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El zombi es un ser multiusos

The Walking Dead.

Sabrina Duque

Un zombi es un cadáver viviente, algo que alguna vez fue humano pero que ahora no se conmueve, no razona, no vive y no tiene más identidad que la de su horda. Un zombi es una metáfora de los miedos. Sus historias nos remiten a escenarios post apocalípticos -¿calentamiento global, guerra nuclear?-, nos aterran con enemigos que aparecen de la nada, nos hablan de pérdida de identidad, del riesgo de que algún experimento salga mal y nos estremecen al pensar que el virus zombi puede expandirse como cualquier otro virus de nuestro tiempo. 

Y si nos asustan de tantas formas, ¿por qué gustan tanto? Hay películas, libros, videoclips y juegos basados en esos seres que salieron de la cultura popular haitiana para ser reinventados por el director de cine George Romero. Las reglas de Romero sobre el mundo zombi se usan hasta hoy: un zombi es un muerto vuelto a la vida, loco por alimentarse de carne humana, que infecta a quien muerde y sólo muere cuando le disparan a la cabeza.

Cuando George Romero estrenó La noche de los muertos vivientes, en Estados Unidos se vivían tiempos de incertidumbre. Era 1968 y el país atravesaba los horrores de la guerra de Vietnam y el asesinato de Martin Luther King Jr. Los muertos vivientes de Romero no eran aquellos zombis de Haití, personas que eran drogadas en rituales de vudú y cuya voluntad se controlaba a través de las sustancias que les entraban en el cuerpo. Los zombis de Romero eran carne de Hollywood y metáfora del apocalipsis. Hoy, del videojuego Plants vs. Zombies hasta la serie The Walking Dead, el mundo aún tiene miedo: al calentamiento global, a las masas enfurecidas cual zombis que agreden por redes sociales y a liderazgos extremos.

Hasta hoy, un zombi nos recuerda, mientras miramos la pantalla y comemos palomitas, que a nuestras peores pesadillas les cuesta mucho morir. Pero mirarlos también es gratificante, porque son fábulas de mundos simples que vemos mientras, a nuestro alrededor, el planeta cada vez se vuelve más complicado. Ver una película clásica de zombis es asomarse a un lugar simple, sin zonas grises. Un mundo donde los malos son los muertos vivientes y los buenos… ¡bueno, son los vivos! Un espacio donde desear la destrucción de otro está bien visto y donde se puede ser agresivo: hay que matar al zombi, al final, ya no es una persona. Asesinato sin culpa. Un filme de zombis también puede avergonzarnos cuando los comparamos con nosotros mismos, cuando formamos parte de una masa que apoya ciegamente a un político o que entra casi a empujones a una tienda con descuentos. Una historia de zombis también es lo más parecido al fin del mundo, ese terror compartido. 

El zombi es una metáfora multiusos. La idiotez política, el consumismo, la masa no pensante, la proliferación de una epidemia… y esa metáfora se convirtió en una herramienta para el Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades de Estados Unidos hace siete años, cuando publicó una novela gráfica de 34 páginas sobre una invasión zombi. A lo largo de la historia, el protagonista toma las decisiones correctas que lo ayudan a sobrevivir. En el camino, ve caer a los imprudentes y a los descuidados. La última página de la novela gráfica tiene una lista con todo lo necesario para sobrevivir cuando en el cementerio más cercano los muertos vivientes salgan de sus tumbas y lleguen hasta nuestras casas. Pero al leerla con cuidado, el truco aparece: la lista nos sirve en caso de terremotos, huracanes y epidemias virales. 

El mismo año en que la novela gráfica fue publicada, en Maine hicieron el simulacro de una invasión de muertos vivos. Era verano y en el Centro de Recursos regionales del Noreste de Maine imaginaron qué sucedería si una pandemia llegaba a la ciudad, a quién le tocaría responder, cuál sería el procedimiento y de dónde sacarían los recursos para sobrevivir. ¿Qué hacer si el antídoto se les acababa? Lo llamaron ‘Apocalipsis Zombi’ y fue un ejercicio a lo largo del día, durante el cual los hospitales y las agencias encargadas de las emergencias, los militares y los radio operadores aficionados y el Centro de Control y Prevención de Enfermedades local ensayaron las respuestas a una infección global, una pandemia zombi que, mordisco a mordisco, se estaba tomando el mundo. 

Los zombis llevaban etiquetas con sus nombres en la camisa. Si no recibían un antídoto, pasaban a un grado más avanzado -con maquillaje incluido- hasta terminar de convertirse en muertos vivos, bañados en sangre falsa y con apliques de cera para fingir pedazos de piel a punto de caer. 

La epidemia zombi fue planificada para el caos. Los líderes designados enfrentaron -sin saberlo de antemano- robo de antídotos e infecciones zombis entre los suyos. 

Es posible que hoy encuentren zombis en el metro o en una plaza. Pero no será para un ejercicio que pondrá a prueba a las autoridades sanitarias del país. Hoy, 4 de febrero, es el Día del Orgullo Zombi, que muchos fanáticos del género aprovechan para arrastrar los pies por las calles de su ciudad, cubiertos de harapos y con un maquillaje hecho para asustar. Un día como hoy nació George Romero, el que redefinió el género, el hombre que quitó de los elegantes vampiros y los atormentados hombres lobos el privilegio del susto, el que nos hizo conocer a monstruos que podemos ver en el espejo. 

 

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