Políptico, de Marcelo Rizzo

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Rizzo, Marcelo Políptico / Marcelo Rizzo. - 1a ed. - La Plata : Malisia, 2017. 266 p. ; 23 x 16 cm. - (Biblioteca de narrativa) ISBN 978-987-3972-51-5

1. Autobiografías. 2. Narrativa Argentina. I. Título. CDD A863 Título Políptico Autor Marcelo Rizzo Editorial

malisiaeditora@gmail.com Diagonal 78 #506 | La Plata Biblioteca de Narrativa

Edición, dirección de arte y diseño Pablo Amadeo pabloamadeogonzalez@gmail.com facebook.com/pablo.amadeogonzalez Imagen de portada Marcelo Rizzo

Primera edición enero de 2018 ISBN: 978-987-3972-51-5 Impreso en Argentina Queda hecho el depósito que establece la ley 11.723


A mis padres: Elsa y Juan Carlos



“Quien creó a ese dios y luego en su desmemoria creyó ser su hijo no se equivocaba. Uno siempre es creado por eso que crea, indefectible… indefinidamente”. Marc Mindaugas


Perdido Un políptico Mediaciones El deseo Primera lección de pesca Ángeles en la familia El equilibrista La nostalgia Jujuy Catecismo El museo y el diablo Luis y Luisito Elementos Segunda Molotov El manual de pesca Parentesco Músicos Insectos Naturalismo El dibujo de Carlitos Nanda El dorado El jardín de las delicias Cifra haploide Transformas I Transformas II Perder la presa Liberaciones La gracia Bateson Don Amador Iluc y las ballenas

13 19 23 29 33 35 43 49 51 55 59 63 71 73 77 81 83 87 95 99 101 107 113 119 123 127 133 137 143 147 151 155


Índice

El gran miedo Pescar y cazar Nanda, el mundo por delante La manifestación y el reencuentro Una chica y una moto Villa Laguna Un panorama Búsqueda y encuentro Días felices El plan Boca cerrada Tilcara Plaza Italia, vista final Devoluciones

163 169 171 175 183 187 191 201 209 221 231 239 249 255



15 Perdido La oscuridad y el insomnio aguzan el oído. Al principio solo escucho ladridos lejanos pero pronto descubro el trajinado andar de la heladera y el rumor de los autos que circulan por el camino Centenario. De a poco se agrega el canto de los zorzales hasta imponerse por completo. La repetición desaforada anula toda su belleza. Giro en la cama buscando una posición para dormir. Intento cuentas regresivas, luego procuro visualizar colores y más tarde paisajes. Nada. El sueño no llega. Mi elenco de fantasmas aprovecha estas noches para retornar; nunca supe dejarlos ir. Resignado espero con ellos la primera luz que los puje a su morada. A las seis de la mañana comienza a clarear. Afortunadamente una andanada de musicales tandas publicitarias y noticias sale despedida por el radio despertador y termina de conjurar al desvelado coro de aves. Anuncian lluvias con fuertes ráfagas de viento. Bajo a la cocina y mientras preparo unos mates miro la puerta del taller; entonces imagino el agua destellando entre los pilotines del muelle de Boca Cerrada. Sin dudar tomo el llavero del Peugeot y arranco rumbo al río. La ruta provincial 19 —que une Villa Elisa con Punta Lara— está destrozada. Conocida antiguamente como camino negro, fue escenario de innumerados crímenes de la dictadura durante los 70. Hoy casi nadie la transita, solo algunos vehículos obsoletos que transportan los fines de semana pescadores y turistas humildes desde las barriadas del sur del conurbano bonaerense. También algunas chatas y carros de cirujas se deshacen de basura en sus banquinas o adentrándose en el monte. Maniobro una y otra vez; es imposible eludir todos los pozos. Instintivamente empujo un cassette acallando los inútiles números del mercado de hacienda con la guitarra sideral de David Gilmour en Resonancias. Pink Floyd me sintoniza con el universo. En el último tramo atravieso la franja de floresta y maleza inhóspita que los naturalistas destacan como la selva ribereña más austral del mundo.


16 El vórtice del tiempo se agiganta conforme me acerco al río. Tengo la garganta anudada y no es debido a las dificultades de la travesía. Cuando la arboleda cede a su punto de fuga en el horizonte, entre el río y el cielo gris, retornan los ecos de lejanas excursiones; el júbilo de los niños que fuimos viendo crecer la luz de la costa. Por fin llego a la orilla del Plata. Giro a la derecha y cruzo el puente sobre el canal paralelo al camino que me trajo, allí detengo mi marcha frente al gran río. Punta Lara conserva su inconfundible aire sulfuroso mezclado con el hedor de peces en putrefacción. Tras el parabrisas el muelle apenas resiste reducido a un esqueleto oxidado con colgajos de hormigón. En último término, una procesión de buques repletos de fetiches tecnológicos aguarda su entrada al puerto de Buenos Aires. A poco de dejar sus containers partirán a ultramar cargados de proteínas e hidratos de carbono. Curiosamente en un país agropecuario este río apesta a contaminación. Si el ensueño revolucionario de los 70 fue aplastado por dementes al servicio del orden cementerial, la democracia siguiente —frágil y algo tonta desde su origen, como buena hija del rigor— terminó siendo funcional a un orden mundial que aceptaba democracias controladas. Los nuevos dirigentes no tendrían necesidad de blandir un arma para atemorizar al gran rebaño, disponer y decidir en beneficio del capitalismo global. El populismo ha marcado a la clase política y al pueblo por años de años. Hoy podría haber signos de otra cosa que no termino de enfocar antes de verla desaparecer. Nunca fui indiferente a la realidad argentina; cuando joven intenté participar en dos oportunidades primero como estudiante y tras los años de plomo con mi precaria o ilusoria antropología. Promediando este 2006 mi mente va en otra dirección, mientras estoy inmerso como cualquiera del rebaño, ciertamente con algunas ventajas que me han costado no pocas renuncias. Hace semanas que no pinto. Un buen pintor emplea claves tonales y cromáticas contrastantes. No es fácil ser consecuente con esto porque la inercia a lo inerte siempre gana alguna partida. Procuro evitar lo monótono, y sospecho de lo monocromo.


17 Dentro de las variadas expresiones de la música la monotonía o lo monocorde pueden llegar a ser significantes. En pintura — que es ciertamente un lenguaje primitivo— lo oscuro se pierde en la oscuridad y lo claro en la claridad. Sin contrastes tampoco hay pintura. Las grandes telas negras del genial Rothko, expresaban la triste clausura de su maravillosa obra. De no ser por el valor de pertenecer a Rothko, no serían más que objetos inertes. Es engañoso para el arte, o solapadamente comercial, poner por delante el aderezo de la fama del artista. Anoche, después de unas horas buscando diferencias interesantes me encontré peor que al principio; confrontado a un empaste inexpresivo al que solo un imbécil podría llamar creación. Busqué un guiño propiciatorio, pero sin éxito. Tanta nada hubo que cancelé la sesión. Ante esta clase de esterilidad se presentan al menos dos opciones: desfallecer, o cambiar la jugada; esta última —sin duda la alternativa más digna— comienza con dar un paso al costado en el momento oportuno. No puedo jactarme de poseer definitivamente ese saber. Muchas derrotas se sucedieron antes de aprender algo respecto a saber parar a tiempo, de modo que solo quisiera advertir. Aunque nada se iguala a desmenuzar el propio fracaso. Una secuencia de aciertos siempre tiene fin, y no es fácil saber en que vuelta de rosca pausar antes que la conexión se rompa. Nuestra capacidad de reconocer un caos fecundo se pierde con la obsesión y se recupera cuando esta se ha disipado tras un cuarto intermedio incalculable. Pintar es muy distinto a tirar dados o cavilar probabilidades, contrariamente es algo comparable al viaje del naturalista que se fascina con cada pequeña novedad aunque sueñe, secretamente, con un descubrimiento monumental. Pero en su navegación el naturalista o el poeta están solos, ellos deben ser su propio capitán, su timonel y su impulso. Supongo que sin perseverancia no sería pintor, y sin aceptar la derrota sería un necio… y lo soy pero por otras razones. No es el cuadro demorado lo que me quita el sueño, y mucho menos la fuente de la angustia que siento. Supongo que volveré a pintar; aunque esto no tenga el carácter inminente de la tormenta que trae el río.


18 Sauces, álamos y eucaliptos mecen sus copas bajo la sofocante resolana. Cuento barcos y caigo en un sueño profundo; mientras el cigarrillo se consume sin desmoronarse entre mis dedos. El cielo se ha oscurecido, y el río crispado fustiga al viejo muelle. Una rama mediana golpea el capot del 405 y despierto sobresaltado. Veladuras grises de aguaceros borronean el horizonte y sus barcos. Las ráfagas frías se encolerizan. Arranco el auto y regreso a Gonnet en medio de una sudestada. De vuelta en casa preparo tostadas con manteca espolvoreada con azúcar como solía hacer mamá, mientras pongo a calentar la pava. Ahora llueve con calma. Sin aviso afloran las imágenes del reciente sueño en Boca Cerrada. La escena transcurre en un mostrador de carnicería. No es cualquier local, se trata de un negocio que tuvo mi abuelo en La Plata por poco tiempo; mucho después de “Las 14 Provincias”, la legendaria pulpería de Bragado que atendió por años. En aquel efímero comercio voy despachándome en trozos. Cada cliente se lleva algo de mí. Entonces una voz desconocida sentencia: “Nada vive en el recuerdo”, pero tal vez dijo “nadie” o…“Nanda”. Seguidamente me encuentro flotando sobre un arca roja, enredado entre juncos y camalotes bajo una bruma de celestes quebrados. Leo una fecha olvidada pero inalterable, como esas que esculpían los enamorados sobre las rocas de Mar del Plata: “noviembre de 1975”. Estoy a la deriva, dentro de un cuadro inmemorial: un paisaje disparatado y sin salida visible. -¿Disparatado? No termino de formular la pregunta cuando interviene mi analista virtual (siempre atento) -Dispara atado… ¿El sueño o usted Marcelo? , re-pregunta mientras toca su barbilla. La triste y burda expresión carne de diván es una metáfora desacertada. El análisis no mata. Cuida, conduce, esquila… y excepcionalmente cura. Varias veces extraviado busqué esa clase de pastor. Me temo que la ironía sigue intacta y la verdad más cercana. No volveré a demandar análisis. Con todo respeto demandaría al psicoanálisis —que tanto y tan poco me ha dado— pero asumo que esta es una tentación descabellada.


19 A nuestro folclore intelectual, psicoanalítico o no, le gusta declamar su triunfo dialéctico sin golpearse el pecho; por el contrario lo hace con refinado protocolo. No es la excepción este párrafo del que esperaba algo mejor. Suelo celebrarme en mi retórica solo cuando está encriptada en el taller o en sobremesas esporádicas con atorrantes de mi calaña, asistida por todo postre con un vino “dudoso”, como decía Don Atahualpa Yupanqui. Una etiqueta de vinos con ese nombre, Dudoso, sería un buen chiste para publicistas. Pero el poeta no bromeaba, él cantaba; no se le hubiera ocurrido jamás distinguir la variedad de la uva o los procedimientos de la bodega ni del marketing, aunque estos pudieran ser más que dudosos. Cantaba así porque ya había probado, por su cuenta, esos vinos develados también en el gesto del paisano bebedor que inspiraba sus versos. Donde algunos pensadores ven construcciones fantásticas otros ven ruinas. Quimeras, reduccionismos o una infinidad de facilismos y falicismos metonímicos. He dejado al intérprete Lacaniano influir más de la cuenta en mi discurso atiborrado de palabrerío extraño; esa mala praxis es mía: me hago cargo. Creo por sobre todo que más allá de las calidades del pensador, debe haber una calidad de pensamiento que no aspire a ganar competencias sino a asistir el vivir: como un vino simplemente bueno. Rendir cultos que se propicien a sí mismos, por curioso que resulte, es una manera de vivir que suele producir protectoras y aplastantes creencias. Pensando en estas vanidades me asalta la imagen de un pescador anciano en una escollera de Mar del Plata. El hombre repetía: “¡Antes que continentes y templos prefiero puertos y barcos!”. Formidable don Amador. Las escolleras le evocaban las cubiertas de sus buques. Ya llegaré a él. Es típico y dañino evadir la luz de un sueño con la opaca vanidad de la razón… y acabo de hacerlo nuevamente, algo redimido por el recuerdo de aquel viejo entrañable navegante y del legendario poeta de la tierra; debo volver al cuadro. Claramente no es una obra más. Este cuadro carece de dimensión y consistencia sensible, pero existe. De hecho, inicié su composición mucho antes de ser pintor. Lo curioso es que hoy me resulta más real que cualquiera que haya pintado. ¿Debería alarmarme?


20 Será mejor revisar mi sentencia al diván. La conjetura proviene del analizante que fui, y no está nada mal. No obstante me divierte imaginar a algún genio inspirado escribiendo una buena crítica de la razón psicoanalítica. Yo no podría ir más allá de un pálido boceto, carezco del talento necesario para semejante encargo, pero sobre todo debo atender algo perentorio y volver a pintar. “El tiempo no para”… decía un poeta del rock.


21 Un políptico Nunca veo a las pinturas como objetos construidos para agradar, prefiero considerarlas mediaciones de un descubrimiento incierto o bien ventanas ilusorias que solo se pueden abrir al deseo del sujeto. Este tiene la opción de ignorarlas o detenerse a observar pero jamás entrar y salir por ellas. No hay allí verdaderos problemas ni salvación de los que sí lo son. Su belleza da una clase de felicidad precaria. En algunos casos afortunados posibilita la conexión entre partes que por lo común tenemos separadas. Esta separación produce una molestia a la que estamos acostumbrados, ignorando que al cabo de mantenerse conducirá a un gran estrago. El alivio está cifrado en una suerte de clave. Pero con frecuencia no hay nada. Como observarán no puedo evitar fastidiosos rodeos para llegar al hueso y no me queda más remedio que pedir disculpas al lector si lo hubiere a esta altura. La obra de mi sueño es la verdadera escena en que ha transcurrido mi existencia y ya no puedo escamotear su entidad o disimular que sigo perdido en su interior. Mi vida como tal, se rinde a la evidencia de no haber sido libre por años, confinado a mi propio cuerpo por una membrana más continente que la piel. Así la experiencia del mundo no es lo que aparenta. El exceso del yo y su vacío son uno para el otro. Entre tanto no hay nunca un otro verdadero. Puse igual empeño en destacarme como en cubrirme y, aun con ese lastre, obtuve cosas valorables. Pero no recuperé lo fundamental. Se me ocurre que si esa pintura existiera físicamente y pudiese exhibirla tendría un título tan rimbombante como elocuente: “Perdido en el Paraíso Perdido”. Esta es la razón que me pone a escribir y reescribir aun cuando claramente no sea mi oficio. Escribo en el cuaderno de clases de mi taller que he usado para asentar horarios, pagos y esporádicos grafos. Quisiera incorporar también unos ensayos inconclusos que tengo dispersos por ahí. Las plumas fueron cruciales en la reinvención natural del vuelo. No es casual que alguna vez se usaran para la escritura.


22 Ignoro el género de este escrito pero confío en el deseo de despegar del mundo que he construido, aunque sea inevitable entrar en otro no menos inventado. ¿Qué clase de ser podría reconocer un mundo sin mediación de su imaginario? Este grueso cuaderno de tapas negras, duras y enteladas, era en verdad un libro de actas en blanco que de alguna manera escapó a su destino en el estudio de mi padre. A los trece años lo estrené para dibujar y describir insectos con la familiar extrañeza de lo que se toma prestado sin avisar. En partes, o mejor dicho in sectas: cabeza-tórax-abdomen; en ese orden. Desde que tengo memoria he preferido lo diverso y complementario a lo único y excluyente. En pintura esta asociación de partes se denomina políptico. Un verdadero políptico solo es divisible por sus articulaciones. Lo interesante es que el pintor, al no estar bajo todas las restricciones del orden natural, puede establecer inusitadas articulaciones. Con suerte tal vez resulte mejor que coleccionar piezas sueltas de un puzzle autobiográfico. Un rompecabezas o puzzle no es un políptico, porque proviene de un todo dividido sin tomar en cuenta su organización. Por cierto, admite infinitos patrones de composición y solo uno para su solución. En todo caso prefiero despacharme por partes descoyuntadas antes que en cercenados trozos. Todos los insectos tienen seis patas a excepción de los amputados y los aberrantes, pero la clase de los insectos no tiene patas, como decía uno de mis mentores la palabra gato no rasguña. O bien la palabra mosquito no pica y así indefinidamente. No somos concientes de este tipo de diferencias y de serlo con frecuencia, y necesariamente, las olvidamos. Esta clase de inevitable ignorancia patrocina juegos, buenos y malos humores, y de hecho es uno de los recursos del buen pintor. Aquel pensador sostenía que en el reino de lo viviente la cantidad no determina configuraciones, por esta razón no existe una cantidad necesaria de patas para distinguir a un mosquito de un hombre, pero sí un número. No es lo mismo el número que la cantidad: tal vez el número sea el nombre de la cantidad o al revés… ¡Todo un embrollo! El tema excede cualquier intento que pueda hacer por aclararlo pero de alguna manera se que se relaciona a mis preocupaciones.


23 En la pintura que admiro, la continuidad parece menos necesaria que la contigüidad. Tal vez por esto prefiero a los maestros heterodoxos y sus series de cuadros dispares, polípticos, anárquicos y naturales como aquellos relatos que —aún recreados por diferentes autores y en distintas narraciones— siguen siendo el mismo mito; maravilloso y siniestro a la vez. Esto me recuerda a otro genio que hablaba de pensar los mitos para dejar de ser pensados por ellos. Los comparaba a las partituras musicales, por poseer como éstas una doble lectura: horizontal y vertical. Ciertamente recordamos una canción cuando sobreviene parte de su letra y casi a la par su melodía. Así, a cualquier altura que se encuentre, podremos articular la pieza entera. Somos fundamentalmente seres del lenguaje. Quisiera saber más sobre el luminoso pensamiento de Claude Lévi-Strauss, pero ese tren ya pasó. Hoy me perdería en la profundidad y extensión de su obra. Aventurarse en los laberintos de un genio puede resultar una empresa enloquecedora. Semejante cosa solo funciona colectivamente y al menos así la locura, siendo de muchos, no se notará demasiado. Contrariamente, hasta el momento no he hecho otra cosa que escribir sobre mí. ¿Será mi condición similar a la del tatuador ritual? Por lo visto no podré deshacerme con facilidad de la memoria del sabio autor de Tristes Trópicos y con él de sus apoteóticos Caduveo, que pasaban horas dibujando sobre su piel en vez de inventar la rueda o algo parecido. El etnólogo suponía que los inspiraba su horror a la naturaleza. De hecho entre aquellos indígenas estas evitaciones resultaban más que prodigiosas. Apenas he comenzado y ya siento obsceno y hasta repugnante hablar tanto de mí mismo, pero supongo que uno no deja de lado su ego de la noche a la mañana. Lo hace como puede, si es que puede, con la esperanza de conectar con algo verdaderamente abarcador.



25 Mediaciones Algunos sujetos muestran una afición museística con su propia vida. Hay quienes guardan colecciones de objetos, tal vez continuando la tarea iniciada por madres proclives a atesorar esas infancias, desde el cordón umbilical hasta quién sabe qué cosa. Recuerdo con claridad mis juguetes favoritos: un jeep a cuerda, el avión de hojalata; mis camiones y autos Duravit (que eran de caucho o algo parecido), una gran caja de acuarelas y la batería Baby Jazz que llegó un día de Reyes y me asignó el puesto ideal en una banda de música. Al cabo de los años no ha quedado ninguno de esos juguetes. Solo conservo una carpeta de jardín de infantes y la pequeña valija de cuero marrón en la que mi abuelo guardaba boyas y anzuelos, que en realidad no fue mía hasta que la reclamé cuando él se marchó. Esas reliquias evocan el lado luminoso de mi infancia; pero en aquel tiempo —y mucho antes aún— un conglomerado de ideas tóxicas maquinó el boceto de aquel cuadro del sueño. ¿Qué cosa las hizo surgir y triunfar? ¿Qué clase de selección querría aún elegirlas? La carpeta tiene tapas mullidas forradas con un material sintético (moderno para su época) con personajes de Disney en colores pastel. Las hojas, dispuestas de manera apaisada, están unidas con una cinta de raso celeste. En sus primeras páginas trazos simples y puntos sueltos. Luego garabatos, manchas y ambas cosas superpuestas. En adelante afloran representaciones algo estandarizadas de paisajes, casas y familiares. Todas cuidadosamente etiquetadas por la maestra. Nuestras primeras manchas y garabatos son una expresión ante lo inconmensurable cuando la intelección aún no aspira a explicar nada. En las últimas hojas aparece algo gracioso: iglesias con hélices en lugar de cruces y Catedrales flotando libremente en cielos compartidos con unas pocas nubes.


26 No creo que Magritte o Xul Solar figuraran en el programa de aquellas dulces maestras. Mi infancia inventaba con notable independencia las premisas del surrealismo pictórico del siglo XX. Por entonces la educación se empeñaba en objetar el juego del azar y la necesidad: el mismo que juega asiduamente la vida. La desenfrenada búsqueda de sentido procura atrofiar toda creatividad y, aunque no lo consigue plenamente, persiste. -¿Y este mamarracho qué es? ¡Oh Dios… los osos se ven más pequeños que los patos! O bien: -¡Felicitaciones te ha salido igualito! Por suerte en aquellos días yo dibujaba y coloreaba libremente. Un domingo de la primavera de 1963 papá me llevó a la ciudad en su flamante Di Tella blanco. Entonces vivíamos a doce kilómetros de La Plata, en una zona muy agreste donde hoy ya no quedan baldíos. Era el aniversario de la fundación de la ciudad y el municipio organizaba un concurso de manchas. Después de la rigurosa inscripción, me dieron un número y sellaron al dorso el cartón destinado a mi obra. Participaban al menos un centenar de chicos de seis a trece años. Teníamos que elegir algún lugar emblemático y papá condujo hasta plaza San Martín. Dimos unas cuantas vueltas antes de elegir la Casa de Gobierno como tema a pintar. Me arrodillé frente al banco que usaría de mesa. La dureza de las baldosas acanaladas pronto se atemperó con el periódico que papá aún no había leído. Como todos los chicos llevaba pantalones cortos. En aquel escenario superpoblado el gran edificio renacentista me pareció irrepresentable. Entonces mi padre tomó una cerita y en pocas líneas diagramó el encaje del frente del palacio; lo miré agradecido y no me detuve hasta concluir un colorido cuadro. No hubo hélices pero los cimientos lucían reforzados con múltiples y retorcidas raíces. Nunca olvidaré la emoción al ver mi nombre publicado en una gacetilla del diario platense. Estaba en la nómina de los premiados con cien pesos moneda nacional y una magnífica caja de acuarelas. Papá apostó al pintor en mí. Creo que sin proponérselo me estaba encomendando la misión de ir más lejos que él.


27 Una vez transitado largamente el camino del deber, retomar el propio deseo se hace difícil… y los hijos son una buena excusa para mantener el statu quo. Se supone que estos, a la postre, resulten beneficiarios de tales esfuerzos. Nada pleno puede capitalizarse del sacrificio del otro. Como él, yo tenía cierto talento natural y su acompañamiento me instaba tácitamente a una temeridad que no le había resultado fácil. Tampoco lo fue para mí. Ahora recuerdo las risas con mamá, su habilidad de caricaturista y las funciones de títeres. Los viernes, al regresar del trabajo, solía comprar un long play con novedades que sonaban sábados y domingos en el combinado Motorola BGH del living de casa. Los amigos llegaban y bailaban el Twist de Chubby Checker o las cumbias de Chico Novarro al compás del repiqueteo de cucharas y tenedores en las latas de galletitas, cada semana más abolladas. En 1966 nos mudamos a un viejo y señorial departamento en pleno centro de La Plata. Mis abuelos quedaron en City Bell donde solo íbamos los fines de semana. Entonces súbitamente se detuvo la secuencia de alegrías. Papá —sin irse— se ausentó entristecido o entristeció de ausencia; no sabría precisar más. Poco antes de casarse, mamá había abandonado su carrera en la Facultad de Ciencias Económicas y al cabo de un tiempo dejaba también su empleo de oficinista para dedicarse con exclusividad al hogar. Hoy una actitud similar sería fuertemente sancionada como signo de postergación personal. Por entonces esas renuncias no parecían atormentar a las mujeres. Frágil, etéreo y resignado, papá dejó de brillar un largo tiempo. Aunque él padecía la sobrecarga su pesar no me era indiferente y esto llegó a abrumarme. A veces la ausencia o la invisibilidad hacen bastante daño, especialmente cuando uno se siente invisible por primera vez y es temprano aún. A mediados de los años 60 los hijos de la clase media, relevados de sus tareas de ayuda al hogar, empezaban a gozar de un ocio múltiple con la única obligación invariable de estudiar (hoy,


28 en ocasiones, también están excusados del estudio). Se estaba fracturando algo establecido desde un tiempo inmemorial. A la distancia es fácil especular como la multiplicación del trabajo no solo no mejora la calidad de la vida familiar sino que produce daños colaterales; pero se pensaba y se piensa en el estándar de vida y no en la calidad. Como tantos, mi padre no se dio cuenta a tiempo de semejante cosa. Sospecho que también necesitó alejarse por algún otro motivo. Desde entonces entrenó cierta moderada afición al escapismo. Jamás faltó nada en casa, solo él en ocasiones. Asimilé aquello con rabietas esporádicas y puntillosos balances que obviamente no soslayaron esa ausencia de cuya magnitud real ya no estoy tan seguro. Los chicos de cualquier edad juzgan sin atender el expediente de la historia del otro, ¿no tienen por qué indagar allí, verdad? Le llevó años encontrar en la narrativa su salvoconducto hasta que, por fin, de economista contador devino en cuentista. El ejemplo de un adulto es aleccionador para sus nietos pero en ocasiones sus hijos pueden quedar tildados por lo que faltó en un tiempo remoto. No es justo para ninguna parte, pero estos y otros fallos similares suelen producir ese lado oscuro del amor entre progenitores y progenie. Uno piensa a su padre como un ser eterno y prescindente, ignorando que él también fue hijo, y como tal poseedor de una infancia signada por presencias y ausencias. El sentido del sacrificio y la austeridad, entre otras cosas, marcan a mi linaje. Somos un conglomerado de seres. Esa valija de cuero del abuelo probablemente contenga otros legados paternos cifrados en su vacío. No lo sé, mejor no seguir por este sendero del laberinto. “Esto no es una pipa” escribió Magritte en su representación imitativa de una pipa… y éste no es un análisis sino un collage de recuerdos y de ideas que alumbran o aplastan el ánimo. No me parece mero solipsismo aunque lo represente, como Magritte a la pipa.


29 Los juicios erróneos son reversibles; lo irreversible son sus consecuencias… y todos somos juzgados y juzgamos antes de saber que no hay un fundamento real de juicio. Es tiempo de que aquellos objetos: la carpeta del jardín y la cajita de pesca vengan en mi ayuda a redoblar el conjuro que propicie otra secuencia, otra forma de ver y, con esto, tal vez de vivir mejor la vida.



31 El deseo A mediados de los años 60 un universo de agua y peces; cañas y anzuelos, sería revelado por algunos de mis entrañables mayores. Con tanta ingenuidad como perseverancia comencé su cartografiado y conquista. Desde luego no perseguía un ideal realista. Mi mapa mental, como el de todo niño, carecía de correspondencias rigurosas con lo externo. La fantasía resultante caía en gracia a los adultos de una manera cómica, en tanto que los niños la disfrutábamos en su más pleno sentido. Algo que el ser adulto había perdido. Esa geografía atesoraba desafíos y misterios. Dentro de ella nada se podría comparar a la aventura de descubrir mundos acuáticos. La zanja de la esquina en City Bell. Los remansos con mi abuelo. El mar oleoso del puerto de Mar del Plata de la mano de Luciana, con mamá sonriéndonos un paso atrás de la Agfa de papá. El ancho río en Punta Lara en compañía de Carlitos y Beto. Cualquier laguna o playa con mis amigos. El mar anhelado tras la caminata con Luis y Luisito por los médanos de San Clemente. El agua de todas las estaciones y de todos los años escondía secretos y alguna mítica razón me mueve a rememorar a aquellos persistentes seres y a ese niño que fui, buscando al hombre que soy o —tal vez— a otro niño. Desde la cuna estamos marcados por el conato y la satisfacción así como por la multiplicación desaforada de la necesidad y las indiscriminadas maneras de satisfacerla. La antropología —no precisamente la de los congresos y papers— me enseñó que de este modo construimos torpeza y malestar. El patrón denominado finalismo rara vez será impugnado. El objeto de estudio que pretendí revelar en la Universidad ha sucumbido. Las culturas son un recuerdo, aun cuando algunas de sus piezas descoyuntadas laten en el aglomerado poscultural. De no haber dejado por mi cuenta la antropología académica, con seguridad me hubieran echado por hereje; y sin una apuesta a la creación los presagios apocalípticos me habrían asfixiado. Afortunadamente pintar fue una manera de salir de la noria del pesimismo. La pesca es parte de la misma historia y en alguna forma se parecen.


32 Después de estudiar los puntos cardinales, un mapa completo de Sudamérica y la puesta del sol, deduje que remontando el arroyo Carnaval llegaríamos —como San Martín en 1817— a la mismísima Cordillera de los Andes. El ínfimo hilo de agua nace a pocos kilómetros de su desembocadura y a más de mil kilómetros de la cordillera andina, pero para mí estaban conectados. Sábado 14,30 hs. en el gran sauce llorón hay un concierto de cientos de estridentes, invisibles chicharras. Me pregunto cómo hacen mis abuelos para dormir la siesta. El silbido de Carlitos Alí apenas se oye. En un instante aparece. Flaco entre los flacos. Su gesto casi permanente es una sonrisa de dientes destartalados, ojos claros algo desorbitados y el pelo como nido de paloma. No sabría decir si estos entrañables rasgos denotan su histrionismo o han sido detonados por él. - ¿Estás listo Marce? - ¡Sí Carlitos, pará que lleno la cantimplora y vamos! Conforme avanzamos por el pastizal y los arbustos espinosos, el arroyo se hace más angosto hasta quedar reducido a una zanja poblada de renacuajos y panzuditos. También hay unos pequeños bichos casi transparentes con muchas patas y antenas. Nuestras piernas y rodillas raspadas por espinas y cortaderas se detienen tras una hora de caminata. No se divisan montañas. - ¿Marce vos estás seguro que por aquí vamos a la cordillera? Me preguntó mientras apretaba el camaroncito de río. - Segurísimo… pero falta bastante. Se llevó el traslúcido bichito de largas antenas a la boca, masticó un poco y lo escupió. - ¡No tiene gusto a nada! - Qué macana no podemos seguir, se hace tarde. Prometí volver a las cinco. A las 17,30 hs. don Félix, mi abuelo paterno, está sentado sobre el tapialito del frente de nuestra casa. Los paraísos que plantó en el 62, con solo tres años, ya dan una espesa sombra. Abstraído en sus recuerdos no nos vio llegar. - ¡Abuelo! No sabés que lindo el arroyo… pega un montón de vueltas hasta hacerse finito y termina en una zanja; no llegamos a la cordillera porque se nos iba a hacer tarde para volver.


33 - Como el finado Moncho. Respondió sonriendo. No le entendí entonces. Moncho era un borracho irrecuperable que mi abuelo salía a buscar cuando su mujer daba la alarma los domingos por la mañana (en ese tiempo mis abuelos aun vivían en Bragado). Lo cargaba al hombro como si fuera una de las tantas bolsas de cemento o cal acarreadas en las obras desde su infancia. Hay quienes marchan contra su naturaleza y se debilitan hasta terminar en una zanja mucho antes de cumplir sus sueños. El pobre Moncho fue un ejemplo patético de esos hombres. - Ustedes fueron arriba, contra la corriente —nos dice señalando con la boquilla sin cigarrillo— Hacia el otro lado se hace cada vez más ancho hasta desembocar en el río. En ese momento pronunció una frase descomunal: - Mañana nos levantamos temprano y vamos a pescar. -¿Puedo ir yo también? ¿Sí? ¿Puedo ir? ¿Sí? ¡Sí! ¡Sí! ¡Sisi Sisi!... exclamó el flaco dando saltos. - ¡Claro que podés! Carlitos siguió saltando de alegría y empezó a festejar. - Esperá que termine cabeza de chorlito: podés venir siempre y cuando sea con el permiso de tu papá. El flaco se frenó en seco y salió corriendo y exclamando “¡Gracias don Félix… gracias!” No es casual que en el agua haya surgido la vida. Su camino la evoca. Comienza débilmente, aumenta el caudal, aunque pierde fuerza o mejor dicho la fuerza se hace lenta, pega muchas vueltas, ensancha su curso y finalmente llega a lo inconmensurable. Aquella noche me dormí deseando el día. Por la mañana la abuela abrió la puerta de mi cuarto; traía un tazón de mate cocido con leche y galletas de sémola. Yo no quise quedarme en la cama y llevé la bandeja a la cocina. Mi abuelo, Don Félix (de segundo nombre Antonio), toma mate en la cabecera de la mesa. Es un hombre macizo, fuerte y sencillo como todo lo que ha construido con sus manos: macetas, bancos y casas. Tiene el pelo blanco y se rasca la cabeza despeinada. La psoriasis lo ha atormentado durante los últimos años. - Vino Ali… dice que Carlitos está en penitencia. No viene.


34 - ¿Por qué? ¿Qué hizo abuelo? - No sé… se portó mal. - Dale abuelo, decime: ¿qué hizo? - ¿Para qué querés saber? Me quedé sin respuesta literal, pero sonreí. - Bueno… te digo solamente esto: Carlitos y su hermano… esteeee… ¿cómo se llama? - ¿El Toti? - ¡Ese!... el Toti. Construyeron una especie de bomba que no explotó pero prendió fuego una cortina. Hizo una humareda bárbara. ¡Casi le incendian la casa al turco! Y encima se les murió el canario. - ¿Se asfixió? - ¿Quién? - ¿¡El canario!? - ¡Qué sé yo! Capaz que se murió del susto por los gritos del turco… Bueno, suficiente con los Alí, es cosa de ellos. Vamos a buscar lombrices. Se calzó su gorra y emprendió rumbo al fondo. Corrí tras él. A diferencia de sus descendientes, mi abuelo era un hombre de pocas palabras. El sol matinal se filtraba entre los ciruelos cargados de fruta todavía verde, los pollos corrían asustados en todas direcciones, pero ninguno estaba sentenciado. Aquel domingo había ravioles con estofado de carne.


35 Primera lección de pesca Detrás del gallinero la tierra es muy negra. Las lombrices evitan las heladas y el calor, por eso en verano e invierno se refugian abajo. Durante la primavera y el otoño, tras pocas paladas salen suficientes para una mañana de pesca en El Rincón. El abuelo elige y corta una caña del monte. Luego, con su sevillana, la limpia de ramas. Inmediatamente extrae algunos corchos y anzuelos de una pequeña valija de cuero marrón; allí también tiene un ovillo de hilo de albañilería encerado. No volveré a encontrar un tesoro semejante: perfecta tecnología incapaz de opacar el reino del hombre sobre las cosas. La vida sobre lo inerte. Hace muchos años perdí esa inocencia paleotécnica, pero este recuerdo, y la pintura por supuesto, avivan la esperanza de recuperarla. ¿Acaso hay otra cosa fuera de la esperanza que anime al verdadero pescador? La abuela Igniva nos despide mientras espolvorea harina sobre la tabla de la mesa gastada de tanto amasar. Al mediodía vendrán a almorzar papá, mamá y Luciana. - ¡Marcelito ponete el gorro… y no vuelvan tarde! Caminamos seis o siete cuadras por el camino Belgrano. Poco antes del puente de hierro doblamos a la izquierda; en minutos nos adentramos en un territorio maravilloso. Campo y monte. Sinuosidades del arroyo Carnaval que el maestro de pesca descarta por una razón u otra hasta llegar al que será nuestro lugar de privilegio. Allí un pesado brazo de sauce llorón tiende su follaje sobre un meandro que se ensancha. Sentado en un tronco con las manos sobre sus rodillas y la boquilla mordida, recorre con su mirada la superficie calma del agua y cada tanto deja salir una nubecita de humo. Su gesto de estudio semeja un disgusto a priori. Hasta que el atolondrado inquisidor de posibilidades de pesca y variedades de peces despierta su sonrisa. Entonces prepara la tanza, calcula la profundidad, desplaza el corcho y lo inmoviliza con un escarbadientes. Elige un anzuelo que afila con un pedazo de


36 lija fina y lo ata mágicamente. Tras esto remueve la tierra de la lata de duraznos para que aparezca ese ovillo de fideitos rojos y vivos: escoge la lombriz adecuada y la ensarta siguiendo el tracto digestivo pero dejando una parte colgante. Por fin la línea es arrojada con un seco, certero movimiento contra la corriente. Lentamente deriva curso abajo. En minutos la espera se transforma en desesperadas carreras de un lado a otro festejando las capturas que se suceden: bagrecitos, mojarras, dientudos, palometas, pequeñas taralilas, y las fieras viejas del agua; cada especie es eso: algo especial justifica su nombre. La belleza original está en el mundo que el hombre ha construido con su mirada. Lo hecho con sus manos no debió opacar nunca aquella primigenia beldad. Mi creencia rondaba esa idea, las cosas bellas eran buenas y las buenas bellas. La verdad no era un problema por entonces. Nada superaba en atractivo a la naturaleza revelada. Era bueno vivir así, sin pensarlo. Volvimos victoriosos con dos baldes llenos de pescados que soltamos en el tanque de agua verde usado para regar la quinta. Imagino que cada tanto alguno iría a abonarla. La pesca comienza con el deseo de pescar; luego viene la elección del equipo, la carnada, el paisaje, la compañía o la soledad, no concluye necesariamente con un pez fuera del agua; pertenece a un género de actividades que nos reinstala frente a lo mejor del mundo. Descubrimos —en su transcurso— una ilusión encarnada en la espera mansa, la esperanza que nos conecta con algo que hemos extraviado. Mi abuelo era particularmente feliz a través de sus nietos; creo que por su cuenta ya no encontraba mejor encanto a la vida. En la mesa todos esperaban la fuente de ravioles de mi abuela Igniva.


37 Ángeles en la familia Desde chico fue muy hábil con sus manos y tenía el don de la creatividad. Pienso que una cosa lleva a la otra. Siempre imaginé que de haber contado con oportunidades, mi abuelo Félix hubiera llegado lejos como arquitecto o ingeniero. Viene a mi memoria el detalle de las manos, la divina y la humana, en lo alto de la Capilla Sixtina. En Bragado era requerido como albañil para hacer ornamentaciones y molduras artísticas que él mismo diseñaba. Si el trabajo era en altura no tenía inconvenientes. Delgado y curtido por el aire, como todos los que trabajan desde niños a la intemperie, le gustaba esa adrenalina al ver el pueblo completo y más allá la laguna, el campo y los montes. Tenía por costumbre contar chistes y cuentos cortos que repetía en la sobremesa de los domingos. Nos reíamos más de sus festejos previos a los remates que de los archiconocidos finales. Por el contrario papá nunca soportó las alturas y fue alejado de los trabajos manuales que el común de la gente aún no califica para el éxito personal. Pero le sobraba memoria e inventiva para el anecdotario con el que solía animar reuniones o cualquier charla. Yo no era indiferente a la forma en que variaban sus versiones; eso me divertía e incomodaba a la vez. No entendía entonces que todo buen arte entraña un benigno e indispensable engaño... y él tenía ese don artístico de poética oratoria. Desafortunadamente mi expectación hacia él era, cuando menos, excesiva. Necesité tiempo para entender al economista por mandato y cuentista por vocación. Su ego no lo inventó él pero se impuso a sus predecesores y sucesores, y en mí de una manera extraña. Siempre lo amé y preso de una paradojal subestimación, lo admiré. Cuando mis abuelos se casaron, en agosto de 1927, Félix tenía veintiún años e Igniva apenas diecinueve. Ella había nacido en una quinta de Lobos siendo la menor de once hermanos. A los cinco años, en plena crisis de 1914, fue entregada por sus padres a su tía materna Mariú, quien vivía junto a su marido en Bragado y entre sus penurias la principal era la falta de hijos,


38 hasta que providencialmente llegó mi abuela a sus vidas. Igniva creció dichosa al lado de Mariú que la educó en una tradición inmemorial. Curiosamente sus familias provenían del mismo pueblito llamado Piaggine, al sur de Italia. Igniva era feliz consagrada a su nuevo hogar, y Félix después de tanta intemperie, también lo era trabajando en su propio y próspero negocio. Como era de preveer en un año nacía Osco (Oscar) y al cabo de otro año Lulio (Obdulio). Igniva tenía naturaleza jovial y la llegada de estos niños la colmó de felicidad. Cuidaba cada detalle de la casa, siempre tan atenta al confort de su marido como a las necesidades de los pequeños y todo lo hacía con una alegría desbordante. Una mañana de abril cuando los aires del reciente verano arreciaban aún, Osco que tenía poco más de dos años comenzó a llorar de manera irrefrenable y el pequeño Lulio en horas presentó los mismos síntomas. Como el médico del pueblo no pudo detener la fiebre mandaron llamar a otro doctor de Buenos Aires. A este le bastaron unos minutos para asumir que nada se podía hacer por los niños y advertir a Félix que solo un milagro podría salvarlos. Pero no sucedió ningún milagro. Cuando papá llevaba casi cuatro meses en el vientre de mi abuela Igniva, sus hermanos murieron, o como le enseñaron a decir: los ángeles partieron. Todo ocurrió un mismo día de abril de 1931 con pocas horas de diferencia. Así comenzó el llanto de mi abuela y el de mi padre. Cuenta papá que su madre dejó de derramar lágrimas para amamantarlo, pero a partir de ese día el llanto se unió al plasma sanguíneo de ambos. Ese rasgo melancólico lo tendrían por siempre, y con frecuencia se expresaba en una sonrisa fácil que impedía toda risa. La extraña conexión con esos inocentes, de una manera paradojal, los hizo más fuertes. Papá creía que sus hermanos habían sido gemelos, pues antes de dormir contemplaba un cuadro oval que enmarcaba las fotos sepia de los angelitos con la misma edad. Mi abuelo no lloró, ni siquiera interiormente pero el mal humor lo asaltaba a menudo y consciente de esto trataba de atemperar esa bronca redoblando sus esfuerzos de trabajador para no decaer. Estaba convencido que la debilidad era


39 propia de las mujeres y los niños. Poco después hizo algo paradigmático: fue al cementerio y con sus toscas manos levantó un monumento de cemento para Osco y Lulio. Representó una ornamentación de ramas con hojas vivas y ángeles sonrientes; a Félix no le salían fácilmente las palabras pero sabía expresarse con sus manos. La sonrisa le volvió intermitentemente cuando nació Josefina, la adorada única hermana de papá y cuando por fin supo que sus nuevos hijos sobrevivirían. Después de lo que hoy sería una tragedia irreversible, mis abuelos no claudicaron ni enloquecieron y tuvieron su tercer hijo. Pero ignorantes de las consecuencias y sin alternativas imaginaron de antemano su debilidad. Así lo guiaron por un sendero que tenía como único norte el ideal del estudio; lejos de los riesgos del trabajo manual o el desarrollo físico y sin proponérselo encarnaron la temida debilidad en ese niño. Ese temor marcó a mi padre quien siempre tendría que lidiar con eso. Los fantasmas de sus hermanos merodeaban su infancia y aunque no sintió el mandato de reemplazarlos asumió el de reparar algo que se había fisurado gravemente. No es extraño que viera en mi padre a un gran reparador. Supongo que cuando la felicidad tocaba su puerta reaparecía su gesto sacrificial, sus quejas y un sentimiento de soledad ante lo que le tocó hacer por años. Nada menos que arreglárselas frente al acecho de esa desconfianza en su supervivencia, y luego a la rutina, incluso la de reparar. Puede que en ocasiones papá haya cedido a la tentación de usar esa imagen vulnerable, pero no cabe juzgarlo después de saber lo que le tocó y el valor con el que reedificó a su familia y fundó la propia. Cuando uno por fin sabe, suele ser tarde, así en la engañosa retrospectiva domina la culpa. En mis años de choque con el mundo, los convulsionados 70, creí ver a un ser falto de protagonismo y de criticismo social. Pero a él poco y nada le regalaron, construyó su vida y patrimonio con su solo esfuerzo. Nunca le escuché un improperio. Jamás tuvo maldad ni con los que debió ser duro. Es difícil hacer foco con los ojos humedecidos por las lágrimas. Extrañaba las primeras imágenes de mi infancia y me dolía verlo infeliz tanto como sentir


40 de su parte una demanda tácita, un pedir sin pedir, como si fuera un lamento. No es fácil de explicar. Decía Bateson que cuando un gato da vueltas entre los zapatos, roza la botamanga de los pantalones y maúlla, está diciendo “dependencia, dependencia”, porque los gatos no piden cosas. Su lenguaje no puede denotar, por ejemplo alimentos, pero si saben dar señales sobre los estados afectivos de sus relaciones. Así como papá daba rodeos para pedir, nunca los tuvo para dar. Tratándose de cosas importantes, daba sin titubear, sin enrostrar o pasar boleta, como se suele decir. Desafortunadamente siempre me sentí obligado a compensar, cuando tal vez el daba por lo mismo. Todo un malentendido. Papá me instó a obrar de acuerdo a lo que llamaba Teoría de la concavidad y la convexidad, clara e indescifrable a la vez: ser receptivo o cóncavo con las cosas buenas, y convexo con las tóxicas. Pero el juicio para distinguirlas… era una incógnita. Predicando de él predico de mí mismo y de cosas que odio particularmente cuando me veo repitiendo un ego cerrado a la crítica, cualquiera fuera el desacierto que pudiera cometer, y la obstinación en hacer las cosas solo a mi manera. Posiblemente sin pedir directamente, como si todos supieran lo que quiero decir con un gesto, o tuvieran que adivinar. La cerrazón del erizo es una particularidad genética familiar. De alguna manera yo percibí en mi primera infancia la congénita tensión de vida y de muerte que papá cargó desde su nacimiento. Como él, soy parte de esa gente más sensible a la relación. Desgraciadamente, en ocasiones, mis enojos insustentables y efímeros parecen eclipsar las cosas que amo de él. El mal humor es una máscara que se adhiere a traición. Debo mucho a este hombre, a su calidez y a su generosidad; a su inventiva y afán de superación, y —aunque su apoyo me pareció condicional por aquel malentendido— siempre estuvo a mi lado para escuchar y bancarme en las buenas y en las malas. Félix e Igniva, estaban más cerca de una humanidad que entendía la muerte como parte de la vida. Todavía sucede en algunos rincones del mundo castigados por el abandono social y el desastre natural.


41 Como paradoja los incluidos sociales estamos —por lo común— discapacitados para afrontar el morir y la muerte. Esta posibilidad de metabolizar la tragedia comenzó antes de toda antigüedad, no fue absoluta pero estuvo instalada en hombres y mujeres, incluso en los niños. No podremos ignorar nuestras marcas pero sería bueno evitar considerarlas estigmas. Tenemos diferentes estilos de afrontar las pérdidas, como en el arte podrían distinguirse las formas vitalistas de las racionalistas, pero a diferencia del arte aquí se inscriben en el cuerpo propio y en el social. Pertenecer a una familia además de llevar ese nombre o esa sangre implica cargar con un acervo. Parece cosa del pasado, pero —insisto— seguimos siendo un corte de un conglomerado de seres en la línea del tiempo. El conjuro trascendental suele por costumbre estar cifrado en la descendencia; esto ha hecho de la familia una necesidad y la fuente de mucho dolor. Tuvimos la mala idea de limitarla a un núcleo de consanguíneos y aliados, y asimilarla a un búnker. La trascendencia en el otro por lo general es en el hijo como único otro social. Entre tanto ese gran otro —dios— permanece indiferente, y muchos otros serán ignorados. Todo hombre depende de sus obras si quiere que su imagen perdure más allá de su existencia. Pero considerar obras a los hijos puede ser el principio de un enorme problema. En diciembre del 71 quise entrar a la habitación del sanatorio donde mi abuelo Félix agonizaba, permanecí unos minutos en la cabecera de su cama. Entubado e inconciente, respiraba emitiendo el resuello de un gran animal herido. Papá me apretó la mano y yo la suya. Me abrazó y prometió que iríamos a comprar todo lo necesario para salir a pescar los tres juntos. Mi abuelo murió esa noche. A mi padre nunca le había interesado la pesca, pero como se había propuesto mantener ese fuego encendido me llevó a pescar muchas veces, aunque evitando acercarse a la orilla, de no ser para tomar sol. Buscaba el calor salino y abrazador de las rocas al sur del Torreón o el de las próximas a Punta Iglesia, en Mar del Plata. El fuego de papá también era el arte; allí estuvo siempre su deseo.


42 En sus días de universitario estudió responsablemente y lo hizo con no pocos altibajos anímicos. Tuvo varios trabajos desde vendedor de salchichas en los bares del centro a mecanógrafo independiente. Su Olivetti era un regalo de la amada tía Mariú. Trabajaba porque la partida mensual que desde Bragado depositaban en la libreta de ahorro apenas alcanzaba para la pensión y algo de comida; pero los libros, el transporte y los “lujos” (como ir al cine o tomar café en las confiterías del centro) los costeaba con sus propios ingresos. La ciudad de La Plata espléndida en aquellos años lo subyugó rápidamente con sus diagonales y tilos, y tantas otras novedades que día a día iba descubriendo. Se pensaba que los estudiantes eran privilegiados. Hoy los privilegiados no estudian o solo cumplen con el semblanteo de elegir una carrera y recibirse. Mis abuelos lo ayudaron todo lo que pudieron, pero él se mantuvo a fuerza de voluntad, ganándose la vida con empleos pasajeros, aunque lo ocultaba. No quería que aquel sacrificio paterno quedara sin reconocimiento. Tenía esa delicadeza, esas pequeñas conductas que Goofman llamaba cuidado del rostro. Algunos compañeros de oficina lo miraban con recelo y envidia por su condición de universitario y más aún cuando se recibió. Pero otros —en general mayores que él— por lo mismo eran sus compinches y lo apadrinaban en pequeñas aventuras. Resulta cómodo envidiar a quien lucha sin trampas y llega a su meta; más aún cuando el que envidia no ha sido capaz de forzar su suerte con el menor sacrificio. Egresó como Contador Público en el 54 y siguió estudiando. Su reconocimiento crecía, fue teniendo clientes más solventes, pero no abandonó a los pequeños comerciantes con quienes tomaba mate y charlaba por horas. Solía volver a casa con panes, galletas, o cortes de carne, ya que a menudo sus viejos clientes no tenían otro modo de pagar por sus servicios, que cualquiera fuese el rango de la empresa eran de reparación o de cura. Así ensayaba su creatividad, y por eso el título de doctor que obtuvo en 1963 reflejaba lo que de verdad hacía. Entre tanto el fuego del arte se consumía lentamente, pero —como la leña dura— nunca del todo. Papá se había puesto la familia al hombro y no solo a su mujer e hijos. Cuidaba del


43 rebaño y sobre todo cuidaba su rostro y el de los demás. No es fácil cumplir mandatos y sortear la desazón. Solía decir “no tengo tiempo para otra cosa”. Somos un conglomerado de seres de un linaje, pero tenemos el deber de ser permeables a los demás y de reconocer nuestras miserias como premisa de intento evolutivo. La condición humana parece más Lamarkiana que la naturaleza (Lamarck fue un genial biólogo, mentor de la idea de Evolución, quien presuntamente se equivocó al sostener la herencia de los caracteres adquiridos en plantas y animales). ¿Seremos entonces capaces de desarrollar aptitudes emancipadoras frente a las herencias limitantes y atravesar las condiciones adversas de los nuevos tiempos?



45 El equilibrista Igniva cocinaba con el amor y la dedicación como ingredientes supremos. Tal como le había enseñado su tía-madre, continuando una tradición de cientos de años solo alterada por las distintas calidades de harinas, aceites, carnes y verduras. Supongo que en cada aldea salernitana habría una manera ligeramente diferente de hacer salsas, panes y demás exquisiteces mediterráneas. El suyo era un menú breve como el de esos clubes de barrio en donde todavía me gusta comer; hasta las minutas tenían su toque especial. Los ravioles de mi abuela eran superiores; le llevaba la mañana entera prepararlos, pero de todos sus platos mis favoritos fueron y serán por siempre dos: la torta de tomate y la de chicharrones. La primera era de masa esponjosa y salsa espesa de pimientos, tomates, dientes de ajo y albahaca rociada con queso provolone y aceite de oliva; la otra un hojaldrado y crocante pan atiborrado entre sus capas de crujientes chicharrones que obtenía derritiendo lonjas picadas de carne y grasa de cerdo en una olla de hierro fundido. Mi abuela mantenía viva en casa la llama del tiempo anterior a las edades, el de la sociedad tradicional: un tiempo extenso. Hoy la cotidianeidad está tomada por la búsqueda del poder, la aceleración tecnológica y la pérdida de complementariedad entre lo varonil y lo femenino. Por si fuera poco un aglomerado de mandatos que creemos imprescindibles han vaciado de sentido y plenitud a la vida. - ¿Así que usted preferiría morir antes que aceptar las ventajas del avance de la cirugía? - Espere… ¡yo no dije eso! Pero me haría cargo… eso creo. Tantos tumbos vistos y padecidos me han vuelto un viejo conservador, pero muy distinto a los conservadores que sentaron las bases de esta nación. Prefiero el salvajismo y la barbarie antes que la civilización del miedo que ellos instauraron cegando vidas y acumulando riquezas ajenas ¡Para colmo —entre otras cosas— los descendientes de esos genios fundadores dictaminan hoy que pintor vale y cual no sin saber un pito de pintura! - No reniegue más Marcelo, le lleva mucho tiempo renegar. - Cállese hombre ¿quién le ha dado vela en este entierro?


46 - De eso se trata usted está siempre de entierro así vamos mal… piénselo nos vemos la próxima. - ¿Qué clase de analista es usted?… ¡le dejé de pagar hace años! Mientras se desvanece la aguda irrupción sostengo entre mis manos un viejo libro extraviado durante años hasta que semanas atrás, ordenando cajas, pude reconocer su lomo: El Manual del Equilibrista de Alexis Jahedi. Con él retorna la imagen de Nanda recogiendo hojas de Ginkgo biloba bajo la galería de esos antiguos árboles que conduce al museo. Las usaba como señaladores, eran hojas lustrosas y bipartidas. Abro el libro y allí están mustias e intactas con sus dos lóbulos marcando una página que comienza diciendo: “Tanto la confianza excesiva en uno mismo como la creencia en la propia insignificancia descienden de ideas que precipitan al vacío” El aire matinal de Gonnet anuncia la primavera. Cierro el libro, y marcho en el 405 rumbo a la sedería de City Bell. Una mujer discute acaloradamente con la vendedora y me da tiempo a inspeccionar los géneros. Elijo un liencillo fuerte. Cuando dispongo de más dinero suelo comprar un corte llamado panamá. De regreso despliego la tela grande en el piso del taller, le doy una imprimación, espero algunos minutos y la ataco con tierras cálidas y oscuras. Tras unas horas de descanso avanzo nuevamente; esta vez con azules. Salgo al jardín que por costumbre llamo parque. El sol acompaña en la medida justa —ni lánguido ni voraz— y clavo el lienzo en un bastidor armado con listones de segunda mano. No quiero continuar por hoy; mejor darla vuelta y dejar que repose. Hay que dar tiempo a aquello que lo demanda. Igniva hacía reposar sobre la cama un gran bollo de masa cubierto con un repasador y una frazada para que levara, mientras aprovechaba a hacer otras tareas. Tanta evocación de gastronomía familiar me recuerda también que vengo comiendo de la lata hace un buen tiempo. Esta noche celebraré con churrasco, pan, vino tinto y chocolate. Una vez concluido el pasivo trabajo nocturno, mientras el sol revive los verdes en las copas de los eucaliptos, saco la pintura del taller y me dedico a mirarla y a navegar en su interior.


47 El tiempo en que observamos lo hecho es tan importante como la manipulación de la sustancia. Diría que al pintar básicamente uno distingue para luego pasar al acto físico que es intervenido por otra distinción; hasta clausurar y dar lugar a la mirada del otro. Busco un pigmento seco que compré en Ditta di Poggi, antigua artística de Roma cuyo local recuerda una farmacia decimonónica o bien una misteriosa tienda para alquimistas. Pisos, mostradores y estantes de madera oscura atiborrados de frascos con pigmentos, rollos de lienzos y cajones etiquetados con códigos, pinceles, espátulas, pasteles y lápices. Por fin encuentro mi azul de Prusia, ese que guardo para grandes ocasiones. El procedimiento es sencillo: primero el color en polvo debe ser humedecido con un gel acrílico trasparente y unas gotas de agua. Luego, lentamente aplastado con giros y rejuntes de espátula sobre un plato o mejor aun sobre un corte de porcelanato blanco. Su intensidad emociona, vibra con la furia de un océano. Estoy listo para comenzar a velar. Lo mejor de pintar o de ver pintura es que, en el transcurso, existe la posibilidad de dejar de ser excesivamente uno. Descansar del si mismo es algo tan saludable como excepcional. Confío que esta maniobra abra definitivamente la ventana del cuadro y me permita la catarsis hasta salir y clausurar mi parte; solo así saldrá del taller para exponerse a otras miradas. ¿Qué clase de pensamientos permiten descansar del espejo y las especulaciones? ¿Cómo cifrarlos en un agregado de manchas y trazos? A menudo suelo desesperar pero no pierdo nunca la esperanza de alcanzar otra calidad de pensamiento, y de hecho cada tanto creo conseguirlo pero el efecto es evanescente. Un cuadro no es la salvación ni la condena de nadie; el arte… bueno —con suerte— el arte podría ir más lejos. Sobre la mesa un atado de Marlboro acumula polvo entre pomos de acrílico, trapos manchados y pinceles maltrechos. El tabaco tendría que ser inocuo en los rituales de celebración, y nocivo en los in-disfrutados de la compulsión. Desafortunadamente, da igual si el asunto es vano o trascendente, en el lugar de la justicia suele estar su ilusión.


48 Los grandes artistas no pensaban en el saturnismo ni en los efectos del tabaco o del alcohol. Hoy el lastre de tantos temores produce otros estragos, tal vez menos morbosos pero decididamente más patéticos. “Tanto la confianza excesiva en uno mismo como la creencia en la propia insignificancia descienden de ideas que precipitan al vacío”. Prendo el cigarrillo y tomo distancia de la tela. La miro como si no tuviese nada que ver con ella, y allí descubro a un hombre que con el fin de mantenerse estable y avanzar parece balancearse entre opuestos. Oscila, contrarresta, evita. En su circunstancia no hay tiempo para especulaciones. Por alguna razón y sin que lo notara el equilibrista de aquel libro de Jahedi ha pegado un salto mortal a esta pintura y allí está practicando su oficio. Los últimos rayos solares se filtran y rebotan sobre el bodegón compuesto por la pava roja y varios frascos de agua apastelada. Cansado, y para mi sorpresa satisfecho, cebo un mate lavado. Será mejor poner los pinceles en remojo y salir un rato del taller. A veces el cuadro natural del crepúsculo ofrece un paisaje en lenta aceleración, su magia nos ha cautivado desde el comienzo de los tiempos. Es una de esas ocasiones en que el autómata se humaniza brevemente. Así, por impensada recompensa camino por detrás de la estación de Gonnet bajo unos diezmados eucaliptos. Hace un par de años la Delegación Municipal taló varios para destinar ese espacio a recreación y luminarias. Aquí los niños no salen a jugar fuera de sus casas; la play, el ordenador personal o el teléfono celular no requieren expansión ni compañía. Las ventiscas hicieron el resto. Un gran árbol de raíces pequeñas cede fácilmente si no está en formación con sus semejantes. Llevo largas horas trabajando en esta tela que, a juzgar por lo que acabo de ver y a falta de mayor originalidad, titularé El Equilibrista. Es fruto de una contienda casi concluida; esa especie de confrontación con la nada que llamamos presuntuosamente arte. Incluso cuando el resultado de la lucha sea la derrota. Hago todo por disimular las caídas y evitar una definitiva, no descanso hasta creer conseguirlo. Mera simulación, un hábito


49 definitivamente malo. El taller es el único ámbito donde sirve insistir en una especie de atemporalidad, claro que siempre hay un límite. Afortunadamente este equilibrista no necesita red. Con un poco de maquillaje estará listo para salir a escena. Las tierras cálidas del fondo claman por una veladura sepia en toda su superficie. Con ese matiz de tierra verdosa, ya aplicado, se pone de manifiesto la gran bóveda. Una vasta trama de saberes naturales. Ceno un sándwich de restos de asado del domingo. Tinto y soda nunca me faltan; es mi liturgia profana invocar de este modo al abuelo Félix. Veo por enésima vez una película que olvidaré. Tarde, y con pintura en las manos me duermo con el televisor encendido y sin señal. Adentrado en ese mundo, un sueño mezcla (como todo sueño) y dice su verdad a medias. Espero no olvidarlo, en verdad es muy simple: veo caer a ese hombre, el equilibrista y me acerco al lugar donde supongo que cayó, …ahí está, yacente en el césped verde de City Bell: Carlitos que soy yo, o yo que sería Carlitos. Se me fue la mano, me digo. Miro, lo miro y ya no tenemos manos. Nunca seremos identificados. Intuyo que El Equilibrista ha hecho solo una función tan sorpresiva como efímera. Suficiente para reanimarme. Estos cuadros no cuentan mi vida; le han dado sentido hasta este punto, pero solo hasta aquí. Comprendo que para seguir pintando debo adentrarme más en el vórtice. Algo en buena hora hace que regurgite viejas imágenes con nuevas palabras. Nunca supe vomitar; por el contrario pintar semeja un orden escatológico. Regreso al taller para lavar los pinceles mientras percibo como la brisa tibia mueve las hojas del nogal que antes de perderse en la noche, muestran los últimos inasibles verdes. El canto de las cigarras cesa dando lugar al de ranas y sapos. Hoy todo evoca el pasado en City Bell, a pocos kilómetros y a muchos años de donde me encuentro. Desde allí el recuerdo viaja como la luz de una estrella ausente. Debo seguir escribiendo.



51 La nostalgia Las ramas de los ciruelos están inclinadas por el peso dulce y cristalino de diciembre. Mientras todos esperan en torno a la mesa, mi abuelo —bajo el paraíso— corta el asado sobre su tablón de madera. Nuestro árbol de navidad es un ciprés que da a la calle. Este año no nos superará ningún vecino: está ornamentado con guirnaldas de multicolores bombitas de luz. En el campito denfrente (como lo llamamos) la naturaleza —más refinada— da su función con una constelación de intermitentes luciérnagas. Los primeros estruendos anuncian el advenimiento del 64. El soplo cálido del pasado reanima. La nostalgia, en cambio, retrae. ¿Qué luz no es sucedida por alguna oscuridad? Alguna vez la humanidad supo mediar con lo inconmensurable sin burocracias eclesiásticas. Pienso nuevamente en aquellas iglesias con hélices navegando entre pomposas nubes bajo la azul libertad del infinito. A mis seis años estaba confortado en un mundo del cual seguramente no quería salir. En aquellos días surgía la idea de conjurar el tiempo pero el primer eclipse en mi vida había ocurrido tres años antes en Jujuy. Allí comenzó a gestarse semejante desatino. Fue un eclipse paterno pasajero: Mamá, Luciana y yo fuimos a vivir en otra geografía, con otra gente y sin papá. El mundo había cambiado súbitamente. Lo han dicho diversos pensadores de distintas maneras: en su exacerbación algunas formas del amor nos enferman. La idea creció en torno a su propia sustancia: la fragilidad de lo entrañable. Se instaló como un lastre de pesadilla reapareciendo a poco de ser arrojado y desde entonces signó mi historia. Una amenazante niebla albergaba el fin, la finitud y por ende la finalidad. Más que suficiente para sembrar mala conciencia de todo el asunto. Seguramente no fui ni soy el único sufriente de duelos anticipados. No se sale de esto pensando. Ningún náufrago encontraría consuelo al pensar que otros han naufragado. Antes que abandonarse a inútiles reflexiones mejor actuar aunque se pierda todo, porque uno ya está perdido. Tarde


52 o temprano llegamos a una frontera que no podremos cruzar a menos que dejemos fluir nuevamente nuestros saberes naturales. Nos hacemos cargo o aceptamos los costos de la negación. Desde un tiempo que puede anteceder a mi propia existencia un mandato descabellado retorna, ignorando peligrosamente que no es posible burlar a la muerte. Pensar que todo está destinado a desaparecer y sentir que se debe impedir desbarata cualquier posibilidad de dicha personal. Ante la exposición directa a lo inexorable, también podemos recurrir a la droga insustancial de la nostalgia. Ese ojo ciclópeo adulterador del pasado, el que abrimos adictivamente en la impúdica impune intimidad, no es nada menos que una aberrante solución autofágica. He partido de la premisa de que no resolveré esto tan solo pintando. El equilibrista está en la cuerda; y es mejor así.


53 Jujuy El Río Grande formó esa quebrada que baja desde la árida puna por corredores y valles cada vez más verdes y extensos. Su caudal tumultuoso de lluvias estivales desciende a tierras frondosas donde el calor abruma y sin querer, en ese descenso, recupera muy al oriente de su inicio el norte de su nacimiento. Allí conecta con la cuenca del Plata y de este modo – tras incontables kilómetros y en caída libre al sur – algo de la tierra de los antiguos andinos por fin llega al mar. Huacalera es un pueblito de setecientas almas fundado a mediados del siglo XVII en la latitud exacta del trópico de Capricornio, a medio camino entre Tilcara y Humahuaca. Apenas un caserío con una plaza y una Capilla que —inesperadamente— conserva magníficas obras de la escuela Cuzqueña y un bello retablo de 1700 hecho por manos indígenas. Cuentan que a un lado de sus muros descarnaron el cuerpo del General Lavalle. Las osamentas, luego de un exilio boliviano, terminarían en una bóveda del cementerio de la Recoleta en Buenos Aires. Lavalle fue un controvertido líder unitario en las largas luchas internas suscitadas luego de la independencia argentina. Allí en Huacalera hacia 1894 —en una fresca casona de adobe— nacía Emiliano, mi abuelo materno. Alrededor de la plaza vivían entonces familias tradicionales y comerciantes. Algo más allá, al pie de los cerros y en sus propias áridas laderas, los campesinos trabajaban la tierra de pequeñas fincas, mientras sus mujeres llevaban a pastar las cabras y ovejas a las zonas más altas. Emiliano fue un niño curtido por la severidad paterna. Bajo de estatura, pero de contextura robusta, era descendiente del mestizaje de Omahuacas y españoles. En cambio Catalina, su mujer, había nacido en un humilde rancho del Ramal; esa zona baja, verde y calurosa de la multifacética provincia. Delgada y algo más alta que Emiliano, tenía un bello rostro de corte pámpido. Contrariamente a su esposo era pura dulzura. Se conocieron en la ciudad de Jujuy donde Emiliano se desempeñaba en una oficina del Ministerio de Agricultura de la Nación. Ella sabía tratarlo y siempre intercedía por sus hijos cuando él los reprendía o los ponía bajo castigo por inocentes travesuras. Así


54 era el amor en mi familia materna: respeto al padre y devoción a la madre. Los juegos y aventuras así como las complicidades y peleas eran cotidianas y divertidas. La ciudad de San Salvador de Jujuy se levanta en un pequeño valle rodeado de verdísimos cerros, surcada por aquel mismo Río Grande y atravesada por otros. A la distancia se divisan algunos picos áridos y al suroeste el poderoso Chañi. En un punto de la larga y sinuosa frontera con Salta, aquel coloso se eleva hasta los 6200 metros coronado con sus nieves eternas. Mi abuela Catalina, murió joven y la familia se descoyuntó. Emiliano cayó en la bebida y tuvo problemas con su trabajo. Luis, a quien tanto evocaré, ya estudiaba en La Plata, y mamá también. A ella este duelo le llevó muchos años, imagino que parte de sus miedos tienen relación con el efecto devastador de la inesperada pérdida; tenía una comunión especial con su madre. No sé más y me siento mal por esto, tal vez no he indagado lo suficiente. Nunca menciona el tema, pero con frecuencia tiene recuerdos de los tiempos felices de la vida provinciana. De a poco, a excepción de Angélica, el resto de los hermanos siguieron a Luis y mamá, hasta que finalmente mi abuelo también abandonó Jujuy y se instaló en La Plata. Lo recuerdo en su vejez llevándome de la mano a la estación de trenes para ver llegar y partir las formaciones. - Por estas vías vine y no volveré, pero vos sí vas a volver y sabrás de dónde venimos -sentenció una vez. Mi abuelo Emiliano olvidaba que su nieto de cinco años ya había estado en esa tierra antes y esto es lo que quisiera recordar ahora. Con todo… sabrás de dónde venimos, no se afirma porque sí. El avión es un viejo e infalible Douglas DC 3. Aerolíneas Argentinas anuncia por los altavoces una demora en el vuelo Buenos Aires - San Salvador de Jujuy, programado para las dos y media de la tarde. Luciana anda de aquí para allá y mamá cuida que no caiga al piso, le resultaba extraño estar en un aeropuerto. Sus viajes desde y hacia Jujuy habían sido casi siempre en el Cinta de Plata una formación del Ferrocarril Belgrano que cumplía el recorrido desde la estación de Retiro en Buenos Aires hasta la de San Salvador de Jujuy.


55 Papá me sostiene en brazos, está afligido. Me baja, y de frente, en cuclillas, trata de explicarme porqué no viajará con nosotros. Tiene que quedarse a trabajar con los abuelos “para que pronto podamos tener una casa linda”. No entiendo sus palabras; pero noto su emoción. La besa a mamá y a Luciana y me aprieta fuerte contra su pecho. ¿Por qué… por qué nos tenemos que ir papá? No podía hacer esa pregunta que presionaba mi corazón. Él lo presentía, por eso su abrazo. - Vos que sos el varón las tenés que cuidar. Nada de pucheros: ¿entendido?, pronto nos volveremos a ver… lo prometo. Ha despachado tres maletas grandes, mamá se esfuerza por no llorar. Giro y lo veo en un espacio infinitamente grande. Agita su mano a lo alto despidiéndose. Simplemente nos estábamos mudando a Jujuy hasta que la casa de City Bell estuviese construida pero para mí resultó más que eso. El ruido de los motores del avión es ensordecedor. Mamá me habla con Luciana en brazos, solo escucho el chillido mecánico. Pronto comenzará el primer dolor de oídos de mi vida. Es punzante, lloro callado. Mamá, que percibe todo, pulsa un botón para llamar a la azafata. La chica se acerca, me acaricia y vuelve al instante con un pequeño botiquín del que saca un frasquito con tapa de gotero y unos algodones. Está acostumbrada. Yo siento que el dolor se agiganta y —aunque ya estamos lejos— imagino que papá aún nos está saludando. Duermo sin saber que volamos. Atravesamos medio país hacia su provincia más septentrional. Amo y amaré Jujuy pero siempre será sinónimo de alejarse demasiado. Al despertar, Luciana me mira con sus grandes ojos. Hace una mueca y se ríe. Nos recibe una comitiva familiar, encabezada por Angélica, la hermana mayor de mamá y por Víctor su marido. En su casa viviremos junto a mis primos Cuchi, José (mayores que yo) y Clarita, más pequeña que Luciana. La casa de la calle Salta es fresca y amplia. Por encima de los techos se contornea el perfil oscuro de los verdes cerros. En el centro del patio, estoy mirando este paisaje nuevo, mientras mi tía Negri, como le dicen a Angélica, corre al Cuchi


56 que se ha robado una empanada gritándole ¡sinvergüenza! con una musicalidad que solo en esa provincia se escucha. Es que la tía Negri prepara unas empanadas tan ricas que suelen no llegar a la mesa. Clarita usa un cajón como andador y Luciana tambaleándose, se aferra a los pantalones de mi tío llamándolo papá... Mamá ríe y le dice: - No Lucita, él es tu tío Víctor, papito pronto vendrá. Me han puesto un guardapolvo azul marino y estoy listo para ir a la guardería de la iglesia de Santa Bárbara. Las Hermanas son muy alegres. Ese primer día del pre-escolar dibujé y las monjas festejaron bastante mis garabatos. En nuestra casa de La Plata papá solía hacer dibujos de animales y caricaturas, luego yo me entretenía garabateando sobre esos sencillos pero ágiles diseños. No entendía por qué papá no estaba con nosotros. Entre los dos y los tres años el padre suele eclipsar el primer mundo, pero el mío no estaba allí. En realidad el eclipsado fue él y por su propia decisión. Pronto las cosas volverían a su cauce, pudo ser peor.


57 Catecismo Perdidos los cielos primitivos buscamos refugio en idolatrías o en el consumo. Como templos, monumentales relatos pretenden abrigar a sus creyentes, y nuevas reliquias tecnológicas intentan conjurar el tiempo. El hueco en la capa de ozono atmosférico es menos dañino que la disolución de la capa de antiguos saberes. Pero ambos desastres comparten su genética. Los dogmas son parches de ignorancia a los tejidos desgarrados a la naturaleza. Uno de ellos nos señaló culpables antes del primer llanto y nos forzó a aceptar el castigo y el mandato de un dios déspota a fin de evitar el temido suplicio del infierno, y así alcanzar la recompensa celestial. Gran parte de la humanidad ha creído esto durante siglos. Para mis compañeros de catecismo era un cuento aceptado con despreocupación; yo no digería bien el asunto. El pecado hereditario es una idea cruel que desbarata la inocencia por más sacramentos que el poder suministre. A la pérdida del paraíso debemos sumar la participación en el crimen de un hombre deificado; luego ya cualquier crimen es posible. Toda una garantía de malestar. Aunque no lo sabía en esos términos, a los seis años podía intuirlo. Todos los miércoles nos llevan a misa. Hay varios curas, el Padre Guillermo es el más amable y extravertido. La iglesia está justo frente al Colegio. No me gusta ir. Beto y yo estamos sentados en nuestro banco, me siento descompuesto. Se da cuenta que agacho la cabeza y me agarro el vientre. - ¿Tas bi-bien Marcel? –dijo tartamudeando. - No gordo, me duele la panza…quiero ir al baño. Me hago caca. - ¡Uh! A-pu-purate que te tenemos que ir a misa, a-a-pu-purate - Busqué a la señorita Mirta y tiré de su guardapolvo, le expliqué abochornado y ella me acompañó hasta los baños. - ¡No entiendo cómo te dejaste estar así! Bueno, hacé… te espero aquí. Me moría de vergüenza. Cuando salí aliviado me preguntó:


58 - Qué te pasó Marcelito, ¿te sentís mejor? Vamos que los chicos ya están en misa. Al menos ahora había algo de dulzura en sus palabras cruzando la calle de adoquines hacia el templo. - Seño Mirtita, hoy mamá se olvidó de poner en mi bolsa el sándwich que siempre me prepara y yo me compré un alfajor en el quiosco, fue culpa del alfajor. Tal vez aquellos sándwiches de queso y membrillo tenían tanto amor que no detonaban con los sustos, como evidentemente lo hacían los alfajores. Por suerte ella nunca olvidaba poner un calzoncillo de repuesto en la bolsa del Jardín donde había bordado mi nombre. El otro, atascado en las cañerías, lo encontraría al día siguiente el plomero contratado por la escuela. Entrando a la iglesia por un lateral se hallaba un santo de pies sangrantes, y por el otro la Virgen María alzando sus ojos llorosos con un gesto de dolor extremo. En el altar el Cristo con su corona de espinas y el cuerpo vencido clavado a esa cruz. Se trataba de eso, o de esos iconos, que hacían de aquel lugar una galería del terror frente a la cual el túnel fantasma del Italpark resultaba un chiste inocente. Para mis compañeros la fórmula funcionaba al revés. La imaginería religiosa me había impresionado desde el principio aunque nunca se lo dije a nadie, ni a la señorita Mirta. Por las noches solía tener pesadillas y solo a Luciana en tono de broma la asustaba con San Pedro, como si fuera el monstruo de Frankenstein, pero yo terminaba más asustado que ella. Justamente San Pedro el más controvertido de los apóstoles tanto o más que el mismísimo Judas. No quería comulgar por esto; me resultaban tenebrosas esas imágenes del sufrimiento. Supongo que en mi infancia ese temor a lo que debería ser supuestamente bueno me indignaba, y esa indignación era a la vez una prueba de creencia y el principio de su fragmentación. Tempranamente quedé encerrado en una red de símbolos contradictorios. Hubiese sido mejor deambular por laberintos de ligustrinas o muros; al menos estos tienen una salida. A raíz de nuestra mudanza a La Plata en el 64 me transfirieron a una escuela pública y nunca comulgué.


59 Recuerdo ahora algo curioso y terrible, algo que hasta hoy he pasado por alto. Se trata del origen de mi nombre. Varias veces me contaron que proviene de una película titulada Marcelino pan y vino. El protagonista es un niño abandonado por su madre frente al portal de un Convento de Castilla. Marcelino crecerá feliz entre los frailes. Cierta vez, desobedeciendo la prohibición de subir al desván, termina descubriendo allí a un Cristo crucificado que al principio le produce espanto y luego compasión. Conversa con él a diario y roba el pan y el vino de los Franciscanos para ofrendárselos cada día. El niño, santo o psicótico, le expresa a Jesús su deseo de reunirse con su madre y con la Virgen. Finalmente muere a sus pies. Esto debió conmover no solo a los frailes que lo espiaban, sino también al público y –en especial— a mis padres. Aun no conocía esta historia y ya rechazaba en mi infancia los macabros íconos eclesiásticos. ¿Podría el nombre propio comunicarnos algo fuera de nuestra experiencia? El hombre deificado es la mascarada de la iglesia para esconder la imagen del dios primigenio, el cruel dios del desierto. Pienso en “Textos ocultos” y en Bakunin, también en Saramago con su “Evangelio según Jesucristo”. Pero se impone la imagen de la portada de un álbum de Jethro Tull: “Aqualung” un viejo mendigo junto a su perro. El harapiento hombre podría ser Diógenes, Ariel o el mismo Mindaugas (no he escrito sobre ellos aún). Da igual… cualquiera de estos leería al revés el pasaje del Génesis… y el hombre creó a Dios a su imagen y semejanza, tal como reza la frase de aquel álbum de rock. Claramente, con el tiempo necesitó crear a Jesucristo para redimirse. Y luego, en su nombre, aplastó a tantas humanidades que la antropología no tuvo oportunidad de contar. Los Estados necesitaron siempre de religiones y de circos; sus mandatos y amenazas han sostenido el poder. Las marcas del despotismo se extienden más allá de sus fronteras. Hoy, tanto en las humanidades descreídas del castigo divino como en las fanatizadas en su nombre, el temor se ha hecho miedo radical al otro. La religión del mercado global imita y ridiculiza a las iglesias, tal como estas lo hicieran con lo sagrado.


60 Extrañamente la anulación del sujeto se consuma en la exacerbación del individuo que confía su salvación al mandato de consumir. Pero la orden viene de un orden que lo consumirá como combustible para su propio indescifrable propósito. Las escrituras y leyes son textos, solo los actos reales de desapego redimen. ¿Qué hay de la literatura?: no lo sé…tengo mis dudas. ¿Qué es lo que estoy haciendo entonces? Cebo el agua con palabras a riesgo de ser tragado por un monstruo errante y errado que solo come letras, pero al menos ya no me siento a la deriva.


61 El museo y el diablo Tenía siete años cuando descubrí a los dinosaurios en un álbum que atesoraba mi padre. Durante tardes enteras copié con esmero esas imágenes del revolucionario cuadernillo hasta llegar a la creación de un dinosaurio propio, quimérico y terrorífico, un proto-Gozzila, peor que los temidos Rex. Las figuritas procedían del reverso de los envoltorios de chocolatines Águila que papá, cuando niño, sustraía del almacén de mi abuelo. Entre su infancia y la mía la imagen de los dinosaurios no había cambiado mucho y como aun no estaban de moda casi nadie hablaba de ellos. Insistí para que me llevaran al Museo de Ciencias Naturales hasta que por fin, un sábado de mayo llegó el momento anhelado. Pasamos frente al portón del zoológico y seguimos por la diagonal del bosque; doblamos por otra diagonal más pequeña abovedada por una galería de magníficos ejemplares de Ginkgo biloba que finalmente desemboca en el museo. Mientras subíamos la ancha escalinata custodiada por dos esmilodontes de cemento (más conocidos como tigres dientes de sable) papá me tocó el hombro y me dijo: - Marcelito, los dinosaurios vivieron hace mucho tiempo, solo quedan sus esqueletos. - ¡Papá…eso ya lo sé! —afirmé para su sorpresa. Poco antes habíamos ido al cine Cervantes a ver una película titulada “Un millón de años antes de Cristo” con la actuación de Raquel Welch, la mujer más despampanante que jamás había visto. El film era un sacrilegio para toda ciencia, desde su título inicial hasta los rodantes finales. Por entonces esto pasó desapercibido aun cuando papá solía ser socarrón con los detalles inverosímiles de las películas y series. Recuerdo que expulsado de su tribu el héroe barbudo y de pelo oscuro (aunque de tez clara) yacía medio moribundo en una playa cuando fue encontrado y rescatado por un grupo de bellas mujeres ataviadas con rústicas bikinis. Las jóvenes pertenecían a una tribu donde todos eran rubios y buenos. Integrado a la nueva vida


62 tribal el tipo se asombra por las costumbres adelantadas de sus anfitriones, que sabían hablar o lo hacían menos guturalmente que él, y además parecían vivir felices. En una escena posterior mientras se encuentran pescando los ataca un espasmódico Alosaurio que rondaba el río. Nuestro héroe salva a una niñita que había quedado sola y enfrenta a la tiesa bestia ensartándola con una descomunal lanza que en el apuro arrebatara de una choza. Luego pelea con el propietario de la lanza más irritado por la intrepidez del desconocido que por el hurto del arma. Tras esto el protagonista es condenado al exilio por un consejo tribal que, curiosamente le regala la lanza. La pareja atraviesa distintas peripecias como el frustrado rapto de la Miss mundo en garras de un gran pterosaurio. No tienen más remedio que pedir refugio en el campamento del protagonista; allí la maltrecha joven se ve obligada a enfrentar y vencer a la despechada y furiosa ex mujer de su amado. Los villanos rivales, que habían expulsado al guerrero, la instigan a dar muerte a su contrincante vencida. En ese instante aparecen al rescate los rubios. Finalmente, en medio de la batalla, erupciona un volcán poniendo fin al pleito. Por supuesto la pareja estelar y demás sobrevivientes buenos de ambos bandos fundarían la humanidad de gente linda y aria. Ese fue el final feliz de la película y yo quedé fascinado por las rubias y por la prehistoria. El museo era un templo ante mis ojos asombrados, y la ciencia su incógnita religión. ¡Con esa fe quería comulgar! Volví varias veces hasta que a los diecisiete años ingresé a la carrera de Antropología. Afortunadamente el sitio solo me cautivó por el tiempo que duraron mis estudios, la mayoría efectivamente quedan cautivos en sus dependencias. Sonará muy disruptiva esta afirmación. Una mezcla de desencanto y temores me alejaron de allí. Puede que racionalice un poco con eso de considerar una suerte el haberme ido. Me gustaba asistir… hasta que en los años de plomo todo se desbarató. La Facultad de Humanidades donde también cursaba varias materias era un inframundo de catacumbas sórdidas; pero el sótano del Museo —que no se mostraba al público— con sus pasillos y gabinetes parecía más alejado del imperio militar. Varios laboratorios eran aulas de trabajos prácticos por entonces.


63 La recordada visita con papá, mamá y Luciana no fue la primera que hice al Museo. Había estado antes en ese lugar aunque no sabría precisar la fecha exacta. Fue tal la impresión de esa primera presencia que forjó una breve y repetida pesadilla: En la oscuridad de una noche cerrada me encuentro en el Renault Dauphine de mi tío Luis. Él conduce y estaciona frente a los mismísimos tigres dientes de sable, yo voy a su lado. Dentro del museo estoy en penumbras en la entrada de una gran sala perimetrada con misteriosas vitrinas. Es la sala que tiene una reducida reproducción de la Puerta del Sol de Tiahuanaco. En el centro el espacio parece vacío y al fondo un as de luz cae sobre un altar bajo; es lo único iluminado. Un prisma litúrgico de colores dorados y blancos y ¡lo peor!: lentamente veo emerger por detrás la roja testa del diablo, con sus cuernos atroces. Sin cuerpo, solo la cabeza de Satanás. La bestia está de perfil y no se percata de mi presencia. Súbitamente estoy de nuevo en el Renault, miro detrás de la ventanilla y sigo viendo a ese diablo como una marioneta gigante y maligna. Un análisis de café llevaría a decenas de interpretaciones pero es evidente que había estado allí antes del día en que papá me llevo a ver los dinosaurios. Por más de cinco años recorrí el camino desde mi casa al corazón del bosque platense donde se alza su magnífico edificio. En la sala de Etnografía dentro de una vitrina del tamaño de una cabina telefónica aún se encuentra la imagen completa a escala real de un diablo boliviano con su traje multicolor y su máscara roja, traído seguramente de los carnavales de Oruro. Una reliquia de las fastuosas diabladas vista por un niño podía ser más que eso, y de hecho lo fue. Los esqueletos, algunos muy zancudos, otros muy cogotudos, eran enormes y escultóricamente hieráticos. No resultaba fácil asociarlos a los terribles lagartos del álbum. Mientras regresaba se me iban ocurriendo preguntas que papá atento al tránsito dejaba pasar. Los curas del San Francisco nada me habían dicho sobre la creación de los dinosaurios y menos sobre su desaparición. Pensándolo bien tal vez cuidaran la reputación de Noé, quien con seguridad los había rechazado por la misma razón que lo hiciera la naturaleza.



65 Luis y Luisito Las antiguas sociedades pescadoras muñidas de diversos préstamos e invenciones, incluyendo jaulas, redes y hasta venenos, nunca resultaron una amenaza para sí mismas, ni para los peces y su ambiente. Temerarias y temerosas, supieron siempre que sin mediación no se puede pedir y que nada funciona sin ofrenda. El peligro real es la voracidad ilimitada (esa compulsión ignorante de los rituales) algo completamente ajeno al temperamento de aquellos hombres. Mi tío Luis y su hijo Luisito (uno Geólogo, el otro futuro Ingeniero) poseían esa sabiduría. Expertos en pesca costera desde las playas de San Clemente del Tuyu, no tuvieron más remedio que llevarme como ayudante en el verano del 66. Luis manejaba un Renault Dauphine color verde pastel, repleto de bolsos y canastas con provisiones, equipos diversos y las cañas enterizas de colihue y de bambú atadas al techo. En Dolores dejábamos la temida ruta 2, llamada ruta de la muerte debido al número de accidentes que allí ocurrían. Luego continuábamos por un camino de tierra hasta San Clemente. A lo largo de todo el viaje mi tío, que conducía con el pecho cerca del volante, estuvo muy lejos de superar su record de ochenta kilómetros por hora logrado en el mismo trayecto durante el veraneo anterior a bordo de un Peugeot 403 que extrañaba inconfesadamente. En algunos tramos era de suponer que cualquier paisano a caballo podría pasarnos al trote. Pero lo que faltaba en velocidad sobraba en diversión: cuentos, risas y grandes festejos cada vez que Cartucho dejaba escapar una flatulencia. Cartucho era el perro de la familia, un overito atorrante y pendenciero. Para esos viajes Lina –esposa del tío Luis— disponía un kit gastronómico perfecto: equipo de mate, termos con leche chocolatada fría, escones caseros, pasta frola de dulce de membrillo, sándwiches de milanesa, y limonada. Siete horas para recorrer menos de 300 kilómetros podría parecer mucho tiempo considerando la distancia, pero no lo era


66 para una tripulación tan entretenida. En esos memorables viajes tuve mis primeras lecciones de geología y de zoología de la pampa. Aprendí a distinguir teros, chajaes, garzas, cuervos de cañada y aguiluchos, además de cuices y mulitas.También a jugar al truco y un montón de chistes, la mayoría escatológicos. La casita de veraneo de San Clemente, a varias cuadras del mar y lejos del pueblo, estaba perdida entre médanos. Protegida del viento del sur por una hilera de álamos piramidales se afirmaba fuertemente en un pastizal amplio a diferencia de otras semi-sepultadas por la arena. Era un rancho reforzado con algunas comodidades extra: heladera a kerosene, una perforación que proveía agua fresca y grandes habitaciones con algún que otro murciélago que abandonaba la casa pacíficamente al advertir nuestra llegada. Mi tío tenía por costumbre ir a la playa con zapatos negros lustrosos y soquetes. Vestía un short de baño verde, extraordinariamente grande, con lunares bordó y blancos y montados sobre su nariz un par de anteojos verde oscuros de carey. Su cabello negro azulino era abundante y siempre engominado hacia atrás como si fuese a ir a la oficina. Festejábamos su aspecto estrafalario sin ninguna vergüenza y con su consiguiente beneplácito. Padre e hijo eran mis ídolos y todo un modelo de orden y conducta. En aquellos años, orden y conducta no eran palabras desacreditadas por la apropiación del lenguajeo fascista. Papá señalaba con frecuencia esa ejemplaridad y yo terminaba algo fastidiado. No podía evitar la comparación. Luisito —el mejor de su división en el Colegio Nacional— me llevaba tres años. Él admiraba a mi tío como éste a su único hijo. Mi misión principal como ayudante de pesca consistía en buscar almejas y encarnar anzuelos. Estas tareas, por cierto nada fáciles, eran de gran importancia para conseguir lo más preciado. Un actor de reparto sabe sobre derechos de piso. Sin dejar de anhelar, acepta y hasta disfruta las encomiendas. Los chicos de hoy solo quieren protagonismo. Sin embargo debo reconocer que fui un leve precursor del consentido despotismo infantil de nuestros días.


67 Al cabo de una hora de iniciada la pesca comenzaba mi merodeo pidiendo permiso para empuñar la caña. No quería ser mucho menos que ellos sino apenas un poco. Por ese motivo me habían bautizado Azote y también Castigo. Se divertían cambiándome el apodo. Me llamaron también Acertijo, como aquel archienemigo de Batman que se deleitaba dejando pistas difíciles de resolver aunque siempre resultaba atrapado. La espera es calma, el mar, generalmente amarronado por la cercanía del río, luce azul intenso y sereno. Permanezco en cuclillas mirando alternadamente a Luis y a Luisito. Sé que en cualquier momento vendrá el sobresalto tras un repentino movimiento de caña hacia atrás en respuesta al pique. Intento controlar la emoción, me mantengo alerta y en silencio. ¡Un pique sigue al otro! Tras una pausa de estudio mis jefes recogen sus reeles rotativos dando periódicos cañazos hasta divisar el aparejo que —avanzando hacia nosotros entre las pequeñas rompientes— se conmueve con las zigzagueantes corvinas. La mayoría pequeñas roncadoras (llamadas así por el sonido peculiar que emiten). Muchos reclamos serán necesarios para que me dejen pescar. Quiero sentir un pique. El tironeo… el estremecimiento, el esperado instante en que el pez come la falsa ofrenda y comienza a ser pescado. Mi insistencia debe conmoverlos o cansarlos. Por fin, apiadados o hartos, ceden a mi pedido. Me encuentro solo frente al mar con la caña clavada en la arena y las manos sosteniéndola. Me pregunto si podré cañar en el tiempo preciso. En un arrebato de confianza siento que de alguna manera voy a pescar. El tío me advierte que deje comer al pez y solo responda al pique franco; el merodeo se siente suave. Es el momento en que se debe tensar el sedal con un par de vueltas a la manivela del reel, y esperar. Si el pez se decide y ataca, viene un tironeo tartamudo, fuerte, que se siente en la yema de los dedos, en las piernas y en la punta de la caña que es como parte de uno. ¡Entonces sí…a cañar! Es decir a llevar hacia atrás la vara: ni fuerte, ni suave. Recoger y volver a cañar periódicamente, soportando el corcoveo, el peso y la lucha del pez; su locura o desconcierto. En ese punto


68 resulta clave saber regular el freno del reel, dejando que se vaya algo de hilo y así manejar nuestra resistencia con la del pez. ¡Ah! y devanar prolijamente el nylon con el pulgar para que se enrolle parejo en el carretel. Entiendo la teoría pero dudo sobre su puesta en práctica. ¡Esto requiere demasiada destreza! Nada de lo previsto ocurre. Contrariamente, la línea es embolsada por el viento suave del norte y se afloja hasta caer. Mi tío, está distraído mirando un revoloteo de gaviotas en los médanos. Repentinamente el nylon se alza del agua como un látigo empapado que sacude un destello de miles de gotitas en todas direcciones. Cuando intento decirles ya es tarde; el tirón me precipita a la arena espejada. Entonces vocifero aferrado a la caña: - ¡Piqueee! Me relevan de inmediato, antes de ser arrastrado. Perplejo, permanezco en silencio unos segundos. La vara se arquea indicando que algo maravilloso va a ocurrir, entonces gritamos como los indios de las películas de cowboys cuando se lanzan al ataque. Ha transcurrido media hora de lucha con un pez que a juzgar por su resistencia de ningún modo puede ser una corvina. ¡Te tengo Leviatán! —clama triunfalmente Luis que además de geólogo es muy culto. Finalmente Leviatán deja ver su aleta dorsal de velero y su lomo gris azulado de submarino. Es enorme y viene pesadamente entregado. Avanzo con temor. No estoy a más de cinco metros. Ahora Luisito sostiene la sufrida caña y el tío Luis se acerca cautelosamente con el puntiagudo caño de la sombrilla playera que por aquel tiempo no eran de chapa taiwanesa sino de acero nacional. Tira de la tanza con su mano derecha envuelta en un trapo y en ese instante el tiburón —semi-varado— sacude su cabeza y corta la brazolada. Aprovechando que llega la lengua de agua espumosa gira violentamente mar adentro y… desaparece. Todos los curiosos que se habían acercado se desconcentran. Solo Luisito obnubilado no quita sus ojos de algún punto entre las primeras rompientes y el horizonte. Entonces mi tío clava con furia su lanza en la arena. -¡Qué bicho hijo de puta! Estoy alelado; por primera y última vez lo escucho proferir un insulto. Cuando se percata de mi sorpresa me dice sonriendo:


69 - Perdón sobrino… ¡me emocioné! Casi, casi lo vencemos… ¡por un pelito eh! Con seguridad se tragó una corvinita enganchada a nuestro anzuelo… Como siempre, la tía Lina cocina filetes de corvina a la luz de un farol a gas de Kerosén. Mientras los tres varones jugamos a las cartas esperando el manjar e intentando imaginar el improbable sabor del tiburón ausente y su suerte en el mar nocturno de San Clemente. Que se escape a último momento aquello por lo que luchamos es moneda corriente en la vida del pescador y en la vida a secas. Forma parte de ambos oficios no darse por vencido antes de tiempo o evitar perseverar cuando la suerte está echada. Lo se, pero en esto he sido un total desastre. Tal vez hoy un poco de esa vieja sabiduría ha decantado por fin. Incentivados y preparados para grandes cosas, a la mañana siguiente cruzamos los médanos pero no conseguimos atrapar ni una roncadora en toda la jornada. Regresamos con la anteúltima luz del atardecer. Me siento derrotado. La tía fríe papas y Luisito eleva agua al tanque con la bomba de mano. En un rato seguiré yo. Así ganamos el derecho a cenar. Varias polillas giran en torno al sol de noche mientras el tío Luis limpia y engrasa los engranajes de su reel. Estoy en silencio, acodado en la mesa, con la mirada puesta en mí uña que parte una cascarita de pan sobre el mantel. Ahora mi tío revisa el filo de los anzuelos. - No siempre podremos volver con algo en la bolsa —afirma sin levantar la mirada de su trabajo, y continúa: - ¿Qué hacemos cuando al cabo de varios lanzamientos no tenemos pique? No contestes, solo escuchá. Lógicamente deberíamos pensar cómo llamar mejor la atención de los peces si estos anduvieran por allí… Entonces —de acuerdo a la marea, al viento y a la luna; pero también a la temperatura y a las demás condiciones— decidiríamos cambiar carnadas, anzuelos, profundidad, posición, distancias… En suma: ensayaríamos las variaciones posibles, y si aun así persistiera la racha adversa


70 podría que nos convenga cambiar de lugar. ¿Te acordás donde estaba aquel señor de gorra blanca? - ¡Sí, claro tío, el tipo que pescaba… estaba rumbo al barco hundido! - Ahí mismo. Si nos hubiéramos acercado demasiado a él, lo hubiésemos molestado. Un poco más allá entonces… Donde fuimos estuvo bien, aunque no nos fue mejor. Lo intentamos casi todo pero los peces no aparecieron. ¿Qué pensamos, qué sentimos entonces?; a ese punto llegamos hoy… ¿verdad? Hace una pausa y me mira. Siento su cautela. Luego prosigue. - Marcelito, es natural que quien empieza a pescar, si vuelve con la bolsa vacía sienta desaliento o piense en su mala suerte. - ¡Tíooo…pero el señor de gorra blanca pescó! —exclamé levantando la vista y ensayando una desafiante mueca de enojo. Luis deja de atender las líneas que está reparando y me dirige una mirada severa como nunca antes había sentido. - Exacto, pescó porque estaba en el lugar correcto, y nosotros no podíamos ocupar su sitio… nadie —escuchá bien lo que te digo pichón— ¡nadie debe ocupar lugares ajenos! Lo dijo con tanta autoridad que enmudecí. Años después leía en “Tristes Trópicos” —el maravilloso libro de Lévi-Strauss— una de las definiciones más contundentes de la libertad humana. La misma idea del tío Luis en palabras eruditas. Luis siguió instruyéndome. - Además, sobrino…, los lamentos no devuelven nada. La cuestión es sencilla: hay días así y hay de los otros. Está muy bien esperar lo mejor, ser optimista, pero el intento es lo que cuenta. No es bueno ni posible ganar siempre. Guardó los anzuelos y me indicó el camino de la bomba de agua. Acaté en silencio. No creo haber estado preparado para tanta verdad. Me gustaba buscar almejas. Recuerdo su fuerza para escapar y esa sensación de apretar fuertemente para evitar que ganaran su libertad bajo la arena compacta y mojada. Me gustaba aún cuando los dedos quedaban a la miseria. A veces el tío Luis llevaba un limón a la playa y las comía crudas, no se si lo hacía porque le agradaban al paladar o para divertirnos, o bien por ambas cosas. Nos reíamos mucho de esa


71 asquerosidad que aprendí a practicar sobre todo cuando tengo público infantil. Lina preparaba las almejas con apenas un golpe de hervor. Eso era mágico porque cambiaban en un segundo de color. Los sifones o tetitas (como nos divertía llamarlas), pasaban de gris oscuro a rojos y el pié amarillo claro que parecía una lengua, viraba al blanco. Esperaba a que se enfríen y las aderezaba con aceite, vinagre, sal, ajo y perejil bien picados. La mejor carnada era también un manjar para nosotros.



73 Elementos Tal vez las leyes newtonianas resulten insuficientes para la comprensión astrofísica en este siglo, sin embargo siempre servirán para explicar cómo una buena casa se sostiene sola. De modo similar, aquella antigua reducción del universo a “cuatro elementos” —inútil para la ciencia actual— aún da marco a algunas actitudes del viviente que no tienen que ver con la experiencia, y están por fuera de esas señales del contexto que —como niño— comenzaba a interpretar. Ese punto conduce directamente a la vieja discusión sobre el supuesto predominio de lo innato o bien de lo adquirido. Nuestro perro Buby, sin haber sufrido de cachorro ningún trauma especial, huía de la lluvia. No soportaba siquiera la plácida llovizna de verano en las tardes de calor; en cambio se deleitaba haciendo pozos en la tierra seca para acomodarse en ellos. Evitaba cruzar el puente sobre el arroyo, obligándonos a remolcarlo como a un burro. Por el contrario, Minga, una perra azabache que le sucedió, permanecía en el césped del parque bajo un aguacero y no necesitaba sentirse acalorada para saltar a la pileta o meterse hasta el cogote por la zanja pluvial. Buby y Minga estaban signados por elementos opuestos. Como Minga, yo tuve predilección por el agua. Aprendí rápidamente a mantenerme a flote y sin instrucción especial comencé a nadar, pero me costaba subir a un árbol. Sentía vértigo al contemplar los grandes edificios de Mar del Plata desde la vereda; y sentado en las escalinatas de la Catedral de La Plata practicaba una prueba mirando hacia atrás que me ponía al borde del desmayo. El aire no era lo mío. Puedo entender como vuela un avión, pero siento una total precariedad ante el hecho especialmente cuando soy pasajero. Luciana adoraba la poesía, las estrellas, las nubes y los aviones… subía a los árboles sin problema y desde allí me hacía burlas sabiendo todo lo que me costaba. Era de aire…y algo sobradora. Quienes son de aire han dado un salto liberador. Al crecer, para no pasar vergüenza, tomé riesgos y comprobé (hasta hoy) que podía subir a un techo o podar un árbol sin


74 desfallecer en el intento. Con el correr de los años aprendí también, que los elementos se necesitan entre sí. Carlitos, incendiario por vocación, inequívocamente era de fuego. Contemplábamos sus fogatas nocturnas en ese estado hipnótico que produce el plasma agitándose en la oscuridad. Yo lo perseguía con el diccionario, y también lo admiraba. Me parecía que aquel simpático irresponsable sería capaz de actos heroicos o vandálicos. Después de todo, agotadas las aptitudes corporales provistas por los dioses a las bestias, Prometeo sintió pena por la despojada humanidad y temerariamente robó —para ella— el fuego del Olimpo. Gracias al fuego restaurado y a su propio ingenio, el hombre pudo afrontar las amenazas naturales pero con el costo de calamidades que le pesarían para siempre. Aquellos dioses no dejaban pasar por alto la menor burla. También Prometeo pagó por su desatino. La vieja oposición innato-adquirido se disuelve cuando vislumbramos en la sustancia de lo innato la permanencia de remotas y olvidadas adquisiciones.


75 Segunda Molotov Dos años después del primer intento, al Flaco no le falló la segunda Molotov; pero sí la puntería. La ansiedad desbarató sus estériles recaudos y no pudo evitar otro incendio en el gallinero del turco. Saldo: dos gallinas y un gallo muertos más una decena de pollos con quemaduras leves. Cuando vio la escena de lo que había provocado salió corriendo espantado. Lo frenó su madre, quien sollozando sofocó el fuego con baldes de arena. Toti, el ideólogo, y sus escuálidas hermanas no estaban allí. Era viernes. A Carlitos le temblaban las piernas mientras recibía los cachetazos compasivos de su madre. - Mirá Carlitos rajá ya mismo… andate porque cuando llegue tu padre ¡ay, no quiero pensar cuando llegue tu padre! –dijo antes de largarse a llorar estrepitosamente. Ya no había nada que apagar salvo su llanto y de eso el Flaco no se podía encargar. Las lágrimas de las madres riegan, por lo general sin propósito, la culpa o la indiferencia. El ángel de Carlitos no gastaba pensamientos en esta materia. Metió lo que pudo en su bolso marinero y corrió hasta la casa de mis abuelos. Yo siempre llegaba allí los viernes a eso de las seis y media de la tarde. Entré silbando. Ellos (mis abuelos) miraban la televisión. Me recibieron con la alegría de siempre y una noticia extra: - ¡En tu pieza tenés una sorpresa! Corrí esperando hallar sobre la cama una gomera nueva o un balero, a cambio de lo imaginado encontré al Flaco, sentado en el borde. El susto lo había desmoronado. Sus manos sostenían el mentón y sus rodillas los codos. - ¡Hola Marce…hice cagada, que pelotudo, esta vez mi viejo me mata denserio! - ¡Qué pasó Carlitos! No tuvo tiempo de responder más que con la mirada, porque en ese preciso momento el turco Alí estaba golpeando las manos en la puerta de casa. Eran las siete de la tarde. Mi abuelo abandonó la patrulla del camino (una de sus series favoritas) para dar dos directivas: una dirigida a nosotros y otra a la abuela.


76 - Ustedes por las dudas métanse bajo la cama. Igniva, olvidate del puchero de hoy y prepará unos churrascos. Tengo que salir, calculo que en tres horas estoy de vuelta. Silenciosa, y sin gestos visibles, mi abuela –que ya tenía resuelta la cena con sopa y ropa vieja— sacó un billete de una lata de té para ir a la carnicería de la esquina. Siempre acataba. - Chicos, ya pueden salir, don Alí no va a entrar aquí —dijo con su dulce voz. El abuelo salió acomodándose la gorra. - ¡Don Félix! ¡Don Félix! ¿No viste al hijo de buta de mi hijo? - No. No lo vi, calmate… ¿qué pasó? - ¿Qué pasó? ¡Lo voy a matar a ese hijo de buta! - Tranquilo Turco ¿Vas a contarme o no? - ¡Bodés creer que de nuevo me incendió el gallinero! Sobre la espalda del turco, el brazo de mi abuelo cayó como una bolsa de cal, y desoyendo su justificado enojo, le dijo: - Perdoname Turco pero yo estoy saliendo. Acompañame, te invito un vino y de paso buscamos a Carlitos. Hay campeonato de bochas. ¿Te prendés? Y con la mano apoyada en el hombro del enardecido, lo arreó hasta el bar de Goyo distante unas ocho cuadras después de cruzar el camino. Ese boliche de campo le recordaba al de Bragado y esto no le provocaba ninguna nostalgia. Contrariamente se felicitaba de haberlo dejado en el pasado, está bien así se repetía cada vez que algo le disparaba el recuerdo. No sé qué le dio o dijo para convencerlo pero lo concreto es que el Turco regresó a su casa amansado, tambaleante, y —además— con un gallo de regalo bajo el brazo. A las nueve de la noche en punto mi abuelo resolvió llevar a Carlitos a su casa. - ¡Nooo por favor Don Félix… papá me va a reventar! - Vamos, yo sé lo que te digo, te conviene… pero no creas que te va a salir gratis: es hora que aprendas a no hacer tantas cagadas. Y Carlitos —preparado para lo peor— marchó a entregarse de la mano de mi abuelo. Me quedé espiando desde la esquina. - Turco, ¿a que no sabés a quien encontré? Aquí lo tenés, pero ¡ojo!, acordate de lo que hablamos, eh…


77 El domingo por la mañana Carlitos Alí, con su sonrisa dientuda dibujada desde lejos, se acercó silbando y dando saltitos apoyándose en un palo tipo bastón. - ¡Che Marce don Félix es un fenómeno! Papá no me pegó nada y se quedó frito en el sillón. Ayer temprano cacé tres pollos para él en la quinta del doctor Álvarez. - ¿Qué cazaste? - Tres pollos; si ahí tienen como cien Marce… ni se dan cuenta, ¡no pasa nada che! Se los regalé y dije que los había comprado con mis ahorros. Después le cebé unos mates y pedí perdón… ¡Con eso lo liquidé…hasta me abrazó y se puso a llorar! Tomá, compré unos chicles Bazzoka para festejar. No me mirés así, estos sí que los compré con mis ahorros. Es un regalo de agradecimiento che –me dijo emocionado. En el tiempo que lo conocí, don Félix —mi abuelo— era uno de esos hombres de andar lento que caminan con sus brazos hacia atrás estrechando sus propias manos pesadas de tanto trabajar. Durante su juventud anduvo de campo en campo conchabado como peón y después en el pueblo se dedicó a la construcción, ascendiendo desde simple ayudante hasta oficial albañil reconocido. Dejó ese oficio para trabajar en un almacén de campo y pulpería que con el tiempo sería suyo. El trabajo allí era mucho más duro pues al no haber más patrón que él carecía de todo límite. Sin descanso, tercamente, no tenía más propósito que mantener a su mujer e hijos. Ahorró especialmente para financiar los estudios de papá; esa era su gran meta. Eligió a papá aun cuando Josefina, unos años más chica, se lucía como estudiante en la Escuela de Comercio. Por ser mujer y menor, seguiría en el pueblo. En otras circunstancias mi abuelo le hubiese pagado los estudios pero eran tiempos de escasez. Joven y bonita, Josefina – antes de terminar el colegio secundario— conoció al gran amor de su vida. Unos años después se casó muy enamorada y con trabajo de profesora en la misma Escuela donde había brillado como alumna. Don Félix le cedió parte del terreno de su propia casa al joven matrimonio y los ayudó a construir su hogar. Cuando papá se recibió de Contador Público Nacional mi abuelo lo celebró organizando una gran fiesta para amigos, parientes y conocidos. Era el domingo 8 de enero de 1955. Dos paisanos


78 (clientes del boliche) asaron una vaquillona con cuero y otro de sus amigos trasladó un tonel de vino para que el imprescindible elemento no fuese a faltar. Las mujeres del vecindario cocinaron empanadas y pasteles para completar el menú. Esa misma noche de calor sofocante, mi abuelo decidió dejar Bragado e instalarse en La Plata. El boliche lo había extenuado y fundamentalmente ya le había permitido llegar a sus principales metas. Al cabo de un tiempo cumplió su propósito. Retirado a medias, participó en la construcción de nuestra casa de City Bell y de la propia al fondo del terreno que papá había comprado con un crédito del Banco Hipotecario. Su vida cotidiana transcurría cultivando una pequeña quinta, criando pollos y atendiendo algunos jardines del vecindario. Pero –por sobre todo— se dedicó a ser abuelo. En el galpón unas pocas herramientas de carpintero y de albañil le bastaban para resolver casi todo. Perteneció a una estirpe en extinción acostumbrada a la rudeza. No cuestionó jamás a sus mayores. Ellos habían renunciado a todo, inclusive a su patria, para proveer un futuro a su descendencia. Aquellos precursores salernitanos no tuvieron idea de los milenios de campesinado que dejaban atrás y la modernidad que entraría a los hogares de sus hijos y nietos para desbaratar casi todo, aunque en principio el progreso los ilusionaría. Esa estirpe se marchó lentamente acallando sus dolores, dejando a veces que el malhumor les gane por esa imposibilidad de expresarse de otro modo. No siempre por falta de palabras sino de interlocutores. ¡Allí iba el abuelo, con la mirada brillante dirigida a sus nietos y al horizonte intemido! Ya lo mencioné, se fue una mañana de noviembre cuando todavía teníamos muchas excursiones de pesca por hacer. En su balance había cumplido con lo suyo. Para mí fue un golpe devastador. Nunca imaginé que él, el más fuerte, se pudiera marchar tan fácilmente. Hubiese querido recibir más de su calor, pero guardé su legado. En mis sueños su gesto severo y sonriente aun hoy me visita. Desgraciadamente papá no lo había conocido así. La obligación priva del amor pleno a los que quedan bajo su imperio.


79 El manual de pesca El “Manual de Pesca” de Juan Martín de Yaniz es un tomo de doscientas páginas cuya tapa muestra en primer plano un furioso salmónido tornasolado rompiendo la superficie del agua. La formidable trucha ha mordido el señuelo y una etérea tanza la conecta a un pescador anónimo. El hombre parado en su bote se encuentra en un segundo distante término. Es sábado, la mañana está soleada. Papá lee el diario y yo dibujo autos deportivos. Mi especialidad son los Fórmula Uno y los Sport Prototipos copiados de mi incipiente colección de revistas de automovilismo. Entonces papá inclina el diario, se quita los anteojos y me dice: - Tengo una sorpresa para vos, vamos a ir a un lugar que te va a gustar mucho. Su ternura me ilumina cuando anuncia algo lindo. Voy con culpa porque ya sé de qué se trata. Había prestado atención al círculo hecho con birome alrededor de una propaganda del periódico. La curiosidad mató al gato… y a la sorpresa, aunque la muerte accidental de una sorpresa no fuese tan grave yo empezaba a sufrir por cosas así. Caminamos unas cuadras por la ciudad tranquila, hasta llegar a la Antigua Casa Mesa. Nunca había entrado allí pero cada vez que iba a la sede de Gimnasia solía mirar la vidriera ornamentada, entre otros objetos, por un pejerrey mal embalsamado de color amarillento y medio apoliyado. El matungo se sostiene con dos patas metálicas sobre una base de madera lustrosa, una placa de bronce dice que alcanzó un peso record de dos kilos con quinientos cincuenta gramos, cuando lo capturara don Roberto Mesa en la laguna de Chascomús. Pisos de pino tea encerados, olor a museo, techos lejanos, y lo mejor: vitrinas repletas de coloridos tesoros de pescador. Boyas, anzuelos, señuelos, reeles, brújulas, cuchillos, linternas y carreteles de tanzas de todo tipo. Detrás del mostrador don Roberto toma mate con su señora, pescadora también. -Elegí lo que quieras —dice papá sonriendo.


80 No dudo y señalo el libro. Mi padre sorprendido me pregunta: -¿Un libro? Deseaba ese libro para aprender lo que el abuelo no pudo llegar a enseñarme. Se acerca a don Roberto y papá le pide el manual y un equipo completo para mí. El vendedor grandote, calvo y con anteojos de mucho aumento, sale de su puesto tras el mostrador, palmea mi cabeza y de una vitrina central selecciona una caja. El modelo Eco Delta de marca Escualo, industria argentina, carga ciento ochenta metros de monofilamento de medio milímetro de diámetro. Es un reel frontal de aleación de aluminio, ideal para la pesca del dorado, pero versátil también para la “variada de mar”, celeste metalizado casi azul. Siento que se nubla mi vista y me refriego los ojos con un poco de vergüenza. Recuerdo que el abuelo Félix nunca tuvo un reel. - Este es ideal —dictamina don Roberto, el vendedor, y continúa… Bueno… ahora la caña. Gira y me observa detenidamente con mirada de sastre. Para mis trece años soy bastante alto. La sección de cañas está en el centro del salón. Me anticipo: - ¡Ésta! Señalo inequívocamente. - Mmm… es un poco grande para vos. - ¡No importa! —digo mientras papá asiente con la cabeza. - Está bien… es una buena elección —dice don Roberto sonriendo. Con este equipo vas a poder traer un tiburón mediano, un buen cazón digamos, pero tenés que tomar mucha sopa todavía. Don Roberto me dio una palmadita mientras su esposa le alcanzaba otro mate y una sonrisa. Mi nueva caña de dos tramos es de colihue macizo color ébano posee tres metros con cincuenta de largo. Está decorada con empatilladas de refulgente hilo naranja y grandes pasa-hilos fijos de acero inoxidable. El porta reel también es de acero. Duró muchos años a pesar de mis torpezas de pescador novato. Su pesca póstuma fue un gran chucho de doce o trece kilos en el muelle de La Lucila. Los chuchos y las rayas grandes multiplican su resistencia porque hacen ventosa en la arena con sus vastas aletas y hay que remolcar retrocediendo y recogiendo. En su último esfuerzo la caña se partió al medio, ese crack indoloro


81 en los huesos, me fisuró el alma por un buen rato. Levantamos el chucho con una vara larga provista de un fuerte gancho en su extremo, que en la jerga de los pescadores es conocida como bichero. Cualquier medio-mundo hubiera resultado inútil. El pez más grande que había pescado hasta entonces no justificaba el sacrificio, el de la caña claro. Salimos, papá con la caña en el brazo izquierdo y su mano derecha en mi hombro. Yo estaba feliz, en una bolsa llevaba el reel, el libro, los aparejos, boyas y plomadas.



83 Parentesco Domingo. Hace frío en Punta Lara. Lentamente el sol empezará a entibiar la mañana. El muelle de Boca cerrada —aún de pie— está colmado de gente. La mayoría hombres mayores y algunos muchachos. Las mujeres ceban mate y los niños corren en grupitos. Todos exhalan vapor, y de a ratos se frotan las manos. Un aprendiz de pescador lanza y recupera el aparejo continuamente. A poco más de cien metros, en el auto estacionado frente al río, su padre lee el diario. - Deberías tener más paciencia; así no vas a pescar nada —le advierte un muchacho entretenido en observarlo. Ahora, con el ceño fruncido, el chico —avergonzado— espera después del lanzamiento. Las tres boyas se mecen regularmente sobre el agua. Con esfuerzo fija su atención en esa coreografía flotante intentando una especie de mentalismo. Así podrá percibir el más sutil de los cambios aunque no resulte del llamado mental. La boya del medio se retrasa. Su corazón palpita. El pez merodea bajo la superficie del agua. La inequívoca señal del pique siempre es el hundimiento o un desplazamiento lateral brusco. Pero nuestro pescador no puede con su prisa y mueve la caña sin esperar. Tiene suerte: el objeto del deseo, sin más contemplaciones, toma la carnada. Ansía comer tanto como el chico pescar. En el mismo acto siente el anzuelo y trata de regurgitar pero ya es tarde. El niño lo remolca girando con vehemencia la manivela del reel. - ¡Más despacio, lo vas a perder! —le advierte su joven manager. El corazón galopa desbocado, siente el peso del pez. Recoge con fervor. Piensa en el asombro de su papá y redobla su esfuerzo pero repentinamente todo se desvanece: ya no trae nada más que la línea. La suerte es una estrella fugaz. Levanta la mirada y ruborizado descubre que hay más público. El sol hace destellos en la superficie del agua mientras se dispersan los curiosos que vuelven a sus puestos. Los pejerreyes tienen una boca muy frágil, ya se lo habían dicho.


84 En aquel tiempo los muelles mostraban un raro fenómeno: todos los hombres de la generación del padre en cierto sentido actuaban como padres, y las pocas mujeres hacían de madres aunque con menos convicción. En Oceanía hubo sociedades con esa costumbre radicalizada y extendida, algo que la antropología denominó parentesco clasificatorio. Un sistema del que —a la distancia— no es fácil conjeturar desventajas. Aquel aprendiz podía entender los consejos de esos padres pero el ansia de ganar no calcula ni despeja la mente. Con urgencia todo es más difícil. En los pibes esa pasión pescadora ingenua es aceptable y hasta necesaria. Al otro extremo, los ancianos eran vistos como abuelos, y por los adultos jóvenes, como padres. Tolerados en sus torpezas —producto ya no de la ingenuidad sino del desgaste físico— algunos de esos viejos relataban historias que eran garantía de entretenimiento y a veces sabiduría. En tanto las macanas de los chicos eran objeto de bromas y motivo de risas. La prisa súbita por ganar encubre el temor a no ganar o a ganar… como sea, es un síntoma de la desconfianza en uno mismo. La pesca enseña algo al respecto: aquel chico aprendió a percibir las señales del entorno y del medio interno antes que dejarse llevar por el arrebato. Desafortunadamente esto no siempre resulta transitivo a otros mundos de la experiencia personal. Tampoco los lazos de parentesco ficticio perdurarán en los viejos muelles.


85 Músicos Hacia 1969 papá vivía en un mundo de biblioratos, máquinas de sumar y vencimientos impositivos. Amaba la música, la fotografía, el cine y la lectura. Esto lo ayudaba a resistir ese ámbito aplastante de oficinas. Llegó a ser muy buen fotógrafo, aunque creo que su mayor deseo había sido llegar a ser músico. En la navidad del 69, cuando sintió que ese sueño iba quedando fuera de su alcance, le regaló a Luciana un bello piano vertical de mueble inglés y máquina alemana. En tanto yo recibí un redoblante con platillo y un charleston (Hi-Hat), básicos para empezar a tocar la batería. En el invierno de ese año habían viajado con mamá a Brasil y unos meses después de regresar nos anunciaron que íbamos a tener un hermano. En marzo de 1970 la vida nos trajo a Fabio, y este vino con instrumentos musicales. Toda una señal de cambios. Luciana estudiaba piano con una profesora particular y yo, a través del dato de un amigo de papá, comencé a tomar clases de batería en un departamento frente al viejo mercado de frutas y verduras en la esquina de 3 y 49. Los lunes a las seis de la tarde tomaba el mismo camino que me conducía a la sede de Gimnasia, el mismo que después me llevaría al Museo de Ciencias Naturales. Iba con mis palillos y una gorra semejante a las que usaba mi abuelo Félix. El departamento estaba sobre un antiguo bar, por lo que para llegar había que subir unas escaleras de mármol muy gastado. Allí vivían los Peroni, una excéntrica familia de músicos. Fito, mi profesor, era canillita, burrero y baterista de un conjunto beat de poco éxito. Su hermano Rolo, tecladista, tocaba un órgano electrónico italiano marca “Farfisa”. Leonor, la madre de los mellizos Peroni, oficiaba de recepcionista haciéndome aguardar a Fito en una salita mientras traía un refresco de granadina. La recuerdo con una peluca rígida casi platinada y exageradamente maquillada; era muy amable pero escupía un poco al hablar, por eso yo retrocedía ante su conversación. Cacho, su marido, que había sido un buen pianista de tango, pasaba horas en el cercanísimo Bar. Uno de los principales inconvenientes del músico retirado eran esas escaleras mucho más fáciles de bajar que de subir.


86 Al cabo de unos minutos mi profesor abría la puerta del estar donde tenía armada una batería reducida a tres elementos, como la mía. Yo creía llegar apenas concluida la clase anterior, pero la verdad es que Fito me hacía pasar recién salido de su siesta. Después de una larga mañana de vender diarios y revistas ese descanso se tornaba imprescindible. Era un tipo alegre, correcto baterista y heterodoxo profesor. Su método para enseñar consistía en poner un disco y hacerlo sonar unos minutos, marcando el tiempo con el pie izquierdo en el charleston, luego levantaba el pick up del Wincofón y sobre la marcación del pie, que no interrumpía, hacía el ritmo a secas con platillo y tambor, y me decía: - ¿Ves?, así se toca el twist. Entonces continuaba la demostración por un buen rato. Seguidamente yo trataba de imitarlo. Tras unas breves y confusas indicaciones, él tocaba nuevamente. Seguía mi turno… y así hasta que me saliera algo parecido. Cada clase estaba destinada a un ritmo: shake, pop, rock, rock lento, swing, cuadrado beat, bossa nova etc. De regreso en casa practicaba lo mismo sobre una mesa con un diario doblado que hacia de tambor y otro de platillo, tal como Fito me había indicado. Mi batería estaba armada en City Bell, frente al piano de Luciana. Luciana tocaba música clásica. Para mí era un prodigio eso que hacía leyendo las partituras de Mozart o Chopin. Ella no tenía gran estima por esta habilidad. Una vez me dijo que no podía improvisar y que admiraba mi oído para sacar algo con una guitarra o el piano; contrariamente yo me sentía un analfabeto musical, y lo era porque tocaba de oído. Trataba de acompañar la música del tocadiscos pero la tapaba y terminaba ensayando mis ritmos a secas y los rellenos de rulos abiertos y cerrados que Fito también me había enseñado. No aprendí mucho de música, pero logré llevar y distinguir una gran variedad de ritmos. Por el contrario a Luciana, que sabía cada vez más música, le costaba salirse del libreto o — mejor dicho— de la partitura, y debo decirlo: ella carecía de un buen sentido del ritmo. Tiempo después decidí estudiar con un baterista de mayor jerarquía, muy conocido en La Plata, de modo que fui a escuchar un concierto de su orquesta de Jazz y lo esperé a la salida del teatro seguro que me admitiría como alumno.


87 -No pibe, yo no enseño —dijo sin mirarme mientras se acomodaba un peluquín rubio para seguir su camino sonriente. Quedé boquiabierto y desde entonces toqué la batería a mi manera, con mi propia técnica. No todos los autodidactas llegan a buen puerto, en este rubro soy un buen ejemplo. Por ese tiempo papá decidió inscribirse en la carrera de Cine de la Facultad de Bellas Artes. Tengo un recuerdo vago de esto y no puedo dejar de sorprenderme, pues es evidente que a los cuarenta años sentía necesario un golpe de timón en su vida. Me da tristeza que haya dejado de cursar y no saber más del asunto. El cine aunaba las artes que le interesaban. Algo lo hizo desistir. Nunca se habló del tema. Hacia los 80 conocí a un pianista heterodoxo y brillante. Resultó que acoplaba con su música y aunque los ensayos eran de disfrutar yo nunca me sentí preparado para los escenarios. Un par de intentos más con otras formaciones de rock y abandoné mi carrera musical. La batería sigue en el living de mi casa actual; cada tanto me desahogo pegándole un poco, y hasta por momentos creo que no soy tan malo. La improvisación en pintura me dará más confianza en mí mismo que cualquier otra disciplina. Con el tiempo mi hermanito Fabio resultó un pianista extraordinario.



89 Insectos A fines del verano de 1970 cuando nació Fabio, Luciana tenía once años y yo doce. Poco antes de internarse en el Instituto Médico mamá nos regaló algo con lo que nuestra incipiente adolescencia tomaría un rumbo que solo ella fue capaz de intuir. Se trataba de una rara enciclopedia de dieciséis tomos que reinó muchas temporadas sobre todos los libros que el colegio imponía. Además de su buen decir, mamá quiso legarnos ese capital de conocimientos. Sin embargo al recibir el regalo experimenté algo horroroso: sentí furtivamente que ella se despedía por si acaso ocurriera algo malo. Cuatro años antes había perdido un bebé en el parto. Desde ese tiempo Historia del arte y Biología fueron mis asignaturas favoritas. No podía explicarlo, pero sabía que conectaban entre sí. Desafortunadamente detestaba las matemáticas. Abril de 1970: quiero ser entomólogo. Así se denomina a quien estudia insectos. La enciclopedia afirma que existen unas setecientas cincuenta mil especies de ellos. Comienza por describir sus particularidades con textos e ilustraciones. Leyendo más descubro la etimología: insecto, del griego entomos y del latín insectus derivado de insecare, que significa hacer una incisión o cortar. Constituidos por partes aparentemente incisas, unidas y separadas a la vez: en tomos, o en sectas: cabeza, tórax, y abdomen. Del tórax parten tres pares de patas. Esta característica es excluyente, de modo que hexápodo es sinónimo del nombre de la clase. La enciclopedia continúa la descripción: todos los insectos están provistos de uno o dos pares de alas, a excepción de los pertenecientes al antiguo orden de los Tisánuros (que carecen de ellas) cuyos representantes más comunes, conocidos como pescaditos de plata, aparecen en los rincones húmedos y en los libros estancos. Luego trata lo más relevante de su fisiología. Entonces me asalta una duda sin par: las hormigas no tienen alas. Las voladoras sí,… ¿Pero acaso las comunes, negras o coloradas, fueron o serán voladoras?, no me parece, la enciclopedia no dice tanto. Tendré que investigar más sobre este asunto.


90 En las antípodas de la entomología, la antropología asistió desde su nacimiento al crecimiento anómalo de la cultura en la que estaba y está enfrascada, y por ende a la extinción de las distintas versiones de la humanidad: sus tesoros etnográficos. Me llevó algunos años comprender que no es posible ser antropólogo sin ser naturalista y que un naturalista sabrá más de la naturaleza si tiene en cuenta la antropología que formatea su mirada. Hemos alterado el rumbo de casi todas las formas de vida; a muchas sometimos a esclavitud, empezando por nosotros mismos. Con los insectos no podremos. Han existido durante cuatrocientos millones de años y nada amenaza su continuidad. - ¡Flaco, flacooo! La música suena fuerte. Manteca, el viejo perro lanudo de los Ali, me ladra desganado. Al fondo de la casa, en su habitación mitad pieza, mitad galpón, Carlitos lee una revista Patoruzú. Tiene un tocadiscos y escucha el long play de Creedence que le regalé para su cumpleaños. Justo cuando estoy por saltar el cerco sale con los ojos achinados por el sol y rascándose la cabeza me dice: - Perdoná Marce no te había oído, pasá. ¿Qué andas haciendo ché? - Vengo a proponerte algo que se me ocurrió esta mañana. Carlitos levanta las cejas sospechando trabajo. - Tendríamos que empezar a juntar bichos, digo insectos… dibujarlos y hacer un libro. Yo los dibujo, vos ayudame a juntarlos. Los metemos en frascos y los guardamos en el galpón de mi abuelo o en el garage de casa. - ¿Y para qué? - Para coleccionar y estudiarlos. Aquí dice que hasta ahora descubrieron 750.000 especies. ¡Por ahí tenemos suerte y encontramos una especie nueva! Es fácil Carlitos. Los insectos están por todas partes, no hace falta viajar… ¡Vamos a hacer un libro y después un museo! -¿Y de qué? - ¡De insectos, de que va a ser! - ¿Si, mmm... setecientos cincuenta mil, no serán muchos?


91 - Ese es el número de especies, porque bichos… lo que se dice bichos vivos, debe haber miles de miles de millones. Pero con tener uno solo de cada especie será más que suficiente. - Hay varios frascos que podrían servir. ¡Eh flaco despertate! ¿Estás de acuerdo? - Esteeee… bueno. Pero Marce, a vos… ¿no te alcanza con el colegio? El otro día con mi grado salimos a hacer una boludez parecida. Mejor vamos a pescar che… Hice como si no lo escuchara y continué: - En el garaje hay una estantería que podríamos despejar para nuestra colección. Deberíamos taparla con algo porque mamá le tiene mucho miedo a los gusanos y si ve algún frasco con bichos se desmaya seguro. - ¡Que vivo que sos Marce lo más lindo es dibujarlos!, mmm, bue… te ayudo si me enseñás a dibujar ¿sí? - Sí claro, ¡te voy a enseñar! Trato hecho. El flaco me miró resignado y estrechamos las manos para sellar el pacto. - Vamos a conseguir una lupa mejor, hay que estudiar mucho a estos bichos y dibujarlos con todos los detalles. - Claro… —responde el flaco que trata de abrir más los ojos. -¿Y el nombre? - ¿Que nombre? Ah… ¿el título del libro decís? - Sí eso. El título. - A ver… sí, ya lo tengo. Pará, lo anoté aquí. Sí aquí está: “Sistemática Entomológica”. - ¿Sistemática entomoqué? ¡Qué carajo quiere decir! - Nada, no importa flaco. Vos que no les tenés asco los atrapás, y yo voy haciendo las ilustraciones y escribiendo. De paso te enseño a dibujar. Estuvimos un mes enfrascando moscas, hormigas, langostas, grillos, cascarudos, tata dios, y esperando la metamorfosis de un gusano. Logramos clasificar y dibujar cinco especies, la primera fue la langosta: Schistocerca cancellata. Era un buen comienzo, el gusano no contaba todavía porque no sabíamos en que se transformaría. -A ver… ya tenemos seis especies. ¿Te das cuenta? Nos faltan menos, solo setecientas cuarenta y nueve mil novecientas noventa y nueve… Hoy vamos a cazar mosquitos.


92 -¡Los mosquitos nos están cazando a nosotros todo el tiempo Marce! - No nos cazan, solo se alimentan… - Todo bien Marce… ¿pero y las lombrices? Porqué me tiraste las lombrices que junté! - Porque no son insectos - ¿No se transforman? ¿Cómo era eso que me contaste lo de la metamorfarción. - ¡Metamorfosis! Carlitos las lombrices no se transforman en nada, son lombrices siempre, toda su vida. Al contrario, si les cortás un cachito les vuelve a crecer. - Eso sí que es bueno, ¿por qué mierda no seremos así Marce? - ¡Qué sé yo! mmm… ser lombriz tiene más desventajas que ventajas… jajaja. - Tenés razón Marce, prefiero ir al doctor antes que terminar en un anzuelo esperando que me coma un bagre. Che, mirá lo que dice aquí: “En el período car… carbonífero había libélulas de un metro con sus alas extendidas y…" ¡cucarachas de cuarenta centímetros! Escuchá esto: “hoy el insecto más grande conocido es un escarabajo de diecisiete centímetros que habita en zonas tropicales de Centroamérica”… y este es el dibujo ¡Mirá que cacho de bicho! ¡Menos mal que aquí en City Bell son todos chiquitos! - Imaginate Flaco si las hormigas fueran del tamaño de un pollo, entonces un hormiguero sería una montaña…y nosotros su comida… ¡Espantoso! - ¡Marceee, y los mosquitos peor todavía! El flaco ya no ríe, está preocupado, pero se recompone y dice muy seriamente: - Dios los hizo así de chiquitos para que nos jodieran un poco nomás. - Ya te dije que Dios no hizo nada. ¡Fue la evolución! El flaco no era el mejor socio para una empresa científica. - ¡Marce, mejor vayamos a pescar! A poco o mucho de apostar al mayor porte los insectos retiraron la apuesta y la cambiaron por otra mucho más efectiva que efectista: La minimización del tamaño y maximización de la cantidad. Además esto debió ocurrir en respuesta a otras presencias inquietantes con las que no desearon competir,


93 sabiendo de alguna manera el dominio que les cabía en un mundo mucho más extenso lleno de alimento y de oxígeno. - Vos viste que son medio duritos… - Sí, son duritos y algunos se sienten crocantes. - Por eso no pueden crecer mucho, porque tienen como una armadura que les aprieta. Esos moldecitos que están pegados a la resina de los ciruelos son esqueletitos de chicharras. - ¡Las chicharras son invisibles! - ¡No, cómo van a ser invisibles! No hay ningún animal invisible - ¿No? Bueno da igual… dejate de joder Marce vamos a buscar lombrices de nuevo que quiero pescar… - Bueno vamos, pero después la seguimos ¿eh? Cuando somos pibes estamos preparados para captar un saber inscripto en la propia naturaleza, de a poco el conocimiento queda encorsetado, atrapado en una armadura que impide su expansión. El punto clave del diseño de un insecto radica en como resuelve el sostén de sus partes blandas. Un exoesqueleto quitinoso posibilitó la enorme historia de su clase. Ese esqueleto es también su apariencia. Puede interpretarse que una armadura, que obviamente no crece, los privó de alcanzar otros portes. Sin embargo ese fue su acierto. Un diseño opuesto, el esqueleto interno, nos brindó a todos los cordados una solución y la tentación del gigantismo y sus metáforas. Estamos sentados en el tapialito de la vereda operando a una hormiga negra. - Flaquito, ¿te diste cuenta que son muchísimo más fuertes? - ¡Claro Marce! Mirá, le sacas una patita y sigue, la tirás de un metro de altura y sigue, un metro debe ser como cien o más para nosotros… ¡Nos haríamos remierda! - Sí Carlitos, además somos más lindos que ellas… pero blandos. - Es horrible ser blando. ¡Me da la sensación de que nos morimos de nada! - Ellos no tienen problemas de salud ni dolores —digo convencido. - ¡Que alivio Marce! A mí me gusta pisarlos pero a veces pienso que sufren.


94 - ¡No, que van a sufrir, nosotros sufrimos! Una espinita en el pie y se nos viene el mundo abajo. - Sí, somos una porquería. Igual prefiero ser así. - Por eso existen los médicos… y los dentistas. ¿Carlitos vos te diste cuenta que tus dientes están como desordenados? ¿Te llevaron al dentista alguna vez? - No Marce, jamás de los jamases, ¡preferiría ser insecto jajaja! ¿Tienen dientes? - No parece. La lupa no alcanza, hay que conseguir una mejor. Recuerdo que mi abuela era muy certera con el matamoscas; conforme fue envejeciendo dejó de usarlo y no por mera falta de reflejos. Simplemente aceptó a todos esos bichos como criaturas del señor. Igniva que conocía el dolor de una tragedia familiar, había llorado más de lo que nadie puede llorar. Las marcas de aquel llanto no se borraron, quedaron en sus quejas persistentes y etéreas. Pasaron los años y quejosa aun, sonreía fácilmente y ayudaba a cuantos la rodeaban, hasta que no tuvo más fuerzas. Solo veía lo bueno del mundo y, sabiendo que la maldad existía, rezaba no solo por sus seres queridos sino por cualquier sufriente y por la humanidad toda. Porque mi abuela Igniva alcanzó un estado de verdadera santidad. Murió rezando una noche de septiembre, quince días antes de cumplir cien años. Podemos ver morir a una hormiga, pero ese ser que percibimos existe y persiste a través de su linaje. Esa hormiga es miembro de una clase virtual: “La hormiga” a la que representa y que la representa; pero una hormiga no es la hormiga. A la par ese organismo —esa hormiga— es una unidad ínfima del agregado real al que pertenece que en suma es el improbable conjunto de todas las hormigas. “El mapa no es el territorio”, sentenció Korzybski, y así junto a Bateson proponía a los empiristas que vuelvan a pensar lo viviente. El nombre no es la cosa nombrada. La imagen que tenemos de un individuo humano no podemos aplicarla a la existencia particular de cualquier organismo de otra especie. Nosotros vivimos temiendo el final por creer y sentir la existencia individual como un absoluto, algo que no ocurre con el resto de los vivientes. Sería necio desconocer seres


95 humanos autoinmolados y sacrificados en pos de sus semejantes pero precisamente son excepcionales. Reducir la existencia al sí mismo desata temores y conjuros, despotismos y atropellos. En medio de estos desastres, pensar en sus consecuencias también es excepcional y no creo que sirva para detener a nada ni a nadie; y muy en especial a la naturaleza que juzga, toma su tiempo y finalmente dicta sentencia sin atenuantes. Cuando ella barre no esconde nada bajo la alfombra. Nuestra imagen de los insectos curiosamente comienza con una idea de insignificancia derivada de su porte. Luego la fealdad que revela la lupa es de un orden distinto a lo no lindo. Esa es la sustancia de nuestro temor. Kafka eligió un insecto, y no otro animal, para denotar lo más ominoso en el cuerpo del pobre Gregorio Samsa. Cuantas veces, en momentos de lucidez, nos deleitamos con la belleza efímera de un pensamiento, tan efímera o más que la de una mariposa. No es buen negocio cambiar ese deleite por el intento de atraparla. Se escapará siempre, porque aún atrapada no tendremos más que su cadáver. Poco y nada es la belleza sin la libertad. Para convertirse en mariposa, la larva emplea muchas ideas de preciso diseño, tiempo y energía. Más aún, los contrastes cromáticos y tonales de sus alas provienen de un truco de espejos: diminutas escamitas que descomponen la luz según su forma y orientación. Hace falta mucha inteligencia para esto; pero… ¿qué tipo de inteligencia toma estas decisiones y las lleva a cabo? Aunque los aplastemos una y otra vez con nuestra suela o con venenos, moriremos mucho antes de lograr su extinción. Entre otras cosas porque además de supernumerarios suelen tener una organización no jerárquica. Tal vez esa sea la razón de nuestra aversión y una manera de distraernos precariamente de la empeñosa criminalidad cometida con otros seres más cercanos. Durante un mes este gran cuaderno negro de tapas duras acumuló dibujos y transcripciones enciclopédicas de la sección entomológica. Pero sobrevino una crisis irreversible: encontré en una revista científica de la biblioteca del colegio un dato que dio por tierra con nuestra carrera de entomólogos: las especies de


96 insectos duplicarían nuestro ya inalcanzable número: ¡un millón quinientas mil!, imposible aproximarse. Llegado el fin de semana tuve que decírselo a Carlitos, que por toda respuesta esbozó una sonrisa de satisfacción algo reprimida. Un mes después de iniciada nuestra empresa científica fuimos al campito, liberamos a los insectos vivos y tiramos a los muertos incluyendo a la larva que no se transformó en nada. - ¿Marce viste que los bichitos de luz también son insectos? - Claro que lo son… - ¿Y por qué no hay más? - Cierto, no encontramos ni uno en estas noches… - ¿Te acordás cuando éramos chiquitos y los aplastábamos para escribir en la vereda? - Sí claro…, me acuerdo, escribíamos nuestros nombres. Lo de las luciérnagas era una salvajada a conciencia. No resistíamos la tentación de escribir de noche en las veredas con sus cuerpitos reventados y ver como destellaba el verde fluorescente. Ciertamente no teníamos licencia de científicos por entonces. Solo una especie estaba protegida: La vaquita de San Antonio, porque sus ejemplares, también llamadas mariquitas, daban suerte. Además estaban las especies evitadas por asquerosas; tal era el caso de las chinches verdes, temidas por la pestilencia que emanaban al ser pisadas y, por supuesto había un gran número de especies peligrosas como las avispas y las abejas que matábamos con un insecticida en aerosol bombeado con la legendaria máquina del flit. No estamos en el pináculo hegeliano de la evolución ni en el inframundo. Sin dios ni diablo, supongo que lo único venerable es una inteligencia que no entendemos, y de la que nuestra ciencia nos ha alejado. En uso de eso que llamamos razón nos creemos superiores a otras humanidades humildes pero respetuosas de lo sagrado. La conciencia no es más que un diminuto tramo de segmentos discontinuos y aparentemente rectos de esa circuitidad cuyas dimensiones escapan a toda imaginación.


97 Naturalismo A fines de los 60 Luis, mi tío geólogo, le había regalado a Luisito un microscopio con una cantidad de preparados listos para poner bajo el objetivo. Un sábado por la tarde fuimos a visitarlos; vivían en una casa rara que tenía muchas salas. Una mampara con vitrales multicolores limitaba con el jardín tras el cual vivía una anciana atemorizante. La estrecha escalera llevaba a un altillo donde Luisito había instalado su laboratorio; ahí pasamos un largo rato descubriendo la monstruosidad de ácaros e insectos diminutos; fue la segunda experiencia que reanimó mi admiración por la naturaleza con la idea de investigarla. El recientemente recordado fracaso de “Sistemática entomológica” no impidió que siguiera conservando curiosidad por la biología. Una sección formidable y poco considerada de la Etología explica esa persistencia: un organismo o un sujeto mientras aprenden cosas simples, aprenden a aprenderlas, de este modo se dibuja la curva de un segundo aprendizaje, ese estilo de ver y actuar coincide bastante con lo que la vieja psicología denominaba carácter. De este modo se forjan quienes esperan cambiar el curso de los hechos o bien aquellos que muestran resignación ante lo inexorable de éstos. Un ratón puede aprender a evitar una descarga eléctrica cuando busca queso pero no perderá su conducta exploratoria aunque lo atormentemos con más descargas. De modo que esa testarudez mencionada de indagación de la naturaleza la conservaré siempre. Desde luego esta reflexión no es original, aunque procuro ensayar juicios idiosincrásicos, este no lo saco de la galera. Le llevó años de sesuda inspiración y observación a Bateson y, me permito decir a mi manera algo de lo que supuestamente dijo. Luego de la pesca y la pintura, el naturalismo fue la tercera de las ventanas abiertas a mi retraimiento, tal vez abierta a consecuencia de aquellas. Con él he formulado y respondido preguntas de manera heterodoxa. Ignoro las actualizaciones de la Ciencia Natural, aún así, o tal vez por esa falta es que improviso en esta materia tan preciada desde aquella tarde del microscopio en el altillo de Luisito. Improvisar en el mejor de los casos da sustancia bruta y noble a lo que luego deberá ser corregido.


98 Tras años de pesca los peces dejaron de ser simples trofeos. Nunca los aprecié demasiado en mi dieta. Poco a poco, abriendo la mencionada ventana, surgió la curiosidad por saber qué había detrás de su belleza. Trataba de mantenerlos vivos en baldes, los dibujaba y en ocasiones, les practicaba cuidadosas disecciones. Pasaron años y estudios hasta que comprendí que ese diseño estaba en la base de otros animales más complejos y encantadores como las aves y nosotros mismos. En los 90 terminada mi etapa de estudiante de Ciencias Naturales y después de haber trabajado como antropólogo por unos quince años, volví a pintar y —reales o abstractos— retornaron los peces. Supongo que de alguna manera imaginé más probable inventar una obra pictórica que una ciencia. En las primeras muestras abundaron las preguntas sobre el motivo de esta representación. Desde mi urbanidad siempre respondía algo aunque nunca me pareció importante descubrir los secretos semánticos de un pintor. Decía entonces que tal vez los peces fueran una revelación del origen común, algo así como un subjetivo tótem… Aun cuando en ese tiempo las excursiones de pesca se hicieron más esporádicas, mi deseo de pescar nunca mermaba. Un mensaje que se cierra sobre sí mismo reduce toda pintura a ilustración y quita el misterio que pudiera tener. Preguntar esta clase de cosas al pintor es de tan mal gusto, o ignorancia, como pretender poner en descubierto al mago mientras recibe el aplauso del público y saluda. De todos modos no me ofendo. Es un malentendido que gusta a la crítica y alcanza al desprevenido. Cuando dejo de pintar dejo de ser pintor, y aunque soy proclive al pensamiento, no lo soy más que a simples cosas cotidianas. La búsqueda estética y epistemológica se entrelazan porque la belleza rodea la verdad, y la verdad reflejada por la belleza señala que los humanos encarnamos lejanas transformas de peces compartiendo su diseño básico: la magnífica idea de tener una estructura interna. Una columna vertebral. Los dinosaurios abusaron de esa idea y nosotros, los humanos, de la siguiente gran idea, la precaria maquinaria del propósito consciente. En un ejercicio limitado de ese propósito y de mi peculiar curiosidad, me permito balbucear sobre este enorme tema.


99 He leído de manera desordenada y asistido a clases incompletas. En este territorio extraño y anhelado de la historia natural aventuro ideas sin aspiración científica. Imagino las primeras formas de vida tan simples como manchas diminutas capaces de percibir diferencias entre una especie de figura y un fondo. Pienso que una imagen, del tipo que sea, siempre precede al acto. Capaces entonces de ir o alejarse, según lo que aquel primer mínimo aprendizaje dictara conveniente, esos primeros organismos ya actuaban desde una estética. Imagino también que algunos permanecieron más o menos así por siempre y otros se abrieron paso cambiando sobre la base de exitosos actos innovadores. Luego las nuevas formas más complejas repetirían el ciclo. Pareciera que siempre algo cambia, algo permanece y algo necesariamente se extingue. Así, según entiendo, se escribe a sí misma la historia natural de lo viviente, como una historia del arte que emplea la naturaleza para producirse a si misma. Pintar es un consuelo y una revelación frente a la creación natural. Lo mío siempre será naturalismo aunque quienes vean mis pinturas habiendo leído esto último podrán rascarse la cabeza y dudar con todo derecho…



101 El dibujo de Carlitos Días después de abandonar nuestro proyecto entomológico ocurrió algo inusual mientras hojeaba el libro de actas en el que hoy escribo. Repasando aquellas cuidadas ilustraciones de insectos imaginé que podía dibujar otras cosas; me gustaban los autos de carrera y pensé que en lugar de copiar tal vez podría diseñar un prototipo y presentarlo en varias perspectivas. Premeditaba los primeros trazos cuando una hoja de carpeta cayó desde el libro. Al levantarla descubrí un increíble dibujo del que indudablemente Carlitos era el autor. No se trataba precisamente de una obra de arte ni de una ilustración entomológica de las que le había enseñado a hacer. La imagen representaba una mujer desnuda; algo jamás visto hasta entonces. Al principio no supe que hacer, miré alrededor para asegurarme que no estuvieran mis abuelos y lo metí en un sobre. Volví a verlo una y otra vez sin salir de mi asombro y curiosidad. El dibujo no era malo, mis lecciones habían surtido efecto. Extrañamente producía un interés muy distinto a la belleza de los autos de competición. Lo malo es que me resultaba tan inmoral como excitante. La misma y legendaria nueva ansiedad que pone fin al plan de la infancia e impone un futuro incierto a la vida llegando inclusive a desbaratar su existencia. Saqué la bici y salí disparado. Carlitos estaba en el frente de su casa cortando el cerco. Lo llamé y respondió pegando un salto desde la escalerita de madera. -¿Qué hacés Marce?, te estaba por ir a buscar pero me pusieron a hacer esto. Igual ya termino, ¿qué te parece si lo buscamos a Beto y armamos un metegol valarco? - ¿De dónde sacaste esto Carlitos?—le pregunté levantando la prueba del delito. ¡Uhhh… con razón no lo encontraba!, menos mal que lo tenías vos, creí que me lo había agarrado mi vieja, esperame que ya vengo… Al rato Carlitos apareció con una caja de zapatos. - Marce, vamos al campito denfrente que aquí es peligroso. Una vez sentados en el césped del campito Carlitos abrió la caja y sacó una revista llena de fotos de mujeres desnudas en distintas poses y más dibujos.


102 - Se la afané al Toti ¿Están buenas no? Las minas digo… Los dibujos no tanto. Me salían mejor las hormigas ¡jajaja! - ¡Si te agarran con esto te matan! - No Marce, tengo un lugar supersecreto. - Para qué te sirven –indagué intrigado. Cuando advirtió mi desconcierto se rascó la cabeza y me dijo: - Qué… ¿vos no te hacés la paja? - ¿La paja? –le pregunté mientras observaba los pastizales secos. - ¡Sí la paja!, no me jodas Marce a ver si todavía te tengo que explicar… - Y sí, explicame ¡qué sé yo de qué hablás! - Bueno, seguro que me estas tomando el pelo pero hago como si fuera un examen: La paja es cuando se te para el pito y te vienen ganas de sacudirlo, entonces le das parejo hasta que te salta como una leche, ahí acabás y se te van las ganas de sacudirlo. Claro que al rato te vienen ganas de nuevo, es lindo, pero el Toti me dijo que no hay que pajearse mucho porque te ponés como estúpido. A el le pasó. Tomá, te regalo la revista total yo le afano otra, tiene muchas. Escondela bien, si te la descubren yo no fui ¿eh? Me quedé mudo, yo que le explicaba todas la materias, no sabía aun qué cosa era la paja. Estaba desconcertado por el hallazgo. Hasta ese día el tema del sexo no necesitó ser mencionado como para estar prohibido. No podría adjudicar a los curas tanto poder moralizante. Obviamente ya tenía erecciones a menudo. Por la noche estudié la revista, y el flaco tenía razón. Desde ese momento también procuré cuidarme de la estupidez, aunque con éxito relativo.


103 Nanda La borrosa escritura de Sergei, al dorso de la postal del transatlántico Chrobry, le hablaba a Iván de un mundo nuevo. La guardó durante catorce años hasta que en la primavera de 1956 resultó ser la última carta por jugar. Iván Zalewski llegó a Berisso con veinticinco sufridos años. Solo, sin hablar una palabra de español, después de la larga travesía en un barco mercante de bandera francesa, y tras varios equívocos en el puerto de Buenos Aires, logró instalarse en la misma habitación dónde encontró postrado a su primo Sergei. Si Sergei fue un inmigrante anacrónico, Iván lo superó: los grandes contingentes de eslavos habían llegado a Berisso mucho antes. Desde su infancia campesina en Polonia Sergei Wozniak estaba acostumbrado al trabajo duro. Tal vez por eso, llevaba quince años en las cámaras del frigorífico Swift. Tras la jornada nadie lo juzgaba en su habitación. Una breve charla con sus compañeros, sus descansos, los churrascos, las esporádicas visitas al prostíbulo y los recuerdos que el vino traía y ahuyentaba, no alcanzan para dibujar su verdadero perfil al epílogo de una existencia de silenciosas nostalgias. En un principio le quitó importancia a la persistente tos que le había aquejado los últimos meses pero un día convulsionó y tuvieron que sacarlo de la cámara. En la enfermería lo revisó un médico del Swift y lo internaron. Después del diagnóstico fue despedido y solo demoró unas pocas semanas en fallecer. El joven Iván no vino escapando de la miseria económica y la violencia política. A diferencia de su primo mayor no era afecto a la bebida y tenía sus sobradas razones. No sería a fuerza de alcohol el modo en que lograría dejar atrás su pasado. Iván llegó en los últimos días de Sergei y lo cuidó hasta el final. Fue una agonía que solo en las horas postreras se hizo convulsiva y dolorosa. Muerto su primo no quiso volver a hablar su lengua materna, aun cuando Berisso estaba lleno de paisanos mucho mayores que él. Balbuceaba lo poco que retenía de español asociado a comprar


104 pan, carne o cigarrillos y al momento de agradecer. Por lo demás era casi mudo… y mesuradamente gestual. La pensión Varsovia —conventillo de la calle Nueva York convertido en un aguantadero de gente solitaria— había sido la primer morada de cientos de eslavos que llegaban escapando de la guerra. Iván tuvo la fortuna de conocer allí mismo a Irupé, una belleza exótica, achinada y correntina. Excepto por su piel más morena, el rostro de Irupé le evocaba semblantes que ya había visto en algunas mujeres de pueblos nórdicos mestizados con sangre lapona. Al extremo norte el mundo se hace muy estrecho y así incontables veces los hombres eurasiáticos llegaron a América. Iván se enamoró inmediatamente. En medio de sus limitaciones y a fuerza de empeño y la amorosa paciencia de Irupé, el polaco fue aprendiendo el español-correntino de su amada, quien en contrapartida supo de un mundo más vasto que solo conocería por lo relatos de Iván y a través del cine Victoria al que iban los sábados por la tarde. María Irupé Peñalba había nacido en una hacienda rica cerca de Goya. Era fruto del amorío de una criada y un capataz al que nunca conoció como padre sino como patrón. Fue a la escuela rural hasta el tercer grado. Cuando su cuerpo comenzó a mostrar los incipientes cambios de la pubertad se inició el merodeo de quien la había ignorado como hija. Estuvo a salvo hasta un episodio borrado de su memoria; solo recuerda que logró escapar con la complicidad de su madre. Tal fue el motivo por el que Irupé se alejó del frondoso litoral, la esclavitud y el acoso; y como el mito del camalote que nombra su nombre derivó al sur por el ancho río. En esos días un ucraniano, jubilado trabajador de la carne, escribía desde Berisso a su hermano (cazador en los esteros correntinos), pidiéndole por una muchacha campesina que le procurara compañía a su inminente futura viuda. El cazador y su familia le habían dado refugio a esa jovencita guaraní que encontraran medio muerta de hambre y cansancio en su finca de Ituzaingo. Así es como Irupé llegó a la casa de doña Fernanda Castells, su nueva patrona. La viuda había sido maestra de escuela. Aunque de familia radical, comulgó con las reivindicaciones obreras que Perón impulsaba. Cuando esa causa parecía perdida, un 17 de


105 octubre Perón volvió con el apoyo popular y el de Eva Duarte. Esa bella actriz que tanto admiraba se transformó a partir de entonces en líder popular. Al cobijo de ese régimen, doña Fernanda vivió sus mejores años hasta que la prematura muerte de Evita y finalmente el triunfo de la autoproclamada revolución libertadora, terminaron por minar su ánimo. Entonces se consagró por entero a la atención de su marido enfermo. A veces, confundida, lo llamaba mi general, y ella misma se veía como la abanderada de los humildes. Su desvarío se acentuó cuando llegó Irupé para acompañarla. En el manso delirio de doña Fernanda la jovencita encarnaba al pueblo. Adoctrinada por su patrona, Irupé no tardó en admirar la figuras de Perón y Evita. Aunque poco instruida, sabía muy bien que José de San Martín, el libertador de la patria, había nacido en la misma provincia que ella. En su corazón sobraba lugar para seres y próceres. Iván venía de una tierra arrasada. Había padecido los estragos de la posguerra y no deseaba pensar en los mentores del horror que había visto y vivido, ni en aquello que amenazara el futuro. Irupé era una flor silvestre crecida entre mujeres sufridas. No conocía más que aquel rincón del remoto litoral y este barrio de inmigrantes frente a los frigoríficos de Berisso. Todos fueron amables con ella, y ese solo hecho la reconfortaba a pesar de la precariedad y la pobreza en la que vivía. No entendía la política, pero amaba a Evita, Perón y San Martín. Cuando Iván se percató, no pudo sino preocuparse y advertirle el peligro de exteriorizar esos sentimientos. Eran los primeros años del exilio de Perón en España y la Argentina estaba dominada por una coalición de militares y oligarcas atenta a destruir los focos de resistencia peronista y gobernar en su exclusivo provecho, como tantas otras veces. En el otoño del 57, cuando los primeros fríos arreciaban, una cálida brisa entró al humilde hogar. La noticia del embarazo los conmovió por igual pero Iván tuvo que prometer a su mujer alquilar una casa a cambio de que esta desistiera de bautizar a la criatura Juan Domingo o María Eva según el sexo con que naciera.


106 El 21 de diciembre de 1957 nació María Fernanda Zalewski. Cumpliendo con su promesa Iván buscó una casa económica y se mudaron a Ensenada, al otro lado del canal. La vivienda era modesta pero amplia, y el vecindario apartado rebosaba de verdor. Tenían un sauce, una higuera y una gran parra al fondo. Paradójicamente se respiraba el aire sucio de las fábricas y la destilería. La infancia de esa flaquita rubia de piel mestiza y ojos color esmeralda transcurrió sin amigas ni muñecas cerca de los arroyos y el puerto; de los astilleros y el río. Creció salvaje y varonera en la calles de tierra de aquel barrio obrero que había conocido mejores tiempos. Para estudiar y entretenerse disponía de una gran miscelánea de libros que cada semana Iván sacaba de la biblioteca. Los sábados por la tarde, sentada bajo la higuera, leía con voz clara y pausada un capítulo de “Los hermanos Karamazov” mientras Iván complacido fumaba su pipa. Irupé los observaba con orgullo cosiendo sábanas en la Singer. Solo interrumpía su labor para acercarles – de tanto en tanto —el mate y una sonrisa. Tenía once años cuando jugando a la pelota en el baldío un chico algo mayor que ella se le abalanzó tras empujarla e intentó manosearla entre las piernas. Nanda respondió con un rodillazo que puso fin al torpe cortejo. La madre del muchachito pretendió quejarse en casa de los Zalewski, pero el padre (que era el herrero del barrio) frenó a su mujer con una mirada feroz mientras con la mano derecha sostenía del pelo a su hijo que terminó confesando la verdad frente a la fragua. Cuando Nanda terminó la escuela primaria, Iván pensó que debía proseguir sus estudios en un colegio de la Universidad pero antes decidió hablar con Irupé. Como siempre toda cuestión importante era consensuada por el diálogo. Jamás alzaban su voz en estas ocasiones y llegado el acuerdo, lo rubricaban con un beso. Redoblando sus esfuerzos, la inscribieron en el Liceo Víctor Mercante de La Plata, conocido todavía como Liceo de Señoritas. Confiaban en hacer bien su parte y sobre todo sabían que su hija vencería cualquier obstáculo que se presentara. A pesar del deterioro, el edificio mostraba aun gran estilo. La adustez y reconocida competencia de los profesores y la severidad


107 de los celadores componían las últimas imágenes de un mundo a punto de colapsar y el principio de uno impensado. A Nanda nunca le gustó el uniforme de mariquita, pero no tardó en acostumbrarse. Pronto fue descubriendo a la gente que trabajaba allí: el portero, las chicas y señoras de la limpieza y los administrativos. De a poco fue ganando simpatías. Inteligente y sigilosa tampoco tardó en ser la favorita de los profesores. Tuvo la precaución de mantenerse distante de los celadores; una intuición afortunada pues muchos de ellos eran activistas de ultraderecha, para-policiales o alcahuetes de estos. Estaban ocupados en manipular a las chicas mayores como informantes y marcar así a las sospechosas. Sabía quienes eran, su padre le había hablado mucho del nazismo. Pero estos tipos aun no representaban un riesgo; el único problema por entonces lo tenía con los recelos de sus compañeras quienes no se atrevían a agredirla, pero pretendían ignorarla. Aquella división de primer año incluía solo tres varones; el colegio había pasado a ser mixto desde hacía poco tiempo y casi todas las chicas trataban a sus compañeros como a niños de Jardín, y en verdad así se veían. Nanda no tardó en asumir su protectorado. Extrañaba el campito de futbol, los paseos en bote jugando a los piratas y sobre todo robar fruta de las quintas. ¡Por suerte todavía quedaban los fines de semana! Para curar esos extrañamientos y el desprecio de sus compañeras, propuso organizar un campeonato de fútbol. Cuando terminaban los tediosos partidos de pelota al cesto, la cancha semicubierta del campo de deportes de la Universidad quedaba libre. El proyecto parecía destinado al fracaso. Solo una de las chicas aceptó; no podía esperar más de las niñas primorosas a las que suponía lánguidas y lloronas. Amalia López Melo resultó una sorpresa; morocha y salteña tenía un abolengo que no impidió que la discriminaran solapadamente como a Nanda pero por condiciones inversas. Su presencia era intimidante. De a poco fueron reclutando a las otras chicas, primero las más debiluchas cambiaron la alianza con las bonitas, y viéndose estas perdidosas y aisladas terminaron por aceptar de mala gana aquello que les haría deponer su hostilidad.


108 Así comenzó la breve temporada de fútbol femenino. Nanda y Amalia elegían cada equipo; de esa rivalidad surgió su gran amistad. Jugaron varios partidos, lejos de lo imaginado por Nanda las chicas del centro no resultaron tan mariquitas. Finalmente la Dirección del colegio prohibió la práctica de fútbol a las niñas. Por entonces la Rusa (así comenzaron a llamarla) y la Negra ya eran amigas inseparables. El resto de sus compañeras venían de familias medias o medio-altas de la sociedad platense, claro que Nanda no se dejó impresionar por esto. Le causaban gracia las habitaciones repletas de muñecas, recuerdos de infancia y pósters de atardeceres con leyendas cursis. La banalidad de la burguesía era algo que había visto decenas de veces en cuentos y novelas. Tomaba el té con los protocolos pacatos de la buena crianza, los conocía y le divertía actuarlos. Estudiando llevaba siempre la delantera y aunque era la más bella del curso no la envidiaban. Se sabía… Fernanda Zalewski era pobre. Les bastaba con ver sus zapatos. Lo que para ella era fuente de orgullo, en sus compañeras despertaba una mezcla de conmiseración y alivio. Nanda entendía todo como si lo hubiera vivido anteriormente; esa confianza no se cimentaba en bienes materiales, sino en mirarse a sí misma y encontrar a alguien. El espejo le devolvía una larga estirpe de desarraigados. Así brevemente he relatado la infancia y los comienzos de la adolescencia de la mujer cuyo amor cambiaría para siempre mi vida. Sin su influencia no estaría escribiendo.


109 El dorado A metros de la casa de mis abuelos sobre el camino Belgrano tomábamos el ómnibus de la línea 3 hasta Villa Elisa, y desde allí otro que llevaba a Punta Lara. Este era un cascajo blanco que recorría ocho o nueve kilómetros por la poco transitada ruta 19; que se abre paso penosamente entre los campos baldíos, bajos y pobres, a la vera del canal que desemboca en un lugar conocido como Boca Cerrada. El muelle Municipal se levanta sobre sólidas columnas de hormigón. En algunos años las sudestadas las irán debilitando hasta reducirlo a ruinas, pero todavía es fuerte y parece dispuesto a recibir cualquier embate. El Flaco Alí, Beto y yo queremos pescar dorados. En su libro Juan Martín de Yaniz explica todo: temporada, sitios, anzuelos, brazoladas, boya grande —muy grande— de madera colorida, además del uso de un leader de acero debido a que los dorados son muy carniceros y de una dentellada cortan cualquier sedal, y hasta el anzuelo si está oxidado. Pero lo fundamental –según Yaniz— es la carnada, y en esto cumplimos al pie de la letra pues llevamos nuestra especialidad: un balde repleto de pequeñas ranas capturadas de la zanja de la esquina. Al mediodía el sol es un castigo soportado solo por la esperanza de pescar al Tigre del Paraná. - ¡Vamos al morro! —arenga el flaco. ¡Esos viejos pescan con cachos de bagre o mojarras…jajaja. ¡Les vamos a ganar! - No Carlitos, el morro está lleno. - ¡No pasa nada Marceee…Aquí no vamos a pescar un carajo. - Está bien da—dale— dice Beto. Los pescadores son adolescentes y adultos jóvenes; no queda claro si nos miran con curiosidad o desprecio. Uno de ellos — mucho mayor— sonríe sin dejar de atender su boya. Fuman. Nosotros todavía no. Tenemos caramelos Mu-Mu y un bidón con agua. Nadie ha pescado nada. Nos esforzamos por oír las historias de pesca que cuentan. Eso renueva el entusiasmo. - ¡Las ranitas del balde se están cocinando, hay que hacerles sombra! —dice el Flaco y continúa: Gordo ponete al lado del balde, dale… yo encarno.


110 - ¡Qué hacés animal no las ensartés en el anzuelo que se mueren! Hay que atarlas… vinimos a pescar con carnada viva… - ¿Atarlas? Atalas vos Marce yo las meto así… El agua está planchada ni sube ni baja, arriba no hay nubes. Mi boya deriva río adentro, le voy dando nylon lentamente. El Flaco, en cambio, abandona la caña y hace la vertical. Después orina y canturrea. Cuando uno comienza a enojarse él lo advierte, entonces de alguna manera hace reír. De golpe dejo de ver su boya y le grito: - ¡Corré boludo tu línea desapareció! - No pasa nada… tranquilo, no es un dorado. Los dorados saltan afuera del agua cuando se enganchan Marce… si lo leíste ayer mientras cazábamos las ranas con Beto. ¿O no? - Cierto Flaco, igual…vos estás de joda. Los otros pescadores comienzan a mirarnos. El flaco hace equilibrio en la baranda y en un vaivén se tira de cabeza al río y tarda en salir. Miro a ambos lados y le digo a Beto en voz baja: - Gordo mirá del otro lado. Pasa un rato y por fin aparece Carlitos. Con el único propósito de alarmarnos había estado haciendo tiempo trepado a una de las columnas abajo nuestro. - ¡Pe-pe-pensamos que te habías a-ahogado hi-hi-jodeputa! — grita Beto que tartamudea cuando está muy nervioso - No pasa nada muchachos. ¡La calor no se aguanta! ¿Qué quieren que haga? - Huevón, queremos que pienses: nos van a echar a la mierda. Le susurro al oído. En ese momento como si lo hubiéramos llamado se nos acerca un hombre. - Miren chicos se los digo por las buenas, es la última que hacen, se quedan tranquilos o se van. – sentenció. Los otros pescadores —salvo el hombre mayor— nos miran con odio. Entonces miro a Carlitos y le digo bajito: - ¡Flaco… te mato! Carlitos miró al hombre a la altura del pecho y le dijo: - Está bien señor, disculpe, no me tiro más. Y ahí nomás se tiró un pedo.


111 Beto se tapó la boca para no reír y yo me disponía a pegarle con el mojarrero, su caña corcoveó y a lo lejos saltó el dorado. - ¡Es un dorado, dale metele! Le grito emocionado. Se frota las manos y empieza a recoger silbando. El odio del muelle apesta tanto como el aroma de los cigarros y el de las lombrices podridas en el barro caliente. La caña se dobla, el nylon mellado rechina como una cuerda de guitarra a punto de saltar. El Flaco carece particularmente de la clase de pensamientos que empañan la alegría. Contrariamente, yo pienso que el nylon puede no resistir. Toda mi vida me la pasaré calculando las probabilidades de éxito enumerando restricciones en medio de lo que estuviera intentando, intentaba saber. Al menos la especulación no me impedía llegar a hacer pero mi quehacer tenía la derrota latente. Ese siempre fue y será un lastre. El hombre mayor sabe que sin un mediomundo no lo podremos sacar, entonces se acerca y nos presta el suyo. El lomo verdoso cristalino del dorado hace garabatos de espuma en el agua marrón mientras pifiamos cada intento. No tenemos forma de enredarlo. El viejo espera respetuosamente mirando su aparejo; sabe que de no intervenir perderemos al pez y por fin se acerca. - Permitidme chavales, ¿no se ofenden verdad? No hicieron falta más palabras para que la soga pase a sus curtidas manos. Con un movimiento deja hundir la red y con otro la levanta justo para atrapar la furia del pez. Una vez en el muelle, el dorado intenta nadar como si hubiera agua entre el piso duro y el aire. Parece darse cachetazos de un lado y convulsiona, hasta que el Flaco le aplasta la cabeza con un golpe de ladrillo arrebatado de un fogón. - Así no sufre pobrecito —aclara. Me callo pensando en la injusticia ¿Por qué siempre tienen suerte los payasos? Clavado en el duro paladar el anzuelo no quiere salir. - De-de dejame, yo-yosé —dijo el gordo Beto y forcejeó apretando la pata del anzuelo. Yaniz recomienda confeccionar un saca-anzuelos con un viejo cepillo de dientes.


112 Súbitamente el pez abre y cierra la boca con tal velocidad que Beto no siente nada. Al instante comienza el ardor y el fluir abundante de la sangre y entonces el gordo comienza a gritar: - ¡Hi i i i… jo de pupu…putaaa, me me co-comió el dedo! - No gordo… ¡el dedo está! —le respondí para tranquilizarlo aunque no hubiera apostado a eso. Por suerte Beto tenía su dedo pero sembrado de quirúrgicos, profundos agujeros. El flaco rompe un pedazo de su remera y lo venda. - No pasa nada… —dice por enésima vez, y agrega: ¿No vas a llorar no? Beto se muerde el labio inferior y lucha por no dejar escapar una lágrima. Entonces el viejo del mediomundo —atento a todo— se acerca y le acaricia la cabeza. - A ver muéstrame —dice en tono protector. Le saca la improvisada venda y extrae una petaca de su camisa, vierte un chorro de ginebra en la herida y Beto, casi tan colorado como su sangre, cierra los ojos y contiene el grito pero esta vez suelta a medias su llanto. - ¡No es nada camarada! Beto por fin sonríe secándose las lágrimas con su mano buena. - Gracias señor –dice sin tartamudear. - Disculpen, no me he presentado caballeros. Soy Amador Rivera, pescador y vuestro servidor. Fue así como conocimos a don Amador. Volvemos con el dorado, el chofer del destartalado ómnibus blanco no disimula su asombro. - ¡Mierda esta vez sí que pescaron! ¡No me ensucien los asientos eh! - Te-te-nemos una bolsa de ar-pipi-yera. —aclara Beto. Al llegar colgamos el pez en una rama del paraíso de casa y nos quedamos dormidos a su sombra. Al rato alguien me palmea la espalda, es el abuelo Félix. - ¡Qué buen pescado pichón! Lo voy a limpiar – dijo mi abuelo y ordenó: -Vos andá prendiendo el fuego. Camino hacia el fondo a cortar unas ramas de la última poda, pero… algo está mal: en la quinta no hay tomates ni otras


113 verduras, en su lugar, frondosas achiras, dalias y crisantemos. Despierto y comprendo que el abuelo está muerto. Recordé aquel día en que trajimos un cajón de pejerreyes de Chascomús, fue cuando me enseñó a quitar las escamas y hacer filetes comenzando por una incisión en el lomo, o a abrirlos por el abdomen en caso de cocinarlos al horno o a la parrilla. Desde aquel momento siempre limpié mis pescas. Maxillus maxillosus, nunca había visto un pez tan bello, en el estómago tenía un porteñito entero y dos mojarras deshechas. Lo hicimos a la parrilla. - ¿Es grande no? …mirá que cara de malo tiene. Cagaste la fruta maxiyoso, ¿cómo era? - Flaco sos una bestia, no te merecés este dorado. - ¿Qué importa si lo merezco o no? como dice mi viejo “bor la boca muere el bez”… - Sí sí… pe-pe pero el guacho antes de morirse la cerró y me hizo coco…co-concha el dedo. —Agregó claramente Beto. - ¡No pasa nada gordo! Fue su último acto; si total sangre te sobra… ¿Vamos a comer o no muchachos? Podemos sacrificar un pez para alimentarnos, o capturarlo por un instante y devolverle la libertad. Es un ser incapaz de autoengaño. Su existencia individual, como a los insectos, no lo determina; aunque a diferencia de estos tal vez tenga una conciencia primitiva de ella. Pertenece al reino natural. Sabe mejor pues sabe sin reflexión. Piensa sin palabra, o es pensado por la naturaleza. En cambio esta humanidad de principios de siglo XXI, ha coronado su egocentrismo y soledad. ¿Vivimos en el epílogo de una breve y olvidable pesadilla de la historia natural? Es difícil creer que occidente despierte de su ensueño civilizatorio. No soy creacionista clerical, ni darwinista extremo; no sé por qué sale este asunto ahora. De tener ocasión intentaré explicarme más adelante.



115 El jardín de las delicias En el 73 el calor cultural agitaba ensueños juveniles y florecían presagios revolucionarios. Fue entonces cuando en uno de los 16 tomos de la enciclopedia de mamá descubrí “El Jardín de las Delicias” la genial pintura de Hiëronymus Bosch, una década después de las iglesias con hélices del Jardín de infantes. El magnífico tríptico está compuesto por tres tablas: la derecha muestra el jardín del paraíso, la central el mundano lugar de los excesos; y la izquierda, un infierno surreal menos atemorizante que ese inframundo en el que reinará Lucifer ya demonizado por la iglesia católica. La inocencia e ingenuidad gozan despreocupadas donde no hay conciencia de finitud. Pero cuando la curiosidad vence la prohibición paterna el pecado tiene por castigo la pérdida definitiva del paraíso. El infierno es la metáfora de la conciencia de finitud que infecta el vivir. La condena a la culpa es la condena a una muerte lenta. Sin culpa no hay infierno más que como construcción fantástica de la ignorancia. Pensar así será siempre subversivo para el poder. Como muchos comencé a vivir un juego. Un imaginario y apocalíptico juego: quería ser héroe del rock, artífice de lo surreal, y —por si fuera poco— soldado del antisistema. Del lado opuesto estaban los adeptos al poder en todas las formas que los medios comenzaban a imponer. Dentro de mi mundo social eran los caretas y marqueros. Esta oposición contenía una señal, ilegible entonces, de lo que pasaría a ser un verdadero infierno en la Argentina de la segunda mitad de los setenta, y su persistente secuela. En las antípodas del sentido moralizador adjudicado a sus obras por algunos historiadores del arte, un pintor del siglo XIV me había alcanzado con su poética mordaz. Recuerdo claramente; una mañana de 1973 estaba con Ariel en “Don Julio” (el bar lácteo al que solíamos ir cuando escapábamos de clase). Ariel Fronza era el más bohemio de mis amigos; estudiaba teatro y actuaba en obras infantiles. Conociendo mí gusto por la pintura y en especial por esa obra de El Bosco, sacó de su bolso un librejo y leyó algo que pude conservar en una nota de servilleta: …aquellas pinturas no eran nada singular sin una mirada apasionada, de manera que


116 solo al ser vistas por un ser luminoso revelaban la textura de lo no pintado. “Textos Ocultos”, así se llamaba el amarillento y pequeño libro, su autor era un tal Marc Mindaugas. Ariel me lo prestó y cuando se lo devolví desapareció para siempre con él. Su temeridad lo mató muy temprano: una tarde de abril al llegar a su departamento buscó infructuosamente las llaves, y desde el piso vecino intentó pasar de una ventana a otra. Todo era posible para él, pero resbaló en la cornisa y cayó. ¿La textura de lo no pintado? En aquel momento no supe lo que había tras esas palabras. Hoy se revela su forma y sustancia. Lo primero que necesita un cuadro es exposición a la luz física ajustada a su clave tonal y desde luego aislamiento de cualquier ruido visual; pero hay algo imprescindible: la luz del sujeto. Sin “luz del sujeto” no se descubre su textura oculta, su alma, sus virtudes y miserias. Nada de esto está en lo pintado, se trata de una revelación secreta que subyace a las apariencias. Por entonces aun no pensaba en pintar. Dibujaba y era feliz rendido a la frondosa imaginación de Hiëronymus Bosch. Ese paraíso, ese jardín de lujurias y excesos, y aquel infierno, no representaban tales cosas sino una poética y desaforada visión de la vida. La obra es asociada usualmente al espanto y a lo demencial. La crítica lineal y miope lo vería en el siglo XX como una coacción al recato. Iconos medievales emaciados de dolores y pecado componían un adelantado clip del rock sinfónico que iba descubriendo por ese entonces. La “simpatía por el diablo” nos hacía elegir gozosamente el infierno. Descreídos del infierno de la iglesia no sabíamos aun de las verdaderas calamidades. El rock desafiaba con poesía al poder que usaba napalm y listas negras a lo largo y ancho de un mundo en incipiente revelación. Por la misma época mis padres estaban interesados en el yoga. Comenzaba la divulgación a gran escala del pensamiento oriental. De alguna forma –no recuerdo como— Luciana y yo los convencimos para que nos acompañen a un recital de rock en el club Atenas, que tenía un estadio de básquet y era el escenario por antonomasia del boxeo platense. Se presentaba una banda que destacaba por cierto halo místico.


117 En los 70 era común mezclar filosofía Zen, psicodelia y las múltiples y confrontadas versiones del marxismo. La oposición al sistema capitalista aglutinaba expresiones que, lejos de acoplar entre si, chocaban con gran energía. El orden dominante observaba con paciencia. No digo nada sorprendente cuando menciono que ese orden eliminó antagonistas para asegurar su hegemonía, y que sacó buen provecho de la confrontación intestina de sus enemigos. Pero en ese momento, en el 73, yo estaba deslumbrado por las novedades y aun era incapaz de avizorar la oscuridad que acechaba. Compartía aquel deseo de cambio y quería que mis padres comprendieran mis metas, por cierto nada claras. Ellos estaban subsumidos en su trabajo y obligaciones y no mostraban verdadero interés por lo nuevo. Aquello del yoga solo duró una temporada. Pero al menos la idea del futuro socialismo eclipsó por un tiempo mi inútil puja interna por restaurar algo que suponía perdido en mi familia. Desgraciadamente para mí esa inquietud no se disipará por años. Probablemente muchos jóvenes antepusimos la lucha de clases a nuestra propia contradicción, esperando que una intervención política en un cuerpo social prácticamente desconocido resuelva el malestar personal. Es fácil decirlo hoy y no me jactaría de acertar en esto: el malestar obrero y el campesino eran de distintas naturalezas, y ambos muy lejanos a las contradicciones de los intelectuales. Algunos jugamos ingenuamente sin imaginar el infierno por venir. Ícono y guía ejemplar de nuestra generación, el mismísimo Che Guevara terminaría sus días confiando en solidaridades que nunca llegaron: a diferencia de los mineros, los campesinos bolivianos, aún con sus rebeliones y luchas estaban marcados por la iglesia y las haciendas despóticas y protectoras. Aquellos revolucionarios no supieron entender las coaliciones de la sociedad tradicional latinoamericana, aferrados a un modelo dogmático de lucha de clases. En Argentina algunos pensaron que una alianza, y hasta fusión con el peronismo daría las cartas ganadoras, pero el movimiento que mejor interpretaba a las mayorías supo hacer uso de ese apoyo solo hasta un punto. Segregó entonces a quienes habían fogoneado desde la izquierda


118 el retorno de Perón y su tercera presidencia y luego vino lo peor de su historia como movimiento. Una dolorosa verídica ficción de Osvaldo Soriano releva de más comentarios. Las esperadas bajadas de línea —aquellos sesudos iluminados análisis políticos— ahora me parecen algo inútil para la liberación del hombre… cualquiera sea la coordenada en el mapa y en la historia. A mediados de los 70, creer que el peronismo facilitaba el advenimiento de una revolución socialista, fue un desatino comparable a confiar en la Iglesia por los valores del primer cristianismo, olvidando la reencarnación del imperio romano que el Vaticano edificara por siglos. Aún advertido esto, no era menos ingenuo creer que se pudiera tomar el poder de la Iglesia, o del Estado, cuando la geopolítica americana jugaba sobre una gran mesa en el pentágono la suerte del tercer mundo. Dije entre líneas que no iba a especular sobre el ser argentino, pero algo gravita desde allí y cada tanto desvía mi atención. Un dique mental contiene imágenes de aquellos años del terror. Pero el horror precede y sucede a este núcleo. Tampoco pude interpretar a mi padre en su contexto. Vi el cuadro al revés, cuando en el fondo esperaba que me pusiera límites y sancionara. Uno no puede de manera deliberada enseñar a ser padre al propio padre. Un maravilloso pasaje de “Aquí nos vemos” de John Berger me llena de admiración y vergüenza a la vez. En él una madre le dice a su hijo desde su mundana ultratumba de Lisboa, que la vida se respeta al ponerse límites uno mismo y no al obedecer límites impuestos y que imponerlos a los demás es inútil y hasta doloroso. Las palabras de esa anciana dan en el centro de la cuestión de que es lo que se debe y que no se debe manipular, y tal vez abarquen más de todo lo que ahora pueda imaginar. Desgraciadamente yo no tenía semejantes premisas: me duraba la indignación… y esa indignación fue canalizada en parte por el rock. Además de ser excesivamente estudioso, cargaba con parvas de prejuicios. Elegía a mis amistades por afinidad y entre mis compañeros de colegio secundario no muchos se acercaban al rock o al pensamiento crítico, o eso me parecía por entonces. Mis verdaderos amigos venían de otro lado conocido genéricamente


119 como el circo, éste conformaba una especie de hermandad antisistema signada por el rock. Nuestros puntos de encuentro eran Plaza Italia y el Club Atenas donde tocaban bandas como La Pesada, Pescado Rabioso, Aquelarre y muchas otras. El Rock atraía por el ritmo y la poesía. Y también por sus nombres. Recuerdo una noche memorable en la que Spinetta presentaba su nueva banda “Pescado Rabioso”, un trío de rock denso y surreal. El Flaco entró con una antorcha al escenario oscuro y presentó “Desatormentándonos”, su primer disco. Otra banda, Aquelarre, tenía bases de rock puro y otras con aires de folclore latinoamericano. Los dos grupos, junto a “Color Humano”, provenían de la división de “Almendra” la primera banda del rock sinfónico local y espíritu algo surrealista. En el 73, poco después de las elecciones, Pescado y Aquelarre tocaron juntas. El circo deliraba. Por otro lado “Manal” expresaba el rock suburbano, más cerca del jazz y del blues, Manal poseía una poética descarnada, directa y realista; junto a “La Cofradía de la Flor Solar” habían dado lugar a nuevas formaciones, como “La Pesada del Rock” que más que una banda llegó a ser una gran comunidad de músicos. Sin embargo la música no escapó a los dos paradigmas que reflejaron las contradicciones más o menos reales entre el centro y los suburbios. Todos los mencionados y muchos más fundaron una era vehemente. Fuimos testigos de la genealogía de todo ese irrepetible ingenio musical. Nuestro Rock no nació espontáneamente; los mentores del rock en castellano escucharon con atención una explosión armónica que venía especialmente desde Inglaterra y la usaron para producir algo genuino. Años atrás, a Fader —uno de nuestros grandes pintores— las lecciones del impresionismo europeo le permitieron interpretar el sentimiento de nuestros paisajes. Fader empleó esa técnica para recrear una visión propia. Otros en cambio imitaron las vanguardias europeas sin más. En la Inglaterra de los 70 surgían bandas descollantes como pintores en el renacimiento y el barroco italiano y flamenco. Mientras emergía el rock la pintura en Europa decaía. La plástica en argentina, menos popular y más amanerada —a excepción de algunos maestros— como era y es su costumbre


120 seguía dictados copiando no solo la técnica sino las formas. Federico Peralta Ramos, en el imperdible programa televisivo de Tato Bores me divertía mucho cuando decía: “Tato le voy a recitar mi último rock” y profería un amasijo raro de palabras. Creo que a pesar de venir del mundo de esa plástica patricia, Federico sabía que lo que expresaba el espíritu de la época era el rock. A la pintura le faltaba y le falta cada vez más rock, y no hablo de las ilustraciones de los discos sino de un furor y un fulgor extraviado. En los recitales entendía las letras de las canciones solo por partes, no sé si por la calidad del sonido o por los decibeles. Algunas frases rotundas disparaban una escena más que una historia; aquella música portentosa se bastaba a sí misma. ¿Sería algo de esa textura de lo no pintado, lo no dicho o lo no entendido? Paradojalmente esa potencia antipoder del rock estaba destinada a servir al capitalismo que ella misma ponía en tela de juicio. Pero al menos dejó una estética corrosiva y cuestionadora que no es poca cosa entre tanto gregarismo. Creer y crear son caras inseparables de la naturaleza humana una lleva a la otra, una destruye a la otra. No se puede crear sin descoyuntar. Tarde o temprano un nuevo iconoclasta pondrá su mira y su mazo allí. Afortunadamente algo del maravilloso tríptico que guarda hoy el Museo del Prado me estaba enseñando a dudar antes que a temer y sobre todo a creer que, como Bosch, podía crear. Una insana pulsión desencadena el peor de los infiernos existentes: la “Ecología del control total”. En su ensueño la razón occidental la desata a diario tanto en uno mismo como a escala planetaria. Sigo flotando a la deriva en un paraíso perdido. Pero en mi infierno personal algo está cambiando.


121 Cifra haploide Ritos de una religión sin deidades ni dogmas, pintar o pescar convocan habilidad e ingenio por igual. Pude sentir la vida fluir en un estanque o en un arroyo así como recrear ese mundo o inventar otros nuevos con crayones y papel. He recordado a algunos de mis maestros y a mis compañeros de iniciación. Juntos abrieron puertas y ventanas para salir del retraimiento. Su amorosa lección será inútil cada vez que se me olvide hacer algo real con ella, algo tan ostensible como los olores o los dolores. No basta con evocar, solo existe una forma de hacer honor a los maestros: recrearlos. Resulta infructuoso editar mentalmente el olor de la tierra mojada por la lluvia y en ocasiones las palabras se hacen insustanciales ahuecándose como esas ornamentaciones literarias que intentan describir el sabor de un vino o el sentido de una pintura. El arte tiende un puente evanescente pero no puede asir lo que el gusto y el tacto resisten evocar. Quiero decir que hay oportunidades en que solo vale la verdadera lluvia o una verdadera copa de vino y uno debe estar allí, presente en cuerpo y alma. Es todo lo que se necesita: un ostensible puente al acto. Tanto y tan poco. De otro modo muchas enseñanzas quedarán en el olvido ignorando aquello que está al alcance de nuestras manos. El fruto prohibido ya no simboliza el saber; la razón en el esplendor de su tiranía lo ha recreado y lo ingerimos adictivamente. Ahora el mordisco incorpora indiferencia a la verdad y a la belleza, y su efecto es la inoperancia. La palabra, siendo una de nuestras máximas invenciones, aunque parezca relevar y revelarlo todo no llega a expresar ni en virtuosas poesías la textura de lo que no se puede cifrar en ellas: los verdaderos textos ocultos de Mindaugas. Parece simple… y no hay nada más difícil para mí. Nuevamente la textura de lo no pintado y lo no dicho, de lo no pintable y no decible, eso que se sabe solo por contacto con lo real: “Una lluvia que realmente moje” como reclamó el “Indio Solari” en una de sus maravillosas letras.


122 La textualidad de los científicos y pensadores se desgarra y prodiga en citas, y, en particular, resulta difícil prescindir de un gran texto o de un panteón de textos menores. No caben dudas sobre la existencia de genios, pero tal vez estaríamos mejor sin el intento de adentrarnos en sus laberintos. No tiene sentido recorrer sus cavilaciones y circunloquios con idas y vueltas. La única razón que estos tuvieron para construir tales tortuosos caminos —algunos verdaderamente muy geniales— fue la de salir de ellos con la desnudez de un saber recuperado. De otro modo seguiremos adorando y expropiando obras ajenas sin dejar huella propia en el mundo. Peor aún, anquilosaremos la fluidez de la selección natural de las ideas. Algo que ya empieza a paralizar a la medicina y a otras disciplinas que dependen de la ciencia. Tal vez sea mejor recorrer el propio laberinto sin demasiados mapas pero con el olfato alerta al entorno. Rodeados de puros libros estaremos acabados y sin ellos también. “El manual de Pesca” de Juan Martín de Yaniz me impulsó a seguir pescando pero le agregó esa palanca desconocida del soporte textual. Pasaron años hasta que sentí algo semejante con otro libro, uno que desbarató las pretensiones de la amanerada antropología que había adquirido por ciencia y me enseñó que el saber puede construirse desde otros lugares. En “Pasos hacia una Ecología de la Mente”, Gregory Bateson señala la importancia de la calidad del pensamiento y cuestiona la pobreza de nuestro habitual modo de conocer, en especial el inobjetado pensar de la ciencia. Mira a los poetas, a los pueblos llamados primitivos, a los esquizofrénicos, y a los mamíferos superiores entre otros, encontrándolos más gráciles en relación al modo en que funciona la naturaleza. Entonces propone algo infinitamente complejo y simple a la vez que pocos han comprendido y muchos mal interpretaron. No conocía aún su obra cuando acompañé a Nanda a Tilcara ni aún cuando retornara como aprendiz de etnógrafo recorriendo las cuencas de los ríos Huasamayo y del Huichairas en la Quebrada de Humahuaca. Ni siquiera cuando más tarde intenté aplicar retazos de Antropología Social a los emprendimientos del Estado en algún suburbio de La Plata y todavía creía, o quería creer, en una coalición de ciencia social


123 y política. Vale un paréntesis para decir que ni la ciencia ni la política revelaron los atributos que esperaba de ellas. Me excusaba mi juventud porque el clientelismo, la compra de voluntades por parte de los dirigentes, construyó el perfil del país que habitamos y creó la aberración de concentración y vacío demográfico que padecemos. Todavía confundía las ciencias del Hombre con filantropía. Eso no estaría mal en principio, porque tal vez para conocer sea necesario amar en algún sentido. Lo malo es patrocinar el hacer ciencia con la idea primordial de hacer el bien al prójimo. Naturalmente siempre habrá un prójimo y un extraño: por desgracia un rasgo inherente de la condición humana desconoce estatuto humano a ciertos extraños. En la vieja humanidad combatir, aunque patético para los protagonistas, era inocuo para el conjunto. Pero en el Nuevo Orden, descalificar al otro ha posibilitado guerras genocidas o desarrollos pseudo-científicos tales como la eugenesia y otras aberraciones de las que podría formar parte la ingeniería genética y lo que vendrá. De buenas intenciones está pavimentado el camino al infierno, ignoro la procedencia de la frase. Sea un dicho religioso o laico se palpa tan inalterable como una roca ígnea. Tuve la oportunidad de dar un giro a mi carrera con una beca de una Fundación médica. Debía indagar nada menos que “la imagen de la muerte en la medicina”; el polimorfo y controvertido tema desbordó totalmente mi ingenua concavidad y fue recién en ese momento cuando la lectura de Bateson me permitió abrir camino en ese territorio hostil en todos sus aspectos. Pero al mismo tiempo volví a pintar. Que baste con citar así —tangencialmente— esa experiencia. De otro modo me perdería en viejos senderos. Ha pasado mucho tiempo y no tengo el deseo de reflotar aquellos intentos. Dejo a los que deseen seguir alguna huella, hurgar y tomar la posta, si es que encuentran algo de interés en mi masa de reflexiones. Me tocó estudiar e intentar crecer en mi profesión en un medio social donde quienes se fijan una meta con esmero, suelen verse forzados a ceder lugar a advenedizos privilegiados. El sistema de recompensas y castigos del finalismo, con el que mal que mal, funcionaba todo mientras mi padre era estudiante dejó de ser


124 el patrón de contingencia cuando se comenzó a premiar a los ventajeros o castigar a los esforzados. Nunca abandoné la antropología sino su carrera. Pintando encontré la metáfora para seguir pensando al hombre. Pero la pintura genuina no existe en un reino bucólico de jardines floridos ni pertenece a un mercado donde la idea de competencia está instituida (una aberración ajena a la sustancia misma de toda poética). La verdadera pintura expresa el ansia de libertad. Contrariamente los nichos mercantiles de la mayoría de las ferias de arte exhiben sin escrúpulos una de naturaleza contraria, hierática, desangelada y pretenciosa. Borracha de narcisismo y búsquedas vanas de prestigio y poder. Desgraciadamente esta última obtiene el crédito barato del acriticismo de quienes forman su gusto por consejos de pretendidos expertos. En general solo podemos conjeturar el pensamiento de los Maestros a través de sus textos o de sus pinturas, pero en ambos casos lo que decimos que dicen o han hecho es una cifra haploide1 que solo se completa con lo que agregamos. Si nuestro agregado es novedoso las ideas evolucionan, si es más de lo mismo, bueno… ahí anidan los dogmas. Apenas he mencionado a don Amador, a Nanda y nada del Carlitos que volveré a encontrar. Sus enseñanzas vitales, como las de otros maestros de mi infancia, no procedieron de ningún texto sino de la textura de su gran amor. Su cifra además de haploide será para mí paradojalmente inconmensurable. De la resolución de esa paradoja depende mi suerte. Sobre cómo serán las cosas o cómo hubiesen sido, en especial cuando nos tocan de cerca, mejor no hacer conjeturas. Los contextos de la adivinación suelen parecerse a los que propician la locura.

[1]  En biología haploide es una forma de designar a la célula sexual o gameto en su particularidad de poseer la mitad del número normal de cromosomas que una célula somática. La metáfora de la mitad de información alude a la necesaria conjunción con otra mitad para producir una unidad.


125 Transformas I Ser antropólogo y trabajar como técnico en un ministerio bonaerense me llevó a las antípodas de eso que había soñado encontrar en, y con la antropología. Considerando además la ignorancia total que sobre la materia había en ese nicho gubernamental (y probablemente en todos), las posibilidades de no ser subsumido a la burocracia eran mínimas. El gregarismo en oficinas estatales disimulaba la real falta de fuentes de trabajo y crecía con la contraprestación de favores electorales. Al principio esperaba hacer algo inédito saliendo del claustro universitario. Parecía una ocasión para aprender fuera de bibliotecas y laboratorios y por sobre todo procurar mejorar la gestión del Estado que había financiado mi formación. La política aborda en el campo social temas para los que no basta el sentido común. Lo cierto es que por entonces —no se hoy cuanto habrá variado— ni siquiera se usaba el sentido común, solo pulsaba el deseo de ganar mejores sueldos o espacios de poder político. Durante una temporada que duró casi tres años pasé en comisión al municipio para trabajar en algunas villas. Fue una buena experiencia personal —poco comparable con la que tuve más joven y de la que no he hablado aun— pero no sirvió como práctica profesional ni como gestión oficial. En general las acciones puramente paliativas son inadecuadas cuando pueden tratarse los temas de fondo. Un día me vi como cualquiera esperando el aguinaldo y las vacaciones. Por fin había descubierto que mis informes nunca harían más que engordar expedientes desconectados de los magros textos universitarios. Nunca saldrían de sus biblioratos en la oscuridad de una cajonera metálica. El repertorio de acciones políticas no se instruía ni apoyaba en esa sustancia. A los funcionarios que conocí les interesaba gestionar su carrera antes que resolver los problemas de su gestión. Resumo así años pastando y deponiendo en ese estéril territorio. La antropología mezclada con gestión pública resultó un cóctel tóxico para mí. No es mejor el purismo académico más preocupado por ganar altura en su pirámide que por cualquier


126 interés teórico; después de todo sus cúmulos de papers abonan un intrascendente sistema de circulación de textos subsidiado por el Estado. Sé que afirmaciones como esta no ganarán la simpatía de mis ex colegas estatales y universitarios pero no tengo por propósito cosechar adhesiones o rechazos; mi palabra no es objetiva, habla de lo que viví y de cómo lo viví. Hace unos días una alumna de mi taller me preguntó si creía necesario el rango universitario para ser antropólogo o pintor (la lista de disciplinas fue mayor). “Por supuesto que no… ¡hasta en ciertas circunstancias resulta contraproducente!” –respondí sin circunloquios. No podría imaginar a Picasso rindiendo un parcial o a Miguel Ángel ante una mesa examinadora. Los antropólogos que admiraba jamás estudiaron formalmente esa disciplina. Ningún maestro de la historia de la pintura necesitó más que de su deseo y obstinación, que incluía muchas veces concurrir a un taller en calidad de aprendiz o ayudante. Los talleres de hoy, en su mayoría tienen la connotación inversa. Está establecido que un alumno debe tener la ilusión de crear antes de transitar los pasajes o estaciones que forman a un creador, y entre tantas otras pavadas persiste la idea de que el conocimiento se puede transferir como se transfunde la sangre de un donante a un receptor , o comprar con dinero como cualquier objeto. La sangre es real y el dinero un símbolo, y como ocurre con la riqueza monetaria la sangre es legítima cuando uno mismo la produce. Pienso que las donaciones son necesarias existiendo una incapacidad temporal o definitiva del receptor, de otro modo pueden complicar más que ayudar. La circulación de los frutos del conocimiento no significa que este sea una cosa o una moneda, su transferencia es completamente insustancial y está basada en aprender a aprender reconociendo contextos y variando formas. Lo simplemente memorístico y los demás aprendizajes simples pueden ser alcanzados por los mamíferos superiores y variadas aves. Deberíamos esforzarnos algo más. Los mejores etnólogos nunca estudiaron etnología, la inventaron. El psicoanálisis fue sintetizado por un sujeto brillante con saberes de diversos orígenes que ningún programa de cátedra podía conjugar. Charles Darwin es un ejemplo sobre la


127 necesidad de lo imprevisible en el desarrollo de una gran teoría; aquel viaje del Beagle obró como el detonante de sus heurísticos interrogantes, y las respuestas surgieron de esa conjunción de azar y necesidad. Darwin tenía una sensibilidad y una predisposición para observar lo que otro hubiera pasado por alto y el talento para atar cabos. Singularmente en su primer juventud no había descollado pero bastó ese acople para entrar en la aceleración que fue creando una de las teorías más expansivas y perdurables de la ciencia biológica. Es la relación de ese Darwin con esos hechos lo que precipitó lo inevitable. Claro que había algo en el clímax intelectual; algo que en otro rincón del mundo puso a un tal Wallace a elaborar ideas semejantes. Es archiconocido que varios de sus profesores no hubieran apostado un céntimo al futuro del joven Einstein. Así podría llenar el resto de este cuaderno y más también. Los contextos del conocimiento fecundo son inciertos, complejos e imprevisibles. Nada que tenga que ser reinventado surge de un protocolo de materias suficientes para garantizar el saber. Sé que resultará crispante para muchos…, ya termino con el asunto: creo que los mejores en cada rama siempre provienen de otros cubiles. Son aquellos que inventan algo o lo reinventan. Luego tenemos a los seguidores y, por último, a los fundamentalistas que se ocupan de embalsamar interpretaciones de supuestos saberes, de paralizar para exhibir y hasta incluso comercializar. A mediados de los noventa, gracias a una Fundación Médica, salí de aquel círculo vicioso de oficial antropólogo en el que estaba encriptado. Fui contratado para investigar y dar apoyo a un servicio de atención a pacientes oncológicos terminales que intentaba practicar e instituir la paliación y el control de los síntomas. Curiosamente en un contexto para el cuidado exclusivo el mundo médico dominante se obstinaba en continuar su guerra antineoplásica olvidando al paciente. Pedí el retiro voluntario del Estado y con mi tanatofobia a cuestas —por raro que parezca— marché sin titubear a ese frente. Durante tres años escribí un largo ensayo sobre la medicalización del morir y de la muerte. Había leído el libro de Philippe Aries sobre la imagen de la muerte y quería indagar sobre eso que denominó la prohibición del morir. El tema


128 capturó mi atención y disimuló mi pavor. Se me ocurre ahora que “Perdido en el paraíso perdido” representa —entre otras cosas— la prohibición de morir e incluso de perder cualquier cosa importante aunque no fuese la vida. Quería saber hasta dónde llegaba la analogía con la actitud de la que hablaba Aries. También pensé usar ese trabajo para doctorarme y finalmente desistí… ¿para qué querría ser doctor? Recibí un premio de Humanidades Médicas y la publicación de mi escrito. Más que suficiente homenaje a mi ignorancia. Quien supervisó mi beca me dijo que le parecía un buen trabajo, y agregó algo tan lapidario como atinado: “tiene el carácter de un testamento”. Mis tentativas de explicación e interrogantes fueron un pase al vacío, me dí cuenta en un Congreso de Antropología y en la misma Fundación que me contrató… lo del premio, bueno creo que eso fue una simple formalidad. El tema me superó largamente; no podía captar más que fragmentos de eso que me excedía y afectaba mis cimientos emocionales. Al igual que el arqueólogo que trabaja con tiestos, lo que no puede derivarse de estos y sus múltiples relaciones es especulado hasta un punto permitido antes de asumir lo incognoscible. Puede que sea habitual acercarse a lo más temido con el deseo secreto de cifrar un conjuro. En este territorio predicar tiene poco que ver con conocer. Disponía de buena parte de las tardes y en ese mismo tiempo volví a la pintura con la premisa de no poner atención a lo que se pintaba en aquel momento, solo pintar y ver que salía. La beca terminó y fue un último intento formal de hacer antropología. Aquella serie de pinturas se llamó “Creatura & Pleroma”; a riesgo de simplificar demasiado: lo vivo y lo inerte, en homenaje a Carl Jung y a Gregory Bateson quienes seguramente descartarían semejante definición. Con ese material me animé a una primera muestra individual y desde aquel momento volqué toda la apuesta a indagar con los pinceles, y así tal vez producir una pintura mejor. La metáfora que integra tiene una existencia propia, el punto es dar con ella.


129 Transformas II Hacia 1995, casi todos los sábados a media mañana, acostumbraba merodear el centro de la ciudad. Leía el diario en un café de calle 7 frente al ministerio de Economía y luego hacía algunas compras para el almuerzo. Recuerdo que trataba de decidir entre pollo o churrascos, al tiempo que ingresaba a una librería frente a Plaza Italia. Allí me quedé curioseando portadas distraído por la arboleda primaveral que se filtraba por la vidriera. Casualmente dí con un libro de paleontología titulado La lógica de las extinciones. Las ciencias empíricas ya me resultaban de lectura tediosa por las aplastantes y protocolares descripciones y la abulia teórica; prefería delirar en temas que por otra parte no se pueden contrastar, más aledaños a la filosofía y al arte y porqué no a la teología. La lógica de las extinciones… no compré el libro pero su título quedó boyando y echó a volar mi imaginación. Quisiera reunir algunas ideas dispersas que han aflorado en distintos momentos ahora convocadas por aquel desafiante encabezado. Es habitual pensar la suerte final de la vida (de una o varias especies) como marcada por algún tipo de catástrofe. Pero las catástrofes no hacen blanco en todos, ni siquiera la que propiciamos hoy a escala planetaria. Diversos Trilobites vivieron hace más de quinientos millones de años en la primera era de vida del planeta llamada Paleozoica. Fueron artrópodos cuyo diseño se caracterizó también por una segmentación lateral en tres lóbulos, uno central y dos laterales. Para estos seres desaparecer masivamente no habrá resultado gracioso. Protagonizaron la primera gran extinción en la historia natural del planeta pero la naturaleza encontró en esa ausencia una oportunidad nueva. Si tenemos en cuenta que permanecieron dando vueltas por los mares por no menos de 270 millones de años su éxito no puede considerarse menor. La extinción es socia de la evolución; esta afirmación no constituye ninguna novedad, pero no está mal regresar sobre estas verdades, tal vez descubramos consecuencias entre las cosas pequeñas que regulan nuestro humor a diario.


130 No estaría escribiendo si los grandes dinosaurios hubieran permanecido en escena, y muy probablemente aquello que los empujó al precipicio podría ser análogo a lo que prefigura nuestra propia desaparición. Vamos por el atolladero de los dinosaurios con una aceleración que ellos no tuvieron. He aquí la gran diferencia: lo que crece desmesuradamente no es nuestro cuerpo sino nuestro número y, especialmente, toda la ortopedia que hemos inventado para sostener esta frágil existencia que todavía tenemos el desatino de llamar cultura. Al conmutar el tema del contexto de un viviente con el de todos los de su clase, me percaté que también carecía de una dimensión real del asunto parecida a la que experimenté cuando acepté la beca para estudiar la “terminalidad”. ¿Me movía un deseo de erudición, un goce estético o una suerte de conjuro? No lo sé, pero seguramente a mi impulso desprovisto de tantas condiciones al menos no le faltaba pasión. Sin médico las patologías de la medicina afligen el cuerpo de sus pacientes, sumándose paradojalmente a las enfermedades que pretende conjurar. Pero la carencia de mundólogos que padece el pathos de la humanidad es más grave aún. Nos enseñaron que los dinosaurios tras dominar el planeta durante 160 millones de años desaparecieron estrepitosamente o languidecieron hasta su completa extinción. Los científicos suelen hacernos creer cosas por un tiempo hasta que cambian sus enunciados. Pero la ciencia, menos vanidosa que sus actores nunca prueba nada, lo dijo Bateson y tenía razón: “la ciencia indaga”. La idea de que la repetición avala una ley —premisa fundacional del empirismo— es como mínimo engañosa. Una secuencia por segura que parezca puede terminar abruptamente y dar lugar a otra inédita. Si estamos lo suficientemente atentos veremos cuan a menudo pasa. Es muy probable que el sol salga mañana, pero no absolutamente seguro. Al principio parecerá un delirio entonces será necesaria otra explicación para ocupar el lugar de la anterior (excluyendo el caso del sol, cuya ausencia nos dejaría sin chance de explicar nada) La nueva secuencia no está exenta de correr la misma suerte. El problema de la calidad del conocimiento del


131 empirismo se manifiesta en sus ingenierías que actúan sobre organismos y el entorno. A demanda de la irrespetuosidad de los hechos se fabrican explicaciones; una manera limitada de construir un saber. Pero el tema, y vaya a saber cómo he venido a para aquí, es el de las extinciones. La resaca de la ciencia aplicada no debe distraerme. Un políptico no es un puzzle. Espero que al fin y al cabo, este intento literario tenga alguna coherencia. Aunque parezca raro siento que el gran asunto de la evolución es pertinente. Como no soy un científico ni un divulgador de ciencia sino un pintor, daré cuenta de esto de manera impresionista y allá prima que es una de las tantas que disfruto. De las muchas cosas sorprendentes que están escritas en la Historia Natural, los investigadores revelaron una que ya no es novedad y que me sigue pareciendo extraordinaria: ciertas especies gráciles de dinosaurios habrían eludido la tragedia de la extinción reinventando el vuelo (por entonces exclusivo de insectos y de reptiles desaparecidos). Con mayor o menor éxito volaron hasta dar lugar a las actuales aves. Más que sorprendente… ¡Fabuloso! ¿Cómo no alborotarse con semejante fenómeno? ¿Qué pasa con aquellos alumnos que toman nota del asunto como si fuese una receta de bizcochuelo? ¿Por qué razón tantos profesores describen algo tan virtuoso sin la menor pasión, sin connotar la magnificencia del hecho! Tal vez todos deberían cuestionarse su vocación verdadera. Transformarse en otra cosa implica dejar de ser lo que se era, y de ahí alguien puede interpretar cierta forma de extinción. Creo que nada que trasciende realmente deja atrás una extinción. Fue necesario algo más que un truco para esta epopeya de la ingeniería natural. Sin embargo no son las aves sino los gigantes extinguidos quienes cautivan a niños de toda edad. En los 90 la industria editorial y cinematográfica los reanimó mediante una impresionante imaginería de ficción, pseudociencia y divulgación televisiva, recreando sus vidas con una urgencia que no podía esperar a los pacientes paleontólogos. Derrocharon imaginación incluyendo una versión apocalíptica de su extinción. La resucitación contra natura que leímos y vimos en “Parque


132 Jurásico” muestra la omnipotencia que resulta de la confianza excesiva en el control. Como reza el párrafo marcado por Nanda en “El manual del Equilibrista”. Esta verdad inscripta en la ficción torna nimias las imprecisiones científicas observadas por los alborotados paleontólogos de las Universidades. Los naturalistas del film estaban claramente sometidos a un gran stress. El asesino real acechaba mucho antes del catastrófico choque de un asteroide. Ese episodio, el impacto, no hace más que encubrir una causa principal: la intrínseca debilidad que produjo el ensimismamiento de los gigantes. Varios de estos no eran estrictamente dinosaurios, no es muy importante este asunto clasificatorio: de un modo u otro los grandes herbívoros o carnívoros por entonces requerían ingestas descomunales. En algún momento el alimento escasearía, y ese tiempo les llegó. Adicción al tamaño y al alimento, escasez de este, abstinencia y muerte. En resumen esa es la secuencia explicativa de la extinción de los grandes saurios y de los dinosaurios así como lo es también de la supervivencia de otros. Podríamos suponer además que el gigantismo desencadenó enfermedades propias de las tensiones biomecánicas, pero estas son cuestiones significantes solo para biólogos. El impacto de un cometa, nubes de ceniza y tsunamis pudieron ser parte del detonante, nada más. La naturaleza no se confunde; elimina lo que la perturba. Para la divulgación dominante fue preferible establecer un cometa asesino global a mostrarlos derrotados por lo mismo que nos sigue cautivando. Es curioso, pero detrás de estos hechos una misma lógica patrocina el malestar. Seleccionados y condenados por la naturaleza y por su naturaleza, dejaron la escena libre a nuestros remotos ancestros. Así los temerosos mamíferos insectívoros salieron de sus escondrijos. Sesenta y cinco millones de años después un sesudo descendiente de aquellas musarañas usó la metáfora bípedo implume para referirse al género humano. No se si fue una humorada esta expresión de Platón, pero sospecho que jamás hubiera imaginado cómo desde su incorrección científica aludía a las complejas y disyuntivas adaptaciones que dieron lugar a las aves y a nuestros ancestros. Otro filósofo –Diógenes, apodado el perro— se burlaba de la festejada pomposidad verbal del socrático. Un día entrando


133 a la academia dónde el ilustre filósofo enseñaba soltó un pollo desplumado. -¡Eh Platón ahí tienes a tu hombre! Cuentan que vociferó el sabio cínico riendo a carcajadas. ¡Eso sí que es estilo! Sin humor la vida humana no vale la pena.



135 Perder la presa Hace unos meses vi en un cortometraje como un ave de rapiña, posiblemente un halcón o algún tipo de águila, empleaba su vista y velocidad formidables en cielo abierto. Pero atributos ventajosos por si solos no aseguran éxito; de hecho acto seguido el documental mostraba como una lenta paloma podía sacar provecho dejándose caer en picada hasta un punto cercano al suelo donde el depredador disminuía sensiblemente su destreza. Allí la paloma capaz de controlar mejor su vuelo eludía entre arbustos y rocas a su altivo perseguidor. Finalmente éste abandonaba el acecho más preocupado por evitar estrellarse contra los accidentes del terreno que por obtener su alimento. Meses atrás de iniciar este escrito pintar a fondo remediaba todas las rutinas con efectos colaterales impredecibles y hasta con riesgo de convertirse en una adicción. La comida, el sueño y hasta mis alumnos del taller poco a poco fueron pasando a otro plano. En medio de esas ocasiones nada importa tanto como pintar. Transcribo algunas notas que hice por entonces: He trabajado a ciegas, con poca luz y con la mano izquierda lastimada por un accidente casero, bastante estúpido por cierto. Creo haber hecho del lienzo un depósito de amargura y violencia; por último lo he dado vuelta. Pocas veces he pintado con este odio, afortunadamente el cuadro no puede abrir una demanda penal por mi vehemencia. Tal como un médium profiere palabras sin tener idea de lo que dice, podría resultar de esto algo interesante e irrepetible. Ahora, más tranquilo, lo obrado obliga a distinguir un cosmos incipiente que llama a sosiego. Tuve suerte, como con “El Equilibrista” me sorprendo nuevamente: Veo un ave con sus alas desplegadas en vuelo rasante, a punto de perder el control y su objetivo. Lo llamaré “Perder la presa”. De alguna manera, sin que lo notara hasta hoy, aquella emplumada persecución del documental llegó a esta tela. Es fruto de una contienda casi concluida. Una especie de confrontación con la


136 nada, que llamamos presuntuosamente arte. Incluso cuando el resultado de la lucha sea una derrota. El depredador del cuadro, a diferencia de aquel del documental, ha ido más allá de lo usual. Un ser natural —por temor— no asume semejante riesgo. Un ser cultural —por miedo— sí que lo hace. Pero no ignoro que en ambos reinos existen razones que diluyen restricciones y precipitan al heroísmo o la estupidez. A veces cierta sabiduría ordena cuando arriesgar y cuando retirarse al distinguir qué cosa es lo importante para la vida sin dogma ni texto alguno. Sin embargo, en general, hacemos todo por no perder aun cuando la pérdida sea inevitable. Por esa doble naturaleza simbólica de “depredadores-presas”, tanto como por su malentendido, no descansamos entre el conato y la satisfacción. Los pintores creamos ventanas a espacios aledaños o a lugares remotos. A veces cediendo a un ensueño cosmogónico y a la simulación de su control. Algunos, no es mi caso, traman rigurosamente sus pinceladas plano en mano. Otros, más laxos, pueden alterar su modelo en el transcurso de su quehacer. Finalmente están los que confían en el azar y su reducción, con la única intención de provocar al misterio. A juzgar por mis obras recientes podría ponerme ese último rótulo y acomodarme en una vitrina; pero las fluctuaciones de los sujetos (y las de todo lo viviente) burlan vitrinas y taxonomías. Como en la historia natural cada capa pictórica late y da su legado a la siguiente. La imprevista cantidad de trazos y manchas mutando capa tras capa en una no revelada dirección podría evocar la arquitectura de la vida por la Selección Natural, pero una de las muchas diferencias de tan desaforada comparación es que aquí no sobrevivirá el más fuerte o el más apto, sino aquello estéticamente aceptable para el seleccionador. Afortunadamente para la paloma su perseguidor ha fracasado. Con un poco de maquillaje el cazador burlado estará listo para salir a escena justo en medio de su desconcierto. Para su servidor: el quimérico demiurgo, o si prefieren el artista, es momento de goce: alumbramiento y nominación. Retorno al principio de cuanto he escrito en este cuaderno, ex “Libro de Actas”, ex “Tratado Entomológico” y hoy pretencioso “Políptico”; el punto clave es nada menos que saber parar a


137 tiempo antes de tentarnos en búsqueda de una verdad inasible o estrellarnos con la nada nuevamente. Siento que cuando la pintura florece de la poesía libera el perfume de una ilusión; en el mejor de los casos esa flor se hace fruto… y en el jardín del arte no hay frutos prohibidos. El secreto de un buen artista siempre ha consistido en estar lo suficientemente solo para comunicarse con todo. Si los artistas contemporáneos subsumidos en el consumo snob y los dictados del mundillo del arte revisaran sus complicidades con ese statu quo podrían volver a acercarse con mejor chance al sentido genuino; pero es improbable que un adicto al dinero desee vitalismo y belleza. Janos Lavin, el torturado personaje de John Berger en “Un Pintor de Hoy” preguntó con vehemencia a un coleccionista: “¿Sabe usted para quienes pintamos los artistas?... ¡Pintamos para los héroes!...” En un mundo sin héroes solo quedará pintar para sí mismo, daba a entender Janos que tenía su propia idea del heroísmo. Pienso ahora en aquellos seres (públicos o ignotos) capaces de sacrificio o de renuncia. Ellos saben ir más allá de sus propios intereses y límites por buenas razones, sin traspasar la frontera con lo sagrado. Ese lugar donde los ángeles y los sabios temen pisar, como reza el título del libro póstumo de Bateson completado por Mary Catherine, su hija mayor. Curiosamente esa gente sensible disfruta sin un reloj o una balanza que indique la medida correcta de dar y recibir. Una revolución se vislumbra cuando alguien deja de ver la vida desde el mero transcurrir del si mismo, y la resignifica como algo más grande que concierne a todos y a todo. Difícil, contracultural, raro. Como en la gracia de las grandes pinturas, ningún algoritmo establece de qué manera se logran tales cosas, por supuesto hay que trabajar, y en libertad… La desesperación quiebra la espera pero no la fe. Esta suele permanecer intacta; como lo atestiguan algunas obras virtuosas surgidas de la más absoluta oscuridad.



139 Liberaciones Dos revoluciones se gestaron en el universo viviente cuando encarnaron las ideas más osadas del cambio somático. A pesar de ocurrir en distintos tiempos y especies estas epopeyas tuvieron un común denominador. Algunos grupos de dinosaurios y mucho más tarde nuestros ancestros primates crearían dos estilos únicos y opuestos de adaptación de los miembros delanteros. Varias formas de los amos jurásicos del planeta poseían plumaje; hasta entonces este plumaje solo cumplía una función homeostática y tal vez estética en la selección sexual. Pero con el alargamiento del cuarto dedo – acontecido entre individuos de las especies más gráciles – se resignificarán esas vistosas plumas para producir eficientes alas. Estas y todas las adaptaciones concomitantes alejaron a esos dinosaurios – convertidos en primitivas aves – de los peligros del suelo emancipándoles de la gravedad. Sin embargo el uso de esas alas será prácticamente excluyente; servirán primordialmente para volar. Nada más y nada menos. A diferencia del vuelo, producido por una exquisitez del cambio somático, mucho después un grupo de simios, descendientes de aquellos pequeños mamíferos insectívoros, abandonará la protección de los árboles y en esa riesgosa jugada encontrará el recurso más disruptivo interpuesto en la historia natural a las acechanzas del suelo. La naturaleza creaba sin habérselo propuesto una segunda naturaleza. ¿Es característico del ingenio natural atinar sin propósito? Aquel acierto inicial con el tiempo derivó en imprevistos cambios que podrían sentenciar su futuro. Ambos interrogantes están abiertos. El nuevo capítulo comenzó cuando las manos emancipadas de la braquiación dieron lugar a un instrumento inédito. Este enunciado no da cuenta de la inusitada complejidad de hechos requeridos con anterioridad. El refinamiento de la prensilidad (por ejemplo) no podría haber tenido lugar sin una visión estereoscópica; pero este tema, como el anterior del vuelo, propone un texto que tiende al infinito y yo apenas puedo intentar percibir su textura.


140 Ese complejo de cambios somáticos que perfeccionaran la manipulación y sus derivaciones en progresión geométrica, trascendieron la corporalidad. La cuestión no pasará por conquistar otro reino como hicieran las aves. La cuestión será crearlo. Se instalará entre esos animales la ilusión de un reino propio. Y en este enorme paso tendrá lugar el más asombroso de los misterios desencadenado desde la primera fonación articulada hasta su transforma en símbolo máximo: la palabra. Con ella sobrevendrá el sujeto, su malestar y dios. El nuevo universo en expansión confrontará con la naturaleza como si fuera de otra sustancia… y todo a consecuencia de esa pretérita y persistente facultad de manipular. Las manos que interactuaron con el cerebro, crearon sobre su corteza primate ese diseño del que afloró ostentoso el pensamiento consciente al tiempo que un suceso mitológico y paradigmático escindirá una estructura oculta. Hace un siglo el genio de Sigmund Freud puso en foco ese nivel determinante de la mente que dio en llamar el inconsciente. De esa disyunción y conjunción surgió la segunda naturaleza, que en las postrimerías del siglo XIX los primeros antropólogos denominaron cultura. Un antropólogo llamado Ralph Linton solía decir que el pez descubre el agua solo cuando está fuera de ella y que del mismo modo —fuera de ella— el hombre advierte la cultura. El nuevo orden pudo llamarse erróneamente súper o sobrenatural, pero por fortuna el término ya estaba registrado como propiedad intelectual exclusiva de las iglesias para designar los fenómenos de su gran imaginario. La cultura, además de lo más ostensible que muestra como reliquias y monumentos, costumbres y habilidades, es por sobre todo un gran tejido simbólico que desde su aparición produjo también temores y una variedad de formas de conjurarlos. Por un instante tengo la sensación heurística de ser el mentor de algunas ideas brillantes cuando a duras penas en estas letras consigo reflejar pálidamente algo de la luz propia de los maestros, aunque esta luz también sea una reificación –portadora del deseo teológico – de lo que en verdad serán siempre construcciones colectivas. Ninguna conciencia por desmesurada que parezca podría comprender la constante fluctuación, selección y reproducción


141 de ideas en todos los niveles que organizan al viviente, desde los inaudibles rumores cromosómicos que provocan el color de los ojos, hasta el deseo científico de explicar los límites de la pequeñez y del gigantismo de la sustancia del universo. Aunque pensemos ese ordenador como una gran mente que sabe proceder sin cadena reflexiva y desde sus creencias crea. Esa mente o espíritu, como otros prefieren decir, solo contiene imágenes. Lo real queda por fuera de toda cognición. Ingenuamente los pensadores griegos subestimaban el trabajo manual. Valoraban las ideas, pero no suponían su origen allí donde miraban con desdén. Tampoco tenían gran estima por los poetas y mucho menos por los pintores. Curiosamente, la primitiva religión con sede en el monte Olimpo no fue impugnada claramente por aquellos filósofos conservadores. Lo elevado de todos modos era morada de sus deidades, las ideas el objeto de su culto dialéctico. Amaban lo celestial como metáfora de espiritualidad, y por oposición subestimaron lo terrenal y más aún la opacidad sustancial de lo subterráneo. Nada nuevo para su época. Dejando de lado la disyunción aristotélica (base del empirismo moderno), del refinado pensamiento socrático y su despreocupación por impugnar las tiranías de lo elevado o lo oscuro, derivaría parte de la tosca materia de las religiones por venir. Con el chiste del bípedo implume, un ave incapaz de volar, Diógenes mostraba la miseria humana y sabía a dónde conducirían los excesos del racionalismo y el narcisismo. Pero los Cínicos no están en la genealogía de la filosofía que desembocara en nuestro actual capitalismo global. Un hacha de piedra no solo es anterior a un ordenador personal de última generación, sino que éste ordenador es una de las transformas del hacha. Ya lo expresó Stanley Kubrick con ese maravilloso fémur criminal girando hasta convertirse en estación espacial. Trascender la corporalidad con ortopedias que crean la ilusión de mayor poder sobre la naturaleza y los semejantes, es una ventaja que cuesta demasiado. Hoy la megacultura cría seres separados del trabajo manual y esto está ligado a un ocio que tributa en parte a nuestro malestar


142 bipolar. Subestimar el trabajo manual no mejora la inteligencia sino todo lo contrario. Requirió mucho tiempo la construcción del neocórtex: el cerebro recargado del género humano. De hecho varias especies humanas quedaron en el camino, más de las que los paleoantropólogos podrán encontrar. Dicen ellos que la única especie supérstite llegó a pender de un hilo hace unos 100.000 años, pero la suerte quiso que nuestros amenazados antepasados se distribuyeran y diferenciaran en distintos nichos. Cuando esto ocurrió la evolución natural comenzó a verse más alterada por esa particularidad humana de crear cosas y agregados de cosas e ideas, cuerpos exteriores a su propia desnuda corporalidad: exosomas. Alguien empleó esa palabra que me gusta más que cultura. Desgraciadamente el término exosoma se usa hoy en biología molecular para designar ciertos complejos multiproteicos muy importantes pero irrelevantes para mi propósito, porque el exosoma del que hablo es construido por el hombre y construye al mismísimo hombre tanto como el genoma. Hace mucho el Profesor Héctor B. Lahitte sostenía la idea de co-construcción. La diferencia no es superflua. Hoy muchos incorporan a su jerga éste y tantos conceptos por corrección y sin entender su sentido y dimensión. Las sociedades humanas con sus propios exosomas formaron una suerte de constelación. Separadas se diversificaron en libertad, con eventuales limitados choques y un cambio somático más espectacular que real, aunque las consecuencias de estas variaciones morfológicas darán pie a los juicios de belleza y al racismo. El estatuto de las interpretaciones de las diferencias del significante corporal es crucial y está lejos del alcance de mi inteligencia. Esos conjuntos humanos homogéneos fueron sociedades de pequeña escala o sociedades frías, como las llamara uno de los últimos grandes antropólogos. Frágiles como cristales muchas sucumbieron a las fuerzas hostiles de la naturaleza, porque lo que describo como exosoma o cultura nunca es infalible. En alguno o varios sitios no muy separados en el tiempo, el aislamiento impuesto por el hombre al alcance de la selección natural y sexual de algunas especies, denominado domesticación (casa, domus, dominio, poder sobre el otro)


143 iniciaría la revolución neolítica. Los crecientes excedentes producidos por la multiplicación de la crianza de animales y vegetales calmaron el hambre y allí donde tuvieran lugar esos cambios las poblaciones humanas también se multiplicaron en número como nunca antes lo habían hecho. Surgió una especie de ocio burocrático, acumulación y apropiación del poder. Las jerarquías se hicieron más y más complejas y un ensueño de control conmutó el arcaico temor reverencial a la naturaleza por el deseo de someterla. Estados en principio teocráticos, ciudades en creciente expansión… no tardaron en tocar y traspasar las débiles membranas de aquellas otras sociedades frías que disfrutaban aun del profundo y vital paleolítico. La mirada grecorromana y judeocristiana —llamada occidental— juzgó penosas a estas salvajes existencias, incluyendo a humanistas y románticos de biblioteca, partenaires ilustrados e ilustradores del poder. Como siempre las excepciones serán raras: los poetas, cuando no, los locos de las letras, del arte o de la ciencia. Como antes Bruno, y hasta el propio indignado Galileo, y por último los antropólogos. Pero la gran paradoja de la antropología histórica desnuda nuevas miserias: la cultura rica en bienes suntuarios es pobre en recursos frente a las cuestiones fundamentales de la vida. Disfrutamos de los avances que al mismo tiempo nos condenan porque el ensueño de dominar la naturaleza es como el de detener el tiempo: una quimera. Esas cuestiones fundamentales fueron y siguen siendo: saber amar y saber morir. El pasaje de la naturaleza a la cultura ha sido reificado. No existe un estado de cultura puro más que en el imaginario de quienes se alteran con una idea apócrifa de la animalidad. La vergüenza reprime nuestra verdad prehumana, pero un odio que desconocen los animales aflora cuando se pone en evidencia que no somos los hijos dilectos de la creación. Como los dinosaurios, aplastando torpemente a otros en nuestra carrera triunfal, parecemos destinados a caer por nuestro propio peso. Ocurre que fuera del cuerpo, el gigantismo puede ser igualmente aplastante o aun peor. Supongo que la lógica de las extinciones tiene como premisa la desconsideración del contexto.


144 Tal vez mi heterodoxo divagar naturalista se haya refinado después de todo, pero sé que no puedo ir mucho más allá, al menos esta mañana.


145 La gracia Desde tiempo inmemorial hemos fabricado sustancias para dejar nuestras deliberadas huellas rupestres: estrujando y quemando vegetales, escurriendo sangre y mezclando tierras, moliendo rocas y derritiendo grasas. Ni la intuición de la razón geométrica, ni el refinamiento del realismo clásico o la contemporánea carrera por la novedad, bastaron para eclipsar a la pintura que en cada tiempo y lugar expresa vitalismo. Soy miembro de una clase bajo riesgo de extinción; tras la apariencia supernumeraria actualmente hay pocos pintores, suficientes pintantes y demasiados impostores. Los artistas jóvenes apadrinados por el establishment son estimulados a suplantar creatividad vital por un cóctel de ingenio semántico y tecnologías cada vez más ortopédicas. Emplear ciertos atajos priva de goces ancestrales. Tras una ilusión de confort las neo tecnologías profundizan el malestar, nuestra separación interior y la desconexión con el otro. Aún así siento que la conmoción poética siempre será posible. Tengo la esperanza de encontrar ese fulgor desde antes de penar por historias que aún no narré a pesar del escepticismo que estas me tallaron. Es sabido que los primeros aprendizajes son tenaces. Desde hace años subsisto dando clases en mi taller y vendiendo accidentalmente algún cuadro. Pocos rastrean mis pasos en la pintura y muy probablemente nunca se incremente la desconocida cifra. Conocemos a los supuestos maestros por una selección que no hemos realizado, sino a consecuencia de historiadores y editores del arte, de los marchantes y críticos, y hasta de los propios artistas consagrados por todos esos electores y mediadores. Hoy una pintura, a diferencia de un show televisivo, por ejemplo, casi nunca es algo ostensible al gran público. Una improbable historia del arte debería revelar ignotos talentos. No corresponde que me califique en mi oficio, pero tampoco espero que lo hagan los que manejan el pequeño gran negocio. Me he limitado a hacer por deseo propio y a esperar la devolución del público. Colecciono los cuadernos que dejo en mis muestras para testimonio de los que quieran hacer una devolución.


146 Agradecimientos, desacuerdos, sesudas observaciones y hasta humoradas; todo me interesa menos los agravios, que afortunadamente son pocos. Por oficio y ejercicio de la curiosidad he adquirido la facultad de saber reconocer a los maestros y aprender de ellos todo lo posible. Hay quienes pintan por puro placer o distracción. Despojados de ambición tal vez estén más cerca de una verdad, porque en pintura la verdad es su ilusión. El territorio del arte no es un campo de flores; es más bien una especie de reino de la preferencia. Allí el pintor debe hacer de su desesperación una virtud. En las antípodas del obsceno yo y solo yo del finalismo se encuentra su disolución: locura, santidad y otros estados de conciencia aledaños. ¿Quién desearía brillar a costa de su desintegración personal? ¿Será probable alcanzar un estado intermedio del que pueda aflorar alguna clase de sabiduría? El Manual del Equilibrista lo anticipaba: “En tanto siga siendo excluyente calificar ante la moda y la crítica para acceder al mercado del arte, continuarán naciendo alegorías desangeladas. En ocasiones impecables ilustraciones o decoraciones vacías de gestos. Frente a esta decadencia, algunos considerarán preferible haber servido a los mandantes Estados; pero se equivocan también: sin libertad no hay pintura genuina.” Amo ese libro, es uno de los pocos objetos que conservo de Nanda. No entiendo cómo ha estado oculto tanto tiempo en el taller. Recuerdo el día que me lo regaló, cumplíamos un mes de novios. Lo sacó de la librería de usados donde trabajaba. El equilibrista del misterioso Alexis Jahedi es una metáfora del buen pintor que sigue siendo vigente para describir el semblante del arte en el mundo globalizado. ¿Por qué razón no estaría afectada la pintura occidental del mal de occidente, siendo —al fin de cuentas— parte del mismo? La otrora reinante pintura, ha decaído además porque a diferencia de la música o la literatura, el cine y otras expresiones de arte, no tiene una industria por detrás, para su suerte e infortunio. Casi todas las mediaciones expertas ignoran deliberadamente el oficio del pintor y la consistencia poética de su obra. La falta de


147 calidad no detiene al mercado en ningún rubro: siempre algo será ensalzado por incomible que resulte. Así lo requiere el negocio del arte, especialmente con esa parte del público que se deleita ingiriendo lo que aprueba el supuesto saber con su discurso desbordante de ornamentos literarios. Recuerdo que uno de los pocos profesores marcadores y brillantes que conocí en la Facultad, el doctor Lahitte citaba en sus clases una humorada que encierra una noción cardinal sobre las confusiones. Describía un restaurante en el que los comensales preferían el plastificado menú a la comida real, o al menos lo tomaban por aperitivo. Sonreíamos… pero la metáfora tenía y tiene un alcance inusitado en toda epistemología. Volviendo a la comidilla de los críticos… sería mejor no emplear mediaciones al paladar y dejar la competencia lingüística y literaria para la sobremesa de la ostensible plástica. Lo maravilloso del arte está en la confusión benigna que provoca su magia. Curiosamente cuando lo visual domina la posmodernidad la pintura empalidece. Desprovista de poesía su imagen podría decaer hasta no dejar rastro. No obstante, sin aviso, en el instante menos pensado un soplo de vida transforma lo inerte en algo que va de la mirada a las manos y de las manos a las miradas. Procuro recuperar ese saber con suerte dispar, y veo que muchos se empeñan en algo semejante: el reencuentro con la gracia. Aldous Huxley sostenía lacónicamente que el arte no es ni más ni menos que el intento humano por recuperar la gracia perdida. Propia de otros seres animados la gracia reside en saber hacer sin reflexión. Los publicistas presos de la finalidad la desean y creen poder atraparla pero ella no existe fuera de la comunión de la mirada y la obra. Intangible y salvaje está en las antípodas del poder. Aunque los expertos en marketing la acosen jamás la alcanzarán, después de todo solo son empleados del poder. A la mayoría no les queda sino copiar. La razón, nuestra extraordinaria aptitud, frecuentemente nos resulta inútil. Pagamos la ventaja de poseer conciencia y dominio con el malestar de estar escindidos psíquicamente. ¿Cómo se origina la clase de saber que es anterior a toda verdad de la reflexión?


148 Conviene evitar la respuesta, mejor dicho, todo intento de respuesta minuciosa. Imagino que esa luz nos precede y es mejor no interferir. Cuando expresamos lo trascendente lo hacemos en virtud de una conexión al saber más vasto y natural, pero por lo común el ego arrogante extingue la magia al celebrar el descubrimiento como hazaña propia y en ese amnésico acto retorna a su curso vulgar. La magia del buen pintor aparece cuando advierte y da curso al deseo sin usar más mediaciones que sus colores y pinceles. El truco se completa con la mirada del público que espeja aquello en la texturada superficie del alma. Ese es el artista: una gestalt entre el que pinta y el que mira, manos y miradas. Él y él, él y su público. Todo esto abarca la ilusión: el provocador truco del arte. Mientras, inadvertidamente, el objeto del deseo retorna a su inasible territorio.


149 Bateson No mucho después de la caída de los dinosaurios, hace sesenta y seis millones de años, la evolución —que no conoce séptimo día— obró en un grupo de vegetales inventando provocativas innovaciones. Las primeras flores se diferenciaron y embellecieron de múltiples formas. Y así la vida se ramificó en el tiempo como siempre sucede. Hasta donde sé, aquellas plantas no podrían haber tenido conocimiento de la existencia de los insectos que sus flores atraían, ni de los colores ni de sí mismas. ¿Debemos suponer entonces que la creación de las flores fue producto de una selección sobre cuantiosos cambios dados al azar en esas inquietas y ciegas plantas? O bien pensar que esos seres, impulsados por la necesidad, supieron sin cadena reflexiva conectar a una vasta red de saberes y operar así su propio y direccional cambio somático. Me inclino por una variación de la segunda tentativa de explicación; pero no creo que la necesidad o el azar sean absolutos. Ambos podrían ser parte del juego de las adaptaciones. Un juego donde las victorias y las derrotas no pertenecen a jugadores particulares. Claro que toda esta manera de especular se la debo a un ser que incubó y formalizó sus reflexiones. Hace ochenta años un joven estudiante de biología llamado Gregory Bateson sostenía que una ameba, una ballena, un rosal o un escultor son frutos de cuantioso tiempo de bellos pensamientos. Cuando comencé a descubrir los escritos de ese hombre él ya había fallecido. Aquel muchacho hacía nuevas preguntas mientras sus profesores continuaban empeñados en describir “un promontorio de piezas inconexas de toda teoría”. Ya maduro hablaba así de la producción de sus viejos colegas, de sus pares y de los jóvenes que seguían incuestionados y dormitivos protocolos. Hay un momento en que el saber se burocratiza. Aunque saludable en apariencia deja de dar cuenta de los hechos, se anquilosa y muere. Cuando la ciencia moderna predica e interviene la vida lo hace sin revisar sus premisas, y al desconsiderar ese aspecto básico participa en la siembra del desastre ecológico.


150 Distintas neurosis la afectan en la coronación y caída de sus explicaciones; por un lado un gregarismo conservador y por otro una depredadora renovación. Pero ¿qué pasaría si alguien rompe esta lógica caníbal desde la ciencia misma? El joven que hacía preguntas incómodas era tratado con desdén. Esta actitud disimulaba el temor al desconcierto que sus cuestionamientos producían. Fue resistido, ninguneado, también simplificado y finalmente ignorado. Los tres libros del principal disruptor de la biología del siglo XX, difíciles de clasificar en bibliotecas y librerías por lo general han ido a parar a estanterías de literatura new age. Solo un puñado de pensadores de distintos campos soportó su iconoclasia aceptando la desnudez que provoca renunciar a los hábitos. Así comienza la reformulación sin idolatría u homenajes a su mentor. Quienes lo conocieron leyeron entrelíneas su deseo y supieron que Bateson rechazaba el personalismo, a diferencia de la mayoría de los popes de la ciencia, el arte y el psicoanálisis. Lo hacía por convicción epistemológica antes que por su absoluta falta de vanidad. Sentía una mezcla de horror y pudor al descubrirse usando la palabra yo, como si tropezar con ella en el discurso lo alejara de la verdad y por ende de la bondad. La ciencia no es producto de la consagración de la palabra sino de la selección de ideas, por eso los adulones resultan más peligrosos que los detractores, porque la reducen a citas carentes de lo que Bateson consideraba fundante de todo quehacer y saber: el contexto. Algunos de estos fundaron escuelas de psicoterapia pretendiendo conocer sus ideas. Otros —adictos a la novedad— acopiaron un cúmulo de frases hechas por la temporada que dura una moda intelectual. Jamás lo entendieron, pero no se privaron de lanzar implicancias prácticas de su supuesto pensamiento. Bateson siempre fue renuente a intervenir en forma directa a un organismo, a un sujeto o a un ecosistema. Para eso suponía necesario un talento natural como el que adscribía a Erik Erikson y a los raros psicoanalistas de esa laya, y genéricamente a los shamanes que con sistemas opuestos y en contextos exóticos operaban también mediante la eficacia simbólica. Su etnografía aprendió en provecho de la epistemología más de lo que enseñó.


151 El ejemplo que dí de las plantas, las flores y los insectos es parte de una historia que excede mi narrativa, pero señala ese percatamiento de la situación total que no se inscribe en la conciencia, lo que Bateson llamaba la pauta que conecta. Sabía que en raras ocasiones dispersamos el sí mismo sobre la trama más vasta; solo de esa forma podríamos conjugar azar y necesidad, o si prefieren, imaginación y rigor. De esta manera rescatando a viejos científicos desclasados como Lamarck, (a quien tenía por el biólogo más grande de todos los tiempos), a un puñado de poetas y a ingenieros cibernetistas, y en especial a la teoría de los tipos lógicos, que Russel y Whitehead habían enunciado en su “Principia Matemática”, Bateson nos brindó otra idea acerca del funcionamiento de los aprendizajes y la creación, y de este modo sentó las bases para abordar de una manera radicalmente distinta el estudio de la vida. A la inversa de los empiristas y fisicalistas puso toda la atención en los fenómenos insustanciales de la red de relaciones, más que en los matéricoenergéticos propios de los términos o nudos de esa red. Los viejos profesores se cansaron de señalar importantes características de lo viviente pero… ¿qué es lo que distingue a la vida por sobre todas sus propiedades? ¿Que es lo que la separa de lo anterior, de lo que no vive? Ciertamente ellos no partían de lo fundamental. Ese maestro, que no conocí sino por sus textos y sus seguidores, me hizo pensar que en la misma pregunta está formulada secreta y correctamente la respuesta: lo que distingue a la vida es que la vida puede distinguir. El primer acto biológico es pues un acto estético, un acto de distinción: separar un espacio de otro, recortar una figura de un fondo. Así es inaugurado el reino de lo viviente. La idea de evolución latu sensu no puede aplicarse a la historia del arte aunque muchos se empeñen en validarla a todos los campos; inversamente es aplicable al artista individual y su obra. El arte no evoluciona pero el artista puede y debe hacerlo. Desde las humildes huellas del pintor hasta la monumental y misteriosa obra de la Historia natural, algo unifica los procesos creativos. La Evolución, que permitiera a aquellos gráciles dinosaurios la reinvención del vuelo cuyo súmmum bonum expresan casi todas las aves, es también la clave de la creación artística.


152 Algunos preferirán una explicación teológica. Después de todo este supuesto antiteísta no ignora a dios. Por el contrario si dios no se deja engañar tampoco deberíamos hacerlo nosotros con la imaginería eclesiástica, en especial la tramposa idea de una paternidad divina.


153 Don Amador Con su mirada perdida en las olas y el dedo en la tanza Amador Rivera no esperaba trofeo alguno, estaba allí por otra cosa. El anciano pescador iba al muelle a recuperar la insustancial conexión con el océano. Nómade por elección y no por cultura, nunca dudó cuando tuvo que optar entre confort y libertad. La intemperie – me dijo pescando un día de tormenta— hace más maravillosa una cama caliente. Hablaba pausado sin descuidar su atención a la puntera de la caña y aunque el tema empezara siendo la pesca, las mareas de su memoria descubrían periódicamente el sentido de la vida. Lo conocí aquel día memorable en que Carlitos pescó un dorado en Boca Cerrada. Ese verano lo veríamos todos los sábados. Nos instruyó en la pesca de lisas que, como la del dorado, requería de aparejos y carnada diferentes a los usados en la pesca variada. Pero lo más cautivante eran sus crónicas de marino mercante viajando por el mundo entero. Recuerdo ahora dos historias, la primera trata de un episodio ocurrido navegando entre Hawai y Alaska. Siento su voz calma como si fuera hoy: “Tras varios días de tormenta el mar estaba planchado, pero habíamos perdido el rumbo y las provisiones estaban calculadas sin prever semejante retraso. Casi no quedaba comida en la despensa, apenas unas latas de pescado y harina. Entonces el cocinero, que por supuesto era chino, se puso a amasar pan que luego untó con una pasta de pescado enlatado. Uno de los marineros jóvenes se sentó a la mesa con nosotros, se trataba de un muchacho Samoano hilarante y siempre dispuesto a la tarea pesada, brindamos por la próxima llegada a puerto y comimos con fruición ese pan untado con el aceitoso manjar. Satisfecho preguntó en un inglés bastante torpe, y en medio de nuestras risas, qué era lo que habíamos cenado. El chino, que había conocido a muchos nativos de Samoa, le intentó decir en su idioma, has comido atún. El chaval se puso lívido, atinó a decir: ¡No puede ser... los atunes tienen carne dura y son enormes!


154 No dijo mucho más que eso porque repentinamente cayó desmayado…” Cada tanto don Amador vigilaba su tanza, pero a nosotros no nos importaba nada más que escucharlo. Su relato continuó: “… entonces pensé en los tabúes tan propios de los aborígenes de la Polinesia, entre tantos recordé específicamente la prohibición de comer el cuerpo de una especie que consideran tótem es decir sagrada, venerada por ser parte de su mismísimo origen, comer su cuerpo equivaldría al crimen más extremo… sería… vamos sería como comerse a un pariente… jajaja!” Nos sorprendió su risa porque la narración hasta allí no tenía tono jocoso y por supuesto nos reímos. “Disculpadme muchachos, prosigo: el médico de a bordo lo revisó y estableció que los signos vitales del chaval se extinguían, iba a morir.” Olvidados de las cañas, Carlitos y yo escuchábamos boquiabiertos sin prestar atención a una nube de mosquitos que se instalaba sobre el muelle. Don Amador hizo una pausa sacando un cigarro de hoja que mojó con su petaca de ginebra, lo frotó con sus manos aplicándoselo sobre el rostro y ambos brazos. Hicimos lo mismo sin preguntar. Los mosquitos no nos picaron. Don Amador continuó: “El cocinero desesperado iba y venía rezando quien sabe a que divinidad… entonces se me ocurrió pedirle que le explicara al desafortunado marinero que todo había sido una broma y que lo que había comido en realidad era pollo. Además, para que fuera más impresionante, le untamos al chino grasa en su calva y lo llenamos de plumas de almohadón. El cocinero accedió llorisqueando y repitió ininteligibles palabras de hechicero, golpeando una sartén con su cucharón. Así, y a fuerza de paños fríos logramos que el joven despertara de su estado catatónico.” Nuestra tensión rompió en carcajadas, lloramos de la risa imaginando la escena de la resucitación del samoano. - ¡Eh… que no es chiste mozalbetes! Esta historia enseña dos cosas: la primera es sobre la importancia de la mente para enfermar y para sanar. La segunda es acerca de las costumbres


155 ancestrales que deben respetarse, pues tienen un sentido para quien las cree… tal vez sean su principal conexión con el universo! Ustedes verán…yo no creo en las iglesias, pero sí creo en la mente y en la ley natural. Impostamos caras serias conteniendo nuestra risa. A fines de marzo en el muelle del club de pesca, como si fuera una prescripción tomó un papelito y anotó una dirección. Nos lo entregó diciendo: - Pichones ya me ha cansado este río, marcho a Mar del Plata, la perla del atlántico. Nada de despedidas, te espero Marcelito, y a ti también turquito incendiario. Nos abrazó y se fue. Guardé el papel en mi caja de pesca para visitarlo al verano siguiente cuando fuéramos de vacaciones con mi familia. Imprevistamente los Alí se mudaron a Ensenada y perdí de vista a Carlitos, fue algo repentino. Cuando lo extrañé y fui a buscarlo ya se había mudado otra vez. Camino por la avenida Independencia cerca del mar, asegurándome de llevar el papelito en el bolsillo, lo miro varias veces para memorizar la dirección. Mar del Plata siempre ha sido para mí un lugar entrañable. Al cabo de unas cuadras llego a una antigua pensión en la avenida Libertad y España, parece recién pintada con cal y muy pulcra. En el patio soleado se respira un exquisito aroma a café. Una señora con aire familiar asea el sitio y me dice: - Ah… ¡De seguro eres Marcelo! Amador salió temprano rumbo a la escollera Sur. Le vas a identificar fácilmente por la bicicleta que tiene adelante un gran canasto de mimbre. ¡Qué contento se pondrá al verte!



157 Iluc y las ballenas La segunda historia me la contó frente al Atlántico en aquellos días de verano. Conforme transcurría su narración revelaba un refinado manierismo y una erudición cautivante. Tampoco entonces pude poner atención a la pesca. El viejo desde luego sacó varias corvinas mientras la relataba. Tomé el colectivo 221 rumbo al puerto y caminé por la escollera hasta divisar la bicicleta con canasto. Más allá, unos metros abajo, estaba sentado en un cajón de pesquero arrastrado por la marea. Me acerqué sigilosamente y le toqué la espalda con la caña. - ¡Eh Marcelito…podrías haberme matado del susto chaval! ¡Que gusto veros! Estuve pensando en ti y mira justo llegas, es como si te hubiera llamado. - Se lo prometí y aquí estoy —contesté emocionado— ¿Cómo va la pesca don Amador? - Poco pique por ahora, pero en un rato comienza la bajamar y será el momento ideal pues la luna estará a nuestros pies. Tengo café, ¿quieres? - ¡Claro! Respondí entusiasmado mientras sacaba de mi bolso un regalo que sabía que iba a apreciar. - ¡Tabaco holandés… no te hubieras molestado muchacho! Vamos, coge un puñado de esos camarones que están frescos, los saqué ayer mismo en la Perla. Al rato comenzó el pique, pesqué la primera corvina, una carbonera de dos o tres kilos. La traje con mucho esfuerzo, tanto que me temblaron las manos al levantarla. Don Amador sonriente la limpió en un instante. - Preparaos que viene lo mejor —dijo frotándose las manos. Pero se sucedieron los minutos y no tuvimos más novedad. - ¿Te he contado la historia de Iluc? - No don Amador, ¿quien es Iluc? - Alguien que me enseñó mucho, tanto por su saber como por su pasión. Verás, poco tiempo antes de retirarme me encontraba en Alaska más precisamente en la isla de Kodiak. El poblado llamado St. Herman había crecido sobre un puerto natural abrigado por montañas blancas y laderas de pinos bajos. Un


158 paraje costero atestado de contenedores y casas de madera. Ahí hacían base los pescadores de cangrejos, la más riesgosa de las pescas que he conocido. Esto merece un capítulo aparte de modo que otro día te contaré. En ese extremo del mundo conocí a Iluc Wallace. Un muchacho mestizo fuerte y pleno de entusiasmo. Su madre, de origen Inuit, trabajaba en la limpieza de un edificio público, y cuando niño lo dejaba por horas en la biblioteca que funcionaba en el mismo lugar. Allí Iluc aprendió a leer y escribir con la ayuda del bibliotecario, un ruso muy afable que le prestaba suma atención al muchachito mitad esquimal y mitad irlandés. Iluc descubrió que Dios no había hecho el mundo en siete días y empezaba a indagar con preguntas que rebotaban dentro de su cabeza y que no dejaba de hacer rebotar entre las personas, en ocasiones lo miraban o trataban como a un chiflado. Entre tantos temas cautivantes había uno que se había transformado en su obsesión: la vida de las ballenas. En aquella biblioteca lo primero que supo sobre estas, es que no eran peces sino mamíferos. Ciertamente parecida a un gigantesco pez, la ballena se le configuraba a Iluc como una gran incógnita. En poco tiempo se transformó en un especialista. Además poseía un cóctel genético perfectamente calibrado para aventurarse en el ártico a develar sus secretos. Lo vi por primera vez en una taberna donde servían un exquisito salmón con guarnición de papas y trufas. El resto de la tripulación prefería comer porquerías al paso y luego ir a los cabarets y prostíbulos, en tanto yo caminaba por las aceras heladas bajo la nevisca buscando el Moby Dick tal como me había recomendado Liu, el cocinero chino del barco. Por fin me detuve en esa taberna que precisamente tenía una ballena como letrero bamboleante en su entrada. En ese momento don Amador hizo una pausa para sacar del agua una pescadilla, la fileteó en un instante, luego armó un cigarro y prosiguió. - ¿Por dónde iba que me perdí? - La taberna… pronuncié expectante y sin parpadear, mientras mi caña abandonada ya seguramente carecía de carnada en el aparejo. - Así no vas a pescar mucho eh?


159 - No importa don Amador, con la que saqué me sobra. - Bueno como te parezca… —comentó el viejo y continuó con su relato: “Verás…Iluc trabajaba de mozo en el Moby Dick. Más que una taberna, un verdadero restaurante. Como con todo cliente nuevo no necesitó mucha confianza para mencionar su pasión, pero a diferencia de la mayoría, yo le presté suma atención y mientras degustaba mi salmón le hablé sobre las ballenas azules que había avistado en mi juventud. Los ojos del chico se abrían de par en par brillantes de emoción… como si estuviera frente a las gigantes azules. Cuando llegó la hora de cerrar, Iluc me sirvió una cerveza oscura y fuerte, y me pidió que por favor me quedara un rato más. Accedí sin miramientos, pues me sentía muy confortado y tenía un par de días libres hasta zarpar nuevamente. Descubrí entonces que Iluc ya era un experto en ballenas francas, a su manera algo peculiar, me dio a entender tropismos y lugares de avistaje, según la época del año, y varias precisiones más que no recuerdo ahora. - ¿Cómo sabía tantas cosas Iluc? —interrumpí. - Hombre…supongo que leía mucho, también tenía predilección por hablar con los biólogos que llegaban a aquel paraje provenientes de las Universidades americanas o canadienses. Lo hacían para abastecerse y luego continuar la travesía en busca de ballenas y narvales. Incluso los había acompañado más de una vez como guía y ayudante. ¡Pero sigamos chaval que va a cambiar el viento! Iluc no perdía oportunidad de indagar sobre el único tema que parecía importarle, aún más que a los científicos. Tal como ellos no creía en el dios de los cristianos pero conocía algo muy valioso que estos ignoraban: el estilo indígena de comprender su naturaleza y su pasado. Pasaba largo tiempo conversando con los esquimales más viejos, enfocando a los pocos que no habían caído en el alcoholismo, o al menos a los que atravesaban una etapa de sobriedad. Esa información era de una sustancia distinta a la obtenida de quienes llenaban libretas y sacaban fotos, medían, y marcaban los especímenes que atrapaban. Precisamente dejó de acompañar las expediciones por esto último. No podía admitir que a veces los mataran, aunque la mayoría de los ejemplares atrapados eran devueltos al mar. Desde


160 luego sabía que los Inuits lo habían hecho desde el comienzo, y no sentía orgullo por ello. No se había atrevido aun a formular la pregunta sobre eso que le incomodaba, hasta que por fin tuvo una revelación y la oportunidad… Por un momento me pareció ver algo cerca del horizonte, y el viejo advirtió mi distracción. - Son toninas, están desde hoy. Vale… no son buena señal para la pesca pero para daros una idea, las ballenas de Iluc al nacer son mucho más grandes que una de esas toninas adultas. La revelación tuvo lugar a través de un sueño. Soñó que un anciano hombre proclamándose su abuelo le había increpado por acompañar a los blancos en sus expediciones. “No debes ayudarlos a matar ballenas! Ellas y nosotros compartimos el espíritu, por eso son sagradas. Las ballenas son nuestro origen. - Gran abuelo… estos hombres las cazan para protegerlas, quieren su bien –respondió Iluc. - No te engañes pequeño, es parte de su trabajo querer a la naturaleza pero más se quieren a ellos mismos y a su religión que llaman ciencia… y trabajan para otros hombres a los que nada de esto les importa sino aumentar su poder. Mira el lugar a que quedamos reducidos.” Entonces Iluc se animó a preguntar: “- Con todo respeto gran abuelo, ¿porque los nuestros las cazaban? - Para alimentarnos, les debemos nuestra existencia y nunca matamos más que la cantidad que nos permitía sobrevivir. Los buques factoría las exterminan solo por dinero. Esa es la palabra que nombra al peor de los demonios que jamás imaginamos. Nuestros antepasados no tenían opción, siempre fuimos pocos. Más que hoy, pero pocos. El anciano pausó para hurgar en una bolsita de cuero que pendía de su cuello y extraer de allí una pequeña talla en marfil. Iluc esto es para ti le dijo, eres un hombre ballena, estás predestinado a una gran misión. ¿Has intentado imitar el soplido de las ballenas? Hazlo y verás…” Eso fue lo último que le reveló el anciano Inuit. Me despedí satisfecho de mi nueva amistad, del salmón y de la cerveza.


161 Marché a mi camarote intuyendo un punto de conexión entre las ideas nativas y las teorías de la ciencia. A la mañana siguiente desperté pensando que algún investigador, con seguridad, se habría ocupado de estos asuntos. Entonces luego de tomar el desayuno de Liu, caminé hasta la misma biblioteca donde Iluc se había ilustrado tanto, y comencé a buscar en los ficheros de la sección de antropología. Había un libro magnífico de Franz Boas, y otro de un antropólogo también alemán llamado Rudolph Hätch, anterior a Boas. Su tomo llevaba por título: De las Costumbres de los pueblos boreales y la necesidad de refugio. Iluc no había buscado allí y retiré por un día el libro de Hätch, y una revista antropológica que lo mencionaba, empeñando mi reloj Omega ya que el ruso bibliotecario no confiaba en forasteros. Hätch había pasado años viajando por el Noroeste americano conviviendo con tribus que aún mantenían cierta dignidad en aquel tiempo. Creo que fue tomado por loco en su juventud. En principio yo tenía por propósito dar con algo referido a las ballenas. Leí todo de un tirón porque era una narración sumamente vívida y heterodoxa. Promediando la lectura encontré un capítulo dedicado a una etnia extinguida que habría habitado la costa sur de Alaska; un pueblo cuyos oráculos advirtieron la llegada de una raza de hombres pálidos y barbudos que vendrían a fustigarlos y esclavizarlos. Aquellos pacíficos nativos decidieron migrar, pero la única dirección posible era hacia el océano cuyas costas habitaban. Al norte y al sur las tierras tenían dueños. Así que emprendieron el éxodo de retorno al mar en busca de islas alejadas. Posiblemente muchos lograran colonizar archipiélagos septentrionales, en tanto otros murieran en el intento. Dice Hätch que los más ancianos simplemente se entregaron a la autoridad de estos nuevos señores, ya no dioses sino simples hombres con dioses más poderosos. Pero aquí viene lo fundamental del hallazgo literario: sostiene Hätch, que hay indicios de que entre los primeros, es decir los que se alejaron de sus costas, algunos náufragos lograron permanecer más tiempo en las aguas y luego incrementar esta rara permanencia, hasta desaparecer en las profundidades: la morada final de aquellos que no en vano tenían como ancestro totémico a la ballena. Leyendas de pueblos vecinos lo recuerdan y lejanos relatos de pescadores atestiguan esas apariciones sorprendentes de hombres delfines u hombres ballena.


162 Años más tarde Hätch fue internado por demencia senil en un nosocomio de Vancouver. Sin embargo vivió lo suficiente para seguir escribiendo las memorias de sus viajes, que un enfermero rescató aunque nunca fueron publicadas. Esto último lo leí en el viejo ejemplar de American Anthropologist, que también había retirado de la biblioteca. Al día siguiente busqué a mi joven amigo en el Moby Dick. Él estaba ocupado sirviendo mesas, entonces le dejé el libro y la revista encomendándole su lectura y devolución. El ruso le entregaría mi Omega como obsequio por lo que me había enseñado y lo que había descubierto curioseando por cuenta propia. Nos dimos un abrazo y nunca más lo vi, pues a la mañana siguiente, este viejo marino estaba navegando proa al sur. -¡Que historia Don Amador! ¿Es posible que esos indios vivieran en el mar finalmente? - Ostias… se sabía que Hätch estaba medio loco; aunque yo creo que más bien era un provocador. De modo que no es para tomarlo al pie de la letra, pero no se puede pasar por alto lo que quiso decir. - ¿Y qué le parece que quiso decir? - Que a veces lo mejor es renunciar a las pertenencias; aun a riesgo de morir. Avanzar a lo incierto de un mundo nuevo, con la salvedad de que no se puede escapar al pasado. Esto último lo digo yo eh? - ¿Vio que a veces las ballenas y los delfines se suicidan en masa? - Pero claro Marcelito, lo he visto con mis propios ojos muchas veces. - ¿Por qué un animal tan poderoso haría algo así? - No lo sé, a ver… El viejo se quedó pensativo y al rato habló: - Para escapar de los balleneros y de sus hombres crueles y tristes… Dicen por allí que los sonares de los barcos las enloquecen pero yo no creo que sea un acto de locura o confusión. Por aquellos tiempos Bateson proponía que ante la imposibilidad de comunicarse con la expresión facial o los gestos corporales a consecuencia de la escasa visibilidad bajo el agua y muy especialmente por su simple morfología fusiforme, los cetáceos habrían desarrollado un sistema comunicacional de


163 flujos sonoros más próximos al ciberlenguaje que a las señales icónicas de los mamíferos superiores y al lenguaje simbólico de la palabra articulada. Los sonares provocarían aturdimiento e incomunicación en su delicado sistema. - Tienes que leer a Melville, muestra todo lo contrario del amor que movía a Iluc y a sus ballenas. Léelo, no te lo voy a recordar nuevamente… - Lo leeré se lo prometo. Le dije mientras la brisa cálida de norte traía el aroma de los mares tropicales y Mar del Plata encendía sus luces nocturnas. Sin desdeñar la desorientación como causa, prefiero creer que esa búsqueda final de la costa podría ser también un acto vano de retorno a aquel pasado terrestre, su inteligencia inmemorial no ha de ignorar su remoto origen. Así en ocasiones estas creaturas terminan propinándose una muerte más digna que la del arpón humano. Claro don Amador… ¿qué otra cosa puede ser sino “el ansia de libertad”? Ahora, en el taller escribo recordando a don Amador y me pregunto por el destino de Iluc. Aquel joven sería hoy tripulante de un barco de Greenpeace luchando por la protección de las ballenas. Emociona pensar cómo, en aquel tiempo, hace más de cincuenta años ellos dos: un sabio aventurero y un desvelado mestizo marginal vislumbraron poéticamente ideas que hoy están instaladas entre los paleontólogos; tan solo ayudados por el libro de un etnógrafo excéntrico y por sus propias corazonadas. Cuando los continentes y los mares no eran como hoy, los antepasados de las ballenas y toda la estirpe de cetáceos vadeaban en cuatro patas por las rías y cursos fluviales próximos a su desembocadura marina, alimentándose de algas y un nutrido menú de crustáceos y demás habitantes de los espacios intermareales. Aquellos pequeños ungulados en cierto momento comenzaron a permanecer en esos nichos ocultos develados por el ir y venir de las aguas. Así, gradualmente, volvieron al mar para nunca más retornar a tierra firme. Habiendo perdido todo su aspecto cuadrúpedo no dejaron —sin embargo— de ser


164 mamíferos y respirar aire atmosférico. Esa es la historia de los cetáceos, simplificada por mi limitado entendimiento de las palabras de un investigador que tuve la suerte de conocer, por cierto el joven zoólogo experto en mamíferos marinos antárticos no se parecía a esos que despreciaba el “gran abuelo” de Iluc. Tras su temprana desaparición una base científica antártica, en su memoria, llevará por siempre su nombre. Curiosamente algunas aves en un lejano tiempo y posiblemente en las antípodas del mundo boreal de Iluc, habrían perdido el deseo de volar para hacerse nadadoras y deambular torpemente por los hielos. Los antepasados de las ballenas me hacen pensar en una casual semejanza con aquellas aves que dieran lugar a los actuales pingüinos. La analogía queda trazada por el abandono de sus adaptaciones al suelo o al vuelo, para ir en busca de su remotísimo pasado marino. Un patrón que no se registraría en los organismos sino en la filogenia. Como si se tratara de arrepentimientos a gran escala. Algo semejante pero en pequeña escala y propio del sujeto evoca lo que los pintores llamamos pentimenti. - No seas ingenuo muchacho, esas solo son correcciones de supuestos errores del artista. En la naturaleza no es posible tal cosa. Ese patrón del retorno del que hablas, no expresa sino una renuncia, una decisión de la mente de la naturaleza y no la de un individuo. Pero la metáfora vale, no te quiero desanimar: a veces hay que renunciar a algo para no perderlo todo. Arrepentirse casi nunca sirve de nada y el pasado nunca se encuentra. - ¡Don Amador!... ¿es usted? La voz del viejo corrige mis ideas, se espeja en mi pensamiento. Puede que me esté volviendo loco, ya no importa es mejor así.


165 El gran miedo En la temporada de pejerreyes le gustaba la escollera Sur porque lo abrigaba del viento frío pescando hacia el canal de acceso al puerto. En el verano prefería la Norte o de noche el cabo Corrientes. Cuando no se sentía con fuerzas para pedalear se lo podía encontrar entre punta Iglesia y playa Estrada, especialmente en un muellecito frente a la plaza España, en la Perla. Anarquista y muy crítico hasta con sus camaradas, pensaba del propio Mijail Bakunin que nunca debió incitar a la lucha con argumentos ilegítimos, aludiendo a un concepto muy divulgado expuesto en La libertad (uno de sus libros liminares). No recuerdo con exactitud, pero allí Bakunin sostenía la idea de que un hombre no podrá ser enteramente libre antes de liberar hasta al último de sus semejantes. Declaración de principios o mandato de militancia, a don Amador no le gustaba de ninguna forma. Él creía en una liberación social y política solo como consecuencia de una liberación interior. Tanto la obsesión de tener como la de poder o controlar eran a su parecer contrarrevolucionarias. Por eso miraba con recelo el poder soviético y anticipó su derrumbe. “No liberareis a nadie ni a nada si no os liberáis del exceso del si mismo y de las vanidades del mundo, que hay que ver como enferman el buen juicio” repetía. “…y cuidado con esos libros sofistas de autoayuda que veo pulular en los quioscos pregonando eso de no poder amar sin amarse a sí mismo. Así, mal dichas, las palabras confunden a los jóvenes y a los incautos; no os dejéis confundir: ese si mismo es la quintaesencia del apetito capitalista, y sabemos que no hay saciedad en el capitalismo y que el narcisismo no ama más que a su ego. Textos de autoayuda… ¡que paparruchada! Esos libros son burda propaganda del sistema capitalista.” Don Amador Rivera había comprendido además algo extraordinario, algo que sesudos ensayistas y filósofos especularon al final de grandes tratados y a consecuencia de sostener una tradición de lectura de escritos de otros desvelados pensadores. Sostenía Don Amador que Dios y el Estado se habrían fortalecido


166 siempre cultivando el gran miedo a la muerte. (Tal como Philippe Aries sostuviera más tarde). “Debemos estar con la guardia alta para evitar esa picadura que no mata pero nos quita la voluntad de vivir una vida propia, lo que no es muy distinto a morir en vida…” “Dios y el Estado son seres quiméricos y despóticos que tienen consistencia cuando moran en el alma de las personas. Se ofrecen para mediar haciendo reinar el miedo a la muerte…”. - Oye Marcelito, recién cuando hacemos amistad con la muerte es que podemos disfrutar la vida. Una cosa es el lógico temor natural y otra el gran miedo. Como te decía, ese nuevo miedo es histórico, un terror que han inventado. Algunos mueren de viejos renegando otros se amigan a último momento. Yo era joven cuando aprendí esto; mejor así… el resto de mi vida anduve sin lastres. Pude entender el significado de aquellas palabras de don Amador pero precisamente el gran miedo tapó como la marea toda evidencia de verdad que pudiera hacer mía. Hace falta algo de una naturaleza más primitiva o más evolucionada que las palabras precisas para trasmitir una clave tan vital. Don Amador fue marino mercante desde los diecinueve años, valenciano de origen soñaba con vivir en la Argentina luego de retirarse. En 1939 perdió a la mitad de su familia, apenas logró rescatar de la guerra a su madre y una hermana. La primera cayó en una profunda melancolía y murió al cabo de unas semanas en Buenos Aires. La segunda entró al convento de la Merced en Córdoba, y él con treinta y cinco años continuó navegando hasta que en 1969 decidió dejar los barcos. Nunca mencionó a su hermana. A través de ella supe que se escribían con asiduidad. Hay espíritus que frente a la adversidad extrema son arrasados por la tristeza o la locura, otros se hacen fuertes en el ideal de sacrificio. Don Amador no fue ni será el único en ignorar estos dos caminos. Su padre no le encomendó a la familia ni le inculcó odio a un enemigo, a pesar de haberlo padecido. Antes de partir le trasmitió algo simple y contundente, aunque no hacía más que refrendar el libro de su vida. En su lecho final le susurró al oído algo que Amador nunca olvidaría: “Hijo, es natural temer


167 a las amenazas pero nunca dejes que te ciegue el miedo. El temor pone en alerta, el miedo paraliza: libre de miedo libre de todo.” Amador entonces preguntó a su padre yacente cómo ahuyentar el miedo y este le respondió: “El miedo es un invento de los que nos quieren como un rebaño. Tú sabrás como desenmascarar la mentira, una forma es descubriendo la vastedad del mundo. Hazte a la mar pero ya no vuelvas… aquí no tiene caso quedarse. Te amo hijo, soy libre y me voy tranquilo.” Definitivamente un legado superior a cualquier otra fortuna. Le tomó la mano y con una sonrisa cerró sus ojos…y como la forma de ver la muerte condiciona la forma de vivir, desde esa despedida no hubo nada más preciado para Amador que la temeraria libertad. Navegó por los siete mares y amó a muchas mujeres. Paladeó un manjar distinto en cada puerto y no hubo cosa ni persona que le impidiera zarpar nuevamente hacia aguas calmas y borrascas, en busca de nuevos destinos. Cuando se aburría de una compañía naviera, pasaba a otra. No tardaban en contratarlo. Tenía tanta fuerza física como espiritual, y aún entrado en años su porte era esbelto. El gusto por la intemperie se veía en su rostro. Leía asiduamente toda literatura que cayera en sus manos y en cada puerto compraba algo para su principal pasatiempo luego de la pesca. Una vez que terminaba un texto lo guardaba para trocarlo en el siguiente puerto por otro material de lectura. Así aprendió a hacerse entender en varios idiomas y dialectos. A los sesenta y cinco años decidió dejar atrás la vida de marino y se instaló brevemente en Montevideo, luego en Buenos Aires, pero la gran ciudad no le sedujo así que compró una casita frente al río de la Plata en Punta Lara y guardó el resto de sus ahorros. Le gustaba ver la hilera de buques esperando entrar al puerto y mientras pescaba solía recordar sus historias. Don Amador no escribió ningún libro y no conservó ni uno de los cientos leídos. Era enteramente libre. Cuando a principios de los 90 me encomendaron aquel estudio de la medicina frente a la condición terminal del paciente me di cuenta que se trataba también del fin de la medicina en tanto límite y en tanto propósito. Entonces vinieron a mi mente las enseñanzas de aquel hombre sabio. Lo dicho: eran ideas que podía comprender pero no incorporar aún.


168 Mi director de beca me recomendó la lectura de un libro consagrado rigurosamente a historiar la imagen de la muerte en occidente. Al finalizar su escrito Aries revela la importancia cardinal que cobró para él una afirmación simple y categórica de Edgar Morin, un pensador francés contemporáneo; Morin dice: “la imagen de la muerte es redundante de la imagen de sí mismo”, de modo que la imagen de la muerte será desoladora al suponer los propios bordes somáticos como los bordes absolutos del ser, pues de este modo morir implicará su absoluta extinción. Una imagen de signo contrario abriga la esperanza del viviente humano cuando piensa su existencia más allá del propio “soma” fluyendo en algo más vasto (y no hace falta creer en dios para esto). Esa trascendencia no es solo por o en la progenie, sino fundamentalmente por lo hecho; por la marca o huella que se ha dejado en los demás. Pensar el morir con esta premisa no evita la tristeza, pero sí el tormento que ha llegado a ser para el hombre de hoy. Queda en evidencia porque el gran miedo cobra presas en la sociedad global del individualismo y la supertecnología, mientras que en las sociedades tradicionales, donde la muerte fuera domesticada, el morir no era ni es algo maligno. Digo esto último porque aún hoy en algunas zonas de refugio y en seres excepcionales existe esta ventaja. Don Amador además de pertenecer a esa clase de hombres fue preclaro para expresar con sencillez lo esencial. “No pienses que no creo en nada, creo en la mente de la naturaleza, y tengo la esperanza de que el hombre se dé cuenta a tiempo que ya no es un niño para jugar con ella ni con sus hermanos; y así por fin antes del final aprenda a convivir” Lo decía él, que había perdido a casi toda su familia en una guerra civil. En el verano del 75 lo busqué y ya no estaba. La señora de la pensión tenía los ojos húmedos y emocionados pero luminosos. El viejo ya viajaba en otras memorias y más allá de los mares. Me había dejado su canasto de mimbre tapado con una lona playera limpia y desteñida por el sol y una carta que leí inmediatamente: “Querido Marcelito este que es todo mi capital material, ahora es tuyo, cuida en especial del reel Neptuno que es muy noble máquina. Las cañas eran viejas y las regalé en la escollera. Te


169 dejo también mi lugar en la roca que ya sabes. Por último quiero hacerte un pedido, sé que lo sabrás cumplir: esparce el contenido de la lata de tabaco holandés que me regalaste en la pleamar desde nuestra roca, son mis cenizas; no sufras, yo necesitaba descansar, y lo más importante, en ese momento piensa el modo de procurar tu libertad, libérate Marcelito. Con afecto, por siempre. Amador Rivera diciembre de 1974”. Lloré un rato… me sequé las lágrimas. La señora de la limpieza me entregó el canasto besó mi frente y me abrazó; en ese momento comprendí que esa mujer era su hermana. Me dirigí desde la pensión a la roca de la Perla, esperé la pleamar y cumplí con su mandato. Desde entonces vuelvo cada año, y recuerdo las palabras que allí mismo había dicho presagiando lo que llegaría poco después: “Se convive mejor con la muerte si comprendes que al cesar de latir el corazón, nuestra luz sigue viajando por la memoria de la gente querida y en la trama más vasta del universo humano, donde se acepta el morir; tal vez la principal cosa a domesticar y la más difícil” El viejo pescador aprendió la temprana lección de manera súbita, a Gregory Bateson le llevó más trabajo porque dedicó toda la vida a discernir las ataduras del pensamiento. Al culminar su existencia, de cara al final anunciado, a pesar de sus convicciones debió luchar contra su propio primitivo yo, hasta sentir el alivio de trascenderlo. Uno fue un nómade, sin preocupaciones teóricas y en su vejez el saber le brotaba con naturalidad. El otro migró de una disciplina a otra para establecer alguna unidad teórica detrás de la belleza del mundo viviente y del dolor y la felicidad del sujeto. Tal vez evitó pensar en su final al sentir una gran tarea por delante aún, pero advirtió que algunos empezaban a entenderlo y confió en esa ilusión. Ninguno de los dos fue gobernado por ambiciones personales. Los anarquistas históricos habían sostenido antes la relación entre la toxicidad del poder y la infelicidad del género humano. Creo que esa advertencia es el lazo que me permite reunir al viejo sabio aventurero y al temido y humilde iconoclasta de la ciencia.


170 Don Amador y Bateson tan diferentes y tan semejantes tenían la misma edad e idéntica vocación antipoder. Uno, con la piel curtida por el salitre marino admiraba sonriente la belleza de los delfines y ballenas; el otro también sonriendo observaba la elegancia de estos seres en los acuarios de Hawai y aprendía de ellos y de sus adiestradores como es que nos volvemos locos o creativos. Incluso estaba encaminado a develar las secretas formas de comunicación en la naturaleza y en la cultura. La belleza para ellos era el punto de partida y de llegada, y ambos me mostraron que aceptar un límite propio es aceptar perder algo, para evitar algo más dramático e incluso en ocasiones irreversible. Ese algo puede ser un objeto, un sujeto, y hasta la propia vida. Lo irreversible: la extinción. El navegante anarquista y el silencioso científico iconoclasta eran sabios y optimistas. Debería aprender algo menos intelectual y más real de sus lecciones. Casi todos lo presentimos: las metáforas del poder han ido más allá de lo tolerable y el mundo que nos sustenta empieza a ceder. La naturaleza se las arreglaría mejor sin nuestra presencia para seguir adelante como lo hizo hasta nuestra intrusión. No es difícil imaginar la próxima gran extinción, sin embargo aún no hemos caído. Hace un tiempo que perdimos el equilibrio y nos balanceamos sin ton ni son. Pero no es el final aún.


171 Pescar y Cazar Un pescador entra al mar una noche de verano, pasa la primera canaleta, la segunda y ya no hace pie; pero confía en la proximidad del banco de arena, en ese instante pisa con alivio el veril y vuelve a caminar. Con el agua nuevamente sobre la cintura siente las olas aparecer súbitamente en la oscuridad. Asida la caña como una bandera de guerra balancea el plomo y lanza la línea lo más lejos posible. El golpe invisible que esconde la espuma lo desestabiliza, traga agua salada y regurgita lo que puede. Usa su caña como bastón y remo; y así regresa aturdido empujado por las rompientes. Fija la vara a una estaca y se recuesta en la playa y en el tiempo. Siente que la vida fluye más que nunca. Cuando el pez caiga en su ilusión, tendrá la oportunidad de pescarlo. Puede clasificarse a la pesca con caña como una variedad de trampa considerando que el engaño forma parte del asunto; pero si nos quedamos solo con esto dejaremos de lado su poética. Ese pescador que afronta las olas con esperanza, es un hombre que practica la paciencia. Un ilusionista ilusionado. Alguien que procura recuperar un saber extraviado y a la par el olvido de lo que nunca debió saber. La necesidad nos hace débiles y fuertes, nos confronta con el peligro, y en un mundo de depredadores y presas la vida no puede sino tomar riesgos. Hay límites sagrados, pero las iglesias solo proscribieron traspasar aquello que afecte su poder, profanando lo sagrado con diatribas huecas en pos de su efímero dominio. Cazar es natural para un águila, necesita y es necesario a su presa. Apuntar con un arma a un animal. Reducir el error hasta que nuestro ojo, la mira, y la parte más vulnerable de su cuerpo coincidan en una imaginaria recta. Volver a corregir imaginando la curvatura real de la trayectoria del proyectil, gatillar y finalmente acudir a cobrar el yacente cuerpo-trofeo. A todo esto por analogía llamamos cazar. Atajos del lenguaje que adulteran verdades calladas que solo el lenguaje puede develar.


172 ¿Por qué no cuestionar la pesca que termina con un resultado similar? Uno persiste allí después de minutos u horas, incluso olvidando el propósito y la tentación mediadora. Uno permanece ante ese medio líquido que une y separa a la vez. Entonces en la espera mansa ocurre lo excepcional, poco a poco nos descentramos, algo cambia en la relación con el mundo interno y con ese otro externo que se nos manifiesta en paisaje. Lo que cambia es nuestra frontera orgánica, y sin proponérnoslo dejamos de encarnar en un mero yo y solo yo. Ni más ni menos que aquello tan bien cifrado en los textos de Aries, Morin, Bateson, Jung, y claro en las palabras de don Amador. En la pesca se es si se está en ese estar apacible del pescar. Tiene algo en común con el Zen, un ligero parecido que proviene de ese punto de fuga extraño a nuestra cultura que a veces nos asombra en las expresiones del arte o la ciencia. Por lo general no pasa de ahí, no termina nunca de crecer porque estamos marcados por las culpas y las preocupaciones, por los castigos y las recompensas. Así de tortuosa es nuestra naturaleza cultural.


173 Nanda, el mundo por delante En 1975 Nanda parecía llevarse el mundo por delante. Iván, su padre, no quiso involucrarse con la política nuevamente. Demasiada culpa, demasiados muertos. Nanda lo respetaba pero a los diecisiete deseaba participar de la revolución que se pregonaba o bien se anunciaba solapadamente. Iván sabía que por ese camino algo terminaría mal, presagiaba el momento y no hablaba del asunto ni siquiera con Irupé a quien solo advertía con pocas palabras sobre los males del despotismo. Vi a Nanda por primera vez en una manifestación frente al rectorado de la Universidad. Arengaba y no se dejaba empujar. Supuse que pertenecía a un grupo de base, así eran conocidos en los setenta los pequeños grupos de izquierda que trabajaban en cada Facultad para una organización mayor. Una chica de tal clase nunca me daría bola. ¡El pueblo! ¡Unido! ¡Jamás será vencido! No sentía por entonces que fuera el pueblo quien alentara su propia unión sino aquellos militantes universitarios convencidos de su misión en la historia. Pero estas parcialidades confrontaban demasiado entre sí. Se que con esta opinión cuando menos ganaré la antipatía de aquellos que consideran en especial el sano idealismo de esas juventudes. El espíritu idealista existió junto a innumerables muestras de heroísmo y renunciamiento pero también hubo ingenuidad y malicia. Una versión extrema y aberrante de esto, señala que años más tarde algunos de sus propios líderes, entre ellos Mario Firmenich, habrían acordado su inmunidad con un integrante de la Junta Militar a cambio de la entrega de cientos de sus propios compañeros, cuyo retorno desde el exilio a la lucha armada habrían fogoneado. Como si no bastara con la metodología criminal del Estado, la caída final de Montoneros a manos de la represión lo fue también por vía de la traición. Algunos suponen que esta historia es una leyenda inventada por los detractores del almirante Massera, los propios pares y rivales de la junta militar que habrían visto con recelo sus apetencias políticas. Lo incontrastable es que quien denunció el pacto, su secretaria, terminó asesinada


174 mientras que Firmenich y compañía siguieron vivos e intocables. El tema permanece en tinieblas. Por otro lado la dirigencia prosoviética del Partido Comunista apoyaría en plena dictadura a la otra parcialidad de la Junta Militar al suponerla un posible aliado. Ciertamente el Stalinismo había practicado un terrorismo de Estado muy inspirador. Antes del golpe cívico militar de 1976, algunos maoístas (minoría escindida del propio PC) apoyaron la democracia –pero según sus detractores–, lo hicieron avalando a un desquiciado ministro que a través del accionar para-policial había reactivado la persecución y el crimen desde el poder político. No resulta extraño que el solipsismo y encono de muchos cuadros de izquierda revolucionaria distara poco del integrismo de las Fuerzas Armadas. La llamada teoría de los dos demonios describe y justifica una reacción a la guerrilla, pero nada puede ser peor que el terrorismo de Estado. De vuelta en casa le conté a Luciana que había visto a Nanda, y entonces la describió como alguien especial que aparentando ser una simple curiosa, merodeadora de las protestas callejeras, militaba seriamente y en el fondo era una persona solitaria. El destino quiso que al día siguiente la cruzáramos caminando rumbo al centro. Entonces mi hermana, que la conocía del Liceo, nos presentó y desapareció súbitamente. - Chicos, no lo puedo creer, me olvidé el libro de química en casa ¡Los dejo, chau! Nanda y yo quedamos frente a frente, me temblaban las piernas y presentía que también lo haría mi voz. - ¿Y vos que hacés? —preguntó mientras abría su cartera para sacar un cigarrillo y encenderlo. Me miró con sus ojos claros y mi corazón galopante también se encendió por primera vez en su vida. - No gracias, respondí, como si me hubiera ofrecido un cigarrillo. - ¿Por qué gracias? ...te pregunté qué hacés, a que te dedicás. ¿Querés un cigarrillo? - No gracias —dije de nuevo— Estudio antropología… –contesté, casi sin aire en la última sílaba. -Ah… buenísimo antropología: ahí no tenemos a nadie. En el museo hay poca gente nuestra. Yo estudio filosofía, pero en general nos reunimos entre el museo y la cancha de Gimnasia o en el kiosco rojo. Tu hermana me dijo que estás con la revolución.


175 - Bueno sí… soy socialista. No es que me crea revolucionario pero de todas las izquierdas prefiero el socialismo. -Blablabla… todos son socialistas, ¡hasta los peronistas! Pero vos no parecés ni imbécil ni facho. Esta tarde te espero en el bar del museo. A las cinco tenemos una reunión, escuchá nada más, luego te vas a cursar o a tu casa y otro día hablamos ¿sí? - Bu…bueno —dije intentando disimular mi alegría. Aunque estaba seguro de haber aparentado una importante imbecilidad. - Ah! ahí no me llames Nanda, me conocen como la Rusa. Te espero entonces. Me besó en la mejilla, dio media vuelta y se marchó. Quedé inmóvil en la posición que recibí el beso, mirando como se alejaba meneando a la perfección la pollera entablonada. Sus piernas, aún flacas, con medias hasta las rodillas eran las más hermosas piernas que jamás había visto. Enamorado para siempre, permanecí allí hasta que su melena se perdió entre los transeúntes.



177 La manifestación y el reencuentro Hacia Mayo de 1974, los obreros de Propulsora Siderúrgica —una fábrica de laminados de acero de Ensenada— habían tomado la planta en reclamo por el cumplimiento de leyes, acuerdos y restitución de cesanteados. Propulsora se caracterizaba por tener un personal calificado y fuertemente ideologizado. La comisión de delegados estaba manejada por montoneros, peronistas de base, comunistas y trotskistas, y aspiraba su legitimación. La policía de la Provincia había cerrado todos los accesos a la fábrica con sus carros de asalto pero no pasaron de allí. La burocracia sindical de la Confederación General del Trabajo no podía controlar la presión. Los obreros comían gracias a la solidaridad de los vecinos de Ensenada. Finalmente en Mayo del 74 se llegó a un acuerdo y se entregó la planta funcionando a la perfección. Pero el gobierno y los militares no se quedarían esperando. La muerte de Perón el 1 de Julio de 1974 abrió paso al lopezreguismo un fascismo criollo crecido a la sombra del viejo líder que focalizó en estos cuadros y en las agrupaciones estudiantiles parte de su caza de brujas. Las confrontaciones internas del gobierno se agudizaron. En ese mismo tiempo terminaba el secundario y debía optar por una carrera universitaria, había descartado Bellas Artes, me gustaba Medicina pero el fervor político del 74 me inclinó en favor de Antropología. Una cuestión de prejuicios de esa época la ubicaba como la menos natural de las ciencias naturales; acepté la idea sin miramientos. Ese error de apreciación provenía de un paradigma muy instalado por aquellos años que oponía lo humanístico a la ciencia natural. Una lacónica y corrosiva definición de humanismo lo sitúa como el lado femenino del racionalismo. No lo hubiera aceptado por entonces, hoy me parece veraz. La disciplina antropológica se auto-limita cuando se adscribe al mero humanismo. De todos modos no es mejor saber que en estos días la antropología del Museo de Ciencias Naturales de La Plata transcurre en las dependencias de una biología aferrada a un paradigma abolido.


178 Pero a fines del 74 pensaba que era la carrera justa para acoplar con la revolución en ciernes. Simpatizaba con la izquierda y no sabía prácticamente nada de la realidad política argentina. Un año después de la toma de Propulsora, el país vivía los prolegómenos de otra etapa de terror. La ciudad de La Plata era uno de sus mayores epicentros. Los parapoliciales acechaban en las calles, en las fábricas y en las facultades. Fueron los tiempos de la C.N.U (Concentración Nacional Universitaria) y de La Triple A fundada por López Rega (Alianza Anticomunista Argentina). Las fuerzas armadas permanecían al acecho aparentando obediencia al gobierno. El museo estaba alborotado por consignas revolucionarias pintadas hasta en los bustos de los próceres naturalistas que ornamentaban el edificio. Jueves 3 de julio de 1975. Abandonamos el teórico de Antropología General, una clase multitudinaria, inaudible y caótica. El profesor trata de exponer cómo los primeros antropólogos problematizaban de modos opuestos sobre diferencias y semejanzas entre culturas. Los evolucionistas, suponiendo que cada conjunto humano era capaz de inventar, con independencia de otros pueblos, soluciones semejantes a problemas semejantes. Por el contrario los difusionistas sostenían que tan solo algunas versiones de la humanidad estaban dotadas para innovar y que luego sus logros viajarían, se difundirían y propagarían al resto. Toda una maraña de especulaciones improbables para dejar de lado la discusión de fondo. ¿Era la mentada unidad psíquica de la especie humana una premisa verdadera y necesaria a la antropología o solo se trataba de una mentira humanista? El apasionante tema en la supuesta antesala de la patria socialista resultaba intrascendente. Nadie, y me incluyo, se percataba de su importancia y de su pertinencia en relación a lo que estaba pasando ahí. Echaron a aquel profesor de la clase entre tizazos, gritos, y algunas carcajadas, con la excusa de dar lugar a una asamblea que terminaría en peleas por disidencias sobre lo que pasaba en el monte tucumano con la guerrilla del E.R.P (ejército revolucionario del pueblo), el ejército argentino y los campesinos.


179 Recuerdo a un estadista que varios años atrás había sido expulsado de la presidencia de la Nación tironeado de sus orejas por una coalición de civiles y militares golpistas. Ese fue el último hombre a la altura de su investidura en largos años. El dogmatismo es una necedad que inflama sus triunfos y a la par precipita sus derrotas. Ocurría con aquellos militantes tribalizados comiéndose ritual o virtualmente el hígado entre sí, mientras el gran depredador se relamía al acecho. Dogmas y dogmas. Ayer militancias, hoy elites ciber-intelectuales, todas haciendo el juego al desolador, arrasador poder. En un quiosco rojo, humeante comedero de patys y panchos ubicado frente al museo, me esperan el Zurdo, Nanda y Rubencito. Nuestro objetivo avenida 44 entre 3 y 4, me lo habían anticipado. Estoy enamorado de Nanda, no se lo dije pero obviamente lo sabe, y se aprovecha con esa prepotencia de belleza, astucia y militancia. Nanda me mira desafiante y pregunta: - ¿Entonces vas a venir o no? - No sé…. ¿qué hay que hacer? - ¡Pero en qué pensabas mientras discutimos el tema! Hay que repartir los volantes y estar junto a los compañeros metalúrgicos. Yo solo pensaba en ella y no había escuchado ni la mitad de la conversación previa. Realmente Nanda hablaba como si esos metalúrgicos fueran sus compañeros. Supuse que tendría motivos de los que el resto carecíamos. - Bueno, perdoname, en esto sos nuevo —dijo Nanda mirándome a los ojos con cierta ternura, mientras buscaba algo en su bolso, y continuó: - Hay una sentada frente al sindicato. La mayoría son obreros que vienen de Propulsora, de las destilerías y de Petroquímica. Después nos juntamos con el Zurdo en la pizzería. Corría el mes de julio del 75 y el movimiento obrero industrial continuaba su lucha, una lucha que yo ignoraba por completo hasta ese día. De buenas a primeras quería saber más del asunto. Hacía tan solo unas horas intentaba tomar nota en una clase teórica expropiada, mientras miles de obreros se encolumnaban por el camino que une Ensenada con La Plata, y desde las seis de la mañana ocupaban pacíficamente la avenida 44 frente al


180 edificio sede del gremio de la construcción .Provenían de distintas fábricas: autopartistas, petroquímicas, astilleros, hospitales públicos, municipales, judiciales y especialmente de Propulsora. Por supuesto había estudiantes de todas las agrupaciones. Ese día hasta se enviaron piquetes a los ministerios para levantar empleados. -¡Dale despertate Marce! –dijo Nanda. Besó mi mejilla y me pasó el paquete con los volantes. Soy uno en la muchedumbre sentada de vereda a vereda en la avenida 44. No tengo la menor idea de la proporción de lo que está pasando. No conozco a nadie y mi pelo está demasiado largo, algo que —advierto— despierta cierta desconfianza. Me esmero en repartir unos volantes que rezan: Juventud Universitaria Trotskista apoya la lucha de los obreros industriales oprimidos por el imperialismo etc, etc. Nadie los lee. Dentro de la sede del edificio se encuentra la conducción de la CGT regional. Primero toma la palabra un burócrata que habría traicionado la huelga del año anterior. La gente de Propulsora lo abuchea indignada; le sigue el delegado del E.R.P para reclamar por los acuerdos paritarios y proponer un plan de lucha nacional. Me percato que la policía cierra las salidas; en ese momento cae una granada de gas lacrimógeno y pronto muchas más. La diáspora es caótica. Por el lado de calle 2 una división de la policía cerca el camino y se aposta junto a los carros hidrantes, más conocidos como chanchas, que comienzan a castigar con durísimos y helados chorros. Interviene un helicóptero que hace rato nos sobrevuela pero ahora está arrojando granadas de gases lacrimógenos. Comienza la balacera desde la terraza de un edificio de 44 y 5, son balas de goma. Recién ahí atino a correr en medio de la estampida. En la carrera tropiezo y caigo al asfalto, providencialmente un muchacho me agarra del brazo -¡Por acá huevón! La voz me resulta familiar pero no lo veo en el apuro. Viramos ciento ochenta grados, doblamos y continuamos la carrera hasta detenernos en el hall de un edificio antiguo de varios pisos, la puerta está abierta, el portero del otro lado nos apresura.


181 - ¡Vamos, vamos! Ya está, no va más…, esto se puso muy jodido. ¡Suban! Son seis pisos hasta la terraza. ¡Se me quedan calladitos ahí eh! Estamos trepando por las escaleras oscuras, voy adelante. Entre el susto y el esfuerzo al final el aire casi no me alcanza. Al llegar al último piso todavía se filtra algo de luz natural. El muchacho, más agitado que yo, se sienta contra la pared y me convida un cigarrillo. -No, no gracias, gracias. Respondo a su gesto. Recién ahí lo veo claramente. Cuando enciende el fósforo y da la primera pitada quedan a la vista los dientes para afuera del querido payaso de la infancia. - Che… si no te saco a tiempo quedabas estampado en el pavimento. Todos te hubieran pasado por arriba desde los compañeros hasta los milicos. -¿Flaco? ¡Sos vos flaquito! - ¡Marce viejo nomás! ¡Mirá dónde te vengo a encontrar! Nos abrazamos largamente. Desde la calle se escuchan ahora algunos disparos. - ¿Qué está pasando flaco, que son esos tiros? - Ah… no es nada. Nosotros vinimos desarmados. Son esos locos, montos y perros, que tiran y se repliegan. Ya sabíamos que iba a pasar, en un rato se las toman. Pero no te asustes Marce, eso nos ayuda porque así la cana se va a la mierda de aquí. Todavía no doy crédito a lo que está sucediendo; metido en medio de todo esto y de golpe la aparición del flaco. En eso cae una hoja de mi carpeta, es una fotocopia de alguna clase teórica, Carlitos la levanta, lee algo y me dice con el tono de siempre: - ¿Qué mierda es un sofisma? ¡No cambias más Marce, siempre con cosas difíciles… jajaja! - Un bolazo Flaquito, eso es un sofisma, como todo lo que está escrito allí. Nos miran con curiosidad. - ¡Flaco no lo puedo creer! ¿Que hacés en La Plata, no estabas en Rosario? -¡Sí, sí claro! Casi tres años estuve, pero pegué la vuelta. La cosa se puso fulera allí. Igual sigo en lo mismo. Por un amigo del viejo entré a Propulsora Siderúrgica, y aquí estoy haciendo quilombo. ¿Pero


182 vos?, vos sí tendrías que explicarme ¡qué carajo hacés aquí! Bueno…para eso habrá tiempo. ¡Compañeros!: les presento al compañero… al compañero…, bueno ya le vamos a poner nombre. ¡Es de confianza che, cambien la jeta! El flaco dirigía al grupo, yo no podía creer verlo al mando. Continuó: -Nos quedaremos aquí un par de horas, después vos Nico andá al departamento del compañero portero que se llama… ¿Cómo se llamaba? esteee… ah sí ¡Pelusa! Esta vez sí que nos salvó, un capo este Pelusa. Si no hay carreras está en su puesto porque es más burrero que la mierda… jajaja. Él ya sabe que tiene que dar una vuelta a ver si está despejado, y si todo va bien le pedís prestado el teléfono y lo llamás a Isidro que está en la YPF para que nos venga a buscar. Se sentó en el piso y apoyó la cabeza en la pared, en segundos estaba roncando. También me dormí profundamente. - Marce bajemos que ya está todo tranquilo, pero metámosle que no nos podemos confiar mucho. En la calle un colectivo viejo los esperaba. -¡Dale, vamos para la laguna! -¿A qué laguna flaco? A Villa Laguna; ahí es donde vivimos. - No gracias Carlitos, yo me quedo. Estoy cerca de casa. - ¡Entonces venite el domingo que festejamos con un asado! Vos preguntá por Maxi o el Turco, son mis nombres de guerra jajaja, ahí todos me conocen. - ¿Maxi? - Sí… por Maxiyosus; ¿te acordás? - ¡Cómo me voy a olvidar flaco! …y ¿dónde queda la Villa? - Poco antes del final del recorrido del colectivo 20, pasando varias cuadras una YPF donde la calle 122 ya es ruta, a la derecha caminás y vas a ver un cartel. - El domingo estoy allí… ¡Ponele la firma! Con la emoción casi olvido que tengo que pasar por la pizzería frente a la estación. - Por fin aparecés loco, nosotros zafamos antes por lo visto. - Hola Zurdo, perdoná se me complicó… ¿Y Nanda, digo la Rusa…? - Ah, tuvo que irse a Ensenada pero estaba preocupada por vos.


183 - ¿Sí? - Sí, me pidió que le avise por teléfono si no aparecías. - Estoy bien Zurdo, cuando se pudrió todo tuve que esconderme con unos obreros de Propulsora y terminé reencontrando ahí a un amigo de toda la vida. Fue una suerte, me salvaron ellos. Después te cuento más, ahora me voy… nos vemos en el quiosco mañana. - Chau Marce… ¡No te enganchés con los peronistas! Volví contento. ¡Nanda estaba preocupada por mí!...y encima la alegría del reencuentro con Carlitos. En casa Luciana cuidaba a Fabi. Mis viejos no habían vuelto del cine. - ¿Dónde te metiste? Iba a llamar a Rubén pero no me animé. Bueno por suerte ya estás aquí. - Perdoname Lu tendría que haberte avisado. Fui a panfletear para los chicos de la JUT, no imaginé que iba a ponerse tan fulero. - ¿A panfletear? ¡Boludo, me hiciste pasar un susto de aquellos! ¿Y qué pasó? - Nos corrieron con gases, pero safé, tuve suerte. ¿A que no sabés quien me salvó? - ¡No, ni idea! —contestó enojada. - Carlitos. ¡Carlitos Alí! - ¡Nooo! ¿El flaco? - ¡Sí! Yo tampoco lo podía creer. Está laburando en Propulsora y vive en una villa. - Creí que vivía en Rosario… - Sí, se juntó con una rosarina y se volvió. Tienen una beba y una nena que ya era de ella. Me invitó a ir el domingo. ¿Querés venir? - ¡Ni loca! ¿Vos sos consciente del peligro? Estamos en estado de sitio. No pude decirle que exageraba porque ella tenía razón, pero por entonces yo podía caminar sobre las brasas por el amor de Nanda y por la recuperada amistad del Flaco. - No, no te preocupes no voy a arriesgar de más. No pasa nada. Mientras terminaba de decir esas palabras recordé que era la muletilla de Carlitos. - ¿Que no pasa nada?… ¡Nada bueno pasa! ¿Me estás cargando?, te aconsejo que no vayas pero cómo sé que vas a ir de todos modos mandale un beso de mi parte.


184 - Lu… ¿te parece que Nanda me dará bola? - No lo sé —dijo sonriendo y agregó: ella no es peligrosa pero vos estás enamorado y eso sí que es grave… ¡El tipo más cerebral hecho un nabo… no lo puedo creer!


185 Una chica y una moto Viernes 4 de julio: es la mañana siguiente a la manifestación, estoy sentado en una mesa de don Julio, el bar de las juntas estudiantiles. Deseo que en algún momento ella empuje la vieja puerta de la ochava. Tengo grabada su última imagen en el kiosco del bosque frente al Museo, y las palabras del Zurdo me habían dado alguna esperanza. No nos hemos citado, solo cuento con mi deseo de verla. Ni aquí puedo durar tanto con un café, así que pido lo de siempre mientras leo un cuento completo de Arlt. Es mi día de suerte porque al levantar mi mirada de El jorobadito ella hace su ingreso. La alegría y el susto se funden en mi corazón pero me sobrepongo y atino a levantar la mano cuando Nanda gira la cabeza recorriendo el panorama. Por fortuna no hay más conocidos en este momento. Me ve inmediatamente y se encamina sonriendo. Con una voz al principio susurrante la invito a la mesa y le convido el “sacramento” de salame y queso que recién me han servido; lo acepta sin intención de compartirlo. Ordeno otro y dos licuados de banana con leche. - Marce, ¿qué pasó ayer? El Zurdo me dijo poco, contame vos. Le hablo de la manifestación, de la represión y de Carlitos. Escucha con suma atención. Tras un silencio espero su opinión y más que nada verla y oír su voz, ¡es tan hermosa! En cambio súbitamente se levanta. - Bueno a despegar… - Nanda…, Luciana te habló seguramente de mí, pero yo no sé nada de vos. - No es importante eso ahora. Contesta mientras levanta su bolso del respaldo de la silla. - Para mí sí que es importante. Digo sin pensar. Me mira sorprendida y se sienta nuevamente - ¿De verdad querés saber? - Sí, claro. - Está bien, tenemos un rato más —dijo mirando un antiguo reloj de cadena que sacó de su bolso. - ¿Y eso? que lindo reloj…


186 - Era de mi tío Sergei, yo no lo conocí. La mujer de la foto fue su novia. - Bella… - Bellísima, polaca y comunista… y murió heroicamente, no como él. Las palabras de Nanda se suceden como cuadros de una película de esas que vemos una vez y jamás olvidamos. Trabaja en una librería de usados en diagonal 77, a media cuadra de Plaza Italia. Así paga sus gastos y le sobra algo para ayudar a sus padres. Estudia Filosofía; excepcionalmente para la época Nanda siente que hay mucho pensamiento refinado y respetable además del marxista. Me doy cuenta que es de esas raras personas que prefieren pensar y actuar en consecuencia; antes que detenerse en reflexiones que se engalletan consigo mismas (como es mi costumbre). Espera ser consecuente con sus principios y distingue entre yerros propios y los provenientes de los principios. Así se corrige o corrige sin pudor. La idea de autocorrección es ajena a dogmatismos de cualquier tiempo. Nanda no se subordina a dogmas ni a nada. Milita en el socialismo aunque sublima anarquismo. Por esta razón tiende a disentir con casi todos. Yo simplemente soy libertario de don Amador, hasta el momento no he leído los libros liminares, tengo unos cuantos medio escondidos menos La libertad que —forrado con hojas de cómics— está sobre mi mesa de luz. La antropología, más tarde, me volverá a mostrar la clase de malestar que desatan el estado y la religión. Cuando concluye su reseña me mira a los ojos y dice: - Hay que leer y actuar ¿Me parece a mí o vos sos de los que dudan y dudan? - Te parece bien, soy de esos… ¡Pero no estoy paralítico eh! Nanda me deslumbró en todas sus formas. Salimos de “Don Julio”, cruzamos la plaza San Martín. Su apuro se había diluido, no quise preguntar nada. Seguimos por avenida 7 y entramos al cine Select, estaban dando Aguirre, la Ira de Dios de Werner Herzog, una tremenda metáfora del ansia del poder que lleva a la locura. Aunque nos impactó hablamos poco, ella tenía que


187 regresar. Cruzamos la plaza de la mano, creí que con eso ya éramos novios. Pero mi torpeza con las mujeres recién empezaba y con toda su magnitud, aunque ninguna malicia. Cuando supuse que nos íbamos a besar románticamente me sorprendió con un fugaz beso en la mejilla y se esfumó. Volví a ver “Aguirre” tantas veces como pude, esa película evoca lo mejor y lo peor de mi vida. Sábado 5 de julio: Me despierto pensando en Nanda. Papá lee el diario en la cocina. - Buen día viejo. - ¿Cómo viejo? Yo soy un tipo joven, más joven que vos. Mirate la pinta, andá a lavarte la cara y peinate un poco esas mechas. Acá tenés café recién hecho y unas medias lunas. ¿Cómo te está yendo en la Facultad? -Todo bien por ahora, pero hay mucho quilombo político, dicen que van a suspender las clases. - Sería una pena justo en tu primer año… - Pa, conocí a una chica… - Ya me imaginaba, me alegro mucho Marce… ¡Con razón estás medio dormido y de buen humor! - Pará, que todavía no sé si me va a dar bola… - ¡Paciencia, no te arrebates! Estaba pensando en salir a dar una vuelta… ¿me acompañás? - ¿En el Chevy? - No, por aquí nomás, caminando… ¿o tenés que hacer? - La verdad es que no tengo plan… vamos. Caminamos por la diagonal soleada hacia Plaza Italia. Imagino que vamos al centro, pero papá se detiene ante un local de venta de motos justo frente a la plaza. - Quedate aquí un ratito que tengo que arreglar algo con unos clientes y vuelvo. Lo espero y al rato sale con un casco rojo en la mano mientras un empleado del negocio vestido con overol y gorrito saca una reluciente motocicleta azul. - ¿Viste que no soy tan viejo? - ¿Te compraste una moto? - Sí… ¿te gusta?


188 - ¡Está buenísima pa! - Bueno entonces te la regalo! Falta una semana para tu cumpleaños pero me anticipé. Ah, también tenés el casco. No sé cómo hice para convencer a tu mamá, una de las condiciones es que uses este casco siempre. - ¿Cómo se te ocurrió? Yo nunca hablé de una moto… - Se me ocurrió nomás, siempre me gustaron las motos. Le dí un largo abrazo y le susurré un gracias papá… - Dale… que esperás ¿No la vas a arrancar? - ¡Viejo nunca manejé una moto! - Es hora entonces. Preguntale al chico este que te va a dar las instrucciones. Yo sigo hasta el café de Moreno. ¿Te sorprendí eh? Bien… pero te advierto: de aquí en más, ojo con llamarme viejo o chau moto…! Ah y cuidate mucho que no es un juguete. Salí del concesionario de Plaza Italia por diagonal 74 directo hacia Punta Lara. Aprendí a manejarla en el trayecto. Desde aquel momento siempre preferí las motos a los autos.


189 Villa Laguna Domingo 6 de julio: a las 11,30 hs. saco mi resplandeciente Zanella 125, me calzo el casco y cuelgo el bolso a mi espalda; la moto arranca tras la primera patada. Para no perderme y —como tengo tiempo— voy hasta la estación y espero que pase el 20 para seguirlo. El micro después de un paseo por la ciudad encara la avenida 122 y me adelanto aburrido de respetar las paradas. El día está soleado y es delicioso recibir el viento frío en la cara; no podría ser mejor, siento como si hubiera manejado motos desde siempre. El Flaco me había indicado doblar a la derecha diez cuadras después de una YPF, donde la avenida 122 ya es ruta. Disminuyo la velocidad, el aire es fresco y andar en moto es aun más lindo en el descampado. Cargo tres litros de nafta y le agrego aceite 2T, ya estoy cerca. Por las dudas le pregunto al empleado de la estación de servicio que contesta con una sonrisa: - ¡Quien no conoce al flaco Alí! Tenés que seguir un kilómetro y doblar a la derecha, vas a encontrar un letrero que dice Bienvenidos a Villa Laguna. A la vera veo caseríos, basurales y campos encharcados del suburbio terminal. Casi es el mediodía. Atrás de un gran promontorio de chatarra de autos aparece una formación de casitas de madera y cartón. Un letrero de chapa clavado a un poste da la bienvenida. Las plantas apenas crecen en el suelo duro, y las viviendas se forman en damero rodeando la mitad del perímetro de una vieja cantera inundada. Debe medir unos 50 o 60 metros de diámetro. Atado a una suerte de embarcadero hay un chinchorro rojo bautizado en su proa Evita Capitana. Unos cuantos gansos y patos además de varios neumáticos flotando. Los perros salen a ladrar y detrás de ellos aparece sonriente el Flaco. -¡Ya era hora Marce! Bienvenido a “Villa laguna” territorio liberado... ¡Que motito compañero! Vamos a atarla que aquí tenemos varios amigos de lo ajeno… jajaja. Me abracé con quien ya no era solo Carlitos, sino un verdadero líder barrial.


190 - Ah… te traje esto flaco, no sé si te va a gustar. Era una gorra con visera y el escudo de Boca. - Me encanta, gracias Marce... “a caballo regalado no se le miran los dientes” Mientras saco de la mochila una bolsa de caramelos masticables, le digo: - Esto es para los pibes de aquí. - ¡Qué pibes ni pibes! Los Sugus me los confisco —dijo bromeando cuando ya le saltaban alrededor varios nenes y nenas. - ¿Te gusta la lagunita? Es como nuestro sueño de cuando éramos chicos. Está llena de palometas y bagres, siempre traemos pescados en tachos cuando volvemos del río. Los gurises se entretienen pero hay que estar atento; se nos ahogó uno y no nos puede pasar más. Todos los chicos conocen la historia y le tienen terror, así que solo se bañan cuando hay guardavidas. El mejor que tenemos es el “Chafa” Gómez. Me llaman la atención tres casas rodantes de circo. -Ah… ¿viste Marce?, también hay artistas viviendo aquí. Son los Fantozzi, vienen de un circo fundido. El dueño, que es el padre y jefe, está enfermo…buena gente. Vení que te presento a Malena. Caminamos unos metros y ahí estaba —avergonzada— su bella y morocha mujer, meciendo a la beba en brazos. - Male este es Marcelo, mi amigo de toda la vida. Con él fui a pescar por primera vez. ¡Es un genio, sabe de todo…! Me puse colorado. - Hola Malena encantado… esteee… no le creas, exagera. Que te voy a decir si vos lo conoces más que yo… Ella solo me respondió con una sonrisa, era muy bonita pero parecía diez años mayor que nosotros aunque Carlitos me había dicho que tenía su misma edad, es decir veintidós años. - ¡Vamos a la casa de gobierno nos están esperando! —dijo repentinamente. En el centro comunitario, que es un galpón grande, se encuentran los demás comensales; me los presenta uno a uno con verdadero protocolo. De izquierda a derecha y en ronda: Rafael “el Chato” Benítez, Ramón Mejía “el Metálico”, “El Nafta” Ocaña, Albino Albarracín, Juan Da Silva, Amílcar “Nico


191 o el rengo” Soria, Isidro “Cachorro” Cáceres, “El Chafa” Gómez, Rubén “Monedita” Fantozzi, Ángel “El acróbata” Novak y José “Terremoto” Santos. Todos tienen coraza, o —como dice el Nafta— la piel de rinoceronte de los pobres. Con ellos compartiré el costillar que se está haciendo ahí mismo a un costado del galpón semicubierto. - Llegás justo porque además festejamos la resurrección del Hércules. - ¿El Hércules? - Sí, es el micro de Isidro, el que nos rescató en la UOCRA. Estuvo como tres meses roto y de a poquito lo fuimos arreglando con la ayuda del Acróbata, que sabe de mecánica como vos de huesos y bichos. El jueves cumplió su prueba de fuego. Este domingo vamos a salir de excursión al río, llevamos trasmallo y espineles. Un lujo, estás invitado. - Gracias Flaco, me gustaría pero no creo que pueda, tengo que estudiar. ¿A dónde van a pescar? - Siempre vamos a la Balandra pero esta vez hay una moción del compañero Chafa para ir a la Municipal de Berisso, dice que es más tranquilo allí y tiene razón. Los patrulleros no se animan porque por lo general se encajan en el barro, a nosotros nos conviene el barro. Cuando nos quedamos somos un montón para empujar… jajaja. ¡Moción aprobada! —Me acercan un vaso y todos brindamos, con un terrible clericó. - ¿Te gusta el aperitivo? Dale… acercate, picá. No hay mujeres, ellas almorzarán en otro lado, una costumbre que no tiene arraigo aquí pero hoy es una excepción porque el asado no alcanza para todos. Me siento culpable por esto, debí traer carne y no boludeces. Los niños y las mujeres comerán guiso en la unidad sanitaria de Villa Montoro. Por eso se ve todo un tanto despoblado. Por un instante sentí que ese mundo marginal vendría como anillo al dedo de una Antropología preocupada por la desaparición de sus objetos más preciados: las sociedades exóticas. Con esta premisa miserable la pobreza comenzaba a resignificarse como cultura.



193 Un panorama La radio pasa puros chamamés mientras todos conversan y comen animadamente. El humo tenue vela el ambiente y por los agujeros de las chapas se filtran dispersos rayos de luz. Ha desaparecido la música y la conversación ahora es un rumor lejano. El cuadro semeja un gran mural circular, profano y sagrado a la vez, muy parecido a los antiguos panoramas. La luz azul tiñe levemente cada rostro, siento posible captar para siempre esta escena. Nadie, ni Carlitos, repara en mi persona. Entonces dejo de escuchar todo sonido y en una rara maniobra (que por lo común ocurre en estados melancólicos o de ausencia equivalentes al viaje shamánico) salgo de mi cuerpo y recorro inadvertido el semblante de los que están sentados a la mesa y de los otros que vociferan alrededor de la parrilla. Notablemente cada icono de los comensales revela su pasado, presente, y futuro. Asustado y curioso me dejo llevar por ese paneo imprevisto. Procuro hacer una pausa sobre cada personaje con quien he de compartir el asado y el vino este mediodía de domingo. Voy a intentar transcribir aquel panorama en círculo de izquierda a derecha: Rafael Benítez alias El Chato se ha mantenido firme a la tradición familiar: es ladrón. Comenzó siendo ratero, saltando como un gato por los techos bajos de Tolosa y Ringuelet, al otro lado de la ciudad. También es carterista en los colectivos ( excepto en el 20) y en el hipódromo, pero no en la cancha de Estudiantes donde asiste mansamente. Tiene tal habilidad que podría haber sido mago o prestidigitador. Chorro, pero con códigos tampoco roba en el barrio y jamás se aprovecha de viejos o niños, ni usa armas. En Villa Laguna todos los pibes lo adoran porque cuando anda con dinero fresco compra golosinas y los junta para contarles sus historias de choreos exagerando astucia y heroísmo. Nunca irá preso por robo, sí por vagancia. Finalmente se alistará en la policía, engordará treinta kilos y perderá muchos de sus códigos. Hijo de un abogado y una odontóloga, Héctor Mejía, más conocido como el Metálico, nació en una clínica de la ciudad.


194 El matrimonio duró hasta que la dentista decidiera irse con un paciente. No tuvieron más noticias de ella, entonces el Dr. Mejía enfermó de pena y deudas y murió sin dejarle a Héctor más que su apellido. Como no se presentó ningún familiar del chico, la empleada del fracasado hogar se lo llevó a vivir a su casa cerca de esta Villa. Un día llegaron las asistentes sociales y fue a parar a un orfanato. Teodora, su madre adoptiva también limpiaba un estudio Jurídico que frecuentaba Mejía y con la ayuda de esos doctores de oscuros y precisos procedimientos Teodora Aramayo —boliviana de origen— consiguió recuperar a Hectitor. El niño encontró una nueva familia a los ocho años y fue feliz por primera vez, pero esta felicidad alternaba con grandes vacíos. Se hizo hincha de Gimnasia porque ahí todos lo eran y a los doce años pasó a ser uno más de la barra brava. Trabaja de peón en las obras donde lo llevan. Es flaco y fibroso; pero lo persigue ese vacío, esa angustia que comienza a aplacar con una sustancia que le trajo un amigo. Su problema será conseguir dinero para la droga, y luego no poder parar. Se las venderán aquí mismo a unas cuadras en una casilla protegida por la comisaría. Años más tarde, a punto de morir intoxicado, un ángel le enseñará la palabra de Dios. Así el metálico se salvará de la muerte cambiando su adicción a la cocaína por la religión. Finalmente se casará con el ángel, esa chica de la Biblia. El Nafta Ocaña tiene treinta y cinco años, desde los diecisiete trabaja en una estación de servicio de YPF que se encuentra a la entrada de Berisso. Llega en bicicleta cada día. Su familia es numerosa y a todos mantiene. Nunca permitió ni permitirá que su mujer salga a trabajar de sirvienta. “Ganarías mucho más como puta pero para eso me rompo el culo yo”, suele decirle. Tiene en mente algo que lo perturba y mantendrá el secreto hasta el final. El final le llegará temprano. Cinco años después, una mañana lluviosa de 1980, su mujer le rogará que tome el colectivo o falte al trabajo. Pero para él no habrá opción, jamás escuchó consejos de mujeres, nunca tomó ni tomará el colectivo…ni con aguaceros peores. Tras terminar su turno esa tarde de lluvia morirá pedaleando en la avenida 60 arrollado por una unidad de la línea 214. Será en su ley, o mejor dicho


195 cuando esta deje de cumplirse. Su mujer llorosa y enojada saldrá a buscar patrona. A los siete años, Albino Albarracín —hijo de padre desconocido— llegó a la villa con su madre procedente de un ranchito perdido en el monte paraguayo. Franca aun trabaja en la calle y jamás tomó recaudos para evitar embarazos ni medidas para interrumpirlos. Sus medio hermanos son todos argentinos. Negro como un senegalés y achinado albañil; es manso mientras no beba demasiado pero esto ocurre ritualmente los domingos que Estudiantes juega de local. Recibirá golpizas de la policía montada hasta quedar tuerto y rengo aunque jamás dejará de ir a la cancha. Los guardianes de la ley que le temieran en su juventud dejarán de castigarlo ya tullido y prematuramente viejo; solo se divertirán asustándolo. Juan Da Silva fue considerado tonto de nacimiento. Su padre, el herrero, le tuvo lástima y bronca pero nunca amor. Juan le ayuda, cosa que el herrero considera una complicación. También acopia botellas vacías ya que lo cirujas suelen pagar en especie. Cuando chico, Juan solía salir de la fragua corriendo, convencido de que su padre lo iba a herrar. “Sos tan bruto que te voy a poner estas y vas a tirar de un carro hasta que te mueras”, le decía el viejo. Nunca pasó ni pasará tal cosa; un día un alazán dejará inválido al herrero de una certera coz en el temporal derecho y Juan se hará cargo de todo con solvencia. Es un hecho que se lleva como nadie con los caballos, y hasta posiblemente logre comunicarse con ellos. Finalmente actuará como puntero político en tiempos de democracia. Conseguirá un puesto en la legislatura provincial y dejará la herrería a un primo. Amílcar “Nico” Soria, el rengo. Hijo de un zapatero del “El mondongo” —barrio gimnasista por antonomasia— al igual que sus cinco hermanos es tripero. Cuando cumplió ocho años su padre lo llevó a probarse a las divisiones inferiores del club y desde ese día deslumbró a quien lo viera jugar. Tenía una gambeta tan sinuosa como veloz, tanto que no podían siquiera derribarlo. Su papá lo llamaba con orgullo Nico, por Nicolino Loche: el intocable, aquel famoso welter mendocino que no se dejaba pegar. Pero una tarde


196 soleada, en una simple práctica, un grandote infeliz lo quebró cuando Amílcar levantaba los brazos para festejar su gol ante unos pocos curiosos de esos que se cuelgan del alambre de las canchitas auxiliares. En el Policlínico el jefe de traumatología le dijo después de la última operación (tal vez algo desprolija), que no tendría inconvenientes para caminar pero que olvidara el futbol. Tenía doce años y el zapatero, en lugar de penar imaginando por siempre al crack memorable que hubiese sido Nico, le compró un bombo. Así fue como empezaron a ir a la cancha a batir los parches. Sus hijos y otros chicos se irían incorporando conforme juntaron más bombos, redoblantes y timbales, hasta tener una formación poderosa. Además de tocar en las tribunas —los Soria— en unos años serán contratados para actos políticos peronistas o radicales por igual, siempre que no se superpongan. Pero Nico por nada dejará de alentar a Gimnasia. Cambiarán su apodo y será conocido como “el rengo” Soria, siempre con respeto. Isidro “Cachorro” Cáceres creció comiendo pescado a orillas del Paraná, y es el transportista de las excursiones de pesca a la Balandra. Pescador de oficio, fletero todo servicio y cocinero comunitario; tiene la ilusión de poner un restaurante para camioneros en la ruta 11. Morirá acribillado volviendo del mercado con verdura para la olla popular de la villa. Se le cruzará un Torino negro frente al viejo Bedford naranja desteñido, respirará hondo y al bajar del micro les dirá a sus asesinos: -Eh muchachos… ¿Qué? ¿Van a hacerme una multa? No tengo un peso; los gasté en el mercado en verduras para los chicos de Montoro. Llévense un cajón de fruta si quieren, …la verdad no tengo los papeles muy en regla… El Torino estará en marcha y los matones le responderán: -Metete tu verdura en el orto, negro comunista. Te conocemos hijo de puta. Vos sos parte de la organización que el lunes armó el desastre en Ensenada, vamos a pasear un rato… El Hércules quedará abandonado en la avenida 66 e Isidro será interrogado golpeado y baleado en la misma avenida donde se hace camino de campo rumbo a la costa de Berisso. Treinta y nueve años después la asfaltarán, iluminarán y bautizarán “Avenida Juan Domingo Perón”.


197 No obtendrán más que su silencio. Su asesino, “el Ninja” Sapia, preceptor en un colegio secundario, no borrará ese rostro valiente de su memoria hasta el día de su extraña muerte en un taller mecánico. Isidro “Cachorro” Cáceres no caerá de rodillas sino de espaldas, permanecerá vivo allí hasta la mañana siguiente y abrirá sus ojos en el policlínico solo para ver la cara de su mujer y pronunciar los nombres de sus tres amigos y uno más que su compañera nunca olvidará: El Ninja. Se esforzará por hablar más pero entrará en un sueño del que nunca despertará. Sergio “el Chafa” Gómez, nacido 32 años atrás en Gualeguaychú, provincia de Entre Ríos, se crió nadando en el Uruguay. Fiero y rápido en el agua como un pez llamado chafalote, fue bañero desde Punta Lara a Necochea pero tuvo que retirarse luego de perder su pierna izquierda. Una mañana tranquila y soleada cuando prestaba servicios en la cercana playa de Palo Blanco aparecieron los milicos de prefectura y lo levantaron para que les ayudara a socorrer a un velero varado ya que no querían mojarse. En medio del operativo la hélice del motor del gomón le cortó en fetas una pantorrilla, lo llevaron con cierta demora al hospital y al cabo de unos días la pierna se le había engangrenado. El cirujano de turno se presentó con residentes de la Facultad de Medicina frente a su cama y le dio la noticia. El chafa serenamente respondió sonriendo: _Corte nomás dotor, los pescados no necesitamos piernas. – dijo mientras su saliva amarga apenas pasaba por el nudo de la garganta. Actualmente vive de changas, arreglando electrodomésticos y en poco tiempo se casará con una maestra. En agradecimiento los propietarios de aquel velero socorrido le conseguirán un trabajo de sereno en el club Náutico de Berisso. Rubén Fantozzi más conocido como “el payaso Monedita” es el hijo mayor de Avelino Fantozzi, dueño, domador y presentador del circo Nápoles. Desde niño las monerías de Rubencito prefiguraban el payaso que iba a ser. Nunca se sabe cuando habla en broma y cuando en serio, es rubio y aunque joven tiene las arrugas de un reidor permanente; no necesita más que de un gesto para provocar la sonrisa y a veces la carcajada de su variado público.


198 Tras la clausura del Nápoles y la muerte de su padre, trabajará en la recolección de residuos y nunca volverá a los circos. Cada tanto conseguirá una “changa” de animación en centros barriales y fiestas infantiles. Nacido en la selva misionera Ángel Novak “El acróbata” se gana la vida trabajando en los andamios. Un día —a fines de 1962— su padre, hachero y cazador pensó en su viudez y en Ángel que había cumplido doce años. Se disponía a esconder las ganancias obtenidas por la entrega de un cargamento de troncos. Antes de levantar la tapa del escondite, mientras contaba los billetes, siguió cavilando. Ahí nomás decidió separar un fajo con el fin de llevar por primera vez a su hijo a Posadas. Despachó una carta y cuando a las dos semanas recibió respuesta partieron rumbo a la capital misionera. Para Ángel todo era nuevo, caminando de la mano de su padre pasearon por la alegre ciudad durante dos jornadas. Como broche de despedida cenaron en un gran restaurante y apenas concluida la cena, ya de regreso, hicieron un alto frente a un puesto de diarios y revistas. Ángel había quedado hipnotizado por unos cómics de Tarzán y el hachero sin dudarlo los compró en su totalidad. En la terminal se les sumó una paraguayita mestiza llamada Eva apenas tres años mayor que Ángel. La chica fue adquirida a su familia de una manera más premeditada que las revistas. En ese tiempo que siguió, a la vuelta de la escuela, Ángel disfrutaba jugando a ser Tarzán en las ramas altas de los árboles. Tenía quince años cuando llegó el Circo Nápoles a Oberá y ya compartía los favores sexuales de la joven compañera de su padre. Después de la última función del sábado pidió permiso para subirse al trapecio. Esa misma noche ingresó como aprendiz de trapecista y a los pocos días se despidió de Eva y de su padre a quien nunca dejó de escribir. Durante 15 años anduvo con el Nápoles como acróbata y mecánico, ya que también aprendió a arreglar camiones junto al propio Avelino Fantozzi. Novak es un mecánico excepcional, pero hoy ejerce su profesión de equilibrista en los andamios de las obras más altas. En unos días dejará la villa y marchará al interior. Ocho años tendrán que pasar para que vuelva a verlo en un taller de mecánica integral. El 15 de enero de 1944, minutos antes de las nueve de la noche, cuando todavía había azules encendidos en el cielo sanjuanino


199 José “Terremoto” Santos se encontraba en el umbral de la puerta de un galpón y súbitamente se sintió mareado. En segundos se dio cuenta que no era él sino el mundo lo que se movía, vio caer un muro y un techo a treinta metros y no alcanzó a ver venir el portón de chapa que se llevó dos dedos de su mano derecha: el meñique y el anular. Caminó y conforme se adentraba en la ciudad iba percatándose de la magnitud de la tragedia. Las víctimas yacían por aquí y por allá, pero lo peor eran los quejidos que se escuchaban bajo los escombros. Naturalmente no fue atendido hasta dos días después. Con un cinto se hizo un torniquete y un trapo le sirvió de venda, así detuvo la hemorragia y comenzó a ayudar. Había guardado los dedos cuidadosamente en su pañuelo de seda pero ya no servían de nada cuando lo atendieron. Por suerte los médicos le detuvieron la infección y la fiebre que lo arrasaba. Esa pesadilla lo llevó a trabajar lejos en zafras de tabaco y azúcar al norte, y finalmente recaló en una atada de tomates en las quintas de Abasto, partido de La Plata. Allí conoció a una muchacha boliviana que lo enamoró. Treinta años después de aquel día lúgubre en que perdió a su madre y a su hermana José “Terremoto” Santos, silba tangos mientras conduce su carro de ciruja. Dos dedos ausentes le recuerdan a ellas. Se consuela pensando que no hay mal que por bien no venga. Gracias a aquella desgracia Perón conoció a Evita. Evita se fue temprano, pero ahora que también falta Perón, piensa que el porvenir será muy duro. Con todo, sigue silbando mientras su carro cargado de botellas y fierros rueda por las orillas barrosas de Villa Montoro. Advierto inesperadamente que hay una mujer que va y viene con la jarra de vino y una fuente. Yolanda Morales es madre soltera de cuatro niños. Recibe la ayuda de la Unidad Sanitaria y la de sus vecinos a los que nada les sobra; de sus raciones siempre sale algo para ella. Yolanda sirve a los hombres en sus asados y lava los tiestos. No es bien considerada por algunas mujeres de la villa que sospechan que entrega su cuerpo, bien torneado aún, en gratitud por la ayuda que recibe de ciertos hombres; otras son sus amigas y la defienden. Solo es amante de alguien cuya identidad prefiero no revelar aún.


200 La ronda se completa con Carlitos Alí, alias El Flaco, El Turco o Maxi, ¿para qué presentarlo? Crecimos juntos, es mi amigo de toda la vida, un hermano. Tiene un par de años más que yo, pero allí es uno de los más jóvenes y sorprendentemente ya es un líder. En el tiempo que lo perdí de vista trabajó y leyó por su cuenta, sobre todo historia. Tres años atrás había ido a Rosario para ver Central - Boca, y fue un empate. Como perdió de vista a sus amigos y también el tren, se quedó dando vueltas por la ciudad y terminó durmiendo junto a un monumento. Al despertar con el tibio sol por primer cuadro tuvo a la gran bandera celeste y blanca flameando. Pensó en el general Belgrano y en que si hubiera habido más como él los milicos serían todos peronistas y no estarían sirviendo a los ricos. Pensó en las cagadas hechas por los “próceres” que le siguieron y se consoló mirando los colores de la patria, y por último pensó con esperanza que el general Perón volvería para la felicidad del pueblo. Caminó al lado del río y por el centro. Le gustó tanto que imaginó lo lindo que sería vivir en Rosario una temporada. Rumbo a la estación de trenes, cansado y hambriento, se detuvo justo frente al asadito de una obra. Mientras miraba y olfateaba como un perro vagabundo, uno de los muchachos le hizo señas y como a conversador y dicharachero nadie le ganaba al rato terminó comiendo con ellos. Necesitaban más gente y quedó conchabado. Todos los domingos iba al río con sus nuevos compañeros; pasaba horas pescando. Pronto conoció a una chica empleada de una casa en la que estaban haciendo una ampliación. Mateando en un descanso Malena —ese era el nombre de la joven— le contó que era viuda, que a su marido lo habían metido preso y que fue asesinado en la cárcel. La versión oficial había mencionado un enfrentamiento tras un intento de motín del cual habría sido líder. Tenía una beba de dos años. No podía pensar en el asunto sin llorar o ponerse como loca. Malena conocía a los amigos de su difunto marido porque hacían reuniones en su casa. Entonces Carlitos, impulsivo y protector como siempre, le pidió que saliera de allí y que se fuera con él. Malena rechazó la oferta pero días después, cuando él estaba arriba del techo clavando chapas, le dijo a los gritos que aceptaba. Carlitos con sus 19 años sintió que tenía que hacerse cargo de sus palabras y le vino cierta friolera que al instante desapareció: le bastó con mirar a los ojos de esa mujer


201 para sentir que ya tenían algo. Desde ese momento estuvieron juntos. Al mes Malena quedó embarazada. Al principio el flaco no quería meterse en nada, pero empezó a ver tanta injusticia que no pudo contener la charla con sus compañeros y sucedió que la gente lo empezó a seguir. Primero en las obras, después en reuniones del Sindicato. Una mañana yendo a trabajar encontró que alguien había marcado con una x roja la puerta de su casa, y al día siguiente leyó sobre la marca: zurdo hijo de puta. Debía salir de Rosario lo antes posible y escribió a su padre. El Turco rápidamente le consiguió un puesto en Propulsora Siderúrgica. Apenas se instalaron en Ensenada nació Juanita. Pero la casa de los Alí resultaba pequeña para tanta familia y como había escuchado de unos terrenos pasando Montoro fue a ver. Tardó un buen rato en bici, le gustó tanto el lugar que al día siguiente estaba levantando la casilla. Hace un año que viven en Villa Laguna. Justo antes de revelarse su destino siento unas risotadas y un ruido de vasos rotos, y al mismo tiempo el flaco me codea para que despierte. - ¡Eh Marceee, te pegó mal el vermut! - Todo bien Carlitos. Respondí como recién salido de una “montaña rusa”. Entonces el flaco habló dirigiéndose a todos. - Bueno señores estamos aquí reunidos para darle la bienvenida al compañero Marcelo, para celebrar el reestreno del Hércules y para recordar que hace un poquito más de un año se nos iba nuestro General, que si supiera lo que están haciendo algunos hijos de puta metidos en nuestro gobierno peronista, resucitaría y los sacaría del culo. Pero eso vamos a tener que hacerlo nosotros o sea el pueblo peronista y la comunidad organizada. ¡Un brindis compañeros! Alzaron sus copas, hubo silbidos y aplausos, y se fueron desconcentrando. - Marce, te acordás que yo escuchaba una música de mierda y un día me trajiste un disco de Manal. Bueno, ahí me di cuenta de que quería ser rockero. Ojo que esto no lo sabe nadie, me da vergüenza porque soy un perro cantando: una vez fui a estudiar


202 guitarra pero el profesor muy sinceramente me dijo que no servía para la música. Así que me puse a escribir. Tengo varias letras… esta la escribí hace poco y te la quiero regalar. En ese momento sacó un sobre de su campera de jean. - Tomá, leela en tu casa y después me contás que te pareció. - ¡Gracias Flaco qué sorpresa! La leo y te cuento… Ahora me tengo que ir, no sé cómo agradecerte, yo no imaginaba que este lugar fuera tan lindo, tan lleno de vida. Me dan ganas de traerla a Nanda. - ¡Jajaja… no dirías lo mismo cuando se inunda! Claro traela, supongo que Nanda es tu novia, ¿no? - No que va a ser… ¡ojala! - Si te dormís te la soplan… Traela quiero conocer a tu futura mujer. Quedé perplejo un instante, Carlitos alzó las cejas y reaccioné. - Si vas a La Plata avisame por teléfono y nos juntamos. - Dale Marce… ¡Te voy a llamar pronto! Cuando di la primera patada a la moto sentí que algo andaba mal. - ¿Qué pasa Marce, no arranca? - No sé qué pasa, hoy arrancó perfecto… - ¿No será que estos borregos ladillas te afanaron la batería o la bujía no? ¡Jajaja! Vayamos a ver que dice el mecánico oficial. Al minuto el “Acróbata” Novak estaba dando su diagnóstico: - Es la batería. No sirve más, vino fallada. ¿Esta moto es nuevita no? Reclamale mañana al que te la vendió, la tiene que cambiar. Lástima que las baterías que tengo aquí no van para este modelo, si no te volvías andando. Como de costumbre comencé a ahogarme en un vaso de agua cuando apareció don Santos, el ciruja: subanlán que voy pa la ciudad. Nos dijo. - ¡Listo, ya tenés el auxilio, te vas con “Terremoto”! —dijo el Flaco. Así fue que volví a la ciudad en el carro del sanjuanino que iba por su gira nocturna. El viaje fue larguísimo, yo estaba sobrepasado por la vivencia de aquel día que jamás habría imaginado. Llevaba conmigo un exultante sentimiento de deuda y amor a ese prójimo que sin la mediación de Carlitos me hubiera parecido un extraño. Tal como les resulta a quienes allí depositan sus temores.


203 Búsqueda y encuentro Lunes 7 de julio: Después de un desayuno especial Fabi es el encargado de entregarle a mamá una caja que apenas puede sostener. Ella la abre emocionada mientras le cantamos el cumpleaños feliz. Se trata de un tapado de piel. Papá nunca escatimó a la hora de los regalos. - ¡Me encanta! Exclama emocionada y sonriente mientras lo prueba sobre el camisón. Le doy un beso y salgo caminando con la Zanella hasta el concesionario para cambiar la batería. Llego al Museo por primera vez en mi moto. Encuentro todo cerrado, no hay clases. Es raro, pienso si acaso es feriado pero no, no es eso. Desconozco el motivo. Estoy tan feliz con la visita a la Laguna que no me pregunto por la rareza del día, solo quiero ver a Nanda para contarle cada detalle del asado en la villa y mostrarle la moto. Paso por su trabajo, la librería está abierta pero me dice el librero que ella no fue a trabajar. Imagino que está estudiando en lo de Amalia, los lunes cuando se desocupa va directo allí. Entonces paso por su departamento pero la Negra tampoco tiene noticias: - No Marce… el sábado quedamos en cenar y no vino, seguro que está en lo de sus viejos. Hay un quilombo bárbaro. ¿No te enteraste del paro? - No, no sabía nada –contesté. Por eso encontré cerrada la facultad, que boludo… El teléfono de la casa de sus padres da ocupado y no me animo a buscarla allí. Paso por el bar del Zurdo en la estación de trenes pero también está cerrado. Vuelvo a casa derrotado. La CGT había llamado a paro nacional por cuarenta y ocho horas los días 7 y 8 de julio. El 8 el gobierno convalidó las convenciones paritarias y tras esa crisis terminaría escapando del país López Rega, el siniestro personaje apodado el brujo, que tanto influyó en la degradación de aquel gobierno. Renunciaron ministros y el titular de economía fue interpelado en el congreso. Se designaron nuevas autoridades en el gabinete y hubo cambios en el senado. Isabel Martínez viuda de Perón, la presidenta, era una figura decorativa.


204 El aparente triunfo obrero exaltó al medio castrense. Allí se perfeccionaban las condiciones del futuro golpe de estado. El gobierno burocrático, estaba lejos de los trabajadores y estos de las vanguardias, cada día más divididas. El militarismo avanzaba en todo el continente por mandato de la geopolítica americana y en argentina la inteligencia tenía un mapa incompleto del mosaico de dirigentes, militantes y simpatizantes del campo popular. Solo restaba activar el mecanismo diseñado para completar los casilleros vacíos. Durante los días siguientes mis esfuerzos por encontrar a Nanda fueron inútiles. El teléfono de sus padres con seguridad estaba sin línea. Había buscado por todos los sitios de la ciudad que solía frecuentar, pero no dí con el menor rastro. Llegué a sospechar lo peor. Cuando no aguanté más marché a casa de los Zalewski. Me recibió Irupé, su madre. - Disculpe señora… buenas tardes, está Nanda? —pregunté disimulando al máximo mi calvario. - No ella no está, pero pasá. ¿Vos debés ser Marcelo no? - Sí, sí… mucho gusto señora. No me había percatado de la presencia de Iván hasta escuchar su voz extranjera: - Pasá, no seas tímido, ¿querés tomar algo? Dijo mientras fumaba su pipa sentado cómodamente en un sillón del estar. - No gracias señor. Discúlpenme pensé que Nanda estaba aquí. - Nanda se fue a unas jornadas de filosofía en Córdoba. ¿No te dijo nada? Estuvimos sin teléfono unos días, pero ayer lo arreglaron y justo nos llamó. Está bien no te preocupes, tenés cara de descompuesto. ¿Querés un té? En Córdoba las Jornadas habían sido en mayo. Me despedí y sentí alivio. Al menos sabía que ella estaba en alguna parte. Ese 11 de julio mi cumpleaños pasó desapercibido. Recuerdo que fui al práctico de geología. Era de reconocimiento de rocas y minerales, materia en la que mi tío Luis me había entrenado por años. Mientras pasaban lentamente los pesados cajones, dí las respuestas correctas pero sin dejar de pensar en ella. Por unos días me sumergí en los libros compulsivamente. Rendí otro parcial y pensé en ver a Carlitos, solo él podía ayudarme.


205 El Flaco recién llegado de Propulsora estaba arreglando una bicicleta. Se enjuagó las manos, preparó unos mates y me escuchó atentamente. - Mirá Marce, me juego a que está escondida. Quedate tranquilo algo habrá pasado y por seguridad ella misma se mandó a guardar. Por todo lo que me decís creo que es una piba inteligente y si no te dijo nada es para no comprometerte. - Gracias Flaco, me voy más tranquilo, esperemos que sea así. El viernes 25 de julio estaba desesperado. Decidí distraerme. Justo esa noche había rock en Atenas, el club cuya cancha techada era escenario de veladas pugilísticas y recitales de rock. A esa altura de mi vida no había aprendido aun que cuando extraviamos algo, antes que desesperar buscando, lo mejor es pausar. De este modo permitimos que la búsqueda continúe desde otra parte que sabe más que la conciencia. La encontré colándose con los plomos de la banda. Apresurado, pagué mi entrada y corrí hasta detenerme frente al escenario. Ahí estaba. - ¡Nanda no puedo creer que estés aquí! ¿Dónde te metiste, por qué no avisaste nada? Me miró con los ojos húmedos, sacó un cigarrillo del bolsillo de mi camisa, lo prendió, le dio una pitada y lo tiró al piso, entonces me abrazó fuerte por un rato. - Perdoname… tenés razón. Todos tienen que perdonarme. Cayó la cana en casa de unos vecinos de papá y mamá a preguntar por una chica. Me muero si les pasa algo malo a mis viejos. Por eso me borré… Fui a Brandsen. - ¿A Brandsen? - Sí, al campo de unos amigos. No te puedo decir más. - ¿Te buscaban a vos? - No, por suerte buscaban a esa chica, ni su nombre sé. Es la hija de un vecino de Ensenada, pobre mina. La piba trabajaba en Petroquímica, un poco mayor que nosotros. Parecía medio mojigata, no sé, no la imaginaba jugándose. No volvió a su casa esa noche ni después. - Y esa chica… ¿dónde milita? - Estaba de novia con un flaco de la JTP que labura en la destilería. Parece que le ayudaba a corregir textos de la imprenta.


206 Están marcando a mucha gente Marce. La cana tiene un montón de infiltrados en las fábricas y en las facultades. Tenés que andar con pies de plomo; ese compañero tuyo de la Facu del que me hablaste, ese que dice ser médico, estoy segura que es cana. ¡Creo que todo se pudre en poco tiempo Marce! Aquel mismo 7 de julio que comencé la búsqueda de Nanda la C.N.U había fusilado a cuatro estudiantes, en una operación para vengar la muerte de uno de sus criminales ajusticiado por Montoneros en junio de ese año. Pero los parapoliciales no la emprendieron contra los autores reales, no tenían la inteligencia ni el valor para hacerlo, masacraron a militantes universitarios desarmados, los asesinaron en la calle. Al día siguiente el 8 de julio en Berisso entraron a la casa de dos compañeros de estudios del Museo. La policía de la provincia que se había hecho a un lado para permitir la operación de la CNU los encontró de rodillas abrazados y acribillados. Uno de ellos se llamaba Roberto Rocamora, más conocido como “El negrito” lo poco que había hablado con él me bastó para saber que era un tipo brillante, amable y manso. La música sonaba tan fuerte que no pudimos seguir charlando. Antes de finalizar el recital Nanda tomó mi mano y nos apartamos del montón. Me pidió que la acompañara al departamento de una conocida. Había pensado no regresar a Ensenada por unos días, sus padres estaban avisados. Subimos a la moto rumbo al centro. Nos cansamos de tocar timbre. - Nan, aquí no hay nadie, ¿y si vamos a lo de Amalia? - No, a lo de la Negra no. Está conviviendo con un flaco que también tuvo problemas. Sus ojos suplicaban alguna idea salvadora. Pensé un rato. En casa hubiese sido imposible justificar su presencia. Por fin se me ocurrió llevarla a City Bell. Desde hacía años mi familia usaba esa casa solo los fines de semana al comenzar la primavera y casi siempre en verano. - Te voy a llevar un par de días al lugar del que tanto te hablé. No dijo nada, solo sonrió aliviada. - Y esta moto, ¿de dónde la sacaste? - ¿Recién te das cuenta de la moto? Es un regalo de mis viejos, yo estudio de verdad no como vos…


207 - Sí, es que estaba muy nerviosa… ¡Marce sos un chancho burgués! Pero la moto es divina. Esa misma noche le avisé a mamá que estaría ensayando con la banda de unos amigos de Luciana que buscaban baterista. —Cuidate mucho hijito— me dijo pero no supe si se refería al andar en moto o intuía algo de lo que pasaba en realidad. Ahora me inclino por lo segundo. Las madres saben de sus hijos de maneras inexplicables. Hacía semanas que no veía a mis propios amigos encerrado en mi pieza o dando vueltas por toda la ciudad. Fue un momento de temor y alegría a la vez. Llegamos a City Bell pasada la medianoche. Hacía mucho frío. Entramos a la casa del fondo. La querida casa de de mis abuelos ahora transformada en mi reducto. Comimos lo único que había, galletitas criollitas con paté, y después de tomar un té la acompañé al dormitorio. Nanda se desplomó en la cama y la cubrí con una frazada. Me recosté en mi cuarto y recordé la tarde que le dimos refugio a Carlitos, pensé en la inocencia de aquella amenaza del turco Alí, frente a la que se cernía sobre nuestras vidas y también me dormí. Desperté temprano, encendí las hornallas y preparé el mate. Ella apareció bostezando envuelta en la frazada. Despeinada, más bella que nunca. - ¡Buen día Nan! - Qué lugar Marce… ¡es hermoso este lugar, mirá ese parque! Yo ya no le presto atención al parque. Me cuesta mirarla a los ojos, siento que no le atraigo más que como amigo. - Nan, seguí con el mate, yo voy a la carnicería y a la panadería pero vuelvo enseguida. Creo que no me escuchó, estaba ensimismada revisando papeles hasta que exclamó: - ¡Qué bueno este dibujo Marce! ¿Es tuyo? - Sí. Respondí mientras me alejaba. Días atrás había estado haciendo con lápiz unos bocetos que combinaban, Dalí con el Bosco, Escher y Magritte; algunos trabajos estaban sobre la mesa y otros amurados con chinches. No pasaron desapercibidos para Nanda.


208 Detrás del vidrio impera el invierno pero aquí el aire tibio recuerda los tiempos en que mi abuela Igniva prendía la estufa y cocinaba. Estamos en la misma cocina comedor donde había transcurrido tanta vida familiar. Voy a cocinar bifes a la plancha, en la olla hierve agua para unas papas que Nanda está pelando. Descorcho una botella de vino y nos reímos de cualquier cosa. Es la primera vez que siento algo parecido a tener una familia propia y soy feliz. Nos amamos con ternura, luego con frenesí hasta dormirnos abrazados y algo borrachos en la vieja cama de bronce. Me desperté antes, sintiendo el calor de nuestros cuerpos desnudos, y permanecí así un largo rato. Pensé un instante en que casi todas las bellezas surgen sin premeditación. Por suerte mis temores no tuvieron ocasión esa vez. Flotando en una conmoción de felicidad y libertad me levanté y puse la pava a calentar mientras veía la lluvia tenue sobre los sufridos verdes del parque. Cenamos pan, queso, y chocolates. Toda esa noche alternamos amor y descanso. La lluvia duró hasta la mañana. Despertamos con hambre, nos abrigamos y salimos tomados de la mano a comprar facturas. Llegando a la esquina imaginé un paseo por el arroyo Carnaval. Le había hablado del lugar y de las excursiones con Carlitos. Se lo propuse y me abrazó festejando la idea. Esas cosas de ella llenaban mi corazón, tan intelectual y tan niña a la par. Aquella mañana, mientras asomaban algunos rayos de sol recordé, junto al mismo sauce, el día en que mi abuelo Félix me llevó a pescar por primera vez. - Aquí estaba sentado justo en este tronco –le dije señalando el árbol caído— él me explicaba y yo escuchaba y miraba atentamente; después empezó a pescar y para mí eso fue lo máximo. Nanda disfrutaba esta historia, tal vez descansando de tanto analizar y rebatir política. Habían pasado diez años desde la primera excursión de pesca de mi vida y volvía justo a ese sitio con la emoción de la primera vez renovada.


209 Desde aquel 26 de julio fuimos novios; ella prefería que nadie lo supiera, a excepción de Luciana y Amalia. Días después, en casa de Amalia, Nanda volvió a preguntar por mis dibujos. - ¿Por qué no elegiste Bellas Artes? - Porque nadie diseña como la naturaleza…contesté. Al sentir su mirada continué: “no sé Nan. Creo que para pintar no hace falta cursar una carrera de grado…”. - ¡Que tipo soberbio… hay talleres, podrías ir a un taller! Yo pensaba que el arte y en especial la plástica no ameritaban una carrera. No había considerado ir a un taller. Polemizamos sobre el estatuto académico de la pintura un par de veces más. El taller al que finalmente acudí cambió mi vida cuando todo parecía perdido a fines de los 70, como siempre Nanda tenía razón. Respecto de la multiplicación de carreras y especialidades no pienso muy distinto, seguiríamos discutiendo. Por entonces comenzábamos a dudar de la eficacia y de la suerte de la protesta estudiantil, en eso coincidíamos, a pesar de venir de tan distintas vertientes compartíamos un creciente escepticismo. Esto no le impedía lanzarse a hacer de todos modos y yo la seguía. Nos aislamos de algunos amigos y nos acercamos a otros. La inteligencia parapolicial no distinguía sutilezas. Solo por fortuna evitamos una redada en Glew. Se llevaron a los dueños de una quinta donde habíamos estado en una reunión. Yo no sabía ni quienes eran. Por suerte la tremenda ingenuidad no derivó en un desastre. La JUT el pequeño grupo de base trotskista al que pertenecíamos, era prácticamente inexistente. En medio de este paisaje ambivalente del 75, disfrutamos hasta principios de noviembre. Yo estudiaba como si nada sucediera. En la facultad se habían cancelado las cursadas pero tendríamos mesas de finales normalmente. Nos gustaba escuchar rock, tomar café antes del cine y comer pizza a la medianoche frente a plaza San Martín. Cada vez que podíamos escapábamos a City Bell. Un sábado de setiembre la presenté a mis padres. Al principio estuvo nerviosa, pero en minutos se distendió y los conquistó especialmente a papá; mamá ¡bueno!, mamá para aprobar a alguien siempre necesitó más de un examen.


210 Ese día descubrimos que Fabio, con cinco años, ya tocaba el piano. Luciana le había enseñado algo, pero él por su cuenta practicaba y tocaba melodías que escuchaba en mis discos. Cuando interpretó un pasaje de Cuadros de una exposición de Mussorgsky, que yo tenía en la versión de Emerson, Lake & Palmer, nos dejó boquiabiertos. Mi hermana propuso un brindis por Fabi el nuevo genio de la familia, y por la novia del ex-genio. Todos reímos. Nanda seguía viviendo con sus padres en Ensenada, llegaba siempre muy tarde. De día paraba en la casa de Amalia, la Negra, que estudiaba medicina. Una tarde después de cursar, mientras la acompañaba a tomar el colectivo se detuvo imprevistamente y me propuso: - ¿Qué te parece si alquilamos un departamentito? - Nandi, no tengo un mango. - ¡Loco, podés trabajar vos también…o pensás quedarte toda la vida en la casa de tus viejos!


211 Días felices Intento estudiar para un parcial de Antropología General, cuando inesperadamente Fabi entra a mi pieza a preguntar por Foxi, un mestizo de boxer y ovejero alemán llegado a la familia meses atrás. Era un cachorro encantador, cariñoso y manso pero cada vez más destructivo. Con mucha pena mis padres decidieron regalarlo, cuando ya había carcomido casi todos los muebles y demás objetos a su alcance. - Marce. ¿Por qué Foxi no está más en casa? —indagó mi hermano. - ¿No te explicó papá? Hacía demasiadas travesuras y lo regalamos a unos amigos que viven en el campo, allí está muy bien. Inmediatamente Fabi se puso a llorar. - ¿Me van a regalar a mi también? - ¡No, que decís! —le contesté riendo. ¿Querés ir a la plaza? En las hamacas de Plaza Alsina mi hermano se olvidó por un buen rato del perro y yo del examen. Estudiar Antropología era muy distinto a lo que había imaginado al inscribirme en la Facultad. Con algunos pasajes excepcionales fue así hasta recibirme. Los textos me resultaban fríos como las vitrinas del museo atiborradas de objetos disecados y separados de su mundo. No quiero ser injusto con tantos etnógrafos que vivieron en comunión con esa parte de humanidad que trataban de descifrar a partir del dialogo y de la observación paciente, pero en la mayoría de los textos obligatorios todo latido humano se desvanecía con el hábito de clasificar y catalogar; como si esas vidas fueran piezas de colección. Aquella vieja rigidez de embalsamador no podía ni puede dar cuenta del confuso hervidero de humanidades en trance. Tras la aparente armonía textual el mundo real podía colapsar en cualquier momento con la carrera armamentista y las guerras limitadas del medio oriente y del sudeste asiático; sin contar los enfrentamientos algo menores en África y Latinoamérica. Toda esa información que leía en el diario parecía no afectar las áreas culturales que nos proponían los textos universitarios. Lo cierto era que las sociedades descriptas por los etnógrafos yacían pisoteadas a las orillas de las ciudades o habitando furtivamente en zonas de refugio fuera de sus tierras expropiadas para deforestaciones, carreteras o haciendas.


212 2500 millones de seres humanos se sumaron a la población del planeta entre 1975 y 2006, en su mayoría asiáticos. No estoy en condiciones de conjeturar sobre oriente aunque supongo que gran parte de su población apenas subsiste. Nuestro mundo occidental y occidentalizado detrás de la fachada de bienestar ya no puede disimular que la concentración de riqueza necesita de la multiplicación de las variadas formas de pobreza. En las nuevas colonias las reivindicaciones que bogan por volver a estados precapitalistas acarrean lo que el sostenido capitalismo ha producido: deculturación y pérdida irreversible de autonomía. La restauración de los bienes tangibles expropiados es improbable, pero nada puede devolver una cosmovisión, no hay manera de hacer tal cosa. Supongo que la mayor parte de los excluidos no alcanza ni siquiera a alzar su voz preocupados por la inmediatez de la sobrevivencia, y por último existe la pauperización máxima. Esa humanidad que apesta y sufre, en el plano real es evitada en mayor o menor medida por el resto, pero sus imágenes literarias y cinematográficas resultan interesantes para algunos intelectos coleccionistas. Recuerdo la desafiante frase con la que inicia Claude Lévi-Strauss Tristes Trópicos, su libro de viajes, “Odio los viajes y a los exploradores…” Se refería a la moda parisina de asistir a las disquisiciones públicas que viajeros ostentosos hacían de sus presuntas aventuras en mundos exóticos. La etnografía levistrossiana estaba en las antípodas de la aventura y cerca de la filosofía y el psicoanálisis, mucho más rica que las monografías etnográficas puramente descriptivas y distantes del mundo real. Fabio sigue hamacándose. Miro el reloj y busco las llaves de casa en la campera, al meter la mano en el bolsillo encuentro el sobre que me dio Carlitos en Villa Laguna. Lo abro y leo: Perro de la banquina (rock) por Carlos Alí: Perro de la banquina / famélico errabundo/ dueño de la basura/ no llores tu infortunio/ Está llena de larvas/ la herida de este mundo/ de flores los jardines/ del reino del absurdo/ De la cultura loca/ que sueña su futuro/ borracha de poder/ con los bolsillos llenos/ de dólares muy sucios / diosa tecnología / dios chancho monetario/ vieja oligarquía / reyes del holocausto/


213 su fiesta se celebra / con el jet set del mundo/ vean morir al hombre/ más subversivo y sucio/ perro de la banquina / famélico errabundo / rengo en la basura / no llores tu infortunio/ el cielo y el infierno/ están en este mundo/ el cielo y el infierno/ están en este mundo. El flaco, al que tantas brutalidades le corregía, describe en pocas estrofas la verdad que ningún autor aproxima en todas esas bolillas que debo estudiar y repetir como un loro. Él vive entre descendientes de guaraníes, collas y criollos de toda cepa, que ya no son eso que fueron sus abuelos alguna vez. De regreso con Fabi, mientras abro la puerta de casa suena el teléfono y atiende Luciana. - Llegás justo…es para vos. - Decile que me aguante un cachito ¡ahí voy! Pensando en Nanda corro al teléfono más alejado para tener alguna privacidad. Llego y atiendo. - Marce soy yo, Carlitos. Esteee… con Malena querríamos invitarte a comer unas empanadas el sábado al mediodía en casa, venite con tu novia… - ¡Dale, buenísimo! Gracias Flaco… ¡Eh, pará!, no cortés que también tengo que decirte algo. - Metele, te escucho… - Leí tu rock, es impresionante… de lo mejor. ¡Qué letra loco! - ¡Dejate de joder, me estás cargando! - Te lo juro, no sabía que escribías así. - ¡Jajaja… y tengo un montón más! Che Marce no te olvides… vengan el sábado ¿eh? - Claro que vamos a ir, nosotros llevamos el postre… Nanda abrazó la idea tanto como yo, llenó un bolso de juguetes y el sábado a media mañana emprendimos viaje rumbo a Villa Laguna. En el camino compré un kilo de helados. Siento aún sus manos rodeando mi cintura y su pecho joven apretado a mi espalda con esa sensación de libertad que solo las motocicletas dan. Una imagen indeleble de nuestro amor en su mejor tiempo. Llegamos puntuales a las doce y saludamos a cada uno de los nuevos amigos que iba reconociendo. Nanda andaba con sus


214 jeans gastados, botas de montar y campera también de jean. Yo siempre con mi aviadora, pantalones Grafa y botines de trabajo. - Nan, te presento al famoso Carlitos. - Un gusto señorita… ¿Nan es por Vietnam? Espero que sea del Vietcong… - El gusto es mío caballero ¿Carlitos, es por Chaplin o por los Charlies? - bromearon de entrada. Malena siempre con Juanita en brazos, estaba distendida, tal vez por la llegada de Nanda. - ¿Y Abrojito? (es el apodo de Mercedes la nena mayor de Malena). - Por ahí anda, ya no se nos pega… está corriendo todo el tiempo con los demás chicos. Eh Mechita vení… ¡Vení que te quiero presentar a alguien! —gritó Carlitos. Mechita se separó del grupo futbolero y corrió hacia nosotros. Nanda se inclinó para abrir el bolso y sacar una muñeca de trapo que había sido su única muñeca. “Abrojito” abrazó con emoción a las dos. - Que hermosa sos Mercedes, dijo Nanda. ¿Te gusta?... se llama Pili, pero vos llamala como quieras, ahora es tuya. - ¡Piliii! Nanda ya estaba deshecha de ternura. Se reconocía en esa infancia de correr detrás de una pelota y caer en el pasto ralo. - Malena está haciendo el repulgue todavía. Yo la estaba ayudando pero como llegó tu novia ejem… - No digas nada más Flaco, recién te conozco y ya mostraste la hilacha, por ahora vayan… yo la ayudo a Male —dijo Nanda y continuó: -Malena, tenemos mucho que hablar, estos tipos se creen que la revolución es solo expropiar para el pueblo lo que se queda la patronal. El Flaco que captó muy bien el mensaje de Nanda, le hizo una mueca de beso y me susurró al oído: - Brava tu novia Marce, me gusta jaja. Vení, te quiero mostrar algo; con su permiso señoras, nos retiramos un minuto… Fuimos hasta el galpón, no noté nada raro hasta que tiró de la punta de una sábana y apareció una biblioteca llena de libros.


215 - Y… ¿qué te parece? - ¡Espectacular!... ¿Esto no estaba el otro día, no? - La armamos ayer. Los libros ya medio los teníamos, la mayoría los consigue José cirujeando, otros son míos. Cuando pedís libros hay gente muy generosa. Pero también los chicos de la JP nos traen manuales para los pibes. Sentate un rato, ¿tomamos unos mates? - Dale… ¿pero y las chicas? - Dejalas conversar, que se entretengan charlando en la cocina… Yoli… ¿estás ahí? - Sí señor… —se escuchó detrás del tabique de chapadur. - Traete unos mates por favor. - Si señor ya voy. - Carlitos me miró y con un guiño de ojo me dio a entender todo. - Antes de olvidarme Flaco… El perro de la banquina, ¡es un rock de puta madre! ¿Tenés más letras? - Sí que tengo y originales mías, porque esa que te gustó tiene un “choreo” en el último verso, se lo afané a un escritor cubano. Acá lo tengo, el libro se llama “En el reino de este mundo” de Alejo Carpentier, un capo el tipo. - ¿Te acordás que siempre me cagabas a pedos porque solo leía historietas? - Sí… que vergüenza… - Me quedó lo de maxiyosus. Realmente yo me sentía muy burro, y entonces empecé a leer, ¡No sabés como leí!, vos me ayudaste Marce, no sientas vergüenza. Descubrí que no me gustaba leer cosas científicas, pero sí historia, cuentos y todo eso. Me acuerdo cuando dije ese día: el pez por la boca muere, y después pensé solito por la boca también vive. Me imaginé que un pez sin boca moriría de hambre… Así me di cuenta que lo de morir por la boca era una metáfora… ¿por hablar más de la cuenta no?, vos ya me habías intentado enseñar, pero recién ahí aprendí lo que es una metáfora…Viste, hay cosas que te enseñan y te cae la ficha más tarde. - ¿Sabés una cosa Flaco? La metáfora es válida, pero parece que los peces no tienen centro de saciedad en el cerebro y pueden comer hasta morir. Aunque tal vez solo pase en las peceras. - No, no lo sabía, pero es cierto que los pececitos que queremos tener vivos en peceras revientan comiendo. Mirá vos, no lo había


216 pensado… Ya lo dijo Perón: Todo en su medida y armoniosamente. Después de todo parece que tengo algo en común con los peces. El Flaco estaba apesadumbrado. - Marce, yo sé que no hay que hablar demasiado, como dice Kung Fu: el hombre es dueño de sus silencios y prisionero de sus palabras. Si te quedás callado tenés más chance Pero a mí me cuesta callarme. No sé porque hablo al pedo… - Sí Carlitos no se puede negar, sos un poco charlatán, pero lo importante es que estás luchando por una causa justa. Por eso te quieren aquí… dirás boludeces como yo, pero no mentiras. Yo soy un boludo ilustrado. El dorado no tiene inteligencia para distinguir entre carne y carnada. Pero nosotros tenemos que prestar atención para no caer en ninguna trampa —dije como si realmente supiera. - Ojo, ¡mirá que yo cazo la onda de la gente eh! Si siento que me versean me hago el otario, pero no olvido. Cuando alguien habla de corazón, también lo percibo y tampoco lo olvido. El flaco se quedó pensativo un instante y continuó: - Hay veces que me viene como un vacío, no como el de esa gente que necesita más y más cosas. Yo necesito hablar, no sé... entonces me doy corte hablando, como queriendo impresionar, en el país de los ciegos el tuerto es rey. Es una debilidad, una cagada. No sé porque me pasa… como decía don Amador: hay que buscar la fortaleza adentro de uno, ¿te acordás de don Amador? - Flaco, si hay alguien a quien nunca voy a olvidar es a don Amador. - ¡Uh, contame que es de la vida de ese viejo lindo! - Lo vi por última vez en Mar del Plata en las vacaciones de invierno del año pasado, y en diciembre murió pescando cerca del puerto. Lo extraño… y lo recuerdo todos los días Flaquito. - Que tristeza Marce, un maestro don Amador, cuanto nos enseñó… Él se forjó solo, no tenía nada y andaba feliz así, sin nada pero con su tremenda sabiduría y una salud de fierro, ¿qué más necesitaba? Viste, la gente anda buscando adulación, reconocimiento. Será que no se reconoce a sí misma; no quisiera ser así. Por lo menos yo no ando detrás del dinero o de cachivaches ni de otras cosas: comida… pilchas, ¡qué sé yo! Algunas mujeres… uff, si pudieran no pararían de comprar, y pensar que hay giles que creen que basta con llenarles el otro agujero…jajaja!


217 El Flaco ya estaba distendido como siempre, sin embargo continuó: -Decime: ¿Cómo puede ser que el hombre se desvele con tanta pelotudez? Acá estamos un poco mejor porque somos pobres. Aunque a muchos de aquí no te los recomiendo… Hay varios con la cabeza quemada, los tenemos a raya, porque vivimos como hormigas. Yo sé muy poco comparado con vos Marce, pero estoy seguro que lo más importante son los amigos, la familia y la fe en que vamos a vencer… No pude disimular mi emoción y con los ojos llorosos lo abracé. - Al lado tuyo, no sé nada de nada flaquito –pensé– agradeciendo calladamente la confesión que me había hecho del drama de su incontinencia verbal. Carlitos a los veintidós años había alcanzado lo que nunca imaginé. - Hablando de minas, ¿cómo te va con las minas Marce? Esta flaquita Nanda… relinda, con todo respeto… Te felicito. Además parece buena piba de verdad. En ese momento, al otro lado del tabique Yoli se despedía pudorosa y el Flaco cambió de tema. -¿Seguís pescando Marce? - No volví a pescar desde la muerte de don Amador, además con la Facultad no tengo tiempo. - Nosotros cuando vamos al río es una fiesta. ¡Tenés que venir! Los chicos y mujeres lo primero que hacen es buscar leña en el monte, mientras yo prendo el fuego. Ahí nomás bajamos del techo del micro un elástico de cama de fierro y le mandamos falda, chorizos, pollos, lo que se consiga. Isidro trae naranjas o mandarinas del mercado. Los muchachos entran con trasmallo y espineles. Con caña pesco solo yo. Los comprendo porque les encanta el pescado. Vienen acostumbrados desde chicos, la mayoría son del litoral. Así que volver a comer pescado les emociona aunque más no sea un bagre. Hacemos muchas brasas porque al final se tira a la parrilla toda la pesca y eso queda para la cena o se guarda para la semana. - Un verdadero pescador lo que no va a comer lo devuelve al agua. - Sí… pero hay unos cuantos hijos de puta que hacen matanza. Siempre hubo de esos, no todos eran como don Amador o don Félix. - La gente sabia respeta la naturaleza, incluso tratan de repararla siempre que puedan ¿Sabías que de ahí viene la palabra


218 religión? …de re-ligare: volver a ligar, a unir. Aunque la iglesia haga lo contrario. - Marce, a veces me cuesta seguirte. Pero guarda que estoy leyendo bastante… Che, nos van a llamar y no me respondiste: ¿cómo te va con las minas? - Perdoná me fui al carajo con eso de la religión. Las minas… bueno ahora que conocí a Nanda creo que me enamoré. Vos viste que siempre fui muy malo pescando minas…ja! - Eh che… vos que sos antropólogo tendrías que saber que las mujeres no se pescan…ahora que pienso tampoco se cazan, ni se siembran. ¡Uy, pará que estoy carburando!… pará…Si las engañás con un señuelo tarde o temprano te descubren, si las cazás es peor… de cualquier modo te odiarían. Si las cultivás seguro te las cosecha otro hijo de puta. Que lo parió… - ¿Qué estás diciendo Carlitos? Ahora el perdido soy yo. - ¿Cómo era tu especialidad en antropología? - ¿Sistemas de subsistencia? - Ah sí, eso. ¡Ya está lo tengo! Mirá lo que te voy a decir: ni caza, ni pesca, ni cultivo. Adivina… te la dejé servida… - Ni idea… - ¡Recolección! Hermanito, recolección. A las mujeres solo debemos recogerlas… ¡Eso siempre que estén dispuestas! Festejamos su ocurrencia juntos, hacía mucho que no me reía así. Vino a mi memoria aquel dibujo erótico que cayó de nuestro Tratado Entomológico. - Viéndolo al revés creo que las minas primero nos crían y después otras nos comen de a poco, porque ya tenemos debilidad por ellas… ¡Que lo parió!, eso ya no es chiste – terminó de decir el Flaco cuando se escuchó la vos de Malena: - ¡A comeeer! - ¡Vas a ver lo que son estas empanadas! –dijo Carlitos levantándose de la silla. Cuando terminé la primera evoqué la cocina de mi tía Negri y la asediada fuente en el dintel de la ventana que daba al patio. - Male, una sola vez comí empanadas así de ricas, pero apenas me acuerdo porque era muy chico cuando estuve en Jujuy. ¡Estas son un manjar! Malena me agradeció con una sonrisa, y dijo sonrojada: - ¡Coman, coman que hice un montón!


219 - ¿Ah sí… y las mías? —dijo Nanda riendo. - Cierto, receta de la pizzería de la esquina: carne picada seca, huevo y aceitunas, y para peor algunas pasas de uva… ¡jajaja! Comimos y cantamos, reímos y al final Carlitos y Nanda se pusieron a hablar de política. Malena se llevó a las nenas a la pieza y se durmió con ellas mientras yo me dormité en un sillón acariciando a un gato que se relamía las patas. No había visto antes a ese gato. A medida que el sueño llega se organizan ideas en la bruma mental. No es más que una sensación de certezas efímeras, incapaces de resistir la puesta en palabras. Esa ilusión omnisciente siempre es desbaratada. Me despertó el repiqueteo de las gotas de lluvia en las chapas. - Vamos antes de que se largue del todo —dijo Nanda. - Y sí… más que nada porque se inunda. ¡Qué lástima está para mate con tortas fritas! —Bromeó el flaco y agregó— ¿Quieren quedarse? ¡Les armamos la suite! - Otro día Carlitos. Lo pasamos lindo… gracias por todo. Abrojito no quería que Nanda se fuera y se quedó llorando. Al salir rumbo a La Plata nos cruzamos con el carro de “Terremoto” Santos quien alzó su brazo saludando. Una cortina de agua caía sobre nuestros cuerpos ateridos de frío pero no nos importó En el departamento de Amalia preparamos té. Nanda estuvo pensativa un largo rato acodada en la mesa, hasta que frente a su taza humeante dijo: - Es un kamikaze. - Quién es kamikaze —pregunté. - ¡El Flaco, quién va a ser! ¿Vos sabés lo que está tramando? - No. Mucho no me contó… ¿a vos si? - Nada concreto, ideas medio surrealistas para armarse y pasar a la acción. No alcanzo a darme cuenta si es su locura o heroísmo. Es un tipo divino pero ignora las organizaciones y así va al muere. - Ah… ¡que novedad! El Flaco… imposible que obedezca a una organización. Él es así, es peronista… ¡sí que lo es! Pero también tiene como una furia anarquista no sé… y no le importa ninguna teoría, solo mandarse según su conciencia. Don Amador me habló de gente así en España cuando era joven, seres indómitos por


220 naturaleza. Carlitos desde chiquito quería hacer explosiones y meter quilombo. No te preocupes, como siempre dice: ¡no pasa nada! —dije sonriendo. - No es chiste Marce, es peligroso para él y para su entorno. No tiene disciplina y juega con fuego. Regresamos varias veces, porque lo dicho sobre Carlitos lejos de amedrentarla la motivaría a instruirlo. No me hubiese perdonado que la dejara afuera. Se le ocurrió hacer una función de títeres y escribió una obrita con un guión desopilante para tres personajes el primero era un payaso llamado Bocota, el segundo otro apodado Tristón. Ambos intentaban de todo para derrocar al tirano dueño del circo y nada les salía bien, el tercer personaje era una nena del público que terminaba dándoles una lección. No sé cómo hicimos para llevar el teatro de títeres en la moto; pero más de medio barrio había concurrido a la función. El flaco hizo de presentador, era también un comediante nato como Monedita Fantozzi, quien hizo su propio número previo. Nanda y yo oficiamos de titiriteros. Ni Carlitos ni yo nos dimos por aludidos con el guión. En La Laguna fui haciendo amigos de a poco; me veían raro al principio pero al lado del líder era fácil entrar y salir. Fueron tiempos felices. Esa gente no pertenecía a otro universo cultural como argumentaban los apuntes que estaba estudiando. Todos veían la televisión, soñaban con tener un auto y comprar heladeras y lavarropas. Otros apenas sobrevivían, a veces con rencor, con lógico rencor. Pero en mi ingenuidad intelectual pude intuir que no había allí un ejemplo de humanidad libre, sino un conjunto adherido penosamente al casco de una urbe de la que dependían. La pobreza rural conservará un poco de su antigua dignidad en tanto consiga mantener, no sin penas, una economía de subsistencia. Hoy confirmo mi intuición adolescente: con la lógica de las subculturas y conceptos aledaños se intentaba prorrogar la vigencia de una ciencia convertida progresivamente en una disciplina errática basada en papers de descripciones a ultranza.


221 Esas casuchas de la villa hechas con chapas de cartón negro y sobras no estaban expresando un rasgo de subcultura. Sus constructores no tenían opción. Un estilo es siempre producto de una elección. Conservar en los suburbios creencias del monte paraguayo y servir a clientelismos políticos, no bastan para hablar de un otro cultural sino de seres cuyo drama pasa por orbitar un mundo extraño: explotados y descartados o ignorados. Una tarde mientras nos poníamos los cascos para regresar a la ciudad el Flaco se sacó la sonrisa y me dijo: - Marce tenemos que hablar de algo importante… - Cuando quieras Flaco, llamame cuando quieras… ¿Está todo bien? - Sí, todo bien Marce.



223 El plan Releyendo un pasaje maravilloso de Tristes Trópicos afloran algunos restos del sueño en el sillón de Carlitos. Lévi-Strauss evoca allí los tiempos en que la tierra atesoraba sociedades singulares y dignas, cuando la humanidad era todavía esa constelación de estrellas separadas por espacios que construyen la libertad. Al surgir la antropología esas distintas versiones de lo humano ya venían colapsando desde hacía tiempo contra la masa de la cultura occidental. No dudo que muchos antropólogos fueran al rescate de las expresiones que imaginaron poder conservar. Pero el capital que los financiaba carecía de ese romanticismo, al igual que las Universidades y los Estados. Las sociedades precapitalistas se las arreglaron sin antropólogos por miles de años. Pero los antropólogos no pudieron arreglárselas bien con la caída de su objeto más preciado. Ni el ejemplar Potlatch de Boas fue una construcción independiente de la aculturación. El choque cultural describe el principio de la pérdida de la gracia humana, el fin de su diversidad, su calamidad. En aquellos días de estudiante comenzó un escepticismo que se profundizó con los años. Al entrar a Villa Laguna por primera vez —ya lo mencioné— tuve la sensación de estar ante un objeto de estudio que se disipó frente a lo inabarcable de la situación comprendida por la amistad. En el norte sentí lo mismo. Cuando Lévi-Strauss propuso estudiar a las sociedades humanas como si fueran sociedades de hormigas estaba bromeando un poco. No sostenía esto desde la sociobiólogía, con la que solía ser peyorativo, lo encausaba una ilusión de objetividad que sabía imposible. También sabía lo qué ocurre en la ecología de las relaciones humanas cuando el sujeto pasa a tener estatuto no humano como el de una hormiga. Bateson fue más lejos y develó la correlación entre la desgraciada cosificación del sujeto y la humanización de las cosas, en una ecología más destartalada aun. Unos indios cazando en la selva, aun confinados a zonas de refugio, no serán vistos como pobres por notable que sea su precariedad material ante la naturaleza; en cambio, aquellos


224 que medran buscando su sustento entre los desperdicios del capitalismo si que lo son. No hay pobreza sin riqueza. ¿Tiene sentido hacer ciencia donde otros intentan hacer historia poniendo en juego su vida? Es sábado, tengo que preparar un parcial de geología pero no logro concentrarme. Suena el timbre y atiendo por el portero. Una voz susurrante se anticipa a mi pregunta: - Esteee… perdón, ¿está Marcelo? - ¿Carlitos? - ¡Sí soy yo Marce!, ¿estás desocupado? - ¡Sí, sí, ya voy flaquito! Bajé las escaleras y ahí estaba el flaco con un bolso marinero al hombro y la cara desencajada. - Que pasó Carlitos. ¿Está todo bien? - Sí,… bueno, más o menos. Te vine a buscar para dar una vuelta y pedirte un favor, digo, si podés… - ¿Comiste algo? —le pregunté viendo su cara demacrada. - No… hoy solo tomé unos mates con Isidro y me vine a La Plata. Entonces saqué la Zanella del garage y lo llevé a la pizzería de diagonal 77. Casi no había gente así que nos sentamos con vista a los ombúes de la plaza Italia. - Malena me echó de casa. Bah, discutimos… y aunque me podría haber quedado en el barrio no quise, era para quilombo. Tengo que borrarme unos días. - Pero… ¿qué pasó flaco? - Nada una boludez, me pescó in fraganti con la Yoli… - Lo imaginaba… - Es por un par de días nomás, se le va a pasar. Sabe que la quiero a ella. Pero hay otra cosa. ¿Te acordás que te dije que quería hablar con vos? - Sí, claro que me acuerdo. - Bueno, por eso a mí se me ocurrió algo, pero no se… - Dale decí ¿cómo te puedo ayudar? - ¿Vos me aguantarías unos días en City Bell? ¿Todavía tienen la casa, no?


225 - Claro Flaco no hay problema, eso sí, hasta el sábado; el domingo va mi familia… - Es solo por dos días, para el sábado tengo que tener todo organizado. - ¿Qué cosa? - Bueno de eso es de lo que quiero hablar, pero no acá. - Está bien, cuando termines la pizza vamos a City Bell, tengo las llaves conmigo. Salimos al empedrado de la diagonal 77 que da a Plaza Italia. Al cruzase el bolso marinero tras la espalda y, mirando el monumento, Carlitos me dijo: - Algún día quisiera vivir frente a esta plaza. Siempre me gustó el monumento del águila, parece que está tejiendo algo allá arriba. - Tenés razón, las dos banderas que agarra son como agujas y tejido… ¡no me había dado cuenta! Puse en marcha la moto y tomamos avenida 7 rumbo al norte de la ciudad. En el kilómetro 12,400 del camino Belgrano está la carnicería Moreno y cincuenta metros a la derecha, yendo para Buenos Aires, la casa que aún conservará mi familia por un tiempo más. Aquel barrio era, con algunos cambios, el escenario pleno de nuestra infancia. - ¡Uh que emoción… cuanto tiempo que no venía por aquí! ¿Te acordás cuando Don Félix nos mandó bajo la cama y se lo llevó a mi viejo a jugar a las bochas? ¡Si me agarraba ese día!... pobre papá si le habré hecho macanas. La casa está fría, es mi refugio de amor con Nanda y mi primer atelier. Todavía algunos fines de semana la familia se reúne a comer asado con parientes y amigos. - Mirá Flaco, acá hay algunas provisiones. Si te quedás sin agua, la llave del bombeador está debajo del calefón. Te lo digo ahora porque por ahí después me olvido. ¿Tomamos unos mates? - Sí, claro… ¿Tenés un rato, no? - Un par de horas por lo menos. - Perfecto, te voy a contar el plan. Nos sentamos frente a la mesa de la cocina con la pava, el mate y la yerbera. El trinar de los pájaros era el de siempre, pero esa primavera del 75 traería más agua que flores y diversión.


226 - Lo que te voy a contar es supersecreto. Estamos preparando algo. Algo grande. - ¿Qué… una fiesta? - ¡Nooo… que fiesta! o bueno si sale bien sí que va a ser una fiesta. - A ver si sos más claro loco… - Lo de la UOCRA, la manifestación del 3 de julio, ¿te acordás? - Claro que me acuerdo… ¡valió la pena tragar tanto gas lacrimógeno! - Bueno, seguimos en lucha. Las huelgas no alcanzan. Hay que hacerles saber, tienen que sentir la presión. Vamos a cometer un atentado. - ¡Un atentado… y contra quién! - Contra la patronal y contra los burócratas de los sindicatos. Ya te habrás dado cuenta que no soy un cuadro de la JP. Yo estoy con el sindicato, pero no adentro del sindicato. Me muevo con otra gente, incluso los mejores no son peronistas. Cagate de risa… son obreros que están con el Partido de los Trabajadores, y también tuve que reclutar a algunos del barrio porque tienen coraje, ya los conociste. Somos independientes, trabajamos por nuestra cuenta pero para el pueblo. Hay gente cesanteada y familias que la están pasando mal… y hay casos peores. Hace un año, después de la toma, esos hijos de puta nos reventaron a un par de compañeros a plena luz del día. La patronal contrató parapoliciales. Ya les hicimos pagar… No quise ni preguntar, sentí miedo por primera vez. - Sé que los compañeros no hablaron porque los fusilaron directamente, sino a mí ya me hubieran ido a buscar a La Laguna. Yo la voy de manso, tengo confianza con los informantes de ellos, de los fachos digo, y les tiro la lengua un poco haciéndome también el facho. Que el general hizo bien en sacar a todos esos zurdos de la plaza…que hay que meter mano dura porque a Isabelita se le descontrola la cosa… bla, bla. ¿Me entendés? - Sí seguí… le dije disimulando mi creciente temor. - Ta. Nosotros no queremos tomar de nuevo la planta de Propulsora, solo vamos a pegarles un buen susto y a seguir armando mejor al Comando, pero ese es el segundo paso para cuando aceitemos el contacto con algunos bonaerenses. - ¿Con la policía?


227 - Sí, el Cholo, trabaja en la policía. El día del asado no estaba porque tenía guardia. Él está con nosotros ¡Posta!, para que te quede claro: es de nosotros. - Flaco… ¿te parece que la cana va a trabajar para vos? - Sí, quedate tranquilo, es peronista de los nuestros. - Vos sabés que no soy peronista… y la verdad de ustedes, los peronistas, no se sabe qué esperar… - No importa ponele como quieras a ser patriota. Ahora ya no discuto con los troskos o con anarcos como vos. Tenemos que estar del mismo lado o sea del peronismo de Perón y no de estos hijos de puta. No queda otra. Hasta los radicales que son como eran los de Irigoyen nos apoyan en los reclamos. No era el mejor momento para discutir con Carlitos eso de ser patriota. Decía don Amador “…la patria es una idea mezquina que confronta a los hombres” y yo pensaba como el viejo; solo quisiera tener su templanza. Carlitos continuó: - Necesitamos más armas, con una escopeta, un par de revólveres y algunas pistolas no hacemos mucho. - ¿Flaco estás loco? Los canas que conocés son de una o dos seccionales, “ni pinchan ni cortan”. La plana mayor de la bonaerense, los parapoliciales y los milicos los hacen hervir a todos juntos. Tienen superioridad numérica y están de acuerdo entre ellos. Te lo digo porque veo en la Facultad las peleas pelotudas entre compañeros. - No pasa nada… los estudiantes ahora son un problema menor. Yo ya lo tengo estudiado. Todavía Berisso y Ensenada, salvo la escuela de Río Santiago, son territorio de la bonaerense, tenemos que aprovechar porque es cierto que la Armada no va a tardar en meterse. La poli maneja muchas cosas en los alrededores y nosotros un poquito los manejamos también con lo nuestro. - ¿De qué manera? ¿Cómo es que ustedes los manejan? - Por ejemplo, tenemos a cinco chicas trabajando para la causa. Ya no le quise preguntar, solo lo miraba cada vez con más asombro. - Sí, sí… putas que se cogen casi gratis a unos cuantos canas y hasta a algún comisario Eso nos da chapa, porque los tipos son unos babosos del orto. Pero le tienen más miedo a sus mujeres que a nada, así son los fachos... - ¿Qué… y ustedes van a botonear a los botones?


228 - Ni de pedo, pero si sabés que el punto débil de Aquiles es el talón, ¡mucho mejor! ¿O no? - ¿Te parece una ventaja? - La ventaja es que podemos andar en autos sin papeles, nos dan algunos fierros viejos que no están en ningún inventario. Nos sacan a algún pibe que cae por vagancia o medio pasado de rosca. O sea… nos hacemos los amigos. Así creen que somos más brutos que ellos, que queremos andar choreando un poco y nada más, y son incapaces de imaginar que tenemos relación con los obreros del PRT o los Montos y hasta con los intelectuales de la Universidad. Todos esos son los compañeros que los milicos tienen orden de exterminar. Nosotros nada que ver, esa la tengo clara. ¿Quién te parece que les hace pintura, refacciones, paredes? ¡Nuestro comando va por derecha Marce! - Sí, ya lo creo, a la derecha de la cornisa. - ¡Qué tipo pesimista! Si no te conociera ya te hubiera mandado a la mierda. De alguna forma les vamos a afanar petardería. Todavía no. ¡No te creas que andamos metidos en alguna porquería eh! En la droga y el juego están ellos… nosotros estamos limpios. Lo nuestro es el vino y el cigarro, no pasamos de ahí. Marce… somos peronistas, gente sana, no nos interesa ni la pichicata ni la plata. Tampoco a tus amigos del PRT, esos son los más confiables. Nunca te pregunté con quién estás en la Facultad, bueno… no importa ¿Vos no serás doble espía no? Jaja. El flaco quería distender, pero estábamos tensos, sabíamos que se jugaba con fuego. Lo que siempre le gustó. Esta vez llevado al extremo. - Marce, los que están metidos ahí en toda la mierda son ellos; por no hablar de los civiles que siempre estuvieron. Pero, no te creas… también hay mucha gente buena en la cana. Provincianos que extrañan lo suyo, que quieren traer a su familia, y nosotros los ayudamos. Le hacemos lugar en los lotes. Claro te tenés que achicar, les cedés diez metros y metemos una casita más… - Pero, si casi no queda espacio allí... - Exactamente, eso nos favorece, te acordás cuando me hablabas de la defensa de los cardúmenes, eso de cómo le entran los tiburones o los delfines a las sardinas y que juntas parecen


229 algo más grande, ¿te acordás no? ¡No me vas a contradecir justo ahora! - Pero… - Cuando nos quedemos sin un cachito de espacio buscaremos un baldío, y ellos se harán los otarios o tirarán algunas balas de salva, pero saben que una parte les corresponde. - También saben que ustedes son de la Agrupación Evita. - No, no confundas somos el Comando Evita Capitana, nadie nos tiene. Ni los de la Agrupación Evita. Aunque ya ajusticiamos a dos CNU. Dijo esto último como si contara que habían matado dos pollos para la parrilla. - ¿Ustedes mataron gente? ¿Vos mataste a alguien?, —le pregunté estremecido. - Gente no, ni siquiera animales. Matamos a unos criminales hijos de puta que dejaron huérfanos a los pibes de esos dos compañeros trabajadores de los que te hablaba recién. Fue un trabajo limpio, sin un disparo. Los esperamos encapuchados a la salida del Cabaret en el Dique. Estaban puestos. Mientras las chicas salían corriendo los llenamos de puntazos. No les dimos tiempo ni a pestañar. Por eso me lo llevé al Metálico porque es rapidísimo con el cuchillo, el otro —que siempre ayuda— fue el Acróbata Novak; de pibe fue hachero y no le tiembla el pulso con la cana. Además les sacamos dos fierros. Cuando los encontraron, nosotros ya estábamos en La Laguna. Andan cómo locos no tienen pistas, lo único jodido es que se la van a agarrar con los compañeros de Propulsora. No somos nadie Marce, todavía no nos identifican. Es nuestra ventaja para ayudar a los que están en las listas negras: los militantes de las organizaciones que te mencioné, erpios, montos y grupos de base están en las listas negras o sea: en el blanco. - Pero Carlitos lo que no entiendo es cómo esperás que te apoye la cana… - Lo que pasa es que ahí adentro es distinto a como lo ves desde afuera, ya te lo dije. Ustedes los intelectuales son los más boludos: creen que es una de vaqueros, los buenos contra los malos y no es así. Un montón de estos tipos vienen de familias peronistas, y se meten a la poli porque no les queda otra. Está bien… algunos limados son fachos pero hay peronistas de Perón


230 también. Además ya te dije que a mí no me asocian con los comunistas, si no ya estaría frito… ¡Marce sacate ese pesimismo de la cabeza y hacete peronista la puta que te parió! - ¿Peronista?, ya sabés que no puedo, en el peronismo hay tantos fachos como afuera. -¿Y? Todos van a cobrar. - Todavía no me decís cual es el plan. - Antes te aclaro que el plan también es contra los que la van de peronistas ahora que el General y Evita están muertos. Escuchá bien: El 5 de diciembre a la noche, una hora antes del cambio de turno, arrancaremos en un DKW preparado especialmente. Vamos a ir armados y con tres mochilas cargadas con dos bombas grosas, que me las consigue un jefe erpio, y con varias incendiarias. - ¿Saben los del E.R.P que ustedes tienen relación con la cana? - No… ni por joda, ya te dije que somos un comando independiente. - Eso no es de peronistas… - Ponele como quieras… Ahora es necesario que seamos así. Che, ¡no jodas más y dejame seguir! - Dale. - Bueno, al llegar nos ponemos las capuchas y quince minutos antes del cambio de turno tomamos por sorpresa la oficina de personal. Encañonamos a los dos o tres botones de vigilancia y los desarmamos. Dejamos volantes y una nota para sus jefes en la que exigimos la liberación de los diez compañeros que tienen presos desde la huelga amenazando con volar la planta entera si no cumplen. Al primero que chille le metemos bala, en las piernas claro. Ponemos las bombas en esa oficina, las detonamos con las molotov y rajamos. Nos largamos en el DKW que está afinado como un violín. Salimos rumbo a Punta Lara, pasamos frente al Hércules de Isidro que va a estar estacionado pescando frente al murallón después del Jockey Club. Isidro arranca atrás de nosotros y entrando a la ruta 19 en Boca Cerrada enfilamos un poco como para Villa Elisa y nos metemos hacia el canal, abandonamos el auto en la maleza y nos volvemos en el Hércules. - ¿Vos y quien más? - El Nafta Ocaña y el Acróbata Novak, somos tres para el operativo y cuatro si contás a Isidro que nos hace de chofer. Pero


231 tenemos tres más trabajando adentro que se van a encargar de que ningún compañero se acerque a la oficina que vamos a reventar. - No dudo que el propósito sea bueno pero no lo hagan, van a terminar masacrados. Es demasiado peligroso Flaco, sé que te sobra valor… yo no te puedo acompañar en esta. - ¡Ni de pedo! Marce vos serías un estorbo. Nosotros estamos preparados para esto y para mucho más. Vos también tenés que prepararte en lo tuyo. - Y ¿qué es lo mío? - ¡Qué va a ser… estudiar! Vamos a necesitarte después. Todos debemos estar preparados para lo que viene. Lo miré pero no hizo falta la pregunta. - ¡La patria peronista, la patria socialista, eso es lo que viene Marce! Me quedé callado, tal vez en ese momento ya no tenía ni el valor para pensarlo.



233 Boca Cerrada Vaciadero de fluidos porteños, el actual Río de la Plata remeda sin ningún decoro aquel descubierto por Don Juan Díaz de Solís en febrero de 1516 y que bautizara Mar Dulce deslumbrado por su magnitud y falta de salinidad. La Corona española sostuvo que aquel expedicionario resultó víctima del canibalismo aborigen tras una exploración de rutina. Su única intención era encontrar un paso al océano Pacífico, pero lo cierto es que a poco de llegar a aquellas sorprendentes aguas perdió el control de su tripulación. La segunda excursión que ordenara había asesinado a un grupo de indios y violado a sus mujeres. Inmediatamente Solís condenó el hecho y pretendió en vano castigar a los responsables. Un motín dio muerte a sus pocos leales y el Capitán fue abandonado en la actual costa uruguaya. Vivió allí hasta los 85 años dejando una vasta e ignorada descendencia: Los primeros rioplatenses mestizos. Salir a cazar hombres indefensos, solamente es posible si antes se les niega la condición humana. ¿Pero qué condición posibilita esto? La respuesta es una sola: la misma condición humana. Aquel camino de la infancia que une Villa Elisa con Punta Lara corre paralelo a un curso que no es sino el arroyo Carnaval, canalizado en su último tramo antes de desembocar en Boca Cerrada. El mismo cauce que aguas arriba fuera el escenario de aquellas intrépidas excursiones rumbo a la cordillera, el mismo en el que comenzaran las aventuras de pesca con mi abuelo Félix y dónde hacía solo unas semanas paseábamos con Nanda. A la vera del canal, la galería de monte y matorral tiene la densidad de una selva. Allí los cuerpos aparecen carcomidos por los peces, las gaviotas y las ratas. Cuatro meses después de nuestro reencuentro en la manifestación el Flaco flotaba enredado entre juncos y camalotes, con sus manos amputadas; como las de Perón años después. No hay suerte post mortem, pero tuvo una ventaja sobre los cuerpos de las víctimas que le sucederían enteramente desaparecidos: fue despedido por sus seres queridos.


234 Dos días después de su ejecución, el cuerpo de Carlitos terminó en la morgue del hospital de Ensenada gracias a un pescador suficientemente atento para verlo e ingenuo para denunciar el hecho. Allí —en el hospital— lo reconoció un obrero de YPF compañero del Turco. Por eso los Alí pudieron velarlo. El flaco tenía veintidós años. Además de su familia, muchos vecinos de la Villa y compañeros de Propulsora asistieron al velatorio y al entierro. Fue de los primeros de una larga lista. Hoy, a treinta años, ha dejado de dolerme esa amputación sin anestesia. Sin embargo durará por siempre la presencia de su falta. Al principio uno cree que no lo va a soportar pero con los años se acostumbra, y su imagen se agiganta como el sol naciente o el del ocaso. La osadía y alegría de vivir, que en ocasiones me sorprenden, vienen de vos Flaco querido. Yo que te aleccionaba en tu burrez hoy no soy más que tu pésimo discípulo. Nanda pasaba casi toda la semana en el departamento de Amalia, ubicado en el piso trece del edificio de calle 1 esquina 47, casi frente al Colegio Nacional. Desde su ventana se podía ver claramente el Museo de Ciencias Naturales, el bosque, la destilería, y el río. Todo ese mundo que hacía resonancia con nuestras vidas —ahora de luto— jamás volverá a ser el mismo. Amalia estaba en Salta visitando a su familia. Toqué el timbre con vehemencia: Abrime Nanda, abrime por favor, rogaba en mi interior. Atendió con voz adormilada y pulsó el portero eléctrico. El minuto del ascensor duró una eternidad. Encontré la puerta abierta y entré conteniendo mi grito. Me acerqué a la cama donde Nanda intentaba dormir. - ¡Nanda, mataron a Carlitos! ¡Mataron al Flaco, Nanda, lo mataron! —repetí ahogado de pena. - ¡Hijos de puta! Lo presentía, imaginé que algo malo iba a suceder. - Lo están velando en Ensenada, no se que hacer. Dije susurrando. - Vení, me dijo extendiendo sus brazos. Me recosté junto a ella y lloramos abrazados en silencio. - No lo puedo creer, no pensé que esto pasara nunca. ¡Ay Flaquito! - Vos no quisiste pensar que esto pasaría… Marce, estamos todos bajo la lupa.


235 Hasta ese momento pensaba que Nanda esperaba que asuma una posición más decidida con la militancia. La muerte de Carlitos le reveló lo real antes que a mi. Yo estaba conmocionado por la pérdida de mi amigo de siempre; a ella la memoria de la guerra, heredada de su padre, le advirtió la inminencia de un desastre. Me lo explicó. Parecerá raro pero yo no podía percatarme enteramente, necesitaba que ella me hable, eso encendió un alerta en mí que nunca apagaría. - ¿Dónde lo velan? Tené cuidado, va a estar lleno de canas. - No sé… me voy a caminar un rato, no soporto estar quieto. Necesito aire ahora, mañana te paso a buscar y hablamos. No tuve coraje para ir al velatorio. Caminé sin rumbo tragando lágrimas de odio y tristeza y luego di vueltas por el bosque hasta sentir un trepanador miedo, había oscurecido y todo, hasta mi propia sombra, despertaba sospechas. Regresé a casa mientras mi familia dormía. Sobre la mesa una nota de mamá que no pude leer decía: “Marce: en un táper tenés milanesas con ensalada. Dejé tu toallón en el baño. Besos. Mami”. Tiritaba, me saqué los zapatos y subí las escaleras hasta mi dormitorio, allí tuve un primer mareo y me desplomé en la cama. Por la mañana ardía con 40 grados. Sentí alivio con esa fiebre que vino a paliar mi tristeza. En el intento de ir al baño se me aflojaron las piernas y quedé arrodillado sobre la alfombra balbuceando acerca de una pesca con el Flaco en el cielo. Luciana y papá me ayudaron a incorporarme. En unas horas los antibióticos y un par de inyecciones hicieron el cruel trabajo de depositarme en plena realidad. Carlitos se había ido y mi vacío era por su ausencia y por la desaparición de ese futuro en que lo imaginé héroe y campeón. En el 83 encontré al Acróbata Novak trabajando en un taller mecánico de Tolosa. - ¿Marcelito? - ¡Sí soy yo Acróbata, tanto tiempo hermano! Dije superado por la sorpresa. - ¡Las vueltas de la vida pichón, pensé mucho en vos! La verdad creí que te habían chupado. Yo safé, me rajé enseguida al interior a arreglar maquinaria rural y volví hace un año. Extrañaba mucho…


236 De golpe se le llenaron los ojos de lágrimas y continuó: -¡Como nos cagaron hermano! Fue ese hijo de puta del Cholo, estoy seguro. Carlitos confiaba en él. Los demás no lo podíamos ver. Pobre Flaco y pobre Isidro. Al Nafta se lo llevó dios… pero a ellos el diablo ¡La puta madre que los parió! - No te torturés Ángel (nunca lo había llamado por su nombre) ¿vamos a tomar un café? —Le dije como si yo no tuviera también un océano por dentro. - Bueno, ya termino, vamos. El Acróbata me enteró de detalles que no conocía del atentado que le costó la vida a mi mejor amigo. En cierta forma sentí algún alivio. Suelen decir que la tercera es la vencida. Tras los dos desastres en el gallinero del Turco estas Molotov no le fallaron al Flaco. - Esa noche consiguieron entrar a Propulsora tal como lo planearon. Redujeron a los guardias y los ataron a un árbol, incendiaron la oficina de personal y, en minutos se sucedieron allí mismo dos terribles explosiones. Sonaron las sirenas, de milagro no pasó a mayores. Con las capuchas puestas escaparon rumbo a Punta Lara, mientras los obreros salían de la planta a ver el tremendo incendio. Ya descapuchados tocaron bocina al pasar junto al Hércules estacionado frente al murallón costanero. En Boca Cerrada escondieron el DKW en un nicho vegetal de sauces, hiedras y juncos. Entonces –inesperadamente— Carlitos desató de su cintura un pedazo de soga que llevaba por cinturón y la metió en el tanque de combustible, cuando estuvo empapada en nafta el resplandor del fósforo iluminó su sonrisa. Novak y Ocaña lo miraron incrédulos; tan exaltados que no sabían si darle una paliza o un abrazo. Isidro llegó en ese instante, orientado por el fuego y los sacó de allí. Se fueron a festejar a un puesto de choripán en la avenida 122. El Flaco llegó exultante a la villa. Pensaba y se deleitaba. “¡Lo logramos, ahora sí estos putos van a pensar si les conviene o no reincorporar a los compañeros! ¡Ahora sí que tienen una señal de que no es joda la puta madre que los parió!”. Borracho como estaba lo exclamó a los cuatro vientos de esa noche clandestina.


237 Ciertamente había dado señales temerarias. Pero lo dicho allí no fue la única señal, habló de más también al día siguiente y alguien lo delató. El Acróbata supone que fue el Cholo, ese policía con el que intercambiaba “favores”. Yo no estoy tan seguro, el Cholo está desaparecido. Carlitos tenía la mala costumbre de contar sus hazañas casi a cualquiera, incluso en su cotidiana sobriedad. Cuando supo lo de Isidro le dijo a Malena que tenían que salir de La Laguna en cuestión de horas. Buscó a Novak y al Nafta y les ordenó mandarse a mudar lo antes posible. El Acróbata Novak hizo un bolsito y salió en una moto sin saber a dónde iría a parar. El Nafta anunció que se iba pero obstinado como era se quedó. Su nombre nunca trascendió. Hasta que lo atropellara el 214. Carlitos buscó al Chafa Gómez y salió a sacar los pasajes a la Terminal. Eran para Malena, las nenas y él. Estaba todo arreglado, volvería al litoral, pero esta vez a un pueblo cerca de La Paz, en medio del campo entrerriano, donde un primo del Chafa, puesto en aviso esa misma noche, les conseguiría una pieza. Se subió al 20 y bajó a metros de la Terminal de micros. Allí —a las cinco de la tarde— dos tipos lo agarraron de los pelos y lo metieron en un Torino negro. En media hora estaba frente al DKW carbonizado. Se cansaron de torturarlo. Carlitos prefirió cualquier dolor antes que el de entregar a sus amigos. Anochecía y tenían que volver a sus casas. Lo ejecutaron con varios disparos de pistola y le cortaron las manos con un machete pesado. Tiraron el cuerpo entre los juncos de la orilla. Con la creciente, el río lo hizo derivar a contracorriente, y quedó enredado entre otros juncos y camalotes, donde dos días después lo hallara el pescador. Malena se quedó esperando con los bolsos preparados. Le avisó el Toti, que había ido a la morgue a reconocer el cuerpo de su hermano. Toti también llamó a mi casa, así me enteré; porque el atentado a Propulsora fue ocultado por la empresa, los medios y el gobierno. No se quien lo delató, pero sí quien fue su verdugo; esto me lo dijo también Novak. Roberto “El Ninja” Sapia tuvo la desgracia de caer con su auto en el taller de Novak, quien sospechó de entrada. El Acróbata no conocía el nombre pero sí el apodo de uno de los asesinos de


238 sus compañeros. La mujer de Isidro Cáceres se lo había dicho antes de que huyera de la Laguna. Para cerciorarse le fue dando conversación haciéndose pasar por ex-mecánico de la Bonaerense. Despejada toda duda, a los dos días y luego de consultar a su conciencia, Ángel “El Acróbata” Novak lo sentenció a la fosa. Un accidente raro, infrecuente pero verosímil es el de caer en la fosa de un taller mecánico, y dar contra el duro piso repleto de pesadas herramientas. Y así resultó: Sapia, convidado por su nuevo amigo, tomó tanta ginebra como agua el Acróbata. Suficiente ginebra para confiarse y alardear más aún. Suficiente agua para hacer más cristalino su propósito y no fallar. Bajó para rematarlo. Ciego y agonizante el Ninja preguntó con un hilo de voz: -¿Quién sos? - Soy el villero que te faltó matar, —contestó el Acróbata. Entonces levantó la cabeza sangrante de Sapia y la dejó caer contra los fierros nuevamente. Se sacó los guantes de cuero, prendió un cigarrillo y los quemó. Poco después, mientras hacía la denuncia del accidente, decidió dejar pasar un tiempo prudencial y volver a Misiones. Fue providencial encontrarlo en ese ínterin a fines del 83. Cayeron demasiados inocentes en la larga noche del terror. La juventud que anhelaba un nuevo orden, la que pasó al acto de decirlo y expresarlo, ignoraba que el ojo del amo multiplicado como el de una gigantesca mosca perdonaría a muy pocos. Ignoraba que algunos de sus dirigentes no dudarían en traicionarla y sacrificarla en su beneficio. Me pregunto si un nuevo orden hubiese sido posible. ¿Cuántos se fueron soñando la revolución? ¿Cuántos creyeron posible conquistar el poder por la razón o por las armas? Peor aún… ¿Cuántos agonizaron presos y ultrajados, con su futuro y sueños expropiados? Ese ensueño revolucionario se sustentaba en un imaginario que habitábamos ignorando peligrosamente la desproporción real de las fuerzas en pugna y, sobre todo, la distancia entre estas y el pueblo. No había condiciones mínimas para favorecer el advenimiento de un nuevo sistema, pero el deseo revolucionario existía y reclutaba también el ansia de jóvenes oprimidos por el sinsentido más que por ninguna patronal. Soñadores inexpertos sorprendidos por un criminal ecuménico. Carlitos no pertenecía


239 a esa clase; él era un incendiario nato y un obrero hijo de obreros. Mucho menos Novak o el “Nafta” Ocaña. ¿Cuantos intelectuales hubieran aceptado la evidencia de que la lucha de clases no motorizaba la historia argentina tal como se creía y profesaba? No era fácil verlo así entonces. A Carlitos y a sus amigos estos asuntos no le importaban. Para ellos solo había que limpiar al gobierno y volver al peronismo de Perón. La cuestión fue, es y será el poder…y éste siempre será tóxico. El poder es la metáfora desintegradora que nos enajena. En estos días, delante de la escenografía democrática, la gran mayoría solo confía en una quimérica salvación individual. Todo funciona así, y funciona mal. No es solo un problema nacional, y sé que no ilustro a nadie con semejante perogrullada. Pasé parte de la adolescencia y juventud temiendo a un enemigo real pero mi temor real a un enemigo imaginario es anterior a cualquier represión política. Nanda y yo aún estábamos juntos, aunque ya no habría recitales de rock, ni cine arte, ni paseos en moto y ya nunca volveríamos al bar testigo de ensueños y discusiones. Nuestro mundo, ese por el que nos deslizábamos con optimismo, el que llenaba nuestras vidas y alimentaba nuestras ilusiones se había transformado en un campo minado. Ni siquiera podíamos ir a la villa para visitar a Malena y a sus bebas. Sin embargo en la navidad de 1975 no pudimos contenernos y fuimos. Las abrazamos, lloramos y por ultimo le dejamos un sobre con nuestros ahorros, tal vez hicieran el viaje a Entre Ríos. Nunca volvimos; no por miedo sino por el dolor que nos provocaba la Laguna sin Carlitos.



241 Tilcara Promedia el verano de 1976. Nanda inquieta fuma y camina de un lado al otro del estar despojado de los afiches del Che y Trotski, con la biblioteca reducida a estantes casi vacíos. Algunos libros están embalados y los más “peligrosos” incinerados. - Marce, nos tenemos que ir o al menos separarnos por un tiempo, hace tres días que el Zurdo no aparece por su casa, los padres están desesperados. Su hermana vino a preguntarme y me partió el corazón… no supe que decir. ¡Ay Zurdito ojalá que hayas escapado a tiempo! Si lo torturan puede quebrarse, no sería traición, y si se quiebra va a dar nombres. ¡Milicos hijos de mil putas! Un oasis se evapora conforme nos acercamos, no vendrá ningún socialismo, solo un espanto cuyas proporciones no imaginamos. Nuestras vidas darán un salto mortal. Nanda me mira con sus ojos cristalinos pintados por el Greco, reteniendo lo ominoso y reflejando su tristeza y desconsuelo. Ahora posee la pálida belleza de Inger, la hermana de Munch. Aunque se parece más a esa muchacha triste de Lautrec, o a la bella melancólica Jeanne de Modigliani, quien fuera una Venus Botticelliana o la Judith Caravaggiesca. Estoy desconsolado, quisiera saber pintarla algún día. - ¿Marce te estoy hablando, me escuchás? Esto se pone muy difícil… vayamos al norte como planeamos para las vacaciones. - ¿Al Norte? ¡Es muy buena idea! Están mis tíos que podrían hacernos lugar o conseguir algo por un tiempo. Sí flaca, me parece que tenés razón, tal vez sea la mejor opción. Pasé maquinando toda la noche. No era descabellado, Jujuy no podía ser peor que La Plata. Había que intentarlo, ella estaría menos expuesta y yo dispuesto a asumir el riesgo de regresar, no por coraje, sino por imposibilidad de escapar a la gravitación de los deberes que aún me ataban. A la mañana, después de desayunar, salí en la moto rumbo al Estudio de papá. Estaba hablando por teléfono, me hizo una señal para que tomase asiento.


242 - Viejo, hace mucho que no hablamos, creo que desde que pasó lo del Flaco. - Sí, es verdad. Yo llego tarde a casa, pero cuando vos volvés ya todos estamos durmiendo. ¿Qué está pasando Marcelo? - ¿Sabés que Nanda está muy metida en política no? Tengo miedo por ella papá…la situación está empeorando. - ¿Y vos… estás en política también? - ¿Yo? No… bah, da igual, no sé, hoy por cualquier boludez te condenan. Se están cargando a mucha gente. ¿Estás al tanto… o no? - Más o menos, se dicen cosas, pero yo vivo trabajando, no hago tiempo ni de leer el diario como antes. Vos me ves; si es que aun ves más allá de tus narices. - Papá vos sos el que no ve. Te guiás por los diarios pero los diarios no dicen nada, o inventan enfrentamientos por orden del gobierno, para encubrir sus crímenes. Tengo que sacar a Nanda de La Plata. Pensamos llamar a Jujuy para pedir refugio a los tíos y permanecer unos meses allí. ¿Qué te parece? Yo volvería en marzo a cursar, pero creo que para Nanda sería mejor permanecer allí un buen tiempo. Sin decir palabra, papá se levantó del escritorio y caminó unos pasos hasta un mueble metálico de carpetas colgantes. Sacó del primer cajón una que tenía mi nombre; de allí extrajo un sobre, me lo entregó y dijo: - Tomá, este dinero es para ustedes, ya estaba previsto. No estoy en la luna de Valencia como crees. Ahora ya sabés que hacer, mejor que lo hayas visto por tu cuenta. Mañana me ocupo de los pasajes. No le digas nada a tu madre, yo le voy a explicar. Puse el sobre en el bolso y busqué mi moto por última vez. Después la dejé en consignación allí mismo donde papá la comprara. En Ensenada Iván y María Irupé la despidieron con lágrimas y esperanza. Sabían que era lejos, pero podrían ir a visitarla. Volamos a San Salvador de Jujuy a mediados de febrero de 1976. En principio permaneceríamos unos días en la casa de mis tíos y primos la misma en la que vivimos con mamá y Luciana mientras papá y el abuelo construían en City Bell. Llevábamos algo más de seis meses juntos. Cuando uno es joven el optimismo se recompone con poco. Rápidamente


243 sentimos ganas de andar por ahí paseando. La provincia pacífica estaba arraigada a otro tiempo. Pasamos horas caminando al sol descubriendo otro mundo; recuerdo especialmente el alegre y bullicioso mercado de frutas y verduras. Allí mismo las bolivianas ofrecían al paso, entre otros manjares, las empanadas que freían en sus ollitas. Se acercaba el sábado 5 de marzo, día de mi regreso. Evitamos hablar del futuro hasta último momento. El viernes Nanda mencionó su proyecto: - Marce, una chica docente me contó que necesitan maestros en las escuelas rurales de la Quebrada, creo que con mi título de bachiller y con la libreta Universitaria podría enseñar allí sin inconvenientes. - ¿No hay una Escuela Normal en Humahuaca? - Sí, pero las maestras que salen de esos magisterios prefieren ejercer cerca de la Capital y no en los cerros… Me encantaría ir a trabajar a esas escuelas, la semana que viene me presento en el Ministerio y si todo va bien, para la segunda quincena de marzo estoy allí. ¡En los cerros de la quebrada! - ¿Cómo no me avisaste antes? - Quería terminar de pensarlo sola. ¿Vas a venir a visitarme? - ¡Claro Nandi, nunca vas a dejar de sorprenderme! La escuelita rural estaba cerca de Tilcara, más precisamente en un paraje llamado Alfarcito, pasando La Garganta del Diablo, el pequeño cañón socavado por el río Huasamayo. En marzo del 76, de regreso en La Plata, rendí y aprobé penosamente el final de Etnología con treinta y nueve grados de fiebre. Pocos días después los militares tomaron el poder. El golpe de estado del 24 de marzo de 1976 abrió el portal a un espanto nunca antes vivido. Las Fuerzas Armadas no estaban en posición de tiro como la Triple A y otras parapoliciales, tan aficionadas a fusilamientos directos. Habían esperado el momento de usurpar el gobierno para llevar a cabo su plan de exterminio que no era simplemente matar. Parte sustancial de su modus operandi consistirá en secuestrar a los sospechosos en variados sitios de detención clandestina y torturarlos para multiplicar sus bases de datos. Así hasta el aniquilamiento. Como un cirujano no dudarán en


244 sacrificar algo del tejido sano próximo al enfermo. Secuestrarán, robarán, torturarán y asesinarán. Cualquier civil excepto los que estuvieran manifiestamente a su favor podrá caer bajo su mira criminal. Pocos quedarán a salvo y muchos de estos preferirán no enterarse. Me consolé pensando que al menos Nanda estaba lejos. Cada uno de los que sobrevivimos llevamos una marca para siempre, aunque hay quienes no las advierten o las niegan. No puedo culpar solamente a unos hijos de puta por mi suerte, pero devastaron sin más límite que el de su propio delirio y se ganaron mi odio de por vida. Comencé a trabajar en una oficina pública y al mismo tiempo cursaba regularmente aprobando cada tanto algún final. A los veinte años hice dos úlceras de duodeno, y –además— los médicos no podían diagnosticar el origen de las migrañas que me anulaban mañanas enteras. Yo intuía que Nanda había decidido quedarse en el norte y aunque consideré la posibilidad de mudarme allí rápidamente la descarté. Supuse ingenuamente que pronto terminaría la pesadilla. Desde que estuvo instalada en la escuelita rural de Alfarcito nos escribíamos cartas semanalmente. Ella había encontrado su lugar en ese paraje de Jujuy, lejano y maternal, mentor de la vocación que me mantenía estudiando aun con una facultad sitiada. A fines del 77 viajé a buscarla. No tenía noticias suyas desde septiembre. En la Terminal de micros de San Salvador de Jujuy, apenas arribado saqué un boleto a Tilcara. Tan bello es el cuadro de ese viaje de noventa kilómetros cuesta arriba, que no lo puedo narrar sintéticamente sin velar su gracia. Solo diré que del verde espeso de los cerros y valles cercanos a San Salvador se pasa a un paisaje cada vez más árido, pero no desolado. Cardones en las laderas y montes a la vera del río, que baja con prisa bajo la protección de los cerros coloridos y las lejanas montañas, unas oscuras y otras claras. En Tilcara comí un plato de locro en un modesto restaurante frente a la plaza, allí su dueña me indicó el camino a Alfarcito. Le agradecí y partí a pie. Debía subir por la calle Lavalle, ladear el cementerio y continuar hasta la usina. Más allá el camino empinado pasaba al borde de un precipicio conocido como


245 Garganta del Diablo. Desde ese punto se podría contemplar lejos y abajo el cono de deyección del río y parte del poblado tilcareño. Restaba aun una hora de camino de herradura, ascendiendo sin pausa hasta atravesar una zona de rocas negras como pizarras, y al terminar estas, ya casi estaba llegando. La escuela era una casa de adobe con un patio de pircas y una desteñida bandera argentina. Un grupito de sufridos árboles soportaba en minoría el abrumador dominio de los cardones. La encontré dando su clase, una de las últimas del año aunque esos niños seguirían yendo a comer y a los cursos de verano que se le había ocurrido implementar. Era otra muchacha; pero era Nanda. Nos dimos un largo abrazo; los chicos —diez a lo sumo— festejaron aplaudiendo entre risas pícaras y tiernas. No me sorprendió enterarme que además de consagrar sus días a esos changuitos de los cerros, había decidido unirse a los maestros rurales en sus reclamos por un incremento de presupuesto. Viajaba de un lado a otro de la provincia. Nanda era feliz, me seguía queriendo en la distancia. Ella elegía abrazar —antes que nada— su misión con esa gente curtida por el viento y las esperas. Tal vez hasta me siguiera amando. Yo no había crecido como ella: necesitaba que me ame más que a nada y a nadie. No podíamos hacer mucho frente a esta inmadurez. Ella siempre fue de tierra. Su estirpe de desarraigos encontró en esa escuelita rural el terreno propicio para su siembra. Al margen corre el río que nace con las lluvias de enero en lo alto del Cerro Negro (lindante a los valles orientales). Desde allí, en verano, el Huasamayo se abre paso socavando con furia hasta unir su ímpetu al río Grande de la quebrada en Tilcara. El resto del año es un hilo de agua. Nanda me hizo notar como –en las laderas apenas visibles— todavía se adivinan los restos de las antiguas terrazas y andenerías donde cultivaban los antiguos Omahuacas. - Esta gente debió ser muy ingeniosa para almacenar y derivar el agua. ¿Podés creer que las cosechas sostenían una población mayor a la de Tilcara? Solo que no eran estúpidos y en vez de vivir en el fondo del valle habitaban un promontorio: el Pucará. Lo habrás visto llegando desde la ruta. Recién en 1908 lo descubrió un discípulo de Ameghino. Ese mismo tipo, Ambrosetti, fundó después el Museo Etnográfico en Buenos aires.


246 - Sí… lo vi, un poquito antes de llegar a Tilcara. Yo conocía muy poco de la historia y la prehistoria de aquella soberbia quebrada. - El Pucará fue una de las primeras urbanizaciones del actual territorio argentino y la máxima expresión de cultura autóctona. Aquí en Alfarcito funcionaba el centro agrícola que lo abastecía. Ah… y esto tampoco lo sabés: ¡no eran Incas! Los Incas, que hablaban el quechua, estuvieron ocupando estas tierras pero apenas unos cincuenta años antes que los españoles. Los antiguos habitantes de estos cerros y valles hablaban el Cacán, una lengua extinguida de la cual quedan solo algunas toponimias y unas pocas palabras sueltas. Hoy se los denomina Omahuacas, pero quien sabe cómo se nombraban ellos… Nanda ya era una experta con un entusiasmo contagioso. - ¿Te das cuenta que además de dar amor y educar a estos chicos estás haciendo verdadera antropología? ¿Qué estudiaba yo a mil setecientos kilómetros de allí? Me quedé pensando inútilmente. Ella continuó hablando; recuerdo cada palabra: - …leo todo lo que puedo en la biblioteca del Museo Arqueológico, ese que está frente a la plaza. Tiene un montón de material interesante. Hasta hace poco lo dirigía un historiador muy capo de Buenos Aires. Junto a su esposa antropóloga estaban haciendo un trabajo importante de rescate y afirmación de la cultura de toda esta zona. Por aquí se acuerdan con cariño de ellos, pero el gobierno los echó y puso a un facho de nuevo Director. Ya no vienen estudiantes, solo turistas. - ¿Cómo están tus viejos, te escriben? Tendría que haberlos llamado… - Te estaba por contar… ¡Ellos vinieron! Siempre nos escribimos y el primer domingo de cada mes hablamos por teléfono. Cuando me anunciaron que tenían los pasajes, después de colgar, me quedé en la cabina telefónica llorando de alegría. Vinieron por una semana y se quedaron un mes. Fue su primer viaje. Quedaron cautivados con cada detalle del paisaje y de las historias. Creo que nunca los vi tan felices. Prometieron volver y en la última carta me contaron que cuando papá se jubile dejan todo en Ensenada para venirse a vivir aquí.


247 Viltipoco: así se llamaba el cacique que lideró la resistencia de los Omahuacas. Con su ejército volvió locos a los españoles por años hasta que, finalmente, cayó. A los conquistadores no se les ocurrió pensar por qué esos indígenas vivían en el Pucará o aquí arriba en los cerros. No imaginaron que se protegían de las crecientes del verano. En su cabeza guerrera creían que vivían así para ver a los enemigos como desde un fuerte. Si esos gallegos hubieran sido campesinos la ciudad no estaría casi en la playa del río. ¡La tierra tiembla cuando baja el río! Lo vas a ver porque en enero llegan las lluvias, baja arrastrando rocas y rompiendo vías, la ruta y todo lo que encuentra a su paso. Permanecimos juntos hasta fin de mes. Nanda me enseñó fuera de todos los límites textuales. Comí sus comidas, bailé sus bailes y no pude más que acariciarla y abrazarla como lo que era para mi, el ser más entrañable del universo. Tácitamente pactamos silencio, pero poco antes de partir no me contuve y traté de convencerla: discutimos. Fue un momento penoso que recuerdo parcialmente. Al finalizar enero del 78 nos despedimos con un abrazo que aún dura en mi alma. Regresé en tren, molesto conmigo. Debí jugarme y no tuve claridad ni valor. Nanda había aprendido a amar ese paisaje natural y humano de los descendientes de los antiguos, como aún nombran los campesinos a sus ancestros. Creo que más allá de su propia curiosidad, estudiaba en esa biblioteca al mundo andino para inculcar más orgullo a sus niños por lo que eran, para que nunca sintieran vergüenza por su identidad o por el color de su piel. Sabía que alguna vez la televisión y el mercado vendrían por ellos; como los contratistas de obreros rurales ya lo habían hecho con sus padres, arrancándolos de sus pequeños cultivos y dejando solas a las mujeres con la majada, los niños y los viejos. El Huasamayo, que en quechua significa río hediondo, baja del Cerro Negro al oriente de la Quebrada, pasa por Alfarcito y más abajo forma su rocoso cono de deyección. A su orilla izquierda: el Pucará, y a la derecha el poblado de Tilcara. Allí tributa al río Grande, que baja desde la Puna y después de atravesar San Salvador de Jujuy se continúa en el San Francisco. Este vierte


248 al Bermejo que desemboca en el río Paraguay que —a su vez— une sus aguas al largo Paraná hasta formar un delta junto al Uruguay y llegar finalmente al Río de la Plata que por último se aparerá estérilmente con el mar. Así de distantes quedamos. Ser maestra y pedir mejores condiciones para sus niños (pues nunca pidió por su salario) entrañaba riesgos aun en aquellos cerros perdidos. Fue detenida y secuestrada en julio de 1978 en pleno mundial de fútbol. Había izado el pabellón nacional tejido en lana por una mamá pastora, porque el ministerio no les había enviado ni un lápiz ese año. El 9 de julio la inspectora de escuelas hizo retirar la bandera por impropia y Nanda se le abalanzó con furia, pero la inspectora, que ya la odiaba, le dijo que tenía los días contados y así fue. Me enteré porque la cocinera, Benicia Quispe, me escribió una carta que mandó certificada desde la oficina postal de Tilcara: Señor Marcelo, lamento tener que darle esta noticia, la señorita Fernandita fue detenida hace una semana. No hemos sabido nada más de ella, ahorita mismo fui a la comisaría y no me saben decir. Me han dicho algunos vecinos que la han llevado por terrorista mi señor. Esa niña es una santa, que Dios no permita le hagan daño. Yo sigo en la escuela pero solo cocino para los changos que vienen a comer. Me preguntan y les he dicho que ha tenido que viajar la pobrecita. Ella me había encomendado que si algo le pasaba le escribiera a Usted a esta dirección, Dios quiera pueda usted hacer algo. Rezo a la virgen por ella todos los días. Benicia Quispe. Se la llevaron los gendarmes y nadie de por allí supo más de ella. Desesperado hablé con mi tío Víctor que prometió averiguar, pero lo asustaron en la central de Policía de Jujuy: “Don Víctor, dedíquese a sus cosas y déjese de joder que es peligroso para usted y su familia que ande preguntando por terroristas. Vamos, salga de aquí y no vuelva a preguntar por este asunto, no nos obligue a hacer algo que no queremos” Desde entonces, el primer domingo de cada mes trato de visitar a los Zalewski; voy a la hora del mate y llevo facturas. Me quieren como a un hijo. Cuentan historias de Nanda que con el tiempo repiten aunque nunca me canso de escuchar y siento


249 que de una forma sutil esperan que hable de ella como si aun estuviera viviendo allá en Alfarcito. Saben que en mi corazón lo está. Pero ignoran que me siento una lacra. Sobre el aparador, en un portaretratos, Nanda abraza sonriente a sus changuitos frente a la escuela de adobe con su pulcra bandera de lana bajo el cielo más límpido del mundo. Cuatro años después me recibí de Antropólogo. La desaparición y diáspora de compañeros y profesores, las proscripciones y el terror emaciaron los ya endebles programas académicos y la carrera fue solo un trámite memorístico. Mi título de Antropólogo era algo absolutamente hueco, con la excepción de algunas páginas selectas y lo que mi entrenamiento autodidacta había conseguido leyendo libros proscriptos o ignorados. Salí de la Facultad con una vaga esperanza en la aun incierta democracia por venir. Poco después, el 31 de marzo de 1982, participé con un amigo de una manifestación contra la junta militar en Plaza de mayo. El acto terminó con una feroz represión en la que cayó un obrero mendocino llamado Dalmiro Flores y hubo cientos de heridos. Nosotros corrimos con suerte, solo tragamos algo de gas lacrimógeno. En dos días el gobierno militar dio a conocer que había invadido y recuperado la soberanía de las Islas Malvinas y otra multitud vivaba en la misma plaza a los militares criminales y corruptos por la presunta recuperación de aquel territorio. Después del desastre en que terminó esa intentona delirante (que costó la vida de más de mil chicos) solo se alzó la voz de un anciano médico, ex presidente de la Nación, para advertir que era perentorio entrar a la casa de gobierno como fuera. No se debía dejar recomponer fuerzas a un enemigo avergonzado y yacente, pero la llamada multipartidaria ( la dirigencia política de entonces) que ya había vivado la recuperación de las islas, no lo escuchó. Don Arturo Illia murió en enero de 1983 en pleno tiempo concedido al militarismo. La dictadura cayó tardíamente y el tácito partido militar con sus aliados seguirán detentando una gran cuota de poder que condicionará la suerte del gobierno democrático. Volví dos veces a Tilcara. La primera fue de paso, en viaje de campaña a participar de una excavación en Yavi, cerca de


250 la Quiaca. Más adelante conseguí una beca de la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires que administraba el museo Arqueológico y el Pucará, a cuyo pie viví en una bella finca a las orillas del río Grande. Había mucho por hacer pues principiaba la democracia. Mi entusiasmo de antropólogo novato se mezclaba con la nostalgia. Cada vez que caminaba por los cerros, recordaba a Nanda y el abrazo de despedida que nunca debí darle; me sentí un cobarde y hasta un criminal. Por esta razón, durante largos años mi vida valió muy poco para mí. Era mi deber permanecer a su lado para ayudarla y tal vez evitar lo sucedido, o correr con ella su misma suerte.


251 Plaza Italia, vista final El terrorismo de Estado borró el futuro de miles de pares de mi generación. Sobreviví pero perdí la creencia en una ciencia del cambio y en el cambio de la ciencia, y aunque no perdí la vida no sabía que hacer con ella. Desde que Nanda desapareció nada volvió a ser igual, el tiempo se transformó en un interminable desierto salino y el espacio no era más que una ciudad chata como esos platos pegajosos que se usaban para atrapar moscas. Dejé de ver en mí a un ángel pedestre destinado al estrellato o de considerarme un descomunal imbécil, y fui un demonio destruido por la culpa durante la larga era que aún palpita. De haber podido horadar la tierra lo hubiese hecho hasta llegar a un infierno merecido. Cualquier infierno mitológico no es nada frente al real castigo que debemos cursar luego de un grave error o de una larga cadena de equivocaciones, da igual. Desde entonces el amado fantasma de Nanda ha estado en primera fila observando mis intentos y viéndome fracasar. Con ella se había extinguido para siempre el tiempo en que el mundo podía ser un terruño con todo lo necesario para la felicidad. Tal es el cuadro que pinté para mí una y otra vez. Si digo que algo falla gravemente cuando nos miramos demasiado el ombligo, estaré haciendo abstracción de lo poco que me resta por decir. Me acoracé. Continué mis estudios como un trámite para obtener un título que sabía vacío de antemano. Ya escribí esto, no sé si lo reitero por agotamiento o neurosis. Comencé a envejecer joven, como tantos sobrevivientes ametrallados en sus ideas y en cuerpos ajenos. Solía tomar narcóticos y falaces descansos conectando el vítreo al trepanador vidrio televisivo. Anduve en círculos perdido de mí mismo, acompañado en soledad, riñendo día a día con la vida, desvirtuando el amar. Durante esa era usé mi energía en excusarme acusando. Así —con quedos auto-impuestos– fueron pasando los años. El ancho mundo puede ser tan estrecho como una trompa de Falopio estéril cuando uno no sabe tomar distancia del nicho de los afectos originales.


252 Me dispuse a cumplir condenas laborales o de todo tipo. Esa misma locura que me imposibilitó ver a Nanda eclipsaría casi toda mi juventud de no ser por una sola cosa: la pintura. A fines de la dictadura recordé su consejo y concurrí con mi último dibujo al taller de un conocido pintor platense que por suerte me recibió con buen ánimo. - No enseño a dibujar, pero si querés pintar estás en el lugar justo –me dijo, y agregó: ¡Ah, me olvidaba, aquí somos todos peronistas! El lugar resultó un laboratorio de discusión política aderezado con instrucciones básicas para pintar, rondas de mates y gente joven concentrada en lo que hacía, o distraídos como yo en el entrenamiento dialéctico. Cuando todos los foros estaban clausurados ahí se debatía. Una década más tarde descubriría que gracias a eso todavía quedaba una carta por jugar y así la pintura terminó por sacarme de aquel salar infinito o de mi adhesión al plato tramposo. Tras años de trabajo antropológico en Tilcara y en los suburbios platenses, renuncié al Estado y acepté una beca para estudiar algo imposible sobre la muerte y el morir. Después de todo —si ponemos atención— la mayoría de los investigadores se rodean de cosas inasibles. Una diferencia (entre tantas) es que estos estudiosos se refuerzan con equipos y claustros, en tanto yo estaba solo. Con todo, me sentí mejor por una temporada. La pintura empezaba a ocupar mi tiempo cuando regresaba del Centro Oncológico donde trabajaba. Una forma de encubrir frustraciones es entrar en temas que parecen desbordar nuestra existencia. Pero no podemos escapar de nosotros mismos. Aleteamos sin volar imaginando una altura que nunca alcanzaremos. Quince años después de obtener aquel diploma desapareció mi deseo de competir por un nicho de antropólogo. Existe una antropología que no es ni museística ni académica, que se construye de todos modos. Hasta el más excluido de los humanos posee una imagen del hombre. De allí debería partir la deseada ciencia que en algún momento confundí con una imponente edificación de libros. ¿Será posible llegar a un conocimiento menos circunloquial sustentado en la vida humana?


253 Para mí ya es tarde. Deseo la mejor de las suertes a los jóvenes antropólogos, ojalá adviertan lo inútil de competir por nichos y la necesidad de implosionar esa torre de Babel. En el epílogo de esta pieza de prosa inclasificable que denomino Políptico sigue el doloroso prólogo a mi vida actual. Lo oculto hasta hoy, aquello que ha reprimido mi inconciente más que cualquier aparato terrorista externo. Ningún sedimento vuelve igual después de haber llegado a las profundidades de la corteza, allí las sedimentitas se transforman en rocas metamórficas. La metáfora geológica es mediación para abordar el núcleo del dolor: Recuerdo que una tarde de la primavera del 2002, el taller estaba desordenado por la clase de la mañana y hacía bastante frío; subí al altillo donde guardaba los cuadros y los bastidores en blanco. Detrás de unos cartones apareció una pintura abstracta que sin dudas representaba el rostro de Nanda. El rostro era una sombra rodeada de su inconfundible rebelde cabellera expresada en un plano blanco sobre un fondo de uniforme y melancólico azul. Me rendí un momento pero sin tristeza, presagiando que ese hallazgo prologaba uno mayor. Estaba empeñado en elegir un cuadro para presentar al Salón Municipal de Pintura del año 2002. No tenía mucho para optar y me decidí por un trabajo titulado Plaza Italia, vista final que días más tarde el jurado rechazaría. Pude haberlo previsto pero lo ignoré deliberadamente, pues la imagen, apocalíptica ante cualquier mirada, mostraba la plaza semi-anegada, calle 7 sembrada de huecos y escombros. El lienzo incluía también un edificio estallando en sus pisos altos (aunque muchas veces pinté derrumbes, notablemente terminé ese cuadro un día antes del 11 de setiembre del 2001) También aparecía en primer plano mi perro Huanco y una disección de paloma en el ángulo superior derecho de la composición. Pero lo más conmovedor de esa tela pasa desapercibido para cualquier observador que no sea yo: junto al águila tejedora y el edificio impactado de fondo aparece un simple banco de la plaza, un banco vacío, el mismo en que me senté con Nanda cuando no supe que hacer con sus palabras y su mirada: - Marce, tengo un atraso…


254 Levantó sus cejas y sus ojos húmedos y acongojados preguntaban: ¿qué hacemos?; ¿qué pensás? ; ¿qué sentís..? Hice un atormentado silencio. Dueño implacable de tantas respuestas, esa vez enmudecí. Me encerré en una preocupación inmediata, extraviado por minutos sin atinar a decir nada. No la vi, no imaginé nuestro futuro con un hijo, no pude alegrarme, no supe contener la duda y apretar a esa mujer amada contra el pecho para decirle “gracias mi amor”. Nanda no agregó nada, se sumió en otro silencio poblado de palabras secretas. Más tarde colapsé en espasmos estomacales. Nada resulta tan cruel a la distancia retrospectiva como la certeza de una pérdida que pudo evitarse. Irreversiblemente, en ese instante —a los diecinueve años— decidí mi destino. Supuse, a diferencia de Carlitos, que siendo tan joven, no podría fundar una familia. Pensaba mucho y sin ninguna claridad. Así la perdí. Fue en ese momento y no como pretendí creer hasta hoy. Esa tarde, en Plaza Italia, no supe descubrir lo que esperaba ella de mí. Yo era un chico jugando a ser mayor. Ella ni siquiera en su infancia había sido tratada como niña. Al menos debí darme cuenta de eso, pero solo veía a una muchacha rebelde e indómita. A la mujer no, no pude verla. Es tarde para pedir perdón. En ocasiones susurro mi culpa al viento del mar, frente a las rompientes. Cada tanto tengo el impulso de volver a Jujuy y desde Tilcara escalar por la Garganta del Diablo hacia Alfarcito. Imagino encontrarla sentada, esperando en las apachetas del camino. Nunca la merecí. Estos años aprendí poco y nada del amor, supongo que a propósito me he flagelado repitiendo el mismo error. La mayor parte de los tipos no vemos sino hembras o santas, cuando hay una mujer reificada y ausente. Extraño su piel suave y su mirada clara, su pasión, sus sueños, y su inconmensurable amor. Desearía volver a ese banco y romper mi silencio con esta verdad anacrónica. Ella estaría aquí destrozando con su ira mansa y mestiza toda esta alucinación de posmodernidad vacua. He vivido autoacusado, implicado como parte necesaria en crímenes que no cometí con mis manos. Naturalmente varias veces pensé en adelantar mi reloj en un solo y simple acto. Muchos de quienes padecen mí mal, lejos de sacar de su persona el ansia


255 de eternidad, la concentran en unas pocas células que desconocen a sus vecinas y se multiplican a expensas de todo el organismo arrastrándose con todo a un colapso final. Esa multiplicación de la insensatez es llamada genéricamente cáncer. El ansia de eternidad no calcula costos y afecta a cualquier edad. Pretender enfrentar y abolir el tiempo es una tara habitual de la que he hecho una disciplina. Lo infrecuente es afrontarlo, tal como el surfista espera y aprovecha la mejor ola, o el cometa al viento. También sabe el buen pescador engañar el ansia con su aparejo y espera, o bien el pintor... a su manera. Es lo que intentaba para extinguir tanta y tan remota necedad, pero en aquella mañana que conduje el Peugeot a Boca Cerrada, intuí que no sería suficiente con la pintura o la pesca, y comenzó a develarse algo que dejó los pinceles en remojo y los anzuelos en su caja. Se hizo evidente que en ese vórtice del tiempo, si quería salir de la repetición, solo podía pedir auxilio a la palabra y comenzar esta prosa descoyuntada con la aspiración de articular cada texto en uno mayor que revelara algo distinto. Como un cuadro compuesto por muchos cuadros. A este punto he llegado escribiendo con la esperanza de desmontar la maquinaria de ideas tóxicas y ganar mi libertad. He proferido muchas letras desordenadamente, algunas con la fragancia de la vida y otras con el hedor de la muerte y – finalmente— he vomitado lo más ominoso. Pero no soy un shamán haciendo su acto para otro, soy un padeciente que desea arrancar su dolor y soportar el desgarro con la esperanza tenue de que se vaya para siempre. No creo haber logrado nada parecido. Nada de nada. Estoy evitando salir de la cama, hace frío y se repiten indiferentes los días grises y húmedos. Anoche di unas pocas pinceladas y el sueño fue suficiente excusa para concluir. Debo ir a mi chequeo médico anual, tengo la edad en la que indican los beneficios de controlar el estado de la próstata, el corazón, el colesterol, etc. Lo más fastidioso no es la breve entrevista con el clínico, sino la batería de análisis que uno debe cumplir, el tiempo de espera en pasillos y autorización de órdenes que desembocará, dos semanas después, en otra larga espera para que el facultativo verifique rápidamente los informes en su


256 notebook. Por ahora el corolario periódico repite “todo normal, lo esperable a su edad, seguimos con la misma medicación y nos vemos en un año”, el apretón de manos y la sonrisa de despedida. La secuencia puede cambiar… lo sé muy bien. No iré al médico esta vez. Creo merecer un descanso. Saldré a pescar.


257 Devoluciones A orillas del Salado, contemplo lentamente la llanura con el pensamiento a la deriva. Lejos, pero alumbrando aun estos campos estériles, el sol simula su ocaso. La caída de la luz también remite a su nombre. Ella en medio de tanta muerte, deseaba esa vida y yo quedé enredado en mi cobardía. Callé y hablé sin comprender lo principal a tiempo. - “Ah, pensé que usted no se había escuchado. El tiempo, eso es… el tiempo…” Fue todo lo que dijo mi analista. Ante la incertidumbre, la sola razón suele ser insuficiente para encontrar una solución. En su lugar, la insensatez profiere artificios o impone una mudez estéril en lugar de dar tiempo al profundo silencio revelador. Cuando no se trata de cosas sino de la honestidad de nuestras relaciones, la palabra, como el dinero, debería emitirse con cuidado y con respaldo ya que de lo pronunciado y sus efectos hay que hacerse cargo. Su sustancia o vacuidad puede precipitar tanto gozo como dolor, aciertos o catástrofes. Dicho lo dicho, acallado lo acallado, por estupidez o por maldad da igual: hay que hacerse cargo. El dolor de las consecuencias es indiferente a su causa; no distingue tontos de malvados. Normalmente ella hubiera tenido valor para dejarme y abrirse paso por su cuenta, pero el mundo en esos días era demasiado hostil y la doblegó el desánimo. El aire frío golpea mi cara. Los teros en la orilla invisible ahuyentan alguna amenaza y se establece un silencio que me deja escuchar los latidos de mi corazón como una cuenta regresiva. Con la mirada fija en los celestes turbios que el río refleja veo aquel banco de plaza Italia vacío y espectral. Quisiera borrar para siempre lo sucedido ese día, única forma de aniquilar sus imágenes, pero no poseo semejante facultad… solo tengo unos trucos previsibles. Los malos ensueños retornan intermitentes y sin pedir permiso ciegan a su gusto el momento real. Nanda se descompuso al día siguiente después de cenar en casa de Amalia, llegué en minutos la abracé y abrigué con mi campera. - Nandi vamos al sanatorio. ¿Sí?


258 Asintió compungida. En la vereda de la avenida esperamos unos minutos pero no pasó un solo taxi libre así que caminamos despacio tres cuadras hasta el Instituto Médico Platense. La guardia estaba repleta de gente esperando y ella se durmió sobre mi hombro. Llevábamos casi una hora allí cuando se despertó y susurró que sentía una pérdida. Contrariado grité pidiendo ayuda. Me hicieron unas pocas preguntas y la llevaron a una sala a la que no me dejaron pasar. El aborto se habría producido antes de llegar al Sanatorio. Permanecí sentado en un pasillo desolado, hasta que — cuatro horas después— le dieron el alta. El médico dijo que fue espontáneo. Yo sabía que lo único espontáneo había sido mi estupidez. Se sabe que esto puede ser tan peligroso como una psicopatía, ya lo he dicho, no importa, lo reitero: no en intención pero sí en los hechos, idiotas e hijos de puta son la misma cosa. Como si hiciera de mi angustia su propio dolor, ella pudo culparme y nunca lo hizo, y a pesar de tantos sinsabores ingenió el camino que nos llevó a Jujuy. Una vez allí —ya lo escribí— no quiso volver; tenía toda la razón. Mientras veo derivar una rama por la plateada corriente del río, un recuerdo rezagado viene a mi memoria. En 1977 —la última vez que la vi— me pidió que me quedase en Alfarcito a vivir con ella. No entiendo aun hoy porque me querría a su lado. Le sobraban ideas y entusiasmo, pero no estuve a su altura y seguí perdido en mi solitaria navegación. Sin saber quién es uno y que quiere uno mismo, no hay oportunidad de saber del otro ni de amar verdaderamente. Así terminé de demostrar mi incompetencia para procurar y procurarme el bien. Ella tendría una vida nueva allí, podía prescindir de mí para llevar adelante su camino; era un ser sin ataduras, solo así se puede predicar liberación. Estúpidamente – ya no emplearé eufemismos para mi idiotez – intenté que desistiera de continuar en Alfarcito, tal vez hice lo mismo con aquel embarazo y no me permito recordarlo. ¿Cómo persuadirla sin un solo argumento sensato? La Plata era una boca de lobo y Jujuy supuestamente un lugar seguro. Entonces traté de llevarla tercamente por


259 mi cauce, desesperado y sabiendo que mi propio indomable egoísmo la alejaría aún más. Ninguna tortura física podría emular el dolor de otro recuerdo que recién aflora: le levanté la voz y la insulté en ese estado de discusión que ya no trata de discernir lo mejor y que pone de manifiesto el enojo, o la frustración por la derrota. Volví a La Plata abatido, extrañándola y sintiendo como si yo mismo me hubiese arrancado los testículos para siempre regresando a una ciudad paralizada por el miedo, con el mandato de terminar una carrera a ninguna parte. Así fue como nuevamente la dejé sola, aunque en verdad, el que se quedaría solo por más de treinta años sería yo. Aun habiendo tenido la fortuna de encontrar amor en otras mujeres, la ausencia de Nanda me marcó para siempre. -“Estás olvidando algo Marcelo. No porque te lo haya dicho yo… pero el olvido trae el malentendido y éste te condena a la indiscreción contigo mismo: el hábito de repetir una mentira, la insensatez de culparte aun por no haber dado la respuesta correcta”. - ¿Don Amador…es usted? - Sí muchacho, el mismo. Sentí tu llamado y te vi acusándote e inculpándote… y me dije ¡ya es suficiente!, no puedo consentir esto. Me da pena verte así, es hora de dejar la letanía. - Dígame don Amador, dígame por favor. ¡Qué es lo que estoy olvidando! - Muerto como estoy no es seguro que resulte de gran ayuda, pero lo intentaré. Olvidaste algo que tantas veces charlamos en los muelles, olvidaste que poseer esclaviza a las dos partes y, no se trata de esa chica que amaste, que era una valiente y te amaba, sino de lo que siempre has querido conservar por quien sabe que motivo. Te has impuesto cuidar a un extremo dañino algo que yo perdí antes de ponerme los pantalones largos: una familia. ¡Eso te ha impedido hasta hoy tener una verdadera familia! No hablo de una coalición de consanguíneos sino de reconciliarte contigo, tú eres tu familia si te reconcilias. ¿Que hay de mi? ¿Piensas que fui infeliz por no tener esposa o hijos? Fui y soy feliz en hermandad conmigo mismo que es la base de la hermandad con el género humano; no el amor propio sino el propio amor.


260 La humanidad es nuestra principal familia, lo demás son entelequias. Tú eres mi familia, el turquito, el viejo gigantón de Bateson que anda observando, pensando y tomando sus notas, Iluc que no tardará en venir… Familia, patria, propiedad privada y Estado. ¿Qué te recuerdan todas esas instituciones del poder? por no mencionar a las iglesias. Es un tema que no merece más atención… estaré muerto pero no distraído. Siempre supe que lo entendías pero no lo incorporabas: El Gran Miedo del que te hablé es el carcelero de la libertad, no eres tú. Él te ha recluido desde siempre. Aunque hayas aprendido a burlarlo con el pensamiento y tu arte de pintar. A propósito: con la pintura me tomaste por sorpresa. No imaginé que desplegaras semejante cosa; fue y sigue siendo una gran jugada. Desafortunadamente no alcanza, eso ya lo sabes. Hoy tu obligación es contigo, con la vida o conmigo, como prefieras. Vine a enterarte que ya has pagado por tus torpezas y pecados de juventud, pero eres tan cabeza dura que no te entra. El tiempo es irreversible, como que no hay dios. Pero los mitos siguen sucediendo… y amigo mío, tu sí que estás enfrascado en uno. Uno que te sigues contando una y otra vez. Deberías aprovechar eso que tienen los mitos de atemporalidad para regresar y abolir la condena que es nada menos que la repetición; algo parecida a la que le tocó al ambicioso de Sísifo. A ver si de una vez por todas te das cuenta. ¡Hombre! Todo termina; hasta los mitos decaen y para este es más que suficiente… - Don Amador parece que usted hubiera estado hablando con Lévi-Strauss. - Nada de eso, claro que lo conozco. Él no hubiera acordado con esto de la caducidad de los mitos, porque el viejo no se decide entre racionalista y romántico… pero no me subestimes muchacho, mañana nada lucirá nuevo bajo el sol y sin embargo cada día es distinto y en el tiempo largo todo cambia. Déjalo a don Lévi, aún le quedan unos pocos años para gastar. Seguramente haremos buena amistad charlando en cubierta. La brisa se entibió por un instante y sobre un silencio absoluto lo recordé sentado en la roca de la Perla, cuando atardecía mientras liaba su último cigarrillo.


261 También mi tío Luis supo hablarme del buen perdedor aquella noche en la casita de San Clemente, pero el chico aturdido que fui era un mal entendedor. - Olvidaba contarte te manda saludos… y ¡cómo te quiere! un gran hombre tu tío. Desde la playa pesca corvinitas junto a un niño que lleva su mismo nombre y me cuenta una y otra vez la historia ¡de un tiburón que se le escapó! - ¡Sí, es cierto don Amador, yo estaba allí! - Somos dueños de nuestras ganas pero nunca del otro y mucho menos de su deseo. ¿Recuerdas? Pasaron casi cuarenta años desde aquellas palabras del viejo pescador que ahora me parecían propias de Luis o de papá, sin dudas de John Berger y —por qué no— también del buen analista. El deseo de Nanda era claro. ¿Y el mío? Yo no sabía perder, mi deseo era un capricho del miedo como me lo acaba de decir nuevamente el querido viejo. - ¡Nada de miedo! ¡A ver si al fin te enteras de la verdadera y única verdad! Has cerrado tu cuaderno y esperé verte pescando nuevamente; eso es bueno pero no basta. Era necesario que escribas tu Políptico, muy bien es un buen nombre por cierto. Aquí, en este río espantoso que no viene de ninguna parte y desemboca en un cangrejal, aquí mismo, hoy matarás tu miedo; la herida de la culpa se cerrará sola cuando estés dispuesto a hacerlo. - ¿Cómo don Amador, dígame de que forma? Hasta hoy solo se me ha ocurrido matarme y llevarme puesto al condenado miedo… - Muchacho, no me explico cómo has llegado tan lejos con ese lastre a cuestas. Te lo diré de una buena vez: debes soltar la idea posesiva y absurda del control, el miedo es solo su síntoma. - ¿No es al revés? - No, no, ¡esto no es filosofía! Te he observado, hablo de tu vida. Guarda silencio y escucha: muerta la obsesión de controlar muere el miedo y cesa el lamento. Has pintado ese cuadro que titulaste Ecología del control total como un médium de tu ser más profundo. En él expresaste esa suma de calamidades que consiste en pretender controlarlo todo; eso aun pintado sigue estando en ti. Tampoco las palabras inteligentes son nada sin la luz del sujeto. Tú mismo en diversas formas las has enunciado una y


262 otra vez, pero la cuestión no es proferirlas sino dejar que lleguen a mojarte los pies. Ahora tienes el respaldo para emitir ese valor, debía llegar el texto a la absoluta profundidad a esa texturada superficie de tu alma y revelarse bajo tu propia luz. Eso, nada más. Juntas lo imprescindible y buscas otro horizonte. ¡Ah y pesca en el mar… que este riacho apesta! Cómo aquella vez en el asado de Villa Laguna, salí un instante de mi cuerpo y vi un hombre casi idéntico a mí parado frente al río. Al entrar por sus ojos atravesé su tiranía y su bondad y en el centro de su ser llegué al núcleo que le había expropiado la vida. Algo extraño e incorporado: la pena. Me sequé las lágrimas, sentí alivio y dije: - Don Amador... me gusta este río porque cruza la pampa. - Muy bien —vale— pero ya habrás descubierto que a mí no… y que además tengo prisa por volver a mi barco. Ahh… lo olvidaba, en el último tramo de tu Políptico mencionas algo que no puede quedar así. No se si te percatas que eso que has escrito contiene toda la clave. Me complace que hayas puesto tanta atención a tus estudios, es un fenómeno raro de ver hoy en día. Cuando navegaba lejos de... ¡Caramba! perdóname muchacho, no tenía previsto tanto discurso, mi mente no conecta como antes y me perdí nuevamente. Recuérdame por favor por dónde iba. Estoy algo fatigado… - ¡En algo que escribí al final del libro y a usted le pareció importante! - Ah… sí, desde luego: la metáfora de las rocas metamórficas. Esa ocurrencia tuya me da pie a darte mi parecer. A ti –por apurado— se te siguen escapando los peces… - Sí, es verdad. - Lo sabes mejor que yo; el mármol fue la primera roca que te dieron a reconocer en aquel trabajo práctico de geología ¿no es así? - Sí, claro, fue la primera. La reconocí fácilmente, por su blandura y veteado. La roca preferida de los escultores durante siglos. - Tus estratos ocultos después de pasar por su infierno han emergido como un noble mármol. Lo que tienes por delante es como esa bella, tersa y dúctil roca. Su afloración es mérito tuyo, en eso se han transformado los sedimentos oprimidos y cocinados por el tiempo y tu dolor. Verás que la pena no es real. ¡Ya no es


263 real! Verás que no hay necesidad de controlar nada, y verás como se derrumba el miedo y todos tus lamentos junto a la repetición de ideas falsas sobre ti mismo. Ya lo hemos dicho, pero no basta aún. Tú tienes una misión: debes hacer algo con ese mármol. Él no lo hará por ti. Sigue buscando la belleza. ¡Ya sé que no eres escultor!, abre el viejo libro de Actas, toma nota de este apéndice y ciérralo de una buena vez. Me marcho contento de haberte encontrado, pero estaré plenamente feliz cuando tú lo estés. ¡Sí, sí lo sé… no me recuerdes a Bakunin! Espero verte en cubierta pero deja que pasen muchos años, tienes una misión por cumplir… no lo olvides. Vuelve a tus cuadros muchacho y cuando puedas... ¡pinta una marina para mí! Entonces, despertando de la revelación aparece nuevamente el paisaje pampeano y al bajar la mirada veo el agua y una conocida bruma de grises y celestes quebrados. Advierto que algo flota en la superficie azul del río Salado, un objeto bermellón que viaja a la deriva; es mi propio aparejo de pesca con su visible boya roja. Me recuerda parte de aquel cuadro que nunca pinté en realidad y que al inicio de este escrito titulé Perdido en el Paraíso Perdido. Intuyo que es momento de recoger el sedal. Lentamente giro la manivela del reel y siento una suave resistencia que se hace cada vez más tenaz. Ya a cinco metros veo al pejerrey que lucha denodadamente por huir pero está ligado a mí. Entonces me digo y le digo: paciencia amigo falta poco. Cuando queda al alcance de la red de mano lo levanto cuidadosamente. Tendido en el duro suelo de la orilla luce tan grande como aquel trofeo embalsamado de la Antigua Casa Mesa, aunque lleno de vida. Su lomo verdoso y la gran flecha de plata tornasolada, destellan una verdad que nadie podría proferir y solo un imbécil no comprendería. ¡Soy libre, así nací y así moriré, no importa lo que tú quieras hacer de mí! Desclavo con cuidado el anzuelo de su paladar nacarado, miro profundamente su bella pupila que ve todo el universo como en su primer instante. Entonces pongo la palma de mi mano izquierda bajo su vientre blanco y tomo ligeramente su aleta caudal con la derecha… me acerco al agua y lo suelto: se queda inmóvil por unos segundos y de inmediato sale disparado en zigzag. No habrá más intentos de captura.


El sol se oculta en un remoto monte de eucaliptos y el río Salado muestra un tinte que va del azul de Prusia al naranja pálido. Escucho el viento entre los juncos y la voz de Carlitos me dice: - Marce… siempre el agua. ¿Qué será que tenés con el agua Marce? -¡Sí Flaco… siempre el agua, siempre el agua!



Este libro se terminó de imprimir en los talleres gráficos de José Joaquín Araujo 3293 (C1439FAP) Ciudad de Bs. As. Enero 2018

D I S T R I B U I D O R A & E S TA N T E R Í A D E LI B R O S Y R E V I S TA S D I A G O N A L 7 8 E S Q . 6 - L A P L ATA - A R G E N T I N A MALISIADISTRIBUIDORA@GMAIL.COM





Tras una noche de insomnio y poco antes de entrar al atelier un pintor rompe con su rutina y emprende camino al río de su infancia. Allí un llamativo sueño lo pondrá a escribir. Autoimpulsado a bucear recuerdos cifra su esperanza en el incipiente texto esperando encontrar en él alguna clave que le permita salir de la repetición y del dolor que fondea su vida. Entre tanto surgen ideas sobre temas cardinales (la creación y la evolución, la imagen de la vida y la de la muerte) que intentará formalizar con la ayuda de sus mentores y maestros, queridos argonautas del saber, con la misma secreta finalidad de hallar una piadosa salida. Todo esto, sin embargo, lo devuelve al canal del drama que entra en aceleración al aproximarse a dos cruciales episodios que tocaran su existencia para siempre: La amistad y el amor, signados tempranamente por la tragedia. Como tantos argentinos de su generación el joven enamorado sobrevive ametrallado en sus sueños y en sus afectos. Afortunadamente una querida voz lo guía para confrontar con su culpa. ¿Ensayo o novela? ¿Conglomerado de cuentos en serie? Este relato heterodoxo puede llegar a diversos y dispersos núcleos temáticos del lector omnívoro independientemente de su adscripción a algún género específico. Políptico se originó en el atesoramiento de un relato entrañable: el recuerdo del día en que mi abuelo me llevó a pescar por primera vez. Muchos habitantes de esta prosa han estado y están presentes en mi vida, otros jamás han existido. Supongo que la auto-referencialidad no convierte al texto en autobiográfico, ni aun con sus pasajes pretendidamente autobiográficos. Después de todo: Qué cosa es la llamada realidad sino la primera ficción de eso real que resulta inaprensible. Procuré articular esta prosa tal como suelo pintar: sin un ideal realista, como si escribiera un lienzo sentado frente a un espejo intentando acercar el pensamiento a la poesía en la escritura y -con todo- intentar algo estéticamente aceptable.

M.R


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