Sus seguidores aseguran que la prueba de su poder era que pudiendo vivir cómodamente de su fortuna como estanciero atendía a los enfermos y hasta les regalaba dinero
ancho Sierra, también conocido como “El Gaucho Santo de Pergamino”, nació en 1831. Sus padres eran don Francisco Sierra y doña Raimunda Ulloa. Fue considerado como un médium de poderes excepcionales. La leyenda cuenta que Pancho Sierra sufrió un desengaño amoroso y, a partir de ese momento, decidió aislarse del resto del mundo. El retiro provocó en él una profunda evolución espiritual, y desde entonces -y hasta su muerte, en 1891- dedicó todo su tiempo a ayudar a los demás, transformándose en una figura de culto a quien recurrían miles de personas. El portal Argentina Misteriosa lo describe como un hombre que vestía habitualmente con ropa de campo: camisa y bombacha gauchesca en el verano, poncho de vicuña en el invierno, y siempre alpargatas y un sombrero de ala ancha. El “médico” del agua fría Con esas humildes ropas, Pancho recibió, durante muchos años, a la gente en su estancia El Porvenir, cerca de la localidad de Pergamino, y allí también se conoció su humildad, ya que nunca cobró un centavo, y en incontables ocasiones era él quien daba dinero a aquellos que realmente lo estaban necesitando. Pancho Sierra escuchaba a quienes llegaban a él, hablaba un poco con cada uno, y les daba el único “remedio” que recetó en su vida: agua, simple agua fría, la que a veces acompañaba con imposición de manos. La fama del “médico del agua fría” creció de una manera impresionante debido a las milagrosas curaciones que lograba. Curaba generalmente con agua magnetizada o por medio de la sugestión; pocas veces lo hacía por imposición de las manos, pues por lo general él ya conocía, desde que el enfermo detenía el coche o carreta en que iba, cuál era su mal. El caso más extraordinario y que más fama le dio, según cuenta el investigador Félix Coluccio en su obra Diccionario de Creencias y Supersticiones”, fue el de un enfermo paralítico. Coluccio transcribe la conversación de Pancho, que desde el corredor de su casa donde estaba tomando mate le gritó al paralítico, como a treinta o a cuarenta metros de distancia: “¡Baje, amigo!”. Quienes llevaban al paciente le contestaron: “Señor, no es posible que lo haga, pues se trata de un tullido de las piernas que hace mucho tiempo no puede valerse de ellas”. Pancho Sierra preguntó “¿A qué lo han traído, pues?” “A que Ud. lo cure”, le contestaron. “Bueno, entonces, si quiere que yo lo cure, que obedezca el enfermo”. Enseguida volvió a gritar: - “Paisano, bájese y venga corriendo”. - “No puedo, señor”. - “Sí, puede, amigo, sí puede. Haga la prueba y verá”. El enfermo comenzó a esforzarse para obedecer y, poco a poco, se vio que movía los pies en tanto Pancho Sierra, siempre con el mate en la mano, sentado en el corredor, lo alentaba diciendo: - “¿No ve, so mañero, como puede..? A ver, haga otro esfuercito...”. Y así, después de un rato, el hombre pudo bajarse del coche sin ayuda y llegar adonde estaba Pancho Sierra. El hombre-milagro Se cuentan por centenares casos como el relatado. Eso explica esta devoción popular. Se le rinde culto en el cementerio de la localidad bonaerense de Salto, donde se ha levantado un mausoleo que guarda sus restos. Allí se congregan verdaderas multitudes. Cada 4 de diciembre, día de su muerte, su mausoleo recibe a muchos seguidores. A más de cien años de su muerte, aún cuenta con adeptos que invocan su memoria ante una situación difícil. En pleno apogeo de su fama, una de sus “pacientes” fue una joven de 27 años de edad que llegó hasta él como última alternativa por un tumor alojado en uno de sus pechos. La mujer se curó. Se llamaba María Salomé Loredo de Zubiza, y se transformaría en discípula predilecta de Pancho Sierra y continuadora de su obra. El país la reconocería luego, en su historia cotidiana, con el nombre que le pusieran afectuosamente sus seguidores: la Madre María.

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