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1 Los procesos semióticos en general y los comunicativos en particular

El concepto que recorre la semiosis del modo más amplio y comprehensivo es el de signo, por cierto el agente de la significación y el responsable de nombrar toda una disciplina (semeiotiké – Locke, 1690, 4, 21 – étimo: σημεῖον/ sēmeion, signo). Este bautismo está fechado antes de que el debate en torno de los límites de la semiótica se viera confrontado a permanentes revisiones, producto de los avances en ciencia y tecnología que han llevado a pensar, a repensar, el mundo de los códigos y de la significación a partir de la introducción de las computadoras y el mayor conocimiento de la realidad subcelular. Si bien la idea de signo ha sido incluso recusada (Eco, 1976), es incontrovertible que ha sobrevivido a todos los embates y, hasta nuevo aviso, continúa en el centro de las investigaciones sobre la naturaleza de los procesos semióticos.

Es un lugar común (tanto en psicología como en otros distintos estudios sociales, pero también, recientemente y con el surgimiento de la biosemiótica, entre las ciencias naturales) concebir el signo desde la acepción de Peirce. Este punto de coincidencia nos permite obviar, por extendido, ciertas justificaciones y pasar directamente a una presentación somera de los conceptos fundamentales del planteo peirceano. Un ulterior y no menos ligero diálogo con las aportaciones saussureanas habilitará a emprender, al cabo, un intento de síntesis centrado en las necesidades de nuestra investigación. A estos efectos, se harán distinciones conceptual-terminológicas anexas a la idea de signo (señal, símbolo, significante) y a continuación discutiremos las ideas de transmisión de información, de significación y de hecho comunicativo, todas nociones cotidianas y necesitadas, por su vaguedad, de convenientes precisiones técnico-teóricas. En una investigación del tipo que aquí presentamos era necesario establecer qué rasgos constituyen la semiosis comunicativa[1], [2].

1. Conceptos semióticos fundamentales: signo, símbolo y significante

La definición peirceana de signo es harto conocida: “algo que está para alguien en lugar de otra cosa en un cierto aspecto o aptitud [capacity]” (Peirce, 2.228)[3]. Esta definición remite hasta san Agustín, para quien signo es toda cosa que, bajo la forma con que afecta los sentidos, lleva desde sí misma hasta otra cosa diferente o evoca en el pensamiento algo distinto de sí misma [4]. La novedad de Peirce no es la definición de signo, pues, ni su conformación de tipo trinitario, sino el trabajo sutil sobre los componentes con que se define: objeto, representamen e interpretante. El objeto (o referente, para homologarlo con otros autores) consiste en el correlato o contenido externo entitativamente previo al signo como realidad y, por lo mismo, la razón de que algo pueda, como signo (sive representamen), hacer sus veces o representarlo. El nombre de representamen corresponde al del soporte o sustancia formal del signo, al agente encargado de subrogación respecto del objeto. El interpretante, por su lado, cumple la función de poner a uno y otro en relación (sobre la base de un determinado ground o fundamento que contiene el quale, no menos que el quantum, de la relación: qué, cómo y cuánto se ha captado en el representamen de su referente). La representación del pensamiento en signos conforma en virtud del ground una acción que invariablemente resulta parcial (o aspectual). Distintos signos comparten un referente al cual apuntan describiendo un cierto rasgo u otro, de una forma u otra, con diversos grados de profundidad y precisión semántica (esta característica, “capacity” de la definición citada, es en sí misma la limitación del hecho sígnico en su calidad de tal).

La concepción peirceana aporta a la psicología una clasificación del signo, multiaxial, que le ha sido fecunda. Los tres vértices del signo se pueden dimensionar según tres diferentes planos o intereses. Si se observa la correspondencia entre el representamen y su referente, los signos se pueden categorizar como íconos, índices o símbolos; si se atiende al ente-signo, hay cualisignos (cualidades o virtualidades), sinsignos (singularidades efectivas, tokens) o legisignos (leyes de correlación semiótica entre los primeros dos); si se percibe el signo en relación con el conocimiento, se presentan potencialidades (rémata: sujetos o predicados libres), proposiciones lógicas (decisignos, con valor veritativo) o argumentos (razonamientos). De estas tricotomías, la primera tiene el mérito de haberse propagado más allá de sus fronteras y haber abonado muy variados territorios; en particular, según aquí interesa, aquel de la psicología del desarrollo. La idea de representación por semejanza, por deixis o por vínculo arbitrario ha sido orientativa en no pocos estudios sobre la expresión de los niños pequeños (Gullberg, De Boot, & Volterra, 2008; Bates, Begnini, Bretherton, Camaioni & Volterra, 1979; Iverson & Thal, 1998).

El ícono es un signo motivado que contiene en su representamen un rasgo común, reconocible, de su referente. Como tipo de signo, abarca desde el máximo de parecido (la fotografía) hasta los gráficos o los esquemas llamados de flujo (cualquier forma que imaginarice algún aspecto de lo referido). El índice, en cambio, tiene con el objeto un lazo de contigüidad empírica. A diferencia de los íconos, que parcialmente describen el hecho/objeto al que están referidos, los índices, aun cuando no son menos motivados por/desde el objeto, no proveen más información que la de localización o, por su medio, la de que el objeto está en sentido existencial. Los deícticos verbales o gestuales son ejemplos claros de indicialidad[5]. Por último, los símbolos son signos vinculados con su objeto por un nexo inmotivado; las palabras de un idioma o las casacas de un equipo deportivo cumplen su misión de referir mediante convenciones.

Frente a la tríada del signo descripta por Peirce, en la que el referente constituye parte de la significación, Saussure (1916), lejos de consideraciones filosóficas y trabajando en dirección de dar a la lingüística un objeto bien delimitado, replantea esta disciplina al concentrarla en el sistema de la lengua, maniobra con la que dota al signo de este tipo con una perfecta autonomía, emancipado de los objetos del mundo. Para Saussure, si por un lado convergen sobre el lenguaje la antropología, la psicología y otras diversas especialidades técnico-teóricas, la lengua es, por otro, el territorio de trabajo del lingüista.

Tomado en su conjunto, el lenguaje es multiforme y heteróclito; a caballo en diferentes dominios, a la vez físico, fisiológico y psíquico, pertenece además al dominio individual y al dominio social; no se deja clasificar en ninguna de las categorías de los hechos humanos, porque no se sabe cómo desembrollar su unidad (Saussure 1916/1995, p. 25[6]).

Y también: “La ciencia de la lengua no sólo puede prescindir de otros elementos del lenguaje, sino que sólo es posible a condición de que esos otros elementos no se inmiscuyan” (1916/1995, p. 31). En lo más básico, la lengua es un sistema autoordenado en función de las diferencias que en el nivel del significado y en el del significante conforman los signos de su tipo.

Estas unidades (signos lingüísticos) son el producto del acoplamiento de dos caras que responden a sendas sustancias (Saussure, 1916/1995, p. 156 – p. 140), el pensamiento y la materia fónica (pero en verdad materia fonológica y, por ende, psicológica). Ambas constituyen la forma de la lengua, que no es por su parte sustancia (Saussure, 1916/ 1995, p. 157 – p. 141). La arbitrariedad es la pauta de unión y Saussure coloca en este punto el origen del pensamiento como tal. “No hay ideas preestablecidas y nada es distinto [en un sentido cartesiano] antes de la aparición de la lengua” (Saussure, 1916/1995, p. 155 – p. 140). Tullio de Mauro, comentarista erudito y anotador de la edición italiana del Curso de Lingüística General, se expide al respecto: Saussure “no niega que exista un mundo de percepciones, de idealizaciones, etc., independientemente de las lenguas y que la psicología pueda estudiar” (De Mauro, 1967, nota 227, en Saussure, 1916/1995, p. 463). En coherencia con esta versión, el propio Saussure sugiere en otra parte que “es mal método partir de las palabras para definir las cosas [sive conceptos]” (1916/1995, p. 31 – p. 30; pasaje tildado por De Mauro de positivista), pero, a la vez, la forma más corriente de entender la lengua le parece censurable porque presupone “ideas completamente hechas preexistentes a las palabras” (1916/1995, p. 97 – p. 87). Cuál haya sido a ciencia cierta el pensamiento exacto de Saussure sobre este punto queda para los historiadores. Por nuestra cuenta basta con marcar que la psicología no puede convertir en propio un postulado que, dentro de su dominio, ha sido desmentido experimentalmente, y que en particular para el estudio de la adquisición lingüística, un ámbito sobre el que el ginebrino apenas se expidió, resulta desde toda consideración improcedente. Si la lingüística puede quizás autorizarse a pensar en la lengua sin conceptos previos en el universo del hablante y colocando entre paréntesis toda experiencia empírica, es evidente que no puede hacerlo la psicología, cuyo objeto de estudio, el sujeto-conducta, es por definición situado [7]. Los estudios sobre el desarrollo documentan la existencia de conceptos antes del amanecer de la palabra (Baillargeon & Wang, 2002; Mandler, 1992, 2004; Mandler & McDonough, 2000; Mareschal & Quinn, 2001; Murphy, 2002; Quinn, 2002, 2007; Quinn & Eimas, 2000).

Si la arbitrariedad es norma en el nivel adulto de la lengua y las palabras motivadas son una excepción (las onomatopeyas, cuyo “número es mucho menor de lo que se cree” [Saussure, 1916/1995, p. 101 – p. 91], tienen sólo “importancia secundaria” [Saussure, 1916/1995, p. 102 – p. 92]), ocurre sin embargo que durante el desarrollo y el aprendizaje de la lengua constituyen elementos que cumplen un rol difícilmente exagerable. Las onomatopeyas son, en muchos casos, la primera forma –en la modalidad oral– con la que el niño pequeño habla de objetos cuyos nombres no ha logrado aún retener. Desde una perspectiva fenomenológica, la apropiación de la lengua de entorno (el léxico y las reglas de articulación) parte de un estado mental de lengua-cero, lo que supone que la adquisición se apoya ineludiblemente sobre condiciones pre– y extralingüísticas[8]. Recientemente, la rama de la semiótica denominada cognitiva (cognitive semiotics) ha rehabilitado la indagación de las relaciones entre el sonido y el referente a través de estudios del sign symbolism, persiguiendo establecer qué fuerza liga los dos planos del significante y el significado en las distintas lenguas, dicho de otro modo, hurgando bajo la arbitrariedad para determinar cuáles factores fijan que ciertos sonidos específicos se asocien con un espacio semántico particular (Zlatev, 2013).

No se discute que la autonomía obtenida por la lengua respecto de un referente externo haya ofrecido a los lingüistas una nueva perspectiva (la marca de origen de las elaboraciones en semiología), pero, sin objetar que un sistema lingüístico cualquiera pueda funcionar con omisión del mundo circundante, es un punto de vista que carece de sentido dentro de la consideración ontogenética de la constitución de la lengua en los niños. Hasta la posesión de la estructura de la lengua el niño se encuentra en disposición de usar signos aislados, o bien combinados, que responden a determinados usos e involucran referentes inmediatos. Y antes de tales signos tiene un mundo hecho de objetos, acontecimientos, relaciones fácticas teñidas de afectividad: todo un elenco instrumental que promueve la semiotización de los hechos vitales. En todo caso, si la discusión acerca de la autonomía del código lingüístico puede abonarse desde diferentes miradores, en el interés de la psicología del desarrollo hay que decir que el niño (el in-fans → fari: hablar) usa y dispone de palabras a partir de que cuenta con cosas y con relaciones. El proceso de semiotización de su universo se apoya en rituales y rutinas (Nelson, 1974, 1996) y será con ellas que la representación mental haga lugar a los fenómenos de significación.

Del conjunto de las articulaciones saussureanas tiene especial importancia, para el objetivo de nuestro trabajo, la señera distinción de lengua y habla. Mientras aquella corresponde al ámbito social y es compartida, esta recae en la faz individual del proceso de comunicación. Sin embargo, la psicología del siglo xx nos ha revelado que procesos de ejercicio individual y alta complejidad son de origen social y no fruto de los recursos del sujeto concebido en aislamiento. Así, Vygotski ha señalado la matriz social a partir de la cual se desarrollan las funciones psicológicas superiores, entre ellas el lenguaje (Vygostki, 1931a, 1931b). El habla es pues un acto individual en cuanto a ejecución, pero nace del intercambio de rutinas y de convenciones básicas sobre las cuales las acciones llegan a ser gestos, y los sonidos, palabras.

En nuestro avance hacia los hechos comunicativos hay una estación terminológica de detención forzosa, el símbolo, concepto que hemos encuadrado ya dentro de la cosmovisión de Peirce y que Saussure entiende de manera diametralmente distinta. Según su criterio, “el símbolo tiene por carácter no ser jamás totalmente arbitrario” (1916/1995, p. 101). Da como ejemplo la balanza, símbolo de la justicia, para poner de relieve su motivación (eco del contenido en el nivel formal), y por este expediente lo hace coincidir con la iconicidad peirceana. Un tercer convidado, Jean Piaget, entiende el símbolo según Saussure, de quien toma también la idea de signo como apareamiento de significados y significantes, sólo que en su concepto el signo se proyecta allende los signos lingüísticos. La comprensión del símbolo en Piaget (“Un símbolo es una imagen evocada mentalmente o una clase de objeto material elegido en forma intencional para designar una clase de acciones o de objetos” –Piaget, 1945/1961, p. 170–) es claramente evolutiva. Los símbolos constituyen la plataforma desde la que luego el signo se abrirá camino: “el símbolo es la condición necesaria, pero no suficiente, de la aparición de los signos. El signo es general y abstracto (arbitrario); el símbolo es individual y motivado” (Piaget, 1936/1969, p. 19). El progreso del símbolo hacia el signo se produce con la des-motivación del vínculo entre sus dos partes componentes (al comienzo, cuando el ejercicio de imitar del niño se realiza ante la ausencia del modelo, símbolo y simbolizado guardan entre sí una conexión por semejanza: están ligados por motivación)[9].

El signo de Piaget ocupa el sitio de los símbolos en Peirce. Para éste sólo algunos signos son simbólicos, para Saussure símbolo y signo se definen por oposición. Por nuestra parte, de esta danza de lugares covariantes daremos al símbolo, arbitrario (Peirce) o motivado (Saussure y Piaget), la particularidad de mentar referentes en ausencia. El símbolo peirceano evoca tanto como el piagetiano-saussureano a los objetos sin necesidad de haberlos ante sí, y hasta parece inevitable que en determinados casos no se halle a la vista el objeto aludido (el humo significa /fuego/ en ausencia del fuego mismo, pero si ambos están comprendidos en el cuadro perceptual, el humo es humo y pierde su valor significante [Eco, 1973]; por supuesto, en otras ocasiones, el hecho u objeto puede estar presente sin perjuicio de la simbolicidad, ya que ésta se define como la potencia de simbolizar en ausencia del hecho-objeto). Pasando en limpio estos primeros párrafos, empleamos la designación de signo como la categoría más amplia y comprensiva de los procesos semióticos; la de símbolo para los signos que pueden mentar lo ausente; la de significante para referir a la mitad del signo que es soporte de un significado (homólogo, por tanto, de representamen).

Entre la perspectiva saussureana, para la cual la lengua es un sistema autónomo (por ende liberado del contexto), y el planteo del hecho sémico peirceano, que requiere del objeto inexcusablemente para funcionar (el referente ausente no desdice que, en principio, el signo conceptualmente lo necesite), los afanes de un estudio ontogenético conducen a adoptar un mirador que sea sensible a la transformación del niño en sujeto capaz de comunicación. Conforme con ello, y atendiendo especialmente a los procesos que intervienen en la adquisición lingüística, es imperioso hacer espacio al referente empírico, al mundo cósico operacionalizado por las prácticas de la cultura y el imaginario en que se inscriben. Que el signo pueda emanciparse (relativamente) del mundo efectivo como un registro incondicionado no desmiente que el proceso de su adquisición arraigue en un nivel pre-sígnico, en la socialidad más básica dentro de la que los objetos, por la mediación del interlocutor adulto, se elevan a condición significante. Saussure y Peirce nos han brindado los conceptos básicos y una cartografía semiótica fundamental, pero se trata, en el primero de ellos, de un ensayo demasiado perfilado por el signo de tipo lingüístico; en el segundo, de una empresa conducida al interior de los problemas del conocimiento y concebida como un gran programa de todo el saber posible (con foco en interpretantes que fueran finales). Con el objetivo puesto en la ontogénesis, los conceptos generales presentados hasta aquí deben articularse con la perspectiva de que existe una función semiótica a desarrollarse.

Por función semiótica Piaget entiende (Piaget, 1945; Piaget & Inhelder, 1969) la funcionalización semiótica de los objetos y eventos del mundo: el uso vicario de un ente por otro. Esta acepción de la semiosis, sin embargo, se ve problematizada por la máxima expansión que el concepto ha ganado. La teorización en informática, tanto como el alumbramiento de la biosemiótica en tiempos recientes, obligan a revisar los lineamientos básicos de la semiosis en sentido lato, deslindando distintas jurisdicciones y niveles de organización de todos los procesos que se amparan bajo esta etiqueta. La sección inmediata discute las pautas de esta discriminación.

2. El universo semiótico

La definición de hecho semiótico acarrea dificultades. La significación es confundida a veces con la comunicación (por ejemplo en Watzlawick, Bavelas & Jackson, 1967), una noción que implica al signo, y otras veces con la idea de información, que no lo implica (Eco, 1988). El problema reviste todavía una nueva dimensión al transcender el universo de la interacción humana y proyectarse sobre terrenos linderos: en el límite inferior de nuestra condición vital, la biología comprende en nuestros días una sección de aspiraciones revolucionarias, la biosemiótica; por encima del lenguaje y de otros sistemas sígnicos de nuestra vida cotidiana, la tecnología, extensión del espíritu humano por sobre las restricciones materiales naturales, desafía constantemente aquellas intuiciones que pudieran parecer, por su larga perduración, definitivas. En este vasto espacio cabe formular preguntas con reverberancias filosóficas: ¿está el comportamiento de los individuos de otras formas animales regulado por semiosis? ¿Sí, no, cuándo, con qué alcance? ¿Qué es lo que ocurre, desde un mirador semiótico, cuando dos perros ladran o se ladran? ¿Interactúan, se comunican, significan o emiten señales (y cuáles son, al mismo tiempo, los recubrimientos y las líneas de frontera entre estas denominaciones)? Cuando los machos del cangrejo llamado fantasma –género Ocypode en sus distintas variedades– realizan su baile de can-can en torno de la madriguera con el objetivo de captar la atención de las hembras, ¿se hallan comunicando, o el acto de seducción es por instinto y, según ello, ajeno al mundo comunicativo? En un diferente estrato, ¿la liberación de feromonas constituye verdadera comunicación? Y en otro más básico, inclusive, ¿es efectivamente el código genético una forma de semiosis, algo que corresponda al nombre ´código’ en semiótica? A ello se suma la cuestión de si las máquinas computadoras comunican y/o significan, propiamente hablando, en sus labores de procesamiento, o si sus computaciones no son diferentes de otro mecanismo traccionado por palanca.

El viejo esquema de la comunicación [emisor → canal/ código/ mensaje → receptor], con sus variantes y enriquecimientos, peca por demasiado abarcativo para establecer las precisiones necesarias, por lo menos hasta no haber definido ‘código’ y ‘mensaje’ de manera conveniente (sirve para la descripción de un acto conversacional y, por igual, para ilustrar el flujo de la información que operacionalizan las computadoras –Shannon & Weaver, 1949–). Incluso el agregado de cierto factor de ‘competencia’ entre emisor y receptor respecto de un determinado código (Kerbrat-Oreccioni, 1980) puede calcarse a las programaciones básicas de dos distintas terminales informáticas, una cargada con el Windows 7 y otra con el Windows 10: entre ambas, la lectura del mensaje puede verse perturbada de la misma forma en que dos individuos que hablen español con diferentes grados de experticia o diferencias dialectales procesan diversamente un mismo contenido. En paralelo, al otro extremo del arco semiótico, la zoosemiótica (Sebeok, 1972, 1977), expandida al día presente como biosemiótica, concede los títulos de auténtica semiosis a la interacción entre estructuras celulares y subcelulares donde, de manera clara, no es posible sugerir la existencia de signos (Barbieri, 2008).

En psicología, Ángel Rivière ha postulado que la comunicación es un proceso transmisor de información intencional, intencionado y sígnico (Rivière, 1998). La idea de intencionalidad se ha fracturado aquí en dos acepciones con peso específico. El primer término de la enumeración alude a aquella intencionalidad de cuño brentaneano-husserleano, rasgo diferencial de aquellas entidades que son por o a instancias de otra, fijando la pauta, para los fenómenos mentales, de ser invariablemente por mor de un objeto (cualidad de aboutness). La intencionalidad así entendida alcanza a todos o tan sólo algunos de los eventos mentales de acuerdo con distintos autores; en cualquier caso, el contenido psíquico representacional es definido por oposición al mundo físico inintencional. En segundo lugar, la intencionalidad evoca la idea de propósito, esto es, la voluntad, consciente o inconsciente, de alcanzar un objetivo o meta. Lejos del medieval intendere rehabilitado por Brentano, esta variante recoge el sentido de planear, tener disposición de obtener [x], emprender esfuerzos en pos de cumplir con un determinado fin (Piaget & Inhelder, 1969).

Esta segunda intencionalidad, ligada a cualquier abordaje del comportamiento, es una instancia inflexional en la psicología del desarrollo: deja fechar un punto cardinal en la cronología del niño, aproximadamente hacia los 8-9 meses (4ª etapa del período sensorio-motor piagetiano), como el momento originario en que se hace posible disociar la acción entre sus componentes de medios y fines. Desde aquí en más, de una manera dominante, la acción no es ya por sí misma, sino para (acción instrumental). Se ha debatido luego si esta edad implica un corte tan marcado o si debe entenderse que, cuando el niño de menos de 8 meses dirige la mano hacia un objeto, está ya intencionando eso que quiere, aunque no exista todavía disociación entre las representaciones de mano-herramienta y objeto-objetivo. En efecto, es posible reconocer que entre los 4 y 8 meses (3ª etapa del período sensorio-motor) hay una especie de intención (Flavell, 1963; Tomasello, 1999), pero existe consenso en cuanto a que la intencionalidad de meta se encuentra consolidada hacia los 8-9 meses. El logro se evidencia en el fenómeno de la atención conjunta, triangulación interactiva por la que el sujeto preverbal se hace capaz de compartir con otro un interés, de continuar la dirección de la mirada del adulto o mismo conducirla hasta un determinado referente en aras de entender/dar a entender algo en particular. Hasta esa edad, las relaciones son mayormente diádicas: con cosas o personas, pero no al mismo tiempo con cosas y con personas. A lo largo de lo que se ha denominado la intersubjetividad primaria (2-9 meses –Trevarthen, 1982–), los bebés logran establecer contacto emocional, co-vivencial con el adulto[10]. Recién durante el último trimestre de su primer año, el niño habrá logrado vincular cosas inertes y entes animados entre sí y de modo simultáneo (habrá podido, por decirlo con Trevarthen, vincular los actos práxicos conjuntos con los actos interpersonales). Sucede entonces que niño ve los objetos, los señala, mira al interlocutor, y por medio de la mirada y del señalamiento, concierta conjuntamente la atención sobre aquello que ha despertado su interés (intersubjetividad secundaria). Ello se ha interpretado como prueba de que el otro es para el niño no tan sólo algo animado sino algo-con-intenciones, ente apropiado para dirigirle ya fuere pedidos, exigencias, participaciones, ya fuere un convite. Cuando el niño señala hacia un objeto y busca la mirada del adulto –para constatar si ha comprendido lo que quiere de él– es porque ha percibido que es alguien capaz de captar su mensaje (que jamás dirige, por su parte, hacia la mesa o hacia la pared).

Con todo, la intencionalidad de meta se observa también entre los animales; no sería por lo tanto un rasgo suficiente para definir el hecho comunicativo. Los chimpancés de Köhler podían encastrar varillas en pos de alcanzar el alimento (Köhler, 1925). En su medio natural, se halla documentado que utilizan ramas para extraer termitas de un montículo de tierra (Goodall, 1986), o que pueden romper nueces golpeando las cáscaras con una piedra (C. Boesch & H. Boesch, 1990). La distinción entre las intenciones de otros animales y las del niño pequeño (el animal humano) podría establecerse a partir de que el niño logra articularlas con las de sus semejantes, dicho de otro modo intencionando sobre las atribuciones de estados mentales que puede efectuar a los demás. Pero no está tan claro que esta facultad de penetrar en la interioridad del otro constituya un rasgo privativo de la especie humana. La investigación señera de Premack y Woodruff (1978), para quienes la hembra chimpancé llamada Sarah, después de haber visto imágenes filmadas, elegía atinadamente, entre distintas posibilidades de dibujos-objetivos, la meta correcta para cada acción, y por lo tanto, según su interpretación, había logrado captar intenciones en ciertas conductas humanas instrumentales inconclusas, desencadenó una amplia polémica que dura hasta el presente. Otras investigaciones aportaron nuevos datos y nuevas lecturas de los hechos. Que el chimpancé tenga capacidad de continuar la dirección de la mirada de otros (Povinelli & Eddy, 1996a, 1996b) no implica que tenga acceso al estado de mental del otro, o desarrolle habilidades mentalistas (lo que el texto de Premack y Woodruff había bautizado teoría de la mente). La theory of mind (ToM) es la facultad de conocer los estados mentales propios y los de otros individuos, la aptitud para reconocer la propia intencionalidad y la de los demás[11]. Sobre la chance de que primates no humanos puedan acceder al estado mental de un semejante, Tomasello opina que en ciertos estudios (Premack & Woodruff, 1978; Povinelli, Nelson & Boysen, 1990; Povinelli, 1994)

(…) el problema consiste en que aparentemente los chimpancés no abordaban el experimento aplicando un conocimiento de la intencionalidad o la mentalidad de los otros, sino que aprend[en] -en el transcurso del experimento- de qué manera debían comportarse para obtener lo que querían.

Esto es, aprendían cómo satisfacer a los experimentadores (Tomasello, 1999/2007, p. 33)[12]. El fenómeno puede entenderse pues sin la necesidad de conjurar una destreza mentalista (Cheney & Seyfarth, 1995). A la comunidad de etólogos y primatólogos compete dirimir esta cuestión. En lo que nos concierne, una respuesta de laboratorio que pueda explicarse en términos más simples que la posesión de cierto mentalismo es preferible hasta que no haya pruebas concluyentes en contrario.

Fuera de que la intencionalidad de meta pueda o no colarse a la interioridad del semejante en el mundo animal no humano, y pueda también ser concebida como pauta para comprender al otro en calidad de agente de experiencias como yo, esta variante de la intencionalidad se ampara en la primera para remontarse luego hasta las herramientas sígnicas. Si los estados mentales tienen contenido (son intencionales), las acciones –en cuyo conjunto deben también colocarse los procedimientos comunicativos– van detrás del contenido, que posee valor de meta (son intencionadas). Ello no obstante, y aparte de lo que ocurre en el plano semiótico, intencional e intencionado se intersecan pero no se implican: puede pensarse en una acción con meta que no se halle comandada por la representación de meta sino por la aparición de estímulos y de respuestas instintivas.

La intencionalidad de meta y la de contenido o fenomenológica son condiciones necesarias pero insuficientes para definir la comunicación. El tercer rasgo explicitado en la definición de comunicación tomada de Rivière, el involucramiento de los signos, requiere de un esclarecimiento con mayor detalle a fin de precisar todo un mosaico de conceptos vinculados. Entre la idea de información y la de signo conviene trazar algunas distinciones esenciales. Los sistemas emisores-receptores se escalonan en tres planos de creciente sofisticación: el de la información, el más elemental; el de la comunicación, que implica las dos formas de la intencionalidad; y un nivel intermedio, el de la significación. Por orden de complejidad, son discutidos a continuación.

2.1. Información

La transmisión de información es el proceso por el que determinados datos pasan de emisor a receptor. Esta categoría recorre un amplio espectro de tipos heterogéneos, fito– y zoosemióticos, más las operaciones de los sistemas de información artificial (informática y robótica). El proceso de transmisión funciona por correlaciones pero no supone un código semántico: cuando ingresa al sistema el dato tal se activa una salida (un output) cual. Estas correlaciones son un instrumento para transferir y convertir señales de carácter natural o creadas por el hombre. Por ejemplo, toda vez que la computadora recibe de algún usuario una instrucción, digamos ‘enter’, procede a cumplir con un cierto algoritmo introducido previamente al repertorio de lo que ella sabe. De una manera análoga, el dispositivo de una célula fotosensible reconoce las señales del medio exterior y procede conforme con cierto patrón (a más oscuridad, mayor su activación lumínica). Dentro del mundo natural, el despuntar del día funciona como dato, en el murciélago, para que se recoja dentro de su cueva. Ese dato ingresante es a la vez más que un estímulo, pero menos que un signo: cumple funciones de señal. La señalización es un proceso físico elevado a condición de indicio para un indeterminado receptor: el termostato de un caloventor convierte datos de temperatura a un cierto ‘código’ en el que el sistema determina si activar el complejo de resistencia eléctrica y ventilador o mantenerse en el estado de reposo (Eco, 1973).

En realidad, toda señal es a la vez estímulo, pero no viceversa (y con la salvedad de que no es un estímulo en sentido lato, un mero agente con capacidad de suscitar una reacción, sino un estímulo-señal, una forma de estímulo en la que el agente del proceso no es parte del mismo o lo incita de fuera). El código genético es un buen ejemplo para establecer la distinción. Las bases de adenina, timina, guanina o citosina se autoidentifican, recíprocamente, para permitir la reduplicación del material nucleico, pero no intercambian nada, se conectan de manera física y estrictamente material. Una señal en cambio es por sí misma ajena respecto de aquel fenómeno al que proporciona un detonante. Sólo diremos de un estímulo que es a la vez señal cuando no participe del proceso que ha motorizado. Así, cuando ciertos patitos salidos del cascarón siguen al individuo que ha cruzado a la sazón por su campo visual, el movimiento de este agente humano se puede llamar señal en la medida en que detona una conducta de la que no participa: asimilado a una categoría de tipo perceptivo-cognitivo, el estímulo móvil ha inducido esa respuesta conductual. La base de timina, en cambio, nada señaliza a aquella contraparte de adenina, sino que se produce entre ellas un acoplamiento por puras razones químicas. Por consiguiente, restamos aquí de nuestra concepción del proceso semiótico el empalme de bases nitrogenadas y otros casos semejantes con estímulos-contacto (aún si esta decisión choca de frente con los postulados de la biosemiótica: Barbieri, 2007, 2008; Favereau; 2007; Hoffmeyer, 2010; Sebeok, 1994[13]).

Por lo demás, la diferencia entre fenómenos mediados por señales y fenómenos de puras relaciones físicas puede plantearse en estos términos: para todos los casos de estimulación-respuesta puede hablarse de señales, no así para los casos de estimulación-reacción. Una respuesta está montada sobre una instrucción del terminal que capta información del medio, mientras que la reacción surge de algún contacto meramente físico con el factor-estímulo (timina y adenina reaccionan al encontrarse, generándose un enlace). Las reacciones constituyen solamente relación de fuerzas, como cuando la piedra goteada acaba, por desgaste, perforada, o como cuando por contacto con un filo se produce un corte a flor de piel (procesos físicos entre dos cuerpos sin ninguna información mediante). Si el receptor de cierta conducción eléctrica no se encontrara en condiciones para procesarla, seguiría impertérrito en presencia del estímulo; nadie concibe, sin embargo, que la piedra pueda proseguir indemne a los efectos del goteo constante, o que en la célula el codón mostrara indiferencia hacia el anticodón. La fuerza física y la reacción química son automáticas, sin instrucción (biológica o artificial): allí el estímulo y el consecuente proceso activado, el elemento agente y el paciente se confunden en la sucesión. Por el contrario, la señal es un estímulo en sí mismo ajeno al proceso que ella genera: supone en el polo receptor un reconocimiento y una forma de respuesta. La alborada, en tanto que señal, está por fuera del recogimiento de las criaturas nocturnas.

La señal, con todo, no está todavía al nivel del signo. En el rubro informático, los bits y bytes (combinación de bits) transmiten de modo encriptado un mensaje que desconocen. Todo el mensaje es sólo un quantum y, por consiguiente, en su nivel más despojado la señal supone coincidencia entre soporte y contenido (si acaso hay contenido: en ese quantum no existe una división entre los planos formal y semántico). En la naturaleza hay testimonio del mismo fenómeno. El sol naciente que reenvía al murciélago a su cueva no puede quebrarse en un significado y un significante. En ambos casos se puede apreciar que estas categorías se usan impropiamente en el nivel de la señal.

En su versión más simple, la señal se encuentra desprovista de significado (aunque genere una respuesta) y no refiere por sí misma a nada. Es un dato in-significante. El circuito electrónico de la computadora funciona por medio de señales, pero en ellas no existe ni referente ni significado. El pulso eléctrico que activa el hardware es tan sólo un flujo que ha sido disciplinado para que cada uno de sus nodos permita pasar, modificado, un monto de energía. Tampoco en la sinapsis cabe hablar de transmisión si por ella se entiende que algún contenido pase de un lugar a otro tal y como, en el lenguaje, una proposición (acepción lógica) perdura inalterada en el pasaje de la voz activa a la pasiva, o en la traducción de uno a otro idioma. Mientras que aquí algo se convierte a diferentes formas exteriores (la formulación verbal de cada caso), en el proceso de sinapsis la neurona α registra una alteración electroquímica inductora de otros cambios semejantes y complementarios en otras neuronas β, γ, δ con las que está vinculada. Si se decide hablar de ‘transmisión’, indiferentemente, cuando un contenido (un pensamiento, una proposición) pasa de un emisor a un receptor, pero también cuando se activa una cadena de reacciones disparadas por una estimulación, tomando ‘transmisión’ en el sentido de un contagio (así decimos que los virus se transmiten), se evanesce el límite de los conceptos que interesan. En consecuencia, reservamos ‘transmisión’ para el curso de los procesos activados por una señal que no implican semántica.

La transmisión de información en soportes biológicos o inanimados recurre a sistemas que ordenan señales generando conversiones input/ouput para toda la cadena de eslabones de un circuito. Los receptores de señales no son simples receptores sino más bien transductores, y la suma de las transducciones elabora el producto final, la información tal como existe en el punto de arribo. Estos sistemas, en cuanto no escapan del plano formal, no constituyen ‘código’ si se asume por tal un ciframiento interpretable (apareamiento de significantes y significados). Umberto Eco ha propuesto discriminar entre códigos asemánticos (S-códigos o códigos-sistema, pero quizá mejor sub-códigos, dentro de los que cuenta el fonológico, el genético, el de parentesco, etc.), y los que entiende son los códigos stricto sensu, donde se encuentra el signo y no meras correspondencias entre estímulo y respuesta. “Un proceso de comunicación en el que no exista un código, y por consiguiente en el que no exista significación, queda reducido a un proceso de estímulo-respuesta” (Eco, 1973/1994, p. 22; en nuestra exposición, estímulo-reacción). Si la correlatividad entre señales y respuestas en los S-códigos cumple función de emparejar o de aparear unas con otras en un plano horizontal, plano de la continuidad o flujo (iterativamente entradas y salidas de los nodos de un circuito), la correspondencia en cambio de los códigos en un sentido pleno (los sistemas sígnicos) puede mejor representarse sobre un plano vertical, sin flujo, estable, donde por cada elemento en la columna del significante hay una asignación en la de los significados. Diremos pues que existe propiamente hablando código cuando los elementos del mensaje permiten la traducción del vehículo o soporte a lo que significa[14].

En los S-códigos, cada uno de los nodos en una cadena por la que se mueve información sigue un patrón de estímulo-respuesta. No hay en su recorrido un sólo signo, algo sobre lo que pueda afirmarse que esté en lugar de (recuerdo aquí la cita de san Agustín). Por eso, para la computadora no hay sino un subcódigo encerrado en una codificación mayor hecha en los signos de las lenguas naturales. No habría manera, por lo tanto, de ubicarse por sobre los códigos semánticos elementales: todo otro código en sentido estricto se agota invariablemente en ellos (los sistemas axiomáticos formales, de ejemplar potencia desambiguadora, requieren de un diccionario que permita decodificar qué representan sus variables y, por consiguiente, un nivel de lenguaje superior desde el que ejercitar la desambiguación). Todos los códigos en un sentido pleno son semánticos, y los demás son siempre servomecanismos que operan si y sólo si existe detrás, como soporte, un código-matriz.

Una señal, entendida como fenómeno capaz de generar una respuesta (sin ser, como tal, semántica, y por ende sin que pueda desdoblársela en dos componentes de significante y de significado), no reúne condiciones para hablar de código en sentido pleno. Para cuidar la diferencia, resulta adecuado distinguir entre la información cifrada y la codificada. El código es interpretable, el ciframiento corresponde a los sistemas que, sub-significativos, nada más operacionalizan las señales insignificantes, convirtiéndolas a otras señales o induciendo algún comportamiento natural o artificial. De esta manera, hay transmisión sin signos, soportada meramente por señales. Y conviene efectuar esta importante aclaración: la transmisión supone un acto de emisión o envío de datos entre terminales, lo que excluye casos donde hay señalización sin verdadera transmisión (por carecer de un emisor). Es apropiado, entonces, reemplazar la denominación de transmisión por la más comprensiva de circulación de información, que abarca por igual la transmisión y aquellos casos en los que el proceso es de carácter sólo detectivo. Si un predador puede identificar el olor de su presa, o si un panel solar recibe rayos que convertirá –con instrucciones pertinentes– en otra distinta forma de energía, allí hay sistemas operacionales sin agente de emisión semiótica: la información está en el medio físico, allí fuera, sin designio de alcanzar a ningún terminal. Se trata, pues, de abarcar los sistemas de emisores-receptores en conjunto con aquellos otros desprovistos de emisor. Un termostato, ingenio susceptible de monitorear los cambios de temperatura circundantes, no es al cabo más que un aparato con reactividad o sensibilidad para captar ciertos estímulos con los que puede o debe compulsivamente funcionar.

En el siguiente ejemplo se puede apreciar la diferencia entre S-código y código pleno:

En las cucarachas el reconocimiento del mensaje químico tiene lugar en diferentes niveles del sistema nervioso, según se realice en la vía olfativa general (primer caso) o en la vía de las feromonas (segundo caso). La detección de la señal olfativa parte de las neuronas sensoriales de la antena. A continuación, esta información periférica -borrosa- es integrada y amplificada: las ciento cincuenta mil neuronas de la antena convergen en las mil neuronas ipsilaterales del deuterocerebro (…). Pero, además, como cada señal es transportada a lo largo de una vía independiente, esta convergencia hace factible la identificación de mezclas feromonales. El paso siguiente, aún dentro del deuterocerebro, es el afinamiento de los contornos de la imagen central merced a las inhibiciones laterales de las interneuronas a la autoinhibición que mantiene estable el mensaje a pesar de las variaciones en la intensidad de entrada. Finalmente, interviene el protocerebro, sede de la memoria, donde la información ingresada se compara y se asimila a la recibida en otros momentos de la vida del animal.
Entre cada dos estaciones sucesivas de procesamiento y el hecho ambiental se puede pensar que ocurre una semiosis (Riba, 1990, p. 231).

La idea de semiosis describe adecuadamente la totalidad del proceso mediante el cual una señal activa una respuesta de la cucaracha, pero no refleja cada etapa independiente en la tramitación del impulso nervioso, lo que parece más bien sólo un fenómeno de conductividad. Las neuronas de la cucaracha remiten ‘hacia adelante’ aquello que han captado las antenas sin que medie una S-codificación entre los eslabones. Esto se acerca más a una metamorfosis de la información, de la clase que ocurre entre las conversiones a las cuales está sometido el flujo eléctrico en el microchip. Los S-códigos tramitan una cuota de energía-materia, pero su no significación sugiere que sean marginados del campo semiótico en el sentido más propio. La biosemiótica defiende una postura opuesta, pero los S-códigos, si la semiosis se articula en torno de la idea de signo, según parece lo razonable, no pueden ser admitidos sin que aquella se encuentre afectada irremediablemente en su concepto. Según este parámetro, la información no es parte del mundo semiótico; le corresponde, en cualquier caso, el estrato de s-semiosis, sub-semiosis, de acuerdo con un sustrato de S-código asemántico.

No basta, sin embargo, con la semantización de la señal para que ocurra un hecho significativo como tal. En el famoso experimento de Pavlov (1927), entre el sonido de la campanilla y la comida es inducido un vínculo de asociación (el suministro repetido de sonido y alimento ha generado que el primero por sí solo active la salivación). Pero la asociación de campanilla y alimento no es bastante para hablar de codificación, porque un segundo perro ajeno a la experiencia no manejará aquel nexo inter-estimular establecido por el primer perro. Esta señal sonora, por lo tanto, aunque conduce cognitivamente más allá de sí y no es por lo tanto un mero estímulo, carece de convencionalidad (Eco, 1973, 1976), de la pauta común por la que un signo conduce al mismo significado en dos intérpretes distintos. La asociación del perro de Pavlov es simplemente un nexo establecido por ese particular espécimen, nexo comida-campanilla que resulta de sus experiencias dentro del laboratorio, pero no se ha forjado un signo ya que no hay en absoluto signo/lenguaje privado (Wittgenstein, 1953). La asociación puede apoyarse en distintos factores: semejanza, hábito, gusto, la causalidad o la experiencia personal; puede también llegar a establecer una inferencia, si se tratara de proposiciones. Únicamente si la asociación es compartida se habrá dado el paso desde la señal al signo, con saldo de que entonces exista un significado propiamente dicho, esto es, convencionalidad interindividual. Si el lazo asociativo se da para dos (o más) sujetos, tenemos un código en sentido pleno, significativo y compartido. Mientras que el proceso significativo es un hecho potencialmente compartido, la asociación mental es caprichosa y está limitada por el reservorio de registros mnémicos de cada quien, por los inacotables vericuetos subjetivos; la inferencia, por su parte, induce, abduce o bien deduce de una representación mental otra distinta como conclusión. Ninguna de estas dos formas del enlace es tomada por signo en la investigación presente.

Conforme con lo anterior, las asociaciones del estímulo-señal pueden llevar al signo, pero también derivar en otras formas cognitivo-comportamentales que implican destinos muy diversos. La Figura 1 ilustra estas alternativas.

Figura 1. Las derivaciones del estímulo-señal

Sintetizando, en la física inerte los estímulos fuerzan reacciones incoercibles; la señal, por el contrario, implica una elaboración a cargo de los receptores que, según un S-código, captan información. La diferencia es, pues, que si toda señal activa un proceso determinado, su función generatriz no corresponde a un mero pujo físico, no se reduce al intercambio de un juego de fuerzas. Pero el circuito entre el estímulo-señal y el receptor no es todavía de tipo significativo: el receptor llevaría a cabo, si fuera también un remitente, una retransmisión de la señal sin que hubiera por medio significación. Por ello es que hemos distinguido que la transmisión está cifrada pero no codificada (en un sentido conveniente: pleno), porque el código se entiende como un sistema semántico. La Figura 2 resume el recorrido hasta aquí.

Figura 2. Los procesos naturales básicos y los procesos de circulación de información

fig2cap1

2.2. Significación

La significación implica por principio el signo, una unidad-señal que está de alguna forma en lugar de otra cosa. Aunque en su realidad empírica los signos se actualizan como comunicación, como ejercicios portadores de significado entre emisor y receptor, podemos preverles una idealidad trascendental, muy à la Kant, una existencia antes de usarlo en una interacción. De hecho, es la forma en que debe entenderse la definición de Peirce que hemos citado (supra sección 1): “para alguien” corresponde a un eventual intérprete del vínculo representamen, objeto e interpretante. No cabe confundir que el signo sea en principio para un receptor con el caso concreto de que un contenido haya sido vertido al signo para la interpretación del receptor. Esta segunda condición (signo emitido para la decodificación de un receptor) será lo que permita distinguir la significación del acto comunicativo (infra sección 2.3.). Mientras que el signo se puede ilustrar mediante el remanido caso del humo que significa /fuego/, o de la huella dejada por Viernes en la playa inhóspita (signo de un alter ego para Robinson, quien ya no está absolutamente solo), la comunicación implica colocar en signos un mensaje dirigido a un receptor. Hay signos (código semántico) sin voluntad de expresar nada a nadie. El signo compromete simplemente con una interpretabilidad, no con la intencionalidad de usarlo.

Esta interpretabilidad supone que los signos poseen dos niveles distinguibles: el significante y el significado. Si bien ambos términos fueron pensados por Saussure, como hemos visto, en torno de la lengua y del signo lingüístico, se han difundido por fuera de aquellos límites originales sin perjuicio de lo que conceptualmente implican. El significante es una representación de forma a la que corresponde un contenido, éste también representacional (llamado por Saussure ´concepto’ –aunque seguramente no haya presupuesto que el significado es siempre conceptual en un sentido riguroso–). La correspondencia entre ambas partes constituye la convencionalidad del signo, según Eco (1973, 1976)[15].

Sólo cuando se tiene opción para codificar y decodificar un sistema semántico de relaciones de significados y significantes, cuando media interpretabilidad, se está en presencia de fenómenos de significación en un sentido propio. Searle (1989) sugirió la idea de un individuo que, encerrado en una habitación, recibe información en chino y debe proceder, sin saber chino, a enviar otros mensajes con el solo auxilio de un catálogo exhaustivo de correspondencias: para cada símbolo ingresado cuenta con una unidad correlativa de salida. Pero esa manipulación, indica Searle, no es como comprender el chino. Administrar los símbolos de un modo conveniente no implica entender su contenido. El sujeto en cuestión se halla cautivo dentro los márgenes de un S-código.

De las estimaciones anteriores puede establecerse que es inapropiado hablar de significación en instancias biológicas de jerarquía menor a la organización individual (sistemas, órganos o células, donde no hay contenido que pase reconvertido al otro lado de cierta membrana). Cuando la hipófisis secreta sus hormonas se encuentra cumpliendo con una dinámica y un equilibrio ajeno a toda convención y no podría no secretar la prolactina o la tirotropina. Riba (1990), quien asume como un proceso semiótico la conductividad electroquímica entre las neuronas de la cucaracha, reconoce sin embargo que la comunicación tiene lugar, como fenómeno de otro nivel, entre individuos, opinión que compartimos y que se inscribe perfectamente en la cartografía que estamos delineando. La Figura 3 ilustra el recorrido teórico hasta este momento.

Figura 3. Los procesos naturales básicos de circulación de información y de significación

fig 3 cap1

2.3. Comunicación

Recuperando la definición que ya hemos mencionado de Rivière, se entiende ‘comunicación’ como el tipo de interacción donde los signos están al servicio de una intencionalidad-propósito que es, para este contexto, transmitir al otro un contenido, el cual existe por su parte como intencionalidad de primer orden, brentaneana (por la que los entes psíquicos se encuentran vinculados con entes pre-intencionales). La apelación a otros sujetos, como intermediarios entre lo que se desea o se necesita y el objeto que satisfaría tales carencias, implica una previa comprensión del otro como alguien capaz de traducir de nuevo la unidad o la cadena de significantes a significados (lo deseado o lo necesitado). La comunicación, por ende, es un proceso vectorial: quiere alcanzar al otro y su recurso consiste en la mediación de signos.

Se exige como pauta a los fenómenos de comunicación que ésta tenga lugar en el nivel biológico del individuo. Pero si hay comunicación sólo a nivel del individuo, no es menos destacable que la pauta del nivel vital individual no implica, en cualquier individuo, que posea la facultad para comunicar. Por el contrario, la gran mayoría de las especies animales se encuentra relacionada por señales, no por signos, y ello las pone al margen de lo que serían actos de comunicación genuinos, desde la definición y perspectiva que hemos adoptado, ya que no habría, siquiera en sus interacciones, significación.

Así pues, la comunicación es la utilización de signos destinados a ser recibidos por un semejante (sin saltear la aclaración de que también existe comunicación en donde el receptor no es obligadamente un semejante: humano → perro). No obstante, si la comunicación va en pos del otro, la idea misma de comunicar pierde sentido si se aplica a un emisor y a un receptor que coincidieran sobre una misma persona. En el habla egocéntrica los signos están al servicio de facilitar las ilaciones del sujeto y son, antes que nada, un artificio cognitivo (el lenguaje interiorizado asiste a la organización categorial-inferencial del pensamiento, a la resolución de problemas y al aprendizaje –para el particular caso del gesto, Goldin-Meadow, 2006; Wagner Cook & Goldin-Meadow, 2006–). Por este motivo, parece apropiado sumar a aquellas características del hecho comunicativo la particularidad de que el signo está en él utilizado para otro individuo, marginando los ejemplos de uso sígnico autodirigido. La comunicación nace de la intención y acaba, al otro extremo, cuando el contenido del mensaje ha sido decodificado. En consecuencia, es un acto social.

En el final de nuestro recorrido, la definición de comunicación, el objetivo empírico de esta investigación (acotado a determinada etapa ontogenética) congrega cinco propiedades decisivas: las incluidas en el concepto de comunicación aquí adoptado de Rivière (comportamiento intencional, intencionado y tramitado en signos), la exigencia de que se produzca en el nivel biológico del individuo (Riba, 1990) y la de que sólo comprenda actos de significación sociales y no personales o sub-personales (intrapsíquicos). Esta enumeración puede engañar respecto a ciertas aparentes redundancias que parten de remisiones entre algunos rasgos y otros. La cuarta se enfrenta a las aspiraciones demasiado abarcativas de la biosemiótica (procesos de activación electroquímicos en el nivel de las puras reacciones físicas). La condición social remite indiscutiblemente al individuo, pero pretende destacar que la intención-propósito involucra al otro, que la operación de significación fue realizada para un receptor. El quinto rasgo desvincula el hecho comunicativo de fenómenos de la vida mental y conductual que atañen fundamentalmente a procesos de cognición. Esta particularidad podría insinuar cierto solapamiento entre el concepto de individuo y el de intencionalidad, ya que éste se encuentra en principio en el seno de aquél, como se aprecia en que los actos comunicativos sean siempre de corte intencional y, seguido inmediatamente, de un sujeto. Pero no hay sin embargo coextensividad entre las dos nociones, porque no existe una intención-propósito en todo individuo. Hay individuo tanto en las especies unicelulares como en los primates mal llamados superiores; la intención-propósito (que requiere de planificación) sólo se da en los organismos pluricelulares de organización compleja. Bastaría entonces, aparentemente, con decir que el hecho comunicativo requiere de intencionalidad-propósito para entender que hablamos de individuos y de ciertos individuos, pero en realidad la idea de esta explicitación responde al objetivo de enfrentar las pretensiones desmedidas que la biosemiótica lleva hasta el interior del ADN.

Junto con ello hay que indicar que el célebre primer axioma (¿por qué axioma?) de Watzlawick, Bavelas y Jackson (1967), por el cual es imposible no comunicar, debe ser revisado. Es imposible no interpretar signos (serán tales a partir de una interpretación), pero ni hallamos signos necesariamente ni los signos bastan para hablar de comunicación. Hay en el hombre, sin lugar a dudas, una determinada inercia de interpretación, una moción a dar sentido a los hechos del mundo como una estrategia elemental de coordinarse con su medio, que es medio social, pero ello es menos que afirmar que toda manifestación de la conducta humana comunica. Como han planteado bien De Vega y Cuetos,

La intención comunicativa (…) requiere una teoría de la mente, es decir, aquella capacidad que nos permite valorar los estados mentales propios y los de nuestros interlocutores (v. gr. Rivière, 1991). Sólo hay verdadera comunicación si calibramos adecuadamente lo que saben o ignoran nuestros interlocutores (De Vega & Cuetos, 1999, p. 19, itálicas agregadas).

Una inferencia personal hecha sobre un comportamiento de otro no se entiende como comunicación (y ni siquiera como significación, pues ha sido tan sólo personal). En la acepción de Paul Watzlawick y sus colaboradores, la noción de comunicación no ha sido sometida a examen detallado y cualquier forma de inducción asociativa idiosincrática vale al mismo nivel que los procesos sígnicos convencionalizados. Este tipo de confusión es lo que en este desarrollo se ha querido muy precisamente subsanar, proporcionando clases bien delimitadas de fenómenos anexos pero diferentes: la circulación de información, la significación y finalmente, aquí, la comunicación (Figura 4).

Figura 4. Los procesos naturales básicos de circulación de información, de significación y de comunicación

fig4cap1

Este capítulo ha proporcionado límites a las categorías fundamentales del hecho semiótico y, al interior de este conjunto, de los hechos comunicativos, esenciales a la condición humana. La señal es el concepto que se halla en la base de nuestra propuesta de organización. Es un estímulo a distancia, que no participa del procesamiento informativo que ha servido a desencadenar. Si la señal se carga de semántica convencional, esto es, tiene un significado compartido, se ha disociado en dos mitades, soporte y objeto o contenido, y habrá devenido por este expediente en signo. Si este signo se emplea para afectar a un segundo individuo con la habilidad de interpretarlo, el signo se habrá convertido en la unidad de un hecho comunicativo. Sobre la aparición ontogenética de los signos intencionados sive comunicativos tratará a continuación el capítulo 2.


  1. En el texto se habla de ‘semiótica’ y de ‘procesos semióticos’ por una parte, y a la vez, por otra, de ‘semiología’. Sería más apropiado el atenerse a una de las variantes, porque consabidamente representan concepciones disonantes, en alcance y tratamiento, de los hechos relativos a la significación (tradición peirceana y saussureana, de manera respectiva). La inconsecuencia se explica en función de que si bien el abordaje y aun el objetivo de nuestra investigación haría más indicado emplear ‘semiótica’ y todo su elenco de palabras, sucede que en paralelo, en nuestro medio, el estudioso de los signos se llama, por lo común, ‘semiólogo’, y su asignatura suele ser denominada, en diferentes universidades, ‘Semiología’ (porque la lingüística y semiología francesas, con fuente en Saussure, han perfilado muy intensamente el medio intelectual local). Con tal motivo es que se emplean palabras de ambas extracciones, hecha la salvedad de que el espíritu y el interés del texto están bajo el amparo de la más amplia ‘semiótica’, la disciplina de los signos en su máxima extensión.
  2. Las menciones de palabra (en el sentido en el que la filosofía analítica marca las diferencias entre uso y mención) se escriben con comillas simples (‘agua’), las prolaciones efectivas llevan entrecomillado doble (“agua”), y el contenido semántico y/o intencional de una expresión se indica entre dos barras inclinadas (/agua/). Cuando aparecen corchetes […], se trata de aclaraciones efectuadas dentro de un paréntesis (… […]) o de alguna inserción, también aclaratoria, en las citas de autoridad. En las verbalizaciones se utiliza el guión bajo (_) para señalar un fonema faltante de la producción efectiva (ej.: “e_to” /esto/, “pe_o” /perro/) y el guión medio (–) para destacar la falta de todo un segmento de palabra (más de un fonema) y para conectar dos o más unidades en una amalgama (“e_to–no”/esto no/).
  3. Se cita a Peirce siguiendo el modo usual: el número inicial marca el volumen de los Collected Papers (Peirce, 1931-1935; 1958) y los que siguen al punto corresponden al parágrafo. Así, 2.228 remite al volumen 2 parágrafo 228.
  4. “Signum (…) est enim res, praeter speciem quam ingerit sensibus, aliud aliquid ex se faciens in cogitationem venire” (De doctrina christiana, libro II, cap. 1, parágrafo.1, Corpus Christianorum, Josef Martin (Ed.), Series Latina, XXXII, Turnhout: Brepols, 1962).
  5. Por deíctico verbal se entiende el elemento sígnico que, sin nombrar, muestra el anclaje contextual del acto enunciativo: cómo se distribuyen entre los agentes comunicativos (emisor y receptor) las formas de pronominalización (‘yo’, ‘tú’, etc.: mío, tuyo, etc., las localizaciones ‘aquí’ y ‘allí’, los tiempos ‘ahora’ o ‘después’. Como su significado extensional (referencial) varía en cada contexto, se los ha denominado en inglés shifters (=conmutadores – Jespersen, 1922; Jakobson, 1956).
  6. Las citas del Curso de lingüística general de Saussure responden, primeramente, a la paginación de la edición crítica editada por De Mauro; luego, si es necesario, a la de la edición en español de A. Alonso, cuya traducción tomamos.
  7. Los dos planos del significado y del significante corresponden a lo que Saussure persigue: separar la lengua del lenguaje y convertirla en el objeto de una disciplina libre del influjo o de la dominancia de otras. Peirce, en cambio, toma el hecho sémico en su completud, más allá de la lengua. Así, la significación peirceana está considerada desde un ángulo más amplio y, podemos decir, de corte más funcionalista (en el sentido psicológico): los signos como artículos que no son sin el mundo.
  8. En todo el texto se asume ‘articulación’ como disposición seriada de elementos de la lengua en la cadena de habla y no, como en Saussure, en calidad de mecanismo de contrastes que sostiene la estructura de la lengua como tal.
  9. Piaget afirma, simultáneamente, que la aparición del signo “se produce durante el segundo año, con el comienzo del lenguaje, y sin duda en sincronismo con la constitución del símbolo” (1936, p. 170), pero también, como hemos señalado, que los símbolos son condición del signo, lo que deja entender que deben darse en alguna medida por anticipado. Esta aparente oscilación en los escritos de Piaget encontró una definición cuando Werner y Kaplan (1963) recogieron evidencia en favor de una progresión desde los símbolos hacia los signos arbitrarios operada por ‘distanciamiento’ entre el significante y el significado. No obstante, Namy, Campbell y Tomasello, (2004) objetan la prioridad de los signos icónicos sobre los arbitrarios.
  10. “La intersubjetividad primaria (…) no implica una discriminación yo-tú; ella puede entenderse, más bien, como un primitivo e indiferenciado ‘nosotros’“ (Español, 2004, p. 22).
  11. Recogemos la designación de teoría de la mente en un sentido lato y debido a la fuerza que este rótulo ha cobrado con el transcurrir del tiempo. Su utilización no debe sugerir que aquí se entienda la idea de teoría en sentido riguroso, ni la idea de mente en su acepción estándar siguiendo el modelo de una mente humana (Gómez, 2005).
  12. Ocurre entonces como en la humorada donde un perro moscovita refiere a su compañero la manera más sencilla de obtener comida: basta, simplemente, con darse una vuelta por el Instituto Pavlov y babear un rato para que, enseguida, algún científico condicionado por esa salivación aporte el alimento (citado por Eco, 1976).
  13. La tentación de homologar la información y señalización con cualquier tipo de fenómenos biológicos es grande. Eder y Rembold apuntan que, en biología, “El enfoque molecular se ha considerado a menudo como una especie de llave universal para entender los fenómenos esenciales de la vida”, postulando que este enfoque es limitado “teniendo en cuenta que las señales parecen impregnar toda la biología” y destacando que la biosemiótica supone un paradigma más integrador (Eder & Rembold, 1997, p. 13). La misma abarca, por ejemplo, “las interacciones puramente moleculares de la protosemiótica, las señales de bioquímica celular (…)” (Eder & Rembold, 1997, p. 13). Hoffmeyer destaca que “una forma radical de la actividad interpretativa está ya involucrada en el nivel básico del proceso vital donde las especificaciones contenidas en el código genético de la molécula de ADN resultan ‘transcriptas’, ‘traducidas’, ‘leídas’ o ‘usadas’” (comillas del original – Hoffmeyer, 2010, p. 373). Aquí es donde parecería prudente detener la igualación. Si una base nitrogenada se topa con otra apta para el acoplamiento, eso no señaliza nada para que se inicie allí la consabida reduplicación: se trata, muy simplemente, de un encuentro-reconocimiento (pero incluso hablar de ‘reconocimiento’ es una concesión; solo hay contacto y reacción química). No nos concierne hilar más fino en este punto, pero el confinamiento de la biología dentro de la semiótica auspicia el apareamiento de hechos sensiblemente diversos, con el riesgo de concomitantes errores de apreciación. Para una concepción afín, Eco (1990).
  14. Al destacar que la correspondencia implica una estabilidad no está comprometida la obvia y consabida mutabilidad del signo (no sólo lingüístico).
  15. No es el lugar para abrir un debate acerca de si hay convención estrictamente hablando en el nivel del S-código (correlaciones asemánticas) y en los procesos de circulación de información en la naturaleza. La convención bien entendida sugiere la posibilidad de que aquellos que la han forjado o la sostienen puedan eventualmente alterarla. Los sistemas meramente transmisivos parten de una instrucción previa (biológica, informática), que no ha sido nunca convenida por las partes del sistema de emisión y recepción. La biología ha dispuesto evolutivamente la forma de que se conecte el organismo con su medio natural, pero no existe allí un convenio entre las partes, las cuales jamás se han avenido a un tráfico de información de un tipo u otro. Del lado de los programas computacionales, nada más son un caso de instrucción que procede de los programadores. Por el contrario, en el convenio preverbal entre el niño pequeño y el adulto, las pautas del intercambio surgen de elaboraciones nacidas in situ (Dissanayake, 2000, 2001). La observación revela que existe entre el niño y el adulto un grado tácito y variable de común aceptación del modo de significar del otro. Aunque la situación no sea simétrica, porque el adulto va al entendimiento del bebé desde el lenguaje y el bebé debe moverse hacia el lenguaje, ambos deben hallar el tono de sus intercambios en pos de maximizar la comprensión recíproca. La convención implica en cierto modo siempre un pacto interindividual, lo que jaquea las pretensiones de situar el rasgo de convencionalidad en la gran mayoría de las interacciones de tipo fitozoológicas, pues los imperativos naturales/de instrucción artificial han sido ya suministrados (y a falta de cierto margen de reevaluación no pueden ser redefinidos). Todo convenio es el producto de un hacer conjunto que puede implicar aprendizaje de una o las dos partes y que admite, siempre, alguna libertad para acordar, para cumplir con el acuerdo, para hacerlo de una forma u otra, o para lisa y llanamente desecharlo. Ello podría objetarse desde la proposición, tan repetida, de que la lengua se impone socialmente al individuo (Saussure, 1916). Sin embargo, si se impone de esta forma es porque no nos viene dada entre los mandamientos prenatales y el niño es introducido a convenciones que de cierta forma quiere (porque quiere, por detrás, la comunicación). El bebé se aviene a la lengua del entorno. Si también puede decirse que no tiene otra salida, en ese ingreso al código conviene con los otros una opción de entendimiento que, de parte del adulto, exige una obligada y comprensiva aceptación de las medias palabras y la bastardía de ese primer lenguaje en desarrollo. Verbi gratia, la dicción “–ita” se comprende como /galletita/ sólo con la buena voluntad del interlocutor-hablante competente, que acepta entender del niño, de manera provisoria, que esa voz designa un objeto determinado comestible con características x-y-z. Se ve entonces cómo una pragmática de relaciones campea en la más tierna infancia con más fuerza incluso que la de la institución social más vasta y más corporativa, la lengua materna.


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