />

para la videncia sintética por medio de una más elevada espiritualidad.<br />

2. PRIMER GRADO: PREPARACIÓN<br />

EL SERMÓN DE LA MONTAÑA Y EL REINO DE DIOS<br />

Comienza la labor de Cristo por el idilio de Galilea y el anuncio <strong>del</strong><br />

“Reino de Dios”.<br />

Esta predicación nos muestra su enseñanza popular y significa a un<br />

tiempo preparación para los más sublimes Misterios que gradualmente<br />

revelará a los apóstoles, es decir, a sus más allegados discípulos. Corresponde<br />

a la preparación moral en los antiguos Misterios.<br />

Pero no nos hallamos ya en los templos ni en las criptas. La Iniciación<br />

galilea tiene por escenario el lago de Genezaret, de claras aguas, sustentadoras<br />

de peces múltiples. <strong>Los</strong> jardines y boscajes de sus orillas, sus montañas azules<br />

de matices violáceos, cuyas vastas ondulaciones cercan el lago como copa de<br />

oro, todo este paraíso embalsamado por plantas silvestres, forma el más<br />

rotundo contraste con el infernal paisaje <strong>del</strong> Mar Muerto.<br />

Este cuadro, con la multitud inocente y candida que lo habita, era<br />

necesario al comienzo de la misión <strong>del</strong> Mesías. El Dios encarnado en el<br />

cuerpo de Jesús de Nazaret, sustenta un divino plan gestado durante siglos en<br />

líneas vastas como rayos solares. Ahora que es hombre y cautivo de la tierra,<br />

el mundo de las apariencias y de las tinieblas, precisa buscar la aplicación de<br />

aquel plan, paso a paso, grado por grado, sobre su pedregosa senda.<br />

Se hallaba bien parapetado para ello. Leía en las conciencias, atraía a<br />

los corazones. Con una mirada penetraba en las almas, leyendo en sus<br />

destinos. Cuando decía al pescador Pedro, mientras aparejaba sus jarcias sobre<br />

la playa: “Sigúeme y te convertiré en pescador de hombres”. Pedro se levanta<br />

y le sigue.<br />

Cuando aparece, en el crepúsculo, con su blanco manto de esenio, con<br />

la peculiar aureola que le circundaba, Santiago y Juan le preguntan: “¿Quién<br />

eres?”. Y Él responde sencillamente: “Venid a mi Reino”. Y ellos van.<br />

Ya le sigue un cortejo de pescadores, de peajeros, de mujeres jóvenes y<br />

482


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

viejas, al través de pueblos, campos y sinagogas.<br />

Y helo aquí predicando sobre la montaña, a la sombra de una grande<br />

higuera: ¿Qué dice?. “Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos<br />

es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los afligidos, porque serán<br />

consolados. Bienaventurados los que han hambre y sed de justicia, porque<br />

serán colmados. Bienaventurados los de corazón puro, porque verán a Dios”.<br />

Estas verdades impregnadas de la voz intensa y la mirada <strong>del</strong> Maestro,<br />

no se dirigen a la razón, sino al sentimiento puro. Penetran en las almas como<br />

célico rocío sustentando mundos. Contienen todo el misterio de la vida<br />

espiritual y la ley de las compensaciones que enlaza las vidas.<br />

<strong>Los</strong> que reciben estas verdades no miden su alcance, sino que penetran<br />

su sentido con el corazón, bebiéndolas como licor que embriaga. Y cuando el<br />

Maestro añade: “El Reino de los Cielos se halla dentro de vosotros”, una flor<br />

de júbilo se abre en el corazón de las mujeres como una rosa prodiga todo su<br />

perfume al impulso <strong>del</strong> viento.<br />

La palabra de fraternidad por cuyo medio se suele definir la enseñanza<br />

moral de Cristo, es harto insuficiente para expresar su esencia.<br />

Una de sus características es el entusiasmo que provoca y la fe que<br />

exige. “Con el Cristo algo insólito penetra en el humano yo, algo que le<br />

permite percibir, hasta las últimas profundidades de su alma, este mundo<br />

espiritual no percibido hasta entonces más que mediante los cuerpos etéreo y<br />

astral”.<br />

“Antes, tanto en la civilización espontánea como en los Misterios, había<br />

siempre parte de inconsciencia. El Decálogo de Moisés, por ejemplo, no habla<br />

más que al cuerpo astral y se presenta bajo la forma de Ley, no de Vida. La<br />

Vida <strong>del</strong> Amor no entra en la humanidad más que por medio de Cristo.<br />

También Buda aportó al mundo la doctrina <strong>del</strong> Amor y de la Piedad. Pero su<br />

misión consistía en inculcarla mediante el razonamiento”.<br />

“Cristo es el Amor en persona y trae con él el Amor”.<br />

“Su sola presencia lo actualiza potentemente, irresistiblemente, como<br />

radiante sol”.<br />

“Existe una diferencia entre la comprensibilidad de un pensamiento y la<br />

fuerza que nos inunda como un torrente de vida. Cristo aportó al mundo la<br />

Substancia <strong>del</strong> Amor y no solamente la Sabiduría <strong>del</strong> Amor, dándose,<br />

vertiéndose por entero en la humanidad”. (Rodolfo Steiner, Conferencias de<br />

Basilea sobre el Evangelio de Lucas).<br />

De ahí proviene la índole de fe que reclama Cristo a los suyos. La fe, en<br />

el sentido <strong>del</strong> Nuevo Testamento, como harto a menudo pretenden los<br />

483


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

llamados ortodoxos, no significa una adhesión y una sumisión ciega de la<br />

inteligencia a dogmas abstractos e inmutables, sino una convicción <strong>del</strong> alma y<br />

una plenitud de amor capaces de desbordar de un alma para verterse en otra.<br />

Es una perfección que se comunica. Cristo ha dicho: “No basta que deis a los<br />

que os pueden devolver. <strong>Los</strong> peajeros hacen lo mismo. Ofreced a aquéllos que<br />

no puedan corresponderos”. “El amor de Cristo es un amor desbordante y<br />

sumergente”. (Rodolfo Steiner, Conferencias de Basilea sobre el Evangelio<br />

de Lucas).<br />

Tal es la predicación de este “Celeste Reino” que reside en la vida<br />

interior y que a menudo compara el Divino Maestro a un grano de mostaza.<br />

Sembrado en tierra convertiráse en erguida planta que a su vez producirá<br />

semillas a millares.<br />

Este celeste reino que subyace en nosotros contiene en germen todo lo<br />

demás. Ello basta a los sencillos, a los que Jesús dirá: “Bienaventurados los<br />

que no vieron y creyeron”.<br />

La vida interior contiene en sí la felicidad y la fuerza. Pero en el<br />

pensamiento de Cristo no es más que la antesala de un más vasto reino de<br />

infinitas esferas: el reino de su Padre, el mundo divino cuya senda quiere abrir<br />

de nuevo a todos los hombres y dar la esplendorosa visión a sus elegidos.<br />

Esperando, la ingente comunidad que rodea al Maestro se acrecienta y<br />

viaja con Él, acompañándole de una orilla a otra <strong>del</strong> lago, bajo los naranjales<br />

<strong>del</strong> llano y los almendros de los alcores, entre los trigos maduros y los blancos<br />

lirios de violada corola que salpican las hierbas de las montañas.<br />

Predica el Maestro el Reino de Dios a las multitudes desde una barca<br />

amarrada junto al puerto, en las diminutas sinagogas o bajo los grandes<br />

sicómoros <strong>del</strong> camino.<br />

La turba le llama ya el Mesías aun sin comprender el alcance de este<br />

nombre e ignorando hacia dónde les conducirá. Pero Él está allí y esto les<br />

basta.<br />

Tan sólo las mujeres presienten quizá su naturaleza sobrehumana y,<br />

adorándolo con amor lleno de ímpetus y turbaciones, alfombran su camino<br />

con flores. Él mismo gozaba en silencio, a manera de un Dios, de esta terrestre<br />

primavera de su Reino.<br />

Humanízase su divinidad y enternece frente a todas aquellas almas<br />

palpitantes que esperan de Él la salvación, mientras va desentrañando sus<br />

entremezclados destinos adivinando su porvenir. Sentía el gozo de esta<br />

floración de las almas como el callado esposo de las bodas de Cana gozaba de<br />

la esposa silente y perfumada en medio de su séquito de paraninfos.<br />

484


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Según los Evangelios, un dramático episodio proyecta su sombra en las<br />

ondas solares que cabrillean sobre esta primavera galilea. ¿Es el primer asalto<br />

de las fuerzas hostiles que actúan contra Cristo desde lo invisible?.<br />

Cuando cierto día atravesaban el lago, desencadenóse una de las<br />

terribles borrascas tan frecuentes en el mar de Tiberíades. Dormía Jesús en la<br />

popa. ¿Hundiríase la bamboleante nave?. Despertaron al Maestro, quien con<br />

los brazos tendidos calmó las olas mientras el esquife, con viento propicio,<br />

hendía el hospitalario puerto.<br />

He aquí al menos lo que nos relata Mateo. ¿Qué se opone a su<br />

veracidad?.<br />

El Arcángel solar, en directa comunicación con las potestades que<br />

gobiernan la terrena atmósfera, pudo muy bien proyectar su voluntad, como<br />

mágico círculo, en el torbellino de Eolo. Pudo trocar en azul el oscuro cielo y<br />

crear por un instante durante la tormenta el ojo de la tempestad con el corazón<br />

de un Dios.<br />

¿Realidad o símbolo?. En ambos casos, verdad sublime. Dormía Cristo<br />

en la pesquera barca en el seno de las olas irritadas. ¡Qué soberbia imagen de<br />

la paz <strong>del</strong> alma consciente de su divina patria en medio de los rugientes<br />

elementos y de las pasiones desencadenadas!.<br />

3. SEGUNDO GRADO DE LA INICIACIÓN: PURIFICACIÓN<br />

CURACIONES MILAGROSAS - LA TERAPÉUTICA<br />

CRISTIANA<br />

En todos los Misterios antiguos sucedía a la preparación moral e<br />

intelectual una purificación <strong>del</strong> alma encaminada a desenvolver nuevos<br />

órganos que capacitaban, por consiguiente, para ver el divino mundo.<br />

Era en esencia una purificación de los cuerpos astral y etéreo. Con el<br />

Cristo, repetimos, descendió la Divinidad, atravesando los planos etéreo y<br />

astral hasta llegar al físico. Por tanto, su influencia se ejercía aún sobre el<br />

cuerpo físico de sus fieles, al través de los otros dos, transformando de esta<br />

manera todo su ser, desde lo más bajo a lo más alto. Su influjo, atravesando<br />

las tres esferas de vida, borboteará en la sangre de sus venas alcanzando las<br />

cumbres <strong>del</strong> alma.<br />

Porque Cristo es a la vez médico <strong>del</strong> cuerpo y <strong>del</strong> alma. De ahí esta<br />

nueva terapéutica de inmediatos efectos, deslumbrantes y trascendentes.<br />

Magnífico ejemplo jamás igualado sobre cuyas huellas andarán los creyentes<br />

<strong>del</strong> Espíritu.<br />

485


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

El esotérico concepto <strong>del</strong> milagro no se fundamenta en un truncamiento<br />

o en una tergiversación de las leyes de la naturaleza, sino en una acumulación<br />

de fuerzas dispersas eri el Universo sobre un punto dado y en una aceleración<br />

<strong>del</strong> proceso vital de los seres. Antes que lo realizara Cristo, milagros análogos<br />

se habían operado ya en los santuarios de Asia, Egipto y Grecia, en el de<br />

Esculapio en Epidauro, entre otros, como atestiguan inscripciones múltiples.<br />

Sin embargo, los milagros de Cristo se caracterizan por su intensidad y<br />

moral trascendencia. Paralíticos, leprosos, endemoniados o ciegos, sienten los<br />

enfermos, una vez curados, transformada el alma. Restablécese el equilibrio de<br />

las fuerzas en su cuerpo por el fluido <strong>del</strong> Maestro, pero simultáneamente les<br />

ha otorgado su divina belleza el rayo de la esperanza y su amor la lumbre de la<br />

fe. Su contacto con Cristo repercutirá en todas sus existencias futuras.<br />

Lo justifica la cura <strong>del</strong> paralítico. Treinta años estuvo esperando junto al<br />

estanque de Betesta sin lograr sanar. Díjole simplemente Cristo: “Levantate y<br />

anda”. Y se levantó. Después le dijo al enfermo curado: “Ve y no peques<br />

más”.<br />

“Amor transformado en acción, he aquí el don de Cristo. Lo reconoció<br />

Lucas como médico <strong>del</strong> cuerpo y <strong>del</strong> alma, porque también ejerció él la<br />

medicina practicando el arte de sanar por medio <strong>del</strong> Espíritu. Por ello pudo<br />

comprender la terapéutica de Jesús. Al través de Lucas aparecen las elevadas<br />

enseñanzas <strong>del</strong> Budismo como rejuvenecidas por un manantial de Juventud”.<br />

(Rodolfo Steiner, Conferencias de Basilea sobre el Evangelio de Lucas).<br />

4. TERCER GRADO DE LA INICIACIÓN: ILUMINACIÓN<br />

LA RESURRECCIÓN DE LÁZARO<br />

Se admite generalmente, en nuestros días; la opinión de que Jesús trajo<br />

únicamente el Reino de Dios para los sencillos, ofreciendo a todos una<br />

enseñanza única, acabando con ello todo Misterio.<br />

Nuestra época, que ha creído encontrar ingenuamente una nueva<br />

religión en la democracia, ha intentado circunscribir al más grande de los<br />

Hijos de Dios a este ideal mezquino y grotesco, consistente en el<br />

derrumbamiento de los elegidos, de los que sobrepujan la generalidad. El más<br />

ilustre de sus biógrafos, ¿No se ha creído en el deber de dar a Jesús, no lejos<br />

de nuestros días, el más absurdo de los epítetos llamándolo “amable<br />

demócrata”?.<br />

Ciertamente intentó Jesús facilitar la verdadera senda a todas las almas<br />

de buena voluntad, pero sabía también que era necesario dosificar la verdad<br />

486


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

según el grado de las inteligencias. El buen sentido por sí solo excusa la<br />

creencia de que un espíritu de tal profundidad desconociera la ley de la<br />

jerarquía que rige el universo, la naturaleza y los hombres. <strong>Los</strong> cuatro<br />

Evangelios refutan la opinión de que la doctrina de Cristo carece de grados y<br />

de misterios.<br />

Solicitando los apóstoles a Jesús por qué habla al pueblo por medio de<br />

parábolas, responde: “Porque a vosotros os es dado conocer los Misterios <strong>del</strong><br />

Reino de los Cielos. Pero a ellos no les es dado. Porque al que ya posea, más<br />

se le dará. Pero al que de todo carezca se le despojará de lo dado”. (Mateo,<br />

XIII, 10 y 11). Significa esto que la verdad consciente, es decir, cristalizada<br />

por medio <strong>del</strong> pensamiento no se destruye, y se convierte en centro de<br />

atracción para las nuevas verdades, mientras que la verdad flotante e instintiva<br />

se esteriliza y desperdicia bajo la multiplicidad de impresiones. Cristo tuvo su<br />

doctrina secreta reservada a los apóstoles, a la que llamaba “Misterios <strong>del</strong><br />

Reino de los Cielos”.<br />

Pero hay más todavía. Contemplada de cerca la jerarquía, se acentúa y<br />

escalona conforme a los cuatro grados de la Iniciación clásica.<br />

1. En primer lugar el pueblo, al que otorga la enseñanza moral bajo la<br />

forma de símiles y parábolas.<br />

2. Siguen luego los setenta, que recibieron la interpretación de aquellas<br />

parábolas.<br />

3. Luego los doce apóstoles, iniciados en los “Misterios <strong>del</strong> Reino de los<br />

Cielos”.<br />

4. Y entre ellos los tres elegidos: Pedro, Santiago y Juan, iniciados en<br />

los más profundos Misterios <strong>del</strong> mismo Cristo, los únicos que presenciaron la<br />

Transfiguración. Y aun es necesario añadir a todo eso que, entre estos últimos,<br />

Juan era el único epopto verdadero según los Misterios eleusinos y<br />

pitagóricos, es decir, un vidente con la comprensión de cuanto ve.<br />

Y en efecto, el Evangelio de Juan revela, desde el principio al fin, la<br />

índole de la más elevada Iniciación. La Palabra creadora, “la Palabra que fue<br />

con Dios en el principio y que es Dios mismo” vibra allí desde los primeros<br />

versículos como la armonía de las esferas, eterna moldeadora de los mundos.<br />

Pero al lado de esta metafísica de Padre, Hijo y Espíritu Santo, que es a<br />

manera <strong>del</strong> leitmotiv de todo el Evangelio, en el que se ha señalado<br />

precisámente la influencia alejandrina en lo que concierne a la forma que<br />

envuelve las ideas, hallamos en el Evangelio de Juan una familiaridad y un<br />

realismo emocionante, incisivos y sugerentes detalles que manifiestan una<br />

especial intimidad entre Maestro y discípulo. Percíbese esta característica en<br />

487


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

todo el relato de la Pasión y más particularmente en todas las escenas de<br />

Betania, de las que la más importante es la resurrección de Lázaro.<br />

Lázaro, al que Juan designa simplemente como hermano de Marta y de<br />

María de Betania, es el más singular y enigmático de todos los personajes<br />

evangélicos. Sólo Juan lo menciona; los sinópticos lo desconocen. No aparece<br />

más que en la escena de la resurrección. Operado el milagro, desaparece como<br />

por escotillón. Y sin embargo, integra el grupo más inmediato a Jesús, entre<br />

los que le acompañan hasta la tumba.<br />

Y ello sugiere una doble e involuntaria pregunta: ¿Quién es esta vaga<br />

individualidad de Lázaro que atraviesa como un fantasma entre los demás<br />

personajes tan definida y vivamente dibujados en el teatro evangélico?. ¿Qué<br />

significa por otra parte su resurrección?.<br />

Según la conocida tradición, Cristo no tuvo otra idea, al resucitar a<br />

Lázaro, que demostrar a los judíos que Él era el Mesías. No obstante, este<br />

hecho relega el Cristo al nivel de un taumaturgo vulgar. La crítica moderna,<br />

siempre presta a negar rotundamente cuanto le estorba, zanja la cuestión<br />

declarando que aquel milagro es, como todos los demás, fruto de la<br />

imaginación popular, que equivale a decir, según otros, que toda la historia de<br />

Jesús no es otra cosa que una leyenda fabricada a deshora y que Cristo no<br />

existió nunca.<br />

Añadamos a ello que la idea de la resurrección es el meollo <strong>del</strong><br />

pensamiento cristiano y el fundamento de su impulso. Precisa justificar esta<br />

idea según las leyes universales, tratando de comprenderla e interpretarla.<br />

Suprimirla pura y simplemente, significaría despojar al cristianismo de su<br />

lumbre y de su fuerza. Sin alma inmortal, carece de palanca.<br />

La tradición rosicruciana nos proporciona, respecto a este turbador<br />

enigma, una solución tan osada como luminosa. (Véase E1 Misterio Cristiano<br />

y los antiguos Misterios, por Rodolfo Steiner). Porque simultáneamente hace<br />

salir a Lázaro de su penumbra revelando al propio tiempo el carácter esotérico,<br />

la verdad trascendente de su resurrección.<br />

Para cuantos desgarraron el velo de las apariencias, Lázaro no es más<br />

que Juan, el apóstol. Si no lo ha confesado, debido es a una especie de<br />

<strong>del</strong>icado pudor y por la admirable modestia que caracteriza a los discípulos de<br />

Jesús. El deseo de no sobrepujar a sus propios hermanos, le privó de revelar a<br />

través de su mismo nombre el mayor acontecimiento de su vida, que le<br />

convirtió en un Iniciado de primer orden. Ello justifica el antifaz de Lázaro<br />

con que se encubre en aquella circunstancia el apóstol Juan.<br />

Por lo que a su resurrección se refiere, toma por este mismo hecho un<br />

488


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

carácter nuevo y se nos revela como la fase capital de la antigua Iniciación<br />

correspondiente al tercer grado.<br />

En Egipto, después de hallarse sometido el iniciado a prolongadas<br />

pruebas, lo sumía el hierofante en letárgico sueño, permaneciendo durante tres<br />

días yacente en un sarcófago, en el interior <strong>del</strong> templo.<br />

Durante este período el yerto cuerpo físico denotaba todas las<br />

apariencias de la muerte, mientras el cuerpo astral, por completo liberado, se<br />

expandía libremente en el Cosmos. Desprendíase asimismo el cuerpo etéreo,<br />

asiento de la memoria y de la vida a semejanza <strong>del</strong> astral, aunque sin<br />

abandonarlo completamente, porque ello implicaría la inmediata muerte.<br />

Al despertar <strong>del</strong> estado cateléptico provocado por el hierofante, el<br />

individuo que salía <strong>del</strong> sarcófago ya no era el mismo. Su alma viajó por el otro<br />

mundo y lo recordaba. Se había convertido en un verdadero Iniciado, en un<br />

engranaje de la mágica cadena “asociándose según una antigua inscripción al<br />

ejército de los grandes Dioses”.<br />

Cristo, cuya misión consistió en divulgar los Misterios a los ojos <strong>del</strong><br />

mundo, engrandeciendo sus umbrales, quiso que su discípulo favorito<br />

trascendiera a la suprema crisis que libra al directo conocimiento de la Verdad.<br />

Todo en el texto evangélico conspira para predisponerle al acontecimiento.<br />

María envía desde Betania un mensajero a Jetos, que predica en Galilea,<br />

quien le transmite: “Señor, se halla enfermo Aquel a quien tú amas” (¿No<br />

designa claramente la frase al apóstol Juan, el discípulo amado de Jesús?).<br />

Pero en lugar de acudir Jesús al llamamiento, aguarda dos días diciendo<br />

a sus discípulos: “No conduce esta enfermedad a la muerte, sino a la divina<br />

gloria, para que el Hijo de Dios sea glorificado... Nuestro amigo Lázaro<br />

duerme; pero yo le despertare”.<br />

Así sabía Jesús con antelación cuanto iba a ejecutar. Y llega al preciso<br />

momento para realizar el fenómeno previsto y preparado. Cuando en presencia<br />

de las hermanas desconsoladas y de los judíos que acudieran frente a la tumba<br />

tallada en la roca, retírase la piedra que ocultaba al durmiente en letárgico<br />

sueño, que creían muerto, exclama el Maestro: “¡Levántate, Lázaro!”.<br />

Y aquel que se yergue ante la multitud asombrada no es el legendario<br />

Lázaro, pálido fantasma que ostenta todavía la sombra <strong>del</strong> sepulcro, sino un<br />

hombre transfigurado, de radiosa frente. Es el apóstol Juan... y ya los fulgores<br />

de Patmos llamean en sus ojos porque ha contemplado la divina lumbre.<br />

Durante su sueño, ha vivido en lo Eterno. Y el pretendido sudario ha devenido<br />

el manto de lino <strong>del</strong> Iniciado. Ahora comprende el significado de las palabras<br />

<strong>del</strong> Maestro: “Yo soy la resurrección y la vida”.<br />

489


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

El Verbo creador: “¡Levántate, Lázaro!” ha vibrado hasta la médula de<br />

sus huesos y lo ha convertido en un resucitado <strong>del</strong> cuerpo y <strong>del</strong> alma, Juan<br />

comprende ahora por qué es el discípulo más amado; porque sólo él le<br />

comprende en verdad.<br />

Pedro continuará siendo el hombre <strong>del</strong> pueblo, el creyente impetuoso y<br />

candido que desmayó en los últimos instantes. Juan será el Iniciado y el<br />

vidente que acompañará al Maestro al pie de la cruz, en la oscuridad de la<br />

tumba y en el esplendor <strong>del</strong> Padre.<br />

5. CUARTO GRADO INICIATICO: VISIÓN SUPREMA<br />

LA TRANSFIGURACIÓN<br />

Epifanía o Visión suprema significa, en la Ini- ciación pitagórica, la<br />

visión conjuntiva a la que debe seguir la espiritual contemplación.<br />

Es la íntima comprensión y la asimilación profunda de las cosas en<br />

espíritu contempladas. La Videncia conduce a una concepción sintética <strong>del</strong><br />

Cosmos. Es la coronación iniciática. A tal fase corresponde, en la educación<br />

dada por Cristo a los apóstoles, el fenómeno de la Transfiguración.<br />

Recordemos las circunstancias en las que tiene lugar tal acontecimiento.<br />

Palidecía la primaveral aurora <strong>del</strong> idilio galileo. Todo en torno de Cristo<br />

se ensombrecía. Sus mortales enemigos, fariseos y saduceos, acechaban su<br />

retorno a Jerusalén para prenderle y entregarlo a la justicia.<br />

En las fieles ciudades de Galilea las defecciones se producían en masa<br />

bajo las calumnias de la gran Sinagoga acusando a Jesús de blasfemia y<br />

sacrilegio. Y a no tardar, Cristo, disponiéndose a su postrer viaje, se despedía<br />

tristemente desde un elevado pro- montorio de sus ciudades queridas y su lago<br />

bienamado: “¡Maldición a ti, Cafarnaum; a ti, Corazin, y a ti, Betsaida!”.<br />

Iracundos asaltos oscurecían cada vez más su aureola de Arcángel Solar.<br />

La noticia de la muerte de Juan Bautista, decapitado por Herodes<br />

Antipas, advirtió a Jesús que se acercaba su hora. Conocía su destino y no<br />

retrocedía ante él. Pero una pregunta le asaltaba: “¿Han comprendido mis<br />

discípulos mi Verbo y su misión en el mundo?”. La mayor parte, impregnados<br />

<strong>del</strong> pensamiento judío, imaginaban al Mesías como dominador de los pueblos<br />

por medio de las armas. No hallábanse todavía lo suficientemente preparados<br />

para comprender la tarea que asumía el Cristo en la historia. Jesús quiso<br />

preparar a sus tres elegidos. El relato de Mateo es, en lo que a ello se refiere,<br />

especialmente significativo y de singular relieve.<br />

Seis días después, llamó jesús a Pedro, Santiago y Juan, su hermano, y<br />

490


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

les condujo lejos, a la cima de una montaña. Y ante ellos se transfiguró.<br />

Resplandecía como el sol su semblante y lucieron como la misma luz<br />

sus vestiduras, al tiempo que aparecían Moisés y Elias, quienes permanecieron<br />

un rato en su presencia. Entonces Pedro, tomando la palabra, dijo a Jesús:<br />

“Señor, bueno será permanecer aquí. Hagamos, si tú quieres, tres tiendas, una<br />

para ti, otra para Moisés y la última para Elias”. Mientras continuaba<br />

hablando, una nube resplandeciente los envolvió. Y súbitamente una voz salió<br />

de la nube aquella, diciendo: “He aquí a mi Hijo bienamado en quien he<br />

puesto todo mi afecto. ¡Escuchadle!”. Al oír estas palabras cayeron los<br />

discípulos de bruces al suelo, presa de gran pavor.<br />

Pero Jesús se les aproximó hasta tocarles y dijo: “¡Levantaos!.<br />

Desechad el miedo de una vez”. Entonces levantaron los ojos y sólo vieron a<br />

Jesús. (Mateo, XVII, 1-8). En su lienzo sobre la Transfiguración, Rafael ha<br />

interpretado maravillosamente, con su genio angélico y platónico, el<br />

trascendente sentido de esta visión. <strong>Los</strong> tres mundos, físico o terrestre,<br />

anímico, o astral y divino o espiritual, que domina y compenetra los demás<br />

con su radiación, clasificados y diferenciados en tres grupos, constituyen las<br />

tres subdivisiones <strong>del</strong> cuadro.<br />

En la parte inferior, en la base de la montaña, percíbese a los apóstoles<br />

no iniciados y a la multitud que razona y disputa entre sí sobre los<br />

acontecimientos de un milagro. Ésos no ven a Cristo. Solamente entre la turba<br />

el poseso sanado percibe la visión y lanza un grito. En cuanto a los demás, no<br />

tienen abiertos aún los ojos <strong>del</strong> alma.<br />

En la cumbre de la montaña, Pedro, Santiago y Juan duermen<br />

profundamente. No poseen todavía la capacidad para la videncia espiritual en<br />

el estado de vigilia. Cristo, que aparece levitado de la tierra entre fulgurantes<br />

nubes en medio de Moisés y Elias, representa la aparición de los tres elegidos.<br />

Contemplando y comprendiendo esta visión, los tres apóstoles iniciados tienen<br />

ante sí, en estos tres símiles, resumida toda la evolución divina.<br />

Porque Moisés, el profeta <strong>del</strong> Sinaí, el formidable condensador <strong>del</strong><br />

Génesis, representa la historia de la tierra desde el origen <strong>del</strong> mundo.<br />

Simboliza todo el pasado. Elias encarna a Israel y a todos sus profetas,<br />

anunciadores <strong>del</strong> Mesías, simbolizando el presente.<br />

Cristo es la encarnación radiosa y transparente <strong>del</strong> Verbo Solar, el<br />

Verbo creador que sostiene nuestro mundo desde sus orígenes y que habla<br />

ahora a través de un hombre, y simboliza el porvenir. (En el libro sobre Jesús<br />

he tratado de definir el estado íntimo <strong>del</strong> alma de Cristo en el instante de la<br />

Transfiguración).<br />

491


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

La voz que perciben los apóstoles, es la universal Palabra <strong>del</strong> Padre, <strong>del</strong><br />

Espíritu puro de donde emanan los Verbos, semejante a la música de las<br />

esferas que recorre los mundos regulando sus ritmos, percibida sólo de los<br />

clarividentes. En aquella hora única y solemne, se traduce en lenguaje humano<br />

para los apóstoles.<br />

Así, la visión <strong>del</strong> Tabor sintetiza en un lienzo, con magna simplicidad,<br />

toda la evolución humana y divina. La Transfiguración fue el comienzo de una<br />

nueva modalidad <strong>del</strong> éxtasis y de la visión espiritual profunda.<br />

492


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

V<br />

RENOVACIÓN DE LOS MISTERIOS<br />

PASIÓN, MUERTE Y RESURRECCIÓN DE CRISTO<br />

Rientes y soleados fueron los tres años <strong>del</strong> ministerio de Jesús.<br />

La vida errante a orillas <strong>del</strong> lago y a través de los campos compártese<br />

con las más graves enseñanzas. La terapéutica <strong>del</strong> cuerpo y <strong>del</strong> alma alterna<br />

con los ejercicios de la superior videncia. A veces, diríase que asciende<br />

vertiginosamente el Maestro para elevar a los suyos a su propia espiritual<br />

altura A medida que se eleva, la inmensa mayoría le abandona en el camino.<br />

Sólo tres le acompañan hasta la cima, donde caen postrados como bajo los<br />

rayos de la revelación.<br />

Tal es la radiosa manifestación, de hermosura y fuerza crecientes, de<br />

Cristo a través <strong>del</strong> maestro Jesús. Luego, bruscamente, precipítase el Dios de<br />

esta gloriosa cumbre hasta el abismo de ignominia. Voluntariamente, ante los<br />

ojos de sus mismos discípulos, déjase prender por sus enemigos, entregándose<br />

sin resistencia a los peores ultrajes, al suplicio y a la muerte. ¿Por qué esta<br />

honda caída?.<br />

Platón, este prodigioso y modesto iniciado que establece un lazo de<br />

transición entre el genio helénico y el cristianismo, ha dicho en cierto lugar<br />

que “crucifícase el alma <strong>del</strong> mundo sobre la trama <strong>del</strong> universo en todas las<br />

criaturas y aguarda su liberación”. Raro concepto en donde el autor <strong>del</strong> Tuneo<br />

parece presentir la misión de Cristo en su aspecto más íntimo y trascendente.<br />

Porque esta palabra contiene a la vez el enigma de la evolución planetaria y su<br />

solución por el Misterio de la cruz. Después <strong>del</strong> largo encadenamiento <strong>del</strong><br />

alma humana en los lazos de la materia, no falta más que el sacrificio de un<br />

Dios para librarla y mostrarle la senda <strong>del</strong> Espíritu.<br />

Dicho en otra forma: para cumplir su misión después de haber iniciado<br />

Cristo a sus discípulos, debía, para completar su educación, atravesar una<br />

iniciación personal. El Dios debía descender hasta lo más hondo <strong>del</strong> dolor y de<br />

la muerte para identificarse con el corazón y la sangre de la humanidad,<br />

imprimiendo a la tierra renovado impulso.<br />

El poderío espiritual se halla en razón directa con los dones <strong>del</strong> alma.<br />

He aquí por qué dándose a la humanidad, penetrando en humano cuerpo y<br />

493


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

aceptando el martirio, significó para el mismo Cristo una superación.<br />

Y aparecen los nuevos Misterios, con carácter único como jamás se<br />

vieron y como indudablemente no se verán jamás en el transcurso de las<br />

futuras evoluciones terrestres, sujetas a metamorfosis múltiples. Porque se<br />

inició en estos Misterios a un Dios, Arcángel Solar, actuando de hierofante el<br />

Padre, el Espíritu puro.<br />

Del Cristo resucitado sale el Salvador de la humanidad. De lo que<br />

resulta, para el hombre, una considerable expansión de su zona de percepción<br />

espiritual y, por consecuencia, una incalculable amplitud de sus destinos físico<br />

y celeste.<br />

Más de un año hacía que acechaban los fariseos a Jesús. Pero éste no<br />

quiso entregarse hasta llegar su hora. ¡Cuántas veces discutiera con ellos en el<br />

umbral de las sinagogas y bajo los grandes pórticos <strong>del</strong> templo de Jerusalén,<br />

donde paseaban, con suntuosidad vestidos, los más altos dignatarios <strong>del</strong><br />

religioso poder!. ¡Cuántas veces los redujo al silencio con su inapelable<br />

dialéctica, opiniendo a sus ardides más sutiles lazos!. ¡Y cuántas veces<br />

también les atemorizara con sus palabras, que parecían descendidas <strong>del</strong> cielo,<br />

como el rayo: “En tres días derribaré el templo y en tres días lo reconstruiré”!.<br />

Harto a menudo retábales de frente y algunos de sus epítetos clavábanse<br />

en sus carnes como arpones: “¡Hipócritas!. ¡Raza de víboras!. ¡Sepulcros<br />

blanqueados!”. Y cuando, furioso, intentaron prenderle en el mismo templo,<br />

Jesús, ante varias tentativas, apeló al mismo medio que empleara más tarde<br />

Apolonio de Tyana, ante el tribunal <strong>del</strong> emperador Dominiciano. Rodeóse de<br />

invisible velo y desapareció a sus ojos. “Y pasó entre ellos sin ser visto”, dicen<br />

los Evangelios.<br />

Sin embargo, todo se hallaba preparado en la gran Sinagoga para juzgar<br />

al peligroso profeta que amenazó destruir el templo y que se llamaba el<br />

Mesías. Desde el punto de vista de la ley judia, ambas ofensas eran suficientes<br />

para condenarle a muerte. Caifas dijo en pleno sanhedrín: “Precisa que un solo<br />

hombre perezca para todo el pueblo de Israel”. Y cuando el cielo habla por<br />

boca <strong>del</strong> infierno, la catástrofe es inminente.<br />

En fin, la conjunción de los astros bajo el signo de la Virgen, señaló la<br />

fatídica hora en el cuadrante <strong>del</strong> cielo como en el cuadrante de la historia y<br />

proyectó su negro dardo en el alma solar de Cristo.<br />

Reúne a sus apóstoles en el retirado paraje de costumbre, una cueva <strong>del</strong><br />

Monte de los Olivos, y les anuncia su muerte próxima. Consternados, no lo<br />

comprenden ni lo comprenderán hasta más tarde. Es día de Pascua. Dispone<br />

Jesús el ágape de despedida en una morada de Jerusalén.<br />

494


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Y he aquí a los doce apóstoles sentados en la sala abovedada, próxima<br />

la noche. Sobre la mesa humea el cordero pascual, que para los judíos<br />

conmemora la huida <strong>del</strong> Egipto, que será el símbolo de la suprema víctima.<br />

Al través de las ventanas arcadas, dibújase la oscura silueta de la<br />

ciuda<strong>del</strong>a de David, la centelleante techumbre de oro <strong>del</strong> templo de Herodes,<br />

la siniestra fortaleza Antonia, donde impera la lanza romana, bajo la pálida<br />

lumbre <strong>del</strong> crepúsculo.<br />

Hay un depresivo silencio en el ambiente, una atmósfera aplastante y<br />

rojiza. Juan, que ve y presiente más que los otros, pregúntase por qué, en la<br />

oscuridad creciente, aparece en torno de la cabeza de Cristo un halo suave de<br />

donde emergen rayos furtivos que pronto se apagan, como si la hondura <strong>del</strong><br />

alma de Jesús temblara y se estremeciera ante su resolución postrera.<br />

Y calladamente el discípulo amado inclina su cabeza sobre el corazón<br />

<strong>del</strong> Maestro.<br />

Por fin rompe éste el silencio: “En verdad os digo que uno de vosotros<br />

me traicionará esta noche”. Como grave murmullo, recorre la palabra los doce,<br />

semejante a la alarma de naufragio en una nave en peligro.<br />

“¿Quién?. ¿Quién?”. Y Jesús, señalando a Judas que oprime su bolsa,<br />

convulsivamente, añade sin cólera: “Ve y haz lo que debes”. Y viéndose<br />

descubierto, sale el traidor con reconcentrada ira.<br />

Entonces Jesús, partiendo el pan y presentando la copa, pronuncia<br />

solemnemente las palabras que consagran su misión y que repercuten al través<br />

de los siglos: “Tomad... éste es mi cuerpo. Bebed... ésta es mi sangre”. <strong>Los</strong><br />

apóstoles sobrecogidos comprenden menos todavía. Sólo Cristo sabe que en<br />

aquel momento ejecuta el supremo acto de su vida.<br />

Por medio de sus palabras, inscritas en lo Invisible, se ofrece a la<br />

humanidad, se sacrifica con antelación. Momentos antes, el Hijo de Dios, el<br />

Verbo, más libre que todos los Elohim, hubiera podido retroceder rehusando<br />

el sangriento holocausto.<br />

Ahora ya no puede. Las palabras han recibido su juramento. Y, como<br />

una aureola inmensa, sienten los Elohim que asciende hacia ellos la divina<br />

contraparte de Jesús-Cristo, su alma solar, con todos sus poderes. Y la retienen<br />

en su círculo atento, fulgurante prenda de divino sacrificio que no devolverán<br />

hasta después de su muerte. Sobre la tierra no permanece más que el Hijo <strong>del</strong><br />

Hombre, víctima que avanza hacia el suplicio.<br />

Pero sólo Él conoce también el significado de “el cuerpo y la sangre de<br />

Cristo”. Remotamente, ofrecieron los Tronos su cuerpo para la creación de la<br />

nebulosa. Soplaron los Arqueos (Representaciones <strong>del</strong> Vital principio ― N.<br />

495


Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

de la T.) y en la saturniana noche apareció el sol. Dieron los Arcángeles su<br />

alma de fuego para crear a los Ángeles, prototipos <strong>del</strong> Hombre.<br />

Y por último, daría Cristo su cuerpo para salvar a la humanidad. De su<br />

sangre debía surgir la fraternidad humana, la regeneración de la especie, la<br />

resurrección <strong>del</strong> alma...<br />

Y mientras ofrece a sus discípulos el cáliz donde rojea el áspero vino<br />

judío..., piensa de nuevo Jesús en su visión celeste, su sueño cósmico anterior<br />

a su encarnación, cuando respiraba todavía en la zona solar, cuando le<br />

ofrecieron los doce grandes profetas a El, el decimotercio, el amargo cáliz...,<br />

que aceptó.<br />

Pero los apóstoles, excepto Juan, que percibe lo inefable, no pueden<br />

comprender. Presienten que algo terrible se acerca y tiemblan y palidecen. La<br />

incertidumbre, la duda, madre <strong>del</strong> pavor cobarde, les sobrecoge.<br />

Cuando Cristo se levanta y dice: “Vayamos a orar a Getsemaní”, los<br />

discípulos le siguen dos a dos. Y el triste cortejo sale por la profunda poterna<br />

de la puerta de oro, desciende por el siniestro valle de Hinnom, cementerio<br />

judío, y el valle de la Sombra Mortal. Traspasan el puente de Cedrón y<br />

ocúltame en la cueva <strong>del</strong> Monte de los Olivos.<br />

<strong>Los</strong> apóstoles permanecen mudos, impotentes, aterrados. Bajo los viejos<br />

árboles <strong>del</strong> monte, de retorcidos gestos, de follaje espeso, el círculo infernal se<br />

estrecha sobre el Hijo <strong>del</strong> Hombre para oprimirle con su mortal argolla.<br />

Duermen los apóstoles. Ora Jesús y su frente se cubre de un sudor de<br />

sangre. Era necesario que sufriera la angustia sofocante, que bebiera hasta las<br />

heces el cáliz, que saboreara la amargura <strong>del</strong> abandono y de la desesperación<br />

humana.<br />

Por fin, lucieron armas y antorchas bajo los árboles. Y aparece Judas<br />

con los soldados y, acercandose a Jesús, le da el beso de traición que le<br />

designa a los guerreros mercenarios.<br />

Hay en verdad una dulzura infinita en la respuesta de Cristo: “Amigo<br />

mío, ¿A qué viniste?”. Aplastante dulzura que arrastrará al traidor hasta el<br />

suicidio, a pesar de la negrura de su alma.<br />

Transcurrido este acto de amor perfecto, Jesús permanecerá impasible<br />

hasta el fin. Se hallaba acorazado contra todas las torturas.<br />

Helo aquí ante el sumo sacerdote Caifas, tipo <strong>del</strong> saduceo empernido y<br />

<strong>del</strong> orgullo sacerdotal falto de fe.<br />

Se confiesa Jesús el Mesías y desgarra el pontífice sus vestiduras<br />

condenándole con ello a muerte. Pilatos, pretor de Roma, intenta salvar al<br />

Galileo creyéndole un inofensivo visionario, porque este pretendido “Rey de<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

los Judíos” que se llama “hijo de Dios”, añade que “su reino no es de este<br />

mundo”. Pero los sacerdotes judíos, evocando la sombra celosa de César y la<br />

turba aullando: “Crucifícale”, deciden al procónsul, después de lavarse las<br />

manos por tal crimen, a entregar al Mesías en manos de los brutales<br />

legionarios romanos. Y le revisten con manto de púrpura, ciñen su frente con<br />

corona de espinas y colocan una caña en sus manos como irrisorio cetro.<br />

Llueven sobre él golpes e insultos. Evidenciando su desprecio hacia los judíos,<br />

exclama Pilatos: “He aquí a vuestro rey”. Y añade con amarga ironía: ¡Ecce<br />

Homo! como si toda la abyección y la miseria humana se condensaran en el<br />

profeta flagelado.<br />

La claudicante antigüedad y aun los mismos estoicos no comprendieron<br />

mejor que Pilatos al Cristo de la Pasión. No vieron más que el exterior<br />

represivo, su aparente inercia que les soliviantaba de indignación...<br />

Sin embargo, todos los acontecimientos de la vida de Jesús poseen a la<br />

vez que una trascendencia simbólica, una significación mística que influye en<br />

la humanidad futura. <strong>Los</strong> pasos de la Cruz, evocados, en astrales imágenes por<br />

los santos de la Edad Media, se convirtieron para ellos en instrumentos de<br />

iniciación y perfeccionamiento. <strong>Los</strong> hermanos de San Juan y los templarios,<br />

los cruzados que concibieron la conquista de Jerusalén para alzarla a capital<br />

<strong>del</strong> mundo, los misteriosos rosacruces de XIV siglo, que prepararon la<br />

reconciliación de la ciencia con la fe, <strong>del</strong> Oriente con el Occidente por medio<br />

de una magna sabiduría, todos estos hombres consagrados a la actividad<br />

espiritual en el más amplio sentido de la palabra, hallarían en la Pasión de<br />

Cristo una inagotable fuente de poder. Al contemplar la Flagelación, la<br />

imagen moribunda de Cristo les decía: “Aprende de mí a permanecer<br />

impasible bajo los azotes <strong>del</strong> destino, resistiendo todos los dolores, y<br />

adquirirás un nuevo sentido: la comprensión <strong>del</strong> dolor, sentimiento de la<br />

unidad con todos los seres. Porque si consentí en sacrificarme para todos los<br />

hombres, fue para enseñorearme de lo mis profundo de su alma”.<br />

La Corona de espinas les inclinó a desafiar moral e intelectualmente al<br />

mundo, soportando el desprecio y el ataque contra lo más caro y querido,<br />

diciéndoles: “Arrostra valientemente los golpes, cuando todos se vuelven<br />

contra ti. Aprende a afirmar contra la negación <strong>del</strong> mundo. Sólo así te<br />

convertirás en ti mismo”.<br />

La escena de la Cruz a cuestas les sugería una nueva virtud diciendo:<br />

“Esfuérzate en sobrellevar el mundo sobre tu conciencia como consintiera<br />

Cristo en llevar la Cruz para identificarse con la tierra. Aprende a sobrellevar<br />

el cuerpo como una cosa externa. Necesario es que el espíritu sujete al cuerpo<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

con su voluntad como sujeta la mano el martillo”.<br />

Por tanto, el Misterio de la Pasión no significó en manera alguna para el<br />

Occidente y los pueblos norteños un motivo de pasividad, sino una renovación<br />

de energía por medio <strong>del</strong> Amor y <strong>del</strong> Sacrificio.<br />

La escena <strong>del</strong> Gólgota es el último término de la vida de Cristo, el sello<br />

impreso sobre su misión, y por tanto, el más profundo Misterio de dolor es<br />

algo tan sagrado, que mostrar su imagen a los ojos de la multitud puede<br />

parecer sacrilega profanación.<br />

¿A qué viene la lúgubre escena de la crucifixión?, se preguntaban los<br />

paganos de los primeros siglos. ¿De este martirio cruel ha de surgir la<br />

salvación <strong>del</strong> mundo?. Y muchos pensadores modernos han repetido: ¿La<br />

muerte de un justo tiene que salvar necesariamente a la humanidad?. ¡En tal<br />

caso Dios es un verdugo y el universo un potro de tortura!.<br />

Rodolfo Steiner ha dado a tan agudo problema la más filosófica<br />

respuesta: “Hay que evidenciar a los ojos <strong>del</strong> mundo que siempre lo espiritual<br />

ha vencido a lo material. La escena <strong>del</strong> Gólgota no es otra cosa que una<br />

Iniciación transportada sobre el plano de la historia universal. De las gotas de<br />

sangre vertidas sobre la cruz, mana un torrente de vida para el espíritu. La<br />

sangre es la substancialización <strong>del</strong> yo. Con la sangre derramada en el Golgota<br />

penetraría el amor de Cristo en el humano egoísmo como vivificante fluido”.<br />

Lentamente, la cruz se levanta sobre la siniestra colina que domina<br />

Sión. En la víctima ensangrentada que se estremece y palpita bajo el infame<br />

suplicio, respira un alma sobrehumana. Pero Cristo entregó sus poderes a los<br />

Elohim, y siéntese como desprendido de su aura solar, en soledad horrible, en<br />

lo más hondo de un abismo de tinieblas donde gritan los soldados y vociferan<br />

los enemigos.<br />

Oscura nube pesa sobre Jerusalén. La terrena atmósfera es sólo un<br />

prisma de la vida universal. Sus fluidos, vientos, elementales espíritus,<br />

alimentanse a veces con las pasiones humanas mientras responden a las<br />

impulsaciones cósmicas por medio de sus tempestades y convulsiones.<br />

Y llegaron para Jesús las horas de agonía, aplastantes como eternidades.<br />

A pesar de los desgarramientos <strong>del</strong> suplicio, continúa siendo el Mesías.<br />

Perdona a sus verdugos, consuela al ladrón que mantiene la fe. Próxima la<br />

muerte, siente Jesús la abrasante sed de los ajusticiados, presagio de<br />

liberación. Pero antes de vaciar su cáliz, debía experimentar este sentimiento<br />

de soledad que le obligaría a exclamar: “Padre mío, ¿Por qué me has<br />

abandonado?”, seguido de la palabra suprema: “Todo ha terminado”, que<br />

imprime el sello <strong>del</strong> Eterno sobre la frente de los siglos suspensos.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Un postrera exclamación brota <strong>del</strong> pecho <strong>del</strong> crucificado con<br />

estridencias de clarín o semejante al simultáneo desgarrar de las cuerdas de un<br />

arpa. Tan terrible y poderoso fue aquel grito, que los legionarios romanos<br />

retrocedieron balbuciendo: “¿Sería acaso el Hijo de Dios?”.<br />

Ha muerto Cristo y, sin embargo, Cristo está vivo, ¡Más vivo que<br />

nunca!. A los ojos de los hombres, no resta de él más que un cadáver<br />

suspendido bajo un cielo más oscuro que el averno. Pero en los mundos astral<br />

y espiritual, refulge un chorro de luz seguido <strong>del</strong> retumbar de un trueno de mil<br />

ecos.<br />

De un solo ímpetu, el alma de Cristo refúndese en su aura solar seguida<br />

por océanos de almas y saludada por el hosanna de las regiones celestes.<br />

Desde entonces hasta ahora, los videntes de ultratumba y los Elohim saben<br />

que se ganó la victoria, que se ha desvanecido el aguijón de la muerte, que se<br />

ha resquebrajado la lápida que cubre los sepulcros, viéndose las almas flotar<br />

sobre sus esqueletos mondos.<br />

Cristo ha reintegrado su reino con sus poderes centuplicados por su<br />

sacrificio.<br />

Y ya con renovado impulso se halla presto a penetrar en el corazón <strong>del</strong><br />

Infinito, en el burbujeante centro de luz, de amor y de belleza al que llama su<br />

Padre. Pero su compasión le atrae hacia la tierra de la que por martirio ha<br />

devenido dueño.<br />

Una bruma siniestra, un melancólico silencio continúan envolviendo a<br />

Jerusalén. Las santas mujeres lloran sobre el cadáver <strong>del</strong> Maestro. José de<br />

Arimatea le da sepultura. <strong>Los</strong> apóstoles se ocultan en las cavernas <strong>del</strong> valle de<br />

Hinnom, perdida toda esperanza, ya que desapareció el Maestro.<br />

Nada ha cambiado, en apariencia, en el opaco mundo de materia. Y sin<br />

embargo, un singular acontecimiento ha ocurrido en el templo de Herodes. En<br />

el preciso momento en que Jesús expiraba, el espléndido velo de lino, de<br />

jacinto y púrpura teñido, que cubría el tabernáculo, se desgarró de arriba<br />

abajo. Y un levita que pasaba vio en el interior <strong>del</strong> santuario el arca de oro<br />

contorneada por querubines de oro macizo con sus alas tendidas hacia la<br />

bóveda. Y sucedió algo inaudito, porque los ojos profanos pudieron<br />

contemplar el misterio <strong>del</strong> santo de los santos donde el propio pontífice<br />

máximo no podía penetrar más que una vez al año. <strong>Los</strong> sacrificadores echaron<br />

a la multitud temerosos de que presenciara el sacrilegio.<br />

He aquí el significado <strong>del</strong> hecho: la imagen <strong>del</strong> Querubín que tiene<br />

cuerpo de león, alas de águila y cabeza de ángel, semeja la de la esfinge y<br />

simboliza la evolución completa <strong>del</strong> alma humana, su descenso en la carne y<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

su retorno al Espíritu. Cristo hizo que se desgarrara el velo <strong>del</strong> santuario<br />

resolviendo el enigma de la Esfinge.<br />

En a<strong>del</strong>ante, el Misterio de la vida y de la evolución se hace asequible<br />

para cuantos osan y quieren.<br />

Y ahora, para explicar la misión realizada por el espíritu de Cristo,<br />

mientras los suyos velaban sus exequias, debemos apelar una vez más al acto<br />

capital de la iniciación egipcia.<br />

Permanecía el iniciado tres días y tres noches sumergido en letárgico<br />

sueño en el interior de un sarcófago, bajo la vigilancia <strong>del</strong> hierofante. Duran-<br />

te este tiempo y con relación a su grado de a<strong>del</strong>anto, efectuaba su viaje por el<br />

otro mundo.<br />

Según el lenguaje de los tiempos era como resucitado y dos veces<br />

nacido, porque recordaba al despertar su anterior permanencia en él imperio<br />

de los muertos. También realizó Cristo su viaje cósmico mientras permanecía<br />

en el sepulcro antes de su resurrección espiritual a los ojos de los suyos.<br />

Todavía hay en ello un paralelismo entre la Iniciación antigua y los modernos<br />

Misterios que aportó Cristo al mundo. Paralelismo, aunque también mayor<br />

amplitud. Porque el viaje astral de un Dios que atravesara la prueba de la<br />

muerte física debía, necesariamente, pertenecer a una índole distinta, de más<br />

vasto alcance que el tímido bogar de un simple mortal en el reino de los<br />

muertos, en la barca de Isis. (Esta barca era en realidad el cuerpo etéreo <strong>del</strong><br />

iniciado, que el hierofante separaba <strong>del</strong> cuerpo físico, arrastrado por el<br />

torbellino de las corrientes astrales).<br />

Dos corrientes psicoflúidas envuelven al globo terrestre con anillos<br />

múltiples como eléctricas serpientes en perpetuo movimiento. Moisés llama a<br />

una Horeb y Orfeo llámala Erebo. Podría llamarse también fuerza centrípeta<br />

porque tiene su centro en el interior de la tierra y a ella conduce todo cuanto se<br />

precipita en su flujo torrencial. Es el abismo de las generaciones, <strong>del</strong> deseo y<br />

de la muerte; la esfera de experimentación llamada también por las religiones<br />

purgatorio. Arrastra en sus remansos y torbellinos a todas las almas todavía<br />

sujetas a sus pasiones terrenas. A la otra corriente la denomina Moisés Yona y<br />

podríamos definirla como fuerza centrífuga, porque en ella subyace la poten-<br />

cialidad de expansión como en la otra la de contracción y se halla relacionada<br />

con todo el Cosmos. Por ella ascienden las almas al sol y al cielo y por su<br />

mediación también se hacen asequibles las divinas influencias. Por ella<br />

descendiera Cristo bajo el símbolo de la Paloma.<br />

Si los iniciados predispuestos para el viaje cósmico por un alma<br />

altamente evolucionada hubieran sabido en todo tiempo alcanzar la corriente<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

yona después de su muerte, la inmensa multitud, de almas entenebrecidas por<br />

los vahos de la carne, difícilmente volverían, sin abandonar apenas de una<br />

encarnación a otra la región de Horeb.<br />

El tránsito de Cristo por los limbos crepusculares, abrió una brecha<br />

perdurando en circuitos luminosos y franqueando de nuevo a las almas<br />

perdidas, como las <strong>del</strong> segundo círculo <strong>del</strong> Infierno <strong>del</strong> Dante, las rutas<br />

celestes.<br />

Así alumbraría la misión de Cristo, ampliando los límites de la vida<br />

después de la muerte como ampliara y alumbrara la vida sobre la tierra.<br />

Pero lo esencial de su misión consiste en llevar la certeza de la<br />

resurrección espiritual en el corazón de los apóstoles que debían divulgar su<br />

pensamiento por el mundo. Después de resucitar por sí mismo debía resucitar<br />

en ellos y por ellos para que este hecho planeara sobre toda la historia futura.<br />

La resurrección de Cristo debía ser la prenda de la resurrección de las almas<br />

en esta vida como de su fe en la otra.<br />

Por ello no bastaba que Cristo se manifestara a los suyos en visión astral<br />

durante el profundo sueño. Necesitaba mostrarse durante la vigilia, en el plano<br />

físico, y que la resurrección tuviera para ellos, en cierto aspecto, una<br />

apariencia material.<br />

Y tal fenómeno, aunque difícil para otros, podía fácilmente realizarlo<br />

Cristo, porque el cuerpo etéreo de los grandes Adeptos — y el de Cristo debía<br />

poseer una vitalidad particularmente sutil e intensa — se conserva durante<br />

mucho tiempo después de acaecida su muerte, perdurando en la materia una<br />

porción de su influjo. Basta que el Espíritu la anime para en determinadas<br />

condiciones hacerla visible.<br />

La fe en la resurrección no nace bruscamente en los apóstoles, sino que<br />

debía insinuarse en ellos como una voz que persuade por el acento <strong>del</strong><br />

corazón, como un soplo de vida que se comunica. Se posesiona de su alma<br />

como avanza paulatinamente el día, transcurrida la profunda noche.<br />

Tal es el alba clara que se alza sobre la grisácea Palestina. Escalónanse<br />

las apariciones de Cristo para surtir efectos crecientes. Leves al principio y<br />

fugitivas como sombras, aumentan luego en radiación y fuerza.<br />

Pero ¿Cómo ha desaparecido el cuerpo de Jesús?. ¿Lo ha consumido el<br />

Fuego Original bajo el aliento de las Potestades como el de Zoroastro, de<br />

Moisés y Elias y tembló por ello la tierra, la guardia derribada, como describe<br />

el Evangelista?. ¿O bien, sutilizado, espiritualizado hasta el punto de<br />

despojarse de toda partícula material fundióse entre los elementos como un<br />

perfume en el agua, como un bálsamo en el aire?. Sea lo que fuere, mediante<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

maravillosa alquimia se diluyó en la atmósfera su quintaesencia exquisita.<br />

Pero he aquí a María Magdalena, portadora de esencias, viendo en el<br />

sepulcro vacío a “dos ángeles de faz radiosa y vestiduras niveas”. Vuélvese<br />

asustada y se encuentra con un personaje que no reconoció, sobresaltada, y<br />

cuya voz pronuncia su nombre: “María...” Conmovida hasta la médula<br />

reconoce al Maestro y se arroja a sus pies para rozar el extremo de su túnica.<br />

Pero Él, como si temiera el contacto harto material de aquella de quien<br />

“alejara siete demonios”, dice: “No me toques... ¡Ve y di a los apóstoles que<br />

he resucitado!”.<br />

Aquí habla el Salvador a la mujer apasionada, a la pecadora convertida<br />

en fervorosa <strong>del</strong> Señor. Con una sola palabra vierte hasta el fondo de su<br />

corazón el bálsamo de eterno Amor, porque sabe que al través de la Mujer<br />

alcanzará el alma de la humanidad.<br />

Cuando Jesús se aparece luego secretamente a los once, reunidos en una<br />

casa de Jerusalén y les da cita en Galilea, el Maestro reúne su rebaño electo<br />

para la obra futura.<br />

En el patético crepúsculo de Emaus, el divino sanador de almas<br />

enciende de nuevo la fe en el ardiente corazón de dos discípulos afligidos.<br />

En las playas <strong>del</strong> lago de Tiberíades se aparece a Pedro y a Juan,<br />

preparándolos para su difícil misión.<br />

Y cuando por fin se muestra a los suyos por vez postrera sobre la<br />

montaña de Galilea, les dice estas palabras: “Id y predicad el Evangelio por<br />

doquiera... ¡Yo estaré con vosotros hasta el fin <strong>del</strong> mundo!”.<br />

Es la solemne despedida <strong>del</strong> Maestro y el testamento <strong>del</strong> Rey de los<br />

Arcángeles solares.<br />

Así el místico acontecimiento de la resurrección, que debía nacer entre<br />

los apóstoles como tímida aurora, se intensifica y aclara, finalizando en un<br />

glorioso poniente que consolida su pensamiento eterno, envolviéndolo en su<br />

púrpura suntuosa y profética.<br />

Una vez más, años más tarde, aparecerá Cristo de una manera<br />

excepcional a Pablo, su adversario, en el camino de Damasco, para convertirlo<br />

en su más fervoroso defensor.<br />

Si las precedentes apariciones de Cristo se hallan como revestidas de un<br />

nimbo de ensueño, posee ésta un carácter histórico incontestable. Más insólita<br />

que las otras, posee una radiación victoriosa. Todavía la cantidad de fuerza<br />

aplicada se equipara con el resultado perseguido. Porque de esta visión<br />

fulminante debía salir la misión <strong>del</strong> apóstol de los gentiles, que convertiría al<br />

Cristo a la humanidad greco-latina y por ella a todo el Occidente.<br />

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Edouard Schure – <strong>Los</strong> <strong>Grandes</strong> <strong>Iniciados</strong><br />

Como astro radiante, promesa de un mundo que vendrá, planea sobre la<br />

densa bruma <strong>del</strong> horizonte, así la resurrección espiritual planea sobre la obra<br />

entera de Cristo. Es su necesaria conclusión y su corolario.<br />

Ni el odio, ni la duda ni el mal han sido desterrados. No deben<br />

desaparecer todavía, porque son a manera de fermentos para la evolución.<br />

Pero en a<strong>del</strong>ante, nada podrá arrancar <strong>del</strong> corazón <strong>del</strong> hombre la<br />

Esperanza inmortal. Por cima de fracasos y muertes, un coro inextinguible<br />

cantará al través de las edades: “¡Cristo ha resucitado!. ¡Se han abierto las<br />

rutas de la tierra y <strong>del</strong> cielo!”.<br />

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