Sin lugar a dudas, la figura de Manuel Belgrano es una de las que más pasiones despierta entre los padres fundadores de la Argentina como nación libre y soberana; un hombre propio de su tiempo, hijo de la ilustración del siglo XVIII, que supo canalizar sus inquietudes a través de sus múltiples facetas: abogado, político, […]

Sin lugar a dudas, la figura de Manuel Belgrano es una de las que más pasiones despierta entre los padres fundadores de la Argentina como nación libre y soberana; un hombre propio de su tiempo, hijo de la ilustración del siglo XVIII, que supo canalizar sus inquietudes a través de sus múltiples facetas: abogado, político, militar e incluso como periodista.

Se han llenado numerosos volúmenes sobre cada una de estos aspectos del prócer, pero sin embargo hay uno de ellos que muchos desconocen: su pensamiento con aquellos relacionados con la actividad náutica.

Sus primeros años

Nacido en Buenos Aires el 3 de junio de 1770, Manuel José Joaquín del Corazón de Jesús Belgrano fue testigo presencial de las profundas transformaciones políticas, sociales y económicas que durante ese período vivía la futura capital del virreinato.

Al llegar a la adolescencia, fue enviado a estudiar a Europa, donde los ideales que harían eclosión en la Revolución Francesa cobraban cada vez más relevancia. Durante su paso por las universidades de Salamanca y Valladolid obtuvo los títulos de Bachiller en Leyes y Abogado.

Hacia mediados de la década de 1780, el crecimiento del comercio en el Río de la Plata dejaba al desnudo la necesidad de contar con un organismo colegiado que se encargara de regular la actividad económica, fomentara la exploración y explotación de los recursos económicos de la región y se constituyera en tribunal de justicia mercantil. Para satisfacer esas necesidades, el 28 de mayo de 1794 por Real Cédula se creaba el Real Consulado de Comercio de Buenos Aires, del cual fue Secretario vitalicio; allí comenzó a interiorizarse sobre las diferentes actividades que se desarrollaban y de los problemas existentes para buscar la mejor solución a ellos.

Para el año 1800 el Río de la Plata era foco de una intensa actividad comercial de buques de distintas nacionalidades que, sin un organismo fuerte que limitara sus operaciones, navegaban libremente por nuestros ríos. La situación se agravaría poco después, cuando el conflicto desatado entre las monarquías española y portuguesa por sus posesiones coloniales en América dejó al desnudo el estado de indefensión ante un ataque.

El secretario del Consulado fue uno de los primeros en advertir que las fuerzas navales surtas en el apostadero de Montevideo no eran suficientes ante un posible ataque.

La solución más práctica y conveniente que encontró el gobierno fue la de otorgar patentes de corso a armadores privados. Por su cargo, Belgrano tuvo trato frecuente con marinos de diferentes nacionalidades y logró dimensionar la importancia de contar con unidades y profesionales que pudieran asegurar la defensa de la región.

Poco a poco, la actividad desarrollada en el Consulado llevó a Belgrano a definir los que serían ejes de su pensamiento naval: libertad progresiva del comercio marítimo –y por consiguiente la consolidación de una Marina Mercante a la altura de las circunstancias-, el estudio y difusión de los intereses marítimos, y la necesidad de contar con una fuerza naval capaz de custodiar esos intereses.

Entre sus principales obras se encuentra la creación de la Real Escuela de Náutica en 1799 –antecedente de la actual Escuela Nacional de Náutica que lleva su nombre- la cual se estableció en Buenos Aires. Comenzaba a organizarse y regularse así el comercio naval y marítimo en el cono sur.

Si bien su carrera militar había comenzado en 1797 cuando fue designado capitán de las Milicias Urbanas, su bautismo de fuego lo tuvo durante las invasiones inglesas, participando activamente en la defensa de Buenos Aires en 1807.

Decidido a sortear sus propias limitaciones como hombre de armas, pero con un profundo sentido de responsabilidad, dedicó gran parte de su tiempo al estudio de teorías de táctica y estrategia, perfeccionando sus conceptos teóricos sobre la guerra.

Como comandante del regimiento de Patricios, el 27 de febrero de 1812 creó e izó por primera vez el pabellón nacional en la batería “Libertad” a orillas del Río Paraná, donde en la actualidad se levanta la ciudad de Rosario. A partir de ese momento, la bandera de Belgrano fue adoptada como símbolo patrio y los revolucionarios comenzaron a usarla en cada una de sus campañas.

Uno de los primeros registros que se tienen de ello, es la correspondencia oficial redactada a partir de la toma de la isla Martín García en la campaña naval de 1814. Algunos cronistas de la época afirman que fue el propio Guillermo Brown el que izó la enseña belgraniana en el cabildo de Buenos Aires el 21 de abril de 1815.

El legado Belgraniano

A las siete de la mañana del 20 de junio de 1820, el General Belgrano dijo “Ay, Patria mía!”, falleciendo en Buenos Aires en la pobreza total y con deudas a sus amigos. Dejaba tras de sí una vida de servicios a la Nación, cuya labor trascendió su propia vida y muchos de sus proyectos se verían cristalizados años, e incluso décadas más tarde.

Durante su gestión, Bernardino Rivadavia trató de llevar adelante muchos de ellos, como la creación de un Ministerio de Marina, de una Escuela Naval que proveyera a la Escuadra de oficiales criollos capaces de defender los intereses argentinos, la creación de un puerto en Buenos Aires, Carmen de Patagones y uno en las inmediaciones de la Bahía Blanca.

El primero de los numerosos homenajes que recibiría, lo obtuvo en vida: en mayo de 1817 el gobierno entregó a Juan Pablo Chiref una carta patente para un buque corsario del cual no se poseen mayores precisiones, pero que fue bautizado como “Manuel Belgrano”.

En 1821, mientras ostentaba el cargo de Protector del Perú, mediante la firma de una gacetilla de gobierno, ordenó que su nombre fuera impuesto al bergantín “Guerrero”, una de las unidades de combate al servicio de la Nación hermana.

Por su parte, el gobierno argentino utilizó su nombre en numerosas unidades de combate a lo largo de su historia: un bergantín en 1825, que se dedicó a explorar nuestro litoral marítimo y que fondeó en las inmediaciones de la Bahía Blanca, donde décadas más tarde se instalaría el Puerto Militar y que en su honor sería rebautizado como Base Naval Puerto Belgrano.

Su nombre también sería ostentado por unidades de la escuadra que tuvieron un rol trascendente durante la Guerra contra el Imperio del Brasil y la Guerra Grande. En 1870 un vapor comandado por Clodomiro Urtubey, que siguiendo con el pensamiento de Manuel Belgrano fue precursor y primer director de la Escuela Naval Militar, también llevó su nombre.

En los albores del siglo XX, el crucero acorazado “General Belgrano” se convirtió en una de las unidades más importantes de la Flota de Mar que, además de jugar un rol fundamental en el denominado “Abrazo al Estrecho” en que el presidente Roca y su par chileno -el Dr. Federico Errázuriz- sellaron la intención de poner fin a la escalada político militar por cuestiones limítrofes entre ambas naciones, integró la División de Instrucción y en 1934 fue destinado a la Base Naval Mar del Plata, donde sirvió como apoyo a la recientemente creada Fuerza de Submarinos.

El último buque en llevar su nombre fue el crucero liviano USS “Phoenix”, que tras la Segunda Guerra Mundial fue incorporado a la escuadra argentina bajo el nombre de “17 de Octubre” junto con uno de sus gemelos, que fue bautizado “9 de Julio”. Poco después cambiaría su denominación por la de ARA “General Belgrano”.

Este noble buque, hundido durante el conflicto del Atlántico Sur el 2 de mayo de 1982, y que ocupa un lugar muy especial en el recuerdo y el sentimiento de los argentinos, lleva en sus entrañas a 323 héroes de la Nación que custodian nuestro mar desde sus profundidades, como un lazo indisoluble entre el pasado y el presente, inspirados por los valores de nobleza, sacrificio y amor a la Patria heredados de Manuel Belgrano.

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