Está en la página 1de 580

La

revista Nosferatu nace en octubre de 1989 en San Sebastián.


Donostia Kultura (Patronato Municipal de Cultura) comienza a organizar
en 1988 unos ciclos de cine en el Teatro Principal de la ciudad, y decide
publicar con cada uno de ellos una revista monográfica que complete la
programación cinematográfica. Dicha revista aún no tenía nombre, pero
los ciclos, una vez adquirieron una periodicidad fija, comenzaron a
agruparse bajo la denominación de “Programación Nosferatu”, sin duda
debido a que la primera retrospectiva estuvo dedicada al Expresionismo
alemán. El primer número de Nosferatu sale a la calle en octubre de
1989: Alfred Hitchcock en Inglaterra. Comienzan a aparecer tres
números cada año, siempre acompañando los ciclos correspondientes,
lo que hizo que también cambiara la periodicidad a veces. En junio de
2007 se publica el último número de Nosferatu, dedicado al Nuevo Cine
Coreano. En ese momento la revista desaparece y se transforma en una
colección de libros con el mismo espíritu de ensayos colectivos de cine,
pero cambiando el formato. Actualmente la periodicidad de estos libros
es anual.
AA. VV.

Akira Kurosawa [Núms. 44 y 45]


Nosferatu - 44

ePub r1.1
Titivillus 11.07.17
Título original: Akira Kurosawa
AA. VV., 2003
Traducción: Bitez
Fuentes iconográficas: Carlos Aguilar, Album y Donostia Kultura

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2
Compromiso con el humanismo
El cine de Akira Kurosawa

José Enrique Monterde

Zinegile gutxi dago Kurosawa bezala joan den XX, Mendean beren herialdeak hainbeste
asaldura eta transformazio josaten ikusi duenik. Aldaketa bizdor horien guztien behaketat
betiko arrastoa utzi dute bere lanean, bere film historikoetan nahiz graiko gaien inguruan egin
dituen pelikuletan.

Vivir

M ás allá de la obviedad de que todo film nace en una circunstancia


histórica, de tal forma que incluso por reducción al absurdo el producto
más escapista no deja de ser un testimonio de su tiempo, cabe plantearse la
manera en que a lo largo de la amplia trayectoria de un cineasta consagrado
como Akira Kurosawa podemos encontrar el reflejo —por indirecto que sea—
de la contemporánea realidad histórica de su país. Por supuesto que las formas
de ese reflejo pueden ser variadas, ya que no sólo se trata de localizar aquellos
momentos con voluntad testimonial inmediata, sino rastrear en qué medida esa
realidad se inmiscuye incluso más allá de la voluntad de su autor, hasta en los
resquicios aparentemente más resguardados de su filmografía. Por ello, no basta
con volver a insistir en las diferencias entre los gendai-jeki y los jidai-geki, entre
los filmes de ambiente contemporáneo y aquellos que se inscriben en un marco
cronológico más o menos alejado (¿histórico?), para simplificar su respectivo
valor testimonial.
Quede claro, pues, que el interés como reflejo de la sociedad contemporánea
puede plantearse tanto desde la dimensión llamemos «histórica» como desde el
abordaje de cualquier asunto «de actualidad». Por otra parte, también cabe
matizar los diversos aspectos de esa realidad contemporánea que puedan
interesar en primer grado al cineasta o que pueden penetrar en su obra, aunque
sólo fuese por lo que podríamos llamar «ósmosis social». Y desde luego,
tampoco deberá sernos ajena la sensibilidad con la que el cineasta —en este caso
Kurosawa— asume ese valor de reflejo y que se corresponderá con actitudes tan
diversas como las que van desde la intervención militante en la coyuntura
inmediata hasta la inscripción de la reflexión sobre el presente en una filosofía
de la vida o una personal concepción del mundo, pasando sin duda por la mera
constatación (¿documental?) de la realidad, la denuncia de aquellas
circunstancias que lastran el presente o incluso su ocultamiento, cuando no
edulcoración.
Recordemos unas palabras pronunciadas por Kurosawa a principios de los
años cincuenta, la época en que comenzó su prestigio internacional: «El cine
debe reflejar su tiempo, ser comprendido por sus contemporáneos»[1]. En esos
mismos momentos, con motivo del éxito de Rashomon (1950) en la Mostra de
Venecia, el cineasta declaró que hubiera preferido ver coronar por el éxito un
film «reflejando mejor la vida contemporánea del Japón», según indicaba
Georges Sadoul. Parece pues razonable lanzar la sencilla pregunta que motiva
estas líneas: ¿qué presencia tiene la historia del Japón contemporáneo en la obra
fílmica de Akira Kurosawa? Pregunta tal vez sencilla, pero de respuesta —como
veremos— algo más compleja.
La trayectoria creativa de Kurosawa se inscribe entre los primeros años
cuarenta y la década de los noventa, lo cual significa un periodo amplio, pero
sobre todo extraordinariamente pregnante de la historia de su país. Vamos, pues,
desde la plenitud de la guerra imperialista —en el marco de la II Guerra Mundial
— durante la que dirigió su primera película, La leyenda del gran judo (1943),
hasta la constatación del declive de un modelo de expansión económica que ha
asolado al Japón de los años noventa. Entre medio podemos contar nada menos
que la crucial experiencia de un apocalipsis nuclear, una dura y crucial derrota
militar, un periodo de ocupación extranjera, una reconstrucción económica y
moral aceleradas, una adaptación a las formas políticas y sociales «occidentales»
en compleja convivencia con las formas y costumbres tradicionales, un despegue
económico casi incomparable que conduce a una nueva forma de expansionismo
internacional, etc. Pocas veces un cineasta ha podido contemplar a su alrededor
un hundimiento nacional de semejante hondura y una transformación tan
vertiginosa hacia un cierto éxito; y desde luego, ninguno de los «clásicos» del
cine japonés (Mizoguchi, Ozu, Kinugasa, Naruse, etc.) tuvieron ocasión de ser
testigos de semejante proceso: Kurosawa sí. ¿Hasta qué punto se manifiesta todo
eso en su filmografía?
Tras sus experiencias como guionista y sobre todo ayudante de dirección —
especialmente al lado de Kajiro Yamamoto—, Kurosawa debutó con La leyenda
del gran judo, un film digamos «histórico»[2], en cuanto que transcurre hacia
1882, todavía en época Meiji, y en el que no parece encontrarse ningún rastro de
las graves circunstancias por las que pasaba un Japón en plena guerra. En
realidad, según la sinopsis argumental del film, parecería que nos encontrábamos
con un antecedente de cualquier Karate Kid (Karate Kid; John G. Avildsen,
1984) —con más lirismo y autenticidad, sin duda— en esta historia de la
iniciación y consolidación en el judo del joven Sugata Sanshiro.
Todo lo más, algunos exégetas han planteado una
lectura metafórica sobre el enfrentamiento entre dos
concepciones de las artes marciales —jiu-jitsu versus
judo— como una vertiente más de la oposición entre
lo antiguo y lo moderno que sin duda caracterizó ese
periodo Meiji. Desde una cierta perspectiva, esa
mirada hacia un pasado reciente podría entenderse —
tan ambiguamente como ocurre con los coetáneos
«caligrafistas» italianos— bien como una forma de
escapismo respecto al incómodo presente, bien como
un voluntario apartarse de un cine propagandístico y
militante en favor del imperialismo vigente en el
Japón bélico. La leyenda del gran judo
Sin embargo, la continuación que significó La
nueva leyenda del gran judo (1945) pareció lo suficiente excedida en su
espíritu xenófobo —disculpado por Aldo Tassone[3] en favor de su tono irónico
— como para ser confiscada por los ocupantes norteamericanos. Entre medio,
antes del final de la guerra, todavía Kurosawa presentó otro film La más bella
(1944); en este caso el tema era abiertamente «contemporáneo», al centrarse en
las jóvenes voluntarias trabajadoras en la Nippon Kogaku, una fábrica de lentes
de precisión para el ejército. Cuando el propio Kurosawa alude en su
autobiografía a un estilo «semidocumental» y explica que el tema de la película
era «el autosacrificio por el propio país» parece situarnos —ahora sí— ante un
típico film de propaganda bélica, en la vertiente de la exaltación del esfuerzo de
guerra de la retaguardia. Pero además del militarismo nacionalista, la película
parece asumir sin problemas una concepción netamente paternalista de las
relaciones entre el director de la fábrica y sus estajanovistas empleadas[4].

La más bella

En realidad, con la excepción de su truncada presencia al frente de la parte


japonesa de Tora! Tora! Tora! (Tora! Tora! Tora!, Richard Fleischer, Kinji
Fukasaku, 1970), Kurosawa no ha «escenificado» la Guerra Mundial salvo de
una forma fantasmagórica en El túnel, cuarto sueño de Sueños de Akira
Kurosawa (1990), aunque esa historia de espectros disconformes con su
condición que sólo trasponiendo la obediencia debida a la jerarquía militar —
aspecto esencial de la tradición nipona— aceptan su condición de muertos se
aleja de cualquier consideración realista de la guerra y en todo caso remarcan la
condición de pesadilla que aquella alcanzara para el cineasta con el paso del
tiempo.
Muy distinto fue el papel jugado por la experiencia
de la posguerra en el cine de Akira Kurosawa:
podemos decir sin ninguna restricción que el segundo
segmento de la filmografía del cineasta, anterior a su
explosión internacional, estará profundamente
afectado por las vivencias de un Japón entre la derrota
y la esperanza, entre la ocupación y la forzada
asunción definitiva de la occidentalización en muchos
aspectos de la vida japonesa. De hecho, las siete
películas que tras la guerra anteceden a Rashomon
(1950) corresponden en su casi totalidad al ámbito del
gendai-jeki, aunque su valor testimonial, su voluntad
de reflexión sobre el incipiente nuevo Japón o su nivel La nueva leyenda del
de implicación resulten diversos. Curiosamente, gran judo
Kurosawa deniega su estricta paternidad de Los que construyen el porvenir
(1946), tanto por el hecho de compartir su forzada dirección de un episodio (con
Kajiro Yamamoto e Hideo Sekigawa al frente de los otros dos) como porque la
iniciativa de la película provino del sindicato de los estudios Toho, como film
propagandístico en un periodo de alta conflictividad social. Pero, en vez de
poderlo considerar como un film militante y comprometido, parece que debe ser
tomado como una penosa obligación por parte del cineasta, descartando
cualquier iniciativa de orden personal.
Por su parte, No añoro mi juventud (1946) resulta mucho más interesante
respecto al compromiso de Kurosawa con la historia reciente del Japón. Esa
historia centrada en Yukie, la hija de un profesor expulsado de la Universidad en
los tiempos de la invasión de Manchuria, a principios de los años treinta, por
causa de su antimilitarismo y progresismo, es probablemente la película más
explícitamente política de la filmografía de Kurosawa. A través de sus relaciones
con Noge, un joven campesino enrolado en la militancia izquierdista y muerto en
la clandestinidad, Yukie conocerá las cárceles e interrogatorios policiales y luego
se trasladará al pueblo de Noge, donde residirá con sus padres, pasando la guerra
—bajo la sospecha de espía y antipatriota— hasta que su final signifique el
reingreso de su padre en la Universidad y el doble homenaje —público e íntimo
— al sacrificado Noge; Yukie retornará al pueblo e intentará luchar por las
condiciones de vida de la mujer.
Más plenamente de temática contemporánea son los siguientes trabajos del
cineasta, aunque con desigual nivel de implicación en la realidad del momento.
Se trata del periodo que en algunos momentos se ha considerado más afín a un
cierto neorrealismo nipón: se trata de reflejar mucho más los desastres de la
posguerra que los de la guerra, aunque sea como trasfondo inevitable —e
irrenunciable— de las historias narradas. En Un domingo maravilloso (1947)
ese trasfondo se hace omnipresente al establecer un contraste entre las ilusiones
y sueños de la joven pareja protagonista y la cruda realidad que los enmarca. El
minimalismo argumental aproxima Un domingo maravilloso a la crónica
neorrealista: se trata simplemente del devenir de esa pareja de enamorados
durante un domingo cualquiera en esos tiempos de posguerra[5]. Las estrecheces
económicas marcan tanto los planes de futuro como las más inmediatas
intenciones de disfrute del día festivo, de la misma forma que su itinerancia por
la ciudad —entre otras cosas les falta un techo donde acogerse razonablemente
— permite a su vez un recorrido entre las lacras de una sociedad sujeta a las
consecuencias del trauma bélico. Parece evidente que a Kurosawa no le interesa
aquí —como en sus inmediatamente siguientes filmes— un registro llamemos
documentalístico del momento social; antes bien, se trata de asumir un entorno
físico y social realista para plantear en él no tanto las vicisitudes de sus
personajes como su desarrollo psicológico y moral. De hecho, el contexto
urbano —pues todos esos filmes tienen la gran ciudad como escenario— se
identifica ante todo con un ambiente moral que impulsa los filmes más hacia un
plano de debate ético-moral que no a una constatación social. Con ello
alcanzamos una evidencia decisiva: el alcance del cine de Kurosawa como
reflejo de la historia contemporánea se inscribirá mucho más en su dimensión
moral que no en una inmediatez político-social. Mucho más que una «crónica
histórica» del Japón contemporáneo, los filmes del autor de Rashomon definen
una «crónica moral» que se ofrece como inapelable trasfondo del devenir
cotidiano del país. De ahí que los dos momentos centrales de esa empresa
deriven de dos circunstancias éticamente pregnantes de la reciente historia del
país: la posguerra y el gran despegue económico de finales de los cincuenta y
primeros sesenta.
Un domingo maravilloso se cerraba con una llamada a la esperanza, en la
medida en que, pese a todas las contrariedades sufridas por sus protagonistas,
aún se podía soñar con que el siguiente domingo fuese maravillosamente feliz
(cuando probablemente estaría más próximo a aquellos «domingos tan tristes
como los lunes» de los que hablaba la protagonista de Un día de campo —Une
partie de campagne; Jean Renoir, 1936—); mucho menos voluntariosamente
optimista resultaba El ángel borracho (1948), entre otras cosas primera
colaboración con su actor fetiche Toshiro Mifune. Mucho más compleja que sus
anteriores películas en el plano psicológico, ésta se centra en el duelo entre sus
dos protagonistas, tan próximos y antagónicos a la vez. De nuevo el contexto
geográfico adquiere de una parte una indudable fisicidad: el triste suburbio, cuya
degradación se simboliza por la omnipresencia de una inmunda charca y el rastro
ruinoso de los bombardeos. Pero el interés mayor de Kurosawa radica en su
capacidad de demarcar la atmósfera moral de los personajes y sus circunstancias:
el desengaño y la derrota arrastradas por Sanada, ese médico alcoholizado cuyo
único refugio es la salvaguardia de una exagerada ética profesional que se
impone incluso sobre el desprecio experimentado hacia el joven delincuente,
cuya insolencia y orgullo —casi olvidados ya por el médico— tienen algo de
suicida. Y no otra será la actitud final del joven cuando se enfrente al gángster
retornado de la cárcel que le ha desplazado del control del barrio: entre la
tuberculosis o la defensa de una especial dignidad asociada al código del hampa,
Matsunaga escogerá lo primero, mostrando una coherencia en el fondo hiriente
para Sanada. Se trata evidentemente de un forzado melodrama (véanse el papel
del azar o la circularidad de las relaciones entre un puñado de personajes como
pruebas) social, cargado de elementos simbólicos más que de anotaciones
verosímiles, donde en todo caso lo que revela es tanto el clima moral general que
rodea a los personajes como las repercusiones ético-psicológicas de tal clima de
derrota, con lo que el film adquiere el sentido de una parábola moral sobre un
tiempo presente en que orgullo y derrota, voluntad de poder (y de vida) y
tendencia al nihilismo (la muerte) se enfrentan como resultante de la radiografía
implícita de un país en tiempos difíciles.
También un médico será el protagonista de Duelo silencioso (1949), donde
los efectos de la guerra se concretan bajo la forma de la sífilis contagiada en un
descuido durante una operación en un hospital de campaña. Unos efectos que —
alcanzada la posguerra— afectarán (¿infectarán?) sus relaciones personales y
profesionales. De nuevo las consecuencias de la guerra derivan en un conflicto
ético: el matrimonio con su novia a riesgo de propagar la infección o el sacrificio
de sus sentimientos y la frustración superada exclusivamente mediante la
abnegación profesional. Así pues, la ética profesional se ofrece como refugio
ante el fracaso personal, el sentimiento de pérdida —como el que puede
experimentar la derrotada nación toda— puede superarse mediante la
multiplicación exponencial de una ética laboral capaz de absorber todas las
fuerzas de la nación…
Probablemente la culminación de esta etapa de la trayectoria de Akira
Kurosawa se alcance —según muchos— con El perro rabioso (1949). El punto
de partida vuelve a ser un problema profesional convertido en dilema ético: el
robo de su pistola sufrido por el detective Murakami deriva no sólo en un error
sino en un problema ético, al considerar no tanto el castigo por el descuido como
las consecuencias mortíferas que puede tener el suceso y su condición de
culpable moral. Ese será el motor de una desesperada búsqueda por la ciudad
que llevará al disfrazado de vagabundo Murakami —como a personajes
anteriores y posteriores en el cine de Kurosawa— a recorrer los lugares
moralmente más inhóspitos de la urbe: cabarets, prostitución, mercado negro,
gángsters, tráficos diversos, etc., son otros tantos retazos de esa sociedad de
posguerra, a los que se añade otro factor determinante: las nuevas costumbres
importadas por la presencia ocupante norteamericana, que se hacen tan
significativas en la secuencia del estadio de béisbol.
Ya Georges Sadoul subrayaba con agudeza que «se
trata menos de un film policíaco de suspense que de
una descripción de Tokio, en el desarraigo y la
miseria que siguieron a la derrota, con sus parados,
sus bandidos, sus prostitutas, sus ocupantes de las
ruinas…», mientras que para Manuel Vidal Estévez,
«la búsqueda del ladrón deviene inmersión en la
realidad a la vez que introspección y búsqueda de sí
mismo, de la propia razón de ser, y de la esperanza
para proseguir adelante confiando en el futuro»[6]. En
efecto, esa feliz mixtura entre una estructura de film
noir americano y crónica neorrealista, que justificó El perro rabioso
numerosas alusiones a su equivalencia con la
desesperada búsqueda urbana de Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette;
Vittorio de Sica, 1948), no se plantea en términos meramente imitativos de sus
supuestos modelos, trascendidos por la concreta y particular situación en que
quedan inscritos: «Y si Ladrón de bicicletas dio lugar a una amplia exégesis
metafísica donde la bicicleta robada por De Sica/Zavattini alcanzaba la
categoría de lo absoluto, la pistola perdida por el detective Murakami puede
seguir un camino semejante, con fáciles connotaciones añadidas en un país
desarmado y sujeto a una transformación capitalista acelerada»[7]. Al contrario,
El perro rabioso, vuelve a delatar el gusto de Kurosawa por el desdoblamiento
moral de su protagonista con la construcción de un alter ego y por tanto con la
estructuración dramática a partir del conflicto dialéctico entre las dos figuras
desdobladas: «Algo de razón hay, no obstante, cuando se habla de cómo
Murakami y Yuro, el crimina!, son las dos caras de una misma moneda, cómo es
precisamente en su confrontación donde se demuestra que cada uno de ellos no
es más que una respuesta particular a una misma situación de partida, cómo en
definitiva Murakami se está enfrentando a otra parcela de su yo y cómo de su
triunfo saldrá la esperanza en un futuro. La rabia de Yuro puede sella de un
pueblo que al sentirse engañado no confía tampoco en la 'liberación'; un pueblo
que como Murakami está en pos de su identidad, del sentido de su existencia,
hasta ser capaz de imponerse sobre el peligro de la autodestrucción y el
desorden aún a base de enfrentarse al enemigo interior —su otro yo con las
manos desarmadas»[8].
La capacidad de extraer una dimensión colectiva de lo que es un problema
personal tan cara a Kurosawa se ve —según la mayor parte de la crítica—
disminuida en Escándalo (1950). Siendo un film cuyo arranque parece más
vinculado a la actualidad «periodística» que nunca, Escándalo parece no haber
logrado ensamblar adecuadamente su voluntad de denuncia general sobre la
irresponsabilidad de la prensa sensacionalista —al parecer sufrida por el propio
Kurosawa en aquellos tiempos— y la construcción de un nuevo profesional en el
dilema entre su ética profesional y sus sentimientos paternales. Más allá del
trucado final —la muerte de la hija para cuya curación el abogado Hiruta había
aceptado el soborno de la revista «del corazón» enfrentada a su cliente— y de la
superficialidad del hecho denunciado por el film, Escándalo se ofrece como una
reiteración de un esquema —la denuncia/reflexión social mediante el dilema
ético-profesional de un personaje— que comenzaba a aproximarse
peligrosamente al tópico, dejando de lado lo discutible del desplazamiento del
centro de interés del film, algo muy criticado en su momento.
No puede extrañar así que el siguiente film de Kurosawa, Rashomon
signifícase no sólo su revelación internacional sino también un cierto giro en su
trayectoria, que a partir de ese momento mezclaría los filmes de temática
contemporánea y los de ubicación en el pasado mítico-histórico, sin que ello
significase el olvido del reciente conflicto. Durante la década de los cincuenta,
entre los primeros —los gendai-geki— cabe situar otros tres títulos, el primero
de los cuales El idiota (1951) ha sido uno de los más discutidos por la crítica,
con serias discrepancias entre la nacional y la extranjera. Una vez más, el punto
de partida de la trama basada en la novela de Dostoievski deriva de las
consecuencias de la reciente guerra, en la medida en
que la demencia epiléptica de Kinji Kameda —el
sosias del príncipe Mishkin, el idiota— tiene su origen
en sus traumáticas experiencias bélicas que él mismo
nos relata en el arranque del film. Claro que la
condición de inocente acusado de crímenes de guerra
y salvado en el último momento antes de la ejecución
no tiene mayor interés para Kurosawa, excepto la
justificación clínica de la «idiotez» de Kameda; en
realidad, los aspectos coyunturales del Japón del
momento apenas inciden en el desarrollo del film, que
Escándalo
más allá de su trasposición cronológica se mueve —a
diferencia por ejemplo de lo que hará Visconti en
Rocco y sus hermanos (Rocco e i suoi fratelli; Luchino Visconti, 1960)— en un
neto margen de intemporalidad. De nuevo son los aspectos éticos los que centran
la atención en El idiota; mejor dicho, si antes situábamos ese interés ético en
relación a la actuación profesional, aquí se trata de una aproximación mucho
más genérica, casi antropológica, en la medida en que se trata de la «condición
humana» de lo que en el fondo tratan tanto la novela como la película. El amor,
la ambición, los celos, el orgullo, la amistad, el deseo, etc., son los motivos que
mueven a los personajes, incluso en esa remota Sapporo, en la nevada isla de
Hokkaido, donde Kurosawa situó la acción.
También de la condición humana habla la siguiente
e indudable obra maestra de Akira Kurosawa, Vivir
(1952). Evidentemente se puede aludir a la crítica
explícita que el film plantea sobre la sagrada
burocracia que tan bien representa Kanji Watanabe
desde su jefatura de la Sección de Ciudadanos del
ayuntamiento de Tokio, pero resultaría completamente
abusivo considerar ese aspecto como el eje central de
la película. Como mucho podríamos establecer una
relación simbólica entre el terreno pantanoso que
Watanabe logrará que se transforme en parque infantil
Rashomon con la charca a la que aludíamos en relación a El
ángel borracho: ¿se trata de una parábola sobre la
transformación del propio Japón, desde el decaimiento de posguerra hasta el
comienzo del «milagro japonés»? Más allá de eso, Vivir se constituye en una
obvia reflexión sobre el sentido de la vida, no en el aspecto metafísico, sino en el
psicológico y social, en perfecta coherencia respecto a filmes anteriores. Véanse,
por ejemplo, los dos encuentros de Watanabe tras la noticia de su inminente
muerte: con el escritor que le lleva a recorrer la ciudad nocturna, ofreciendo un
modelo banalmente considerado como epicúreo; con la joven administrativa
transformada voluntariamente en obrera que desde su sencillez le abre los ojos
sobre un posible sentido de la vida. Si antes hablábamos de Ladrón de
bicicletas en relación a El perro rabioso, ahora —recordando que la joven Toyo
tenía su antecedente en la protagonista de Un domingo maravilloso—
deberíamos remitimos a otra película de De Sica-Zavattini, Umberto D
(Umberto D, 1952), con la que tiene ciertas concomitancias. Pero por eso
mismo, más que volver a hablar de una intención neorrealista, cabría hacerlo de
aquel «neorrealismo de los sentimientos» que luego se aplicaría al —por otra
parte muy distante— cine de Antonioni, pero que en todo caso resultó una de las
salidas del neorrealismo clásico. Desde una visión histórica, pues, Vivir abría
una brecha de renovada esperanza más allá de la desolación a una sociedad que
comenzaba a remontar tras la pesadilla vivida y para muchos merecida.
Tres años después, tras el paréntesis de Los siete
samuráis (1954), Crónica de un ser vivo (1955)
abordaba —por fin— un aspecto de la posguerra
prácticamente ausente hasta el momento en los filmes
de Kurosawa: el holocausto nuclear. Evidentemente, la
historia del Japón contemporáneo no estaba
condicionada sólo por la derrota bélica, sino por el
cierre de la guerra con el bombardeo atómico de
Hiroshima y Nagasaki. Crónica de un ser vivo no
habla directamente del terrible suceso, sino una vez
más de sus consecuencias, de su carácter de trauma tal
vez implícito, pero aquí revelado por la demencia de El idiota
Kiiji Nakajima, el anciano protagonista del film cuyo
temor nuclear devendrá en obsesión por construir un refugio antiatómico, luego
por emigrar al Brasil y finalmente, en plena demencia, por intentar incendiar su
propia fábrica. Por supuesto, no se trata de un temor retrospectivo, sino que en
1955, tras el conflicto coreano y en lo más crudo de la «guerra fría», la
advertencia del peligro nuclear —que en el cine japonés adquiere formas tan
diversas, incluidas las películas de Godzilla— era sobre una hipótesis verosímil.
Sin embargo, una vez más la atención del film y su contextura próxima a lo
melodramático desplazaba el centro de atención de lo colectivo a lo individual,
de lo social a lo psicológico, al seguir el progresivo deterioro mental de
Nakajima, que sólo recibe una generosa comprensión por parte del dentista
Harada. Todo ello redunda en una lectura ambigua, ya que no acabamos de saber
si la hipertrofia del temor nuclear significa una postura irracional o si la
irracionalidad se sitúa entre los que no le creen: familia, tribunal, psiquiatras, etc.
¿Y qué decir de los otros cinco filmes dirigidos por
Kurosawa durante esa década de los cincuenta?
¿Podemos simplemente dejarlos de lado por su
situación cronológica en un pasado más o menos
remoto? Bien sabemos que la historia —en el supuesto
de que se tratase de filmes «históricos», algo no
demasiado claro— ha servido muchas veces para
hablar del presente, en clave más o menos metafórica,
por supuesto. ¿Interpretaremos así Rashomon —como
algunos hicieron— en clave contemporánea? Hace
unos años yo mismo asumía esa opción[9], aunque
bajo un prisma distinto a como en su momento lo Vivir
abordaban Georges Sadoul —«sus cuatro relatos
contradictorios conducían a la destrucción de los estereotipos samuráis: el
bandido, el gran señor y su noble esposa aparecen como pervertidos, cobardes,
mentirosos, criminales en el relato final, el del campesino, hombre del pueblo al
que aterrorizaban y al que la conclusión magnifica»— o Barthélemy Amengual:
«Un film histórico ponía en cuestión el orden moral de los samuráis en el
momento mismo en que la historia llevaba a Japón a una autocrítica nacional, a
la contestación de un sistema político y cultural fundado sobre los valores
militares y el espíritu de casta. En efecto, el esplendor del combate a muerte del
primer relato va desapareciendo a medida que se van sucediendo las
narraciones hasta llegar a la pura parodia; con ello, la figura del samurái
muerto y del bandido pierden epicidad. La mujer queda ambiguamente dividida
entre la fidelidad y la instigación a la muerte. El leñador no es sólo una mirada
neutra, sino que su codicia le otorga un papel en el relato; denigrando a sus
protagonistas su falta será más fácilmente olvidada».
Más extemporánea puede parecer la actualización de Los siete samuráis en
relación a la creación de la Fuerza Nacional de Seguridad en el año 1952. No
olvidemos que una de las condiciones del armisticio fue la imposibilidad de que
Japón constituyese un nuevo ejército; no obstante, la situación internacional en
1952 —de nuevo la «guerra fría»— motivó la creación de ese sucedáneo, no sin
un fuerte debate interior; de ahí la posibilidad de entender la presencia de ese
colectivo de mercenarios profesionales —los samuráis— en apoyo de los
campesinos amenazados por los bandidos como una indirecta vindicación del
ejército profesional.
Aún más oblicua es la lectura en clave contemporánea de Trono de sangre
(1957), dejando de lado lo que tenga de reflexión sobre la metafísica del poder,
una reflexión que proseguirá en filmes posteriores, muy especialmente en
Kagemusha, la sombra del guerrero (1980) y Ran (1985), con los que forma
una más o menos explícita aproximación al mundo shakesperiano. Concediendo
que esa intemporal reflexión constituye el núcleo básico de esos tres filmes, no
deja de ser razonable entender la primera entrega —Trono de sangre— bajo
otra dimensión; «Macbeth es el soporte para plasmar las consecuencias de una
ambición fatal, de una locura de sangre que, como tela de araña, enreda a los
culpables y arrastra a los inocentes. De nuevo es una clase dominante, los
samuráis, la que se ve acusada y condenada, y con ella toda una concepción del
mundo, que ante todo es una concepción del poder. La intriga política apoyada
en una mística irracional es la trama que desarrollan Taketoi Washizu y su
esposa Asaji»[10]. Esa supuesta dimensión crítica irá desvaneciéndose en los
otros dos grandes frescos resultantes de la vocación histórico-shakesperiana, en
un aparentemente definitivo alejamiento del presente; o más que alejamiento,
deberíamos hablar de nuevo de la intemporalidad y perennidad de ciertas
pasiones —como la ambición de poder— en cualquier tiempo y lugar.

Trono de sangre
No parece que ni Bajos fondos (1957) —trasposición ahora de la novela
homónima de Máximo Gorki al Japón de la época Edo— ni La fortaleza
escondida (1958), clara inspiradora de La guerra de las galaxias (Star Wars;
George Lucas, 1977), como tampoco filmes posteriores como Yojimbo (1961) o
Sanjuro (1962) ofrezcan ninguna aproximación, siquiera parabólica, de la
realidad coetánea japonesa, más allá de alguna curiosa interpretación como la de
Max Tessier: «Es una parábola (anti)política, donde Mifune/Sanjuro expresa la
actitud soberana de un cineasta que siempre ha sido presentado como au-dessus
de la melée: rodada en 1960/61, poco después de los violentos enfrentamientos
que marcaron la firma del tratado de seguridad americano-japonés en Tokio, Y,
puede ser percibido como la expresión de un desengaño soberano frente a los
“combates fútiles” entre los dos bloques, entre los cuales Mifune podría
representar un Japón a la vez fuerte y despegado de las contingencias, pero que
se hace respetar ante las exigencias de los dos clanes»[11]. Distinta es la
significación de Barbarroja (1965), que supone un claro retorno a la dimensión
individual del conflicto ético, aunque no contemporáneo. De nuevo son médicos
los protagonistas —el joven doctor Noburo Yasumoto y el veterano director del
hospital que lo acoge, Kyojo Nihide, conocido como «Barbarroja»—, y su
choque es también la confrontación entre dos conceptos de la medicina, entre
una visión tradicional e inicialmente acomodaticia de la condición del médico
(Yasumoto y su objetivo de ser el médico de algún shogun importante) y otra
profesional y socialmente inflexible (Barbarroja), no muy lejana de la ostentada
por el doctor Sanada en El ángel borracho. Por supuesto que la dimensión ética
del conflicto vuelve a hacerse intemporal y abstracta, aun desde la descripción
truculentamente realista de la sociedad del momento, con sus lacras, hambre,
miseria, etc.
Mucho más interesantes son desde nuestro punto de vista los gendai-jeki que
realizó Akira Kurosawa a lo largo de los años sesenta, especialmente los dos
primeros desde nuestro punto de vista. Ahora ya no se trata de los efectos de la
guerra y sus consecuencias morales y existenciales; ahora el punto de mira se
orienta hacia el nuevo Japón, el país del milagro económico, de las grandes
corporaciones y de la puesta al servicio de los nuevos tiempos de muchas de las
tradiciones y costumbres de antaño. Los canallas duermen en paz (1960)
penetra en las criminales interioridades de una gran corporación inmobiliaria a
través de la venganza organizada por Koichi Nishi, el hijo de un alto ejecutivo de
la empresa aparentemente suicidado pero realmente asesinado. Dejando de lado
lo muy forzado del argumento, tanto en su trama policíaca como en sus
numerosos aspectos innecesariamente melodramáticos, sí resulta sorprendente en
Kurosawa la explicitud de su denuncia del poder y los métodos de esas grandes
corporaciones capaces de sobornar, manipular o asesinar, llegando incluso a
apuntar —en la última escena del film— connivencias ciertas con la alta política.
Sin abandonar la dimensión ético-psicológica del aparentemente frío e
imperturbable vengador —que fracasará en su empeño, pagando con su vida el
fracaso, en el momento en que se deje vencer por los sentimientos— Kurosawa
propone una cruda denuncia que no escatima un final absolutamente no feliz
según la tradición del happy end, aunque la visión positiva plantee que la
constatación del fracaso de Nishi es debida no a la impenetrabilidad del poder
sino al carácter individualista de su acción.
También la alta empresa es el contexto —parcial— de la historia de El
infierno del odio (1963), aunque aquí se derive mucho más rápidamente hacia
ese doble enfoque: el relato policíaco y el drama provocado por un dilema
ético[12]. Tomando King’s Ransotn, novela de Ed McBain, el perverso dilema de
ese alto dirigente de una compañía zapatera que cuando está a punto de tomar el
control de la empresa tiene que responder al secuestro del hijo de su chófer,
secuestrado —sólo aparentemente— por error en vez de su propio hijo. Si la
primera parte del film se centra en ese dilema ético (renunciar a su carrera
profesional, llegando a la ruina, y satisfacer la desmedida petición de rescate o
dejar de lado la vida de la víctima en pro de culminar su ascenso profesional),
retomando pues el esquema del dilema profesional remitido ahora a un problema
ético más general, la segunda —tomada ya la decisión— se dedica a la
minuciosa investigación policial que llevará hasta la detención y castigo (capital)
del secuestrador y también asesino. La primera parte insiste, como en Los
canallas duermen en paz, en los intríngulis, la corrupción y el juego sucio del
mundo de las grandes empresas; pero la segunda se convierte en una alargada
alabanza del trabajo policial, adquiriendo en muchos momentos un tono
documental y apologético que aproximaría El infierno del odio a aquellos
filmes americanos —¡o españoles!— dedicados a exaltar el trabajo de la policía,
como los de Henry Hathaway.
Sí es cierto que a lo largo de esa indagación se va configurando el perfil del
criminal, que acabará de redondearse en el extraño y sospechoso epílogo de la
visita del extorsionado industrial al reo poco antes de su ejecución, y que ese
proceso permite entender que el móvil no era tanto económico como el odio de
clase, el rencor de los de abajo hacia los de arriba (brillantemente subrayado por
la distribución espacial de las respectivas viviendas), aunque, eso sí —como
siempre en Kurosawa—, planteado en términos psicológicos (individuales) y
nunca sociológicos (de clase)[13]. Además, a lo largo del film se ofrecen
numerosas anotaciones que alcanzan cierto relieve histórico: la discusión sobre
la ética de la producción (cómo deben ser los zapatos: baratos y mal hechos o
bien hechos y más caros), la «americanización» de las costumbres (los niños
jugando a vaqueros), los barrios de la «mala vida» ahora inundados por la
presencia de la droga, la compulsividad del odio social del secuestrador, tan
próxima al enfermizo mundo dostoievskiano, etc.
Como no hay dos sin tres, de la misma manera que antes mencionábamos
Ladrón de bicicletas y Umberto D por sus posibles paralelismos con filmes
como El perro rabioso y Vivir, tal vez podríamos decir que Dodeskaden
(1970) sería el equivalente a Milagro en Milán (Miraccolo a Milano, 1950) de
De Sica-Zavattini. La aproximación a la vida cotidiana de un mísero barrio de
chabolas de una gran urbe es el punto de partida para la recopilación de un
conjunto de apuntes que mezclan el realismo más descarnado —prácticamente el
miserabilismo— con la fantasía desatada de unos personajes que sólo en ella
pueden encontrar algún refugio o escape. Evidentemente, el talante de Kurosawa
no es el mismo que el del dúo italiano, y allí donde radicaba el humorismo
humanista ahora aparece un cierto existencialismo pesimista que en su
radicalidad acaba apartándose de la realidad.
Dejando de lado la supuesta relectura «ecologista» de Dersu Uzala (1975), que
siempre me pareció más forzada que otra cosa, al confundir el canto a la vejez y
a unas formas de vida en su fase de desaparición —aproximadamente en la
época en que la victoria japonesa en la guerra contra Rusia significaba la
definitiva irrupción del país en la historia mundial— en el marco de una
reflexión netamente panteísta con un simplista ecologismo de manual,
Dodeskaden abrió un largo paréntesis ocupado por los dos títulos antes citados
—Kagemusha, la sombra del guerrero y Ran— y una clara ralentización de su
carrera.
Situado ya más allá del bien y del mal dentro del panteón cinematográfico,
los postreros trabajos de Kurosawa constituyen mucho más el reflejo de una
introspección del cineasta que una voluntad de intervención en la realidad del
momento. Cuando menos eso ocurre en el caso de Sueños de Akira Kurosawa,
donde de forma literal se corporeizan los recuerdos oníricos del propio autor, su
amor por la pintura, sus sueños infantiles rememorados, sus pesadillas nucleares
(la explosión nuclear y el monte Fuji) o la utopía de la disolución en la
naturaleza, que no es más que la disolución en la
muerte, tan próxima desde su perspectiva. Unas
pesadillas que reaparecen en Rapsodia de agosto
(1991), donde el recuerdo del holocausto de Nagasaki
se mantiene vivo en esa simbólica relación entre una
hermana y su hermano emigrado a Hawai (allí en
Pearl Harbour, donde ocurrió el principio del fin) y
sobre todo en la transmisión de ese recuerdo hacia sus
nietos, en la documentalística visita a los restos del
bombardeo de la ciudad; parecería que dentro de esa
fase testamentaria de Kurosawa uno de sus legados
fuese impedir el olvido, más allá del odio pero sin
Dersu Uzala
dejar que el recuerdo se desvanezca.
Y tal vez ese replegarse hacia sí mismo, hacia un
universo personal donde realidad, recuerdos, sueños e
ilusiones alcanzan su fusión —en cierto modo como
también ocurrirá en Madadayo (1993), su postrero
film en torno a la relación entre un anciano profesor
retirado y sus alumnos en plena guerra— adquiere el
neto valor testamentario de un auténtico humanista
que hizo cine. Eso le permitió desbordar cualquier
nacionalismo estrecho —olvidemos lo de la
occidentalización…— pero también integrar la cultura
cosmopolita (sobre todo aquélla como la de
Shakespeare y Dostoievski que ahonda en las
Kagemusha, la sombra
profundidades de la condición humana) en una del guerrero
tradición y cultura tan ricas como la japonesa, no al
servicio de la performatividad técnica y económica, como ha ocurrido en el
Japón contemporáneo, sino desde una dimensión radicalmente humanística.
Ran
Sueños de Akira Kurosawa
Rapsodia en agosto
Madadayo
Entre la superficie y la profundidad
El arte cinematográfico de Akira Kurosawa

Santos Zunzunegui

«Japoniako zinegileetatik mendebaldarrena» gisa hartu izan dute Kurosawa. Bere lanari la beti
lagundu izan ohi diote topiko batzuk, urmael baten uhinen antzera idea horren inguruan
mugituz. Hala eta guztiz ere, bere filmografía aztertuz gero errelitalea dezente konplexuagoa
dela ikusiko dugu.

Kagemusha, la sombra del guerrero

L os avatares de la distribución cinematográfica en nuestro país, siempre tan


insensible ante la idea de ofrecer al espectador medio apenas otra cosa que
una representación suficiente del cine adscrito a lo que se conoce como
mainstream cinema (en otras palabras, cine de Hollywood, con independencia de
su lugar geográfico de origen), pueden considerarse responsables de que para
nosotros la cinematografía japonesa siga siendo esencialmente una gran
desconocida. Hasta el punto de que durante mucho tiempo (y aún hoy en día) el
imaginario del cinéfilo español más o menos advertido apenas haya reservado
espacio en su interior para tres nombres en los que ha venido a coagularse la idea
que nos hacemos, en términos históricos, del cine producido en aquellos
confines del mundo: Yasujiro Ozu, Kenji Mizoguchi y Akira Kurosawa, con la
ventaja a favor de este último de que su cine se ha beneficiado, en su contacto
con los espectadores occidentales, tanto de su supuesta (pero, como veremos,
falsa) mayor adecuación a los cánones de la «occidentalidad», como del hecho
de que su obra se haya prolongado hasta la década de los años noventa del
pasado siglo, mientras que la de los otros dos cineastas se clausuró en fechas tan
lejanas como mediados de los cincuenta en el caso de Mizoguchi o principios de
los años sesenta en el de Ozu[1].
Sin duda estos tres cineastas se han convertido con el paso del tiempo en los
iconos de una cierta «japonesidad» culta, representantes malgré soi de la idea
que en occidente nos seguimos haciendo de un cierto exotismo lejano en el que
conviven, en un equilibrio complejo e inestable, el respeto y cultivo de
tradiciones ancestrales con el capitalismo exacerbado, el desarrollo técnico y la
aculturación galopante, «japonesidad» conflictiva que se ha tratado de controlar
significativamente mediante dos movimientos opuestos. El primero, del que
ofrece un ejemplo perfecto André Bazin cuando, al calor de las primeras
exhibiciones en Francia de Rashomon (1950), que, como es bien sabido, es el
film que sirvió para abrir la vía de occidente al cine japonés, adelantó la idea, en
sus ya clásicas páginas de 1952 sobre esta obra de Kurosawa, de la convergencia
en Rashomon de la universalidad fundamental, estética y gramática, del
vocabulario cinematográfico manejado por el cineasta, con esa «japonesidad»
(para decirlo, de nuevo, a la manera barthesiana) que Bazin pensaba se ponía de
manifiesto en aspectos tales como la elección del tema, el uso expresionista del
sonido, la gestión rítmica de la acción o en el estilo trágico de la interpretación.
Poco tiempo después Jacques Rivette, con motivo de la llegada a Francia de las
primeras películas de Mizoguchi a finales de los años cincuenta del siglo pasado
(películas que, de hecho, eran las que correspondían al final de la dilatada
carrera del cineasta nipón), al interrogarse sobre qué es lo que nos afectaba a
nosotros, espectadores occidentales, en una obra que, en principio, nos habla en
una lengua extranjera, nos relata extrañas historias ajenas a nuestras costumbres
y hábitos, respondía, con argumentos similares a los de Bazin, afirmando que,
como el de la música, también el de la «puesta en escena» es un idioma
universal. Por tanto era éste y no el japonés el lenguaje que había que aprender
para comprender «el de Mizoguchi».
Diametralmente opuesta a esta actitud estaría la que proclama la
excentricidad radical del cine japonés (y, por razones de precisión, la amplitud
de la expresión «cine japonés» quiero, ahora, limitarla prudentemente a la obra
de los tres maestros citados) con relación a los supuestos cánones que regulan la
producción cinematográfica en occidente, de tal manera que «para un
observador lejano» —por utilizar la expresión hecha célebre por Noël Burch[2]
— el «imperio de signos» visuales que nos llega desde los confines de Oriente,
puede y debe ser visto y evaluado como una alternativa conceptual a las
prácticas y convenciones que han venido configurando el sistema estandarizado
en el que se ha convertido el cine producido bajo la égida de la cinematografía
americana clásica y que, sin duda, tras sufrir no pocos avatares históricos sigue
siendo el dominante en las pantallas del mundo globalizado. De esta manera se
pensaba el cine japonés como esencialmente «extraño» al «cine de todos los
días» y se lo ubicaba en un territorio de resistencia a las prácticas inscritas en el
interior de lo que el propio Burch había bautizado bajo la aparatosa
denominación de «modo de representación institucional» (MRI).
Por eso, si no queremos caer prisioneros de una
dicotomía que nos obligaría bien a reconocer nuestra
esencial extrañeza ante unas obras que aparecerían
ante nosotros como aerolitos dotados de la opacidad
que les confiere el desconocimiento de sus orígenes, o
bien a dar por resuelto antes de que se plantee el
problema de la heterogeneidad de unos productos
culturales que, sin duda, responden (al menos en parte)
a normas específicas que requieren ser primero
explicitadas y luego comprendidas en su alcance
estético, no se me ocurre mejor manera que proponer
un sistema de trabajo que, primero, «caracterice
adecuadamente los elementos» que forman el corazón Rashomon
estilístico de los filmes de esos cineastas señeros, que,
a continuación «explore la historicidad de la aparición» de esos rasgos
constituyentes y, finalmente, vaya más allá del mero inventario de «formas de
hacer» (pozo en el que se abisman las lecturas neoformalistas) para «mostrar
cómo esas formas hacen eco, prolongan, transforman y convierten en términos
cinematográficos» elementos que provienen tanto de la tradición cultural
específica como de áreas conceptuales diversas. Todo ello con la finalidad de
mostrar cómo en las formas producidas por cualquiera de esos cineastas, y en
concreto en la obra de Akira Kurosawa, se expresan diferentes «formas de la
japonesidad».
No debe resultar extraño para nadie que, en este contexto de relativa
indefinición sustantiva del objeto de estudio, hagan su aparición todo tipo de
estereotipos que permitan el aparente control de la obra de cada uno de los
autores convocados. Me parece que, precisamente uno de los más extendidos, es
el ya citado y que sostiene que la obra de Akira Kurosawa supone el mayor
grado de occidentalización detectable entre los cineastas japoneses de mayor
relevancia histórica.

Los siete samuráis

¿Cuáles son los motivos que suelen aducirse en favor de semejante lugar
común? Su simple enumeración pone de manifiesto la superficialidad de los
mismos. Veámoslo de cerca: primero, la admiración, reiteradamente expuesta, de
Kurosawa por el cine americano y por un artista como John Ford y su interés
declarado, en el campo de la literatura, hacia obras, tan diversas, como las de
George Simenon o Leon Tolstoi, primero; su adaptación a la pantalla de autores
tan centrales en nuestra tradición cultural como son Shakespeare, Gorki y
Dostoievski —se tiene buen cuidado de dejar fuera en esta lista a Evan Hunter,
que le facilitó el argumento de El infierno del odio (1963), dado su escaso
pedigrí cultural—, después; la utilización en algunos de sus filmes de las
estructuras del thriller o el western tal y como las codifica el cine yanqui de la
época dorada, finalmente. Lo que, además, ha terminado recibiendo una curiosa
vuelta de tuerca al encontrarse obras (y no de las menores) del maestro japonés
tanto en el origen de ciertas perversiones genéricas posteriores, como puede ser
el caso del spaghetti-western, en la medida en que el primer gran film de Sergio
Leone —Por un puñado de dólares (Per un pugno di dollari, 1964)— era un
inconfeso plagio de Yojimbo (1961) como en el punto de partida de remakes
más o menos brillantes —Los siete samuráis (1954)/Los siete magníficos (The
Magnificent Seveir, John Sturges, 1960); Rashomon/Cuatro confesiones
(Outrage; Martin Ritt, 1964)—, además de proporcionar otra de sus películas, en
concreto La fortaleza escondida (1958), buena parte del esqueleto narrativo de
la celebérrima obra de George Lucas —que años más tarde financiaría
parcialmente Kagemusha, la sombra del guerrero (1980) junto con Ford
Coppola— La guerra de las galaxias (Star Wats, 1977).
En resumidas cuentas el tópico se sustenta sobre la poco probada afirmación
de que los gustos de un autor nos dicen algo sensato sobre el sentido de su obra y
sobre las «formas» que adopta la misma, en un caso; la vieja idea de que la
intriga narrativa de superficie y la dimensión temática de las películas, como
elementos fundamentales que pueden ser tomados en préstamo, son lo que
configura básicamente a un autor, en otro; la incapacidad para ver las torsiones
significativas a las que se someten los rasgos definitorios de un género que se
simula aceptar en un principio, en el tercero.
¿Es posible ir un poco más allá? ¿Desde qué ángulo plantear un
acercamiento productivo al complejo problema de la doble inserción de una
obra, al mismo tiempo, en una tradición artística precisa y en un universo
dominado por la existencia de un lenguaje que parece haber sido codificado con
carácter de validez general? Para intentar responder estas preguntas puede
resultar útil volver sobre las consideraciones de Bazin antes citadas acerca de lo
«propiamente japonés» del cine de Akira Kurosawa. No hace falta insistir mucho
en el hecho de que, por ejemplo, los dos últimos aspectos destacados por el
crítico francés (los vinculados con el uso del sonido, primero, el ritmo y la
acción, después) apuntan en dirección de la vinculación de la práctica del
cineasta con toda una serie de técnicas, típicas del teatro Nô, que conducen a la
utilización de los efectos sonoros como manera privilegiada de amplificar los
efectos de una acción presentada de manera sustancialmente estilizada o a
convertir cualquier ínfimo movimiento, situado en un contexto de radical
hieratismo, en una expresión privilegiada de la más intensa violencia[3]. Un
ejemplo memorable de la primera de dichas actitudes puede observarse en una
película como Ran (1985), en el momento del ataque al Tercer Castillo, cuando
Kurosawa decide representar la primera parte de dicho asalto privando a la
escena de cualquier ruido realista para dejar que sea la música de Toru
Takemitsu la que se haga cargo del pathos de la situación (se nos priva, por
ejemplo, del sonido de la descarga de fusilería que acaba con las mujeres del
anciano Hidetora Ichimonji que interponen sus cuerpos entre su señor y los
asaltantes). Los ruidos sólo retornarán con el asesinato por la espalda de Taro,
primogénito del clan Ichimonji, abatido de un disparo por uno de los sicarios de
su hermano. A partir de ese momento, el espacio sonoro del film se torna de
nuevo «realista», combinándose el ruido de los fusiles, el silbar de las flechas, el
crepitar de las llamas y el rugido del viento, con el bajo continuo proporcionado
por la música no diegética sobre la que se desliza el sonido sibilante de maderas
y metales, todo ello acordado en una irrefutable representación del caos al que
alude, precisamente, el título del film.
Ran

Todavía cabría añadir algo mucho más sustancial. Es fácil identificar como
uno de los estilemas básicos que atraviesan toda la obra de Kurosawa la gestión
personalísima del incremento y la disminución de ritmos que se refieren no sólo
a la relación entre planos de larga o corta duración en el interior de una misma
secuencia, sino que se extienden al esqueleto estructural de cada film. Esquema
organizativo que da lugar a un juego que, las más de las veces, adopta la forma
de una explosiva dialéctica entre retención y descarga, bien patente en obras
como El perro rabioso (1949) o Trono de sangre (1957) y que puede
encontrarse, tal cual, en no pocos de los deportes tradicionales de Japón como el
sumo o el judo. Si a esto le añadimos la sabia combinación entre repetición y
diversidad del conjunto de parámetros movilizados en la puesta en escena (y que
van desde aspectos como el tamaño de los planos, los ángulos de filmación
elegidos, la posición y movimientos de los actores, hasta otros a los que ya he
hecho alusión como son las configuraciones cromáticas seleccionadas o la
selectividad del universo sonoro convocado), tendremos una primera idea del
peso específico de esa dimensión, que podemos denominar, de manera
aproximativa, musical, y que, en el trabajo de Kurosawa, se superpone siempre
al estricto nivel narrativo. De esta manera se contribuye a explicitar una fuerte
voluntad formal que constituye en auténtica «música visual» el conjunto de
rasgos audiovisuales manipulados por el cineasta antes, incluso, de que éstos se
configuren como figuras de un relato.

El infierno del odio

Con respecto a la manera en que la acción se vincula con la dimensión


plástica de la imagen en la obra de Kurosawa, bastaría recordar el plano de
arranque de Kagemusha, la sombra del guerrero para caer en la cuenta de
cómo se combinan inmovilidad y movimiento a lo largo de un largo plano
estático de casi seis minutos de duración en que se confrontan el poderoso
Shingen Takeda, su hermano Nobukado y el ladrón llamado a ocupar más
adelante el rol de «sombra» del gran señor feudal. En este plano-secuencia, en el
que se ponen en escena todos los tems fundamentales que la película va a
desarrollar a continuación, se utiliza de forma magistral y extraordinariamente
económica la combinación del hieratismo de una composición organizada en
torno a una sabia y simplícísima estructura triangular con los estallidos de ira de
la «sombra», cuyos desplazamientos en semicírculo o arrojándose al suelo sirven
para expresar la tensión que opone y hermana, al mismo tiempo, al ladronzuelo y
al cruel señor de la guerra.
Pero si hablamos de efectos de composición plástica sin duda uno de los
puntos más altos del arte del Kurosawa de madurez se encuentra en la primera
parte de El infierno del odio[4]. Este sorprendente film, que parte de una banal
idea de corte policíaco, no sólo presenta una construcción narrativa inusual (se
divide en dos parles bien diferenciadas, en las que a la claustrofobia de la
primera se le opone la más «aireada» y dinámica apariencia de la segunda), sino
que presenta un magnífico uso de la pantalla horizontal del Tohoscope, sobre
todo en la primera parte de la película, que sucede, prácticamente en su
integridad, en el gran salón, abierto al exterior sobre la gran ciudad a través de
grandes ventanales, del industrial zapatero Kingo Gondo. Detengámonos un
instante en los momentos que giran en torno a la tercera llamada telefónica
efectuada por el secuestrador del hijo del chófer del empresario. La escena se
abre con un amplio plano que ubica en los extremos del encuadre a Gondo y a
Kawanishi, su hombre de confianza, al que va a enviar a Osaka con el dinero que
le permitirá hacerse con el control definitivo de la empresa Calzados Nacional.
Plano que define el espacio de la escena en puros términos de proscenio teatral,
hecho subrayado por la abolición de la «cuarta pared» (Kurosawa elige como
punto de vista principal para la escena el lugar imposible de la pared que se sitúa
tras un gran sofá) y por el hecho de que los visillos que cubren los grandes
ventanales estén cerrados, lo que contribuye a que el espacio adquiera una fuerte
dimensión claustrofóbica. Hasta el punto de que todo lo que va a seguir se puede
evaluar en términos de entradas y salidas de campo (el fuera de campo funciona
a modo de «bambalinas cinematográficas») y desplazamientos por el
«escenario»: Cuando el subordinado de Gondo está a punto de abandonar la
habitación suena el teléfono, lo que propicia la entrada en escena del expectante
chófer y de los miembros de la policía desplazados a la mansión de Gondo.
Precisamente la irrupción de éstos facilita, mediante un raccord en movimiento,
el paso al tercer y postrer plano de la escena. Este plano está concebido a la
manera de una serie de «estaciones» (se trata, propiamente, del vía crucis de
Gondo) en las que las distintas ubicaciones de los personajes, sus
combinaciones, sus apariciones en campo y sus desplazamientos por el mismo se
harán cargo de la evolución de la construcción narrativa. Pasaremos así de ese
grupo compacto formado por Gondo, los tres policías y el chófer agrupados en
torno al teléfono, a un segundo estadio que descubre al fondo, en profundidad de
campo (aquí utilizada como elemento de refuerzo dramático), a la esposa de
Gondo. A continuación, un tercero, obtenido mediante un reencuadre, aislará a
Gondo y Kawanishi mientras escuchan el discurso del secuestrador. Un cuarto se
focalizará sobre la petición del chófer que, tras haber oído la voz de su hijo, no
puede reprimir el solicitar a Gondo que pague el rescate pedido. Un quinto
momento nos mostrará a Gondo que recorrerá una parte del salón abrumado por
las dudas mientras el chófer, que terminará suplicando de rodillas, insiste en su
demanda. La entrada en campo de la esposa de Gondo, que consolará al abatido
empleado («yo le pediré que te ayude»), señalará una nueva «estación». Cuando
el hijo de Gondo —amigo del secuestrado— aparezca en escena despertado de
su sueño por los gritos, Gondo tomará la decisión de posponer la operación
financiera y dedicar su dinero al rescate del secuestrado. El encuadre final, que
reproduce el del primer plano de la escena (con la diferencia de que ahora el
espacio horizontal de la pantalla se encuentra lleno de personajes
estratégicamente situados), nos permitirá ver cómo Gondo sale de la habitación,
no sin antes haber cogido a su hijo en brazos. Una arcaica cortinilla cerrará la
escena tras de la cual la suerte de Gondo estará echada[5].

Kagemusha, la sombra del guerrero

Con todo, me parece que no es en estos aspectos, con ser importantes, donde
puede rastrearse la manera extremadamente original en la que Akira Kurosawa
reformula, a través de su trabajo específicamente fílmico, sus vínculos con la
tradición cultural que le sirve de humus. Basta atender a los requerimientos más
superficiales que el cine de nuestro autor realiza al espectador para caer en la
cuenta de que cada una de sus imágenes se presenta ante el mismo como dotada
de una fuerte impronta «visual» que la vincula, explícitamente, con la historia de
la representación plástica tal y como ha venido constituyéndose históricamente
en Japón. Representación plástica que se asienta, como veremos de inmediato,
sobre una personalísima gestión del espacio fílmico que debe no poco a la
trascripción de ciertas técnicas pictóricas en puros términos cinematográficos.
Planteado el tema con gran rapidez puede decirse que Kurosawa combina
dos tradiciones de origen pictórico, en personalísima síntesis. Una primera, que
encuentra un ejemplo privilegiado en los emaki-mono (que alcanzaron su apogeo
en los siglos XII y XIII), pinturas realizadas sobre rollo vertical u horizontal en los
que se desplegaba, en ausencia de límites que aislaran cada acción de las
inmediatamente anteriores o posteriores, una composición, sabiamente
orquestada (y hay que tomar esta expresión en su sentido estrictamente musical),
en la que cuenta, tanto o más que la historia que se narra, la «puesta en forma»
de la misma. Sin duda, en los encuadres de Kurosawa, llenos de composiciones
excéntricas, dominados por una notable asimetría compositiva y tensados
mediante un vigoroso equilibrio de complejas líneas oblicuas contrapuestas,
podemos oír un eco de esas pinturas arriba evocadas. Baste comparar la
presencia de estos rasgos estilísticos en filmes como La fortaleza escondida
(1958), Kagemusha, la sombra del guerrero o Ran con la manera en la que
este tipo de problemas se plantean y resuelven en ciertas obras señeras de la
pintura japonesa como el Incendio del palacio Sanjo (de la serie Cuentos de la
insurrección Heiji, siglo XII, museo de Boston) para poder medir la cercanía del
arte de Kurosawa con una de las más exquisitas tradiciones visuales de su país.
Kagemusha, la sombra del guerrero

La segunda línea explorada por Kurosawa para la «composición» plástica de


sus obras tiende a vincularlas con el arte del sumi. El sumi o pintura a tinta;
exacerba, mediante el peso del «rasgo caligráfico», esa dimensión común a gran
parte del arte japonés por la que se tiende a prescindir de la profundidad de
campo, del volumen y de las sombras a la hora de producir un mundo en el que
se privilegia la línea de acción sobre la perspectiva, y donde se deja en un
segundo plano el aspecto de las figuras para destacar la esencial dimensión plana
de las manchas y signos que conforman las configuraciones visuales.
Para producir este efecto, Kurosawa filma, sistemáticamente, gran parte de
sus escenas con potentes teleobjetivos que le permiten tratar la pantalla como
auténtica página en blanco, sobre la que los desplazamientos de los actores
funcionan como trazos, como pinceladas puras capaces de condensar, en un
gesto caligráfico, el movimiento y el cambio en estado puro. Dos ejemplos
tomados del mismo film: el primero, ubicado en el inicio de Kagemusha, la
sombra del guerrero, describe el descenso del mensajero que porta la noticia de
la interrupción del suministro de agua a los cercados desde lo alto del castillo
hasta el lugar en que se concentran los generales sitiadores. Escena en la que la
agitación del suceso descrito es expresada mediante la «escritura» que el gesto
físico del actor es capaz de trazar sobre el soporte interminable del celuloide. La
decena de planos filmados con teleobjetivo (lo que aplana la composición
enfatizando las manchas de color que la organizan) que forman la escena —y
que Gilles Deleuze[6] considera, con justicia, como un «trazo único» y «rúbrica
personal de Kurosawa»— registran el histérico descenso de un soldado que
atraviesa, teñido de color marrón a causa del barrizal en que se ha venido
moviendo, los lugares ocupados por las tropas (cada grupo o compañía señalado
por un color diferente) agolpadas junto a las murallas. El efecto conseguido se
asemeja al de un pincel que trazara una línea ondulante y vertical sobre un
espacio interminable. Con lo que el uso del teleobjetivo deja de ser el
instrumento de simplificación del rodaje utilizado por tantos cineastas para
convertirse en una manera de reconciliar el pasado con el presente a través de
una tecnología que se pone al servicio de la tradición. El segundo, que insiste en
la misma dirección, se encuentra en el desenlace del mismo film: en la gran
batalla final, Kurosawa juega la carta de la elipsis para escamotearnos el núcleo
del drama y concentrarse en los preliminares y las postrimerías del
enfrentamiento entre los ejércitos de los clanes rivales. Pero no se limita a
desplazar el centro dramático de la escena del núcleo previsible hacia aspectos a
priori secundarios, sino que elige filmar esos antecedentes y consecuentes (en
especial los primeros) de tal manera que tanto la aproximación de los ejércitos
rivales como la descripción del horror y la destrucción que siguen a la batalla, se
convierten en un auténtico «ejercicio caligráfico» que subraya la dimensión
plástica de la escena enfatizando la estilización de la misma. Porque, ya es hora
de decirlo, Kurosawa está lejos de ser un cineasta realista en el sentido
convencional del término. Antes bien, forma parte de ese grupo de artistas para
los que no existe otra «realidad» que la de la pantalla, concebida como un
espacio por llenar tanto en términos narrativos como plásticos.
Un último aspecto a destacar permite medir, definitivamente, la manera en
que toma forma la ya citada «japonesidad» de Kurosawa. Estoy pensando en su
manera de entender y usar una de las reglas de oro que han servido para definir
la estilística que se suele predicar como constitutiva del cine de occidente. Me
refiero a la famosa línea de los 180° y a su corolario que organiza el espacio del
relato en una semicircunferencia ideal, sucesivamente explorada por una cámara
que goza de una ubicuidad tan notable como limitada. Se sabe que Kurosawa
suele filmar sus escenas con varias cámaras (generalmente tres), lo que le
permite no sólo gozar de un rodaje en continuidad, sino también, y esto es lo
realmente importante desde mi punto de vista, desagregar el espacio de la acción
desde puntos de vista que suelen salirse de lo establecido en términos canónicos.
Muy notoria en sus filmes rodados en cinemascope (formato del que no resulta
enfático afirmar que es uno de los grandes maestros) es la existencia de
encuadres que balancean de manera poco ortodoxa (si se me permite la
expresión) la verticalidad del actor con la horizontalidad de la pantalla, o que (en
nuevo guiño a la historia mediante la referencia al ukiyo-e) cortan los cuerpos, en
lo que es menos un desprecio confesado a ciertas reglas compositivas de
obligado cumplimiento en el cine occidental que el uso de una opción estética
firmemente documentada en la pintura oriental.
De esta manera, mediante el uso de varias cámaras, se consigue evitar la
retórica del plano/contraplano para elaborar una auténtica «poética del espacio»
que, en palabras de Gilles Deleuze, puede dar lugar al nacimiento de un
«espacio-aliento» en el que cuenta más su dimensión conflictual que su
característica (vital en el cine clásico occidental) de marco ideal, continuo, capaz
de unificar sensiblemente la narración. Bien entendido que para Kurosawa no se
trata tanto de violar una regla como de mantenerse «al margen» de toda
preceptiva prefijada. Un rápido ejemplo, también tomado de Kagemusha, la
sombra del guerrero, puede ilustrar esta toma de postura: cuando en el contexto
del enfrentamiento entre los clanes Takeda y Nobunaga, el señor de este último
clan recibe la noticia de la muerte de su rival Shingen, antes de decidir el ataque
a sus enemigos pronunciará una oración fúnebre en la que rendirá un homenaje a
su antagonista. La escena, rodada basta ese momento con exquisito respeto a la
preceptiva convencional, estallará a través de una serie de saltos de eje
imprevistos, de tal manera que cada cambio de plano que ritma el recitado acerca
de la caducidad de la vida humana a que se entrega el personaje se sitúa en
perfecta concomitancia con el contenido vehiculado por el discurso explícito.
Además, estos saltos de eje son tanto más interesantes en la medida en que
expresan de forma radicalmente cinematográfica el conflicto interior del
personaje, escindido entre sus lazos con las tradiciones y su alianza con los
misioneros jesuitas y su conversión al catolicismo.
Barbarroja

Sin embargo, uno de los más efectivos (por su extremada simplicidad, que lo
hace pasar casi inadvertido) usos de esta estrategia lo encontramos en una de la
secuencias nodales de Barbarroja (1965)[7], El curtido médico Kyojo Nihiele,
conocido con el apodo de «Barbarroja», reclama la presencia de uno de sus
jóvenes colegas (Naburo Yasumoto, que considera que, por su formación y
extracción social, estaba destinado a ejercitarse en un hospital menos
menesteroso) para que le ayude a atender a un anciano moribundo a causa del
cáncer. Tras pedirle que realice un diagnóstico del mal que aqueja al paciente,
diagnóstico que el veterano galeno deberá rectificar, Barbarroja colocará al
dubitativo e inexperto doctor ante el hecho de que la enfermedad de cualquier
ser humano hunde sus raíces en las miserias de la vida social, para, finalmente
recordarle que «nada hay más solemne que los últimos momentos de la vida de
un hombre». Buena parte de la escena que se ha abierto con la cámara situada, en
el estrecho espacio en que sucede la acción, en el lado del lecho que ocupa
Barbarroja, está resuelta mediante una serie de sencillos planos y contraplanos
que recortan las cabezas de los dos interlocutores sobre el fondo neutro de las
paredes del habitáculo y que sitúan al espectador de acuerdo con un eje que deja
a ambos médicos a la derecha de dicho eje. Justo en el momento en que, tras
haber apuntado hacia las causas sociales de la enfermedad, Barbarroja comience
a relatar la historia particular del moribundo, la cámara de Kurosawa establecerá
un nuevo punto de vista en el que se combinan dos elementos: el plano incluye a
los dos médicos y al paciente en un encuadre que reproduce simétricamente el de
apertura de la secuencia (se ha vuelto el espacio como un guante, viajando el
espectador al otro lado del camastro en un giro de 180°) y se establece un nuevo
eje entre los dos personajes principales, que ahora quedan ubicados a la
izquierda del mismo. De esta manera tan discreta como efectiva, Kurosawa
encuentra un equivalente visual para el terremoto emocional que pone en crisis
las convicciones del joven médico. Cuando Barbarroja abandone la escena,
reclamado para atender una urgencia, Yasumoto quedará cara a cara con la
singularidad radical de la experiencia de la agonía humana, apenas hecha de otra
cosa que de estertores y rechinar de dientes.
¿De qué hablamos, por tanto, cuando hablamos de la occidentalización del
cine de Akira Kurosawa? Como ya hemos dicho al principio de este texto, de un
auténtico estereotipo. Por mi parte tampoco querría reivindicar aquí su estricta
«japonesidad» entendida, en expresión de Roland Barthes, como una «especie de
identidad enfática» de Kurosawa. Simplemente hacer notar que la obra de un
autor (de un gran artista) es siempre la reescritura de parámetros provenientes de
horizontes muy diversos y que, quisiera insistir en esta idea para terminar, no
sólo se extraen del campo fílmico. Por eso es vital caer en la cuenta de que el
cine es un avatar más de un problema que no es (no puede ser) cinematográfico,
sino la actualización del problema virtual (y mucho más general) de la
representación visual. Problema que recibe respuestas históricas diversas según
épocas, países y, cómo no, autores. Kurosawa es, sin duda, momento
privilegiado de una de esas respuestas, en la que se reformulan los elementos de
una antigua cultura y se los transforma al ponerlos en contacto con una moderna
tecnología.
Kurosawa, por otra parte, se ha expresado siempre con claridad meridiana,
poniendo el acento en la dimensión estilizada de su trabajo fílmico, apartado de
cualquier noción superficial de «realismo»: «No me considero un realista. Me
esfuerzo por serlo, pero no lo soy. No consigo nunca ser realista porque soy
sentimental. Me siento vinculado profundamente a las artes plásticas, a la
belleza. No puedo mirar fríamente la realidad».
Los samuráis en el cine de Akira Kurosawa
La armonía entre la pluma y la espada

Antonio José Navarro

Samuraien ondorengo zuzena izanik, Kurosawak tan ugari eskaini dio ia mitikoak diren
pertsonaia horien irudiari. Izan ere, samuráiak eta roninak (jauntxorik gabeko samuráiak,
alderrai dabiltzanak eta erromesak) izango dira bere pelikula ezagunenetako batzuen
protagonista, esate baterako Ran, Yojimbo, Sanjuro edo Los siete samuráis pelikulentan.

Kagemusha, la sombra del guerrero

L a cultura japonesa clásica nos ofrece muchas figuras, palabras e imágenes


que la fantasía y el intelecto se esfuerzan en asimilar. Aturdidos por su
complejidad y variedad, habitualmente nos detenemos en aquellos personajes e
iconos cuya capacidad de sugestión —mezcla de exotismo, agresividad física y
suntuoso artificio plástico— colman ciertas afinidades instintivas. Y, sin duda, el
samurái es uno de los personajes más populares, uno de los iconos más
poderosos que, de inmediato, transmiten al espectador occidental una idea del
Japón tan folclórica como romántica. Oscilando entre la épica y la tragedia, entre
la aventura y la barbarie, para Occidente los samuráis continúan siendo aquellos
feroces guerreros ungidos de un peculiar sentido de la caballerosidad. Una
caballerosidad construida alrededor de sombríos rituales, los cuales perfilan con
rudeza los matices más intrigantes de la fascinación que, aún hoy, los samuráis
provocan entre nosotros, los lejanos observadores de una cultura «extraña». ¿Y
de qué matices estamos hablando? Por ejemplo, durante los prolegómenos de
cada duelo a muerte, los samuráis cumplían una serie de estrictas reglas de
cortesía hacia el adversario. Cada combatiente solía dar su nombre y linaje al
contrario, enumerando acto seguido sus más destacadas hazañas. Finalizada la
lucha, el samurái victorioso, antes de cortar la cabeza a su rival, tenía la
costumbre de elogiar el valor demostrado por éste durante el combate. Aunque
lo descrito no puede competir con la macabra poética que destilan determinados
gestos: previamente a cada batalla, el samurái quemaba incienso en su casco de
manera que, en caso de ser decapitado, su cabeza oliera bien…
Tal vez por este motivo, los filmes sobre/con samuráis realizados por Akira
Kurosawa —Los siete samuráis (1954), Trono de sangre (1957), Yojimbo
(1961), Sanjuro (1962) y Ran (1985)—, cautivan al público occidental de una
manera que otros títulos del cineasta japonés no consiguen, como es el caso de
El perro rabioso (1949) o Vivir (1952), a pesar de que nadie pueda cuestionar
seriamente su abrumadora calidad artística. Aparte del preciosismo pictórico de
la puesta en escena, del estilo ágil y elegante del montaje, de la esquiva poesía
de los movimientos de cámara, en los filmes sobre/con samuráis de Kurosawa
los espectadores occidentales hallan una colorida pintura del alma humana,
idéntica en sus reacciones, en sus grandezas y en sus miserias, a las que han
tenido, y seguirán teniendo, hombres de todas las épocas. De ahí que Los siete
samuráis, Yojimbo o Ran tiendan a la universalidad, esquivando hábilmente su
férrea ambientación histórica en el convulso siglo XVI nipón, sacudido por
numerosas guerras civiles[1], y uno de los periodos históricos predilectos del
realizador[2]. Los cantares de gesta, los relatos de aventuras, el western o la más
fiera tragedia isabelina son evocados por Kurosawa a través del mundo
legendario y misterioso de los samuráis. Sin embargo, el autor de Dodeskaden
(1970) no sucumbe frente a la rigidez y lejanía del mito que, en ocasiones, se
muestra extraño, críptico. Kurosawa jamás pierde el sentido del relato ni se
remansa hasta el punto de perder el ritmo de la acción. Por eso, títulos como
Trono de sangre o Sanjuro, pese a su gravedad o a su liviano tono bufo,
reconstruyen el drama y la aventura en un plano mucho más fresco y
estimulante, sin las laceraciones que podría comportar una excesiva sumisión
hacia sus ricos y remotos orígenes culturales.

Yojimbo

Así pues, los filmes sobre/con samuráis de Akira Kurosawa nos desvelan a
un brillante narrador, cuya creatividad, rebosante de astucia, recursos y fuerza,
afianza el sentido práctico de la narración; es decir, su ética. Por eso, viendo
filmes como Yojimbo o Ran acuden a la memoria las agudas reflexiones de
Walter Benjamín (1892-1940) a propósito de «el narrador»: «La orientación
hacia un interés práctico es un rasgo característico de muchos narradores
natos, (…) De forma abierta u oculta, la narración lleva en sí su utilidad. Dicha
utilidad puede consistir a veces en una moral, otras en una indicación práctica
o, en ocasiones, en un proverbio o norma de conducta. En cualquier caso, el
narrador es un hombre que da un consejo a quien le escucha. Ahora bien, si
“dar un consejo” empieza a sonar anticuado hoy en día, la culpa la tiene el
hecho de que disminuye la comunicabilidad de la experiencia. (…) El consejo
entretejido en la tela de vida ya vivida, es sabiduría»[3].
Pero la sabiduría vital de Akira Kurosawa es además, y muy especialmente,
una búsqueda material, física, de la belleza. El torrencial aguacero bajo el cual
pelean los guerreros de Los siete samuráis, obligándolos a combatir inmersos
en un mar de mefítico lodo; la densa y dolorosa telaraña de flechas que atrapa y
elimina a Taketoki Washizu (Toshiro Mifune) en Trono de sangre, acercándose
trémulo a sus ejecutores, para caer postrado ante ellos en medio de una densa y
fantasmagórica neblina; las calles lúgubres y desérticas de Yojimbo, azotadas
continuamente por un viento arisco y sucio que levanta nubes de polvo capaces
de difuminar el desolador paisaje donde el ronin (samurái errante y sin amo)
Sanjuro Kuwabatake (Toshiro Mifune) impondrá el orden frente al mal; aquel
momento de Sanjuro en donde el ronin interpretado, una vez más, por Mifune,
hace gala de su ian-jutsu (arte de desenfundar la espada) y, con un movimiento
veloz y certero, asesta un tajo mortal a su enemigo, que se desploma en medio de
una estremecedora nube de sangre… La belleza en el cine de Kurosawa
sobre/con samuráis surge, como afirmaba George Santayana (1863-1952), del
cieno, la sangre y el calor del sol. Y al igual que para el filósofo hispano-
estadounidense, para el realizador nipón la exaltación de la emoción y la
naturalización de la belleza —de sus texturas y de sus materias— permite el
acceso a las otras esencias de las cosas, pues los valores estéticos no pertenecen
a otro mundo, trascendente e inefable, sino que son una manifestación humana
más, sometida a los dictámenes de la moral y de la razón. De ahí que, a
propósito de Trono de sangre, Manuel Vidal Estévez escribiera: «La niebla, el
viento, la lluvia, el bosque, expuestos en todo su exuberancia, configuran el
inclemente paisaje en el que brotará la desenfrenada pulsión de poder que
conducirá al crimen, a la locura y a la muerte. Un paisaje exasperado, presidido
por una atmósfera fúnebre que abre y cierra la película para señalar al discurso
como un circulo infernal sin posible salida. Kurosawa inscribe así la fatalidad
del afán de poder como tragedia plenamente inscrita en la naturaleza»[4].
Sobre la expresión de los propios sentimientos

Sanjuro

El universo legendario y violento de los samuráis no fue, en modo alguno, ajeno


a Akira Kurosawa. Su padre, Isao Kurosawa, era descendiente directo de un
distinguido clan de samuráis de Toholm, al norte del Japón, cuyos orígenes se
remontaban al siglo XI, además de oficial de la Academia Imperial de Toyama y
profesor de artes marciales, concretamente de kendo[5]. Influido por su
progenitor, Kurosawa fue toda su vida un destacado practicante de kendo —al
igual que Toshiro Mifune, protagonista de varias de sus películas sobre/con
samuráis—, a lo cual ayudaba su impresionante físico de 1.85 metros —tan
imponente como el de sus admirados Shingen Takeda, Nobugama Oda.
Hideyoshi, Motomari Mori…—, pero jamás se sintió tentado por la espada, por
la vida castrense, sino que se decantó por la pluma, por la vida del artista. Así
que empezó a estudiar bellas artes, pero el temor a no ser un buen pintor y su
interés por el cine le llevaron en 1936 a buscar empleo en los estudios Toho,
iniciando su carrera como ayudante del director Kajiro Yamamoto, curiosamente
cineasta especializado en comedias ligeras como Enoken no senman chojya
(1936) y Otto no teiso-haru kureba (1937). La armonía entre la pluma —su
Formación e intereses artísticos— y la espada —su estricta educación tradicional
de raíces samuráis— empezaba a confluir armónicamente, y buena prueba de
ello es que Kurosawa debutaría en calidad de director con La leyenda del gran
judo (1943), un violento y poético jidai-geki (película de tema histórico) en
torno al inventor del judo que cosechó un enorme éxito en taquilla, dando lugar a
una notable secuela. La nueva leyenda del gran judo (1945).
Los siete samuráis

Dos años después de Vivir, Akira Kurosawa decide cambiar de registro y


filma a lo largo de doce meses, en condiciones muy difíciles[6], Los siete
samuráis. Esta vez, el intimismo cede al fragor y al furor de una epopeya
sangrienta, donde el director realza la feroz acción individual de sus héroes
como único remedio contra la injusticia. Pero Kurosawa contempla escéptico la
épica violencia que marca el relato, pues la operación guerrera de los siete ronin
protagonistas es presentada como un impulso humanista valeroso y absurdo a un
mismo tiempo. Proteger a los desvalidos campesinos de la opresión a que son
sometidos por una feroz partida de bandidos exige a sus defensores el sacrificio
supremo de la muerte, en aras de una «ley moral» autoimpuesta. Pero también es
el producto de la desbordante exuberancia vital propia del héroe que, como diría
Nietzsche, «tiene mucho que dar a otros» simplemente porque le sobra, porque
no conseguirá vivir él solo tanta vida. Los héroes de Los siete samuráis, a
diferencia de los bandidos e, incluso, de los mismos campesinos —todos ellos
bárbaros que miran sus pasiones como su única razón de ser, incapaces de
domesticarlas ni comprenderlas, valorando su vida en función de su Ímpetu o de
su desesperación…—, son personajes emotivos, divertidos y un tanto trágicos,
llenos de fuerza.
Sin proponérselo, el éxito de Los siete samuráis revitalizó un género fílmico
muy popular en el Japón desde los inicios del cine silente, el chambara
—«palabra derivada de la onomatopeya “chan-chan barabara”, que representa
el ruido brutal del sable al cortar la carne humana», según explica Pascal
Vincent[7]—. Concretamente, el chambara florece a partir de 1927 gracias a
filmes como Oka seidan (1928) y Zanjin Zamba Ken (1930), ambas de
Daisuke Ito, o como Ronin-gai (1928) y Kubi no Za 1929), las dos dirigidas
por Masashiro Makino. Sus orígenes culturales más inmediatos hay que
buscarlos en el teatro kabuki[8] y en la literatura épica del periodo Kamakura
(1185-1338). Las narraciones bélicas Kamakura, de un lenguaje
maravillosamente vivido[9], gozaron de una gran popularidad entre nobles y
plebeyos ya que sus héroes, habitualmente samuráis y monjes-guerreros
budistas, eran glorificados a través de enérgicas acciones guerreras. Las
narraciones bélicas del periodo Kamakura eran algo más que un simple
entretenimiento; ejercieron una profunda influencia en la forja del carácter
japonés moderno al idealizar la temeridad, la lealtad y el desdén por la muerte.
Irónicamente, durante el conflicto bélico en el Pacífico el género decayó,
debido al auge de cintas bélicas más convencionales, rebosantes de propaganda.
Los pocos chambara escritos, producidos y dirigidos en aquel entonces tuvieron
que adaptarse a los ideales imperialistas y xenófobos del Japón en guerra, como
demuestra Kimiara tengu (1942), de Daisuke Ito, donde los villanos son un
grupo de gaijin (término despectivo con que los japoneses se refieren a los
extranjeros). Incluso personalidades ajenas al chambara, como Kenji Mizoguchi,
tuvieron que hilvanar un discurso conservador afín a los dictados de las
autoridades políticas y culturales de entonces. Su exquisita y poética La
venganza de los cuarenta y siete samuráis (Genroku chushingura, 1941),
basada en una leyenda popular japonesa, ilustra a la perfección el conflicto,
típicamente japonés, entre la lealtad personal y la obligación para con su país[10],
ensalzando la ética servil y marcial de los samuráis.
Tras el fin de la Segunda Guerra Mundial los responsables del ejército
norteamericano de ocupación, la SCAP (Supreme Command of the Allied
Powers) prohibieron todas aquellas películas «que favorezcan o representen la
lealtad feudal y la directa o indirecta aprobación del suicidio» y, por
consiguiente, según el especialista norteamericano David Desser, el chambara
desapareció[11]. Únicamente cuando los productores nipones, a raíz de la
extraordinaria acogida dispensada a Los siete samuráis tanto en Japón como en
Occidente, intuyeron las posibilidades económicas que entrañaba la
«resurrección» del chambara, éste volvió a las pantallas con fuerza inusitada.
Títulos como Harakiri (Seppuku, 1962), de Masaki Kobayashi; Nemuri
Kyoshiro sappocho (1963), de Tokuzo Tanaka; Zatoichi senryokubi (1964), de
Kazuo Ikehiro —protagonizada por un ronin ciego llamado Zato Ichi, personaje
que inspiró El justiciero ciego (Blindman, 1971), excelente eurowestern dirigido
por Ferdinando Baldi y protagonizado por Tony Anthony—; Dai-bosatsu tôge
(1966), de Kihachi Okamoto; Rebelión (Joi-uchi, 1967), de Masaki Kobayashi;
y muy especialmente, la trilogía de Hiroshi lnagaki, Samurái (Miyamoto
Musashi, 1954), Samurái 2 (Miyamoto Musashi: Ichijoji no ketto, 1955) y
Samurái 3: Duelo en la isla Ganryu (Miyamoto Musashi: Kettô Ganryû-jima,
1956), fueron algunos de los títulos que dieron fortaleza al género dentro de la
industria cinematográfica nipona hasta su desaparición «oficial» hacia mediados
de los setenta, con la saga Kozure Ôkami («Lobo Solitario»)[12]. Muy
afinadamente, David Desser apunta que los chambara de posguerra se acercaban
mucho al western occidental —de ahí que les fuera muy fácil tanto a John
Sturges como a Sergio Leone realizar Los siete magníficos (The Magnificent
Seven, 1960) y Por un puñado de dólares (Per un pugno di dollari, 1964),
sendos remakes de, respectivamente, Los siete samuráis y Yojimbo—, Desser
asegura muy atinadamente que el chambara es un género sumamente reiterativo
y predecible, que retrata un cosmos regido por la violencia y la anarquía y que es
esencialmente nihilista. «Ni la sociedad ni el individuo poseen valor alguno. El
heroísmo, en última instancia, carece de significado, así como la búsqueda de la
perfección tan típicamente samurái», subraya[13]. También afirma que el pasado
japonés es mitificado y que, en ese proceso, la historia desaparece, «dejando
paso a hombres violentos con espadas en una tierra de caos y heroísmo»[14].
Los siete samuráis

Más allá del placer de contar una historia, de la enseñanza vital que de ella se
derive, de la crispada búsqueda de una belleza, simplemente, del placer por la
aventura —cf. Los siete samuráis—, en los filmes sobre/con samuráis de Akira
Kurosawa existe, encubierto, un propósito o, si se prefiere, un mensaje. Bien es
cierto que el propio cineasta repudiaba este tipo de observaciones —«Cuando
tengo que enviar mensajes a alguien utilizo una carta. El cine no es un medio
para enviar mensajes a la gente», dijo en cierta ocasión[15]—, pero cintas como
Yojimbo o Ran expresan, sin duda alguna, los sentimientos de su autor,
independientemente de los vínculos que sus películas pudieran tener con el
chambara como género. Para los defensores a ultranza de la politique des
auteurs, el cine se concibe como la misión personal del cineasta. Sus
pensamientos, su visión del hombre y de la vida se trueca en cine y —mediante
otra vuelta de tuerca— el cine se redefine como algo que carece de valor si no
constituye un acto extremo, un riesgo. El cine, pues, se vuelve confesional,
exorcístico: un muestrario de las obsesiones más personales del cineasta. Así
pues, la experiencia directa guía de manera exclusiva el juicio moral de
Kurosawa para con sus samuráis y ronin; no sólo su resistencia a generalizar, a
vulgarizar, huyendo de los tópicos del chambara, permanece indomable, sino
que utiliza sus principales estructuras narrativas y visuales para construir un
universo épico intensamente personal. Dejando a un lado su filiación
shakesperiana, es obvio que Trono de sangre y Ran son relatos sobre/con
samuráis que, de manera elíptica, metafórica, reflexionan sobre la moral
tradicional de una sociedad determinada, en particular la clase dirigente nipona
—tema ya abordado directamente en Los canallas duermen en paz (1960)—,
desde una óptica sumamente oscura. En cambio, Los siete samuráis, Yojimbo y
Sanjuro, donde predominan los aspectos más lúdicos y espectaculares del
chambara, aunque sumamente estilizados, Kurosawa intenta hallar un hálito
para la esperanza al tomar partido por el individuo. Sus héroes pelean contra
todo aquello que puede anularlos y/o someterlos, se imponen al caos y rehúsan el
orden (injusto) de las cosas, ya sea por medios violentos o empleando la astucia.
Elementos altamente subversivos si tenemos en cuenta que, en el Japón, durante
siglos y aún en la actualidad, lo colectivo prevalece sobre lo individual y el
orden no se cuestiona, sino que se venera. De hecho, el sesgado humanismo de
Kurosawa hace que los sucesos de más vasto alcance se resuelvan gracias al
valor y a los cálculos de ciertos individuos, lo cual parece aportarle cierto
consuelo existencial y tal vez un mayor acicate para que despliegue su enorme
sabiduría artística.
La vía del guerrero y las trampas del poder

A lo largo del siglo XI, el crecimiento del sistema feudal japonés basado en la
lealtad personal y familiar hacia el daimio (señor feudal) trajo consigo el
afianzamiento de la figura del guerrero-caballero, el samurái («el que sirve»),
término utilizado por primera vez en el siglo X con el sentido de vasallo militar y
que fue adoptado de manera oficial a finales del siglo XII por el gobierno de
Kamakura, ya que su Departamento de Guerra se llamaba samurái-dokoro. Sin
embargo, los orígenes de la clase samurái se encuentran en el sistema Kondei,
establecido en el año 792, el cual reorganizó el ejército japonés asignando a los
diversos cuerpos de oficiales los jóvenes reclutados entre las familias nobles.
Estos oficiales iban a caballo, vestían armadura y usaban el arco y la espada. Se
adiestraban en Kioto, en el interior de un acuartelamiento especial —que aún
existe— llamado el Butokuden, que significa «sala de las virtudes de la guerra»,
construido en el año 782 por orden del emperador Kammu.
Ran

Los samuráis eran soldados que servían a señores civiles o militares,


vinculándose a ellos mediante un estricto código de honor, el bushido («la vía
del guerrero»), que exigía una absoluta lealtad hacia sus superiores. Se daba por
sentado, pues, que nada interferiría en el servicio del samurái, ni el amor a la
esposa y a los hijos, ni las obligaciones hacia los propios padres. Y menos que
nada debía afectar al samurái el temor a la muerte, Daidoji Yuzan sintetizaba así
este sentimiento de absoluto desprecio por la muerte: «Un samurái debe ante
todo tener constantemente en mente, día y noche, desde la mañana de Año
Nuevo, cuando toma sus palillos para desayunar hasta la noche del último día
del año, el hecho de que un día ha de morir. Esa es su principal tarea. Si es
plenamente consciente de ello, podrá vivir conforme a la Vía de la Lealtad y del
Deber Filial, se mantendrá libre de la enfermedad y de la desgracia y, además,
gozará de larga vida. También tendrá una personalidad distinguida y con
muchas cualidades admirables»[16]. En consecuencia, después de un fracaso u
otro hecho ignominioso, muchos samuráis preferían darse muerte seccionándose
el abdomen con su espada para tener un fin decoroso: esta práctica se llama
harakiri (corte de estómago). El suicidio ritual es parte del código del bushido y
se conoce como seppuku. La idea de que más vale una muerte honorable que una
vida infamada es parte muy importante de la mentalidad japonesa hasta el
presente.

Trono de sangre

La vida del samurái no se reducía sólo a la disciplina de su educación militar,


sino que abarcaba también un rico aprendizaje espiritual e intelectual. Los
samuráis cultivaron la escritura, la pintura y la filosofía. Algunas de las artes que
practicaban fueron el dibujo, la ceremonia de servir el té y el arreglo de plantas
(ikebana). No en vano uno de los más elevados principios de la disciplina
samurái, muy especialmente en tiempos de paz, era la destreza «en la pluma y en
la espada», lo que significaba alimentar la mente y el cuerpo. De ahí que la
educación básica de un joven samurái fuera, a un mismo tiempo, el estudio de
los clásicos chinos y de las técnicas de esgrima, disciplina recogida por el
principio Bunbu Ichi, es decir, «la pluma y la espada son uno».

Ran

La vía del guerrero, que los samuráis se esforzaban en practicar con absoluta
rectitud —y a la que renunciaban en tiempos de guerra, cuando sobrevivir
adquiría visos verdaderamente atroces[17]—, para Akira Kurosawa no es más que
una filosofía vacua puesta en evidencia a causa de incontables traiciones e
hipocresías. El samurái, protegido por su arrogancia, su armadura, su lanza y su
espada, parece inmune a la letal severidad de la batalla, pero es profundamente
débil a los siniestros fulgores del poder. La fidelidad al clan, a los nobles
preceptos del bushido o la estricta observación del principio Bunbu Ichi no
existen cuando la pendenciera ambición del samurái anda desbocada. Tanto en
Trono de sangre como en Ran, conforme indica Manuel Vidal Estévez, la
crueldad que requiere conquistar el poder y la devastación que provoca
mantenerlo son los temas que articulan la dramaturgia, con una sustancial
diferencia entre ambas películas: el factor fantástico, casi sobrenatural,
desaparece en Ran[18].
Asemejándose casi a una posesión diabólica, en Trono de sangre Taketoki
Washizu, guerrero de insuperable valor en combate —ideal perseguido por todo
buen samurái—, cae bajo el maleficio de una bruja/gaki (duende), quien le
confirma que pronto será rey, a pesar de que, por fidelidad a su señor, finja
sentirse disgustado por ello. «¡Qué extraños que son los hombres, que les aterra
mirar en el fondo de su corazón!», exclama con ironía la arpía/espectro. Ello
demuestra que Taketoki Washizu no es dueño de sus pensamientos y de sus
emociones, siendo altamente manipuladle[19]. El hechizo de la bruja/gaki;
culmina su terrible efecto —avivar la adormecida sed de poder de Washizu— a
través de Asaji (Isuzu Yamada), su siniestra esposa, cuya actitud indolente y
fúnebre recuerda a la del espíritu maligno que ha condenado a su marido.
Influido por los turbios consejos de Asaji, el mundo de Taketoki Washizu,
samurái hábil en el campo de batalla pero de extrema ineptitud en cuestiones
políticas, se transforma en un mundo de sangre y destrucción (Asaji,
completamente, desequilibrada, se lava desesperadamente las manos teñidas de
una sangre acusadora que sólo existe en su mente; el castillo de la Araña,
símbolo del poder anhelado por Washizu, es destruido hasta los cimientos por
sus enemigos…). Acobardado, solo y deshonrado, incapaz, pues, de dar un final
digno a su miserable existencia, Washizu perecerá bajo las flechas de sus propias
tropas, hartas del tirano.
«Los samuráis, cuyo deber es castigar a los bandidos y a los ladrones, no
deben imitar el proceder de estos criminales», escribió Daidoji Yuzan a
propósito de cuál debía ser el recto proceder de un samurái[20]. En Trono de
sangre, Taketoki Washizu se comporta como un bandido y un ladrón, pues
conspira para matar a su señor, a sus más leales camaradas y usurpar un trono
que no es suyo. El dolor del enemigo muerto, la destrucción de la vida y de la
paz, se adhieren a la memoria del infame samurái como una excitación molesta.
Manipulado por el destino, por voluntades y ambiciones ajenas a las suyas,
Washizu excava en sí mismo el abismo de la muerte. La primitiva crueldad, rica
en arbitrariedades, del Macbeth de William Shakespeare, se adapta como un
guante a la naturaleza de los samuráis para desmitificarlos, pues su prepotente
vitalidad, alcanzada por la fuerza de las armas, se basa en un principio
destructivo: desear la vida de los demás. Un principio que, en el caso de
Taketoki Washizu, acaba volviéndose contra él mismo.
Otro tanto le sucede al enérgico daimio Hidetora Ichimonji (Tatsuya
Nakadai) en Ran. El arrogante gesto con que Hidetora, acompañado por sus
hijos y sus más fieles samuráis, cabalga por la llanura durante la caza del jabalí,
al inicio de la película, empuñando su arco con agresiva jactancia —su rostro, en
el instante de apuntar la flecha contra el animal, deviene una inquietante
máscara…—, contrasta con su faz desencajada por el dolor —pálida como la de
un cadáver, con los ojos vidriosos y su canosa cabellera revuelta…— tras la
traición de Taro (Akira Terao) y Jiro (Jimpachi Nezu), sus vástagos más
ambiciosos y malévolos. Sus samuráis son zarandeados por la locura del poder,
sin otras motivaciones que lo susciten; algo así como si la irracionalidad del
poder fuese su paradójica racionalidad[21]. No obstante, la traición de los hijos de
Hidetora es un reflejo casi fantasmal de una existencia erigida sobre la guerra, el
odio y la desconfianza que, durante décadas, sus innumerables crímenes
provocaron. Inspirada, como es notorio, en El rey Lear de Shakespeare, según
Kurosawa el verdadero protagonista de Ran, Hidetora Ichimonji, «es menos
trágico que Lear porque no es una víctima inocente del destino, sino que tiene
graves culpas que expiar. Sus desventuras tienen cierta justificación ética…»[22].
Y una vez más, la mirada del cineasta nipón sobre el universo de los samuráis
deviene cruel: el agitado pasado bélico de Hidetora —que el anciano evoca con
innegable añoranza— es el fruto de su recta observación del código samurái. «El
campo de batalla es mi morada habitual», escribió un famoso guerrero, Baba
Mino, en el siglo XIV[23]. El (des)orden político y moral de Ran está íntimamente
ligado a la violencia, y la violencia es lo que, incontestablemente, da sentido a la
vida de un guerrero. Al igual que Taketoki Washizu en Trono de sangre,
Hidetora Ichimonji no podrá realizar el seppuku, ya preso de la demencia, al
verse rodeado y vencido por sus enemigos, sus hijos, y al mismo tiempo que sus
hombres perecen defendiendo a su señor.
Trono de sangre

El mundo de los samuráis era, como en cualquier sociedad guerrera del


pasado, un mundo de hombres vedado por completo a las mujeres, donde la
camaradería, la amistad e, incluso, el sexo, tenían lugar únicamente entre
hombres[24]. Pero antes de la vergonzosa sumisión a la que serían sometidas las
mujeres japonesas a partir del siglo XIV, éstas desempeñaban un papel destacado
en la política y en la guerra, esperándose de ellas que mostraran la misma lealtad
y valentía que los varones. Así pues, lejos de cualquier tentación misógina,
Akira Kurosawa otorga a las mujeres un papel destacado en Trono de sangre y
Ran, pues ellas, supuestamente relegadas a un segundo plano —son,
literalmente, «el reposo del guerrero», en calidad de esposas o concubinas—,
poseen la suficiente astucia como para precipitar a los orgullosos samuráis a un
abismo de sangre y pasiones desordenadas, pese a su vano convencimiento de
dominar la situación en cada momento. Si Asaji en de modo mucho más
naturalista, el personaje femenino de Kaede (Mieko Harada), nuera de Hidetora
Ichimonji, esposa de su hijo Taro y, posteriormente, amante de su cuñado Jiro,
también manipula a los líderes del clan Ichimonji para devastarlo. Sin los
amaneramientos dramáticos del Nô, Kaede no es un monstruo casi sobrenatural
como Asaji, sino, en palabras del mismo Kurosawa, «una mujer que se venga.
(…) Hidetora ha destruido el feudo de su padre y su familia y, por venganza —
apunta el realizador—, ella quiere destruir el clan de Hidetora. No lo hace por
ambición. (…) Detrás de cada hombre político se esconde, en la sombra, otro
dispuesto a manipularlo. ¿Por qué ese malvado consejero no podía ser una
mujer?»[25].

Ran

Trono de sangre es un alter ego, por una parte, del gaki que ha hechizado a
su esposo, la mujer se presenta también como un «doble» de Washizu, pues ella
dice en voz alta lo que el atribulado samurái se empeña en callar, maquinando
las traiciones que él luego ejecutará. Su complementariedad es resaltada
cinematográficamente por Akira Kurosawa mediante el contraste: Asaji habla
con un tono de voz apagado y monocorde, mientras que Taketoki Washizu recita
sus diálogos de manera exaltada y gutural; la mujer apenas se mueve, y cuando
lo hace, sus escasos movimientos corporales y faciales atienden a una estudiada
coreografía acorde con su maldad; en cambio, el hombre cae fácilmente en la
agitación, en el histrionismo, y su rostro se retuerce asombrosamente como si
fuera una máscara Nô. Interpretada Trono de sangre y Ran trasladan el mito del
samurái a un plano trágico rebosante de agresividad, deshonor y muerte. Pero el
proyecto artístico de Akira Kurosawa, tan insolente con la memoria de sus
antepasados como subversivo cinematográficamente, va mucho más allá de la
simple dramaturgia. El espíritu de las heroicas narraciones del periodo
Kamakura es sustituido por las sombrías fantasías de un literato occidental; un
género tan intrascendente y popular como el chambara es elevado a arte
pluscuamperfecto al mismo tiempo que el siempre pomposo jidai-geki —
habitualmente ambientado en el periodo Tokugawa (1603-1897), durante el cual
Japón se encerró en sus fronteras aislándose del resto del mundo— se transforma
en un vigoroso fresco histórico sobre las guerras civiles que asolaron al país
nipón a lo largo del siglo XVI; el tema predilecto de los jidai-geki, las tensiones
entre el giri (el deber respecto a la sociedad, respecto al clan) y el ninjo (deseos
y sentimientos personales), cede su lugar a una exploración del espíritu humano
en toda su crudeza, sin maquillaje, ofreciéndonos un cuadro quizás demasiado
brutal, pesimista, que actúa en cierto modo en un sentido catártico; los orígenes
estéticos del chambara, hondamente enraizados en el teatro kabuki, son
sustituidos por la plástica ritualidad del teatro Nó[26] —especialmente en Trono
de sangre—, donde el menor gesto suscita una emoción de gran intensidad.
En el Japón, las cosas tienen un orden, los valores, grados de primacía y las
personas, un puesto. El orden del mundo debe ser lo más previsible posible. Pero
en Trono de sangre y Ran el orden es dinamitado por los imprevisibles
caprichos del corazón humano y, en consecuencia, la tradición estética nipona,
sustentada en la ascética armonía y suavidad de formas, en una grácil ritualidad,
es sustituida por un agresivo barroquismo visual —de una exaltada sensualidad y
espiritualidad fílmica— donde triunfan la abigarrada composición de los planos,
la violencia cromática y el agudo contraste de los juegos de luces y sombras.
Una expresividad eminentemente subjetiva que subraya las profundas
contradicciones políticas y morales de un mundo desgarrado por sus pasiones y,
quizás por ello, Kurosawa lo filma como impelido por un raptus, por una fuerza
que le lleva a crear movido por las sensaciones, las ideas y, finalmente, las
formas. De ahí la inquietante belleza del ejército convertido en un bosque que se
mueve en Trono de sangre —con esa vegetación agitándose entre la niebla—, o
de la atroz batalla entre la guardia de Hidetora y las tropas de sus hijos —un
baño de sangre sin el sonido de la batalla, solamente el triste adagio compuesto
por Toru Takemitsu—, despreciando cualquier regla a favor de la emoción, la
abstracción y la imaginación.
En un pueblo carente de creencias trascendentales, la justeza de lo inherente
es la manera de lograr la perfección moral. Por eso los samuráis abrazaron el
zen, porque sólo un alma pura es capaz de blandir con seguridad una espada. Tal
espiritualidad les facilitaba la muerte del «yo», pues mientras quede un resto de
conciencia en el alma de quien maneja una espada, dicha espada titubeará. Pero
en Trono de sangre y Ran la serenidad y el equilibrio del zen desaparecen ante
la irrupción del individuo y del «yo»; son los hombres, enfrentados a la
incertidumbre de un futuro inaprensible y oscuro, quienes empuñarán las
espadas vacilantes contra sus miedos y fantasmas. No es casual, pues, que tanto
Taketoki Washizn en Trono de sangre como Hidetora Ichimonji en Ran, el
primero próximo al fin, el segundo ya trastornado, den tajos al aire con sus
katanas, en liza contra adversarios invisibles.
El justiciero nómada

¿Qué es un ronin? Traducido literalmente, el término significa «hombre errante»,


individuo cuyo destino está regido por la casualidad y la inseguridad. No
obstante, el término ronin designa desde el siglo XIII a un samurái vagabundo
que, por azares del destino, carece de señor. Para los samuráis, donde toda
interacción social está regida por estrictos límites y normas, ser ronin es una
aberración. Y como resultado de ello, muchos samuráis prefieren ignorar la
existencia de los ronin. Un auténtico guerrero, piensa el samurái, debe defender
sus tierras y las de su señor, obteniendo títulos y prebendas mediante el combate.
Pero un ronin no posee tierras ni títulos, como tampoco debe rendir cuentas a un
señor. Aunque sigue siendo un guerrero, un samurái, obligado a ganarse el
sustento, ya que no puede vivir del diezmo. A causa de ello, y de su marginación
social, algunos ronin se convertían en mendigos, alcohólicos, bandidos o
asesinos a sueldo.
La manera más sencilla que hay para que un samurái acabe siendo ronin es a
través de la destrucción de su clan o por culpa de una fatalidad. A menudo, el
ronin se empeña en demostrar su valía para poder jurar lealtad a un clan,
convirtiéndose de este modo en un verdadero y auténtico samurái. Sin embargo,
pocos daimios están dispuestos a sentar un precedente así permitiendo que un
ronin se integre en su clan. A menudo los ronin son enviados a ciertas misiones
con la promesa de la admisión, para luego negársela arguyendo cualquier
arbitrariedad.
Bajo la luz enigmática y trágica que modela, con notables claroscuros, la
figura del ronin, Akira Kurosawa realiza varias de sus películas más
emblemáticas, como son Los siete samuráis, Yojimbo y Sanjuro. Películas
sobre las que prevalece una concepción lúdica del espectáculo, áspera y distraída
a un mismo tiempo, impensable en Trono de sangre y Ran, cuya violenta
solemnidad y grave pesimismo decantan abiertamente el relato hacia un drama
filosófico próximo al pensamiento fatalista de Camus o Malraux, por utilizar un
accesible referente literario occidental, «Todos los filmes japoneses tienden a ser
assari shite iru (ligeros, normales, simples pero sanos), igual que el ochazuke
(arroz con té verde), pero creo que deberíamos variar un poco nuestra
alimentación y hacer nuestras películas más sabrosas. Por eso, cuando hice Los
siete sumuráis tenía ganas de hacer un film lo suficientemente entretenido como
para nutrir al espectador», declaró Kurosawa[27]. Y ésta fue una emoción que,
sin duda, conservó a la hora de rodar Yojimbo y Sanjuro.

Yojimbo

A la vista de ello, queda por preguntarse si tal emoción merma el rigor


artístico de su obra, contaminada por elementos irrisorios o irrelevantes. Por
supuesto que no. Ocurre que en Los siete samuráis, Yojimbo y San juro los
hechos que conforman el relato no son anecdóticos sino que ocurren en primer
grado, y los personajes no son tipos pintorescos excepto por su apariencia
exterior. Entonces, ¿qué hay detrás de los hechos y del pintoresquismo paisano
de los ronin?
En primer lugar, la aventura y su «fisicidad», presentada como un enigma
ante el cual se bloquea cualquier juicio histórico, moral o social, como una
forma algo confusa y estilizada de anarquía, como una realidad sin reversos, sin
abstracciones. El cineasta japonés elude la inquietante seriedad del caos y la
nada, esencia de Trono de sangre y Ran; renuncia, en suma, a la tragedia,
sustituyendo su carácter psicológico desagradable por el vitalismo de la acción y
un inconfundible trasfondo irónico, dejando a un lado, incluso, cualquier
problematización moral sobre la representación de la violencia (especialmente en
Yojimbo y su continuación Sanjuro, donde la cámara capta sin énfasis, sin
sadismo, los miembros cercenados de los caídos en combate, o la sangre que
brota, como de un manantial, de las heridas abiertas…).
Y, en segundo lugar, tenemos esa abrupta ruptura con las convenciones del
chambara, con su estilismo imperturbable un tanto sospechoso que esconde una
exaltación de viejos mitos escatológicos y soteriológicos —la lucha victoriosa
del bien contra el mal—, impregnada de un sordo fatalismo ligado a la condición
nómada del ronin. De hecho, los ronin de Kurosawa no se lamentan jamás de su
condición de outsiders, de su vagabundeo heroico sin raíces en ningún lugar,
sino que se enorgullecen de ella, como símbolo de su fuerza e independencia.
Casi parecen ilustrar aquel antiguo poema haiku que dice: “Decís que soy un
hombre sin señor. Estáis equivocados. Yo soy mi propio señor”[28]. Lejos de la
agresiva amoralidad y torvo conservadurismo de ciertos títulos representativos
del género[29], las películas sobre/con ronin de Akira Kurosawa contienen
reflexiones esmeradas y a menudo irónicas sobre el género y los elementos
culturales que lo forman, ceñidas a los cánones de la cultura moderna (más
consciente de sí misma, de su magnitud). No es gratuito, pues, que el héroe de
Yojimbo esté desprovisto de cualquier hueca majestuosidad —Mifume gesticula
como si la ropa del kimono le incomodase, se rasca la cabeza en actitud
pensativa y observa divertido las acciones de todos los risibles individuos que se
disputan sus servicios—, o que la narración del mismo film se estructure
alrededor de una singular paradoja: focaliza su atención en estos guerreros sin
amo durante un periodo de «relativa» paz.
Además, Akira Kurosawa polarizó en sus películas sobre/con ronin los
sentimientos antimilitaristas desarrollados por una parte importante de la
población nipona a lo largo de la inmediata posguerra. Sentimientos que
cuajaron en el cine de géneros populares y, fundamentalmente, en el chambara,
el cual, según apuntan especialistas como David Desser o el dúo formado por
Joseph L. Anderson y Donald Richie[30], destruyó la nostálgica alienación
provocada por los dramas históricos, los jidai-geki. Aunque ambos géneros
comparten argumentos, contexto histórico y cierta tendencia a la desesperanza,
el chambara se erige en un cine claramente antifeudal, desvelando los
mecanismos de presión ejercidos por el poder feudal y sus nefastas
consecuencias. Sus héroes, los ronin, ya no son simples muñecos zarandeados
arbitrariamente por el destino, sino férreas voluntades individuales que
arremeten contra injusticias nítidas y definidas. Desser, por ejemplo, asegura que
tanto Harakiri como Rebelión son los ejemplos más claros de esta
tendencia[31]. Sin embargo, conviene matizar que Los siete samuráis fue su
clara precursora, pues ya su fuerte carga humanística se les anticipa en algunos
años. Humanismo que las restantes películas sobre/con ronin de Akira Kurosawa
prosiguieron y profundizaron.
A diferencia de los samuráis de Trono de sangre y Ran, los ronin de Los
siete samuráis, Yojimbo y Sanjuro carecen de arrogancia, de armadura, de
lanza y, en ocasiones, hasta de espada, dando una notable impresión de fragilidad
ante la letal severidad de la batalla. No obstante, son profundamente poderosos a
la hora de plantar cara a los siniestros fulgores del poder, es decir, de la
ambición, la vileza y la corrupción. La vía del guerrero, que los samuráis se
esforzaban en practicar con absoluta rectitud, es para ellos una auténtica religión
que los aparta de la traición y de la hipocresía. Por ejemplo, en Yojimbo, diríase
que Sanjuro Kuwabatake es un personaje cínico y despiadado porque practica el
doble juego, alquilando sus servicios alternativamente a las dos bandas de
rufianes enfrentadas por el dominio del comercio de la soja y el sake. Pero
Sanjuro protege a las familias indefensas, nunca ataca a traición y actúa movido
por un sentido de la caballerosidad que nada tiene que ver con la insaciable
rapacidad de sus oponentes.
En Los siete samuráis, una cruel partida de bandidos saquea regularmente la
aldea y los graneros de unos míseros campesinos. Hartos de pasar hambre y de
sufrir innumerables vejaciones, los desdichados lugareños deciden reclutar a un
grupo de ronin para que los defiendan. No pueden ofrecerles mucho; apenas un
puñado de arroz y unas destartaladas cabañas donde cobijarse y, quizás, una
muerte rápida. Tras reiterados rechazos por parte de diversos ronin, topan con
Kanbei (Takashi Shimura), un viejo samurái que ha vivido y peleado mucho,
demasiado, y que decide ayudarlos reclutando a otros cinco compañeros. El
séptimo ronin, Kikuchiyo (Toshiro Mifune), es un aspirante a samurái hijo de
campesinos, pendenciero y borrachín, que es aceptado por el grupo debido a su
coraje.
Los héroes de Los siete samuráis planean su estrategia en fruición de las tres
principales virtudes del samurái; astucia, compasión y valor. Y aunque no
pertenecen al establishment feudal que ampara a los samuráis, los ronin siguen
escrupulosamente el bushido —a diferencia de los desdichados protagonistas de
Trono de sangre y Ran—, cuyo último objetivo es llegar a «ser libre del
miedo» y, más concretamente, del miedo a la muerte. Esto les da la armonía
espiritual necesaria para cumplir noblemente el objetivo que se han impuesto.
Siendo el «deber» la prioridad del samurái, el film indaga en la intimidad de
cada uno de ellos en su búsqueda de la perfección moral, en las contradicciones
y las paradojas de semejante búsqueda. Los siete personajes representan a la vez
un tipo universal humano y un tipo particular de guerrero: desde el ronin
experimentado y sabio, hasta el novato impetuoso e irreflexivo, desde Kyuzo
(Seiji Miyaguchi), el maestro de la espada, siempre callado y observando, hasta
el histrionismo de Kikuchiyo, el arrogante aprendiz de samurái.

Sanjuro

No obstante, la imagen del ronin que Akira Kurosawa honra en sus películas
alcanza su más perfecta plasmación cinematográfica en Yojimbo. El azar,
elemento capital en la vida del ronin[32], es el motor de la ficción —por eso
Sanjuro, al llegar a un cruce de caminos, lanza una vara al aire con el objeto de
decidir por cuál de los dos senderos proseguirá su marcha—, y el pragmatismo
ante la adversidad, espoleado por un acuciante deseo de sobrevivir, el origen de
su atemperado cinismo. Por ello Yojimbo es una fábula moderna narrada con un
estilo seco y directo —el alma humana es presentada bajo una óptica claramente
pesimista, sombría, a pesar de la ligereza del tono del relato, de su barniz irónico
—, muy alejada de la fantástica estilización del cine nipón «clásico». Fantasía
bélica algo demencial, cuyos personajes, empero, son de carne y hueso, seres
humanos que piensan, hablan y actúan de manera perfectamente verosímil,
Yojimbo sustituye el opaco romanticismo de Los siete samuráis por un
realismo a ratos hiriente por su crueldad y violencia, a ratos sarcástico por su
desprecio hacia las convenciones de un género poco maleable. Sin ir más lejos,
Sanjuro, a diferencia de otros héroes del chambara, no es el demiurgo de la
acción, ya que los villanos operan a sus espaldas y miden cautelosamente sus
contraataques, a la vez que el esquivo ronin recibe ayuda de otros personajes
más humildes, como el tabernero Tazaemon (Kamatari Fujiwara). Aún así,
Sanjuro continúa siendo un héroe a su pesar, porque es hombre de honor por
instinto, por necesidad, casi sin pensarlo y, claro está, sin decirlo.
Los siete samuráis

Incluso en un género como el chambara, todo alcanza su perfección cuanto


más despojada de adornos es la estructura fílmica del relato, su entramado
narrativo, su moraleja, porque es como la materia prima con que está construido
un templo budista en Japón. La madera, la piedra, han sido mínimamente
trabajadas; el templo puede deshacerse y rehacerse tal y como fue antes, para
demostrar que todos los pedazos del universo pueden caer uno por uno pero
siempre hay algo que queda. No obstante, Yojimbo destruye esa certeza y la
suplanta por una enérgica exuberancia cinematográfica —los rostros como
máscaras de los actores, las abrumadoras explosiones de violencia repletas de
gestos bestiales, ese hostil viento que azota las sucias calles del villorrio, el
decrépito diseño del decorado, el sincopado montaje donde los planos medios
parecen aprisionar a los personajes, la acompasada música de Masaru Sato…—,
que convierte la trama, su filosofía, en materia sólida vilmente manipulada por
su autor, sin posibilidad de fragmentación, pues el universo creativo de
Kurosawa, poético y trágico a un tiempo, intenta desvelar lo inasible de la
naturaleza humana.
En Yojimbo hay calculadísimas concesiones a la facilidad, a la
superficialidad, al efectismo. Pero una vez admitida la honestidad del autor en
este sentido —el espectáculo es uno de los objetivos del film pero, por fortuna,
no el único—, nos percatamos de que estas concesiones vienen dictadas por la
propia dinámica del relato. Las imágenes expresan con severidad y sangre fría,
con insensibilidad sólo aparente, algo en extremo curioso: Yojimbo es una
historia entre hombres fuertes y duros, para quienes sería humillante y nada viril
cualquier gesto de delicadeza. Es lógico, pues, que los sentimientos nobles, los
actos desinteresados, se exhiban con un cierto pudor.
Y puestos a dinamitar las estructuras de un género tan rígido como el
chambara, basta eludir las tradiciones literarias y cinematográficas atendiendo a
otras voces, otros ámbitos culturales, para extraer de ellos los elementos más
significativos de Yojimbo. Con maligna insistencia, siempre se ha destacado el
carácter de remake inconfeso, próximo al plagio, de Por un puñado de dólares
respecto a Yojimbo. Sin embargo, ¿hay alguien que se haya atrevido a denunciar
las fuentes de inspiración del maestro nipón, buen conocedor de la cultura
occidental? Si la influencia de Cario Goldoni, (1707-1793) y su más notoria
pieza teatral, Arlequín, servidor de dos patrones (1753), puede antojarse un tanto
peregrina en la obra de Kurosawa —fruto, quizás, de una destemplada erudición
—, no lo parece tanto cuando se comprueba la profunda admiración del
dramaturgo italiano hacia William Shakespeare. Así se explica que Goldoni
construyera su Arlequín tal y como el autor de Stradfford-Upon-Avon lo hacia
con sus más queridos personajes de comedia; es decir, «sin estar sujeto a las
leyes naturales del espacio y del tiempo, posee el don de lo ubicuidad, (…) se
ríe de los negociantes y de los enamorados, de la ambición y del poder. Y es
independiente, porque ha comprendido que el mundo es algo bufonesco»[33]. En
definitiva, tal y como Kurosawa concibió el personaje de Sanjuro.
También el western norteamericano, como es público y notorio, aviva la
trama y el estilo de Yojimbo, pero no tanto el de John Ford —uno de los
cineastas de cabecera de Kurosawa— como el western manierista de Anthony
Mann, Robert Aldrich, Delmer Daves o John Sturges, donde los héroes viven
prisioneros de sus propias contradicciones, y que las imágenes expresan de
forma violenta, a través de la crispada interpretación de los actores, un montaje
con vivaces cambios de ritmo y una composición del plano casi expresionista.
Aunque si existe una influencia clara en Yojimbo, y no sólo a nivel argumental,
ésa es la de Dashiell Hammett (1894-1961) y la de su excepcional novela
Cosecha roja (1929). Kurosawa hizo suya esa idea tan hammettiana de «ver» el
ambiente en que se mueven los personajes con singular agudeza —la América de
la prohibición en el texto del escritor estadounidense; el caótico siglo XVI en el
film del cineasta japonés—, dotándolo de una notable dimensión poética que no
prescinde de la brutalidad ni de las más bajas pasiones.
El éxito de Yojimbo llevó a Kurosawa a retomar un guión previo que debía
ser producido por él y realizado por uno de sus ayudantes de dirección,
Hiromichi Horikawa. El resultado fue Sanjuro, cinta que repite diversos temas y
motivos visuales de su antecesora, pero con mayores dosis de humor que escoran
la película claramente hacia la comedia. Otra vez el personaje de Sanjuro se
halla entre los dos extremos de un conflicto, aunque ahora ambos bandos no son
igualmente reprobables sino que están polarizados entre unos inexpertos y
nobles samuráis y los corruptos sicarios del «chambelán» Matsuta (Yanosuke
Ito). Sanjuro, obviamente, se pone de parte de los primeros, aunque antes debe
darles un par de lecciones acerca de lo engañosas que son las apariencias, de lo
peligroso que puede ser tomar las armas de manera irreflexiva y temeraria. Así,
Sanjuro es una ácida parodia, con todas las de la ley, del chambara como
género, que pone en la picota su trasfondo belicista y veladamente reaccionario.
Un arriesgado paso adelante de ese taimado espíritu experimentador que marca
la aproximación a los samuráis, a los ronin, de Kurosawa. En Sanjuro el humor
y el ritmo leve, sincopado, de la acción prevalecen sobre el tratamiento realista
de la ficción, diluyendo el poso amargo de la anécdota a favor del espectáculo,
de la ironía.
La libre mirada cinematográfica de Akira Kurosawa al universo de los
samuráis se opone tanto a la «tradición» como al «cine» y, en consecuencia, hoy
la reconocemos como emocionante, reflexiva e innovadora. No es por azar que
títulos como La fortaleza escondida, Yojimbo o Ran sean el velado referente
para cineastas tan dispares como Chen Kaige —El emperador y el asesino
(Jing ke ci qin wang, 1999)— o Sung-Su Kim —Musa (2001)—, cuyo obvio
talento para el espectáculo es incapaz, por otra parte, de mezclar tragedia,
aventura existencial, reflexión e ironía, sazonadas con una pizca de crueldad. Ese
es un arte que sólo conocen los maestros como Kurosawa.
Shakespeare: representación e imagen
Sara Torres

Badira sortzaile batzuk elkar ulertzera kondenatulta dandenak, mendetako distantziak eraginda
elkarrengandik urrun egon arreu. Horixe da Shakespearen eta Kurosawaren kasua. Batak
gizakia bere dramen erdian kokatzea lartu zuen: besteak. Shakespearen gizakia bere
pelikuletara eramatea.

Ran

E l teatro clásico griego y romano produjo una galería de extraordinarios e


inolvidables «personajes» dramáticos, llenos de complejidad y fuerza, unas
veces terribles y otras veces burlescos, que parecen ejemplificar todas las
pasiones, fatalidades y formas de ridículo de que somos capaces los humanos.
Entonces, ¿cuál fue la tarea de Shakespeare? ¿Acaso aportar nuevos personajes o
poner al día, modernizados, los personajes de la tragedia y la comedia clásicas?
No: la tarea genial de Shakespeare fue convertir en el escenario los personajes en
«personas». Sus protagonistas (y aún más sus figuras secundarias) pierden los
coturnos estereotipados que los alzaban antaño por encima de la estatura humana
y quedan a nuestro mismo nivel, mirándonos a los ojos por decirlo así. Se cargan
no sólo de contradicciones o matices paradójicos en su motivación, sino de una
pluralidad de identidades que a veces provocan y otras veces son provocadas por
las peripecias de la acción dramática.

Ran

¿Cuál es la diferencia —teatralmente hablando— entre un «personaje» y una


«persona»? Pues que dentro de cada persona hay siempre diversos personajes,
que pugnan entre sí, se superponen y a veces forman mestizajes alarmantes.
Cada personaje tiene su desarrollo dramático, pero dentro de la persona los
personajes se enfrentan y polemizan unos con otros. Pasar del personaje a la
persona es «interiorizar» el teatro: no subir al escenario el espíritu, sino convertir
el espíritu en escenario. Aunque abunden las acciones y los sucesos dramáticos
en Shakespeare, siempre da la impresión de que la mayor actividad sucede en el
interior de sus protagonistas. Por eso el teatro clásico nos admira e impresiona,
pero el teatro de Shakespeare se nos mete «dentro» y nos obliga a identificamos
no con tal o cual personaje, sino con esas personas llenas de personajes que
vemos y escuchamos en la representación. Todos somos así teatros y llamamos
«alma» al foro íntimo en que se representan las tragedias o comedias que
vivimos. Allí resuena, incansable, la voz poética que dialoga consigo misma, que
se burla, se amenaza o se previene… que a veces no se escucha a sí misma hasta
que ya es demasiado tarde.
Por supuesto, el «truco» de Shakespeare —si no resulta demasiado
irreverente denominarlo así, y que Harold Bloom me perdone en caso contrario
— es combinar la avidez materialista de los paganos por el goce y el poder con
el invento cristiano que constituye la especialidad de la casa: la conciencia. Los
héroes y antihéroes shakesperianos se preocupan muy poco de la religión y sus
dogmas, pero practican el examen de conciencia como si en ello les fuera su
salvación eterna. Los autores griegos y después los romanos que les imitaron
hablaban del destino, así como del carácter que constituye el destino concreto de
cada uno de los personajes dramáticos. Por su parte, san Agustín, inventor en sus
Confesiones del examen de conciencia y de los múltiples «yoes» que hay dentro
de cada yo, habló de nuestro cor irrequietum, el corazón inquieto al que nada
contenta y que se debate sin cesar en este mundo. Las criaturas de Shakespeare
padecen juntamente la fatalidad pagana y el corazón que se mira
permanentemente a sí mismo, desdoblándose en imágenes diversas y
antagónicas sin encontrar sosiego. La fatalidad de la ambición arrastra a
Macbeth, pero es su corazón lo que no le permite dormir tras su crimen. Desde
luego el cristianismo de Shakespeare no es religioso sino «cultural»: lo aprendió
de Montaigne, a quien leyó en la traducción de John Florio (en su ejemplar de
los Ensayos está una de las pocas firmas que se conservan del dramaturgo).
Montaigne, el cristiano escéptico, que se convirtió a sí mismo —a sus diversos
«yoes»— en la materia de sus reflexiones y dijo que él no podía describirse
como algo fijo, estable, sino como una realidad ondulante y diversa: no un «ser»
sino un «pasar»… siempre pendiente de intentar describir la inquietud del
corazón sin reposo.
El novelista inglés Anthony Burgess solía contar una significativa anécdota
de sus tiempos de profesor de literatura en extremo oriente. Dice que a sus
alumnos de esas latitudes les resultaban incomprensibles cosas como el famoso
verso de Eliot «abril es el mes más cruel», porque ellos no veneraban a ningún
profeta que hubiese sido crucificado en esa fecha; en cambio se apasionaban con
la tragedia de Macbeth como cualquiera de nosotros. Y es que la revelación
shakesperiana fundamental —que cada persona alberga identidades
contradictorias, que nuestro destino mortal está acompañado de una incesante
exploración de la diversidad de nuestros motivos y nuestros anhelos— no es
exclusiva de una cultura determinada, sino que de inmediato suscita la
«adhesión» perturbadora de cualquier persona humana. En este sentido merece
Shakespeare la hiperbólica calificación que le otorga Harold Bloom, la de
«inventor de lo humano». Y por ello no debe extrañarnos que un cineasta
japonés como Akira Kurosawa haya realizado algunas de las mejores versiones
filmadas de obras de Shakespeare —Trono de sangre (1957), Ran (1985)— y
siembre muchas otras de sus películas de conflictos, situaciones y expresiones
que nos recuerdan inevitablemente la huella del dramaturgo isabelino, como en
Los canallas duermen en paz (1960) o Vivir (1952).
Es significativo, como ejemplo de esta
universalidad, examinar el caso de las filmaciones de
Macbeth. Sin duda, Macbeth es un caso claro de
«persona» shakesperiana: desde luego se porta como
uno de los traidores y asesinos más sombríos creados
por el autor, pero también es un enamorado que
depende casi de modo infantil de su mujer, un
caballero valiente que comprende sus obligaciones de
lealtad a su rey hasta cuando las conculca, un espíritu
romántico «a lo Byron» obsesionado por la muerte y
la inanidad de la vida, un primitivo curioso de
brujerías y propenso a la sugestión de los espectros,
etc. Dentro de él pugnan y se contradicen personajes
Trono de sangre diversos. Y Lady Macbeth es implacable en su
ambición y tierna en el amor, femeninamente seductora y virilmente decidida a
tareas atroces, capaz de cometer actos horribles pero incapaz de soportar el
recuerdo de los horrores cometidos… Como señala Harold Bloom, constituyen
paradójicamente la única pareja de amantes realmente bien compenetrados y a su
modo felices de toda la obra de Shakespeare. Los dos forman una pareja
protagonista inseparable, que se potencia y se explican uno a otro, aunque no
siempre los directores cinematográficos hayan mantenido este equilibrio deseado
por Shakespeare.
Quizá quien mejor muestra toda la riqueza de Lady Macbeth sea Román
Polanski, en su película realizada después de las versiones dirigidas por Orson
WeIles y Akira Kurosawa. Su Lady Macbeth es joven (podemos suponer que
tanto ella como su marido debían serlo en la imaginación de Shakespeare
también) y utiliza las artes femeninas en toda su extensión (lágrimas, caricias,
coquetería… incluso aparece desnuda durante unos momentos terribles), pero
cuando corresponde exhibe ferocidad y energía de auténtico guerrero. Por su
parte, Kurosawa no le da menos importancia a Lady Macbeth, pero la transforma
sutilmente de acuerdo con su propia perspectiva cultural, sobre todo a partir de
las pautas del teatro Nô, presentes en esa figura como en ninguna otra de la
filmografía del autor. La Lady Macbeth japonesa es el personaje que más habla
en la película —tan parca en diálogos por otra parte—, pero no se dedica tanto a
alentar la mera ambición de su marido como a recordarle el peligro que corre si
su actual señor se entera de que le han profetizado hacerse con la corona.
Después de todo, también ese mandatario ha conseguido el poder a base de
asesinar a su anterior jefe y bien puede hacer lo mismo con cualquier aspirante a
su poder… De modo que la Lady Macbeth de Kurosawa incita a su marido no
tanto desde el desnudo afán de poder como revistiendo a éste de legítima
defensa.

Trono de sangre

Y además alcanza mayores cuotas de crueldad que en otras versiones de la


obra. Tanto en la pieza teatral como en las películas de Welles o Polanski, es el
propio Macbeth quien prolonga la cadena de crímenes asesinando a Banquo, a la
mujer y los hijos de MacDuff, etc., dejando a su esposa en la ignorancia de esta
retahíla perversa que parece no ir a terminar jamás. En cambio en la película de
Kurosawa parece ser Macbeth quien desea cortar de una vez con los asesinatos y
adoptar (convirtiéndolo en un heredero) al hijo del amigo que ha eliminado, pero
es su mujer —que está embarazada, toque insólito en el argumento— la que le
incita y casi le obliga a matarlo también, prosiguiendo así la serie fatal hasta sus
últimas consecuencias. En una palabra, en las versiones occidentales la mujer
desencadena el furor criminal que luego Macbeth prosigue en solitario, hasta el
punto de ver el propio suicidio de su esposa como un episodio más de la farsa
sangrienta, mientras que en la versión japonesa la mujer se convierte en «el
instrumento de las tinieblas». (Kurosawa dixit) que empuja una y otra vez a su
marido al desastre. Es en esta película en la que la mujer continúa su papel
protagonista y fatal hasta más allá de lo que el propio Shakespeare imaginó.
Las culturas ofrecen perspectivas y énfasis diferentes, pero el drama de
fondo del corazón desasosegado de lo humano no conoce latitudes ni folclores.
Por eso las personas nacidas de Shakespeare vuelven una y otra vez, al escenario
o a la pantalla, con diversos ropajes, pero con las mismas angustias y apelando
en nosotros los espectadores a la misma complicidad.
Cuarteto en negro
Los thrillers de Kurosawa

Antonio Weinrichter

Gerraren ondoren, armada amrikarrak genero epikoa lantzen galarazi zuen Japonian eta
horren ondorioz aldi hartan zehar zinemagile japoniar ugari zinema beltzaren marinenn
barruan hasi ziren beren istorioak kontatzen, Estatu Batuetan goren aldian zegoen generoa
izanik. Kurosawa izan zen haietako bat, eta lau pelikula izan ziren hark egindako ekarpena, bi
berrogeiko hmarkadan eginak eta beste i hirurogeikoan, han da, zinemagintzaren
modernitatearen erdi-erdian.

Los canallas duermen en paz

M ucho menos conocidas en occidente que su cine de época (jidai-geki) son


las cuatro películas de Akira Kurosawa que se pueden englobar dentro
de la categoría del film noir o, de forma más general, del thriller, y que se
agrupan temática e incluso cronológicamente por parejas: El ángel borracho
(1948) y El perro rabioso (1949), rodadas en la inmediata posguerra; Los
canallas duermen en paz (1960) y El infierno del odio (1963), rodadas a
comienzos de los años sesenta, tras casi una década consagrado en exclusiva al
jidai-geki (de hecho, rodó otros dos más entre esta última pareja) que le dio a
conocer, a él y al cine japonés, fuera de las fronteras de su país. Dado que la
repercusión externa del cine de Kurosawa se achacaba, y se sigue achacando, a
su presunta condición de ser «el más occidental de los cineastas japoneses», es
evidente el interés de contrastar estos títulos con unas formaciones genéricas tan
bien conocidas entre nosotros; máxime cuando tres de los cuatro tienen una
inspiración más o menos lejana en fuentes literarias occidentales.
El perro rabioso, en efecto, parte de una anécdota real —a un policía le
roban su pistola— y del deseo de Kurosawa de ensayar un relato en el estilo de
«las novelas de crímenes sociales» de su admirado Georges Simenon. De hecho,
Kurosawa escribió él mismo «su» novela simenoniana (permanece inédita) que
sirvió de base al guión, si bien luego la película no le saldría muy parecida al
modelo, según confesión propia. El infierno del odio, por su parte, es una
adaptación muy revisada de la novela policíaca King’s Ransom, una trama de
secuestro firmada por ese guionista ocasional de Hitchcock que fue Evan Hunter,
bajo el seudónimo de Ed McBain: «Utilicé sólo una parte muy pequeña de la
novela que, para ser francos, no es muy buena. Mi idea consistía en desarrollar
su sentido de amenaza y dejar lo demás de lado. Tiene también una utilización
magnífica del punto de vista, y eso es prácticamente lo único que tomé del
libro»[1]. La relación de Los canallas duermen en paz con Hamlet, su
Shakespeare favorito junto con Macbeth —que había adaptado tres años antes en
Trono de sangre (1957)—, es más estructural que literal, pero resulta ineludible,
como lo demuestra esta descripción de Donald Richie: «El padre de Toshiro
Mifune/Hamlet ha sido asesinado por el hombre que se convierte en su segundo
padre (suegro en vez de padrastro, en la película) y la motivación inicial del
héroe es la simple venganza, Nishi (Mifune) ama, a su modo, a Kyoko
Kagawa/Ofelia pero su relación con Masayuki Mori/Claudio es tan intensa que
la mujer resulta sacrificada y los intentos de su hermano, similar a Laertes, de
vengarla acaban precipitando la caída del héroe, Mifune tiene un amigo, similar
a Horacio, y basta un mentor similar a Polonio (el contable Kamatari
Fujiwara), cuyos consejos desatiende. Incluso organiza una especie de obra
teatral (la secuencia inicial de la boda) para zaherir la conciencia de Mori, el
presidente de la corporación. Y, como en la obra teatral, el final de la película
es adecuadamente isabelino, con muchos cadáveres y escenas
grandilocuentes»[2]. He aquí una prueba más de la familiaridad de Kurosawa con
el «canon occidental», ya suficientemente demostrada con sus excelentes
apropiaciones de Dostoievski, Gorki y Shakespeare.
En lo que se refiere a su relación con modelos genéricos cinematográficos, la
primera pareja de películas, protagonizadas por un gángster (El ángel borracho)
y un detective (El perro rabioso), son «negras» por su entorno y por
determinados elementos iconográficos. Ello se puede atribuir tanto a una
filiación americana como a una imposición de las fuerzas de ocupación, también
americanas: como recuerda Tadao Sato, a partir de 1946 «se prohíben las
escenas de espadachines y las estrellas del cine histórico empiezan a esgrimir
pistolas en vez de espadas en películas copiadas del cine de gángsters
americano»[3]. Pero esta pareja de películas se puede emparentar, con igual
pertinencia, con ese otro cine de posguerra que es el neorrealismo italiano… o
con la variante «neorrealista» que representan dentro del film noir americano los
llamados documentales policiales. A Kurosawa le interesa sobre todo, en efecto,
reflejar el periodo de posguerra y de ocupación, los desolados paisajes urbanos
del Tokio en ruinas, la miseria de la que surgen el mercado negro y el crimen.
El ángel borracho se abre con imágenes de una
charca en cuyas aguas estancadas se refleja el letrero
de neón de algún club nocturno; esa charca infectada
se utilizará reiteradamente de forma simbólica, como
signo de la «enfermedad» que atenaza a todo un país,
para subrayar el mensaje humanista de la película, tan
cercano al modelo neorrealista: Sanada, el médico
protagonista, siempre preocupado porque los niños
que juegan en la charca puedan contraer fiebres
tifoideas, le grita al yakuza Matsunaga, aquejado de
tuberculosis: «¡Tu pulmón es como este lugar!»,
mientras que Okada, el jefe de la banda, dice cuando
sale de la cárcel: «Todo ha cambiado menos este sucio
charco». La anécdota que desencadena la acción de El El perro rabioso

perro rabioso evoca la de un título famoso del neorrealismo italiano: podía


haberse llamado «Ladrón de pistolas», con la diferencia de que mientras en la
película de De Sica el objeto robado representaba para su dueño una cuestión de
supervivencia, aquí es una cuestión de orgullo profesional que acaba provocando
en Murakami, el detective despojado de su arma, una hitchcockiana transferencia
de culpa. La película contiene un tour de force, la secuencia de montaje que
detalla la pesquisa del detective en pos de su pistola, que constituye un
verdadero tour, a secas, por los bajos fondos de una ciudad (un país) que aún no
se ha recuperado de una guerra perdida. En la pareja de películas de los años
cuarenta, los elementos del thriller nunca distraen de la intención social.
(Todavía en El infierno del odio, la casa de Gondo, el magnate de la industria
zapatera, edificada en lo alto de una colina de Yokohama, resulta bien visible
desde las chabolas de abajo: uno de sus habitantes tratará de secuestrar al hijo de
Gondo por puro rencor de clase).

Los canallas duermen en paz

Según avanza la increíble recuperación económica del Japón, el humanista


Kurosawa parece refugiarse en el cine de época, en donde las contradicciones
sociales se reflejan con más fuerza, y cuando regresa al presente se interesa
menos por amparar la regeneración espiritual del ciudadano de a pie que por
atacar directamente a las corporaciones y funcionarios del nuevo statu quo: El
infierno del odio y Los canallas duermen en paz, las películas que completan
su cuarteto noir, utilizan el formato del thriller y del thriller shakesperiano,
respectivamente, para constituirse en sus dos obras más políticas. En El infierno
del odio el deseo de manufacturar «un buen producto» del zapatero Gondo le
lleva a enfrentarse desde dentro al sistema (más de uno ha visto en su figura un
trasunto del propio cineasta en su conflictiva relación con la gran industria),
ganándose el odio de los demás ejecutivos, que consiguen expulsarle de la
compañía; el jefe de policía que dirige la pesquisa tampoco se libra de los dardos
de Kurosawa. En Los canallas duermen en paz (la traducción literal de su título
japonés es aún más elocuente: «Cuanto más malo se es, mejor se duerme») la
intención del cineasta, recién estrenada su flamante compañía propia, Kurosawa
Productions, era la de hacer una película de contenido social sobre un tema que
le indignaba particularmente, la corrupción, reflejada en la relación del alto
ejecutivo Mori con ese presunto alto cargo político con el que mantiene la
conversación telefónica que cierra la película. Acabada la comunicación, Mori se
inclina ante el aparato de teléfono: esta sutil ironía sobre los residuos del sistema
«feudal» aún vigentes en Japón —comparable al marcial chocar de talones del
«secretario» de James Cagney en Uno, dos, tres (One, Two, Three; Billy Wilder,
1962)— no compensa, sin embargo, el hecho de que Kurosawa no se atreva a
identificar al interlocutor al otro lado de la línea; como le confesó luego a
Richie, «si hubiera sido más explícito habría tenido serios problemas. Pero
quizá la película habría sido mejor si yo hubiera tenido más coraje»[4]. En todo
caso, la eficacia política de la película queda matizada al presentarse la venganza
de Nishi como una acción individual: la rebeldía aislada no satisface ningún
impulso reformista.
El ángel borracho

Secuestros, corrupción, persecuciones y peleas con arma blanca, pistola y a


puñetazo limpio, son elementos que el cuarteto negro de Kurosawa comparte con
el thriller. Está también presente, por supuesto, y ello desde los mismos títulos
de las películas, la ambigüedad moral del film noir en la descripción de los
personajes, es decir, en el lugar relativo que ocupan en el eje del bien y del mal.
El canino enfurecido de El perro rabioso es el criminal que interpreta Isao
Kimura, al que Kurosawa considera el verdadero protagonista de la película pese
a que sólo aparece al final (sus hechos le preceden); pero el (otro) protagonista
de la misma, el detective Murakami (Mifune) que le persigue tenazmente,
llegando a sentirse en parte responsable de sus crímenes por haberse dejado
arrebatar la pistola con la que los comete, se atormenta pensando que las
circunstancias —el difícil regreso del frente para el soldado que no encuentra
acomodo en la sociedad civil de posguerra— podrían haberle llevado a él
también a convertirse en delincuente. La película subraya la semejanza entre los
dos hombres en la imagen cenital que culmina su larga pelea final en el barro,
convertidos «ambos» en perros rabiosos: es toda una premonición de esa
convención del thriller policíaco de la identidad entre cazador y presa, que Don
Siegel formularía con un concepto visual evocador del empleado aquí por
Kurosawa en el final de la persecución en el estadio de Harry el sucio (Dirty
Harry, 1971). El ángel titular de El ángel borracho es, por supuesto, el doctor
Sanada (Takashi Shimura), que se caracteriza, como los héroes de Kurosawa —y
como los otros médicos que le sucedieron, en Duelo silencioso (1949) y
Harbarroja (1965)—, por su tenacidad y entrega; pero también por un
«defecto» que Kurosawa decidió añadirle al personaje para que resultara más
humano, su dependencia del alcohol (Sanada es un santo desastrado que se bebe
hasta el alcohol —racionado— que encuentra en su dispensario). Pero si, como
sugiere David Desser[5], el tema de la película es el heroísmo corriente —por
oposición al heroísmo mítico de los jidai-geki—, esta noción encuentra una
expresión quizá más interesante, más atravesada de contradicciones, en el
personaje del yakuza Matsunaga (Mifune) que se revuelve contra su jefe Okada
para defender al médico que lucha por salvarle de la tuberculosis: la ambigüedad
reside en que Matsunaga actúa en parte para «salvar su reputación» según los
códigos del yakuza y en parte porque la influencia del doctor, con el que
mantiene siempre una relación conflictiva, ha acabado por reformarle realmente.
Sea como sea, es esta nueva conciencia la que le conduce a la muerte tras una
larga pelea con Okada en la que Matsunaga acaba embadurnado de pintura
blanca (convertido en ángel, literalmente). La deliberada orquestación de la
muerte del gángster, que rivaliza con los elaborados finales coreografiados que
planificaba James Cagney para «sus» gángsters, es signo de otro elemento que
El ángel borracho comparte con el film noir, la exacerbación de la figura del
villano hasta convertirse en el personaje más atractivo de la película desde el
punto de vista representacional. Ello se debe, en este caso, a que Kurosawa
trabajaba por primera vez con el que se convertiría (junto con Shimura, a
menudo a su lado) en su actor fetiche, ese ciclón de voz restallantemente gutural
y expresividad de cine mudo que es Toshiro Mifune y que aquí domina todos los
planos en que aparece, aun cuando la enfermedad le inmoviliza y le reduce a una
máscara.
El infierno del odio

La ambigüedad está presente también en los dos thrillers de los años sesenta.
No hay duda sobre quiénes son esos «canallas que duermen en paz»; pero el
hombre que se enfrenta a ellos actúa movido por un afán de venganza y no duda
en manipular, secuestrar o torturar a los secuaces de su archienemigo Mori (y,
por dejación conyugal, a la hija de Mori, con la que se ha casado para acceder a
éste). Sus planes fracasan cuando este hombre, que confiesa que, pese a todo, no
puede «odiar lo suficiente», se ablanda (su caída, como la de Matsunaga, viene
precedida por una toma de conciencia) por el amor de su mujer y los consejos
del contable Wada, convirtiéndose así en un genuino personaje trágico quien no
había sido nunca un héroe impoluto. Más interesante aún resulta la ambigüedad
contenida en la sorprendente escena final de El infierno del odio, que reúne a
Gondo y Takeuchi. El primero es un hombre de negocios que encarna la dureza
del sistema corporativo («No me puedo permitir perder mi posición», dice), pero
que se humaniza al aceptar pagar un rescate que supondrá su ruina y convertirse
por ello en proscrito del sistema; el segundo es un villano en estado puro que no
duda en asesinar a una prostituta —¡sólo para probar la eficacia de una droga!—
y a sus cómplices en el secuestro del hijo de Gondo. Y sin embargo, el diálogo y,
sobre todo, la forma en que Kurosawa filma la escena del encuentro, a ambos
lados del muro de cristal que los separa y que le permite jugar con los reflejos de
sus dos rostros, establece in extremis una insólita identidad entre ambos, o al
menos una relación especular definida visualmente cuando nada de lo visto hasta
entonces justificaría establecer dicha relación entre extorsionador y víctima
desde el punto de vista temático. Pero, como ha observado Manuel Vidal, «la
oposición entre dos personajes es en el cine de Kurosawa un dispositivo
narrativo trascendido en el orden de lo moral»[6].
Un elemento que brilla por su ausencia en los thrillers de posguerra de
Kurosawa es la presencia de la femme noire, la mujer depredadora que precipita
la perdición del hombre. La que mejor encaja en el tipo es Nanae, la amante que
abandona al desvalido Matsunaga en El ángel borracho, interpretada por
Michiyo Kogure, la inolvidable madame Yuki de Mizoguchi; pero su traición se
ve compensada por el amor que le profesa en silencio al yakuza la chica de barra
Gin (Noriko Sengoku), encargada a la muerte de Matsunaga de su reivindicación
post mortem, en una breve y emotiva escena que parece un primer boceto del
impresionante bloque final de Vivir (1952). En El perro rabioso, la carterista
Ogin (Teruko Kishi) es objeto de una casi humorística persecución —cuya
longitud y escasa «funcionalidad» dramática son un temprano ejercicio de
libertad narrativa de Kurosawa— por parte del detective Murakami; cuando por
fin se sientan a hablar bajo el cielo estrellado, se produce entre ellos un curioso
momento de intimidad. Pero si Kurosawa no se interesa por la mujer fatal (ni
tampoco demasiado por la mujer a secas: su cine es esencialmente masculino) se
debe en parte a que la función que cumple la femme noire en el cine americano
de posguerra —reflejar incluso neuróticamente el temor a la mujer liberada de
sus funciones domésticas durante la guerra— puede carecer de correlato en la
sociedad japonesa. Sí cumplía, en cambio, una función social importante en
dicha sociedad la relación pater-no-fílial, presentada como una relación ideal por
la cultura militarista e imperial: el padre era el emperador de su casa y, como el
patriarca del imperio, encarnaba una imagen de virtud total que inducía en el hijo
una sumisión no menos total. Como explica Sato en su análisis temático del cine
japonés[7], este ideal feudal de autoridad se ve desafiado en el cine japonés de
posguerra…, pero no en el de Kurosawa, que sigue presentando nobles figuras
paternas: es la relación de «tutoría» que se establece entre Shimura y Mifune
tanto en El ángel borracho como en El perro rabioso. En la primera,
Matsunaga se debate entre la autoridad moral del doctor Sanada, que le ha
«adoptado», y la autoridad jerárquica de Okada, su antiguo jefe yakuza: véase la
sumisión que le dispensa cuando se encuentran a orillas de la charca y cómo le
acompaña de mala gana a tomar copas…, desobedeciendo las órdenes del
médico, Kurosawa ataca el servilismo de los antiguos códigos de conducta, no
sólo el de los gángsters, sino el de la propia «querida» de Okada que está
dispuesta a volver con él, pese a recordar con genuino terror los malos tratos que
recibía.
La tutoría se revela más efectiva en El perro rabioso: el experimentado Sato
(Shimura) «forma el carácter» del joven e impetuoso Murakami (Mifune),
obligándole a dejar de verse como un reflejo especular del exsoldado Yusa,
encanallado por las circunstancias de la posguerra. Pero, pese a la firme creencia
de Kurosawa en la confianza paterna/tutorial como garante del orden social —al
menos hasta Vivir, que, según Sato[8], supone un punto de inflexión al respecto
en su carrera—, lo cierto es que su cine de la masculinidad se caracteriza por
subrayar, al mismo tiempo, el tema de la responsabilidad individual frente al
horizonte anterior en el que la patria y las diversas encarnaciones jerárquicas de
la autoridad eran el horizonte del que extraía su sentido la vida humana. Es esa
misma sumisión feudal que aún permanece vigente entre los modernos
corporativos corruptos de Los canallas duermen en paz (en donde, por
supuesto, la relación paternal aparece totalmente trastocada: el padre, en este
caso, es el villano, y si Nishi se convierte en su hijo político sólo para vengarse,
sus hijos carnales también acabarán repudiándole): cuando Mori envía a sus
mandos intermedios el mensaje «Confiamos en ti», ello constituye una invitación
directa al suicidio, que se (auto)ejecuta como si fuera un ucase imperial, con la
determinación de un kamikaze.
El infierno del odio

Desde el punto de vista formal, los thrillers de Kurosawa se alejan del


expresionismo visual correlato del determinismo narrativo del cine negro, para
buscar soluciones propias dentro de la dinámica y siempre inventiva escritura del
cineasta. Noël Burch ha hablado de la «geometría tallada en bruto» («rough-
hewn geometry») de un cine cuya ordenación/disposición narrativa admite
bruscos cambios de perspectiva que rompen con la unidad de estilo y de tono,
con el carácter orgánico, en una palabra, del modelo «institucional»
occidental[9]. Dentro de las películas que nos ocupan pueden encontrarse
ejemplos de esta discontinuidad por bloques en las prolongadas, exacerbadas,
peleas finales de El ángel borracho y El perro rabioso; en la forma en que El
ángel borracho se bifurca a mitad de metraje para centrarse en la historia del
gángster; en las dos secuencias ya mencionadas de El perro rabioso, el largo
paseo de Murakami por los bajos fondos y su persecución de Ogin; en la
brillantísima secuencia inicial, de veinte minutos de duración, de la boda en Los
canallas duermen en paz; y, sobre todo, en la estructura misma de El infierno
del odio. Sus primeros cincuenta y cinco minutos transcurren en casa de Gondo,
con una media de cinco o seis personajes en plano, que sirven de comparsas,
coro y pared de frontón al león enjaulado que es Mifune/Gondo enfrentado al
dilema del secuestro; este magnífico bloque remite, más que a «lo teatral», a
tours de force como el acometido por Hitchcock en La soga (The Rope, 1948)
(hay en este decorado también un ventanal que cumple una función dramática),
por lo que tiene de deliberada restricción del punto de vista. Tras la fulgurante
secuencia en el tren, que narra con inusitada brillantez (pero con una
planificación completamente distinta a la que regía en el bloque anterior) el pago
del rescate, la cámara se reviste de ubicuidad, y se muestra simultáneamente
capaz de seguir in situ las sesiones de brainstormíng en la comisaría central y de
mostrar la guarida del criminal (en planos tan cortos como para resultar
inquietantes), de adentrarse en los tugurios de la droga y de ilustrar la narración
de los policías con insertos que muestran los detalles de la pesquisa…, cuando
en el primer bloque todo se había mantenido deliberadamente en off. Mientras
tanto, el titánico personaje de Gondo, sobre el que se anclaba dicho bloque,
desaparece prácticamente de escena hasta su intensa confrontación final con el
villano en el callejón de la muerte. La fragmentación que favorece la «oscuridad
argumental» del thriller, y que es hoy moneda corriente en títulos como
Sospechosos habituales (The Usual Suspects; Bryan Singer, 1995) o Memento
(Memento; Christopher Nolan, 2000), tiene pocos precedentes tan radicales y
formalmente sorprendentes como el de El infierno del odio, Akira Kurosawa
encarna hoy para muchos la «esencia del cine japonés» gracias a su «cine de
samuráis» con Toshiro Mifune, que satisface tanto nuestro orientalismo como
nuestra cinefilia (el cine de autor internacional, lo que hoy llamaríamos World
cinema, tuvo en él a «nuestro hombre en Tokio»); pero sus películas de ambiente
contemporáneo, que representan la mitad de su filmografía, constituyen un rico
espacio en donde conviven en fructífera tensión «japonesidad», modernismo y
urgente compromiso social.
Las buenas intenciones
Tres miradas de Kurosawa sobre la literatura rusa

Luis Miranda Mendoza

Kurosawak Dostoievskiri zion mresmenak eraginda egokitu zuen haren obra bat (Ergela) eta
bertako pertsonaien herentzia jaso zuen pertsonaietako batzuk karakterizatzeko garain. Sentizen
zuen miresmen hura Errusiako literaturara hedatu zen eta, izan ere, Máximo Gorki eta Vladimir
Arseineren obra bikainak ere puntailara eraman zituen.

El idiota

A pesar de la honda afinidad confesada por Akira Kurosawa hacia la obra de


Fédor Dostoievski, su filmografía cuenta sólo con una adaptación de una
de sus novelas, El idiota (1951), una película que, sin embargo, se encuentra
entre las más discutibles de su carrera. Kurosawa realizó otras dos adaptaciones
de textos literarios rusos en dos momentos muy diversos de su carrera: Bajos
fondos (1957), según la obra teatral de Máximo Gorki, y Deisu Uzala (1975), a
partir de la novela de Vladimir Arseniev. No obstante, la simple referencia a la
literatura rusa como un todo produce un cómodo y engañoso efecto de corpus,
cuando, en realidad, el único rasgo común a las tres películas sea su singularidad
dentro de la filmografía del director japonés. Al margen del ostensible peso que
tiene la palabra en las dos primeras. Hay algo deliberado en este efecto de
corpus, que puede no ser indiferente al hecho de que la devoción de Kurosawa
por la literatura rusa haya servido a los exégetas y al propio cineasta como punto
de apoyo sobre el que reafirmar la universalidad del maestro como auteur
cinematográfico. Y más cuando la «monumentalidad» de esos referentes se
utiliza como vara para medir la talla del «gigante» del cine japonés. A fin de
cuentas, las obras de Tolstoi, Dostoievski, Gorki, e incluso una crónica
aventurera novelada como Dersu Uzala, ofrecen terreno fértil para el cultivo de
«grandes temas»[1].
No obstante, la figura de Dostoievski introduce una clave permanente que
recorre toda la filmografía de Kurosawa. Posiblemente, lo mejor de El idiota se
encuentra casi al final del relato, en la larga secuencia, de más de quince
minutos, protagonizada por Akama (Masayuki Mori), el idiota, trasunto del
príncipe Mishkin en la novela, afectado por una especie de deficiencia psíquica
que lo vacía de toda maldad; Kameda (Toshiro Mifune), Rogochin en el texto
literario, ambicioso y brutal, corroído por la idea de que el corazón de su esposa
Taeko Nasu (Setsuko Hara), mujer de todos y de nadie, sólo puede pertenecer a
Kameda, el hombre puro; y el cadáver de la propia Taeko, trasunto de Nastasia
Filippovna en el libro, quien acaba de ser asesinada, al parecer, por su esposo
Akama. Secuencia nocturna que acontece bajo la precaria luz de unas velas, en
ella los dos hombres, amigos y opuestos a la vez, se hermanan ante el horror.
Kameda observa aterrado la pérdida de la razón de Akama, y ambos caen en un
sopor de demencia.
Bajos fondos

El motivo del doble es, según James Goodwin[2], una de las figuras de la
«paradoja», signo dostoievskiano por antonomasia. El doble es paradójico en la
medida en que se manifiesta en la intimidad que establecen dos personalidades
antagónicas, y en tanto supone un desafío de autoconocimiento. La filmografía
de Kurosawa está repleta de dobles: el médico y el gángster en El ángel
borracho (1948), el policía y el ladrón en El perro rabioso (1949), el maestro y
el discípulo en Barbarroja (1965) o Arseniev y Dersu en Dersu Uzala, entre
tantos otros. Por ésta y por otras razones, Kurosawa ha merecido ser considerado
como un cineasta dostoievskiano.
El idiota

Gilles Deleuze describe análogamente la filiación de Kurosawa con


Dostoievski cuando afirma que los héroes de sus relatos deben hallar los «datos
necesariamente irreales de una pregunta que acosa a la situación»[3], La
paradoja reside en la irrealidad de los datos: un trayecto moral que no logra
desvelar los oscuros mecanismos (psíquicos o sociales) que conducen al
inevitable desenlace. Paradoja o pregunta, lo que una u otra desvelan afecta
siempre, en Dostoievski como en Kurosawa, a la propia condición humana,
sometida a la prueba de una situación extrema. Pero, ¿qué es la condición
humana? La condición humana es el mal. La posibilidad del mal es lo que nos
iguala. Confrontada a la humana posibilidad del mal, la subjetividad se abisma
en la intuición del honor, hasta bordear la enfermedad y la locura, al menos en
Dostoievski. En Kurosawa, este conocimiento es a la vez causa y consecuencia
de una exigencia heroica[4].
Ninguna de sus películas se edifica tan explícitamente en torno a la
«pregunta» o la «paradoja», como Rashomon (1950), obra antiépica con la que
Bajos fondos guarda más de un parentesco. Rashomon no sólo gira en torno a
la ausencia de una verdad estable. Gira en torno a la angustia ante la mentira,
que se convierte pronto en una enmienda a la totalidad de la condición humana.
En este sentido, la historia es para Kurosawa el escenario donde se actualiza el
mal. El trastorno que afecta al protagonista de El idiota, por ejemplo, no es
hereditario o casual, sino la secuela de un trauma de guerra: Kameda había
sufrido un shock del que no pudo salir cuando se vio a punto de ser fusilado por
las tropas americanas. Pero, en todo caso, lo histórico será siempre una variable
y la condición humana una constante[5]. Lastrado por sus orígenes literarios, el
tapiz de la historia se desdibuja en las incursiones kurosawianas sobre El idiota y
Los bajos fondos. Por el contrario, Dersu Uzala es un relato indisolublemente
vinculado a un paisaje y un drama históricos: la extinción de una forma de vida
«natural» bajo el peso de la modernidad[6].
Si para dar cuenta de los conflictos y paradojas de un sujeto enfrentado a
dilemas gigantescos Dostoievski desarrolló una forma dialógica antes que
descriptiva para sus relatos, se podría aventurar que el montaje en Kurosawa
sigue un principio análogo. Su estilo persigue convertir las relaciones entre lo
íntimo y lo social, o entre lo psíquico y lo físico, en un diálogo trágico. La
evolución del montaje en Kurosawa merecería un capítulo propio, pero, aun a
riesgo de generalizar, puede verse como el trayecto que va desde una retórica
basada en la fragmentación del espacio y los cambios de perspectiva, hasta una
dialéctica de la acción que absorbe y amplifica el movimiento. En el primer
caso, el montaje hace «chocar» los cambios de perspectiva para expresar
emociones y significados a través de la disposición de los personajes en el
espacio y sus permutaciones. Es la forma que predomina en El idiota y en buena
parte de Bajos fondos que, no en vano, son relatos construidos sobre la palabra.
El segundo se efectúa «sobre» una figura en movimiento, y adoptaría una forma
extraordinariamente sofisticada a partir del uso simultáneo de tres cámaras y de
focales largas para ciertas tomas móviles, procedimiento ensayado en Los siete
samuráis (1954) y practicado sistemáticamente desde entonces. El resultado es
un potente gesto quebrado —casi un trasunto cinemático de la estilizada
gestualidad del teatro Nô— que absorbe y amplifica la violencia de las acciones,
y que, en lugar de cargar las emociones de explicitud y significados, transforma
la acción en emoción.
La palabra

El idiota

Hay en El idiota, la película, un déficit de dialéctica. Los comentaristas ven la


causa en la literalidad de adaptación, demasiado lastrada por su fidelidad al
original[7]. Este juicio no carece de fundamento. El ensamblaje de imágenes y
diálogos es, a menudo, redundante. Asfixiada bajo el peso de la explicación (los
personajes exponen los motivos de cada acción y el discurrir de sus más
inmediatos sentimientos), las imágenes sólo alcanzan a desplegar un inventario
de reacciones congeladas, de expresiones de horror, vergüenza o furia. Tal vez
podría demostrarse estadísticamente hasta qué punto es mayoritario el número de
veces en que cada corte de montaje nos golpea con la reacción de un personaje
ante una frase, para ofrecer luego su correlato en una línea de diálogo que la
explica o subraya. Kurosawa intenta atrapar con los encuadres y la planificación
la densa circulación de miedos, remordimientos, rencor y amor que se establece
desde unos personajes hacia otros y hacia sí mismos. Pero el diálogo
dostoievskiano queda aquí reducido a una suerte de teatro de las emociones, si
por tal entendemos un espacio donde éstas no se desarrollan, sino que se
exhiben.
La forma elegida por Kurosawa para tan chato despliegue no deja de ser
concienzuda y, a veces, espectacular: una planificación muy fragmentada en
secuencias de close-ups en plano-contraplano, y de planos medios que reúnen y
enfrentan a dos personajes en su interior ante la presencia de un tercero. Este,
como «espectador» implicado, hace resonar la lucha dialéctica entablada por los
otros dos con sus reacciones, y cierra una especie de esquema triangular
susceptible de un cierto número de permutaciones. La figura clave en estos
triángulos es Kameda, el idiota. Héroe involuntario de la pureza, su total
ausencia de egoísmo desactiva los sobreentendidos y las ocultaciones y,
paradójicamente, precipita la lógica del desastre hasta sus últimas consecuencias:
la ruptura de Ayako Ono (Yoshiko Kuga), la Aglaia de la novela, y Kayama
(Minoru Chiaki), trasunto de Gania; la muerte de Taeko Nasu, la disputada mujer
de mala fama (una insólita Setsuko Hara ataviada siempre como una especie de
mujer-vampiro), la locura de Akama…
Tal vez el relativo fracaso del film se cifre en el hecho de que los «datos de
esa pregunta» sobre el mal que gobiernan el relato emanan de los diálogos sin
traducirse en acciones —a diferencia de lo que ocurre en los más discursivos
filmes de Kurosawa—, acaso por la propia naturaleza del texto de Dostoievski.
Se diría que el prólogo introductorio que aparece después del encuentro de
Akama y Kameda (texto escrito y voice over de narrador) es ya demostrativo de
las dificultades de Kurosawa para dar una forma audiovisual a un texto tejido de
acontecimientos psíquicos en lugar de físicos. Por otra parte, los abundantes
personajes secundarios que configuran ese juego social de compraventa de almas
descrito por la novela, queda muy diluido en el film. Sin duda, la reducción en
una hora del metraje original de doscientos sesenta y cinco minutos, por
imposición de la Toho, tuvo algo que ver en el desaguisado.
En todo caso, la película gana enteros en cuanto el diálogo oscila hacia el
monólogo demencial. Dos momentos de fantasmagoría, íntimamente ligados
entre sí, estallan en el interior del triángulo formado por Akama, Kameda y la
figura ausente de Taeko Nasu. El primero es aquel plano en el cual el rostro de
Taeko Nasu aparece por vez primera, en una fotografía expuesta en un
escaparate de Sapporo. El segundo es la secuencia que ha sido descrita al
principio de este artículo. En la secuencia del escaparate, Akama y Kameda se
detienen a contemplar la imagen de Taeko. El cristal que protege la foto de la
mujer refleja los rostros de los dos amigos-antagonistas. Reducidos a su pura
imagen reflejada, ambos están dentro y fuera de campo a la vez, Kameda
interroga a la imagen de la joven, que sugiere tormentos escondidos. El deseo y
la furia de Akama es también una «pregunta»: ¿a qué extraña verdad da acceso
el desinterés de Kameda, su compasivo amor por Taeko? Desde este instante, la
trágica suerte de los tres personajes quedará definitivamente unida.
Como en aquella gran secuencia final que hemos descrito al inicio, y de la
que ésta es premonición, Kameda y Akama aparecen como dos opuestos
condenados a identificarse. En ambos casos, el vínculo, el tercer elemento, es la
figura ausente de Taeko. Aquí, inmovilizada sobre el papel fotográfico. Allí,
presente ya sólo como cadáver, relegada a un siniestro fuera de campo. En las
dos secuencias, el diálogo deja paso al delirio. Evocan el paso de la vida a la
muerte, de la amenaza de la oscuridad a lo oscuro mismo, de la asfixiante
cordura a una locura infernal y compartida. El teatro de emociones deja paso a
un teatro de sombras.
Retórica de la miseria

Bajos fondos, realizada a partir de la obra teatral de Gorki que ya fuera


estrenada en 1910 por la compañía teatral del influyente Kaoru Osanai, precursor
del drama realista occidental en Japón[8], es un retrato fatalista de la miseria.
Película coral y antiépica, sus personajes viven en la indigencia, son mezquinos,
autocomplacientes y practican un egoísmo de supervivencia. Habitan una
cochambrosa pensión del arrabal de alguna ciudad japonesa del Japón Meiji, que
consta básicamente de dos espacios yuxtapuestos: el interior del albergue, un
destartalado espacio común tapizado por diminutas cámaras-dormitorio, y su
patio delantero, donde se encuentra la vivienda del dueño. Ante el reto de
trasladar a la pantalla un texto teatral limitado a estas coordenadas espaciales,
Kurosawa opta por dinamizar el espacio a base de planos generales cuya
organización dramatiza las relaciones entre los personajes.
Las dos tendencias del montaje que se esbozaron con anterioridad aparecen
bien delimitadas aquí. Si la fragmentación en primeros planos y planos medios
de El idiota se corresponde con una claustrofobia psíquica, en Bajos fondos la
asfixia existencial tiene un correlato en el espacio escénico. De hecho, la película
ofrece sendos ejemplos de eso que André Bazin catalogó como montaje-dentro-
del-plano. Así pues, las posiciones relativas de los personajes dentro del plano,
el contraste violento en los cambios del ángulo de toma, y el aprovechamiento de
la profundidad de campo y el off screen, proponen una cartografía de relaciones
y conflictos que obliga al espectador a leer el cuadro e «interpretar» la situación
de los personajes en su interior. Sin embargo, en el patio exterior de la pensión
Kurosawa recurre eventualmente al montaje sobre movimiento a partir de tomas
simultáneas para registrar los estallidos de violencia que acabarán con la muerte
—presuntamente involuntaria— del dueño de la pensión (Ganjiro Nakamura) a
manos de Sutekichi, el ladrón (Toshiro Mifune). No en vano es allí —en el
espacio común de los indigentes y los explotadores— donde las tensiones
latentes se transforman en actos, en energía desatada.
La singularidad de Bajos fondos radica en la ausencia de todo heroísmo. El
fracaso es la situación de partida, y la ausencia de voluntad es la condición que
obliga a los personajes a soportar su condena. Una conversación entre Sutekichi
y Tomekichi, el calderero (Eijiro Tohno), se despliega mediante una serie de
planos que sitúan la cámara en idéntico eje, tomas perfectamente paralelas,
perpendiculares y centradas con respecto a cada personaje. Sutekichi aparece de
espaldas; el calderero, de frente. La idéntica posición de la cámara parece
redundar en la idea que Sutekichi defiende: que ambos comparten una misma
condición, idea clave del humanismo de Kurosawa. Esta planificación iguala a
los personajes al tiempo que los enfrenta. Gobierna un diálogo sin interferencias
ni «observadores distantes».
El idiota no dudaba en impregnarse de la actitud compasiva de su
protagonista. En el drama de Gorki, la «pregunta» gira en torno a la superación
de la piedad. Su diagnóstico es claro: la piedad es un gesto nocivo si se basa en
una ilusión de carácter espiritual, pues la miseria está determinada por
circunstancias materiales. Aunque este fondo determinista permanece en la
adaptación de Kurosawa, sobre la superficie aflora la añoranza de un gesto
heroico. La contradicción reside en que, cuanto más claro aparece que la maldad
es la respuesta de los supervivientes y los desheredados, más se afirma la
nostalgia de la compasión.
Bajos fondos

Hay un elemento paradójico, «dostoievskiano», en la obra de Gorki, y esto se


debe en parte precisamente a que la misma fue escrita contra Dostoievski, como
respuesta al esplritualismo de La casa de los muertos. El hombre bondadoso y
espiritual, el peregrino, tiene una doble cara, un pasado presumiblemente turbio.
Y el relato demuestra que su intervención en los asuntos de los inquilinos acaba
por resultar nociva. No obstante, la paradoja que el peregrino introduce, aunque
guarda paralelismos con el carácter destructivo de la bondad que encarna
Mishkin/Kameda en El idiota, no se halla precisamente en su desconcertante fe
en la vida, en lo sagrado y en la posibilidad del bien, sino en la falsedad de sus
premisas. En El Idiota, la compasión es un arma destructiva porque es
«verdadera», con lo cual introduce un elemento de contradicción irresoluble en
el mundo. El caos que provoca puede ser visto como una purificación o, más
bien, como un fracaso heroico. En Bajos fondos la compasión, encarnada en el
peregrino, resulta cuestionable por sostenerse sobre una ilusión religiosa. Es
decir, por recubrir la verdad de las cosas con una capa de falsedad
bienintencionada.
Las circunstancias que cada personaje expone (cómo han llegado a su
situación, cómo esperan librarse de ella) no hace sino confirmar un
determinismo del medio. Pero la pregunta no se vuelve hacia las condiciones del
medio (hacia la «denuncia»), sino hacia la debilidad de quienes no son capaces
de sustraerse a las falsas ilusiones y carecen de voluntad para reconocer el
abismo. Años después, Dodeskaden (1970) enriquecería considerablemente esta
visión.
En este sentido, y mal que le pesara a Gorki, su texto no alcanza la audacia
ideológica del «espiritualista» Dostoievski. En parte porque el drama no hace
sino confirmar un diagnóstico previo, de acuerdo a los modos de cierta retórica
realista. Pero, sobre todo, porque dibuja «prototipos» con los que exponer una
tesis social, a partir de un universo tan cerrado que la historicidad se pierde en
beneficio de la abstracción. Kurosawa, más preocupado por la dimensión
existencial de los dilemas que por su lectura social, no parece haber querido
eludir el escollo del prototipo[9]. Cada personaje encarna una actitud, cada uno
de ellos elabora su propio análisis y anticipa una acusación.
Oriente remoto

Dersu Uzala

En 1972, la productora estatal Mosfilm invitó a Kurosawa a realizar una película


en la Unión Soviética. El cineasta propuso un proyecto largamente acariciado: la
adaptación de la novela de Vladimir Arseniev Dersu Uzala. La oleada de
aceptación del film resultante puso fin a una larga crisis personal y artística de
Kurosawa, un largo periodo de diez años sobre los que se cernía la crisis general
del sistema de estudios japonés. A partir de este momento, se abría para el
cineasta un nuevo periodo marcado por la realización de grandes frescos
monumentales financiados con capital internacional.
La novela recoge las experiencias vividas por Arseniev (1872-1930),
explorador y etnógrafo ruso, durante sus expediciones a la región siberiana del
Ussuri, que se extiende entre la frontera de Manchuria y el mar del Japón. Narra
su encuentro (real) con un cazador gold de la región, Dersu Uzala, las peripecias
compartidas en un entorno salvaje, y la mutua admiración y afecto surgidos entre
ambos. A partir de este material de amplio aliento y espíritu aventurero,
Kurosawa dibuja una pesimista reflexión sobre el encuentro con el otro y sobre
la irreversible destrucción de un mundo natural y prehistórico por el mundo
civilizado e histórico. El ruso es la quintaesencia de la civilización: hombre
culto, sensible, dotado de una generosa capacidad de asombro. Pero, desde la
perspectiva del film, Arseniev, el narrador, representa la avanzadilla de una
modernidad tan bienintencionada como devastadora. Dersu, por otro lado, es un
nómada sin familia ni escritura, pero posee un conocimiento ancestral del medio,
tejido sobre una visión animista del entorno.
El relato se inicia en 1910, cuando Arseniev visita el lugar donde reposan los
restos de Dersu tras su asesinato a manos de un ladrón. A continuación, nos
traslada a 1902, al Ussuri, donde Arseniev conocerá a Dersu. La segunda parte
tiene lugar en 1907, cuando Arseniev regresa a la región y se reencuentra con
Dersu. En ambos casos, la misión del militar consiste en explorar y delimitar el
territorio, reducirlo a la abstracción de un mapa, con sus señales y sus jerarquías,
y someterlo a una escala que lo haga dominable. En definitiva, «crear» territorio.
Arseniev busca puntos de referencia en un espacio que la película ofrece
desprovisto de toda frontera, de toda demarcación. Para Dersu, la taiga no es un
espacio que pueda unificarse a través de la mediación simbólica de una escritura
cartográfica. Su escala no puede ser otra que la de su relación directa y constante
con el medio, la de su presencia como un elemento más de la tierra. Dersu
mantiene una relación simbiótica con la taiga, poblada de una infinidad de seres,
de espíritus que merecen ser llamados «gente»: los árboles, los pájaros, el fuego
de una hoguera, o Amba, el tigre.
Dersu Uzala

Impregnado de la fascinación de Arseniev por la taiga, Kurosawa «pinta»


ésta como un espacio enigmático y casi impenetrable, en pantalla ancha, pero sin
incurrir en el paisajismo, que es una forma de domesticación. Tampoco cae en la
tentación de apropiarse del conocimiento de Dersu, que no equivale tanto a un
saber práctico como a un extraño sentido común. Más allá de la imagen, se
oculta la diversidad de procesos que tienen lugar en el interior de la taiga. La
cámara observa, serenamente, dejando atrás el habitual despliegue kurosawiano
en el montaje. Su punto de vista es estático. La relación de Dersu con el medio,
sin embargo, es dinámica, dialógica en un sentido literal. El relato fílmico rastrea
esta relación, consciente de que se trata de una relación extraña a la mirada de la
cultura que encarnan Arseniev y, aun a su pesar, el propio Kurosawa.
El viejo cazador arregla el techo de una cabaña vacía y solicita algunos
víveres para dejarlos allí, en previsión de que algún desconocido los pueda
necesitar algún día. Los soldados observan. Más tarde, dos hermosos planos
consecutivos insertan a los hombres en un diálogo con los elementos. Reunidos
en torno a la hoguera y con la corriente de un río como fondo, Dersu explica que
el agua, el fuego y el aire son gente, la gente más poderosa. En un momento
dado, el tercer elemento invocado, el aire, irrumpe levantando la hojarasca. El
siguiente plano muestra a Dersu y Arseniev ante un crepúsculo presidido por el
sol septentrional, a un extremo del plano, y la luna, al otro extremo. La
convivencia en una sola imagen del sol y la luna se «repite» en la afinidad del
militar ruso y el cazador gold, seres opuestos pero —en principio— no
antagónicos. Las ingenuas enseñanzas de Dersu sobre la interdependencia de
todos los elementos de la naturaleza constituyen así una pedagogía de la mirada
y de la acción, que tiene en la secuencia de la tempestad de nieve uno de sus
momentos álgidos. Pero también son una invitación al misterio de lo atávico, que
disuelve los límites entre lo vivo y lo inerte y afirma la continuidad de las cosas.
Sometidos a la naturaleza, los rusos son para Dersu «como niños» traviesos y
sin maldad, que observan sin entender. Dersu enseña a mirar, y su decadencia, en
la segunda parte del film, es consecuencia de su pérdida de visión.
Inteligentemente, Kurosawa nunca adopta el punto de vista de Dersu. La única
ocasión en la que el relato se apropia de la mirada de Dersu es para evocar,
indirectamente, su visión distorsionada de Amba, el tigre que, según él, ha sido
enviado por el espíritu del bosque para matarlo. Encarnación animista del miedo
a la vejez y la muerte en un entorno salvaje, la imagen de Amba cierra el ciclo de
aventuras en la taiga para dar paso al episodio final de la estancia de Dersu en la
ciudad.
Dersu debe elegir entre la falsa salvación del mundo civilizado y la muerte
bajo las garras de Amba. Persuadido por Arseniev, huye a la ciudad y se refugia
en la casa de su amigo ruso. Pero Dersu enferma de melancolía. Cuando decide
regresar a la taiga, Arseniev le regala un moderno fusil, que será la causa de su
muerte cuando un ladrón lo asesine para robarle el arma. Sensible y
bienintencionado, Arseniev no ha logrado «leer» la paradoja que Dersu
planteaba con su presencia en la ciudad. El mundo primitivo de Dersu no puede
sobrevivir al propio conocimiento civilizado. Si el conocimiento atávico del
anciano gold garantizaba la supervivencia de Arseniev, la civilización nada
aporta a Dersu. Sólo le cabe extinguirse o ser domesticado. La muerte de Dersu
no es épica. Es relatada elípticamente, como corresponde al hecho de que Dersu
Uzala sea, en primera instancia, un relato de Arseniev. Pero más allá de la lógica
narrativa, se tiene la impresión de que a Dersu se le expropia incluso la muerte,
aquélla que Arseniev quiso evitarle, bajo las garras de Amba, el tigre. Su
desaparición deshace la ilusión del encuentro con el otro. Del cazador, hombre
sin escritura, no quedará rastro. Lo sabemos al recordar el prólogo del film,
cuando Arseniev comprueba que su tumba ha sido barrida por las edificaciones,
tal vez con la ayuda de los mapas trazados por Arseniev. El relato se abre y se
cierra, no obstante, con una invocación del nombre de Dersu por el hombre
civilizado, y la imagen de un precario signo de su paso por la vida, el cayado que
Arseniev clava junto a la tumba. Dersu permanecerá en la memoria de Arseniev,
el narrador, el hombre que practica la escritura, ese ejercicio que fija y evoca lo
que fue y nunca más será.
La construcción del sujeto en el cine de Kurosawa
Manuel Vidal Estévez

Kurosawa beti izan da gizakiarengan eta bere arazo existentzialetan interes handiena izan duen
zinemagilca, zinema soziala egitean baino. Gizabanakoa izan da bere fikzioak eta ikaskuntza
harremanak (profesionalak eta bizit zakoak) lantazeko erabili duen materia, bere lan ugariren
argumentuaren haria.

«
L o que me sorprende es que en nuestra
sociedad el arte tan sólo tiene relación con los
objetos y no con los individuos o con la vida, y
también que el arte sea un dominio especializado, el
dominio de ciertos expertos que son los artistas. Pero,
¿no podría la vida de todo individuo ser una obra de
arte? ¿Por qué un cuadro o una casa son objetos de
arte pero no nuestra propia vida?».

Michel Foucault

Barbarroja Si hay una relación recurrente en el cine de Kurosawa


no es otra que la de maestro (sensei) y alumno (deshi). Ya sea establecida a título
personal o bien mediante un grupo, configura el basamento enunciativo de un
buen número de sus películas. No deja de ser sintomático que tanto su debut en
la dirección, con La leyenda del gran judo (1943), como su despedida con
Madadayo (1992), así lo atestigüen. Otras varias, además, lo confirman. Con
ella son numerosos los ingredientes temáticos que aborda. En primer lugar, la
importancia del magisterio, de la formación de la juventud. Luego, el de la
conveniencia social de instaurar puentes entre generaciones, útiles para la
transmisión de experiencias que sustraigan a las últimas de la ignorancia o el
autodidactismo. Y también, cuando menos, la pertinencia de un adecuado
aprendizaje; pero un aprendizaje que no consista sólo en el acceso a un
instrumental meramente operativo, sino la asunción de un modo específico de
vida que implique un favorable gobierno de sí mismo así como de las relaciones
con los demás.

La leyenda del gran judo

En este sentido, la filmografía de Kurosawa contiene, no ya una minuciosa


analítica de tal relación, sino toda una sugerente propuesta acerca de cómo
construir una subjetividad capaz de integrar libertad y necesidad. Propuesta que,
independientemente de que hunda sus raíces en la cultura japonesa, y de que a
muchos parezca justificada debido al reconocimiento que hacia sus maestros, en
particular el realizador Kajiro Yamamoto, siempre expresó, lo convierte ipso
facto en algo más que el potente y singular narrador que, por encima de todo, es.
Sin duda hay otros aspectos de su legado que complementan esta dimensión
metanarrativa. Pero es en esta frecuente relación maestro-alumno en donde
Kurosawa nos parece que hace honor a la condición de pensador que Deleuze
atribuyó a los grandes cineastas. Y en cualquier caso creemos que es a través de
ella con la que cabe conectarlo con uno de los debates más transitados del
pensamiento contemporáneo: el de la encrucijada en la que actualmente se
encuentra la problemática de la subjetividad.
Dar cuenta de ello (con la obligada brevedad) es el objetivo de este trabajo.
A partir de aquellas películas cuya narración incluya de un modo u otro un
proceso de aprendizaje y en mayor o menor medida se sirva de una relación
asimilable a la de un maestro y sus discípulos, intentaremos entrever qué modelo
de sujeto nos propone Kurosawa y qué tipo de técnicas sugiere para su
consecución. En términos algo más coloquiales se trata de efectuar una
exploración de las sucesivas entregas en las que dio forma al «espectáculo de un
ser que progresa hacia la madurez y la perfección», que, según sus propias
palabras, siempre «le fascinó»[1]. Y veremos si es posible corroborar ese lugar
común de la doxa dominante que califica a Kurosawa de humanista, o si a todas
luces deniega su vulgar acepción. En el transcurso arriesgaremos relacionar esa
subjetividad que entreveamos con algunas de las propuestas que con mayor éxito
circulan por nuestro ámbito cultural. A sabiendas, claro está, no hace falta
decirlo, de que la presunta occidentalización del cine de Kurosawa está ya
suficientemente desmentida, y de que, por otro lado, al hablar lo hacemos desde
la única perspectiva posible (perspectiva etic, que diría un etnólogo, u
«observador distante», en palabras de Noël Burch).
Primacía del autodominio

Realizada a partir de la novela homónima de Tsuneo Tomita, La leyenda del


gran judo narra un proceso de maduración. El joven Sugata Sanshiro (Susumu
Fujita) acude al maestro Shogoro Yano (Denjiro Okochi) para aprender el arte
del judo. Habiendo comprendido que la práctica del jiu-jitsu no garantiza el
triunfo en los combates, elige el judo por la eficacia que posibilita. Pero más que
un deporte, o arte marcial, el judo es un modo de existencia; su aprendizaje no
sólo consiste en adquirir una técnica perfecta, sino que demanda un gran
autodominio. De esto último es de lo que de verdad se trata, no de exteriorizar la
fuerza y humillar a los adversarios. Así se lo hace saber el maestro Yano, para
quien la práctica del judo requiere definir un modo de conducta que integre
armónicamente los contrarios como la naturaleza integra la vida y la muerte. La
comprensión del significado de esta lección se le impondrá a Sugata Sanshiro
después de pasar una noche inmerso en las sucias aguas de un estanque del
jardín de la escuela. Kurosawa no duda en expresar esta «iluminación»
acudiendo al lirismo desaforarlo de una flor de loto, espléndida sobre un fondo
turbio. La deslumbrante perfección de esta metáfora se le revela con tal
contundencia a Sanshiro que de inmediato explota en llanto y acude raudo a
suplicar perdón por su rebeldía al maestro. A partir de ese instante modificará su
comportamiento.
Sin embargo, todavía deberá superar la que acaso sea la prueba más adversa:
enfrentarse al diestro instructor de jiu-jitsu, el veterano Hansuke Murai (Takashi
Shimura), en cuya hija Sayo (Yukiko Todoroki) ha podido ver una «serenidad de
ánimo», o «paz espiritual», que le seduce y desazona. La posibilidad de matarlo
en el combate, como ya hizo con Saburo Momma (Yoshio Kosugi), ganándose
así el odio de su hija Osumi (Ranko Hanai), le perturba y resta concentración.
Esta relación de Sugata con Sayo es una de las muy escasas que Kurosawa nos
muestra entre un hombre y una mujer. Y más que una relación amorosa
propiamente dicha, representa la prueba decisiva para el autocontrol. Al vencer
al padre en la lucha lo que consigue Sugata Sanshiro no es sólo un triunfo que lo
consagra, sino una nueva relación de complicidad y reconocimiento mutuo, cuyo
catalizador es la presencia de la dulce Sayo. A este respecto son particularmente
sugestivas las escenas en las escaleras, un modo sintético, sumamente plástico,
de transmitir un deseo que ha de ser postergado. La relación con Sayo, en todo
caso, no se concretara sino al final, una vez que Sugata haya vencido a quien
hasta el momento la pretendía, el luchador de jiu-jitsu Higaki Gennosuke
(Ryunosuke Tsukigata), en el último y definitivo combate, un duelo a muerte que
se celebra en medio de una naturaleza con todas sus fuerzas desatadas. Así al
menos nos lo quiere significar la puesta en forma de un Kurosawa que no duda
en echar mano de llamativos efectos sonoros y visuales para subrayar el carácter
sublime del momento. Sublime, dicho sea de paso, en un sentido
perceptiblemente kantiano, pues no en vano es la intensidad moral la que
posibilita a Sugata sobreponerse a sus íntimos titubeos y vencer al adversario: la
reaparición sobreimpresionada de la imagen de la flor de loto a modo de
recuerdo de la lección aprendida no puede «leerse» de otra manera. La verdadera
fortaleza brota de la concentración, como en su momento le indicara su maestro
Yano.
La película se nos presenta, por lo tanto, como el rechazo de un estado de
akracia a favor de la consecución de un estado de askesis, cuya subjetivación
viene propiciada por las enseñanzas de un maestro y la propia reflexión.
Lograrlo significa «estar preparado» para poder hacer frente a las adversidades
de este mundo, no para ninguna otra realidad suprasensible. El itinerario
iniciático que se nos ofrece consiste en un conjunto de pruebas mediante las
cuales se adquiere y asimila un modo ético para la acción. El sujeto ascético
debe ser diestro en su actividad tanto como en el gobierno de sí mismo. Y este
gobierno requiere del mayor autodominio y la máxima concentración.
Luchador de judo, como Sugata Sanshiro; o policía, como Goro Murakami
(Toshiro Mifune) en El perro rabioso (1949); o médico, como Yasumoto (Yuzo
Kayama), en Barbarroja (1965). Da igual. Siempre se trata de forjarse un «sí
mismo» controlando, si no desprendiéndose, de aquello que lo impide u
obstaculiza. Los personajes de Kurosawa que no acceden a ello acaban, por lo
general, muriendo.
Este es el caso, por ejemplo, del gángster Matsunaga (Toshiro Mifune), que
padece tuberculosis, en El ángel borracho (1948), incapaz de asumir el modo
de conducta que le recomienda el doctor Sanada (Takashi Shimura) para curarse
de su enfermedad. La relación entre estos dos personajes no es sensu stricto de
maestro y alumno, pero sí la de dos generaciones distintas y la de una oposición
de actitudes diferentes ante la vida, además de que el médico ejerza de
improvisado mentor.

La leyenda d el gran judo

«La voluntad es lo más importante», dicta la divisa del doctor Sanada;


«puede curarlo todo», repite al final, una vez que la joven adolescente (Yoshiko
Kuga) se le acerca enseñándole las radiografías que demuestran su definitiva
curación de la misma enfermedad. Voluntad que ella ha ejercitado y que, por
descontado, el gángster Matsunaga ha sido incapaz de mantener. Éste se deja
ofuscar por presuntos códigos del hampa que nada tienen que ver con la sensatez
y racionalidad que el doctor Sanada representa y le sugiere como lo más
conveniente y necesario. Pero la incapacidad de Matsunaga pava convertir en un
modo de conducta los requerimientos del doctor Sanada es lo que le conduce a la
muerte. Una muerte que, por lo demás, nos es mostrada del modo más caótico,
febril, sucio, desordenado, que imaginarse pueda. Una manera de morir que
contiene en su formalización toda la turbiedad, todo el trastorno, de una
patología que la tuberculosis sólo metaforiza. Es llamativo, por pertinente, cómo
Kurosawa nos representa a esos dos gángsters, Okada (Reizaburo Yamamoto) y
Matsunaga, embadurnados de pintura y frenéticos: sin ningún dominio ni de la
situación ni de sí mismos. En este sentido, Matsunaga es el negativo de Sugata
Sanshiro, un hombre incapaz de someterse a la más mínima disciplina que pueda
beneficiarle, imposibilitado para «cuidar de sí», por poco que sea. Por contraste,
la subjetividad que Kurosawa promueve es la del doctor Sanada, inflexible en su
estoicismo, capaz de mantener a raya su afición por el alcohol; y la de la joven
adolescente, con sólo dos escuetas escenas, que se recupera de su dolencia
sirviéndose de la voluntad.
Una ética en la acción

No añoro mi juventud

En No añoro mi juventud (1946) es una mujer quien se nos ofrece en su


itinerario hasta optar por un personal modo de existencia elegido libremente. Se
trata de la película acaso más memorable de la primera etapa de Kurosawa, en la
que todavía no ha alcanzado una «forma de hacer» individualizada y prevalece
una cierta mixtura con el cine occidental. Debe destacarse no sólo porque su
protagonista sea una mujer, algo excepcional en su autor, sino porque es en la
que se autoafirma sin ambages a favor de la democracia liberal y en contra del
militarismo que prevaleció en Japón durante los años treinta. Directa y
explícitamente política, es básicamente el relato del proceso que sigue una mujer
basta que decide cómo vivir; o dicho de otra manera: describe el devenir vital de
una joven estudiante, hija de un profesor expulsado de la universidad por liberal,
hasta alcanzar una actitud ética conforme a Jas enseñanzas recibidas. Es también
una desaforada historia de amor hasta más allá de la muerte, además de una
vehemente reivindicación de la autonomía femenina. Pero sobre todo es una
película que ajusta cuentas con el inmediato pasado de su país y asume la
libertad individual como principio innegociable de cualquier sociedad.
Kurosawa ha dejado atrás el radicalismo izquierdista de su primera juventud; en
adelante, la política no se contará entre sus preocupaciones fundamentales.

El perro rabioso

Si, como señala Deleuze y sistematiza Pardo[2], la subjetividad se constituye


en base a un proceso cuyos eslabones son impresión-pliegue-expresión, es decir
impresión de un acontecimiento sobre una superficie de subjetivación que pliega
ese exterior y lo expresa, la diferencia entre unos individuos y otros radica en el
modo de plegar en su interior un exterior. En este caso, la joven protagonista,
Yukie Yagihara (Setsuko Hara), acaba expresando ese pliegue al optar por un
estilo de existencia elegido libremente, cuyos ethos implica una manera concreta
de relación consigo misma y con los demás. Su elección, en suma, contiene
también ese factor de autoproducción como sujeto desde la experiencia (política,
en su caso) y a través de prácticas que la ayudan a constituirse (su trabajo en el
campo, ayudando a los ancianos padres de quien fuera su compañero
sentimental, el estudiante Takayoshi Noge [Susumu Fujita], muerto en prisión
por ser demócrata y pacifista). Señalemos, por último, la invitación a guardar la
memoria de las víctimas que, al final, contiene.
La relación maestro-alumno es más palmaria en El perro rabioso. En ésta
son dos miembros de la policía, uno veterano, el comisario Sato (Takashi
Shimura), y el otro un joven detective, Murakami (Toshiro Mifune), a quien le
roban la pistola en un abarrotado autobús, un caluroso día de verano, los que
sostienen el discurso. El primero es un hombre ya de vuelta, maduro, experto
conocedor de las estrategias y tácticas que su trabajo requiere. El segundo es un
principiante impulsivo, todavía ciego en sus pesquisas, inseguro y drástico en
sus decisiones. La búsqueda del ladrón para recuperar el arma robada, con la que
se están cometiendo crímenes, habrá de unirlos, conduciéndoles a recorrer los
bajos fondos de la ciudad en un itinerario cuya desembocadura contendrá más de
una enseñanza. Una sencilla trama policial deviene así narración iniciática, una
especie de bildgunsroman, cuyo sentido no se nos ofrece precisamente
unidimensional. El perro rabioso es una de las películas de mayor espesor
semántico y pluralidad formal de su primera década como cineasta. Y la que ya
muestra un perfecto dominio de cuantos elementos narrativos pone en juego.
Asimismo, cabe decir que es en El perro rabioso en donde se hacen patentes
de un modo más obvio algunas de las particularidades del cine de Kurosawa.
Nos referimos a esa combinación de segmentos dinámicos y segmentos
estáticos, en los que acción y reflexión se alternan casi musicalmente; pero sobre
todo a una estructura narrativa en la que, una vez planteado el detonante del
relato, prevalecen, como señala Deleuze, «dos partes bien diferenciadas, una
que consiste en una larga exposición, y lo otra en que se comienza a actuar
intensamente»[3]. En este caso, esa primera parte se corresponde con el intento
del joven detective Murakami de resolver en solitario el problema que se le ha
planteado; en ella, más allá de que se nos presente con todas las características
propias de un documental acerca de las zonas menesterosas de la gran ciudad,
nos ofrece un modo de actuar ciego e inexperto, llevado a cabo con más
obstinación que sabiduría. Mientras que en la segunda, una vez que recibe la
ayuda del jefe de detectives, Sato de Yodobashi, su actuación conjunta se vuelve
paciente y metódica. La búsqueda y captura que ambos emprenden deviene así
camino hacia la subjetivación de la experiencia. Lo que acaba revelándose al
detective Murakami no es sólo un conjunto de procedimientos, sino también la
necesidad de un modo de conducta, un ethos propio de la policía.
A este respecto, la secuencia en la que ambos descansan y hablan en casa del
comisario Sato resulta decisiva. Es en ella donde se nos ofrece “el saber” del
maestro, aquel que le ha permitido conseguir las condecoraciones que exhibe
colgadas en las paredes de su domicilio: no pensar en las causas del mal, ni en
las razones de quienes lo practican, y olvidar los propios sentimientos para mejor
actuar. Puede afirmarse que de este modo, con palabras bien sencillas y
coloquiales, el comisario Sato sugiere una ética del “deber” como único camino,
método en definitiva, para que el joven detective consiga relacionarse consigo
mismo evitando el desgarro que pueda existir entre la persona y su función
social, o sea, entre el hombre y el sujeto-policía. Sin embargo, Murakami no se
siente seguro de poder olvidar que “no hay mala gente en el mundo, sólo malos
ambientes”, como le sugiere Sato que haga. Él ve en la miseria el mejor caldo de
cultivo para el delito. Lo cual, por otro lado, no le impide odiar el crimen, como
queda subrayado en la secuencia que sigue a la citada anteriormente, la del hogar
de Sato, auténtico escaparate de sosiego y armonía familiar, ni tampoco darse
cuenta de que son las desigualdades sociales las que favorecen la delincuencia,
como queda patente en esa larga secuencia en la que la bailarina Harumi (Keiko
Awaji) muestra el lujoso vestido que le ha regalado su amigo el ladrón Yusa
(Isao Kimura).
Barbarroja

Esta tensión entre la comprensión de las causas del mal y su trabajo de


policía contiene esa pregunta a la que alude Deleuze al afirmar que, en los
desarrollos narrativos de Kurosawa, no sólo se nos presentan los datos de la
situación, sino “los datos de una pregunta escondida en la situación y que el
héroe debe despejar para poder actuar, para poder responder a la situación”[4].
Esta pregunta definitiva, que trasciende la situación, es decir, que va más allá de
si logrará o no recuperar el arma robada, nos remite a la subjetividad del
protagonista, Murakami, o sea, si será o no capaz de asimilar, plegar, en
terminología deleuziana, “la verdad” transmitida por el maestro Sato, y
transformarla en un principio permanente de acción.
La febril pelea en la que Murakami detiene, por fin, al ladrón y recupera su
pistola contiene en su formalización toda la trascendencia encerrada en el drama:
a la brutalidad de la situación se le opone la placidez de una casa próxima en la
que una mujer toca tranquilamente el piano, y se le añade, además, la presencia
de un grupo de niños que pasa cantando. Pero su desarrollo, la pelea
propiamente dicha, está toda ella expuesta bajo un sugestivo silencio, sazonado
con el rumor que produce la vegetación al ser vapuleada por la pugna entre los
cuerpos. La violencia y el sosiego, la delincuencia y el orden, el mal y el bien,
están inextricablemente unidos en la situación. Situarse a un lado u otro es a la
postre lo que cuenta. De seguir la lección de su mentor, Murakami tendrá que
subjetivar que “los sentimientos de uno desaparecen con el tiempo”, en palabras
de Sato. Esta renuncia es la que demanda una conducta propia de policía. Pero el
joven Murakami no sabe a ciencia cierta si será capaz de este desprendimiento
de una parte de sí para forjarse, autoproducirse, como sujeto-policía. Su decisión
no se nos presenta, en suma, tan rotunda como la de Yukie, en No añoro mi
juventud, o, sin ir más lejos, la del médico Yasumoto (Yuzo Kayama) en
Barbarroja.
En esta última, Kurosawa vuelve a contarnos una
historia en la que narra otra vez un proceso hacia la
elección de un modo de existencia. Y vuelve a insistir
en que esta elección implica el acceso a un ethos “algo
más” que meramente profesional. Cuando el joven
Yasumoto llega al hospital del doctor Kyojo Niide
(Toshiro Mifune), llamado Barbarroja, le desagrada
todo cuanto ve y se siente no ya decepcionado sino
humillado. Pero el día en que puede abandonarlo para
vivir de acuerdo a su origen social y pretensiones
personales decide quedarse e imitar el ejemplo del Los siete samuráis
doctor Barbarroja.
Este es un hombre adusto, severo, de principios estrictos y entregado por
completo a una causa: combatir la enfermedad y atender a los menesterosos de la
sociedad. Pero más allá de esta descripción epidérmica puede afirmarse que
exhibe una individualidad plenamente satisfecha: se gobierna a sí mismo como
gobierna sobre los demás. Su subjetividad integra tres características evidentes:
en primer lugar, es crítica, impermeable a las opiniones procedentes del entorno,
lo que le permite evitar cuanto considera pernicioso para su labor; en segundo
lugar, no se arredra a la hora de combatir contra la exterioridad que le es adversa;
y en tercer lugar, posee un gran dominio sobre sí como terapéutica sobre su
interioridad. Barbarroja es, en pocas palabras, un sujeto “ascético”, forjado a sí
mismo singularmente. La subjetividad que lo constituye no desperdicia energía
en esfuerzos innecesarios.
Tan potente individualidad se le revela a Yasumoto en diferentes
circunstancias, o secuencias, y es lo que le induce a cambiar radicalmente su
actitud ante la vida para elegir el modo de existencia que representa. Siguiendo a
Deleuze podemos decir que, en vez de plegar negativamente los acontecimientos
que su experiencia en el hospital le ofrece y repudiarlos, los asume y acepta
voluntariamente. Y en esta elección, el papel del maestro resulta primordial.
No deja de ser significativo que Barbarroja haya sido considerada como
“un manual de ética para formar hombres superiores”[5]. Este comentario no
nos parece hecho a humo de pajas. Lo facilitan algunos detalles de la producción
discursiva de Kurosawa si se contemplan superficial y aisladamente. Se puede
afirmar, por ejemplo, que ni el gángster Matsunaga, ni el campesino Kikuchiyo
(Toshiro Mifune), de Los siete samuráis (1954), entre otros que aquí no
abordamos, mueren sin poder modificar su conducta y forjarse una vida diferente
ya que su origen social no lo posibilita, mientras que los personajes que lo
consiguen suelen ser socialmente pudientes, cuando no samuráis, si se trata de
una película del género jidai-geki, o de época. Desde este punto de vista (y dado
que hablamos desde donde hablamos, aquí y ahora), podría decirse que la
propuesta de Kurosawa es del mismo tenor que la de nuestro Ortega y Gasset y
su “aristocracia del espíritu”, según la cual es aristócrata quien se exige a sí
mismo más que nadie para llegar a ser el mejor a la hora de actuar. Sin embargo,
creemos que en la propuesta de Kurosawa, y muy especialmente en las películas
gendai-geki, o de temas contemporáneos, palpita no sólo una notable crítica
social, sino una clara invitación a forjarse libremente como sujeto a partir de una
elección personal y mediante tecnologías (usando un término de Foucault) que
conviene aplicar, sin distinción de clases, o castas, si no queremos hablar de
clase. Dicho de otra manera: para que un sujeto pueda constituirse con libertad
no le basta con la conciencia, sino que requiere un contexto propicio. Con
palabras de Deleuze: el adentro no es autónomo ni originario, sino que surge a
partir del afuera y el modo como se pliega este afuera. De allí la importancia del
entorno y de los maestros y de la propia voluntad. La diferencia entre Kikuchiyo
y Katsushiro (Ko Kimura), los dos aprendices de Los siete samuráis, no es sólo
de clase (que también), sino principalmente de actitud, y distinto el modo de
afrontar un mismo acontecimiento. Con todo, en esta película son los samuráis
quienes detentan el poder con su saber guerrero; ellos son los encargados de
organizar la defensa de la comunidad en caso de guerra y demandan obediencia
disciplinada. A Kikuchiyo le gusta actuar solo, de un modo bastante
“autárquico”, y eso le conduce a la muerte.
Elogio de la intersubjetividad

En el tramo terminal de su filmografía la figura del maestro reaparece bajo la


encarnadura del entrañable personaje que es Dersu Uzala (Maxime Munzuk), en
la película homónima, de 1975, y en el no menos carismático profesor Hyakken
Uchida (Tatsuo Matsumura) de Madadayo. Asimismo, pueden verse como
figuras magistrales el anciano (Chishu Ryu) del último episodio, “La aldea de los
molinos de agua”, de Sueños de Akira Kurosawa (1990), al que acude el joven
excursionista (Akira Terao) con interés por su palabra y curiosidad por su
experiencia, y también a la abuela Kané (Sachiko Murase) de Rapsodia en
agosto (1991), que acostumbra a evocar historias pasadas, familiares y sociales,
muy especialmente el acontecimiento del bombardeo atómico de Nagasaki (e
Hiroshima).

Madadayo

Nos detendremos sobre todo en su última película. Pero no puede dejar de


señalarse, por brevemente que sea, que tanto en el caso de Dersu Uzala como en
el de la abuela Kané es manifiesto que el exterior, en un caso la taiga y en el otro
el hecho atómico, han sido constituyentes de la subjetividad de los personajes.
Al campesino de “La aldea de los molinos de agua” lo consideraremos
subsumido en el personaje de Dersu Uzala, pese a sus diferencias. Al fin y al
cabo, en lo que aquí nos concierne, es este último quien encarna de verdad en la
filmografía de Kurosawa a un personaje totalmente ajeno a una comprensión del
mundo condicionada por la revolución tecnológica y el progreso científico, y
cuya vida transcurre en perfecta simbiosis con la naturaleza. En efecto, la
subjetividad de Dersu Uzala, su ethos, es decir, su relación consigo mismo y con
los otros es el de alguien incólume al desarrollo de la sociedad industrial izada.
Si él es cazador, el anciano de Sueños de Akira Kurosawa es campesino: da
igual, ambos tienen a la naturaleza como fuente que dicta su modo de existencia.
Y no deja de ser sorprendente cómo Dersu Uzala pone continuamente en práctica
su enraizamiento intersubjetivo con el resto de los habitantes del bosque, aunque
no se les vea. A su vez, en la sociedad urbana, tecnológica, la naturaleza queda
relegada al plano de mero objeto de dominio y provecho. La desolación del
capitán Arseniev (Yuri Solomin) ante la muerte de Dersu Uzala está henchida de
melancolía por un mundo definitivamente perdido.
Madadayo

En el caso de la abuela Kané merece destacarse el interés que muestra por


expresar sus recuerdos. Incomprensiblemente subestimada, Rapsodia en agosto
es una película sumamente importante en el discurso de Kurosawa acerca de la
construcción de una subjetividad afirmativa y abierta a los otros. También lo es
porque a partir de ella, de su formalización, nadie puede reiterar (en el caso de
que no bastasen las precedentes) la occidentalización del cine de Kurosawa. Pero
aquí queremos destacar sobre todo el hincapié que hace en un elemento
primordial para la constitución de una subjetividad plena: la memoria, y en
particular la memoria de las víctimas. En este sentido, Rapsodia en agosto
amplía lo ya sugerido en No añoro mi juventud. No menos importante es, por
supuesto, la descripción de esa idílica intersubjetividad con que se relacionan
entre sí tanto los nietos como las ancianas que no necesitan hablar para
entenderse. La insistencia de la abuela Kané en recordar el bombardeo atómico
molesta a los adultos, que prefieren silenciarlo, pero es bien recibido por su
sobrino Clarke (Richard Gere) y por sus nietos. La intersubjetividad se nos
presenta como condición necesaria de la subjetividad.
Madadayo pareciera toda ella construida a partir de esta premisa. La
relación maestro-alumno vuelve a sernos ofrecida como cifra, alfa y omega, en
la formación de un sujeto moral capaz de sostener su propio perfeccionamiento
ético. La diferencia respecto a las anteriores es que en ésta no se trata de exponer
un proceso de formación, sino la expresión de una subjetividad ya constituida.
Que se trate de un grupo en vez de un sujeto único importa poco, no en vano el
colectivo de alumnos actúa de manera similar, aunque sin hipotecar su
autonomía.
El maestro Uchida deja de dar sus clases de alemán, que venía impartiendo
desde hace treinta años. Pero su jubilación no provoca el alejamiento de sus
alumnos. Muy al contrario. Es a partir de ese momento cuando la razón práctica
de maestro y alumno se abre por completo a la excelencia. Lo primero que
sabemos es que éstos le reconocen haber sido algo más que un profesor de
alemán, por lo que su deseo es continuar en contacto con él: no vacilan en
organizar un «círculo de fieles», comprometiéndose a celebrar todos los
aniversarios para homenajearlo con el mayor afecto y la más sincera veneración.
Estas reuniones no sólo son expresión de calurosa gratitud, sino fuente de
mantenimiento educacional y vínculo solidario para lo que haga falta, podría
afirmarse incluso que son un espacio para el fomento de la amistad (la philia,
que, entre nuestros antepasados griegos, y romanos, era el modelo de todo lo que
hay de excelente en las relaciones humanas). Su punto culminante lo señala
invariablemente una demanda ritual: los alumnos le preguntan a coro si está «ya
preparado para morir» (Maadakai), a lo que el maestro responde con idéntico
optimismo, tras beber una gran copa de cerveza, que «todavía no» (Madadayo).
Asimismo, se objetivan como puente generacional y espacio apropiado para el
mantenimiento de valores. De ahí que sirvan por igual para respaldar la
construcción de una nueva casa para el maestro, dado que la guerra ha destruido
la que habitaba; para emprender al unísono la búsqueda del gato con el que se ha
encariñado efusivamente; o para que los hijos y nietos de los discípulos reciban a
su vez una concisa pero instructiva sugerencia magistral. Este consejo reza así:
«Por favor —les dice a los más pequeños— buscad algo en la vida que seáis
capaces de valorar, y cuando lo encontréis, trabajad y esforzaos en ello, poned
vuestra alma, porque ese será vuestro gran tesoro particular. Ya sabréis qué
queréis, pero tendréis que trabajar y esforzaros mucho para que ese tesoro sea
precioso a los ojos de los otros. Será vuestra profesión. En ella pondréis todo
vuestro corazón y demostraréis vuestro verdadero valor».
Estas palabras podrían haber sido pronunciadas por todos los maestros de
anteriores películas. Y, desde luego, los alumnos las habrían puesto en práctica,
Sugata Sanshiro, como judoka; Yukie Yagihara, en su integración en el mundo
campesino; Goto Murakami, como policía; Katsushiro, como samurái;
Yasumoto, como médico.
Por si quedara alguna duda en la importancia otorgada a tal solicitud,
recordaremos que toda una película está dedicada a la incesante búsqueda de una
elección personal como matriz constitutiva de un ethos individual, a partir del
cual cincelarse como sujeto y definir la propia conducta. Esta película no es otra
que Vivir (1952). Su protagonista, Kenji Watanabe (Takashi Shimura), no quiere
morirse sin antes haberse dado una ley que lo constituya como sujeto ético.
Algo más que un hombre

En las películas de Kurosawa que no incluyen la relación maestro-alumno


abundan los personajes desgarrados por dilemas morales o envueltos en
conflictos de poder. Pero en aquellas que la incluyen, de un modo u otro, sus
protagonistas acostumbran a mostrarse capaces de asumir voluntariamente lo
que bien podemos definir, usando palabras de Foucault, como una «estética de la
existencia». En este sentido, la subjetividad que promueve se sitúa más allá de
las críticas que entre nosotros han llevado a cabo el estructuralismo y el
posestructuralismo «contra el humanismo» y «contra la subjetividad». Pero ello
no quiere decir que el sujeto que construye sea un sujeto de racionalidad
autotransparente, plenamente consciente y dueño de sí mismo, de la naturaleza y
de la historia, como la concebía el humanismo clásico y la modernidad anterior a
Nietzsche y Freud. Tampoco se nos presenta como un sujeto identificable con el
individualismo tipificado en nuestra posmodernidad, lo que entre nosotros
vendría a representar la concepción (tan enjundiosa y certera, por lo demás) de
Gilles Lipovetsky. Más bien, el sujeto que Kurosawa propone a lo largo de su
filmografía es un sujeto capaz de ser «algo más» que ese «hombre» sólo
comprendido (y comprensible) a partir de la trascendencia. Un sujeto definido
por sus prácticas, no por su esencia. Empeñado en hacer de su vida una obra de
arte; o sea: otorgándole una «forma» que debe elegirse y elaborar mediante
«tecnologías» (Foucault) precisas. Un sujeto ajeno a todo consuelo y redención,
más allá del hombre porque se quiere simplemente humano. Casi nada.
Un pintor de celuloide
Pintura y color en la obra de Akira Kurosawa

Zigor Etxebeste Gómez

Akira Kurosawa-ren irudiek hasieratik jaso dute artearen eragina, antzerki zein literatura, zein
pinturarrena. Azken honen eta zinegile japoniarraren arteko harremanak aztertzea gai
konplexua eta mamitsua dugu, beraz. Hurrengo testuan kontu hau da aztergai baina baita
zinegilearen kolorezcko filme luzeak eta margolari bezala egindako prestatzeko marrazkiak.

Dibujo para Sueños de Akira Kurosawa

L os ojos de Akira Kurosawa siempre han estado impresionados por la


realidad que veía delante, y no es de extrañar que el cineasta japonés
intentara expresar con el medio que más celebridad le otorgó, la imagen
cinematográfica, el estremecimiento que la misma producía en su interior. En
cierta ocasión, Kurosawa confesó que procuraba ser realista en su cine, pero que
no lo conseguía debido a su carácter sentimental. Así, su aportación al cine
podría resumirse en el siguiente proceder: mirar la realidad directamente (aquella
visita con su hermano Heigo a las ruinas provocadas por el terremoto Kanto de
1923 dejó una huella profunda en el joven Akira), pasar su impronta por el tamiz
del bagaje cultural aprehendido (en el que se mezclan cine, pintura, literatura y
teatro, bien orientales, bien occidentales) y, a continuación, expresar la inquietud
originada en una obra que fusione todo ello con un marcado sello personal. De
este modo se crearon más de treinta películas que constituyen el testamento vital
y estético que Akira Kurosawa dejó para la eternidad.
El cine de Kurosawa abarca muchos campos y temas, entre los que cabe
destacar el particular tratamiento otorgado a la violencia, su frecuente
humanismo, los personajes en continuo aprendizaje, sus creativas técnicas
cinematográficas (en el campo del montaje, la utilización de varias cámaras
durante el rodaje…), la gran influencia que ejercieron en sus historias escogidos
literatos occidentales y orientales (Gorki, Dostoievski, Shakespeare, Shugoro
Yamamoto, Ryunosuke Akutagawa…), o el peso de la pintura en su obra. Este
último tema será el centro de atención de las siguientes páginas.
Han sido varios los autores que han abordado la
cenagosa relación existente entre cine y pintura; y sin
ánimo de ofrecer aquí una idea teórica sobre la misma,
efectuaremos una aproximación a las conexiones que
hemos percibido entre la imagen fílmica producida por
Kurosawa y la pintura. Para ello, hemos resumido este
pequeño análisis en tres puntos fundamentales: el
influjo de la pintura (sobre todo en cuanto a
composición y encuadre) en las imágenes del
realizador; la etapa del color iniciada en Dodeskaden
(1970); y un breve esbozo, incluyendo algún apunte
biográfico, sobre el pintor que proporcionó en los
Dibujo para Sueños de
Akira Kurosawa storyboards, dibujos preparatorios y algunas telas un
interesante punto de reflexión sobre el vínculo oriente-
occidente ya observado en su cine.
La pintura en Kurosawa

Muchos de los textos que acometen las relaciones entre pintura y cine, al
analizar dichos vínculos en los filmes de Akira Kurosawa, aluden
insistentemente a una de sus últimas realizaciones, Sueños de Akira Kurosawa
(1990), y más en concreto, insisten en el hito logrado con su quinto sueño,
«Cuervos», donde el autor se zambulle en el colorista mundo del pintor Vincent
van Gogh. Sin embargo, debemos apuntar que las relaciones pintura-cine de las
imágenes de Akira Kurosawa van más allá de esta célebre «visión»; e
igualmente en las analogías pictóricas suscitadas por sus filmes observaremos
varias características pictóricas adaptadas a ellos. La composición del encuadre,
la utilización del teleobjetivo para aplanar la imagen y restarle
tridimensionalidad, la puesta en escena espectacular, la utilización del paisaje y
del rostro humano como entes individuales, la nitidez del dibujo en los
elementos del encuadre…, remiten a otras tantas peculiaridades pictóricas que
Kurosawa ha sabido trasladar al cine magistralmente. No sólo veremos
referencias pictóricas en las imágenes de Ran (1985) o Kagemusha, la sombra
del guerrero (1980) (que algunos han comparado con cuadros de batalla
renacentistas por su espectacularidad), o meros recordatorios de obras de arte por
comparación, como en la citada Sueños de Akira Kurosawa (en varios de ellos
se pueden observar composiciones pictóricas trasladadas o tableaux vivants);
nuestra intención radica en explicar lo que Kurosawa toma de la pintura para
poder situarlo en su cine, concibiendo cada ámbito como expresión soberana y
nunca empleando términos como «cine pictórico» para aproximarnos al tema en
cuestión. En este sentido, la labor teórica de Jacques Aumont ha sido
fundamental a la hora de abordar este punto[1].
Dibujo para Sueños de Akira Kurosawa

En su autobiografía, Kurosawa señala que para él el cine es un compendio de


todas las demás artes (pintura, literatura, teatro, música), y que es en el séptimo
arte donde se pueden aplicar todos aquellos conocimientos adquiridos en
aquéllas. Más adelante veremos cómo en el caso de Kurosawa el arte de la
pintura precedió al cinematográfico (al igual que en Tarkovski, Bresson o
Eisenstein, como bien recuerda Michel Estève), y es, por tanto, decisivo a la
hora de elaborar el encuadre y disponer los diversos elementos dentro del
mismo. Las influencias pictóricas en la construcción de la «imagen Kurosawa»
se reducen, grosso modo, a dos: la pintura tradicional japonesa, de un lado, y los
impresionistas y posimpresionistas, de otro. No obstante, estos influjos se
interrelacionan y son indisolubles a la hora de analizar la «imagen Kurosawa»[2].
En la rica tradición pictórica japonesa advenimos ciertos rasgos que, a pesar
de la evolución evidente en su historia, se prestan a cierta homogeneidad plástica
que nos sirve aquí para situar las imágenes del director de Rashomon (1950)
bajo su indudable dominio[3]. Uno de los distintivos por los que se define la
pintura japonesa radica en la ausencia de profundidad de campo (o, al menos, no
da sensación de tridimensionalidad, como con la «perspectiva» europea),
principalmente en algunas obras que tienen el paisaje como tema o como telón
de fondo. En este género, uno de los artistas que mejor plasmaron el paisaje con
un escalonamiento de los planos compositivos utilizando una linea caligráfica
apreciable en ciertas imágenes de Kurosawa —Trono de sangre (1957), La
fortaleza escondida (1958), Dersu Uzala (1975), Kagemusha, la sombra del
guerrero, Ran— fue Sesshû (1420-1506), aunque es quizá en algunos artistas
posteriores donde encontramos las posibles fuentes del cineasta: Uragami
Gyokudo (1715-1820), dentro de la corriente erudita Bunjinga o pintura de
influencia china; o Tomioka Tessai (1837-1924), que continuó en su estilo
original e individual las enseñanzas de aquella escuela. Resulta curioso comparar
la unión inconsciente en la obra de Tessai entre el arte japonés tradicional y el
occidental con el tópico sobre la obra de Kurosawa, que habitualmente es
presentado como «el más occidental de los cineastas japoneses». Al igual que
Tessai, Kurosawa se vale de técnicas occidentales (en este caso la concepción
clásica de plano o la profundidad de campo innata en el cine) para adecuarlas a
cierta tradición japonesa en la que no existe volumen en la imagen, y hace que
en sus encuadres las líneas de movimiento dominen sobre lo demás.
Posteriormente, al añadir el color, no sólo se verán los movimientos caligráficos,
sino que las masas cromáticas resaltarán de forma sorprendente[4].
Dibujo para Sueños de Akira Kurosawa

Una influencia que aúna tanto tradición japonesa como europea aparece en
las últimas realizaciones de Akira Kurosawa, sobre todo en Sueños de Akira
Kurosawa y Madadayo (1993). El arte de la renombrada escuela Ukiyo-e
(pintura del mundo ligero y transitorio) se puede entrecruzar con ciertas
tendencias europeas que la descubrieron para el viejo continente (impresionismo,
posimpresionismo) con objeto de insertarse en las imágenes del último
Kurosawa. La forma de percibir la naturaleza mediante trazos directos y colores
vivos la encontramos en los paisajes de Hokusai o de Hiroshige, pero Kurosawa
la une a la de van Gogh, Gauguin o Cézanne en ciertos encuadres. Se distingue,
por ejemplo, en los sueños 5.º («Cuervos») y 6.º («El monte Fuji en rojo») de la
homónima película. Las explosiones que sobre el Fujiyama llenan la pantalla de
colores apocalípticos pueden remitir a algunas de aquellas famosas vistas que
Hokusai hizo del monte sagrado. Y sin embargo, donde en Hokusai todo es
tranquilidad y sosiego ante la naturaleza, en Kurosawa el terror atómico es
representado por ese mismo entorno. Ya las oscuras laderas lunares del Fuji
habían sido escenario para otras escenas: en Trono de sangre, en el intento de
suicidio del contable Wada en Los canallas duermen en paz (1960), en el asalto
al tercer castillo en Ran, o en el sueño 7.º, «El ogro que llora».
De igual forma, observamos que la influencia que la pintura ejerce en
Kurosawa, al crear su particular imagen cinematográfica, no se reduce a una
aplicación tangencial y analógica de los cuadros como en los conocidos casos de
Enrique V (Henty V; Laurence Olivier, 1944), La kermesse heroica (La
kermesse heroique; Jacques Feyder, 1935), Un día de campo (Une partie de
campagne, Jean Renoir, 1936), Todas las mañanas del mundo (Tous les matins
du monde; Alain Corneau, 1991), o El más allá (Kwaidan; Masaki Kobayashi,
1964). Por el contrario, el realizador japonés utiliza la sabiduría, entre otros, de
los oficios de pintor y cineasta para trasponerlos al cine, logrando una imagen
cinematográfica plena, sin anclajes en las demás disciplinas. Cabe hablar de
encuadres pictóricos en prácticamente toda la filmografía de Kurosawa, aunque
podemos colegir que, a partir de la utilización del cinemascope en sus obras, la
pintura hace acto de presencia constante (desde La fortaleza escondida hasta el
final, exceptuando Dodeskaden, Kurosawa varió el formato alargado, pasando
del scope al 70 mm de Dersu Uzala y utilizando el 35 mm desde entonces). Este
formato horizontal encaja, como bien ha señalado Santos Zunzunegui[5], en la
tradición japonesa del rollo historiado (emaki-mono), por lo que de nuevo
volvemos a toparnos con una conexión pictórica en la imagen Kurosawa,
relaciones que, como hemos apuntado en un principio, son infinitas.
Kurosawa y el color

El color se introduce en el cine a finales de los años treinta, pero no será hasta
los cincuenta cuando se empiece a utilizar de forma más generalizada y se
imponga en las décadas siguientes, relegando el blanco y negro a películas de
bajo presupuesto o bien como marca de qualité. Resulta asombroso que
Kurosawa esperara hasta 1970 para realizar su primera incursión en una película
en color, Dodeskaden, que supuso el inicio de una nueva etapa en su cine. No
retomada al blanco y negro, y en los casi treinta años que restaron hasta su
muerte el director nipón nos legó una serie de siete filmes únicos tanto en su
condición de obras con entidad propia como por el audaz uso del color en sus
imágenes. Dodeskaden, Dersu Uzala, Kagemnsha, la sombra del guerrero,
Ran, Sueños de Akira Kurosawa, Rapsodia en agosto (1991) y Madadayo
constituyen un jalón en la recuperación de un maestro, que osó innovar con su
cine en un momento en que era más importante la institución «Akira Kurosawa»
que el cineasta en sí. Para muchos estudiosos esta última etapa es decadente, y
ello lo justifican por las ayudas externas a Japón que obtuvo el director para
financiar sus proyectos (Kagemusha, la sombra del guerrero y Sueños de
Akira Kurosawa fueron realizadas con dinero norteamericano, mientras que
Dersu Uzala y Ran las patrocinaron soviéticos y franceses, respectivamente).
Incluso las últimas obras de Kurosawa (Rapsodia en agosto y Madadayo), a
pesar de estar financiadas al cien por cien con dinero japonés, son consideradas a
veces como películas fáciles y demasiado condescendientes, cuando su
realización es un magistral toque final a una obra elocuente y sin igual.
Dibujo para Sueños de Akira Kurosawa

Por lo tanto, en este apartado queremos reivindicar el ingenioso uso que


Kurosawa procura al color en estos siete filmes, considerando el mismo como un
elemento fundamental sin el cual las imágenes no serían iguales, e incluso su
significado cambiaría profundamente. La toma de conciencia de la utilidad del
color en su cine le hizo experimentar con los pigmentos más variados, pero no
sólo desde un punto de vista puramente estético. Kurosawa da al color la misma
importancia que, por ejemplo, puede conceder al montaje, al guión o al sonido.
Dodeskaden fue su campo de pruebas, y detenerse a analizar las funciones de su
increíble gama cromática es inseparable del estudio del film. En su
imprescindible libro sobre el cineasta, Michel Estève distingue tres funciones en
la aplicación de los colores: una función dramática, una función simbólica y otra
realista (que llamará pictórica en Ran)[6]. El empleo creativo del color, sin que
éste quede a merced de un mal entendido realismo, entronca con las ideas que
sobre el tema dejó Carl Theodor Dreyer planteadas en sus escritos[7]. En ellos, el
director danés ve en el naturalismo un lastre a la hora de diseñar un film y aboga
por liberarse de él (pero no de forma radical, en el cine debe haber «una armonía
entre los sentimientos y las cosas») para poder crear una obra verdaderamente
artística. En este sentido, cree que en el uso no naturalista del color radica «la
mayor de las posibilidades de renovación de los recursos artísticos del cine». En
películas como Dodeskaden o en algunas de las visiones oníricas de Sueños de
Akira Kurosawa, Kurosawa parece desarrollar este precepto, y aunque otros
filmes menos coloridos como Rapsodia en agosto o Madadayo tienen un tipo
de iluminación más natural, el color siempre encuentra su independencia en
algún momento (véase bien la aparición del «ojo atómico» o la escena de los
cedros «suicidados» en la primera, bien las imágenes del sueño del profesor
Uchida o la especial coloración que reciben algunas escenas de interior en la
segunda).
Dibujo para Sueños de Akira Kurosawa

En su primera incursión en el color con Dodeskaden, Kurosawa marcó un


hito en la utilización del mismo, y cualquier espectador que fije su mirada sobre
la historia de la ciudad de chabolas no puede dejar de evocar la libertad con la
que están tratados los colores. La gran variedad de personajes que recorren la
pantalla no permite que la mirada repose un solo instante, y esa polivisión se
observa también en los colores. Hay personajes que son esbozados mediante un
toque de color (o varios) y de este modo reparamos en unos rojos intensos,
amarillos rotundos, vivísimos azules que componen una radiante sinfonía
cromática (en cierta ocasión se comparó a Kurosawa con un director de orquesta,
y el ritmo o los múltiples elementos controlados bajo su dirección confirman esta
musicalidad en él), unidos a la postre en el arco iris que brota mágicamente en
uno de los viajes del tranvía de Roku-chan. Es quizá el colorista mundo visual de
este niño retrasado el que aflora ante nuestros ojos (la escena en la que la madre
fija su mirada en los innumerables dibujos de tranvías que cuelgan sobre paredes
y ventanas nos muestra la gran imaginación del joven) y, si bien no vemos su
tranvía, sí percibimos la extrapolación de su mundo singular en la manera en que
Kurosawa nos muestra el barrio. Son las escenas del mendigo y su hijo pequeño
donde mejor advertimos la expresividad que alcanza el uso del color en
Kurosawa. Si al principio resaltaban los dos bajo un manto de colores más o
menos claros, con el desarrollo del film y tras la intoxicación del niño, éstos se
tornan oscuros, fríos y tenebrosos (similares a los utilizados por Goya en su
quinta del sordo). Existe así una simbiosis entre el color utilizado y la situación y
el estado de ánimo de los personajes.
Esta forma de tratar los colores conscientemente será retomada en muchas de
las visiones de Sueños de Akira Kurosawa, aunque en otras realizaciones
también tendrán una importancia esencial. Así, los colores primarios (azul, rojo
y amarillo), junto con el verde, el blanco y el negro, componen el espectro
cromático fundamental de Kagemusha, la sombra del guerrero y, sobre todo,
de Ran, donde cada color puede simbolizar en un momento dado una actitud
(Kaede seduce al segundo hijo de Hidetora, Jiro, sobre un fondo dorado, que
simboliza tanto el poder como la traición en la película), un personaje (los tres
hijos de Hidetora, de blanco, y sus tropas, son representados con los tres colores
primarios; Taro de amarillo, Jiro de rojo y Saburo de azul celeste, mientras que
el bufón Kyoami contiene el arco iris en su atuendo), o una situación dramática
(los tonos claros del principio contrastan con el tenebrismo que se va adueñando
del film, evolución paralela al drama del que somos testigos). Todo ello confluye
en la soberbia escena del ataque al tercer castillo, máxime en el plano general en
que Hidetora desciende sumido en la locura por las escaleras del torreón
envuelto en llamas rojas y humo negro. Sobre un fondo gris mortecino de las
laderas del Fuji resaltan en la perfecta composición triangular el blanco
fantasmal del viejo señor en el centro, flanqueado por el rojo y el amarillo de las
tropas de Jiro y Taro, respectivamente.
Todas las películas en color de Akira Kurosawa destacan por el escrupuloso
cuidado de su matizada paleta, pulcritud que hoy día se abandona nada más
comenzar un rodaje y hace de este ingrediente fundamental un mero adorno
visual y decorativo. Así, en varias de las visiones de Sueños de Akira
Kurosawa, sobresalen algunas por su especial aplicación del color, como el final
de «El sol brilla a través de la lluvia», «El huerto de los melocotoneros», y
especialmente «Cuervos» y «El monte Fuji en rojo». Al observar en Dersu
Uzala la transformación de los pigmentos naturales (verdes, amarillos,
blancos…) durante las diferentes estaciones o la invasión de ocres en la brillante
escena en la que el tigre-Amba es herido por el cazador gold, es evidente el
deliberado empleo cromático de las imágenes de Kurosawa con fines estéticos y
significativos. Incluso, como ya hemos citado, en las dos últimas realizaciones
del maestro japonés, Rapsodia en agosto y Madadayo, el color, aparentemente
dominado por una iluminación natural, asume cierta intencionalidad al realzar en
los exteriores los colores naturales (el verde del campo donde vive Kaede con
sus nietos en Rapsodia en agosto) y en los interiores, jugando con la luz
artificial para «pintar» los colores que quiere destacar (la luz de la luna invade
algunas escenas en ambos filmes).
En consecuencia, no estaría de más que todos los cineastas que hacen cine en
color tomaran conciencia de dicho elemento a la hora de plantear sus
realizaciones. Akira Kurosawa tardó mucho tiempo en hacerlo, pero esas siete
películas quedarán siempre bajo el sello de fábrica de la etapa del color del
director nipón.
Kurosawa, pintor

La afición de Kurosawa por la pintura comenzó muy pronto, en su infancia,


cuando su predilecto profesor de primaria Seiji Tachikawa, le enseñó la
creatividad que emergía a la hora de dibujar las cosas con libertad sin que éstas
impusieran su dictadura de apariencia real y figurativa. El siguiente paso fue
acceder a la escuela de arte en 1927, y aunque no pasó el examen de ingreso, en
marzo del año siguiente consiguió exponer su cuadro Seibutsu en la afamada
galería nacional Nitten. La juventud de Kurosawa fue un incesante aprendizaje
dentro del mundo del arte, de la literatura y del cine, gracias, sobre todo, a su
hermano Heigo. Aquel mismo año, Kurosawa, sensibilizado por una lucha
obrera que pronto le decepcionaría, se incorporó al Instituto de Investigación
Artística Proletaria de Shiina-cho, donde exhibiría sus pinturas y dibujos (obvios
seguidores del realismo socialista). En 1929 Kurosawa entró en la Liga
Proletaria de Artistas, un grupo que «tenía una vertiente realista que estaba,
según mi punto de vista, mucho más cerca del naturalismo, y bastante alejado de
la intensidad del realismo del trabajo de Courbet. (…) Más que un movimiento
artístico con raíces en los elementos esenciales de la pintura, era una práctica
para plasmar ideales políticos insatisfechos directamente en el lienzo»[8].
Dibujo para Sueños de Akira Kurosawa

La pasión por la pintura decayó finalmente, y en 1932 abandonó la Liga y el


movimiento proletario. Tras volver a casa de sus padres, el mismo año en que su
hermano Heigo se suicidó, Kurosawa retomó la pintura o, mejor dicho, el dibujo,
porque entonces la familia sufría ciertas penurias económicas. Su frustración
como pintor y como artista era cada vez mayor, y después de pasar una breve
temporada ilustrando revistas y libros de escuelas de cocina, el joven Kurosawa
decidió abandonar definitivamente la pintura. En 1935 arrancará su imparable
carrera en el mundo del cine, al contestar un anuncio del estudio P. C. L. que
solicitaba ayudantes de dirección.
No es difícil suponer que Kurosawa nunca dejó de pintar durante su amplia
trayectoria cinematográfica, y esta faceta artística volvió a resurgir con fuerza en
el momento de realizar sus películas en color. En Dodeskaden Kurosawa inundó
el decorado de la casa de Roku-chan y su madre de coloridos e ingenuos dibujos
de tranvías que se acumulaban en los visillos de las ventanas y en las paredes de
la estancia. La integración del color en su cine le permitió pintar los decorados y
poder jugar con la iluminación cromática, analizada en el punto anterior.

Dibujo para Sueños de Akira Kurosawa

No obstante, el mundo colorista del pintor Kurosawa se da a conocer a partir


de sus dibujos preparatorios para Kagemusha, la sombra del guerrero, y los
ulteriores para Ran, Sueños de Akira Kurosawa, Rapsodia en agosto y
Madadayo. Estos story-boards pintados tienen una función práctica, y así
explica el director su utilidad: «Me dedico a pintar los storyboards con el fin de
poder decir a mi equipo: “Así es como debe ser”. En mis dibujos, enseño a qué
se deben parecer las casas, muestro los lugares donde deben situarse las cosas,
el vestuario que quiero que lleven los personajes. Pienso que semejante método
puede ser eficaz para la puesta en escena». Más adelante añade: «Es durante un
rodaje cuando el papel del storyboard se revela esencial. Un dibujo no es más
que un dibujo. En un film las imágenes se mueven, no así en el dibujo. Sin
movimiento no existe película. La cuestión que se formula es, por tanto, captar
bien el movimiento sobre el papel»[9]. A pesar de la practicidad de estos diseños,
si uno se detiene a observar la técnica, la composición y el colorido de los
mismos, Akira Kurosawa se muestra como lo que era realmente: un pintor
cineasta.
Los storyboards de Kurosawa siguen cierta tendencia artística que se pueden
condensar en estas influencias: van Gogh, Cézanne, Gauguin, Roualt y algunos
impresionistas en el colorido, junto a todo el bagaje de las escuelas de estampas
japonesas en el uso del dibujo y la línea con carácter propio e individual. La
forma de tratar el espacio con poca profundidad y mucha planitud también es
tomada de estas tradiciones. Debemos precisar que muchos de los dibujos
preparatorios fueron ampliados a telas de mayor formato, desligándose de esa
primigenia funcionalidad y tomando carácter de obras en sí mismas. La serie de
retratos de los personajes protagonistas de Ran, además de la ayuda que
ofrecieron a los maquilladores, acreditan la claridad con que Kurosawa los había
concebido ya antes de pasar al celuloide. De hecho, aunque no hayamos tenido
la oportunidad de ver más que algunas de estas obras, la elaborada construcción
de muchos de los planos de sus últimas películas (como en Dersu Uzala o
Rapsodia en agosto, por ejemplo), nos lleva a deducir que el director japonés ha
dibujado estas escenas sobre el papel antes de rodarlas. Podríamos incluso
extrapolar esta afirmación a gran parte de su filmografía, sabiendo el riesgo que
conlleva no tener suficiente información al respecto.
A continuación vamos a detenemos en dos de estas obras, el cartel realizado
para el 36.º festival de Cannes (1983), basado en uno de los jinetes dibujados
para Ran, y el dibujo de Kyoami: una fiesta nocturna sobre el que se realizó el
afiche de la sección «Un Certain Regard» del certamen francés de 2002; y
seguidamente veremos el conjunto de storyboards que realizó para Sueños de
Akira Kurosawa y Madadayo. Con ello queremos ofrecer una pequeña
aproximación al pintor Kurosawa, un tema que no suele ser analizado al estudiar
el trabajo del cineasta.
Primeramente, en el guerrero del cartel de Cannes la velocidad del pincel de
Kurosawa proporciona al dibujo una fuerza dinámica aplicable a las imágenes de
las escenas de batalla de la película. El caballo, remarcado con una gruesa línea
negra, hace pensar en seguida en el estilo de Roualt, así como el colorido
utilizado, basado en el rojo intenso del atuendo del jinete y las manchas azules
del cielo. En cuanto a la composición del dibujo, situando al jinete vuelto hacia
nosotros y el caballo lampante posado sobre sus cuartos traseros, nos trae a la
memoria todos aquellos retratos ecuestres a los que eran tan aficionados los
poderosos: pensamos en Napoleón Bonaparte cruzando el Gran San Bernardo
(1801), de Jacques-Louis David, o El conde-duque de Olivares (h. 1638), de
Diego Velázquez. La sensación de poder de estas composiciones aparece
también en la pintura de Kurosawa, y si bien no sabemos concretamente de
quién se trata, perfectamente podría representar a alguno de los generales de
Ran o incluso de Kagemusha, la sombra del guerrero. En cuanto al dibujo de
Kyoami, el bufón es esbozado con colorido atuendo (destacando el azul y el
fucsia) y detalles ornamentales vistosos, tal y como lo veremos ataviado en el
Film. Su actitud danzante, envuelto en una espiral de movimiento, nos indica
cómo será el personaje en Ran, alguien ingenioso, dinámico y algo malicioso.
Apreciamos de nuevo un trazo firme, una línea gruesa que marca los contornos
y, sobre todo, la sensación de rapidez en la ejecución, pues, como ya hemos
señalado, estas obras tienen una labor específicamente preparatoria en la
concepción de la película.
Sin embargo, su autonomía como obras propiamente dichas la hallamos
nuevamente en la serie de story-boards que Kurosawa preparó para Sueños de
Altiva Kurosawa y Madadayo. Si antes hablábamos de Roualt, ahora no
podemos olvidarnos de la influencia capital que la pintura de van Gogh tiene en
estos dibujos preparatorios. El fuerte cromatismo a base de urgentes pinceladas
de pigmento es algo que heredó del genial holandés, a lo que se une la destreza
de Cézanne y de Gauguin. Para Sueños de Akira Kurosawa el cineasta pintó
entre otros: el arco iris del Final del primer sueño, la hilera de los espiritas de los
melocotoneros del segundo, el visitante de la exposición ante El puente de
Langlois en Arles de van Gogh del quinto, un primer esbozo de lo que será «El
monte Fuji en rojo» del sexto sueño. Para Madadayo dibujó el cartel
(recordemos el soberbio afiche que ya había realizado en 1970 para
Dodeskaden) y algunos dibujos: el baile y canto de la primera fiesta de
cumpleaños del profesor; una de las reuniones con sus antiguos alumnos; la
humilde casa del profesor cerca del solar; la búsqueda del gato de Nora en un
colegio infantil; el encuentro de la esposa del profesor con un nuevo gato en la
parte trasera de la casa; la llegada de un tren a la estación en la que el profesor
volverá a ver a Nora; o las psicodélicas nubes del sueño final. En todas estas
obras nos encontramos con un sentido colorista de la pintura, prolongando la
manera de hacer de aquellos pintores posimpresionistas aludidos y una expresión
vivaz que nos lleva a otros ismos que durante las primeras décadas del siglo XX
lograron la emancipación del trazo y del color. Pensamos concretamente en el
fauvismo francés o el expresionismo germano.
Recapitulando, hemos reparado en diversos aspectos en los que la pintura ha
dejado su huella sobre las imágenes finales del cine de Kurosawa, y creemos que
un estudio de campo podría aportar interesantes conclusiones para la
comprensión de lo que hemos venido denominando la «imagen Kurosawa».
Evidentemente, un análisis más amplio que el aquí presentado se antoja
fundamental para alcanzar tal objetivo. Por eso, nuestro escrito es propuesto bajo
el signo de la síntesis y la introducción, y así lo hemos querido presentar.
«Tuve un sueño como éste»
El apocalipsis según Kurosawa

Alberto Elena

Hiroshima eta Nagasakiko leherketa nuklearren ondoren. Japonian ezer ez zen lehen bezala
izango. Kurosawak bere pelikula batean baino gehiagotan aipatu zituen gertaera haick, baina
Crónica de un ser vivo, Sueños de Akira Kurosawa eta Rapsodia de agosto filmeek asatutako
trilogian eskainiko zuen hekatoonbeari buruz zuen ikuspegia.

Crónica de un ser vivo

Mis agradecimientos a Giulia Pratesi, Juan Pablo Ramos y Manuel Vidal


Estévez por su colaboración durante la preparación de este texto.

D e no haber sido un personaje de Bergman, Jonas Persson —el angustiado


feligrés que se suicida en Los comulgantes (Nattvardgasterna, 1962) por
no soportar la angustia generada por la supuesta amenaza de una inminente
explosión nuclear china— hubiera podido ser tal vez un personaje de Kurosawa.
En cierto modo, Persson no sería sino un lejano pariente escandinavo del
industrial Nakajima, el atormentado protagonista de Crónica de un ser vivo
(1955), con quien compartiría la generalizada zozobra de los años de la Guerra
Fría y el arraigado temor a una irreversible hecatombe nuclear. Pero Nakajima
no es un personaje cualquiera en la filmografía de Kurosawa; antes bien, su
«persona» cinematográfica tiene mucho de emblemática, y aun de
autobiográfica, en el seno de la obra del maestro, que retomaría explícitamente
tales preocupaciones en dos ocasiones más, ya en la recta final de su carrera, con
un par de segmentos de sus celebrados Sueños de Akira Kurosawa (1990) y la
no menos popular Rapsodia en agosto (1991). Estos mediocres filmes, fruto de
una postrera y bonancible etapa creadora del cineasta a comienzos de los
noventa, habrían sido —en palabras del crítico Yomota Inuhiko— «lanzados al
circuito de festivales como delicadas antigüedades y tratados con reverencia
digna de ofrendas al altar más que como obras vivas y recientes»[1], erigiéndose
a la postre en una suerte de summa del pensamiento del autor a propósito de los
problemas suscitados por la era nuclear, en tanto que la más rica y polémica
Crónica de un ser vivo continúa siendo una obra virtualmente desconocida en
la fílmografía de Kurosawa.
Aunque a lo largo de su vida Kurosawa se manifestara en múltiples
ocasiones sobre el profundo temor que en él despertara la brusca eclosión de la
era atómica tras el lanzamiento de sendas bombas sobre Hiroshima y Nagasaki
los días 6 y 9 de agosto de 1945, pocas declaraciones son tan nítidas y precisas
como las que hiciera a Gabriel García Márquez en una célebre entrevista
contemporánea al lanzamiento internacional de sus Sueños de Akira
Kurosawa. Allí el cineasta expresaba sin rodeos su punto de vista: «Yo pienso
que la energía nuclear está fuera de las posibilidades de control que puede
establecer el ser humano. En el caso de que se cometiera un error en el manejo
de la energía nuclear, el desastre inmediato sería inmenso, y la radioactividad
permanecería por cientos de generaciones»[2]. Ésa es justamente la perspectiva
—por no decir la moraleja— que adoptan los dos episodios de Sueños de Akira
Kurosawa que abordan tal problemática, «El monte Fuji en rojo» y «El ogro que
llora». Si bien el primero arranca con una visión del célebre pico inflamado por
el resplandor de las explosiones de los distintos reactores de una central nuclear
vecina, pronto el episodio deriva hacia el más plano didactismo que un tono
marcadamente declamatorio hace todavía más ostensible. La huida de las masas
atemorizadas, inequívocamente deudoras de las kaiju-eiga o películas de
monstruos de su colega y buen amigo Inoshiro Honda (acreditado en Sueños de
Akira Kurosawa como asesor visual y responsable de los efectos especiales)
ceden inmediatamente paso a una prosaica y tópica discusión sobre la naturaleza
incontrolable de la energía nuclear, que se desdobla en el siguiente segmento del
film en una visión posapocalíptica no menos afectada por un didactismo y un
moralismo inhabituales —al menos en esta forma tan burda y carente de matices
— en la filmografía de Kurosawa.

Sueños de Akira Kurosawa

No es éste el momento de reabrir algunas polémicas discusiones acerca de la


supuesta «senilidad» del cineasta y de sus ecos en esta etapa final de su
carrera[3], ni tampoco de explorar en profundidad la evidente limitación que para
su obra representa la decisión de escribir —a partir precisamente de Sueños de
Akira Kurosawa— sus guiones en solitario[4], pero sí en todo caso de subrayar
la particular fisonomía de estas últimas obras de Kurosawa, de la cual
ciertamente también participa Rapsodia en agosto. Stephen Prince, en su
espléndida monografía sobre el cineasta, ha sabido caracterizar con agudeza
estos rasgos definitorios del «último Kurosawa» y ha hablado, naturalmente, de
una actitud contemplativa en la que sus protagonistas, ancianos como él,
recapitulan de algún modo toda su experiencia vital en una suerte de
aproximación «psicobiográfica»[5]. Pero este particular interés no está reñido ni
mucho menos con una valoración negativa de los resultados, en razón
básicamente de la escasa entidad dramática y el didactismo exacerbado de estos
filmes, completamente carentes de matices y por ello mismo susceptibles —
como veremos— de ser mal interpretados en algunos extremos[6]. En ese
sentido, y a propósito justamente del tema que nos ocupa, Linda Ehrlich ha
podido considerar Sueños de Akira Kurosawa y Rapsodia en agosto
«oportunidades perdidas —y no tanto en el plano estrictamente fílmico, aunque
también— para que una voz respetada en todo el mundo pudiera presentar una
imagen rigurosa y comprehensiva de los efectos de la guerra»[7]. Porque si
Sueños de Akira Kurosawa aborda de manera impresionista y fragmentaria los
horrores de la guerra y la amenaza nuclear, Rapsodia en agosto aspira a hacerlo
de manera un tanto más articulada y aludiendo concretamente al bombardeo de
Nagasaki por los Estados Unidos en el verano de 1945.

Rodaje de Rapsodia en agosto

Producida por la Sltochiku apenas finalizada la experiencia de los Sueños de


Akira Kurosawa, Rapsodia en agosto es así la primera película de Kurosawa
desde Dodeskaden (1970) que cuenta con una financiación íntegramente
japonesa. Prueba evidente de que las preocupaciones socio-políticas
acompañaron al realizador hasta el final de su carrera, Rapsodia en agosto es no
obstante un film moderadamente ambiguo y elusivo, lo que le valdría verse
emplazado en el centro de algunas controversias y malentendidos por su
presunta actitud crítica frente a los Estados Unidos y su silencio acerca de la
responsabilidad de los propios japoneses en la Segunda Guerra Mundial[8]. Nada
más lejos de la intención de Kurosawa, que opta por plantear el conflicto
metafóricamente en el cerrado ámbito familiar y al hilo de su consabido discurso
sobre el hiato generacional, que abordar con voluntad polémica tales temas, pero
no menos cierto es que su notable torpeza y falta de tacto en la resolución de la
secuencia de la visita infantil al monumento de Nagasaki y la poco elaborada
confrontación entre la anciana Kane y su sobrino de Hawai se convertirían en
ocasiones propicias para la confusión[9]. Porque, como bien apunta Donald
Richie, Rapsodia en agosto no escapa, pese a sus pretensiones, al carácter
convencional y perentorio de los últimos filmes de Kurosawa y «el estilo
sentencioso (de la película) tan sólo se ve amortiguado por los maravillosos
cinco minutos finales»[10], una hermosa y poética secuencia —plena de
resonancias simbólicas— en la que la anciana se aleja de su familia (y de
nosotros, espectadores) bajo una fuerte tormenta.
El estilo contemplativo de Rapsodia en agosto, su peculiar discurso sobre la
memoria de la guerra y la explosión atómica, se articulan de hecho más sobre lo
«indecible» y lo «inefable» que sobre lo «evidente» o «mostrable», deviniendo
—ajuicio de Linda Ehrlich, en su magnífico análisis del film[11]— los momentos
de silencio e introspección los únicos momentos en que la propuesta es efectiva
en términos cinematográficos. Rapsodia en agosto ensaya una reconciliación
con el traumático pasado a través de una amarga resignación «quietista» que
contrasta con el tradicional empuje y combatividad de los personajes de
Kurosawa, pero que se convierte en uno de los rasgos definitorios de la última
etapa de su filmografía, incluyendo por supuesto Madadayo (1993), su obra
testamentaria. De este modo, incluso Kurosawa terminaría por adoptar la actitud
elegíaca del mono no aware que, según Donald Richie, en un importante y
celebrado ensayo[12], habría caracterizado históricamente a la inmensa mayoría
de las películas japonesas sobre la bomba atómica y la amenaza nuclear. Pero ésa
no fue, sin duda, la perspectiva adoptada décadas atrás en su incisiva Crónica de
un ser vivo, considerada por el propio Richie como una de las contadas películas
japonesas del periodo de posguerra que elude esa fatalista actitud frente a la
bomba atómica y sus efectos, al tiempo que la mejor de las películas sobre el
tema realizadas en aquellos años[13].

Crónica de un ser vivo

Crónica de un ser vivo —apuntaba no obstante Richie— «dista mucho de


ser uno película completamente lograda, y el peor de sus defectos es su
vaguedad, fruto de la indecisión del cineasta acerca de cómo decir lo que quería
decir»[14]. Pero, con todas sus limitaciones, la historia del industrial Nakajima,
obsesionado con la amenaza nuclear y empeñado en emigrar a Brasil (supuesto
lugar seguro) con toda su familia, reviste un insólito pathos dentro de las
coordenadas del cine japonés de la posguerra, eco de una realidad social de la
que el propio Kurosawa fue un lúcido y apasionado cronista en obras como El
ángel borracho (1948), El perro rabioso (1949) o incluso la memorable Vivir
(1952). Como muy bien apunta Stephen Prince, para Kurosawa y su generación
«las dudas acerca de si Japón podría modernizarse sin por ello dejar de ser
esencialmente Japón contribuyeron a fomentar una percepción cultural de la
modernidad en términos ambivalentes y, a veces, incluso negativos. En las
películas de Kurosawa la modernidad entraña valores políticos como son la
democracia y el individualismo, pero también concita una imaginería de
suburbios, pobreza, night clubs en los que resuenan estridentes compases de jazz
occidental, corrupción empresarial y el eclipse del ideal mismo del guerrero, al
tiempo que en sus últimas películas irrumpen con fuerza los temas de la
destrucción de la naturaleza y la contaminación del medio ambiente. Las
contradicciones inherentes a la modernidad terminaron por parecerle
irresolubles a Kurosawa y, a medida que envejecía, se mostró crecientemente
nostálgico por cuanto creía que se había perdido»[15]. Rapsodia en agosto y,
sobre todo, Sueños de Akira Kurosawa constituyen —como hemos visto—
expresiones paradigmáticas de esta actitud, que conlleva asimismo un severo
ajuste de cuentas con la amnesia y el oportunismo de toda una generación a la
que el bienestar económico ha empujado, en opinión del cineasta, a la más
completa y miserable desmemoria histórica[16], Pero Crónica de un ser vivo,
rodada apenas diez años después de las explosiones de Hiroshima y Nagasaki,
cuando Kurosawa tiene tan sólo 45 años y se encuentra en plena madurez
creativa, tras haber realizado Los siete samuráis (1954) e inmediatamente antes
de embarcarse en el proyecto que daría lugar a su magistral Trono de sangre
(1957), modula de manera muy distinta estas hondas inquietudes del cineasta.
«Todos estamos perdidos en las tinieblas de la posguerra», reza el rótulo que
precede a los créditos de Una tragedia japonesa (Nikon no higeki, Keisuke
Kinoshita, 1953), y sin duda esa desencantada visión de un desolado panorama
caracterizado por la quiebra del tejido social, las dificultades económicas, el
sufrimiento personal o la pérdida de los valores tradicionales, se reencuentra en
numerosos filmes japoneses de aquellos años, incluyendo algunos de los más
representativos del propio Kurosawa[17], Crónica de un ser vivo no escapa a
esta angustia, por más que la incomprensión encontrada por Nakajima a la hora
de transmitir a cuantos le rodean la «necesidad» de oponerse a la amenaza
nuclear, incomprensión que acabará por arrojarle a los abismos de la locura,
adquiera un patetismo profundamente sombrío y completamente alejado, por
tanto, de la mirada costumbrista de otros filmes coetáneos. Uno de los mayores
logros del film radica precisamente en la creación de un ambiente sofocante y
ominoso, gracias por un lado a la acostumbrada utilización del teleobjetivo por
parte de Kurosawa (con su ostensible efecto de «aplanamiento» y «compresión»
del espacio), pero también a la recurrente alusión al sofocante calor estival y las
violentas tormentas que parecen enmarcar las peripecias de su protagonista,
particularmente en la celebrada secuencia en que Nakajima, sobresaltado por
truenos y relámpagos como si de una nueva bomba se tratara, corre a proteger a
su pequeño nieto.

Crónica de un ser vivo

Crónica de un ser vivo, desde las muy expresivas imágenes urbanas sobre
las que aparecen sobreimpresionados los títulos de crédito, articula su discurso
en torno a la insólita indiferencia que respecto del peligro nuclear cree reconocer
Kurosawa en sus compatriotas. «Todos están egoístamente preocupados por las
cuestiones de su vida personal —apunta al respecto Joan Mellen—, habiendo
olvidado hace tiempo el sufrimiento de la gente de Hiroshima. Nakajima se nos
presenta como una persona mejor sencillamente porque es el único que recuerda
esa matanza de inocentes y quiere proteger a su familia de un destino
similar»[18]. Es cierto que algunas otras producciones japonesas, incluyendo las
variantes del kaiju-eiga o películas de monstruos inauguradas por Japón bajo el
terror del monstruo (Gojira, 1954) —la primera entrega de Godzilla, realizada
por Inoshiro Honda, un buen amigo de Kurosawa— e incluso un par de visiones
paródicas, habían abordado esta problemática desde comienzos de la década[19],
pero nunca con la intensidad y vehemencia de Crónica de un ser vivo. Es
también cierto que las pruebas atómicas norteamericanas en el Pacífico —y, de
manera especial, la realizada en el atolón Bikini el 1 de marzo de 1954, que
afectaría trágicamente a los tripulantes de un pesquero japonés— suscitarían
movimientos puntuales de repulsa y protesta en todo el Japón, pero nada
alteraría sustancialmente la percepción elegíaca habitualmente plasmada en el
cine de la época. Tan sólo Nakajima emerge en este contexto como un utópico y
solitario luchador, naturalmente —por las propias exigencias del discurso—
condenado al fracaso.
Indudablemente todos estos acontecimientos influyeron poderosamente en la
decisión de Kurosawa de consagrar un film a la amenaza nuclear y a la que él
consideraba una profunda amnesia de sus conciudadanos. Surgida en el contexto
de algunas conversaciones con su amigo Fumio Hayasaka, compositor de
muchas de sus películas (y fallecido al final del rodaje de ésta), Crónica de un
ser vivo se planteó inicialmente como una sátira, si bien Kurosawa pronto
abandonó esta perspectiva al sentirse incapaz de avanzar más en esa
dirección[20]. Subsiste en el film, en todo caso, el retrato de un prototípico
personaje claramente emparentado con otras figuras de la extensa galería de
personajes del cineasta; como muchos de éstos, Nakajima no se resiste a la
pasividad y debe imperativamente actuar en uno u otro sentido. Sus soluciones
son obviamente inadecuadas, pero sin duda Kurosawa comparte con él esa
energía para cuestionar una situación que le desagrada profundamente. Sólo que,
a diferencia de otros héroes de la filmografía de Kurosawa, Nakajima se revela
impotente para actuar, enfrentado a las instituciones sociales, sí, pero sobre todo
a la propia estructura familiar, extremo éste que el insólito estatismo del film
subraya convenientemente[21]. De hecho, distintos autores han querido ver en
Crónica de un ser vivo más un potente drama familiar que una película sobre la
amenaza atómica[22], pero, en todo caso, Nakajima jamás se resigna a aceptar
aquélla en la estoica y elegíaca manera del mono no aware y, aunque derrotado,
habiendo fracasado en su lucha, la postrera locura —cuando, internado en un
psiquiátrico, se convence finalmente de que la energía atómica no representa
ningún peligro— no deja de constituir una irónica vuelta de tuerca en el discurso
del film.
Sin duda tiene razón Joan Mellen cuando apunta que, en su tramo final,
Crónica de un ser vivo se revela tan desigual como moderadamente confusa,
multiplicando los «mensajes» en direcciones diversas y aun contradictorias. Tan
pronto el psiquiatra que atiende a Nakajima se plantea con gravedad quiénes son
verdaderamente los locos en esa situación como el dentista Harada, suerte de
espectador-dentro-del-film que ha de formarse una opinión sobre la presunta
demencia de Nakajima, exclama al hilo de la lectura de Las cenizas de la muerte,
un libro sobre los efectos de la bomba atómica: «Si los pájaros y los animales
supieran leer, huirían inmediatamente de Japón». Pero, más allá de estos
mensajes divergentes, Kurosawa tiene perfectamente claro que sólo el fracaso de
Nakajima —un personaje lleno de matices y que no concita necesariamente las
simpatías del espectador— puede actuar como verdadero revulsivo, y así lo
sentencia el frecuentemente mal interpretado plano final de la película[23]. Sin
embargo, los espectadores japoneses no recogerían el desafío y Crónica de un
ser vivo, estrenada en Tokio el 22 de noviembre de 1955, sería recibida con
indiferencia y constituiría de hecho el más sonado fracaso comercial de la
carrera de Kurosawa, desanimando a sus productores de cualquier tentativa de
distribución internacional[24].
En su controvertido ensayo, frecuentemente
inexacto, pero siempre estimulante, To the Distant
Observer, Noël Burch apuntó con agudeza algunas
posibles claves para entender la fría recepción de
Crónica de un ser vivo en el Japón de mediados de
los cincuenta: «La película se adelantaba en varios
sentidos a la época en que se realizó. Su mensaje
colisionaba con los intereses de la clase dirigente y
reflejaba las aspiraciones populares, pero los tiempos
aún no estaban maduros para el reconocimiento de
esta desesperada expresión del sentimiento de las
masas…»[25]. Más que probablemente esquemática,
esta opinión remite sin embargo a una cuestión todavía Crónica de un ser vivo
no esclarecida por los especialistas en Kurosawa y a la que sin duda valdría la
pena prestar alguna atención, a saber: si Crónica de un ser vivo no sería un
nuevo eslabón conflictivo en la difícil relación entre los cineastas japoneses
interesados por abordar el problema de los efectos de la bomba atómica y las
autoridades —tanto las de ocupación como las japonesas—, que tan atentas y
puntillosas venían mostrándose desde el final mismo de la Segunda Guerra
Mundial[26]. Sea como fuere, la (in)oportunidad de Kurosawa con esta rabiosa
diatriba, muy alejada de las visiones simplistas y complacientes de sus ulteriores
revisiones del tema, hace de Crónica de un ser vivo, todavía hoy, una de las
obras menos conocidas de la filmografía del cineasta, una película tan necesaria
como necesitada de una urgente revisión. Aunque sólo sea para, más allá de sus
evidentes imperfecciones, comprender por qué en su momento muchos se
sintieron viéndola como si les hubieran «golpeado en la nuca con una barra de
hierro»[27].
Breves apuntes sobre Akira Kurosawa
Su cine y el sexo

José Luis Rebordinos

Kurosawaren unibertsoarekin itxuraz zerikusirikk izan Gabe, sexua eta erotismoa bigarren
mailako gaiak dira bere filmografiaren barruan, gizonezko pertsonaia ugariren presentzia
nagusi den filmografian. Ilala eta guztiz ere, bi gai horiek oso modu sotilan agertu ohi dira bere
pelikuletako batzuetan eta zinegileak horiei duen iritzia ezagutzeko aukera emalen digu nolabait
ere.

Rashomon

I ntentar establecer un discurso coherente sobre el lugar que ocupa el sexo en


el cine de Akira Kurosawa no es tarea fácil. Sobre todo, teniendo en cuenta
la sutileza con la que este gran hombre del cine japonés se acerca a los
sentimientos y a las pasiones humanas. Pocas veces aparecen representadas en su
cine de forma explícita las pulsiones sexuales y, en el caso de que aparezcan, las
expresa de forma metafórica.
Más interés tendría el estudio del discurrir de su cine en relación con la
producción cinematográfica erótica y pornográfica japonesa, teniendo en cuenta
el desconocimiento que sobre la misma existe en occidente (desconocimiento
que podría generalizarse a gran parte del cine japonés). El vídeo y el vertiginoso
desarrollo de las comunicaciones están terminando con los falsos «especialistas»
en cinematografías exóticas. El acceso a películas de realizadores como Tetsuji
Takechi, Seijun Suzuki, Yasuzo Masura, Susumu Hani o Noburo Tanaka, así
como el visionado en profundidad de filmes de la llamada nuberu bagu
japonesa, tiran por tierra muchas teorías formuladas basadas en traducciones de
libros anglosajones y repetidas una y otra vez diversas en obras y artículos
relativos al cine erótico. El cine pornográfico japonés no se agota en las películas
de Shindo, Tereyama, Ichikawa, Oshima o Imamura e, incluso, no tiene en estos
interesantes realizadores a sus más importantes representantes. La extensión de
este artículo, sin embargo no permite intentar una aproximación al sugerente
tema de la expresión sexual en el cine japonés, y debe contentarse con esbozar
unos breves apuntes sobre Akira Kurosawa, el sexo y su cine.
En su autobiografía, Kurosawa relata un incidente que le ocurrió a su amigo
Keinosuke Uekusa —quien más adelante sería su coguionista en dos de sus
películas: Un domingo maravilloso (1947) y El ángel borracho (1948)—
cuando tenía diecisiete años. Uekusa le había escrito una carta de amor a una
compañera suya y la había citado en la montaña Kuseyama. Pero en vez de
aparecer la muchacha, el que acudió a la cita fue su padre, que era comisario de
policía.
Trono de sangre

Lo que llama la atención de esta anécdota contada por Kurosawa no es ella


en sí misma, que no pasa de ser un simpático relato de un fugaz amor
adolescente, sino el hecho de que prácticamente sea uno de los pocos momentos
en los que el realizador cuenta una anécdota relacionada directamente con la
ceremonia del sexo. Y lo hace no refiriéndose a sus propias aventuras y
vivencias de adolescente y joven, sino a las de su amigo y compañero de
estudios, al que ya en la madurez, con cierto aire de broma, acusa de viejo verde
porque sólo recuerda aquellas historias que tenían que ver con mujeres.
Esta especie de elipsis definitiva, en lo relativo al sexo, con la que el propio
Kurosawa clausura el relato de su vida narrado en su autobiografía (que abarca
desde su infancia hasta Rashomon), es la misma que está presente en la mayoría
de sus películas. No hay que olvidar, además, que el tema central de muchas de
ellas es el del aprendizaje en la vida. Muchos de sus personajes recorren ante los
ojos del espectador un ciclo vital en el que desarrollarán su autodominio y
disciplina, a veces de la mano de un maestro que Kurosawa coloca a su lado.
Ello hace que, como señala Max Tessier, «el binomio arquetípico hombre-mujer
esté reemplazado por el de hombre-hombre»[1]. Y como consecuencia de esto, en
palabras de Manuel Vidal Estévez, «en el cine de Kurosawa, las mujeres suelen
tener una presencia funcional, rara vez son protagonistas, el conflicto principal
no gira en torno a ellas»[2]. Aunque, indudablemente, también hay excepciones
en sus películas, como Asaji, la mujer de Washizu en Trono de sangre (1957),
versión libre del Macbeth shakespeariano, o Masago, la mujer protagonista de
Rashomon, film sobre el que volveré más adelante.

La leyenda del gran judo

El cine japonés de antes de la Segunda Guerra Mundial y, todavía en mayor


grado, el que se realizó durante la misma, tuvo que soportar el férreo control de
la censura, con la excusa de que era necesario cerrar filas a favor de la
reunificación cultural nacional. Estaba prohibido totalmente mostrar en una
pantalla escenas con besos o con cualquier tipo de alusión a los órganos
sexuales. Kurosawa sufrió diversas modificaciones en algunos de sus trabajos
como guionista, y otros fueron, directamente, sepultados para siempre en la
oficina de censura del Ministerio del Interior.
En 1943, a la edad de treinta y tres años, Kurosawa estrena La leyenda del
gran judo, su primera película como realizador, que pudo proyectarse a pesar de
los censores gracias a la intervención del director Yasujiro Ozu, que formaba
parte del Comité Examinador.
Los censores dijeron que casi toda la película era «británico-americana»,
especialmente la escena en las escaleras del templo entre Sugata y Sayo, la hija
de su rival Murai, Esta escena, de una belleza y tensión increíbles en una primera
obra de un realizador, es una de las más sexuadas (a pesar de su carácter
metafórico) del cine de Kurosawa y una de las más sugerentes escenas de amor
del cine japonés conocido por quien suscribe estas líneas. En poco más de seis
minutos asistimos al conocimiento, posterior enamoramiento y constatación de
la imposibilidad de su relación entre Sugata y Sayo en una única unidad espacial,
las escaleras que conducen al templo, y varias unidades temporales, marcadas
por los sucesivos encuentros entre los protagonistas.
Sugata contempla a Sayo por primera vez (Kurosawa nos introduce en la
mirada de Sugata mediante la utilización de un plano subjetivo) cuando llega al
final de las escaleras que conducen al templo, en cuya puerta reza ella, pidiendo
a los dioses la victoria de su padre sobre un rival que la joven no conoce y que
no es otro que Sugata. A continuación, la imagen nos muestra a Sugata bajando
las escaleras con un paraguas abierto, con el que se protege de la lluvia. Alcanza
a Sayo, ayudándola, y el plano se cierra sobre el rostro de ésta, ruborizado y
protegido por el paraguas abierto. El fetichismo sugerido de este momento se
hace explícito en los dos primeros planos que siguen a continuación. Uno de
ellos muestra el paraguas cerrado de Sugata; el otro, la parte superior
(redondeada) del paraguas abierto de Sayo: los sexos masculino y femenino
sutilmente representados, Sugata y Sayo volverán a encontrarse nuevamente dos
veces más en estas escaleras. En el último encuentro, Sugata descubrirá que
Sayo es la hija de su rival y ésta conocerá quién es su enamorado. Sugata se
marchará corriendo y desesperado, mientras Sayo le mirará alejarse desde las
escaleras que, por primera y única vez en estos seis magistrales minutos,
parecerán una pesada losa que se desploma sobre su soledad.
Otra película que puede aportar nuevos matices al tema que nos ocupa es
Rashomon. Mediante una serie de complicados flashbacks, un samurái y asiste a
la violación de su mujer a manos del bandido Tajomaru, desde distintos puntos
de vista: el del bandido, el de la mujer del samurái, el del propio samurái
(mediante una bruja que se comunica con su espíritu) y el de un leñador,
presente de forma accidental en el lugar en el que ocurrieron los hechos.
Rashomon, auténtica obra de vanguardia en el momento de su realización, sigue
conservando todavía toda su fuerza y poder de sugestión. La fotografía, la
utilización de la luz y de las sombras, los encuadres de los rostros de los
protagonistas (que evocan al cine mudo, como el mismo Kurosawa cuenta), así
como la complejidad de la estructura narrativa del film, convierten el mismo en
una fuente inagotable de enseñanzas.
Aunque la película trate fundamentalmente sobre la imposibilidad de
alcanzar la verdad absoluta, sobre cómo «los seres humanos somos incapaces de
ser sinceros con nosotros mismos»[3], permite, al mismo tiempo, diversos niveles
de lectura y comprensión. Es, también, una compleja reflexión sobre la mirada,
sobre el carácter voyeurístico que todo texto fílmico implica: Tajomaru observa
al samurái y a su mujer mientras atraviesan el corazón del bosque; el samurái,
una vez maniatado, observa cómo el bandido viola a su mujer; la mujer observa
la pelea en la que el bandido asesina a su esposo; el leñador, escondido en el
bosque, observa toda la escena; y, por último, el espectador lo ve todo, ve las
imágenes del film, cada uno de sus flashbacks, conoce la historia desde «la
mentira» de cada uno de los personajes. El samurái, su mujer y el bandido
protagonizan su tragedia en ese espacio cerrado, no por hermoso menos
agobiante, que es el corazón del bosque. El personaje femenino, Masago, la
mujer del samurái, es un personaje fuerte e independiente, que acabará
dominando la voluntad de los dos hombres obligándoles a combatir el uno contra
el otro. Reparte su odio entre ambos por igual y, como en otras muchas películas
de Kurosawa, aquí también las pulsiones sexuales y el ansia de poder se
confunden.
Vivir

Me gustaría terminar estos breves apuntes haciendo referencia a una de las


mejores películas de Akira Kurosawa, Vivir (1952), y, más concretamente, a las
escenas entre Watanabe (empleado municipal que a sus sesenta años descubre
que tiene cáncer) y Toyo, una joven empleada de su oficina, que renuncia a su
trabajo burocrático para buscar otro en el que se sienta más útil. La vitalidad de
Toyo representa la vida frente al pasado de Watanabe, que es la muerte. En la
alegría que transmite esta muchacha se encuentra la más hermosa de las
metáforas del cine de Kurosawa: la de la vida que se desborda y encuentra un
lugar entre la tristeza y la miseria; como en Rashomon, como en tantos otros
filmes de Kurosawa, la amarga filosofía de la desesperación deja entrever, al
final, un lugar para la esperanza.
Paisajes del sentimiento, escenarios de la emoción
Texturas del cine de Akira Kurosawa

Tomás Fernández Valentí


Akira Kurosawaren zinemaren bizitasunak,
neurri batean, bere kontakizunen
eszenetako eta «giroetako» elementuak,
alegia paisaia naturalak edo plato
zinamatografikoetan eraikitako deboratuak
manipulatu eta eraldatzekooo modu berezi
horretan du bere izateko arrazvia. Eta
elemntu horiek poetika berezi baten pieza
bhurtzen ditu: erabat bisuala, erabal
sentsuala eta sentimenei erabal lotuta
dagoen estilo baten egranajeak, bere
pertsonaia ahaztezinen psikologiarekin eten
ezin den osotasuna eratuz.

D urante una época existió cierta


tendencia a simplificar el alcance
del cine de Akira Kurosawa mediante
su comparación capciosa con el de los
otros grandes maestros del cine nipón cuya obra se encuentra más o menos
difundida en occidente, Kenji Mizoguchi y Yasujiro Ozu por un lado, y más
recientemente el por fin reivindicado y un poco más divulgado Mikio Naruse.
Solía afirmarse de manera taxativa que Kurosawa era más épico y visceral que
Mizoguchi, Ozu o Naruse, quienes —según este tópico— son cineastas líricos,
sobrios y serenos, lo cual prácticamente equivalía a decir que estos últimos eran
más sutiles, más «artísticos», que el primero. Semejante barbaridad, unida a un
falso elitismo que parecía preferir a Mizoguchi, Ozu y Naruse por su condición
de cineastas poco conocidos en España antes que por sus extraordinarios méritos
artísticos, arraigó profundamente entre muchos sectores de opinión, deleznable
actitud lamentablemente frecuente entre la crítica de cine española, a la que
todavía hoy le gusta practicar una especie de paternalismo ante los cineastas
«exóticos», que recuerda, salvando las distancias, siniestras consignas de
tiempos pretéritos del estilo «siente un pobre a su mesa».
Ahora bien, si por un lado es verdad que el estilo de Kurosawa resulta más
llamativo que el de sus epígonos, no lo es menos que en Kurosawa hay una
aparente renuncia a ciertas sutilezas, «Cuando por fin pude realizar mi primera
película —afirmaba el realizador a propósito de La leyenda del gran judo
(1943)—, me sentí tan feliz que me divertí muchísimo haciéndola. Como por
entonces se nos prohibía la más mínima libertad de expresión, no pensé más que
en exagerar los efectos puramente cinematográficos. En aquella época se
consideraba que la mejor cualidad del cine japonés consistía en una especie de
simplicidad, de sobriedad, de ausencia de todo artificio. Todavía hoy se sigue
pensando lo mismo. Y por eso se me reprocha una cierta “exageración”. Pero
yo creo que hay cosas que conviene exagerar»[1].

La leyenda del gran judo

Esa «exageración» se traduce en un cine vital, exuberante y «extravertido»,


en el que abundan las situaciones violentas y dramáticas (sin que por ello falten
inesperados toques de humor) y que articula su discurso en una puesta en escena
también muy física y vivaz. Uno de los signos característicos de su cine reside
en su manera de integrar el drama de los personajes en un escenario
vigorosamente dibujado que condiciona las peripecias, las actitudes y la
psicología de aquéllos. Escenarios y personajes son indisociables en el cine de
Kurosawa: los unos complementan a los otros. La belleza de un paisaje o la
fealdad de una barraca, la frondosidad de un bosque o la asepsia de una oficina,
una nevada copiosa o un calor sofocante expresan, por contraste o por
interacción, una idea, un pensamiento o una emoción de los personajes. Y
aunque es verdad que una parte importante de la fama de Kurosawa se asienta —
como la de John Ford, David Lean, Anthony Mann, Henry Hathaway o Delmer
Daves— en su sentido del paisaje natural (bosques, montañas, llanuras,
desiertos), y sobre todo en su tratamiento dramático de elementos telúricos
(lluvia, viento, nieve, niebla) y ambientales (frío, calor), también lo es que
nuestro realizador filma con el mismo ímpetu, e idéntica finalidad expresiva, los
escenarios urbanos artificiales (ciudades, aldeas, calles, suburbios, despachos,
oficinas, templos).
La leyenda del gran judo

Un excelente ejemplo del por así llamarlo empleo «dual» del escenario por
parte de Kurosawa, el paisaje natural y el decorado erigido en estudio, lo
encontramos en el paradigma popular del cine de su autor: Rashomon (1950).
Como apunta al respecto el especialista Mitsuhiro Yoshimoto en su excelente
trabajo sobre el cineasta, «la yuxtaposición de composiciones horizontales y
verticales es el motivo visual dominante. En las escenas en el templo de
Rashomon, las líneas verticales estructuran el espacio del encuadre: el
movimiento vertical de la lluvia cayendo de arriba abajo, el diseño vertical de la
puerta, la inclinación vertical de la cámara. Por contraste, las líneas
horizontales y las bandas dominan las soberbiamente compuestas escenas del
interrogatorio judicial de los testigos, (…) Las composiciones horizontales y
verticales aparecen juntas en las escenas en el bosque, (…) Las luces y las
sombras, por mediación de la estabilidad y la variación en la composición, son
empleadas para visualizar simbólicamente la complejidad de la mente
humana»[2].

Barbarroja

Es decir, para Kurosawa el escenario, natural o artificial, filmado en exteriores o


en un plató cinematográfico, nunca es un mero engranaje funcional, necesario
para ubicar en él a los intérpretes, sino un espacio que combina tanto lo físico
como lo emocional, una suerte de catalizador de las emociones puestas
dramáticamente en juego que, en combinación con la iluminación, la dirección
de actores, la elección del encuadre, el movimiento o la quietud de la cámara y el
montaje, configura un elemento más de su estilo cinematográfico. Unos
escenarios entendidos en sentido dinámico, que nunca están rodeando a los
personajes, simplemente acompañándolos en sus vicisitudes, ni por encima de
ellos (ni siquiera cuando se trata de escenarios monumentales como montañas,
bosques, castillos o palacios), sino que con su fisonomía complementan, añaden
matices o enriquecen el dilema de las figuras que pueblan el cine de Kurosawa,
subordinándose incluso a la idiosincrasia de estas últimas, plegándose a sus
exigencias dramáticas, a sus miedos y a su dolor, a sus risas y a su llanto, a sus
aventuras y desventuras, con vistas a conseguir de este modo un determinado
efecto estético[3].
De todo ello se infiere un tema, siempre presente en Kurosawa, como es el
de la lucha que entablan sus personajes contra el entorno —físico, psicológico,
social, moral o ético— que les rodea, y de qué modo logran triunfar o fracasar en
dicho empeño. Temática que se deriva, a nivel formal, de la rica herencia
cultural japonesa de la cual Kurosawa se convierte en uno de sus principales
divulgadores (a despecho de quienes se empeñan, con una irritante insistencia
digna de mejor causa, en considerarle «el más occidental de los cineastas
orientales»), y a nivel filosófico, y el cine de Kurosawa lo es en el sentido más
noble y menos dogmático de la expresión, como resultado de la asimilación de
ciertos conceptos del budismo zen.
El reverso del decorado

Barbarroja

Es mérito de Santos Zunzunegui el haber recordado que «Kurosawa combina


dos tradiciones de origen pictórico, en personalísima síntesis. Una primera, que
encuentra un ejemplo privilegiado en los emaki-mono (que encontraron su
apogeo en los siglos XII y XIII), pinturas realizadas sobre rollo vertical u
horizontal en el que se desplegaba, en ausencia de límites que aislaran cada
acción de las inmediatamente anteriores o posteriores, una composición,
sabiamente orquestada (y hay que tomar esta expresión en su sentido
estrictamente musical), en la que cuenta, tanto o más que la historia que se
narra, la puesta en forma de la misma. (…) La segunda línea explorada por
Kurosawa para la “composición” plástica de sus obras, tiende a vincularlas con
el arte del sumi. El sumí o pintura a tinta, exacerba, mediante el peso del rasgo
caligráfico, esa dimensión común a gran parte del arte japonés por la que se
tiende a prescindir de la profundidad de campo, del volumen y de las sombras a
la hora de producir un mundo en el que se privilegia la línea de acción sobre la
perspectiva y donde se deja en un segundo plano el aspecto de las figuras para
destacar la dimensión planaria de manchas y signos de las configuraciones
visuales»[4].

El infierno del odio

Dentro del cine de Kurosawa cada decorado «artificial», englobando aquí a


efectos sistemáticos todo aquel que no es natural, es decir, el decorado recreado
en estudio y el escenario urbano, tiene una función dramática o expresiva que va
más allá de su aparente funcionalidad, erigiéndose las más de las veces en una
suerte de contrapunto escénico a las dificultades que tienen que atravesar los
personajes de Kurosawa, obstáculos a los cuales estos últimos hacen frente
esforzándose por doblegar, superar o evitar esa barrera con tal de seguir adelante
con sus propósitos. Los escenarios artificiales acostumbran a representar la lucha
del hombre contra ese entorno, generalmente mostrado como algo hostil porque,
como luego veremos, al contrario de los escenarios naturales, son obra de otros
hombres y, por tanto, un elemento lleno de connotaciones negativas: vanidad,
soberbia, indiferencia, privilegio, dificultad, incomodidad, egoísmo, intereses
creados, rivalidad, enemistad, inferioridad…
Sin ánimo de ser exhaustivo, en El perro rabioso (1949), por ejemplo, un
estadio de béisbol abarrotado de público, donde se produce la persecución
policial de un sospechoso, simboliza la indiferencia general del colectivo ante el
problema particular de los agentes que están enzarzados en aquélla. En Los
canallas duermen en paz (1960), versión libre y contemporánea del Hamlet de
William Shakespeare, cuya acción principal se desarrolla en el elegante bloque
de oficinas de una gran empresa[5], la sordidez oculta de los personajes queda
expresada en el miserable solar abandonado —los restos de una antigua fábrica
de municiones— donde se citan secretamente para conspirar. En Barbarroja
(1965), la miseria del hospital del doctor Niide, alias Barbarroja (Toshiro
Mifune), provoca en el joven médico Yasumoto (Yuzo Kayama) tanto su rechazo
inicial como su posterior decisión de permanecer en el lugar: el decorado
«decide», en cierto sentido, la evolución del personaje de Yasumoto. Por otro
lado, una barriada marginal dominada por el hampa, en El ángel borracho
(1948), un miserable reducto marginal, en Bajos fondos (1957), o un pintoresco
barrio de chabolas, en Dodeskaden (1970), son los marcos propicios para la
descripción de los variopintos personajes que habitan en ellos, fuera de los
cuales probablemente serían inconcebibles.
Una de las mejores ideas de Los siete samuráis (1954) también mantiene
una estrecha relación con los problemas de los personajes y el entorno en el que
se mueven. Me refiero a la necesidad de que la fisonomía de la aldea tenga que
ser modificada para asegurar la mejor defensa de los samuráis y los campesinos
que les han contratado contra los bandidos: el decorado se transforma,
coincidiendo con decisiones estratégicas adoptadas por los personajes, quienes lo
alteran en virtud de su propia voluntad. Algo parecido ocurre en Yojimbo
(1961), en la que la fisonomía del escenario donde transcurre el grueso de su
acción está íntimamente relacionada con los intereses de los personajes: un
pueblo, dividido física y moralmente por la lucha entre dos violentas bandas
rivales, al cual llega un mercenario, Sanjuro (Toshiro Mifune), consciente de
dicha rivalidad y dispuesto a sacar tajada de la misma, que se instala, nada más
llegar al lugar, en una taberna estratégicamente situada en medio de la calle
central que, al mismo tiempo, divide y enfrenta a los clanes enemigos.
Un caso especial serían los veintisiete planos que conforman una secuencia
de Kagemusha, la sombra del guerrero (1980) en la que un francotirador,
apostado frente a un ventanuco y disparando a un pequeño árbol del patio,
explica ante sus superiores, «visualizándolo», cómo atentó contra el shogun del
clan Takeda. La explicación que da el asesino sobre cómo se colocó
estratégicamente cerca de su víctima, y la minuciosa forma que tiene Kurosawa
de reconstruir, mediante un meticuloso montaje, lo que el personaje está
narrando, confiere a dicha secuencia una tonalidad particular: como en Los siete
samuráis o en Yojimbo, el decorado se somete a la voluntad del personaje que
narra, aunque, a diferencia de estas últimas, aquí el sometimiento del decorado a
la voluntad de los personajes no se produce a un nivel físico, sino más bien
mental o imaginativo. Un simple ventanuco y un modesto árbol plantado en un
patio dejan, en cierto sentido, de serlo, para transformarse en una
«escenificación», dejando la visualización de los hechos a la imaginación del
espectador.
Dentro de esta clasificación «urbana» hay un ejemplo particularmente
refinado: Vivir (1952), uno de cuyos ejes arguméntales gira, precisamente,
alrededor de la alteración de un «decorado»: un parque infantil cuya
construcción se convierte en el objetivo prioritario del protagonista del relato,
Watanabe (Takashi Shimura), antes de que una enfermedad terminal acabe con
su existencia. No me parece casual que algunos de los más bellos momentos de
esta obra maestra estén construidos relacionando la tragedia de su protagonista
con los espacios urbanos en los que se mueve. Por ejemplo, cuando Watanabe
sale de la consulta del médico y baja a la calle tras descubrir la gravedad de la
enfermedad que acabará con su vida, la cámara efectúa un ligero retroceso: la
entrada en el encuadre del ruidoso y denso tráfico de vehículos contrasta con el
dolor y la turbación del personaje, cuya tragedia personal queda así minimizada,
reducida a la nada, ante la agobiante presencia del entorno ambiental,
impersonalizado, de la gran ciudad (algo parecido a lo que ocurría, como ya
hemos mencionado, con el estadio de béisbol de El perro rabioso). Más tarde,
mediante el empleo de la cámara subjetiva y el off sonoro, Kurosawa muestra la
llegada a la casa del hijo y la nuera con los que Watanabe vive como algo
inquietante, casi amenazador, que sugiere la soledad que siente el protagonista
en su convivencia con su hijo y la esposa de este último, para él dos extraños
cuya presencia es simbólicamente escamoteada al espectador: pocas veces la
descripción de una casa, de un hogar, ha estado tan marcada por semejante
sensación de «incomodidad». Por otro lado, el bullicio ambiental, alegre y
desenfadado, que se vive en el local donde Watanabe acude a emborracharse,
unido al magnífico apunte de la fiesta de cumpleaños de una chica, coincide con
la firme decisión del protagonista de hacer algo productivo en lo que le queda de
vida: la canción de las amigas de la joven «parece» dirigida a Watanabe,
activando como un resorte el deseo vitalista del personaje. Ya cerca del final, el
moribundo Watanabe se detiene, bajo un melancólico fondo de nubes, a admirar
la belleza de la vida representada en un árbol en el que nunca se había fijado: la
fuerza del momento radica en que dicho árbol está fuera de campo: el gesto del
actor ante ese elemento natural no visible para el espectador es lo que transmite
aquella emoción.
Mención especial merece El infierno del odio
(1963) —para el que suscribe, y sin ánimo de
pontificar, una de las mejores películas policíacas de la
historia del cine— en la que los decorados tienen un
peso específico en el devenir del relato, hasta el punto
de que puede afirmarse, con escaso margen de error,
que «evolucionan» paralelamente con el devenir
psicológico de los personajes. Esta admirable película,
que para Yoshimoto es «una representación alegórica
de la transformación de los espacios urbanos
japoneses como consecuencia de los radicales
cambios socioeconómicos de los años sesenta», y
Los siete samuráis cuyo título original nipón, traducible como «Cielo e
infierno», «articula la dicotomía entre el orden y el caos»[6], sitúa su primer acto
en la casa del adinerado Gondo (Toshiro Mifune), un decorado que Kurosawa
filma preferentemente «en horizontal», a tono con el carácter coral de las escenas
que se desarrollan en el lugar y, sobre todo, con la diversidad de sentimientos
humanos en juego. El segundo acto, centrado en el pago del dinero de un rescate
y en las pesquisas policiales destinadas a dar con el paradero del secuestrador de
un niño, adopta el tono febril y urgente de un documental. El tercer acto, un
breve pero intenso epílogo en el que Gondo conversa a solas con el secuestrador
detenido, un estudiante llamado Takeuchi (Tsutomu Yamazaka), está en cambio
dominado por la construcción «en vertical» de los encuadres: la reja metálica
que separa a ambos interlocutores. El resentimiento que Takeuchi siente hacia
Gondo está en gran medida alimentado por el hecho de que la lujosa mansión de
este último se divisaba desde la humilde casa del primero: la visión de esa casa,
de ese «decorado ajeno», y el contraste con su hogar, el «decorado propio»,
describe perfectamente la diferencia social entre ambos personajes, en la cual se
fundamenta buena parte del odio de Takeuchi.
La comunión con la naturaleza

En el cine de Kurosawa, los escenarios naturales ofrecen siempre un contrapunto


dramático al conflicto «interno» de los personajes. Varios autores, entre ellos
Stephen Prince, han señalado el vínculo filosófico existente entre el cine de
Kurosawa y algunos postulados del budismo zen, en concreto, y por lo que aquí
nos interesa destacar, aquel que afirma que la relación del hombre con el entorno
natural es muy distinta a como se interpreta en la cultura occidental, «para la
cual la naturaleza es algo que debe ser conquistado y dominado por los seres
humanos. Según el zen, uno no debe dominar a la naturaleza, sino convivir con
ella de una forma verdaderamente espiritual. (…) Los filmes de Kurosawa están
llenos de representaciones de la interconexión entre la vida humana y el mundo
natural. (…) Como en el zen, la vida humana y el mundo natural se encuentran
compenetrados entre sí»[7]. Al hilo de esta argumentación, Yoshimoto añade que
«la función de la naturaleza en los filmes de Kurosawa es diferente de la manera
habitual de utilizar el entorno natural en la mayoría de películas japonesas. En
los filmes de Kurosawa, la naturaleza no ocupa una posición de inmutable
existencia que se encuentra más allá de la intervención humana. (…) Lejos de
ser un mero decorado o un silencioso telón de fondo, la naturaleza interactúa
activamente con los personajes humanos, deviniendo una expresión de dichos
personajes sin por ello convertirse en un símbolo previsible. En los filmes de
Kurosawa, la naturaleza no preexiste respecto a la acción de los personajes; por
el contrario, su aparición como medio ambiente encuentra su verdadero origen
en el colosal enfrentamiento entre fuerzas humanas y naturales»[8].
Al contrario que los escenarios artificiales, los escenarios naturales (y junto a
ellos toda suerte de fenómenos climatológicos y meteorológicos) no son barreras
a franquear, sino, por el contrario, una especie de complementos espirituales del
hombre cuya presencia, en el cine de su autor, obedece a una amplia gama de
matices psicológicos de sus personajes. Los paisajes naturales y los fenómenos
atmosféricos se alían, en la puesta en escena del cineasta, para conformar un
determinado «clima» poético cuya causa principal reside en el estado de ánimo
de los personajes. Dicho de una manera que puede sonar a perogrullada, pero
que la confrontación con las imágenes de su cine reafirma contundentemente, en
Kurosawa un campo, un bosque o una montaña son, al mismo tiempo, eso y
«algo más» que eso: un reflejo de pensamientos, ideas y sentimientos
«campestres», «boscosos» o «montañosos» de los personajes. Cuando en un film
de Kurosawa llueve, hace calor o hace frío, en cierto sentido ello se debe a que
los personajes también «llueven», son «calientes» o son «fríos».
Ya en su primera película, La leyenda del gran judo, el clímax del film, la
pelea a muerte entre Sugata Sanshiro (Susumu Fujita) e Higaki Gennosuke
(Ryunosuke Tsukigata), se produce en lo alto de una montaña y entre una
frondosa vegetación que subraya el carácter «sublime» del combate: ambos
hombres luchan por el amor de una mujer. En Rashomon, la manera como el
bandido Tajomaru (Toshiro Mifune) se abre paso a sablazos a través de la
espesura del bosque refleja su anhelo ante la perspectiva de deshacerse del
samurái Takehiro (Masayuki Mori), que está detrás de él, para luego poseer a la
esposa de este último, Masago (Machiko Kyo). En Los siete samuráis, la
primera vez que el joven Katsuhiro (Ko Kimura) ve a la chica campesina cuyo
padre pretende hacer pasar por un chico, ambos personajes están rodeados por
un verdadero torrente de flores blancas, las cuales sugieren la pureza de su amor
juvenil y quizás también la virginidad de ambos. En La fortaleza escondida
(1958), el itinerario de los personajes es tan físico como moral: el peligro del
viaje tiene siempre su correspondencia visual en las dificultades de los paisajes
que los viajeros tienen que atravesar (véase ese momento extraordinario en que,
con grandes esfuerzos, los personajes trepan por una impracticable ladera
cubierta de guijarros). En Kagemusha, la sombra del guerrero, la simbiosis
entre el shogun Shingen Takeda y su doble (ambos encarnados por Tatsuya
Nakadai) está perfectamente expresada en la muerte del segundo, cayendo a las
mismas aguas del lago donde fue sepultado el primero. En Ran (1985),
espléndida adaptación de El rey Lear de William Shakespeare, la dramática
decisión de Hidetora Ichimonji (Tatsuya Nakadai), en las primeras secuencias
del film, de dividir su reino entre sus tres hijos, está contrapunteada por una serie
de planos de nubes de tormenta progresivamente ominosas.
Fenómenos atmosféricos y temperatura ambiente juegan, en el sentido al que
nos estamos refiriendo, otro papel fundamental en el cine de Kurosawa:
La leyenda del gran judo

a) La lluvia: Resulta obligado referirse a este aspecto recurriendo a la famosa


definición de Gilles Deleuze, quien consideraba a nuestro realizador uno de
los más grandes cineastas de la lluvia[9]. Este fenómeno abunda en la
mayoría de las películas de Kurosawa, quien no desprecia la posibilidad de
aprovechar su efecto melodramático tradicional como representación
gráfica de las lágrimas y el llanto: véase, en Kagemusha, la sombra del
guerrero, la escena en la que el doble de Takeda es expulsado del
campamento, bajo un fuerte manto de lluvia; o aquella secuencia de
Madadayo (1993) en la cual la tristeza que embarga al profesor Hyakken
Uehida (Tatsuo Matsumura) por la pérdida de su gato se visualiza con un
plano general del personaje, de espaldas a la cámara, viendo caer la lluvia
en el patio de su casa, y con un inserto fantasioso en el que el protagonista
«imagina» al animal empapado por esa misma tormenta. Pero, por regla
general, es un procedimiento que a Kurosawa también le sirve para
favorecer el aislamiento de sus personajes y, de esta manera, facilitar sus
confesiones íntimas —Fujisaki (Toshiro Mifune) hablando de su
enfermedad a un colega en Duelo silencioso (1949), la conversación entre
los tres personajes que se refugian en el templo al principio de Rashomon
—, descargar sus tensiones —la lluvia y las goteras que alteran los nervios
de la pareja protagonista de Un domingo maravilloso (1947)—, dar rienda
suelta a sus impulsos violentos —la extraordinaria batalla final de Los siete
samuráis—, o como expresión de la pérdida de la razón: la demente carrera
bajo la lluvia de la anciana Kane (Sachiko Murase) que cierra patéticamente
la bellísima y menospreciada Rapsodia en agosto (1991).

Kagemusha, la sombra del guerrero

b) El viento: Al contrario que la lluvia, fenómeno que parece invitar al


recogimiento y concentración de sentimientos, para Kurosawa el viento es
expresión de emociones repentinas y escurridizas: la brisa que despierta al
adormecido Tajomaru en Rashomon, quien al abrir los ojos se fija por
primera vez en el samurái y su esposa (incluso en su juicio por el asesinato
del primero llegará a afirmar: «Si no hubiese sido por esa brisa, no habría
matado a ese hombre»); la ráfaga de viento golpeando la puerta de la
miserable casa de Bajos fondos, que expresa elípticamente la muerte de la
mujer tuberculosa; en Kagemusha, la sombra del guerrero, el aire que
acompaña, creando una atmósfera turbadora, a la primera aparición del
doble ante los shogunes reunidos, quienes se sobresaltan al ver su
extraordinario parecido físico con el fallecido Shingen Takeda.

El idiota

c) El frío, la nieve y la niebla: Las bajas temperaturas suelen estar relacionadas,


en el cine de Kurosawa, con la dureza o la frialdad de sentimientos de
ciertos personajes y de determinados ambientes. Por ejemplo, en El idiota
(1951), la ciudad nevada donde transcurre el relato está entonada con el
carácter y los sentimientos rígidos, «congelados», de sus protagonistas. En
Vivir, el cadáver de su protagonista, Watanabe, es hallado, cubierto por la
nieve, en el parque que contribuyó a construir; el comentario del alcalde
que asiste a su solemne funeral, tratando de minimizar las circunstancias de
su fallecimiento, es tan gélido como el entorno en el que el protagonista
acabó encontrando la muerte («Anoche nevaba, y eso sólo ocurre en las
novelas»). En Los siete samuráis, la espesa niebla que encubre la misión
suicida del estoico Kyuzo (Seiji Miyaguchi) está a tono con el carácter
impertérrito, inquietante, del personaje. El frío ambiental que impera en
Bajos fondos se corresponde —al igual que en El idiota— con la cruel
indiferencia de las personas que habitan en ellos. La helada que está a punto
de matar a los montañeros en el episodio «La tempestad de nieve» de
Sueños de Akira Kurosawa (1990) da paso a la aparición de una mágica
Mujer de las Nieves, cuya belleza es un presagio de muerte: dormirse bajo
su abrazo supone no volver a despertar.

d) El calor: Frecuente en el cine de su director, y que por regla general suele


relacionarse con el sexo y el erotismo: véanse en El perro rabioso esos
inolvidables planos del descanso de las bailarinas de cabaret, con sus
cuerpos cubiertos de sudor, en una secuencia que transmite como pocas la
sensación ambiental de pereza y languidez; o, en Rashomon, ese
intercambio de miradas entre Tajomaru y Masago, con los rostros húmedos,
en la escena en la que la segunda le propone al primero que mate a su
marido: excitación sexual y apasionamiento criminal se funden en una sola
cosa. No obstante, es bastante frecuente en Kurosawa la utilización del
calor como elemento que refleja simbólicamente el tormento de los
personajes, como ocurre por ejemplo en El ángel borracho, donde su
protagonista, Matsunaga (Toshiro Mifune), suda copiosamente como
consecuencia del calor ambiental y de la enfermedad que le está matando,
pero también a modo de reflejo indirecto de su dilema moral y ético[10].
Mapas del corazón humano

Estrechamente relacionada con todo lo anterior es la manera, muy física, con que
Kurosawa fusiona gestos y miradas con los elementos escénicos y ambientales
mencionados, siempre a tono con los sentimientos de los personajes y el sentido
del relato. En El ángel borracho, la pelea final entre Matsunaga y Okada
(Reizaburo Yamamoto) resulta tan «sucia» como «liberadora»: ambos hombres
se revuelcan sobre la pintura que han derramado durante su reyerta, unidos en un
abrazo mortal. En la resolución de El perro rabioso, la lucha entre el detective
Murakami (Toshiro Mifune) y el asesino al que el primero está buscando tiene
una rudeza que encuentra, a pesar de todo, su lírico contrapunto en el piano y las
risas infantiles que suenan a lo lejos, y en esas flores sobre las cuales gotea
sangre; al final de la misma secuencia, el criminal, vencido por el detective, se
revuelca sobre la hierba y chilla, desesperado, consciente de que tras su
detención, ya consumada, le espera la pena de muerte. En diversos momentos de
La leyenda del gran judo o Los siete samuráis se produce una subrepticia
utilización del ralentí, a modo de amalgama visual y dramática entre los
personajes y su entorno, esto último muy claro sobre todo en la ya mencionada
batalla final de Los siete samuráis, donde los hombres que luchan a muerte y la
lluvia torrencial prácticamente se funden entre sí. En Rapsodia en agosto, uno
de los momentos más representativos al respecto consiste en una reunión de
antiguas víctimas de la bomba atómica de Nagasaki alrededor de un parque de
juegos infantil donde se conserva una masa de hierros retorcidos como si fuera
una reliquia, a modo de poética evocación del horror nuclear.
Trono de sangre

Aunque, en mayor o menor medida, la presencia de estos elementos es


constante en todas las películas de Kurosawa, hay algunas en las que el paisaje,
el ambiente y el decorado conforman de tal manera la entraña del relato que se
erigen, incluso, en motores directos de lo narrado. Dos ejemplos acuden de
inmediato a la memoria: Trono de sangre (1957) y Dersu Uzala (1975). La
primera, adaptación del Macbeth de William Shakespeare tan libre como
modélica, es una extraordinaria película cuyo desarrollo narrativo reposa, en
gran medida, sobre los elementos de puesta en escena que estamos tratando. Tras
un soberbio arranque premonitorio, marcado por un sombrío paisaje cubierto de
niebla, el film introduce rápidamente al espectador en un siniestro contexto de
presagios y malos augurios que Kurosawa visualiza de manera magistral
mediante una densa capa de lluvia que sobrecoge el corazón del general Takeoki
Washizu (Toshiro Mifune) —«¡Qué día más extraño!», exclama—; un
relámpago que se mezcla con la risa de la bruja y, como colofón de esta gran
secuencia, una cabalgada por un espeso manto de niebla que se diría un paseo
por el limbo. El viento (que ilustra la decadencia del castillo de Washizu), de
nuevo la lluvia (que reaparece cuando Washizu regresa al bosque de la Araña) y,
una vez más, la niebla (que acompaña el «mágico» avance del bosque contra el
castillo del tirano), son la columna vertebral de esta soberbia tragedia
shakesperiana, en la que la furia de los elementos está en sincronía con la
crueldad del ser humano sediento de poder.

Dersu Uzala

La magnífica Dersu Uzala es, sin duda, la película más telúrica de su


director. Aquí un Kurosawa en la plenitud de su estilo ni siquiera tiene que
recurrir al más mínimo énfasis para mostrar su mundo personal: le basta un
gesto, una mirada, una expresión de ese gran actor naturalista que es Maxime
Munzuk para que ese no menos excepcional personaje del cazador siberiano de
principios del siglo XX transmita, como nunca en su cine, la más completa
comunión del hombre con la naturaleza. Su manera de descifrar los matices de
una huella, de reñir al fuego que crepita, de cantar una canción a la que los
animales de la taiga parecen responder, va más allá de un discurso que hoy en
día sería rápidamente despachado como «ecologista»: es la viva expresión de un
alma tan sencilla como grandiosa, que no puede menos que despertar la
admiración del sensible topógrafo Arseniev (Yuri Solomin), un representante del
así llamado mundo civilizado cuya sincera amistad será, no obstante, la causa
indirecta del trágico final del protagonista: ese rifle, regalado por Arseniev a
Dersu, cuyo robo desembocará en el asesinato de este último. Todo ello narrado
con imágenes bellísimas y lleno de set-pièces telúricas memorables que se
cuentan entre lo mejor de su director, en particular la secuencia en la que los
protagonistas recogen plantas frenéticamente, con las cuales fabricarán un
refugio ante la inminencia de una peligrosa helada nocturna.
Hay momentos en que la interacción entre personajes y escenarios o, mejor
dicho, entre las personas y su entorno, alcanza su máxima expresión en la
visualización extrema de la violencia. La sangre tiene en Kurosawa un
significado especial: no resulta tanto una representación de la violencia como de
esa lucha del ser humano contra su entorno. Por otro lado, si estamos de acuerdo
en que la naturaleza opera, en el cine de su director, a modo de reflejo simbólico
de los sentimientos de los personajes, qué manera más gráfica puede haber para
representar la salida «natural» al exterior de esos sentimientos interiores, como
punto culminante del proceso emocional que los ha alimentado que la sangre
brotando a borbotones. De ahí que, en ocasiones, la sangre «manche» el
escenario, sea éste un paisaje natural o un decorado erigido en estudio, como
resultado de ese choque. Ya hemos mencionado ese hermoso contrapunto que se
produce en El perro rabioso, en torno a un contexto natural cuya belleza parece
ajena a las pasiones humanas que se escenifican en él, por mediación de unas
gotas de sangre que salpican, ensuciándolas, unas flores. Como apunta Jesús
González Requena a propósito de Trono de sangre, «es notable (…) cómo se
inscribe el crimen en el universo plástico del film: Washizu recibe, en el
comienzo del relato, el título de señor del castillo del Norte. Es en la habitación
donde muriera, ajusticiado como traidor, el antiguo señor del castillo, donde se
decide el crimen y donde la mujer espera el retorno de su esposo con las manos
ensangrentadas. Pues bien, la sangre —esa sangre que de tantas maneras
protagoniza Macbeth— se halla de manera extrema, casi desmesurada, presente
en la escenografía: a modo de dos gigantescas manchas que cubren las paredes
de la estancia»[11]. No menos extraordinaria resulta, en este mismo sentido, la
pelea final entre Sanjuro y Hanbei Muroto (Tatsuya Nakadai) que constituye el
clímax de Sanjuro (1962), resuelta en un sólido plano general fijo que muestra
cómo los dos rivales resuelven sus diferencias, literalmente, de un sablazo, y que
culmina con el espectacular chorro de sangre que brota de la herida mortal de
Hanbei. O en la conclusión de Ran, ese extraordinario plano en el que el general
Kurogane (Hisasht Ikawa) golpea mortalmente con su sable a la conspiradora
Kaede (Mieko Harada), construido de tal manera que la mujer queda fuera de
cuadro mientras su sangre literalmente empapa la pared, imagen que se erige en
un perfecto resumen iconográfico de la sangrienta tragedia que se nos ha
narrado, y que en su momento llegó a provocar comparaciones entre
Kurosawa… y el Dario Argento de Tenebre (Tenebrae, 1982).
El oriente imposible
Un viaje por la estética de Akira Kurosawa

Asier Mensuro

Akira Kurosawa egile unibertsala deitzea merezi duen zudendari gutxi horietako bat da. Bere
pelikulek kultura anitzetako erreferentziak bat egiten dituzte, obra originala eta modernoa
sortuz.

Dodeskaden

E n los albores de la Edad Moderna, el mundo occidental viaja al encuentro


de oriente. Por primera vez Europa toma conciencia de la existencia de
realidades más allá de sus propias fronteras. Oriente deja de ser un mito lejano
para convertirse en una realidad concreta, aunque desconocida, a la que se puede
viajar y de la que se regresa cargado de objetos, como las mercancías traídas por
los comerciantes que prueban la existencia y el exotismo de ese mundo.
En pocas palabras, Europa comienza a descubrir lo diferente, comienza a
percibir al «otro», que se presenta ante nosotros como un misterioso y atrayente
desconocido[1].
Pero este descubrimiento no resulta fácil, y esta relación con el «otro» pronto
quedará enturbiada por un eurocentrismo prepotente que, en gran medida,
valorará lo propio como modelo superior frente a lo diferente.
Así, en el siglo XIX el romanticismo europeo se acercará al mundo oriental en
busca de un primitivismo genuino, de una cultura sin contaminar por la huella de
la tradición europea, sólo para descubrir que lo diferente ha desaparecido herido
de muerte por un colonialismo que, como un virus, se ha extendido por todo
aquello que era distinto, creando culturas híbridas con una fuerte impronta
occidental.
Quizá el ejemplo más claro sea el de Gauguin que, tras viajar a las antípodas,
descubre que incluso en Oceanía la impronta francesa está presente. Vencido por
la evidencia, el pintor posimpresionista decide entonces recrear lo exótico,
construyendo bellas imágenes —casi estampas— de aquello que los europeos
esperamos encontrar: un constructo exótico e irreal creado por nosotros mismos
que, poco a poco, habíamos incorporado a nuestro imaginario colectivo como
representación estereotipada de lo diferente.
Los cuadros de Gauguin no resultan perturbadores. La inquietud que produce
lo diferente está ausente en sus retratos de bellas indígenas cuyas poses,
abalorios y vestidos poseen fuertes puntos de conexión con la moda parisina del
momento. La placentera sensación de cercanía que nos producen, la comodidad
que experimentamos ante su contemplación, sólo se explica si admitimos que
todo aquello que pudiera ser distinto ha sido eliminado. El «otro» ha sido
borrado o, al menos, disfrazado para resultar más agradable ante nuestros
propios ojos.
El viaje en busca de lo diferente se nos presenta como un camino estéril. El
«otro» sólo es aceptado en tanto en cuanto nos resulta cercano y, en dicho
proceso, se pierde gran parte de su pureza y autenticidad.
¿Debemos entonces renunciar a conocerlo? ¿Se nos presenta ese oriente que
descubrimos hace más de cinco siglos como una realidad que no podemos
alcanzar ni comprender?
Una posible solución la encontramos en las vanguardias artísticas de
principios del siglo XX. Muchos de sus autores recurren a lo diferente, pero, en
lugar de convertirse en meros transmisores del «otro» adecuándolo al gusto
europeo para que resulte digerible, lo aprehenden para recrearlo según su propia
sensibilidad. El «otro» se convierte entonces en vivencia sincera, propia y, por
tanto, cercana y comprensible.
En esta línea podemos citar las máscaras africanas que aparecen plasmadas
en Las señoritas de Avignon, obra clave que permitirá a Picasso desarrollar su
cubismo o el paisaje japonés que influirá poderosamente en Monet que, tras
recrearlo con sus propias manos en su casa de Giverny, lo trasladará a sus
últimos lienzos.
Si el conocimiento de lo diferente se nos presenta como una utopía
imposible, al menos podemos ir en busca del «otro» de un modo sincero,
intentando sacudimos nuestros propios prejuicios y utilizar nuestra propia
sensibilidad como instrumento de conocimiento y acercamiento.
Éste es, a mi entender, el camino elegido por Akira Kurosawa.
El oriente de Akira Kurosawa

Akira Kurosawa se introduce en el cine como ayudante de dirección en 1937 y


debuta como director en 1943 con La leyenda del gran judo, desarrollando
dicha actividad hasta Madadayo, realizada en 1993.
A pesar de que películas anteriores a 1951 como
El perro rabioso (1949) o El ángel borracho (1948)
son filmes sumamente interesantes, no será hasta esta
fecha —con la concesión del León de Oro del Festival
de Cine de Venecia al film Rashomon (1950)—,
cuando occidente descubra el cine de Akira Kurosawa.
Para el espectador occidental, el maestro nipón es un
director de la segunda mitad del siglo XX, ignorando
en gran medida su producción anterior, Dicha
circunstancia convierte a Kurosawa en un director
muy diferente a Ozu o Mizoguchi, cuya producción
Rashomon
como directores finaliza a principios de los años
sesenta.
Vivir

La crítica europea ha tildado a Kurosawa como el más occidental de los


directores orientales. Dicho juicio es, a mi entender, erróneo. Como en la Europa
del siglo XIX, la crítica tradicional poseía —al menos en el plano estético— una
idea preconcebida de lo que debía ser el cine procedente del exótico Japón. La
sociedad japonesa previa a la Segunda Guerra Mundial que aparece en las
películas de Ozu y Mizoguchi resulta a nuestros ojos más genuina y sincera,
dotada de ese primitivismo que siempre hemos anhelado y buscado en lo
diferente.
Resulta evidente que este constructo sobre el exótico oriente, propio del
imaginario colectivo de los occidentales, es una simplificación excesiva, fruto de
nuestro desconocimiento del lejano país oriental. La occidentalización de Japón
comienza en 1868 en el periodo Meiji, prolongándose durante el periodo Taisha
y Showa, para culminar en 1945 con la ya citada presencia norteamericana.
Parece que, como en la Oceanía de Gauguin, el oriente de Cuentos de Tokio
(Tokyo monogatan; Yasujiro Ozu, 1953) o La vida de Oharu, mujer galante
(Saikaku ichidai onna; Kenji Mizoguchi, 1952) es también un oriente
contaminado de occidentalidad, un oriente imposible.
Lo que resulta desconcertante para nosotros en la fílmografía de Kurosawa
es la descarada presencia de iconos visuales propios de las sociedades
occidentales: los bares y locales de strip-tease con letreros de neón escritos en
caracteres árabes propios del alfabeto occidental que aparecen en los barrios de
los bajos fondos en El perro rabioso, las fiestas a ritmo de swing a las que
acude el anciano protagonista de Vivir (1952), la casa posmoderna que los
mendigos imaginan en Dodeskaden (1970) o los cuadros de van Gogh en
Sueños de Akira Kurosawa (1990).
Asimismo, títulos como Los siete samuráis (1954) o Yojimbo (1961) han
tenido importantes remakes occidentales y directores como Scorsese, Lucas o
Spielberg[2] han declarado públicamente su admiración por el «emperador del
cine» y han reconocido la influencia de sus películas en sus respectivas
filmografías. Además, recursos narrativos tan usuales en el actual cine
americano como el uso de la multicámara o la técnica del stop motion[3] poseen
su referente último en la ya citada Los siete samuráis. Todo ello contribuye a
crear esa rara sensación en el espectador de que Kurosawa es un director
occidentalizado.
Kurosawa debió de ser consciente de dicha percepción, ya que ha declarado
en numerosas ocasiones[4] su interés por la cultura y las tradiciones de su propio
país. Baste pensar en la influencia del teatro Nô en Trono de sangre (1957) o el
tratamiento desde diversos puntos de vista de una figura tan importante en la
tradición japonesa como es la del samurái para comprender el notable papel que
juegan las raíces culturales niponas en sus películas.
Kurosawa aúna ambos mundos, oriente y occidente se funden en su
filmografía con una sinceridad similar a la del Picasso que transforma las
tradicionales máscaras africanas en vanguardia de la cultura occidental, Ambos
son, ante todo, dos grandes transformadores, dos sensibilidades geniales que, tras
conocer su propia cultura y asimilarla, van más allá —en busca del «otro»—,
haciéndolo suyo y alcanzando la talla de creadores verdaderamente universales.
La utilización de elementos orientales y occidentales en la filmografía de
Kurosawa es continua. Imágenes de ambas procedencias se entremezclan en sus
películas, primando una u otra según la sensibilidad del director. Dichas
referencias, más que una mera superposición de elementos, crean un todo
orgánico. El resultado es un original pastiche, una autentica amalgama de
referencias multiculturales que, en mi opinión, convierte al «emperador del cine»
en uno de los creadores más modernos del cine japonés, cuyas obras aguantan
mejor el paso de los años.
Un somero análisis de algunas de sus películas arrojará luz sobre el modo en
que Kurosawa utiliza referencias de la más diversa índole.
El progreso occidental como símbolo del nuevo Japón

En El perro rabioso, el director nipón realiza su propio acercamiento al cine


neorrealista. Rodada prácticamente a la vez que Ladrón de bicicletas (Ladri di
biciclette; Vittorio de Sica, 1948), el film posee intensas similitudes con el
mítico título italiano. La película nos presenta una visión del Japón de posguerra.
Desde el punto de vista estético, resulta interesante comprobar cómo Kurosawa
retrata la presencia de elementos occidentales que, tras la llegada de los
norteamericanos, comienzan a integrarse en la sociedad nipona. Así, Ogin, la
ladrona que desata el conflicto en la película, viste con atuendos occidentales
para despistar a la policía, ya que en su ficha policial aparece ataviada con el
traje tradicional japonés. Cuando Murakami la identifica, su compañero se
sorprende, diciéndole: «¡Qué extraño!, siempre se ha caracterizado por vestir
con el traje tradicional. Bueno… supongo que los tiempos están cambiando».
El perro rabioso

El film se recrea en estas innovaciones impuestas tras la derrota militar del


Japón. Honda, el traficante de armas, es detenido en un partido de béisbol —
deporte recién importado por los americanos— que, a juzgar por el entusiasmo
que despierta en los espectadores, ha captado la atención de la sociedad
japonesa. Lo mismo puede decirse del cabaret en el que trabaja Harumi, donde
las bailarinas, vestidas al modo occidental, hacen las delicias de los asistentes al
espectáculo.
Trono de sangre

Pero el ejemplo más bello que incluye esta película es la escena en la que
Harumi baila en su habitación vestida con el traje de noche que Yuro le ha
comprado. Consciente del modo ilícito en que se ha conseguido el dinero para
adquirirla, gira desesperada, intentando olvidar que su preciosa adquisición
occidental está manchada de sangre.
Dicha escena está dotada de un fuerte sabor futurista. Su vano intento de
seguir hacia delante —moviéndose para huir del pasado y fijando su atención en
el vestido, auténtico icono del progreso occidental— recuerda enormemente a la
mistificación del progreso y del cambio que postulaban los vanguardistas
italianos.
El perro rabioso plantea un certero recorrido estético por un momento clave
de la historia reciente del Japón. Los iconos visuales de corte occidental que
Kurosawa nos muestra se convierten en indicios de una situación subyacente,
indicios de esa pregunta que, como decía Gilles Deleuze[5], los protagonistas de
las películas de Kurosawa luchan por responder.
Así, cada uno de los objetos occidentales que aparecen en el film se vuelve
siniestro. Las connotaciones positivas que aparentemente poseen —belleza,
adecuación a los nuevos tiempos, prestigio, status, etc.—, simplemente cubren
como una segunda piel la miseria y la dureza propias de una situación de
posguerra. Las diferentes imágenes que se nos ofrecen de un Japón
occidentalizado se transforman en representaciones visuales de la desorientación
de los personajes, de sus anhelos Incumplidos, de las vías de escape a las que
intentan aferrarse para olvidar la miseria.
Yuro comete sus crímenes para poder permitirse los nuevos lujos
occidentales. Harumi intenta, en un primer momento, encubrir a Yuro, porque a
través de sus ingresos fraudulentos puede acceder a bellos vestidos de la moda
europea. Del mismo modo que el art déco, con sus brillantes y bellos materiales,
se convirtió en la estética más popular de la Europa de los años veinte y treinta
(que, cansada de la guerra, buscaba en su riqueza un consuelo a la miseria
producida por la contienda bélica), el luminoso traje blanco de Yuro o el brillo
de las lentejuelas del vestido de Harumi permiten transmitir a Kurosawa los
anhelos de una sociedad que, como en el caso del cine italiano, lucha, sufre y
ama para reinventarse a sí misma.
Shakespeare y el espacio arquitectónico japonés

De todos los escritores occidentales, William Shakespeare es el autor que ha


gozado de un mayor número de adaptaciones cinematográficas. Así, nombres tan
destacados como Welles, Olivier, Zeffirelli o Branagh han adaptado alguna de
sus obras.
Akira Kurosawa se suma a esta lista de directores con sus espléndidas Trono
de sangre (1957) y Ran (1985). La primera, adaptación de Macbeth ambientada
en las guerras civiles que asolaron Japón en el siglo XVI, destaca por su
originalidad estética.
Frente a la barroca adaptación de Welles, Kurosawa realiza una película cuya
simplicidad y pureza visual —fuertemente minimalista— dotan a la obra de una
estética efectiva y novedosa. Para ello, acude al teatro Nô y a los principios de la
arquitectura japonesa.
En el teatro Nô, los actores reducen al mínimo sus movimientos en el
escenario. Cada mínima variante, cada gesto sutil, se carga de poesía y
expresividad. Para poder mostrar esta intensidad dramática en pantalla,
Kurosawa debía reducir al mínimo los movimientos de cámara y mostrar a los
actores en plano general, permitiendo así que se reprodujese en pantalla la
intensidad de la técnica teatral.
Dicha inmovilidad transforma a los actores en figuras marmóreas. Las
imponentes armaduras de los guerreros samuráis les confiere valores
escultóricos, volumétricos, dotándolas de una fuerza y una presencia altamente
expresivas. Kurosawa los introduce en espacios minimalistas, casi vacíos, donde
su presencia física queda realzada.
La creación de dichos espacios es uno de los logros más originales del film.
Kurosawa recurre a la tradición arquitectónica japonesa, realizando una soberbia
puesta en escena.
En su libro El elogio de la sombra[6], Tanizaki define las características
esenciales de la arquitectura tradicional nipona. Frente a la tradición occidental
que, desde la Grecia clásica, ha buscado la luz, los japoneses eligen el camino
inverso, filtrándola a través de diversos microespacios. Como resultado surgen
ambientes cuya decoración minimalista queda realzada gracias a bellos
degradados de luz que, en su justa medida, dan vida a la penumbra.
Akira Kurosawa también busca la sombra en Trono de sangre.

Por ejemplo, en la escena en la que Asaji, inmóvil y en postura de sumisión,


conspira con Washizu para asesinar a Tsuzuki, la intensidad dramática se
consigue, en gran medida, por el espacio y la iluminación. La estancia, vacía y
casi en penumbra, tiene su foco de luz más intenso sobre la ambiciosa mujer.
Inmóvil y resplandeciente, Asaji se nos presenta casi como un ser sobrenatural.
Como el espíritu del bosque, cada una de sus palabras tienta a Washizu que,
girando nerviosamente a su alrededor, duda, incapaz de decidir si permanece fiel
o traiciona a su señor.
Otro de los principios de la arquitectura japonesa destacados por Tanizaki es
su capacidad para integrarse en la naturaleza.
La fortaleza de la Araña, aunque posee un carácter eminentemente defensivo,
tiene un desarrollo arquitectónico horizontal y se encuentra situada a pie del
bosque. A pesar de sus gruesas murallas, la obra se integra en el paisaje sin
alterarlo en exceso, evidenciando que arquitectura y naturaleza son un todo
indisoluble en la tradición japonesa.
Casi podría decirse que la profecía de la anciana: «No perderás ninguna
batalla basta que el bosque de las Telarañas camine hacia ti», más que una
predicción tomada de Macbeth es una lección de arquitectura, una metáfora de la
perfecta integración entre espacio arquitectónico y naturaleza.
Finalmente, quisiera destacar que la inmovilidad de los personajes, los
espacios minimalistas y la sutil iluminación del film permiten que Kurosawa
componga el plano con una precisión y una belleza no superada en el resto de su
filmografía.
La inmovilidad de los actores impide que sus desplazamientos alteren la
composición. Escenas como aquélla en la que el señor Tsuzuki, rodeado de sus
consejeros, está situado en el plano superior de la pantalla esperando las noticias
del resultado de la batalla, poseen fuertes puntos de conexión con la
composición pictórica oriental, en especial con pintores como Hokusai o
Hiroshige.
Trono de sangre

La escena más interesante desde el punto de vista de la composición es


aquella en que la traición de Washizu es descubierta por sus propios hombres.
Situado en el centro de una galería, de cara ante su propio ejército, el traidor
intenta huir rápidamente por los laterales, pero una fila de flechas le corta el paso
a uno y otro lado, obligándole a permanecer inmóvil en el centro, justo el
espacio que Kurosawa le ha adjudicado dentro de la composición del plano.
Dodeskaden
La belleza de lo humilde

En 1970 Akira Kurosawa realiza uno de sus filmes más bellos. Dodeskaden es
una reflexión sobre la pobreza y la esperanza situada a medio camino entre una
película social y un cuento de hadas.
Los protagonistas del film habitan en un barrio marginal formado por
chabolas, pero éstas, pintadas de bellos colores, poseen una belleza singular.
Como en el arte povera italiano, la barriada imaginada por Kurosawa nos
muestra la belleza de cada uno de esos materiales, independientemente de que
éstos pertenezcan o no a la categoría de los lujosos, nobles o caros.
Las texturas de los retazos de madera y metal oxidado con la que se
construyen las viviendas resultan tan atrayentes como la pintura informalista.
Son tan bellas como las pinturas sobre madera de Lucio Muñoz o las
acumulaciones de los más diversos materiales que Tapies utiliza en sus obras.
En una escena de la película, un pintor realiza una vista de la barriada. Como
si de un representante de la escuela de Barbizon o de un impresionista se tratase,
el artista se ha enamorado de esa porción de la realidad y por ello la traslada a su
lienzo. Con esta escena, Kurosawa reafirma la belleza del lugar, invitándonos a
contemplar la escenografía que ha imaginado para el film.
Las referencias a las que ha podido recurrir Kurosawa para inspirarse son de
lo más variado: desde las humildes casas de pescadores pintadas de brillantes
colores en Murano, hasta el barrio obrero —hoy en día destruido—, que
concibió Bruno Taut en Alemania.
Las fuentes de inspiración a las que recurre Kurosawa son tan variadas y de
tan diversa procedencia que sería prolijo enumerarlas. Lo verdaderamente
impresionante es la coherencia con la que Kurosawa las une, y lo acertado del
resultado final respecto a la historia que pretende contar.
La belleza de la humilde barriada es una metáfora visual de la historia del
film. Dodeskaden narra el día a día de sus pobres habitantes, que conservan la
esperanza de conocer días mejores. Sus ilusiones les permiten seguir viviendo y
sus casas, símbolo de sus aspiraciones, reflejan con sus colores, formas y
texturas ese afán de progreso, esa fuerza que les permite seguir adelante.
Así, el mendigo y su hijo, desde el ruinoso coche que les sirve de hogar,
matan el tiempo imaginando cómo será la casa de sus sueños: sus terrazas,
jardines y piscinas nos hablan de sus sueños, de sus aspiraciones y anhelos…
A modo de conclusión

Estas líneas sobre El perro rabioso, Trono de sangre y Dodeskaden no son


más que una pequeña reflexión sobre el fascinante autor que es Akira Kurosawa.
La naturaleza de este artículo, cuyo objetivo no es analizar en profundidad su
filmografía, sino poner en evidencia su talla universal y el carácter multicultural
de sus películas, me ha obligado a obviar títulos tan fascinantes como los aquí
citados. Otros artículos de esta y otras monografías permitirán al lector
completar esta carencia.
El interés que actualmente despierta el cine asiático en Occidente se ha
convertido en una importante vía de conocimiento para nosotros del todavía
lejano y exótico mundo oriental. Nombres como Kitano o Yimou —por citar
sólo a dos de los más conocidos a este lado del mundo— nos ofrecen visiones de
lo diferente, de ese anhelado desconocido que hemos intentado conocer desde
que tuvimos noticia de su existencia. Akira Kurosawa, además de ser un director
pionero en dicha comunicación, es un autor imprescindible para acercarnos y
permitimos entender ese mundo tan diferente al nuestro.
El que fue llamado «Emperador del cine» deja como legado treinta
largometrajes y algo aún más importante, la esperanza de que en un futuro el
oriente no sea ya para nosotros un oriente imposible.
Sudando bajo la lluvia
Los intérpretes en la obra de Akira Kurosawa

Carlos Aguilar y Daniel Aguilar

Akira Kurosawarena bezain fisikoa den zineman nahitaezkoa zen antzezleek fuutsezko zeregina
betzea eszenaratzeko lanean. Horietatik guztietatik, inor ez zen Toshiro Mifune bezain ezaguna
izan, eta inork ez zuen zinegitearekin hain harreman sturik izan, Kurosawaren filmografian
Japoniako zinemaren beste aktore eta aktoresa nabarmen batzuk ere agertu ohi badira ere.

Yojimbo

¿
E xisten rasgos privativos en la filmografía de Akira Kurosawa respecto al
trabajo con los intérpretes? ¿Es oportuno hablar de presencias
significativas, de iconos antropomórficos de particular representación en la obra
de tan magno cineasta?
En ambos casos, la respuesta es afirmativa. Al igual que lo sería, por lo
común, de formularla respecto a cualquier otro director con una personalidad
artística bien marcada, independientemente del país, la época o el contexto.
Por un lado, el equilibrio entre el desgarro y la calma, entre la fiereza,
cuando existen ímpetus y zozobras, y la serena asimilación del entorno, una vez
cruzada sin retorno cierta línea existencial, determina el modus operandi, el tipo
de despliegue expresivo en el intérprete bajo el dictado de Kurosawa. Asimismo,
una fértil, luenga y elocuente colaboración con el actor Toshiro Mifune
constituye una cualidad sobresaliente en la filmografía del director, hasta el
punto de que las películas fruto de tal colaboración cuentan con una entidad,
incluso fama, especial dentro de las carreras respectivas.
Respecto al sistema estrictamente laboral de trabajar con los intérpretes, el
cual por extensión redondea la adecuada y personal definición interpretativa,
destacan dos cuestiones que, por ende, deben recalcarse; para ilustrar ambas,
empero, conviene remitirse al propio director. La primera concierne al crucial
momento en que el actor empieza a entrar en la piel del personaje, a
mentalizarse, esto es, durante los ensayos: «Con los actores empiezo a ensayar
en los camerinos. Primero les hago repetir los diálogos y luego, poco a poco, les
marco los gestos y los movimientos, Pero todo ello ya con trajes y maquillaje. Al
llegar al plató volvemos a repetirlo todo. Los ensayos meticulosos ahorran
mucho tiempo en el momento de rodar»[1], La segunda estriba en las
implicaciones que comportan para el actor la decisión de filmar con varías
cámaras, decisión que Kurosawa toma por primera vez en Los siete samuráis
(1954): «La peor cosa que puede hacer un actor es mostrar que sabe dónde está
la cámara. Con frecuencia, cuando un actor oye la orden de “¡motor!”, se pone
tenso, cambia la mirada y se muestra poco natural. Esta conciencia de si mismo
es algo que la cámara capta con gran claridad. Yo siempre digo: “Esto no es un
escenario en el que tienes que hablar de cara al público, aquí no es necesario
mirar a la cámara”. Pero si el actor sabe dónde está la cámara,
automáticamente, de una manera involuntaria, se gira un poco, se pone en tres
cuartos o poco menos en dirección a ella. Sin embargo, al rodar con tres
cámaras, el actor no puede saber exactamente cuál de ellas le está rodando»[2].
Toshiro Mifune, el rostro crispado

Akira Kurosawa evoca a Toshiro Mifune y Toshiro Mifune evoca a Akira


Kurosawa, Sobre todo en occidente, pero también en Japón, donde la
identificación entre ambos, popular pero también crítica, ha justificado
afirmaciones tan tajantes como la siguiente, por parte del crítico Yoshio Shirai:
«El binomio Akira Kurosawa-Toshiro Mifune puede equipararse con el binomio
John Ford-John Wayne»[3]. Aunque, significativamente, ni Mifune es el actor
que más veces ha actuado para Kurosawa ni Kurosawa es el realizador que más
veces ha dirigido a Mifune.
Los siete samuráis

Figura hoy mítica en Japón, por cuanto supone un actor de todo punto
irrepetible, objeto durante los últimos años de innumerables homenajes patrios,
tanto desde poco antes de su fallecimiento, acaecido en la Nochebuena de 1997 a
la edad de 77 años, como posteriormente, Toshiro Mifune asimismo representa el
intérprete nipón más conocido allende las fronteras del país, incluso es el único
realmente célebre en occidente; es decir, significa el actor japonés más popular y
emblemático de todos los tiempos en el mundo entero.
Nace en la localidad china de Tsingtao en 1920 de padres japoneses, y pisa
por primera vez Japón en 1941. Poco después, durante la posguerra, acude a la
productora Tollo impulsado por una cierta vocación de director de fotografía,
más pronto se convierte en actor, merced a un director vociferante y farruco,
Senkichi Taniguchi, si bien parece que también influyó en esta decisión otro
director, Kajiro Yamamoto, no por azar el mentor del inseparable trío que
formaron el susodicho Taniguchi, el entrañable Inoshiro Godzilla Honda y,
precisamente, Kurosawa. Así, la muy estimable película de Taniguchi Ginrei no
bate (1947), coescrita por Kurosawa, supone un debut triple de figuras
relevantes del cine japonés. Primeramente, el propio director Taniguchi, que
tantos títulos interesantes brindaría, sin ir más lejos su siguiente película,
Jakoman to Tetsu (1949), de nuevo con Mifune, y en uno de sus primeros
papeles positivos; del mismo modo, el compositor, el gran Akira Ifukube,
incombustible músico de películas de género, tanto en el seno de Toho como
para la Daiei, a quien Kurosawa, en cambio, sólo recurrió una vez; así como,
claro está, Mifune, encarnando el personaje más canallesco de su filmografía,
exento de los atenuantes sociales y morales que le concedía Kurosawa en tales
casos: su segunda e impactante aparición, todavía de espaldas, anuncia el
devenir del actor, cuando, cubierto sólo por un taparrabos, camina
contoneándose como una fiera en la jungla.
El ángel borracho

Poco después, tras trabajar en una película del antedicho Kajiro Yamamoto,
Mifune se pone por primera vez a las órdenes de Kurosawa, en El ángel
borracho (1948). Vuelve a personificar un personaje negativo, en concreto un
gángster, si bien despierta compasión por causa del conocido prisma humanista
de Kurosawa. Ahora bien, El ángel borracho no supone meramente la primera
colaboración Mifune-Kurosawa, sin más que añadir, sino que, en función
también de este factor, implica un crucial punto de inflexión en el decurso del
autor, pues revitaliza y remonta poderosamente una filmografía que si bien había
comenzado con prometedor buen pie mediante La leyenda del gran judo
(1943), después se estancó mediante películas muy endebles: La más bella
(1944), La nueva leyenda del gran judo (1945), Los hombres que caminan
sobre la cola del tigre (1945), y las siguientes y todavía peores Los que
construyen el porvenir (1946), dirigida junto con Kajiro Yamamoto e Hideo
Sekigawa, No añoro mi juventud (1946) y Un domingo maravilloso (1947).
Es decir, la irrupción de Mifune en el cine de Kurosawa regenera, en todos los
sentidos y desde la mismísima entraña, la descendente obra de éste, quien justo a
partir de entonces sube como la espuma en la industria fílmica japonesa, hasta el
punto de que enseguida se convierte en un fenómeno inusitado en la historia de
la cinematografía nacional. Con palabras del propio Kurosawa: «A Toshiro
Mifune le conocí cuando se rodaba Ginrei no hate. Pero no descubrí sus
cualidades intrínsecas hasta que yo mismo le utilicé. No hay ningún otro actor
que sepa componer una interpretación tan matizada, viva y dinámica. Los
actores japoneses son lentos, les falta espontaneidad y ritmo. En Mifune
encontré esas raras cualidades que he querido desarrollar»[4].
Talismán artístico y emblema estético a la par de Akira Kurosawa, pues,
Toshiro Mifune durante la primera etapa de su filmografía compagina las
interpretaciones para el trío de amigos-colegas compuesto por Senkichi
Taniguchi —por ejemplo encarnando al taxista-narrador de Fukeyo haruzake
(1953)—, Inoshiro Honda —a retener Kono futari ni sachi are (1957), donde el
actor, en la misma línea gentil de la anterior, incluso toca el trombón— o, por
supuesto, Kurosawa, con trabajos para el director que más veces reclamó sus
servicios, Hiroshi Inagaki; después de todo, los filmes dirigidos por Inagaki y
protagonizados por Mifune suman el número de veinte, entre los cuales destacan
Chushingura (1962) y los tres estrenados en España, Samurái (Miyamoto
Musashi, 1954), la segunda versión de El hombre del carrito (Muhomatsu no
issho, 1958) y Tres tesoros (Nippon tanjo, 1959).
Rugiente, socarrón, torturado, eufórico, violento, arrogante. Tenso y pleno de
ira contenida, en algunas ocasiones, vehemente y paroxístico, por lo general.
Con un sentido de la expresividad, gestual y corporal, que impregna toda la
película mediante una cualidad tanto física cuanto psicológica, principalmente
dentro del género histórico denominado jidai-geki. Ésta es la imagen de Toshiro
Mifune que el cine de Akira Kurosawa difundió por el mundo entero, aunque a
menudo el actor se apartara, y convincentemente, de tales registros. Imagen
repartida e inmortalizada a lo largo de dieciséis películas, las cuales abarcan la
totalidad de la obra de Kurosawa entre El ángel horracho y Barharroja (1965),
con la única salvedad de Vivir (1952), en la cual claramente no había papel
posible para Mifune. De estos trabajos del actor, indefectiblemente con rango de
protagonista o coprotagonista, destacan su policía novato en El perro rabioso
(1949), el bandido Tajomaru en Rashomon (1950), el campesino aspirante a
samurái de Los siete samuráis, el trasunto de Macbeth en Trono de sangre
(1957) y el ronin precedente de Clint Eastwood en Yojimbo (1961). A propósito,
aunque Mifune no participó en la primera película de Kurosawa, lo hizo en el
segundo de sus remakes homónimos, Sugata Sanshiro (Sanshiro Sugata, 1965),
dirigido por un antiguo ayudante de Kenji Mizoguchi, Seiichiro Uchikawa, lo
cual reforzó, aún más, la identificación entre ambos. En otro orden de cosas,
procede recalcar que los momentos de acción a cargo de Mifune, ya sea con la
katana o con la lanza, sobre todo en las escenas de duelo, son impresionantes;
verbigracia, la secuencia de La fortaleza escondida (1958) en la que persigue
cabalgando a sus enemigos, empuñando la katana en alto con ambas manos. Con
toda razón, el crítico Hiroshi Terada escribió «Gracias a la combinación
Kurosawa-Mifune, sobre todo en Yojimbo y su continuación, se rompió el mito
de que los mejores duelos del jidai-geki eran exclusiva de las películas
producidas por Toei»[5].
En la cumbre de su fama, Mifune aceptó ofertas extranjeras, y así su peculiar
personalidad distinguió una docena de películas internacionales, empezando
curiosamente por la mexicana Animas Trujano (Animas Trujano; Ismael
Rodríguez, 1961), para continuar con títulos tan dispares como el muy
interesante Infierno en el Pacifico (Hell in the Pacific; John Boorman, 1968), el
mediocre western cosmopolita Sol rojo (Le soleil rouge; Terence Young, 1971),
la superproducción americana 1941 (1941; Steven Spielberg, 1979) o la
coproducción ítalo-japonesa Shatterer/Shatara (1987), de Tonino Valerii.
También creó su propia productora, Mifune Productions, en 1962, dentro de la
cual abordó su única experiencia como director, Gojumannin no isan (1963),
acerca de unos buscadores de tesoros en las islas Filipinas, que no funcionó
comercialmente. De modo tristemente realista, Teruyo Nogami escribió «Alguien
que, como Mifune, se preocupa tanto por la gente a su alrededor no vale para
director de cine. Un buen director suele llevar adelante su voluntad sin
importarle los sufrimientos del equipo»[6]. De hecho, muchos profesionales
recuerdan a Mifune ayudando a descargar cajas o a limpiar un decorado, siendo
ya un mito mundial.
Inolvidable, irremplazable, Toshiro Mifune fallece en el mismo año que otros
dos grandes actores nacionales, aún en mayor medida que él vinculados con el
jidai-geki: Shintaro Katsu, el intérprete de la serie sobre el espadachín ciego
Zatoichi, y Kinnosuke (Yorozuya) Nakamura, estrella de la productora Toei.
Rashomon
Takashi Shimura-Minoiu Chiaki. Dos hombres buenos

Si Toshiro Mifune significó la star de Akira Kurosawa, Takashi Shimura fue el


character actor utilizado en más ocasiones por dicho cineasta. De verdadero
nombre Shoji Shizamaki, nació en la prefectura de Hyogo en 1905;
asumidamente antitético de la explosiva personalidad de Mifune, Shimura
convencía, y conmovía, en todos y cada uno de sus papeles, ayudado por un
físico no por cotidiano menos cinematográfico, de inconfundibles labios gruesos.
Se inició profesionalmente en el teatro y debutó ante la cámara en 1934, en
el seno de la productora Shinko Kinema. Tras hacerse notar en varias películas,
entre ellas Elegía de Naniwa (Naniwa hika, 1936), de Kenji Mizoguchi, trabaja
para Kurosawa ya en la ópera prima de éste, La leyenda del gran judo, en la
cual, a pesar de encarnar uno de los rivales del protagonista, ya desplegaba ese
aspecto campechano y honesto que caracterizaría la práctica totalidad de su
carrera. A partir de entonces y hasta su minúsculo papel en Kagemusha, la
sombra del guerrero (1980), Takashi Shimura deviene una presencia
imprescindible en el cine de Kurosawa, independientemente de la mayor o
menor amplitud de los roles adjudicados, sobre todo tras protagonizar El ángel
borracho, con un personaje de médico borrachín impelido a atender un gángster,
personaje que más tarde repetirá en el notable thriller Chi to daiamondo (1964),
de Jun Fukuda. Sobresale empero su soberbio protagonismo en Vivir, una de las
obras mayores del autor, Kurosawa aparte, el cine de género le agradece sus
papeles de científico en varios kaiju-eiga, como Japón bajo el terror del
monstruo (Gojira; Inoshiro Honda, 1954) y El rey de los monstruos (Gojira vo
gyakushuu; Motoyoshi Oda, 1955).
El caso de Minom Chiaki, nacido en Hokkaido en 1917 y en realidad
llamado Katsuji Sasaki, presenta una cierta similitud con el anterior, pues su
figura regordeta y expresión gentil le confieren una afabilidad difícil de soslayar,
por lo cual, también igual que Shimura, encarnó varias veces sacerdotes
budistas, sin ir más lejos en la parte final de Rashomon. Fue precisamente
Kurosawa quien le facilitó debutar en el cine, mediante un breve cometido en El
perro rabioso, y desde entonces Chiaki supone un actor proverbial del director,
si bien sin la cualidad emblemática de Mifune y Shimura. Al igual que otros
actores secundarios habituales en el cine de Kurosawa, su relación con éste
finaliza en El infierno del odio (1963), donde encarna un periodista.
Actores de reparto, casos particulares

Como seguramente se habrá desprendido de lo anterior, Akira Kurosawa ya


desde sus primeras películas revela una clara tendencia a repetir intérpretes,
tanto en los roles protagonistas como para los cometidos secundarios. Por lo
tanto, son muchos los nombres que podrían recogerse aquí.

Vivir

No obstante, en los cometidos de cierto peso reseñemos cuando menos a


Susumu Fujita, protagonista de La leyenda del gran judo y su continuación, y
al elegante Masao Shimizu. También debe recordarse a Masayuki Mori, sobre
todo por su intervención en Rashomon y el rol protagonista que desempeña en
El idiota (1951), y a Tatsuya Nakadai, de no poca celebridad en Japón pese a su
escasa fiabilidad para cambiar de registro (o quizá precisamente por esto), que
debutó ante la cámara precisamente gracias a Kurosawa, merced a un silente
cometido episódico en Los siete samuráis, y brilló en su personificación del
principal adversario de Mifune en Yojimbo, el letal Unosuke, que nunca
abandona su pistola y habla sentenciosamente; para Kurosawa el carismático
Nakadai trabajó igualmente, siempre en cometidos relevantes, en la
seudosecuela de Yojimbo, o sea Sanjuro (1962), El infierno del odio,
Kagemusha, la sombra del guerrero y Ran (1985).

Kagemusha, la sombra del guerrero

En lo que atañe a los intérpretes que cubrían roles de reparto o genéricos, se


podría elaborar una lista larguísima; pero resultaría arduo discriminar cuándo se
trataba de verdaderas preferencias de Kurosawa y cuándo estos actores eran
imposiciones de la productora Toho por hallarse bajo contrato con ésta. Pero al
menos citemos a Akitake Kono, Kokuten Kodo, Takeshi Kato, Bokuzen Hidari,
Eijiro Tohno, Ikio Sawamura y al orondo Daisuke Kato como los físicos más
recurrentes. Con una mención superior, empero, para Kamatari Fujiwara y
Yoshio Tsuchiya; el primero, que tomó su nombre artístico de un famoso noble
del siglo X y se dio a conocer en la filmografía de Mikio Naruse en la segunda
mitad de los años treinta, trabajó para Kurosawa en nada menos que doce
ocasiones, y sobresalió con su gran interpretación de un actor caído en desgracia
para Bajos fondos (1957); el segundo, en cambio, importa por ser el autor de un
libro de recuerdos acerca de su relación profesional y amistosa con el director,
Kurosawa san![7], donde se atribuye una relevancia en la vida de Kurosawa
sospechosamente mayor de la que en buena lógica cabría concederle.
Por último, hay dos actores por remarcar precisamente a causa de que no
pertenecen al reconocible equipo artístico de Kurosawa, aunque, sin embargo,
cuentan en la filmografía de éste, por las distintas y valiosas razones
correspondientes. El primero es Akira Terao, pues encarnó al propio director en
la irregular Sueños de Akira Kurosawa (1990), y después reincidió en la
filmografía de éste por medio de Madadayo (1993), especie de recreación de la
vida del escritor Hyakken Uchida, al que poco antes Seijun Suzuki había rendido
homenaje en su bien particular Zigeunerweisen (1980). El segundo significa
toda una leyenda del cine japonés, y es el extraordinario Chishu Ryu, el actor
fetiche de Yasujiro Ozu, al que Wim Wenders, en consecuencia, brindó un papel
de colaboración en Hasta el fin del mundo (Until the End of the World, 1991).
Ryu trabajó, efectivamente, también para Kurosawa, primero en Barbarroja y
finalmente en el último episodio de Sueños de Akira Kurosawa; gracias a la
actuación de Ryu, por cierto, este segmento sobresale en la película.
Actrices, las justas

«Si prefiero los personajes masculinos a los femeninos es porque consigo


describir mejor al hombre que a la mujer»[8], razonaba Kurosawa respecto al
poco relevante, por lo común, papel desempeñado por el género femenino en su
obra. A propósito de este, acaso, sexismo, ciertamente existen ejemplos
ilustrativos en la vida y obra de este gran cineasta japonés. En primer lugar, el
hecho de que la esposa de Kurosawa, Yoko Yaguchi (1921-1985), era una actriz
que abandonó el ejercicio de la profesión justo a raíz de casarse con el director.
Del mismo modo, no puede ser casual que Kurosawa, dado el gran poder que
llegó a detentar durante su vinculación con Toho, y pese a haber trabajado con
varias de las mayores estrellas femeninas que recuerda el cine japonés (Isuzu
Yamada, Setsuko Hara, Takako Irie, Machiko Kyo, Kinuyo Tanaka), repitiera
preferentemente actrices de inferior nivel. A todo esto, el hecho de preferir para
su mundo artístico determinada valoración personal de la masculinidad evoca, de
modo inevitable, al gran Sergio Leone; y no por casualidad, ya que éste
reconfiguró su cine según una película de Kurosawa, Yojimbo, más allá de la
mera inspiración argumental. Retomando empero el discurso, existen pues tres
actrices a las que cabe calificar de recurrentes en la filmografía de Kurosawa, sin
alcanzar nunca, repetimos, la significación y trascendencia de los desglosados
ejemplos masculinos. Ordenadas según el número de colaboraciones con el
director, son Eiko Miyoshi (1894-1963), Noriko Sengoku (n. 1922) y Kyoko
Kagawa (n. 1931).
Crónica de un ser vivo

Primeramente actriz de teatro, Eiko Miyoshi entra en el cine justo a raíz de


casarse con un importante cargo del departamento de producción en Toho,
Nobuyoshi Morita. Desde entonces, y posiblemente impuesta por el marido, la
actriz trabaja sin cesar para esta empresa productora, y su filmografía sobrepasa
el centenar de títulos, de los cuales nueve están realizados por Kurosawa; entre
éstos su papel más memorable se encuentra en Crónica de un ser vivo (1955),
personificando la esposa de Toshiro Mifune. Por su parte, Noriko Sengoku
debuta en el cine en 1947 y reparte sus primeros trabajos, principalmente, entre
Toho y la escisión de ésta, Shintoho. Considerando que Kurosawa recurrió a ella
independientemente de la productora a la cual perteneciera la película, es
imposible especular imposiciones: de las siete películas en que coincidieron, tres
pertenecen a Toho, dos a Shochiku, una a Daiei y otra a Shintoho; actriz de gran
valía, extrañamente la relación profesional de Noriko Sengoku con Kurosawa
termina en la temprana fecha de 1955, por medio de una breve intervención en la
antedicha Crónica de un ser vivo. Por último, Kyoko Kagawa supuso, tras
iniciarse ante la cámara en 1949, una actriz de cierto relieve en las producciones
Toho en el decenio 1955-1965 (la «edad de oro» del cine japonés, por cierto);
cabe resaltar que si bien para Kurosawa trabajó en la relativamente baja cifra de
cinco películas, casi siempre lo hizo con papeles de protagonista; incluso el
director la recuperó para su última película, Madadayo, donde encarnaba a la
esposa del escritor Uchida. Por lo tanto, bien se la puede considerar como la
actriz más representativa de este director tan poco proclive a ellas. No en vano,
declaró: «Una vez, hablando con Mizoguchi, decíamos que nosotros nos
habíamos repartido la galería de retratos del cine japonés. Él, las mujeres; yo,
los samuráis»[9].
Los tiempos, los dobles y la memoria
AK, de Chris Marker
María Luisa Ortega

Ez da beti erraza izaten garrantzizko bi lan egiteko talentu handiko bi sortzaile elkartzea. Serge
Siberman ekoizleak 1985ean lortu ahal izan zuen hori, eta Akora Korosawa Ran filmatzen ari
zen bitartean Chris Markerrek, bere ohiko sotiltasunez eta argitasunez, zinegilea eta bere obra
erretratatzen jardun zuen AK dokumentalean.

Akira Kurosawa

«Filmar es hacer memoria».

Satis soleil (Chris Marker, 1982)

«Yo siempre digo a mi equipo: crear es recordar. La memoria es la base


de todo».

Akira Kurosawa

stas últimas palabras, en la rugosa e imperfecta textura de un registro sonoro


personal, abren una de las pocas obras que Chris Marker ha realizado por
E encargo: AK (1985), el documental que Serge Silberman encomendara al
realizador francés como exquisito producto audiovisual de apoyo promocional a
la producción de Ran (1985), un film de cuyo rodaje en las laderas del monte
Fuji la cámara de Marker fuera inteligente y privilegiado testigo. Sin duda
parecía una tarea destinada a un creador como Marker, cuya filmografía y
literatura han estado constantemente transitadas por el oriente lejano, y
especialmente por Japón —Le mystère Koumiko (1965), Si j’avais quatre
dromadaires (1966), Sans soleil (1982), Level Five (1996)—, un referente de
alteridad, y a la vez familiar, gestado visual y narrativamente por aquellas
lecturas de juventud, los relatos de viajes, que curiosamente lo alejaron de las
veleidades orientalistas mediterráneas, tan caras a la cultura francesa[1]. La
invitación a dialogar con el trabajo del sensei, del maestro Akira Kurosawa,
ofrecía además la oportunidad de elaborar un nuevo juego intelectual de dobles
cinematográficos —como lo había hecho con Alexander Medvedkine en dos
ocasiones y lo hará con Andrei Tarkovski—, cómplices con los que pensar el
lugar de las imágenes en nuestra forma de enfrentamos al pasado y al presente a
través de la memoria, esa gran máquina del tiempo bulímica de imágenes como
ninguna otra que se ha convertido en el objeto principal de reflexión en todos sus
ensayos cinematográficos. Y qué mejor doble que un cineasta capaz de formular
las palabras citadas al inicio, y que el propio Marker podría hacer suyas como
prolongación o eco de muchas pronunciadas en las narraciones de sus
películas[2]. Akira Kurosawa, AK, podría convertirse en un nuevo conjuro contra
el olvido al rendir cuentas de la lucha contra el tiempo del director de Ran
poniendo en ejercicio sus fórmulas características de conocerlo y vencerlo[3]:
anular el tiempo oponiendo otros ritmos y temporalidades gracias a la
materialidad de las imágenes y la virtualidad de la palabra.
Ran

A pesar de que todos los juegos y diálogos cinematográficos entablados con


otros cineastas poseen, como toda la obra de Marker, referencias cruzadas,
guiños y complicidades circulares que los vinculan e insertan en un corpus[4],
cada uno de ellos ha desarrollado una escritura cinematográfica diferente, quizás
porque Marker, a pesar de sus artefactos intelectuales y reflexivos, siempre
permanece cercano, peligrosamente cercano en ocasiones, a su referente, un
elemento que lo mantiene siempre en diálogo con esa práctica cinematográfica
que denominamos documental, a falta de otra palabra mejor (como el propio
Marker ha afirmado en ocasiones)[5], convirtiéndose en el mejor de sus
representantes.
En Le tombeau d’Alexandre/The Last Bolshevik (1993) el dispositivo
epistolar, tan habitual en su filmografía desde Lettre de Sibérie (1958), sirve
para reconstruir la historia (trágica) del cineasta soviético Alexander
Medvedkine, al que había rescatado del olvido en plena efervescencia militante
con Le train en marche (1971)[6], y que es ahora el destinatario de seis cartas
que ya no recibirá, cartas escritas desde el calor de la amistad que son la
compleja e Indirecta estrategia comunicativa por la que el espectador accede, a
un tiempo, a un cineasta casi desconocido y al diálogo de Marker con su trabajo
y el contexto histórico-político que lo determinó. Una inestable cámara y el
sonido directo (en el que llegamos a oír la voz de Marker, siempre reacio a
cualquier marca de inscripción personal en sus películas, respondiendo en ruso al
saludo de su amigo en el lecho de muerte)[7] registra los reencuentros de
Tarkovski y su mujer con su hijo o las últimas indicaciones del cineasta para la
finalización de Sacrificio (Offret, 1985), imágenes de naturaleza poco habitual
en la obra de Marker que se insertan en Une journée d’Andrei Arsenevitch
(1999) entre otras muchas —fragmentos de películas del cineasta ruso, imágenes
del rodaje del mítico último plano de su obra póstuma, referentes pictóricos…—
montadas, ahora sí, según ese canon personal que André Bazin caracterizó como
horizontal —o «de oído a ojo»[8]— en su relación lateral con la voice over
siempre presente (y, a menudo, femenina, como en este caso).
Los materiales y andamiajes en la composición de AK son otros. Como en
Une journée d’Andrei Arsenevitch, y a diferencia de Le tomheau
d’Alexandre, la entrevista, en cualquiera de sus modalidades, está ausente. La
estructura general se nos presenta como un diario de rodaje, en realidad del
diario de dos rodajes que se superponen, el rodaje de Ran y el de su doble, AK,
porque en la forma final del film los tiempos y los rastros de ambos se
entrecruzan y son tan explícitas las huellas de uno y otro proceso de creación
cinematográfica, cada uno en la materialidad que le es propia: la construcción
ficcional, en los minuciosos, pacientes o rápidos gestos del ensayo, la
preparación de la escena y la filmación, en los tiempos de espera y los
entretenimientos de los extras, todo aquello que quedará borrado en la película
definitiva de Kurosawa[9]; el trabajo documental, en los azares y temporalidades
del rodaje y del montaje que se conservan como (auto)conscientes rastros del
proceso en el producto acabado. Los rasgos autorreferenciales respecto a la
filmación documental quedarán reflejados, como veremos, en diferentes
secuencias del documental, en guiños más o menos explícitos que salpicarán
todo el film. En relación con la autoconciencia del montaje y su capacidad de
creación de temporalidades, hay una especialmente paradigmática. En uno de los
episodios de AK, la cámara de Marker explora los rostros y el quehacer de los
miembros del equipo habitual del sensei, de ese «pequeño sistema solar que
gravita en torno a Kurosawa», mientras la narración proyecta sobre ellos, y ella
(Teruyo Nogami), y sobre nuestras conciencias, los ecos recordados de imágenes
y sonidos de las películas anteriores; cuando se detiene en Fumio Yanoguchi, el
pasado, el presente y el futuro cinematográficos se yuxtaponen en la compleja
maquinaria de hacer memoria markenana:

Rodaje de Ran

«Nos decimos: (…) “He aquí los oídos que han registrado la pequeña
canción de Dodeskaden” —y en este preciso momento del montaje, conocemos
la muerte de Yanoguchi. Pensamos en su gracia, en su gentileza, en su elegancia
suprema de viejo galo flaco, y no podemos sino dedicarle estas últimas imágenes
de su trabajo»[10] (plano sostenido sobre Yanoguchi).
Esta suerte de viajes en el tiempo a través del dispositivo documental será
una de las estrategias más poderosas de AK, como lo es de otros muchos filmes
de Marker.
Antes de la primera anotación formal (30 de octubre de 1984, escena 40) de
ese diario escrito en primera persona del plural[11] —rasgo que otorga una
sensación de mayor «neutralidad» respecto a otras películas suyas[12]— la
narración de Marker nos ha ubicado como espectadores ante la materialidad de
las imágenes, el tiempo y la memoria como instancias primeras:

Ran

«Todas las tardes vemos la televisión —nos dice sobre un plano distante de
un televisor que reproduce retazos de imágenes—, y la historia sin memoria que
despliega se opone brutalmente a lo que fue nuestro universo cotidiano: las
laderas negras del monte Fuji, los personajes de otro tiempo, y la presencia de
Akira Kurosawa».
Y tras la primera anotación, que nos sumerge de manera inmediata en la
forma de trabajar con los actores y en esa historia de un padre envejecido,
Hidetora, que reparte su dominio entre sus tres hijos —esa «historia que nos
recuerda a alguna cosa», ese padre que «es el rey Lear y no es el rey Lear. Más
bien su eco, que reverbera entre los muros de esos castillos que Kurosawa ha
hecho construir sobre el monte Fuji»—, Marker nos vuelve a enfrentar de nuevo
a la materialidad audiovisual, en este caso enunciando los instrumentos de
trabajo de los que se valdrá, junto con las imágenes filmadas durante el rodaje:
los frágiles casetes registrados por personas cercanas a Kurosawa y que nos
ofrecerán extractos de conversaciones, un sonido rugoso cuya voz será
prioritaria en ciertos momentos del documental, aunque siempre funcionando
«lateralmente» respecto a Ran y su rodaje; las imágenes del propio film, Ran,
todavía inmóviles (y quizás por ello más preciadas para Marker)[13]; y
finalmente el «pequeño imperfecto milagro del magnetoscopio con el que vemos
una y otra vez las películas antiguas». Y tras la relación de los instrumentos, la
enunciación de los principios, del desafío y las trampas a las que se enfrenta
Marker en un rodaje de tal naturaleza, un rodaje sobre un rodaje, que debe
dialogar con, pero no usurpar, el pensamiento visual del maestro:
«La primera trampa de un rodaje como éste es revestir una belleza que no es
nuestra, jugar con la bella imagen y el contraluz (voz sobre un acusado
contrapicado a contraluz de un guerrero). Sin duda, algo de esa belleza prestada
se traslucirá. Pero intentaremos mostrar lo que vemos como lo vemos, a nuestra
altura» (continúa el contrapicado).
El diario del (de los) rodaje(s) se ve atravesado, no siempre de forma regular
o equidistante, por diez cesuras, diez intertítulos escritos en japonés, francés e
inglés que refieren ciertas claves del rodaje en proceso y de la obra de
Kurosawa, sin parasitar o anclar en exceso el contenido previo o posterior a la
cesura, pues las referencias se adelantan y posponen, y sin pretender convertirse
en decálogo erudito o enciclopédico sobre la obra del maestro.

Ran

1. Sen, la Batalla contra la vejez —la voz de Kurosawa confiesa la fatiga, más
acusada que en anteriores rodajes—, la batalla que va ser filmada y el
peculiar ejército que la prepara, en el que el trabajo colectivo no entiende de
cualificaciones profesionales (el director ayuda en el maquillaje, el jefe
electricista corta la hierba con el decorador y todos ayudan a esparcir el
cemento que los caballos convertirán en polvo sobre la tierra del monte
Fuji).
2. Nin, la Paciencia en los preparativos, a la espera de que la naturaleza
otorgue el deseado don (el viento).
3. Gi, la Fidelidad de los colaboradores habituales —Inoshiro Honda y Takao
Saito, los únicos que comprenden el diagrama de las tres cámaras, Asakazu
Nakai en la fotografía, Takao Muraki como decorador, aquel que en
Barbarroja (1965) llenó de verdaderos medicamentos los estancos de la
farmacia, Takeharu Sano, el jefe-electricista, Fiuniaka Okada, Teruyo
Nogami, Fumio Yanoguchi…— y de los jóvenes que se someten a las
disciplinas de un maestro que «ignora la abstracción» y para el que la
perfección técnica encierra un bonus espiritual. Y otros fíeles personajes
pululan por el set, los caballos, de los que, en un nuevo juego de
yuxtaposiciones temporales y cinematográficas, Marker comenta, «aún no
podemos prever el papel simbólico que tendrán en nuestra historia», como
eco de aquel «nunca sabemos lo que filmamos» en Le Food de l’air est
rouge (1977)[14].
4. Jin, la Velocidad con la que el equipo monta y desmonta decorados en una
coreografía de gestos seguros y aprendidos propia de las películas del
maestro.
5. Uma, los Caballos, con quienes Kurosawa mantiene una íntima relación
desde la infancia y cuya presencia en sus filmes nunca fue neutral.
6. Ame, la Lluvia, amada, o quizás odiada cuando obliga a paralizar durante
dos días el rodaje.
7. Maki-e, la Técnica tradicional japonesa de aplicar oro sobre laca negra que
Kurosawa ha decidido evocar en una secuencia nocturna (bajo una luna
ideal de dos metros de diámetro diseñada por el sensei) haciendo teñir de
oro un campo de hierbas silvestres. Las imágenes del documental que nos
muestran a un Kurosawa reflexivo entre la maleza mientras el equipo se
afana en la tarea y la preparación del rodaje serán el único rastro de una
secuencia finalmente eliminada en el montaje de Ran, cuya belleza Marker
no se atreve a robar.
8. Hono-o, el Fuego, la violencia, el horror y la crueldad humana a la que
Kurosawa aprendió a mirar de frente a los 13 años y que en Ran se
mostrarán como categoría absoluta de la naturaleza de los hombres.
Imágenes de archivo de cuerpos masacrados se encadenan con los ojos
vacíos de los maniquíes dispuestos para simular el horror del campo de
batalla y con las perfeccionistas maniobras para reproducir la maquinaria de
la muerte,
9. Kiri, la Niebla que por momentos vence en su batalla contra el film, niebla
sobre la que Kurosawa improvisa construyendo como un escultor sobre la
materia bruta, y que terminará capitulando.
10. Ran, el Caos, que nos conduce hacia una larga secuencia de ensayos y
preparaciones de la gran batalla, el asalto al Tercer Castillo, para terminar,
sobre estas mismas imágenes, con las palabras del maestro:

«El espíritu del cine es mostrar lo que la gente quiere ver… Mostrarlo, eso
es lo que olvidamos. En el teatro, antes del drama, el personaje gesticula y el
telón cae… Es normal, el escenario impone ciertas restricciones. Pero la
cámara puede llegar a todas partes. ¡Es todopoderosa!».
A lo largo de este periplo por las formas de hacer de Kurosawa y su equipo,
la cámara de Marker se queda atrapada, en ese estar siempre cerca de su objeto,
por la materialidad de la recreación en el presente de ese mundo remoto en el
que el cineasta japonés se sumerge para filmar sus relatos históricos, en la
fabricación y la creación perfeccionista de objetos, personajes, paisajes y luces
coloreadas capaz de los mayores efectos ilusionistas y simbólicos. La cámara
documental queda seducida por el estar y el hacer de los extras con sus vestidos
y armaduras, su maquillaje y los caballos en ese paisaje irreal, e incongruente
por momentos. Y son algunas de estas largas secuencias cuasiobservacionales,
donde la narración desaparece, las que deparan algunos de los momentos
mejores del film, no sólo porque ellas reflejan la espera, el tedio, la dureza del
rodaje como ninguna otra, sino porque en su exploración audiovisual Marker
encuentra la mejor materia prima para sus guiños irónicos y reflexivos. En
ocasiones serán simples e inocentes incongruencias visuales que rompen
cualquier ilusión de retorno al Japón del siglo XVI. En otras, las respuestas
improvisadas de esos guerreros temporales a la presencia de la cámara se revelan
en escenas que bien podrían haber sido actuaciones preparadas para satisfacer
los más exquisitos requisitos markerianos. Como la respuesta de un samurái a la
presencia de la cámara con un «¿Estoy bien?», o aquélla en la que un grupo de
extras en torno a una hoguera con la que aplacan el frío, conscientes de la
cámara inquisidora, improvisan esta conversación:

—¡Eh, que es un primer plano!


—Es verdad. No mires a la cámara (todos rehúyen la mirada al objetivo).
—En «esta» película, al menos, se nos verá.
—¿Sabrán mi nombre?
—Pondremos un subtítulo (entre risas).

Un momento que Marker aprovecha para congelar la imagen e inscribir


sobre ella una leyenda en japonés sin traducción[15]. Podemos imaginar ante este
encuentro azaroso y feliz la leve sonrisa en el rostro de quien escribiera en la
narración de Sans soleil, sobre un bello rostro caboverdiano que dirige su
infinita mirada al objetivo:
«¿Se ha inventado algo más estúpido que decir a la gente, como se enseña
en las escuelas de cine, que no miren a la cámara?» (cierra sobre imagen
congelada).
Rodaje de Ran

La cámara más observacional de Marker nos permite mirar, y escuchar,


furtivamente a Akira Kurosawa a una respetuosa distancia que contrasta con los
planos más entrometidos que se permite con algunos extras y actores, observar
sus gestos y cambios de humor, en unas imágenes, silencios y palabras que se
enfrentan a las intraducibilidades de diferente naturaleza: a la
inconmensurabilidad entre las lenguas y a la distancia insalvable entre la imagen
y la palabra puesta siempre a prueba en todos sus ensayos cinematográficos. Una
última descripción de una secuencia del film nos permite una nueva
aproximación a estas encrucijadas a través de una estrategia algo diferente al
montaje lateral más paradigmático. En una de las primeras escenas del film que
nos acerca al trabajo con los actores, Marker nos narra, con inflexiones verbales
que nos recuerdan a la Nouvelle Roman:
«Durante el ensayo siguiente, Nakadai (Tatsuya Nakadai en el papel de
Hidetora) se equivocará dos veces en su texto, pronunciando en lugar de un giro
poético arcaico el término del japonés moderno, que le surge de manera
instintiva, Kurosawa le reprenderá cada vez con una gran cortesía, y nosotros,
ante la intraducibilidad, nos conformaremos con un subtítulo indicativo».
Los tiempos y la materia del cine adoptan así en AK formas múltiples de
mostrarse y enunciarse a través de la inteligencia, la materia base de todo film
para Marker. Con ella nos muestra su capacidad de decir en el presente, el
pasado y el futuro, la inconmensurabilidad de la imagen y la palabra, y también
el respeto por el maestro Kurosawa, sin homenajes ni hagiografías. Porque,
conforme a los principios, el documental AK no osará robar una belleza o una
historia ajena; tampoco contaminar la mirada del espectador, que llegará a Ran
quizás algo más sabio o reflexivo, pero libre para quedar transportado a una
historia que tal vez nos recuerde a otra.

Ran
La más bella

Carlos Losilla

N oël Burch, en un prestigioso libro sobre el cine japonés titulado To the


Distant Observer, analiza una escena de esta película para llegar a la
conclusión de que el estilo de Kurosawa es diametralmente opuesto al de Ozu.
La excusa son los famosos pillow-shots. En determinado momento de La más
bella (1944), la protagonista, Watanabe, que trabaja en una fábrica de
instrumentos ópticos para armas durante la Segunda Guerra Mundial, se queda
una noche en vela para comprobar unas lentes. Kurosawa empieza la escena con
varios planos que se van acercando progresivamente a ella, que permanece
sentada primero al fondo, luego cada vez más cerca de la cámara. La última
imagen de ese proceso es un plano de Watanabe, de perfil. Entonces se produce
algo así como el breve vislumbre de un sueño: un avión en el punto de mira de la
lente de un objetivo. En efecto, sigue a éste otro plano del perfil de Watanabe, a
punto de dormirse. Kurosawa vuelve a filmarla desde la distancia más alejada,
como al principio de la escena, mientras se levanta. A ello siguen cuatro planos
de espacios vacíos correspondientes al laller y a la fábrica. Nuevo plano desde
lejos, con Watanabe al fondo. Plano próximo de la muchacha, que reza, de nuevo
de perfil. Plano frontal del rostro de Watanabe, que sigue rezando. Plano del
microscopio. Plano de un altar. Plano de dos chicas, compañeras de Watanabe,
de espaldas, rezando por ella. Plano de varias chicas rezando, más alejado. Plano
de más chicas rezando, aún más alejado. Plano de un amplio grupo de chicas que
rezan, todavía más alejado. Plano general de muchas chicas que rezan. Primer
plano de perfil de Watanabe, primero con los ojos cerrados, luego de vuelta al
trabajo. Nuevo plano en la distancia, con Watanabe al fondo.
Esta es mi descripción de la escena según la copia que se proyectó en el ciclo
dedicado a Kurosawa, hace unos años, por algunas filmotecas españolas. Sin
duda, Burch escribía de memoria, por lo que su enumeración de planos resulta
incompleta. Por ejemplo, de la serie dedicada a las compañeras que rezan, sólo
menciona el primero de los planos que la componen. Y se olvida de la compleja
progresión de escalas realizada a partir de la figura de Watanabe. Si se deja
aparte la comparación con Ozu, queda su conclusión: lo que le interesa a
Kurosawa es el suspense, de modo que incluso los planos vacíos, en absoluto
pillow-shots, están dedicados a demorar la acción para subrayar el clímax, la
clausura de la escena: Watanabe lo ha conseguido. Si se añaden los planos que
Burch pasa por alto, ese momento, sin embargo, se convierte en otra cosa: no
tanto un ejercicio de suspense como una serie de variaciones musicales sobre el
papel del tiempo en el cine, sobre el montaje y sus infinitas posibilidades. Para
Kurosawa, la reacción del espectador no tiene ninguna importancia, nada
cambiará por mucho que varíen las informaciones de que disponga. Al contrario,
lo obliga a permanecer en el exterior de la acción, acercándolo y alejándolo a
voluntad. Le interesa únicamente la relación del actor con el espacio y, por lo
tanto, su inserción en un tiempo cinematográfico que puede resultarle incluso
hostil. El tiempo pasa y deja sus huellas, de modo que la única experiencia
posible es envejecer.
Hay otra escena parecida, Watanabe sospecha que una de las chicas oculta
que sufre accesos de fiebre para que no la obliguen a abandonar el trabajo. El
fragmento empieza cuando Watanabe entra en la sala y coge un librito en el que
constan los horarios de trenes de la zona, pues pretende visitar a su padre
enfermo. Entonces aparece la muchacha y discuten sobre el asunto de la fiebre.
Hay un plano de la chica de espaldas, inmóvil. Luego, varios planos de
Watanabe, en distintas posturas, mientras la otra se toma la temperatura. De
nuevo la chica de espaldas, como una estatua. Un travelling hacia atrás encuadra
a Watanabe en el plano. Y finalmente cinco planos más que recogen a la pareja
más cerca o más lejos, sin variar el eje, como sucedía también en la escena
anterior. Al término de la conversación, Watanabe deja el horario en su sitio, sin
haberlo consultado, en un plano idéntico al que abría la serie. Otra vez la
simetría encierra una dilatación temporal que, más que en el suspense, se centra
en la lucha de los personajes contra un tiempo que los acosa. Igualmente, en el
fragmento previo a la búsqueda de la lente por parte de Watanabe, el tiempo
aparece troceado de tal forma que el espectador debe emprender una verdadera
reconstrucción de su secuencia lógica. Dos de las muchachas discuten, y otra
corre en busca de Watanabe, que está trabajando con las lentes en el taller. Sin
embargo, no sabemos qué ha ocurrido hasta que se produce un nuevo
acontecimiento: el regreso de la encargada de los dormitorios, que vuelve de un
viaje emprendido para acompañar de vuelta a la fábrica a otra trabajadora que
había caído enferma, ahora ya recuperada. La mujer se sorprende del ambiente
de tristeza en que están sumidas las muchachas y pregunta qué está pasando.
Mientras una de ellas le explica que Watanabe perdió una lente por ocuparse de
la riña, vemos en pequeños flahshbacks, de un solo plano de duración, su
sorpresa cuando la chica va en su busca, su precipitación al abandonar el puesto
de trabajo, el olvido de la lente al lado del microscopio… Primero: la riña.
Segundo: el regreso de la encargada. Tercero: las consecuencias de la riña. La
alteración temporal juega con las expectativas del espectador, pero, sobre todo,
presenta los acontecimientos simultáneamente, como si el tiempo pasara en
sentido horizontal y todo transcurriera a la vez. De hecho, lo más trascendental
de esta película de propaganda ocurre en off, al mismo tiempo que la acción del
relato: mientras las chicas trabajan en la fábrica, los soldados luchan y mueren
en el frente.
Acostumbrado a las películas sobre la Segunda Guerra Mundial producidas
en Hollywood, el espectador occidental puede sentirse incómodo ante la historia
que cuenta La más bella. ¿Cómo aceptar una trama en la que se glorifica el
esfuerzo de las mujeres japonesas en su contribución a la economía de güerra?
Es decir, ¿de qué manera instalarse en una narración que ensalza el apoyo de la
población civil a un régimen fascista, responsable de millones de muertes? Pero
entonces, ¿sería un valor añadido para la película pensar en Hiroshima y
Nagasaki, en la barbarie del otro lado? Hay que aceptar que La más bella es una
película fascista, igual que se acepta que Objetivo: Birmania (Objetive, Burma;
Raoul Walsh, 1945) es una película racista y, aun así, o precisamente por ello,
entre otras cosas, una obra maestra. La cuestión no es ésa. La cuestión es cómo
interpretar ese fascismo, cómo analizar su productividad aun en un marco ajeno
a él. El cine posterior de Kurosawa, humanista y liberal, según los tópicos,
arrastra no obstante un plus de crueldad, como seguramente hubiera dicho André
Bazin, basado en una estética de la rabia y del dolor, de la autopunición y el
sufrimiento. Digamos que una cierta herencia del fascismo se cuela por sus
grietas dando lugar a figuras retóricas cercanas a la imaginería del valor y la
voluntad, en la que no caben los débiles de espíritu. De Los siete samuráis
(1954) a El idiota (1951), las películas de Kurosawa presentan personajes
fuertes, opuestos al resto del cuerpo social por la fe inquebrantable que tienen en
sí mismos, independientemente de la opinión de la mayoría. O por su confianza
en la posibilidad de que su propio sufrimiento, o su propia bondad, sean más
importantes que cualquier otra cosa. De allí surge su culto a la figura del líder,
por atípico que sea, cuyo responso fúnebre es Madadayo (1993). O a los
solitarios, como el protagonista de Dersu Uzala (1975). En La más bella, el
líder es una mujer, algo bastante insólito en la filmografía de Kurosawa, y su
perseverancia es tan insistente que está a punto de conseguir la meta final de
cualquier fascismo: la abolición del tiempo en favor de la perfecta sincronía de
la masa, que a su vez conduce a la inmortalidad espiritual.
Sin embargo, todo totalitarismo tiene sus fisuras, y también la gramática
clásica ideal del cine. Un fascismo en quiebra representa un deseo de
democracia, de la misma manera que un sistema expresivo agredido en su más
íntima esencia representa una cierta ansia de modernidad. El fanatismo suicida
de los kamikazes se convierte en una especie de santidad laica, sacrificada y
masoquista, cuando llega la paz. Y las rupturas sintácticas, cuando se estabiliza
el idioma, se suavizan y entran en un periodo de equilibrio en el que son
asimiladas por el conjunto del sistema. Por eso La más bella parece una película
más atrevida, estilísticamente hablando, que los trabajos más famosos de
Kurosawa, lo cual lleva a muchos a situarla en la etapa menos occidentalizada de
su filmografía. Salvando las distancias, el estilo maduro de Kurosawa posee el
mismo grado de «transparencia» que el de los directores hollywoodienses de la
segunda generación. Pero La más bella es más drástica: esa sustitución del
travelling por los planos sincopados, o cualquiera de los procedimientos
comentados, llevan a su extremo la negación de la «sutura» propia del
clasicismo de la que hablaba Jean-Pierre Oudart. En lugar del mecanismo plano-
contraplano, se suceden los cambios de escala. Y la circulación de la mirada del
espectador por un espacio cerrado y seguro se ve obstaculizada por la brusca
variabilidad del encuadre. El tiempo no desaparece, sino que se transforma en
otra cosa, más flexible y etérea. En las películas de la etapa siguiente, Kurosawa
integrará esas rupturas en una tonalidad más fluida.
Pero hay otros intentos de detener el tiempo en la película: los planos
estáticos, o que filman objetos inmóviles, casi naturalezas muertas. Las chicas
que trabajan en la fábrica rezan de continuo ante las fotos de sus padres o
familiares, siempre acompañadas de inscripciones y leyendas. Una de ellas
guarda celosamente la espada de samurái y la camisa de su marido, dispuestas en
una silla como un objeto de culto. La flauta de una de las chicas enfermas
también es aislada en un plano, sin presencia humana alguna. Y la carta que le
escribe el padre de Watanabe aparece en la pantalla como una sucesión de
caracteres, leídos de izquierda a derecha, por la voz over del autor de la epístola.
Son planos fantasmagóricos, que rompen el flujo de la narración y se presentan
al espectador como espectros de un mundo exterior que nunca toma cuerpo en la
película. Representantes de la ausencia, uno de los motivos centrales del relato,
interrumpen la continuidad temporal y de nuevo la amplían, confirmando su
carácter ondulante. Sin embargo, el paso del tiempo, su carácter ineludible, se
impone por otros medios, hace ostensible la presencia de la vida incluso allí
donde sólo se rinde culto al sufrimiento y a la muerte. La enfermedad es una
verdadera obsesión para las protagonistas. Una de ellas cae y se rompe una
pierna, para aparecer luego con muletas y con el pie vendado. Otra, como
decíamos, sufre de frecuentes fiebres. Otra es enviada a casa de sus padres para
que descanse una temporada. Si el estatismo de las cosas, y de algunas personas
filmadas como estatuas, pretende detener el tiempo, las heridas abiertas, como
las «suturas» descosidas del estilo, dejan escapar a borbotones el fluido vital de
la existencia, Kurosawa parece preludiar con esta película el que será uno de sus
temas recurrentes, la lucha contra el dolor que provoca a su vez un gran dolor en
sí misma: Duelo silencioso (1949), Barbarroja (1965), Vivir (1952)… Pero La
más bella ocupa un lugar único en su larga carrera. En el último plano de la
película, Watanabe intenta seguir mirando por el microscopio mientras las
lágrimas que derrama por la muerte de su padre le impiden cualquier tipo de
visión. Fundido en negro. Fin. Como al espectador, a ella tampoco le está
permitido contemplar íntegramente la continuidad del espacio, del tiempo, de
todas las cosas. En lo que a mí respecta, éste es uno de los planos de la obra de
Kurosawa que me provoca más emoción.
Los hombres que caminan sobre la cola del tigre
Antonio Santamarina

D espués de rodar La nueva leyenda del gran judo (1945), Kurosawa tenía
previsto llevar a la pantalla una película de época (jidai-geki) titulada
«Dok koi kono yari», para la cual había escrito ya el guión definitivo de la
misma, dentro del cual ocupaba un lugar destacado, en el cierre del relato, la
recreación de la batalla de Okehazama, acaecida en 1560. Sin embargo, la
ausencia de caballos útiles, que no fueran simples animales de carga, para el
rodaje de esta escena crucial le obligaría a cancelar el proyecto, decidiendo
entonces llevar a la pantalla Kanjincho, una obra de teatro kabuki basada, a su
vez, en Ataka, una pieza de teatro Nô.
Todo este proceso creativo transcurre, a tenor de las fechas de rodaje del
film, en una coyuntura histórica muy difícil para el Japón, ya que, como el
propio cineasta relata en su Autobiografía[1], en esos momentos la derrota militar
del país era ya más que una evidencia dolorosa para sus habitantes, y sus efectos
comenzaban a dejarse sentir en todas las esferas de la vida civil y militar.
Sumergido en ese clima de pesimismo y desesperanza, que teñía de negros
nubarrones el futuro de Japón, Kurosawa vuelve la vista atrás para adaptar una
conocida leyenda medieval, ambientada en el siglo XII, que narra la huida del
señor feudal Yoshitsune a través de las montañas, acompañado por seis de sus
vasallos, disfrazados todos ellos de sacerdotes, mientras el general Yoritama,
hermano del primero, trata de capturarlos. Una historia que Kurosawa decide,
probablemente, llevar a la pantalla en plena crisis económica, social y política
del país porque, tal y como estaba a punto de sucederle a la nación nipona, se
trata de un relato que habla de unos individuos derrotados que deben aprender a
convivir con el fracaso, y a trabajar juntos olvidando las diferencias de clase que
los separan, si quieren seguir con vida.
De manera, pues, más o menos intencionada, Los hombres que caminan
sobre la cola del tigre (1945) («sobre la cuerda floja», podríamos decir en
castellano) se sitúa, al menos de forma metafórica, en el momento posterior a la
derrota de Japón en la Segunda Guerra Mundial, que, tal vez menos por azar que
por lúcido presentimiento, tendría lugar precisamente durante el rodaje de la
película.
En la andadura heroica de estos siete hombres —posibles antecedentes de los
protagonistas de Los siete samuráis (1954), aunque con unas características
personales muy distintas entre éstos y aquéllos— el cineasta introduce la
presencia de un octavo personaje, el del porteador (interpretado por Kenichi
Enomoto), que no figura en el texto original y que cumple una función dramática
(como soporte de la comicidad, a la manera de los criados de las comedias
españolas del Siglo de Oro) y simbólica, como representante del pueblo llano.
Un papel similar al que cumplirán más tarde, en la obra de Kurosawa, el leñador
(Takashi Shimura) de Rashomon (1950), Kikuchiyo (Toshiro Mifune) en Los
siete samuráis o los dos campesinos (Minoro Chiaki y Kamatari Fujiwara) de
La fortaleza escondida (1958), por no hacer demasiado extensa la enumeración.
Un travelling lateral, que muestra el perfil de un bosque (construido en un
decorado), seguido de una serie de planos encadenados que ofrecen la
perspectiva contrapicada de unos árboles de gran altura (filmados en escenarios
naturales) delimitarán las dos líneas generales por las que va a discurrir el film
(la horizontalidad del movimiento de los siete fugitivos frente a la verticalidad
de las barreras que representan las distinciones de clase o los puestos fronterizos)
a la vez que señala el enfrentamiento de los dos ejes temáticos del film: lo social
(el bosque) y lo individual (los árboles). De paso, esta obertura presenta, tal vez
de forma casual, los dos únicos escenarios por donde transcurrirá el argumento:
los paisajes naturales durante la marcha de los hombres por el bosque y los
decorados en estudio durante los descansos o en la parada obligatoria en el
puesto fronterizo.
Estructurada en tres partes con una duración muy parecida entre ellas (con
todo, el metraje de la película no llega siquiera a los sesenta minutos), la trama
sigue el conocido esquema de planteamiento, nudo y desenlace para mostrar uno
de los episodios de la huida de los protagonistas de la historia, y la enseñanza
moral y vital que parece desprenderse del suceso.
De acuerdo con este planteamiento argumental, la película describe un
trayecto que camina desde la tristeza de la derrota (subrayada por dos suaves
panorámicas que muestran, en el primer descanso durante la huida, la
pesadumbre que embarga a los fugitivos, cerrada con una panorámica en sentido
contrario cuando el grupo estalla, por fin, en carcajadas) a la alegría final y a la
celebración de un éxito que, sin embargo, sólo parece suponer la superación de
un peldaño de una larga escalera de dificultades, donde nada ni nadie garantiza
que el siguiente escalón no se convierta ya en un obstáculo infranqueable.
Con la introducción del personaje del porteador la narración se aleja del tono
grave del texto original —aunque la película respete, según el cineasta, el
esquema general de la obra e, incluso, las prescripciones del teatro kabuki, de ahí
que en el film no aparezca ninguna mujer— para adoptar un tono más cómico
(sobre todo en su primera parte), apoyado por el histrionismo de Kenichi
Enomoto, el actor que da vida al personaje y un cómico (tipo Totó) con un
prestigio notable en Japón por esas fechas. Pero a pesar de esa fama, su
histrionismo interpretativo es, probablemente, el aspecto de la película que ha
envejecido peor y que lastra, incluso, el posible discurso de fondo de ésta, ya que
su caricatura como personaje afecta a su simbolización como representante del
pueblo normal y corriente.
De este modo, si en la primera parte de la narración el porteador se convierte,
pese a su estulticia y cobardía, en el salvador de los siete fugitivos, pues les
proporciona la información que les permitirá urdir su estrategia futura, este
comportamiento no adquiere ninguna significación especial dentro de la trama,
ni el personaje sufre tampoco ninguna evolución durante su transcurso,
disolviéndose dramáticamente su presencia en la serie de muecas y gestos que
culminan con su grotesco baile final. A la vista de estos datos, habría que
concluir, pues, que dentro del entramado temático de la película, y de su sistema
significativo, el pueblo llano parece permanecer al margen de las cuitas de los
señores feudales y de sus guerreros, feliz en su ignorancia y contemplado por
Kurosawa desde un cierto aristocraticismo de clase, muy presente todavía
durante esta primera parte de su filmografía, que concluye prácticamente con
esta película.
Encerrado en una especie de paréntesis entre la huida de los fugitivos a
través del bosque (primera parte) y la celebración final del éxito por parte de
éstos (tercera parte), el núcleo fundamental del film se desarrolla en el puesto
fronterizo donde las tropas de Yoritama intentan descubrir la verdadera identidad
de los sacerdotes disfrazados. Es ahí donde la apuesta por la solución no violenta
de Benkei (Denjiro Okochi), el líder del grupo, y por evitar el combate con sus
enemigos por todos los medios permitirá mantener vivos a los miembros del
grupo y facilitará su huida.
La estrategia pacifista y la sagacidad de Benkei (capaz de golpear a su amo,
y de vulnerar gravemente las infranqueables barreras medievales entre señor y
vasallo, para engañar a sus enemigos) se convertirán, pues, en los valores
realmente ensalzados por el film, pese al revestimiento cómico con el que se
envuelve la narración como instrumento, probable, para lograr una mayor
difusión del mensaje contenida en el mismo. Un mensaje con el que Kurosawa
intentaba, tal vez, ofrecer la primera lección de futuro a sus compatriotas,
mostrándoles el camino que deberían seguir para sobrevivir como pueblo tras el
horizonte próximo de la derrota.
Una solución que deja todavía fuera de sus límites al pueblo llano (su
presencia no será significativa en la obra del cineasta hasta su etapa de
posguerra), que centra su atención primordial en las clases dominantes (ni
siquiera el film aclara si el engaño de Benkei es tal o tan sólo una especie de
autoengaño por parte del jefe del puesto fronterizo para evitar mayores
derramamientos de sangre), pero que, sobre todo, apuesta por la combinación de
lo individual y lo colectivo, eliminando viejas barreras de casta que tanto dolor y
sacrificio llevaban causando a Japón desde hacía varios siglos.
Y para impartir esta lección imperecedera Kurosawa intenta dirigirse al
público más amplio, de ahí que elija como sustrato argumental de la película una
conocida leyenda medieval, introduzca en la trama el personaje del porteador
interpretado por el popular Enomoto, coloree cómicamente numerosos pasajes
del relato, convierta a las canciones en comentadoras de la acción y emplee una
planificación deliberadamente teatral en algunas escenas, filmadas en dilatados
planos largos que parecen dirigidos a la memoria visual de los espectadores.
Fuera como fuese, el mensaje no obtuvo ningún destinatario inmediato, ya
que la exhibición de la película fue prohibida por el cuartel general del ejército
de Estados Unidos y no sería estrenada hasta tres años después de su realización,
cuando la obra de Kurosawa caminaba ya por unos derroteros muy distintos y el
país, con la lección aprendida o sin ella, había comenzado a transitar por una
senda tachonada de barras y estrellas y, sobre todo, de unos nuevos valores
democráticos donde la representación del pueblo —y los valores individuales y
no sólo de casta o de grupo— empezaban a adquirir un sentido distinto.
No añoro mi juventud

Carlos Losilla

F rancis Ford Coppola y George Lucas, productores ejecutivos de la versión


internacional de Kagemusha, la sombra del guerrero (1980), no han
ocultado nunca su fascinación por el cine de Kurosawa. De hecho, la percepción
de la filmografía de este último por parte de las últimas generaciones de cinéfilos
tiene mucho que ver con ello. Para los cineastas norteamericanos, Kurosawa es
el maestro del cine de samuráis, el grandilocuente adaptador de Shakespeare, el
creador de formas desmesuradas y operísticas. Muchos de los elementos
presentes en la serie de La guerra de las galaxias (Star Wars; George Lucas,
1977) parten directamente de su universo personal: los combates a espada, la
lucha entre el bien y el mal, el culto a la disciplina y la autoexigencia… Y
películas como Drácula de Bram Stoker (Bram Stoker’s Dracula; Francis Ford
Coppola, 1992) deben mucho a su universo pictórico y cromático. Martin
Scorsese no dudó en incorporar a van Gogh en uno de los episodios de Sueños
de Akira Kurosawa (1990). Incluso Richard Gere colaboró con el maestro en
Rapsodia en agosto (1991). Como ocurre con Mizoguchi y Ozu, Naruse y hasta
Nagisa Oshima, la mayor parte de los espectadores occidentales se lian formado
una imagen de Kurosawa que corresponde sólo a una parte de la vasta herencia
que nos ha dejado.
No añoro mi juventud (1946) es la historia de una mujer, Yukie, que pasa
de los agitados sueños de juventud a la decepción de la madurez, para llegar
finalmente a la aceptación de sí misma. El protagonismo femenino es bastante
infrecuente en la obra de Kurosawa, pero no lo es tanto el contexto en el que se
mueve esta película: por un lado, la historia del Japón desde la invasión de
Manchuria hasta la derrota bélica en la Segunda Guerra Mundial; por otro, los
apuntes políticos que proporciona, desde la reflexión sobre la posibilidad de la
libertad en una nación devastada por el fascismo hasta la deriva del comunismo
en medio de ese entorno caótico. De todos modos, No añoro mi juventud no es
una película «típica» del Kurosawa conocido por la mayoría. De la misma
manera que durante la guerra filmó productos propagandísticos, ahora, una vez
finalizada la contienda, recurre a su acervo izquierdista y expresa su confianza
en el futuro. ¿Oportunismo? Quizá sí, pero igual que puede utilizarse esa palabra
respecto al Rossellini de Roma, ciudad abierta (Roma, città aperta, 1945) en
relación con el de La nave bianca (1941) o Un pilota ritorna (1942). De hecho,
No añoro mi juventud podría considerarse la Roma, ciudad abierta del cine
japonés. En ella, campesinos e intelectuales, comunistas y liberales, unen sus
fuerzas para construir el nuevo Japón, algo parecido a lo que ocurre en la
película de Rossellini con la Iglesia, la Resistencia y la población civil. Y,
curiosamente, la famosa escena de la muerte de Anna Magnani, en pos de una
camioneta que nunca alcanzará, tiene aquí su adecuada réplica cuando Yukie, al
final, se une a sus compañeras campesinas encaramándose a uno de esos
vehículos en marcha.
Pero Yukie también sabe tocar el piano, y la primera pieza que interpreta
para la audiencia es un fragmento de los Cuadros de una exposición, de
Mussorgski, Son bien conocidas de todos las fluidas relaciones que Kurosawa
mantuvo con la cultura rusa, sobre todo con su literatura, y principalmente con
Dostoievski. Sin embargo, No añoro mi juventud es algo así como Guerra y
paz, de Tolstoi, aplicada a la historia japonesa. Yukie es una especie de Natasha
Rostov nipona cuyas ingenuas ilusiones se ven superadas poco a poco por la
realidad. Al principio la vemos en una bucólica excursión campestre,
acompañada de sus dos pretendientes, Itukawa y Noge. Pero estamos en el inicio
del fascismo, de modo que las autoridades expulsan a su padre, profesor
universitario de talante liberal, de su empleo en la universidad. Yukie, en
realidad, quiere a Noge, un intelectual comprometido. Pero cuando consigue su
amor la policía política los detiene, coincidiendo con el ataque a Pearl Harbour,
y él muere en la cárcel, en extrañas circunstancias. Yukie, entonces, se instala en
casa de los padres de Noge, en el campo, y allí empieza una nueva vida de
«sacrificio y responsabilidad», en palabras de su padre. O «una vida sin quejas»,
como le había dicho su amado con talante inequívocamente tolstoiano.

No obstante, ésta es una película de Kurosawa, y el espiritualismo del


escritor ruso cede terreno ante la condición extremadamente física de las
imágenes. Hacia el final, extenuada tras haber plantado todo un campo de arroz
con la madre de Noge, la pobre Yukie se refresca sus maltratadas manos en las
aguas del río, una imagen que se complementa con un pequeño flashback que
muestra esas mismas manos al piano. La secuencia de la plantación,
prácticamente muda, es un prodigio de composición y montaje, pero sobre todo
de sensaciones —el dolor corporal, la indiferencia de la naturaleza, los cielos
sombríos, las figuras recortadas sobre fondos en tinieblas, la piel mojada por la
lluvia—, hasta el punto de que ha sido comparada con el cine de Flaherty y
Pudovkin. No creo que se trate de eso. Para Kurosawa, el cuerpo no sólo está en
constante conflicto con el entorno, sino que parece buscar, desear el dolor. Al
final de su aventura rural, el cuerpo de Yukie resulta irreconocible: la
encantadora muchacha que amó a Noge se ha convertido en una campesina
apergaminada y ojerosa, el sacrificio y la responsabilidad sin quejas la han
transformado en carne doliente, una evolución que la delicadeza de la actriz
Setsuko Hara, habitual de Ozu, expresa con admirable economía de medios.
No añoro mi juventud se sitúa, en el fondo, cronológicamente cerca de
algunas películas de Kurosawa mucho más familiares para el espectador
occidental, como El ángel borracho (1948) o Duelo silencioso (1949). Pero
ciertos rasgos de estilo tienen más que ver con la excelente La más bella (1944)
que con estos trabajos posteriores. Se trata de una saga histórica y sentimental
que se extiende diez años en el tiempo y que, por lo tanto, posee matices
novelescos, dotados de un intenso sentido de la narración. A Kurosawa, sin
embargo, parece interesarle más la mezcla, la yuxtaposición, la acumulación, y
por eso, ante esta estandarización estilística que más tarde matizaría y
perfeccionaría hasta llegar a Rashomon (1950), opone alguna que otra quiebra
destinada a provocar en el espectador un cierto distanciamiento frente a aquello
que se le está contando. Como en La más bella, hay falsos remedos de pillow-
shots, sin intención narrativa alguna, pero también sin una función sintáctica
definida: simplemente están ahí para enfrentar la condición inanimada del
profílmico al rellenado constante que crea la propia narración. Cuando Yukie y
Noge deciden formar una pareja, Kurosawa intercala varios planos de jarrones
con flores que se reparten por distintas partes de la casa como cuadros de una
exposición. Y cuando la muchacha llega a la casa de los padres de él, tras su
muerte, esa serie de imágenes inmóviles encuentra su correspondencia en otros
planos fijos que son otras tantas instantáneas de la desolación: los carteles
injuriosos escritos por los vecinos, unos cuantos papeles arrugados que el viento
lleva de un lado a otro, paredes desconchadas, telarañas e incluso dos planos de
un pájaro disecado cuyos ojos sin vida riman con la mirada ausente del padre,
sentado junto al fuego. Cuando Yukie, exhausta, se desploma en las escaleras de
la comisaría, Kurosawa inserta tres brevísimos planos sincopados de los
escalones a medida que cae, convirtiendo así la visión subjetiva en una
recreación cubista del accidente.
Pero hay más. En La más bella, durante la escena en que Watanabe toma la
temperatura a una de sus muchachas, la
espera se resuelve mediante varios planos
medios de su figura en distintas posiciones,
a través de cortes que dejan en off la
transición de una postura a otra. En No
añoro mi juventud, cuando detienen a la
pareja, un plano fijo muestra a Yukie de
espaldas, y los dos siguientes la filman de
frente y de perfil, pero con un cartel de
identificación en el pecho: el salto espacial
y temporal, de la casa a la comisaría, es
también un cambio de estatus y un cambio
físico, del cuerpo libre al cuerpo derrotado.
Otra estación de esa caída en el abismo:
Yukie está en la cárcel, sentada tras los
barrotes, y un vigilante pasea, con sus pies
vistos en travelling, arriba y abajo, arriba y
abajo, de modo que cuando vuelve a la
altura de Yukie ya ha caído la noche, todo
ello con el péndulo de un reloj en sobreimpresión. Esa estilización, esa
utilización de los objetos y las figuras para obstaculizar la visión, o para hacerla
más compleja, otorgan espesor al relato y proponen un nuevo modelo de cine
que Kurosawa no continuó: una mezcla de fluencia lírica y distancia
deconstructiva que seguramente hubiera hecho muy distintas muchas de las
películas posteriores de su autor. ¿Será el Kurosawa posterior a Rashomon una
mera invención de la cinefilia occidental?
Un domingo maravilloso
Antonio Santamarina

T ras la incursión en el pasado militarista de Japón que anuda el hilo


narrativo de su anterior película, No añoro mi juventud (1946), Kurosawa
vuelve la mirada hacia el presente de la sociedad japonesa de posguerra para,
prolongando el discurso final de aquel film, continuar observando la realidad del
país, todavía sumido en la zozobra de la derrota y en la tragedia de las bombas
nucleares de Hiroshima y Nagasaki, a través de la evolución de una pareja de
novios —Yuzo (Isao Numazaki) y Masako (Chieko Nakakita)— durante la tarde
de un domingo cualquiera en Tokio.
El proyecto de rodaje de la película surge, no obstante, en un momento
especialmente crítico para la Toho (la productora en la que Kurosawa había
desarrollado toda su carrera hasta entonces), ya que un grupo de diez actores,
acompañados de otra serie de profesionales, acababan de escindirse de aquella
para fundar la Sintoho y la guerra comercial entre ambos estudios se encontraba
en uno de sus momentos más agrios. Para contrarrestar, precisamente, el
atractivo popular ejercido por el star-system de la nueva productora, los
directores que habían permanecido fieles a la casa madre (Teinosuke Kinugasa,
Mikio Naruse, Kajiro Yamamoto, Heinosuke Gosho, Satsuo Yamamoto o Shiro
Toyoda, entre otros) se imponen un exigente plan de trabajo, que, en el caso de
Kurosawa, se traduce en la escritura simultánea de tres guiones: el de Giurei no
hate (la película con la que debía debutar en la dirección Senkichi Taniguchi), el
del episodio que él mismo iba a rodar en un film colectivo junto a Kinugasa,
Naruse, Kajiro Yamamoto y Toyoda, y el de Un domingo maravilloso (1947)[1].
En medio de este clima de trabajo febril, de enfrentamiento fratricida y de
ausencia de rostros conocidos para protagonizar su nueva película, Kurosawa
escribe con Keinosuke Uekusa —un novelista y amigo de la infancia, con quien
colaboraría después en El ángel borracho (1948) antes de que se rompiera
definitivamente la relación profesional entre ambose— guión de Un domingo
maravilloso, una nueva incursión del cineasta, durante estos años de emergencia
centrados en la reconstrucción del país, en el género del gendai-geki, es decir, en
las películas sobre temas contemporáneos.
Según el propio Kurosawa, la idea original para la escritura del guión surgió
del recuerdo de una antigua película de Griffith, en la que, tras finalizar la
Primera Guerra Mundial, «una joven pareja cultiva patatas en un campo
devastado. Cuando, por fin, las patatas logran germinar, alguien las roba…
Pero, a pesar de todo, los dos jóvenes vuelven a depositar sus esperanzas en el
año próximo»[2]. Y éste es precisamente el tono animoso y optimista que preside
las imágenes de Un domingo maravilloso, un film donde las adversidades
sufridas por Yuzo y Masako a lo largo de toda la primera parte de la narración se
resuelven en el clima de esperanza que envuelve el último tramo de la misma y
que dejan abierta una delgada puerta para confiar en el futuro de la pareja y,
acaso por extensión, del nuevo Japón democrático.
Película de estructura circular, que se desarrolla a lo largo de un domingo,
entre la llegada en tren de Masako a la cita con su novio y la despedida final de
ambos, el film describe, en un itinerario cada vez más desolado, las dificultades
de vida de una pareja japonesa cualquiera, sin posibilidades de obtener una
vivienda digna, de divertirse, de conseguir entradas para un concierto o de
alquilar una habitación sin goteras. Dentro de ese camino hacia ninguna parte
por el que deambulan Yuzo y Masako, el egoísmo, la ingratitud, la insolidaridad
y la violencia parecen ser los nuevos valores en los que se asienta la sociedad
japonesa, instalada de improviso en la modernidad capitalista, pero sin haber
solucionado los problemas de adaptación a la misma, como revela
paradigmáticamente el episodio en el que Yuzo no consigue pasar más allá de las
cocinas de un cabaret.
Sin embargo, conforme es habitual en la filmografía del cineasta, su
pesimismo endémico acerca del progreso de la sociedad se conjuga con una
visión más optimista acerca de la capacidad del individuo para sobreponerse a
estas circunstancias, y para encontrar o bien un camino de salvación o bien un
método para seguir viviendo sin renunciar a los propios principios, ideales y
creencias, dos vías de redención seguidas por Kanji Watanabe, el inolvidable
protagonista de Vivir (1952), y por Kanbei, interpretado por el mismo actor, en
Los siete samuráis (1954).
De acuerdo con esta visión contrapuesta de la existencia que caracteriza el
universo creativo de Kurosawa, éste estructura la película en dos partes casi
simétricas en cuanto a su duración, y sitúa como protagonistas de la misma a dos
personajes caracterizados tanto visual como psicológicamente de manera
antitética: Yuzo (melancólico, atribulado y vestido de negro) y Masako
(optimista, emprendedora e identificada con el color blanco de su gabardina).
Dos personajes que podría decirse, de
alguna forma, que comportan una
cierta significación simbólica como
expresión de la lucha entre el viejo y el
nuevo Japón, como expresión también
de las dudas que, según Stephen
Prince[3], albergaba Kurosawa acerca
de si el país conseguiría modernizarse
sin por ello dejar de ser él mismo, sin
renunciar a su esencia.
En la primera parte del film, la
cámara (girando siempre alrededor de
los dos jóvenes) dedica más atención a
detallar las circunstancias externas que
rodean a ambos, a presentar los
condicionantes sociales en los que se debate su existencia diaria (la penuria
económica, los problemas para comprar una vivienda o para alquilar una
habitación, la insolidaridad y la brutalidad de los revendedores, etcétera),
mientras que, en la segunda, se encierra con la pareja para descubrir los efectos
que esta situación provoca en la relación sentimental que los une.
Este último bloque aparece, a su vez, dividido en dos segmentos con una
duración muy similar. El primero, de raíz más realista, aborda los problemas de
convivencia de la pareja en ese clima de desesperanza, pesimismo y violencia,
que culmina en el intento de Yuzo de forzar a Masako. El segundo, anunciado
por el plano de los dos jóvenes columpiándose frente a la luna, se introduce en el
territorio irreal de los sueños para desvelar las fantasías y esperanzas que
alientan la vida de la pareja. Toda la película traza, así, un itinerario que camina
desde el documento social hasta el análisis individual, desde la realidad hasta el
sueño o, si se quiere y para entendernos, desde Lumière hasta Méliès.
En ese trayecto de progresiva estilización, Kurosawa abre el film con el
plano de la llegada a la estación del tren donde viaja Masako, prolongado con las
tomas semidocumentales de ella y de los viajeros caminando por la estación y
por la ciudad, y cierra el relato obviando ya la presencia física del tren y
sugiriendo su presencia únicamente a través de los juegos de luces y sombras
que los supuestos vagones iluminados de éste producen en los cuerpos de los
protagonistas. Es decir, sustituyendo el documental por la ficción y la esfera
social por la individual y proponiendo, de paso, al propio cine (visualizado
metafóricamente a través de la intermitencia de luces y sombras) como
instrumento de actuación para transformar la realidad, una voluntad presente —
conforme habrá ocasión de aclarar más adelante— en una secuencia anterior
bastante más significativa.
De forma, pues, si se quiere, bastante simplista, la antítesis y la oposición
acaban por convertirse en las piezas básicas de la construcción de Un domingo
maravilloso, convocadas a través de los juegos de contrastes ya enumerados y,
sobre todo, del enfrentamiento entre realidad y sueño, entre pesimismo y
optimismo y, sobre todo, entre pasado (Yuzo) y futuro (Masako). Y esta misma
figura retórica se hace también presente en la ordenación de la estructura
narrativa de varios episodios del film, de forma tal que, por ejemplo, la
esperanza que despiertan en la pareja los niños que juegan al béisbol en las calles
de Tokio se transforma, pocos minutos después, en desesperanza tras la
insolidaridad demostrada por el crío vagabundo al que regalan para comer una
bola de arroz.
Dentro de este edificio narrativo y argumental, el film ofrece, durante la
primera parte, una cierta voluntad documental, presente en las tomas citadas de
la secuencia inicial, en los primeros planos que individualizan los rostros de los
niños beisbolistas, en los insertos de la visita al zoológico o en los largos
travellings laterales que siguen la carrera, bajo la lluvia, de Yuzo y Masako
mientras se dirigen al concierto.
De acuerdo con esta voluntad de captura de la realidad para, finalmente,
intentar trascenderla, Kurosawa, convertido en estos años de posguerra en una
suerte de cronista social, pone en marcha un procedimiento de filmación en
exteriores que él mismo explica en su Autobiografía: «Para poder rodar en la
ciudad escondíamos la cámara; nadie reconocía la cara de los actores.
Metíamos la cámara en una caja envuelta en un trapo que sólo tenía un agujero
por donde solía la tente, y la transportábamos en la mano»[4]. Estos métodos de
rodaje, unidos a la decisión de conjugar el documental con la ficción,
convirtiendo a Tokio en un sucedáneo de la Roma de Ladrón de bicicletas
(Ladri di biciclette, 1948), de Vittorio de Sica, han llevado a destacar las
similitudes de Un domingo maravilloso con algunos filmes del neorrealismo
italiano y a citar incluso —como hace Georges Sadoul[5]— a la película de
Kurosawa como uno de los títulos precursores de un supuesto neorrealismo
japonés, surgido en el país a partir de los años cincuenta.
Sin duda la carga metafórica que adquieren algunos objetos dentro de la
narración (singularmente los zapatos rotos de Masako o la colilla que duda en
recoger Yuzo del suelo, símbolos emblemáticos, como la bicicleta en la película
de Vittorio de Sica, de la miseria que vive Japón en esos momentos), la función
catártica de la música dentro del film, que convierten a la Sinfonía inacabada, de
Schubert, en el eje final del relato, el tono semidocumental de numerosas
imágenes o el papel que juegan los niños como depositarios de una esperanza de
vida mejor son algunos de los elementos de la película que acercan a ésta a los
contornos del neorrealismo, al universo conceptual y a las imágenes que, según
conocida definición de Gilles Deleuze, caracterizan al movimiento
cinematográfico italiano[6].
Sin embargo, como Aldo Tassone se ha preocupado de aclarar en su
interesante estudio sobre Kurosawa, en el caso de éste su pretendido
neorrealismo es, más bien, una suerte de neorrealismo involuntario, ya que «la
introspección, el destino espiritual de los seres humanos, los grandes temas
existenciales le interesan más que la indagación sobre la realidad “tal cual es”,
como decía Rossellini»[7]. Una apreciación continuada tanto por la evolución
dramática de Un domingo maravilloso como por las propias declaraciones del
cineasta acerca de su obra: “Yo no he querido hacer filmes ‘sociales’. Lo que me
interesa es el drama interior o exterior de un hombre, y realizar el retrato de este
hombre a través de ese drama”[8].
Y es dentro de esta esfera individual y humanista por donde se mueve
precisamente el film de Kurosawa, más cerca, en algunos casos, de la
modernidad cinematográfica que del neorrealismo, sobre todo en la última parte
de la narración. En ella, después de que las imágenes hayan recogido algunas
miradas furtivas a la cámara o hayan desvelado el artificio del registro de
aquéllas en uno de los travellings de seguimiento en coche de la pareja, el
cineasta inserta, en la secuencia cumbre de la película, una escena donde, no sin
discusiones previas con el coguionista del film[9], Masako, en un ejemplo más de
la decidida voluntad de actuar que acompaña a los personajes de Kurosawa, se
dirige directamente y de frente a los espectadores para pedirles su colaboración,
en forma de aplauso, con el fin de que el sueño de ella y de Yuzo pueda
transformarse en realidad en el celuloide.
Esta insólita ruptura del modelo
clásico de narración, dentro de una
secuencia que constituye,
probablemente, la parte más lírica y
emocionante de la película, acaba por
disolver y por fundir todas las antítesis
que han sembrado de tachuelas y
obstáculos el camino de los dos
jóvenes y abre una puerta a la
esperanza, tanto para éstos como para
el público japonés (principal
destinatario del film), al que se alienta
a participar y a soñar con un futuro
mejor, cuya construcción parece
depender más de la voluntad de cada
individuo que de la colectividad como
tal.
De este modo, el juego de representaciones —que en una secuencia anterior
ha llevado a Yuzo y a Masako a escenificar, sin saberlo, ante un público anónimo
una pantomima sobre la cafetería que sueñan con abrir— avanza todavía un paso
más allá e introduce a los espectadores de la película en el seno de la ficción,
convirtiendo al propio cine en instrumento de transformación de la realidad,
aunque ello suponga violentar, por necesidades ideológicas y expresivas, el
modelo clásico de narración.
Liberada, así, del corsé de una planificación algo errática, pero trazada con
mano férrea, que muestra con insistencia en la primera parte de la misma a los
protagonistas encerrados en espacios sin salida (ya sea presentándolos de
espaldas a la pantalla o encerrados entre barrotes o en el interior de una gran
tubería), la cámara puede moverse, finalmente, por los espacios abiertos del
sueño y de la esperanza, por el escenario del teatro al aire libre, y barrido por el
viento, donde hay cabida ahora para soñar en un futuro sin barreras, en un nuevo
Japón representado por el espíritu emprendedor de Masako.
Es posible que, como afirma el propio Kurosawa con saludable sentido
crítico, la película hubiera necesitado más vivacidad y libertad de estilo[10]
(especialmente en su primera parte) para lograr una mayor consistencia
dramática y de puesta en escena, para dar más fuerza a todos los temas del film,
pero, sobre todo, hubiese precisado una mayor voluntad de síntesis —aligerando
algunas secuencias o suprimiendo otras (como, por ejemplo, la de Yuzo y
Masako en la cafetería, que no aporta nada sustancial al desarrollo de la
narración)— y de condensación del relato para aglutinarlos alrededor de las
ideas núcleo de éste.
Con ambas operaciones se evitaría tanto la dispersión y el desequilibrio
narrativo como el humanismo simplista, más bienintencionado que efectivo, de
que hace gala el film, no exento, sin embargo, de intuiciones y descubrimientos
brillantes, a los que falta, pese a todo, una imprescindible soldadura interna.
Duelo silencioso

Carlos Losilla

E scribió Gilles Deleuze, y se encargó de recordarlo Manuel Vidal Estévez


desde estas mismas páginas, que Akira Kurosawa es el cineasta de la
lluvia. Duelo silencioso empieza con una escena en la que llueve a raudales, y
luego, en otros momentos culminantes, sigue lloviendo, incluso nieva. Para
Deleuze, ese movimiento vertical siempre coincide con el movimiento horizontal
de los actores, que se mueven de un lado a otro, de derecha a izquierda y de
izquierda a derecha, en busca de una estabilidad que nunca llega. Por eso, dice,
Kurosawa es el cineasta japonés más afecto al scope. En Duelo silencioso, sin
embargo, el desarrollo de la acción es más bien estático. Basada en una obra
teatral de Kazuo Kikuta, la película transcurre prácticamente en dos únicos
escenarios: un hospital de campaña, durante la Segunda Guerra Mundial, para el
prólogo, y otro hospital, en un entorno urbano, para el resto. Los personajes se
organizan en primeros y segundos términos, arriba y abajo, pero encapsulados en
espacios cerrados y agobiantes, de modo que su movimiento es casi siempre
interior, «silencioso», aunque en ocasiones se vean desplazados de un extremo a
otro del plano impelidos por la angustia o el miedo. Fuera, a veces, cae la lluvia.
En Duelo silencioso, un médico contrae la sífilis durante la guerra, cuando se
corta involuntariamente con un bisturí mientras opera a un soldado. Ello le
llevará a romper con su novia, obligado por su estricto código del honor, y a
dedicarse en cuerpo y alma a su trabajo. La trama es mínima, el suspense sufre
crisis constantes y las escenas supuestamente decisivas regresan siempre al
cauce de una narración deslavazada, episódica, puntuada por unos cuantos
planos de la verja del hospital en distintas épocas del año: la primavera, el
verano, el otoño, el invierno… Kurosawa pretende moverse entre el manierismo
hollywoodiense de la posguerra y el neorrealismo italiano, amalgamarlos en una
fusión vertiginosa con la tradición de la cultura japonesa, pero en realidad va
más allá: Duelo silencioso es a la vez una interrogación sobre el lugar del cine
nipón en la nueva situación creada tras la guerra, una reflexión sobre el Japón
contemporáneo y una meditación sobre las posibilidades de supervivencia del
«alma japonesa» en ese contexto.
La película es un viaje de la oscuridad a la luz, del expresionismo tenebrista
a un blanco y negro tan pulido y contrastado como una tablilla zen, Empieza y
termina con sendas intervenciones quirúrgicas. En la primera, en plena guerra, la
iluminación es pobre y los detalles sórdidos, el tiempo parece que no avanza y
las manos de los médicos se hunden en la sangre, en los órganos lacerados, como
chapoteando en el barro. En la segunda, el ritmo es frenético pero seguro, ya no
se intenta otra cosa que seguir adelante, aceptar el destino, Pero hay otra
operación más importante en el curso de la película: la que sufre la esposa del
villano, el tipo que contagió la enfermedad al buen doctor, cuando se ve obligada
a dar a luz antes de tiempo. La cámara de Kurosawa se detiene pudorosa en el
pasillo del hospital y se cierra la puerta del quirófano. La luz que penetra por una
ventana, a través de un fundido encadenado, se convierte en una débil tiniebla:
ha anochecido. Y entonces, sólo entonces, se abre de nuevo la puerta y reaparece
el personal sanitario. El detalle truculento se ha convertido en limpia elipsis.
Pero entonces reaparece el pasado, el marido indolente, en estado de completa
ebriedad, e increpa al médico. Su cuerpo, que se tambalea de un lado a otro de la
pantalla, contrasta con el cuerpo rígido del doctor que, filmado de espaldas, en el
centro del plano, ve oscilar la cabeza de su contrincante a derecha e izquierda.
En el cine de Kurosawa, a partir de finales de los años cuarenta y principios
de los cincuenta, el gusto por el detalle se traduce siempre en la violencia que un
realismo siniestro y exagerado ejerce sobre el desarrollo de la trama. El suyo es
un arte de la dislocación, no del trazo sutil o la mirada oblicua, como pueda serlo
en el caso de Ozu o Mizoguchi.
Su fascinación por el desgarro exterior, por los cuerpos pervertidos o en
descomposición, adopta en Duelo silencioso diversas formas a partir de la
sanguinolenta escena inaugural. Cuerpos doloridos, víctimas de múltiples
agresiones. El doctor debe inyectarse cada día para luchar contra su enfermedad,
y un par de escenas lo muestran con la jeringuilla en la mano, como un yonqui
en trance de proporcionar un poco de paz a su carne tumefacta. En el segundo de
esos momentos, su figura permanece en primer plano, con el brazo extendido
horizontalmente a lo largo de la pantalla, en tensión casi insoportable, mientras
la enfermera asoma por la puerta del fondo, erguida sobre ese mismo brazo. Los
interludios cómicos de la película presentan a un niño operado de apendicitis que
no puede expulsar ventosidades, de manera que cuando lo consigue la sala donde
yace convaleciente se convierte en una fiesta. Las mujeres presentan cuerpos
deformados por el embarazo y el sifilítico bebe un vaso de whisky tras otro,
gangrenando cada vez más un cuerpo ya devorado por la enfermedad. Cuando el
doctor sale de la habitación, se sirve otro trago, pero la mano temblorosa
provoca que el recipiente se desborde y el líquido corra por la mesa. Del mismo
modo, la película está también llena de cosas, como el vaso de whisky, como los
cuerpos saturados de dolor: los planos, las escenas, las secuencias, la estructura
entera parecen caminar hacia una acumulación que afecta a todos sus elementos,
desde los objetos a las líneas arquitectónicas, desde la lluvia que emborrona los
encuadres hasta los actores que se deslizan en su interior. Cuando el doctor y su
enfermera lloran desconsoladamente uno frente a otro, una escena inconcebible
en un melodrama occidental, el espectador ya no encuentra ni siquiera aire puro
que respirar, silencio en el que escrutar.
Con su naturalismo expresionista y su crudeza visual, el prólogo ejerce tal
impacto que su huella indeleble permanece inscrita en la narración durante el
resto de la película. Y su naturaleza metafórica es igualmente poderosa. Dos son
los conceptos en los que se basa y que luego serpentearán por el relato como
culebras venenosas. Por un lado, la contaminación, la infección, la sensación de
suciedad que se infiltra incluso en los rincones aparentemente más asépticos del
hospital: el recuerdo de la cabaña en sombras y privada de la más mínima
higiene, del instrumental bañado en sangre, del corte en el dedo, de la sífilis que
se introduce en la sangre como un vendaval… Por otro, el secreto, aquello que
no se puede ver ni decir, el nacimiento de la ocultación. Es como si una cosa
llevara a la otra, como si el cuerpo mancillado necesitara una expiación, como si
los pecados de Japón sólo pudieran lavarse mediante ese sacrificio extremo que
el doctor asumirá sobre sus hombros. Cuando el padre innoble se empeña en ver
el producto de su aberración, el feto muerto que se esconde en aquel quirófano
donde la cámara no ha podido entrar, con el horror consiguiente estampado en su
rostro, el médico dice: «Ha visto lo que no se podía ver». ¿Vivía Kurosawa la
occidentalización de su estilo como un estigma, como una condena que debía
sobrellevar de por vida, aceptando las consecuencias de su atrevimiento? Pero,
entonces, ¿cuál es el secreto con el que compensó todo eso?
El lector ya habrá comprobado por sí mismo que esta imaginería cristiana no
puede materializarse en el cine de Kurosawa, no puede tener lugar si no es
transformada en otra cosa, igual que la infección hollywoodiense y neorrealista
es incapaz de convertir Duelo silencioso en una película occidental. Hay algo
que retiene al relato, que no le permite alzar el vuelo, que lo mantiene en un
misterio constante, imposible de resolver por la vía de la causa y el efecto. Y hay
algo, también, que transforma el sacrificio en una forma de eumudecimiento del
dolor que va más allá de la redención. De la misma manera que Japón no
necesita una expiación de sus pecados, sino más bien su interiorización, su
envilecimiento en la aceptación, el doctor tiene que convivir con su enfermedad
no a modo de mea culpa, sino en ese obstinado silencio que corroe el alma y
emponzoña la mente, que degrada la materia para elevar el espíritu. Todas las
«confesiones» que se producen a lo largo de la película no proporcionan el más
mínimo equilibrio, no libran del mal. Como mucho, el desahogo es momentáneo,
el secreto y el silencio vuelven a enquistarse y todo empieza otra vez. La luz no
es una liberación. Muy al contrario, es el reposo necesario para volver a
comenzar, para reiniciar el tormento.
Hay dos chicas en Duelo silencioso. Una es la novia de siempre, la
muchacha soñada. Primero aparece en
fotografías, estilizada, con el cuerpo
firme y espigado, vestida con el
tradicional kimono. Luego es sólo un
organismo doliente, el sufrimiento
hecho carne, la chica que se consume
en silencio por culpa del gran secreto
que nunca sabrá. La otra es la
enfermera del doctor, al principio una
buscona, embarazada de un
sinvergüenza, que incluso intenta
abortar y suicidarse; luego una joven
sensible y trabajadora, que ha
aprendido una profesión y mira al
futuro con una cierta confianza. El
Japón anterior a la guerra ya no puede
volver, por lo que el médico no
confesará su secreto a la amada, sino a
la otra, que de paso se ha enamorado de él, pero con la que tampoco puede
iniciar aventura alguna. El Japón moderno, el Japón presto a la
occidentalización, como el propio estilo de Kurosawa, empieza siendo sucio y
maloliente, olvidando las tradiciones y entregándose a una voluptuosidad necia,
informe, degradada, en la que todo cabe. Sin embargo, luego se dirige hacia el
pragmatismo, incluso recupera una cierta sensibilidad. Pero, a diferencia de los
médicos de John Ford, que se sacrifican por los nuevos tiempos aun sabiendo
que no tendrán cabida en ellos, el doctor de Kurosawa se hace uno, se funde con
el Japón de la posguerra, con las secuelas de aquella cabaña sucia donde contrajo
la sífilis, con la nueva clase media que ha aprendido de esos errores, y convierte
su silencio en dolor sin perder el ritmo de la vida que resurge por todas partes.
Incluso se atreve a desear en voz alta el cuerpo de la que fue su prometida, a
soñar envuelto en lágrimas con las caricias que ya nunca conseguirá. Aceptación
y dolor, algarabía y silencio, las películas de Kurosawa mantienen una lucha
interior que nunca se soluciona mediante el alivio de la tensión, sino a través de
su mantenimiento. La vida, el cine, la democracia son una suma de opuestos
cuya supervivencia es imposible por separado.
Escándalo
Antonio Santamarina

C omo resultado de la grave crisis sufrida por la Toho, que se prolonga desde
el final de la Segunda Guerra Mundial hasta el año 1948, Kurosawa
comienza a liberarse cada vez más de la relación patriarcal que lo unía con la
productora y empieza a trabajar también, de manera paulatina, para otros
estudios. De este modo, durante esta primera etapa de su Filmografía, dirige
Duelo silencioso (1949) para la Daiei y El perro rabioso (1949) para la Sintoho
antes de realizar, en 1950, Escándalo para la Sochiku, a partir de un guión
escrito junto a Ryozo Kikushima, con quien acababa de trabajar, precisamente,
en la segunda de las películas citadas.
Concebido como un duro alegato contra la prensa sensacionalista japonesa,
la idea original para la escritura del guión surgió, según el testimonio del
cineasta[1], de la lectura de un anuncio, especialmente violento y calumnioso, de
una de estas revistas del corazón. A partir de aquí Kurosawa, contradiciendo su
declarada falta de interés por dirigir películas sobre temas sociales[2], construye
una ficción que camina, precisamente, por esa línea argumental hasta que muy
pronto, apenas rebasada la primera cuarta parte de su metraje, el film cambia
bruscamente de dirección para, como sucediera ya en la conclusión de Un
domingo maravilloso (1947), centrarse de manera casi exclusiva en la peripecia
individual de uno de los protagonistas del relato.
Filmada con más rutina que entusiasmo, esta apertura de la película describe,
de forma didáctica y sin demasiado vuelo imaginativo, el montaje, primero, que
la revista Amor realiza de la inexistente relación sentimental entre el pintor
Ichiro Aoe (Toshiro Mifune) y la cantante Miyako Saijo (Yoshiko Yamaguchi),
la demanda, después, que el artista piensa interponer para defender su honor y,
por último, los grandes beneficios que la noticia y el anuncio del pleito
inminente proporcionan al semanario y, de paso, a los protagonistas de aquélla.
Carentes de espesor psicológico y moviéndose dentro de los contornos de
una ficción concebida con un claro objetivo moral y ejemplarizante, tanto Ichiro
y Miyako como el resto de los personajes que deambulan por la ficción no
alcanzan nunca la consistencia necesaria como para abandonar su simple
condición de marionetas, de seres dibujados con un solo perfil y encuadrados,
desde un principio, en la categoría de «buenos» o «malos».
Con la aparición en escena, sin embargo, del abogado Hiruta, interpretado
por Takashi Shimura, el protagonista posterior de Vivir (1952), la narración, sin
abandonar nunca del todo el maniqueísmo y la unidireccionalidad de su
argumento, se introduce por nuevos derroteros de la mano de un individuo que
parece extraído, como se ha señalado en numerosas ocasiones, de la narrativa de
Dostoievski. Es decir, del imaginario de uno de los novelistas preferidos de
Kurosawa y de quien éste llevaría a las pantallas al año siguiente El idiota
(1951).
Las luces y sombras que envuelven la personalidad del abogado Hiruta y los
condicionantes familiares —la tuberculosis de su hija— que explican la traición
del letrado a sus clientes (los intachables Ichiro y Miyako) terminan por
desbordar los límites del drama social que empezaba a desarrollarse en la
pantalla y por limar las aristas más duras de éste en beneficio de los contornos
más suaves del melodrama, aunque la película no logre nunca remontar la
excesiva simplicidad de su argumento ni ensamblar dos líneas narrativas tan
antagónicas.
Tiene razón, sin embargo, José Mª Latorre, cuando apunta que «este giro
narrativo lleva consigo un nuevo planteamiento del relato: lo que estaba en
juicio (hasta ese momento) era el poder de convicción popular de la llamada
prensa amarilla, pero todo ello empalidece al lado del conflicto personal del
abogado: en el juicio no interesa tanto la pareja difamada cuanto los puntos de
vista sobre el personaje de Hiruta. Ello empequeñece la dimensión del problema
y abre el camino a un retrato más corrosivo de la sociedad japonesa»[3].

Sea como fuere, la aparición de este singular personaje acabaría por


desbaratar (según Kurosawa desde la propia escritura del guión)[4] la idea
primigenia de realizar un film de denuncia social, determinando que, una vez
más, la película girase alrededor de uno de los temas favoritos del cineasta: el
conflicto interior de un individuo que debe sobreponerse a circunstancias
adversas para alcanzar su redención personal.
A partir de este momento, como si la vitalidad del único personaje dotado de
una cierta consistencia psicológica dentro del film se traspasase a las imágenes,
la cámara comienza a prestar especial atención a la andadura del abogado Hiruta,
hasta el punto de que la planificación abandona su encorsetamiento anterior para
ponerse al servicio del actor, que, anticipando su memorable interpretación del
funcionario Kanji Watanabe en Vivir, consigue algunos brillantes momentos que
elevan el film de su mediocridad.
Al mismo tiempo, resulta difícil no advertir en la caracterización de Ichiro y
de Hiruta las dos caras contrapuestas de un mismo Japón: la primera, más
moderna, osada y engreída, y la segunda, más ancestral, conservadora y
cargando con un pasado tortuoso detrás de ella. Probablemente Kurosawa
simpatizaría más sentimentalmente con la segunda, aunque ello no le impedirla
ver —con más temores de los deseados— las virtudes que adornaban a su
opuesta, símbolo del nuevo Japón, tal y como demuestra Ichiro, tanto en su
vestimenta como en la motocicleta que utiliza para desplazarse o en su
concepción acerca del desnudo en la pintura, que contradice abiertamente la
tradición nipona.
De manera también embrionaria —que cristalizará de forma brillante en su
siguiente película: Rashomon (1950)—, Escándalo habla también, como de
pasada, de otro de los temas preferidos del cineasta: las dificultades para
deslindar la verdad de la mentira o para contemplar la realidad tal cual es y sin
anteojeras. Una preocupación ésta que irrumpe en el relato desde la escena
inaugural, cuando los tres campesinos que contemplan el cuadro que Ichiro está
pintando son incapaces de ver el monte Kumotori con los mismos ojos de éste,
quien lo representa de un insólito color rojizo para ellos.
Eso demuestra, según el campesino más sagaz, el carácter excéntrico del
pintor, quien no es capaz de contemplar la realidad (el paisaje en este caso) más
que desde su propio punto de vista singular, irrepetible y diferenciado del resto
de los mortales. La justeza de esta apreciación tiene una confirmación inmediata
en el relato, ya que, a renglón seguido, el orgulloso Ichiro, incapaz de analizar
los perjuicios derivados de sus actos, no sólo decide entablar demanda para
desvelar la falsedad del montaje de la revista Amor, sino también, tras conocer a
la encantadora hija de Hiruta, enferma de tuberculosis, contratar a su padre como
abogado a pesar de todas las sombras que, como advierte la modelo del pintor, se
ciernen sobre su persona.
Dudas que adquieren casi el carácter de certezas cuando Ichiro visita el
despacho atrabiliario de Hiruta y hojea las revistas que revelan la afición de éste
por apostar en las carreras de caballos. Sin embargo, la visión de una fotografía
de la hija del abogado, pegada en el quicio de la puerta, disipa todas sus
vacilaciones y decide persistir en su error, confiado tan sólo en la potencia de su
ego y en el olfato de su instinto de artista[5].
En cualquier caso, tanto un tema (la redención individual) como el otro (las
dificultades para conocer la verdad) no dejan de ser meros apuntes, simples
esbozos dentro de un film que se decanta, de forma definitiva, por la vía del
melodrama más lacrimógeno, sin llegar a profundizar nunca en las motivaciones
ocultas del comportamiento de Hiruta, más allá de traer a colación el recurso
simplista, y exterior al drama, de la enfermedad de su hija. Y es que, como
afirma Aldo Tassone: «En Escándalo todo es demasiado milagroso, demasiado
edificante para ser convincente. El pintor es excesivamente bueno, la joven
enferma excesivamente angelical y su muerte excesivamente programada»[6].
Entre medias queda, sin embargo, una secuencia emotiva y emocionante,
heredera de los mejores aromas del cine de Frank Capra y de una película como
Juan Nadie (Meet John Doe, 1940). En ella, Ichiro, Hiruta y un grupo de pobres
borrachos y prostitutas, que pasan la noche de Navidad en un miserable local de
las afueras de Tokio, viven una suerte de redención individual cuando, de nuevo
con la imaginación como protagonista (al igual que sucediera en la clausura de
Un domingo maravilloso), deciden situarse en la noche de Año Nuevo y cantan
para recibir a éste mientras lanzan promesas de cambio de vida y la cámara va
individualizando sus rostros uno tras otro.
Toda la secuencia va cargándose, así, de una fuerte emoción, mientras los
personajes comienzan a adquirir una extraña dignidad como grupo hasta alcanzar
un momento de epifanía colectiva, que, en el último plano, la cámara de
Kurosawa parece querer destruir al mostrar a los participantes bajo la tela de
araña que forma la decoración navideña del local.
Una secuencia que, desde otro punto de vista, y tal y como ha apuntado Aldo
Tassone[7], puede verse también como una especie de anticipo de la velada
fúnebre de Vivir o del clima que presidirá después una película como Bajos
fondos (1957), pero que puede interpretarse asimismo, en clave metafórica,
como una llamada del cineasta a la regeneración moral del viejo y alcoholizado
Japón. Una llamada no exenta de lucidez al cerrarse la secuencia con el plano de
todos ellos debajo de la tela de araña.
De este modo si bien es verdad que, como afirma François Ramasse, «la
victoria que cuenta realmente Escándalo no es ni la del bien sobre el mal ni la
del individuo sobre la sociedad, sino (…) la del individuo sobre sí mismo, la del
individuo sobre el caos del mundo»[8], no es menos cierto que, como sugiere esta
secuencia, el humanismo del cineasta intenta unlversalizar ese combate, dando la
oportunidad de luchar por ella a todos los individuos, cualquiera que sea su
condición social y, especialmente, a todos los japoneses, cualquiera que fuese su
pasado, como tendrá ocasión de poner de manifiesto de nuevo y más claramente,
apenas dos años después, cuando describa la andadura del triste funcionario de
Vivir, capaz de redimir su oscura vida laboral anterior en el último momento.
Rashomon

Antonio Santamarina

U na vez concluidos los rodajes de Escándalo (1950) y de Rashomon


(1950), la carrera de Kurosawa transita por uno de sus momentos más
bajos, —cuando tras la decisión de la Toho de no subtitular, aparentemente por
motivos económicos, Mata au hi mude (1950), de Tadashi Imai, para
presentarla en el festival de Cannes— el de Venecia elige, en vez de la película
citada, Rashomon para participar en la competición oficial. Como es sabido, el
film obtiene la Palma de Oro del certamen, consigue, al año siguiente, el Oscar a
la mejor película extranjera y supone el descubrimiento del cine japonés en
occidente y el relanzamiento definitivo de la carrera del cineasta.
La película adapta dos novelas del escritor Ryunosuke Akutagawa
(1892-1927), tituladas En el bosque y Rashomon y publicadas en 1921 y 1915
respectivamente. De la primera, Kurosawa extraería todo el núcleo y la
estructura narrativa del film, cuyo entramado gira alrededor de las figuras del
samurái, la mujer de éste, el bandido, el leñador, el policía…, mientras que de la
segunda, como ha analizado con cierto detalle Aldo Tassone[1], tomaría prestado,
sobre todo, el escenario de la puerta de Rashomon y el motivo temático del robo
del puñal.
A partir de estos materiales, Kurosawa construye un argumento que, como es
de sobra conocido, relata un mismo suceso (la muerte de un samurái) a través de
la narración de los tres protagonistas del mismo (el samurái, la mujer de éste y el
bandido Tajomaru) y un testigo (el leñador) y del comentario de un trío de
personajes formado por el propio leñador, un monje budista y un viajero de
tránsito por el lugar de los hechos, la puerta de Rashomon. Adelantándose, por lo
tanto, a los juegos con el punto de vista y a las sofisticaciones estructurales de
películas como Atraco perfecto (The Killing, 1956), de Stanley Kubrick, o Las
chicas (Les Girls, 1957), de George Cukor, el cineasta pone en marcha una
ficción que, sin embargo y a pesar de algunas interpretaciones, habla menos de
las dificultades para diferenciar la verdad de la mentira, o para conocer la
realidad, que del ser humano y de la incapacidad de éste para destruir la imagen
que ha forjado de sí mismo.
Dicho en palabras de Kurosawa, el guión de Rashomon retrata «el tipo de
ser humano que no puede sobrevivir sin mentirse para creerse que es mejor de
lo que realmente es. También muestra la pecaminosa necesidad de mentira una
vez en la tumba. (…) El egoísmo es un pecado que el ser humano arrastra desde
su nacimiento; es lo más difícil de liberar de nuestra persona»[2]. Y un esbozo
de esta concepción escéptica acerca del individuo coloreaba ya el carácter del
pintor Ichiro (Toshiro Mifune) en su anterior trabajo, Escándalo, si bien el
egoísmo y la excentricidad de éste se situaban allí en la periferia del relato y no
en el centro, como en este caso.
Un cierto pesimismo existencial se extiende, así, por toda la narración como
herencia, tal vez, del nihilismo que envuelve el texto original, procedente de la
pluma de un escritor que se suicidó con tan sólo treinta y cinco años, pero
también, como ha señalado con acierto más que evidente José Enrique
Monterde, de una visión apocalíptica del universo que sólo puede entenderse, en
toda su tragedia, tras las explosiones nucleares de Hiroshima y Nagasaki y en la
cual, conforme parece poner de manifiesto el film, «no encontrar la verdad
significa no comprender ese pasado reciente y no tener unas bases para el
futuro, para la esperanza»[3]. Tema éste, el del holocausto nuclear, que
preocupaba especialmente al cineasta y al que se aproximaría en tres de sus
películas: Crónica de un ser vivo (1955), Sueños de Akira Kurosawa (1990) y
Rapsodia en agosto (1991).
En cualquier caso, el humanismo de Kurosawa —especialmente presente,
durante esos años, en la conclusión de películas como Un domingo maravilloso
(1947) o Escándalo, y en la andadura individual del protagonista de Vivir
(1952) y en la colectiva de Los siete samuráis (1954)— no puede por menos
que rebelarse contra esa suerte de fatum y dejar abierta una puerta en el film, por
pequeña que sea, a la esperanza y al futuro de un Japón que intentaba
recuperarse, económica, social y anímicamente, después de la derrota en la
Segunda Guerra Mundial.
La preocupación, pues, por atenuar el pesimismo del texto original
conduciría al cineasta a añadir un nuevo final a la película distinto al de la
novela de Akutagawa. En esa conclusión, que se adivina impuesta desde fuera a
las exigencias del relato, la adopción del bebé abandonado por parte del leñador
devolverá la confianza perdida en el género humano al monje budista (trasunto,
en alguna forma, del propio Kurosawa en este pasaje del film) y, de manera
metafórica, ofrecerá esta misma posibilidad optimista a los habitantes de Japón.
Una interpretación que, quizás, haya que poner también en cuarentena, puesto
que, como afirma Manuel Vidal Estévez, este final no resulta tampoco tan
optimista, ya que, «al fin y al cabo, la profesión del monje consiste en creer, y
basta un mínimo detalle para que se justifique su obstinación en la creencia.
Kurosawa, no obstante, nos ha expuesto antes su visión del mundo como un
espacio inhóspito, violento, en el que todos los hombres son culpables».[4]
Por encima, sin embargo, de esta coda voluntariosamente optimista, lo que
queda grabado en las retinas de los espectadores de Rashomon son las imágenes
de una suerte de tragedia griega marcada por el fatalismo de un crimen repetido
hasta la saciedad y con un final inalterable, por la presencia de una especie de
coro que, como en el teatro heleno, actúa como comentador de los hechos y,
sobre todo, por las aristas de un relato que se mueve de forma permanente entre
Eros y Tánatos, entre la seductora Masago, la mujer del samurái que interpreta
Machiko Kyo, y el lascivo y brutal Tajomaru (Toshiro Mifune).
Con la metonimia como una de las figuras clave del relato, el erotismo se
hace presente en el film desde el primer flashback del leñador, a través del
simbolismo de objetos como el sombrero y las prendas de Masago que aparecen
esparcidas por el bosque, o del hedonismo y la sensualidad de Tajomaru, una
especie de reencarnación, en versión japonesa, de los sátiros de la mitología
clásica. Y otro tanto sucede, asimismo, con las referencias continuas a la muerte,
convocada a través del nombre del lugar donde se reúnen los tres miembros del
coro («puerta de los Demonios»), del suceso que narran los protagonistas una y
otra vez, de las preguntas reiteradas por las espadas del bandido y del samurái y,
sobre todo, del pequeño enigma que envuelve al puñal de Masago. Un arma esta
última convertida en bella metáfora (tras desprenderse de la mano de la joven
para clavarse en el suelo)[5] de la posesión amorosa de Tajomaru y en imagen
esencial que conjuga en sí misma a Eros y a Tánatos, a la vez que revela, dada su
función narrativa en el relato, la mezquindad del leñador.
Sensualidad y ferocidad presiden, pues, a partes iguales la narración y las
interpretaciones de Machiko Kyo y de Toshiro Mifune y encuentran su
formulación visual (dentro de un film que se mueve con insistencia alrededor de
la metáfora, de la metonimia y del simbolismo) en el plano donde Masago, con
los dedos clavados en el hombro izquierdo de Tajomaru y con los ojos asomando
por encima de éste (la mirada aparece convertida desde el principio de la
narración en el instrumento del deseo y de la muerte), le pide al bandido que
mate a su marido, síntesis plástica de las dos corrientes que impulsan las aguas
subterráneas del drama y un nuevo ejemplo más de la capacidad del cineasta
para encontrar imágenes esenciales que diesen expresión a sus ideas.
Como consecuencia de la imposibilidad, por una parte, de conciliar ambas
pulsiones (es decir, el deseo y la muerte) y, por otra, de hallar un testimonio
imparcial para conocer la verdad del suceso, toda la estructura narrativa del film
se mueve, como ha puesto de relieve Aldo Tassone[6], alrededor de la
inestabilidad que acompaña al número tres y a su figura geométrica asociada: el
triángulo. De forma tal que en la película los protagonistas del suceso serán tres,
tres los comentadores de la acción, tres los flashbacks preliminares (el del
leñador, el del monje y el del policía que detiene a Tajomaru), tres los escenarios
donde transcurre la acción, tres las versiones del crimen narradas por los
protagonistas y tres los días transcurridos desde la muerte del samurái.
De la necesidad de encontrar un punto de equilibrio en ese universo inestable
surge, tal vez, la preocupación de Kurosawa por ofrecer una cuarta versión de los
hechos, que, en este caso, corresponde al relato del leñador y que, sin ser fiable
del todo, resulta posiblemente la narración más ajustada a la verdad, aunque sólo
sea porque el personaje no ha estado implicado de forma directa en el suceso.
Una circunstancia que la puesta en
escena se encarga de sugerir
suprimiendo la música que punteaba
los otros tres relatos —una particular
versión del Bolero, de Ravel, cuya
reiteración y crescendo orquestal
parecen creados ex profeso para la
ocasión— y dejando su espacio a los
sonidos de lo real.
Buena parte, así, del atractivo de la
película nace de la escritura de un
guión que conjuga con habilidad, por
un lado, los caracteres distintos tanto
de los tres protagonistas del relato (el
samurái, Masago y Tajomaru) como de
los tres comentadores de la acción —el
monje (intelectual), el viajero
(pragmático) y el leñador (rústico e
ignorante)—, y, por otro, los tres
escenarios donde se desarrollan los acontecimientos: la puerta de Rashomon o el
espacio de la vida y del enigma, caracterizado dramáticamente por los tonos
grises, la lluvia y la corrosión; la comisaría o el escenario de la narración,
iluminado con la blancura del artificio y la mentira; y el bosque o el espacio del
alma y de los sentidos, caracterizado por el juego de luces y sombras que dan
vida alternativa a la conciencia y al inconsciente.
De la dificultad de conciliar caracteres y escenarios tan dispares y, en
ocasiones, antitéticos surge la imposibilidad de alcanzar ninguna conclusión,
ninguna certeza dentro de un relato donde, además, el hilo narrativo se construye
como un juego de muñecas rusas en el que el leñador narra, en flashback, unos
hechos en cuyo interior Tajomaru ofrece, en un nuevo flashback, su versión de
los acontecimientos en los que él mismo ha participado, y así sucesivamente[7].
Un hilo narrativo en el que conocemos, finalmente, no tanto los hechos relatados
como a los hombres que los narran, no tanto la realidad como —según una
constante en el cine de Kurosawa— la subjetividad desde la que se contempla la
misma. Volviendo, pues, al terreno de la tragedia, el enigma adopta ahora la
forma de la Esfinge, de la colosal puerta de Rashomon o de los Demonios, es
decir, de la vida y de la muerte.
Ésta es, sin duda, la razón de fondo por la que el final de la película (con la
adopción por el leñador del bebé abandonado) resulta un añadido que denota su
condición de postizo, de elemento extraño que atenta contra el sentido de los
sucesos narrados hasta entonces y que, en cierto modo, contradice su desarrollo
para esquivar un nihilismo que a Kurosawa debiera parecerle insoportable en
esos momentos de reconstrucción del país. En todo ello resulta difícil no ver
también —como adelantara ya André Bazin[8]— la presencia de una cierta
retórica que impide respirar con toda libertad al relato y a los personajes,
conjugada, en ocasiones, con un cierto manierismo de la puesta en escena que
camina en la misma dirección anterior y que produce un cierto efecto de
distanciamiento hacia los sucesos narrados, algo empalidecidos frente a la
seducción ejercida por la estructura argumental del film y la belleza de la puesta
en escena.

En el haber de la película hay que anotar, por su parte, la potencia de un


relato que se asienta no sólo sobre los elementos ya citados o sobre la
originalidad de su disposición estructural, sino, especialmente, sobre la físicidad
de unas imágenes que dejan impresas, grabadas a fuego en el celuloide, el
hedonismo de un soplo de brisa, la frialdad de la lluvia y del viento, el sudor del
miedo y de la emoción o la animalidad y la carnalidad del deseo.
Una fisicidad a la que presta cuerpo el juego interpretativo de los actores
(desde Toshiro Mifune basta Machiko Kyo, pasando por Takashi Shimura,
Masayuki Mori o Minora Chiaki), capaces de moverse con eficacia y solvencia
en diferentes y hasta contradictorios registros, y la movilidad de una cámara que,
manierismos al margen, registra en toda su crudeza la violencia de unos hechos
—y de unos combates sentimentales, ideológicos y físicos— que sacan a la luz
los abismos insondables del corazón humano para darles forma plástica,
haciendo de los lugares donde transcurre la acción los escenarios del alma, y del
simbolismo, su clave interpretativa. Casi una década y media después Martin
Ritt realizaría un remake de Rashomon titulado Cuatro confesiones (Outrage,
1964), pero el resultado no podía compararse con el original ni México con el
Japón de posguerra.
¿Vivir?
Sara Torres

Y a antes de dirigir su célebre película Vivir en 1952, Akira Kurosawa había


desarrollado en películas alternas su esquema clásico entre filmes épicos y
filmes sociales, entre la inspiración psicológica de los grandes autores rusos y el
aliento trágico de Shakespeare, entre la recreación de la historia y la búsqueda
del realismo contemporáneo. Como él mismo comentó en una entrevista mucho
más tarde, «creo que en mi filmografía hay dos tendencias, una tendencia
realista, como por ejemplo El perro rabioso (1949) y Vivir, y una tendencia
artística como la que se ve en Los siete samuráis (1954) o Trono de sangre
(1957). No me considero un realista. Me esfuerzo por serlo, pero no lo soy. No
consigo nunca ser realista porque soy un sentimental».
Los autores rusos favoritos de Kurosawa eran, según confesión propia,
Dostoievski y Gorki. Pero en Vivir es patente la influencia de otro gran eslavo,
León Tolstoi, cuya nouvelle La muerte de Iván Illich pesa decisiva e
innegablemente sobre la película, lo que sorprendentemente no ha sido
reconocido por todos sus comentaristas con la debida explicitud. Tanto el relato
de Tolstoi como la película de Kurosawa parten del mismo punto: un burócrata
de grado medio, envidiado por buena parte de sus colegas, descubre que padece
una enfermedad mortal… quiero decir una enfermedad mortal «inmediata», no
la que todos irremediablemente padecemos. Ese diagnóstico fatal les lleva a
ambos a revisar sus vidas y a comprobar gradualmente lo absurdo del embrollo
burocrático en que se ven enredados, lo insatisfactorio de sus relaciones
familiares y —en general— lo insatisfactorio de sus existencias. En los dos
casos es válido el acervo dictamen que Tolstoi formula sobre su personaje: «La
historia de la existencia vivida por Iván Illich era de lo más sencillo y corriente,
y de lo más horripilante».
Pero, uno a los paralelismos evidentes de ambos relatos, el tratamiento que
los personajes reciben por parte del escritor y del cineasta guardan profundas
diferencias. El protagonista de Tolstoi es un petimetre arribista que pretende
disfrutar de placeres reputados como «exquisitos» por los árbitros de la sociedad
trepadora de la que forma parte. Cuando se enfrenta a la irremediable llegada de
la muerte ya se ha divertido lo suyo dentro de los cánones que imponen, como
señala el autor, que «il faut que jeunesse se passe». En cambio, el señor
Watanabe de Kurosawa pertenece a una tradición más reprimida, más
tradicional, y no ha frecuentado juergas ni cabarets, a cuyos supuestos goces se
lanza cuando se ve condenado a muerte, con las desilusionantes consecuencias
que cabe imaginar… En ambos casos, las diversiones supuestamente
«transgresoras» pueden transgredirlo todo salvo la ley misma de la muerte, ante
la que resultan patéticamente impotentes. Y ello pese al personaje risible del
«novelista maldito» que Kurosawa satiriza y que considera la proximidad de la
muerte un excelente acicate para rentabilizar mejor borracheras y excursiones a
burdeles, las cuales siguen resultando tan inanes o más, como siempre lo fueron,
para el neófito Watanabe, que recorre ese mundo ignoto sin saber si se está
despidiendo con grandes aspavientos de lo que no merece la pena…
Otra coincidencia fundamental entre Iván Illich y el señor Watanabe: ambos
se refugian en el trabajo como ultima razón de sus vidas y sobre todo como
excusa para no tener que afrontar realmente sus carencias y amenazas. Iván no
piensa más que en su trabajo, cuantos más problemas tiene en la familia más se
encierra día y noche en su oficina («Pero lo principal era que Iván Illich tenía su
fiscalía. En el mundo de su cargo se había concentrado para él todo el interés
de la vida y ese interés le absorbía…»), no es capaz de ninguna rebeldía salvo en
el caso en que cree comprometido su ascenso, dificultando así en lugar de
facilitarlo su futuro laboral. Por su parte Watanabe lleva casi treinta años sin
faltar jamás a la oficina, nunca consiente en ponerse enfermo a pesar de tener
que tomar pastillas contra sus dolores estomacales cada vez más agudos (lo cual
también le ocurre a su alter ego ruso, incapaz de ir al médico hasta el último
momento a pesar de su aliento descompuesto y sus punzadas) y en ambos casos
el universo estampillado de acciones que no sirven más que para promocionar y
no para «crear» nada es el único horizonte al que tercamente se aferran.
El libro y la película coinciden en otro extremo esencial: lo incomunicable de
la enfermedad, o por lo menos lo inaceptable que ésta resulta para quienes están
próximos al paciente. Tanto Illich como Watanabe están rodeados de parientes
que consideran los efectos de su dolor como una molestia para los demás, no
para quienes lo padecen. Parece que están enfermos por su culpa o que su
enfermedad es una especie de culpa, un gesto antisocial destinado a estropear los
placeres o los intereses de quienes les rodean. Al pobre Watanabe le achacan
estar dispuesto a gastarse el dinero con el que cuentan su hijo y su nuera para
prosperar, le atribuyen amoríos o extravagancias de carácter, todo antes de
reconocer su estado doliente: se le ve como una especie de agresor o un abusón,
no como una víctima. Si esto es cierto de la familia, el caso de los compañeros
de trabajo aún resulta peor, porque casi todos sólo se interesan por su decadencia
pensando en los ascensos y ventajas que puede reportarles. Contemplan su
desgracia como el destronamiento de un tiranuelo y no como la agonía de un ser
humano… Lo peor es que en ambos casos los dos pacientes no son víctimas de
monstruos especialmente crueles, sino que recogen solamente lo que han
sembrado, aunque al final del trayecto quisieran que los demás se portasen con
ellos de una forma que quizá no merecen.
Pero también existen diferencias entre la película y el relato. Sobre todo, la
reacción final de sus protagonistas ante lo irremediable, cuando ya no queda
duda de que llegan a ello. Y es chocante que el autor cristiano y siempre
obsesionado por la religión, Tolstoi, destape el resentimiento feroz de su
personaje moribundo, mientras que el humanista laico y quizá ateo (Kurosawa)
intenta que Watanabe busque una reconciliación final consigo mismo y con los
demás por medio de la acción social. Mientras sufre en su soledad y escucha la
música que en una habitación próxima divierte a sus parientes, Iván Illich rumia
estas consideraciones impías: «Cuando yo deje de existir ¿qué habrá? No habrá
nada. Entonces, ¿dónde estaré cuando ya no exista? ¿Será la muerte? ¡No, no
quiero…! (…) La muerte. Sí, la muerte. Y ninguno de ésos lo sabe, ni quiere
saberlo ni se compadece. Ellos hacen música —a través de la puerta oía una voz
que cantaba a lo lejos y unos ritornelli—. A ellos les da igual; pero ellos
también morirán. ¡Estúpidos! A mí antes, a ellos después… les ocurrirá lo
mismo. ¡Y todavía se divierten…! ¡Cerdos!». En cambio, el señor Watanabe se
abre hacia los demás en lugar de cerrarse hostilmente ante ellos. Ayuda a la
joven compañera de oficina que lleva calcetines agujereados y después encuentra
un vigor casi juvenil para luchar por el parque comunal que debe ocupar el lugar
de una ciénaga insalubre. La proximidad de la muerte hace que no se
desentienda de quienes le rodean, sino, al contrario, que parezca por primera vez
darse cuenta real de sus problemas y de sus demandas. Por fin encuentra un
sentido social a su trabajo de funcionario y hasta llega a desafiar a los mañosos,
que naturalmente ya no pueden asustar con amenazas de muerte a quien la tiene
tan inexorablemente cerca. La muerte para Iván Illich es el colmo desesperado
de la soledad, el fracaso de la sociedad y sus rituales; en cambio, para Watanabe
es el descubrimiento de nuestra vulnerabilidad radical, y por tanto del apoyo
mutuo con el que socialmente intentamos aliviarla.
Últimos paralelismos entre ambas obras: tanto Tolstoi como Kurosawa tienen
fama de autores misóginos. Desde luego, La muerte de Iván Illich no contribuye
a disipar ese reproche en el caso de Tolstoi, mientras que en cambio es más
difícil mantenerlo ante la película de Kurosawa. Ciertamente, la figura de la
nuera y de la criada (dejando a un lado por estereotipados los esbozos de las
prostitutas) no son precisamente halagüeños, pero tanto la joven oficinista —
ingenua en su egoísmo, pero carente de auténtica maldad e incluso más paciente
de lo que podría imaginarse con el viejo «momia» que la pretende— y sobre
todo el grupo de enérgicas y tenaces mujeres que luchan por el parque, las cuales
finalmente rinden homenaje póstumo a Watanabe, son sin duda figuras
femeninas positivas. Por otra parte, tanto Iván como Watanabe buscan refugio
ante la desolación de la muerte en su infancia. Dice Tolstoi: «Iván Illich vivía
exclusivamente con la imaginación puesta en el pasado. Los cuadros de aquel
pasado acudían uno tras otro, partiendo siempre de algo inmediatamente
próximo en el tiempo, para conducir a lo más lejano, a la infancia, y detenerse
allí». En cuanto a Watanabe, aunque no se hace ninguna mención nostálgica
explícita a su niñez —como en el «Rosebud» del Ciudadano Kane (Citizen
Kane, 1941) de Orson Welles—, la escena final en el columpio del parque es
suficiente e inequívocamente evocadora.
Ateniéndonos al plano más estrictamente cinematográfico, sin duda uno de
los muchos logros de Vivir es la espléndida caracterización que del protagonista
realiza el gran actor Takashi Shimura, partícipe igualmente destacado en otras
muchas obras de Kurosawa. Aun habiendo visto alguna representación de teatro
Nô, como es mi caso, no es fácil para un europeo apreciar en toda su extensión la
influencia de este arte delicado en la interpretación de Shimura, pero sí podemos
calibrar su resultado: máxima expresión con el mínimo movimiento. La fuerza
del personaje se concentra en la mirada, apagada pero a la vez llena de vida,
suplicante ante la joven remisa y chispeante de súbita malicia desesperada ante
el gángster que amenaza de muerte al moribundo… Como en otras glandes obras
cinematográficas de muy distinta factura —Gertrud (Gertrud, 1961), de Dreyer,
por ejemplo— el juego de las miradas se convierte en el verdadero motor de la
acción narrativa y de nuevo se confirma que en el séptimo arte saber actuar es
saber «mirar». Por ello, los escasos movimientos del señor Watanabe resultan tan
impresionantes para el espectador, como cuando en la sala de espera del médico
retrocede de un asiento a otro huyendo de la muerte en forma de paciente
agorero que lleva un bastón a guisa de guadaña… O al salir de esa misma
consulta, ya con su sentencia firmada, queda sonámbulo entre el estruendo del
tráfico del que apenas es consciente porque pertenece a un mundo que ya no es
el suyo. El otro recurso admirable del actor es la voz, utilizada de forma
entrecortarla y casi reducida al gemido cuando intenta hacer comprender su
situación terminal a su hijo o a la joven oficinista («¿Por qué no os basta la
simple insinuación de lo evidente, por qué tengo que decir más?») y después
alzada en un conmovedor canto de homenaje a la vida que es desesperado en el
burdel y reconciliado, sereno, en el columpio de sus últimos momentos.
Aunque Kurosawa confesó siempre su justificada admiración por John Ford
—del que es más émulo que simple discípulo en obras maestras de la energía
como Los siete samuráis o Trono de sangre—, en Vivir se muestra más bien
deudor ocasional y paradójico de Frank Capra, del que toma la habilidad para
reducir lo patético de la desigualdad social a unos cuantos rasgos
conmovedoramente impresionistas y un cierto sentido antitrágico de la vida
humana, pese a que Kurosawa acentúa la perspectiva desencantada y pesimista
de gran parte del relato. En el capítulo de las objeciones, siempre relativas
cuando se trata de una pieza de esta categoría, puede mencionarse la larga
duración de Vivir, que en la segunda parte —casi otra película contrapuesta a la
primeramente planteada— incurre en ciertas reiteraciones en la escena del
funeral.
La pregunta final que queda flotando tras la lectura de Tolstoi y la
contemplación del film de Kurosawa podría expresarse brutalmente así: ¿qué es
una vida lograda, una vida que «mantuviese el tipo» ante la muerte inminente?
Iván Illich y el señor Watanabe conocen las insuficiencias de su existencia y
probablemente sueñan con otra vida más plena, más lograda. Pero, ¿conocen
acaso el precio que habrían debido pagar por esa trayectoria diferente? ¿les
habría consolado realmente más ante la pérdida total y definitiva? Incluso Cristo
en la cruz sintió por un momento el abandono definitivo de no haber sido más
que un hombre y por tanto, en cierta medida, un fracaso. Quizá en el instante
final sólo pueda decirse con honradez, sea cual fuere el camino seguido de la
cuna a la tumba, lo que certifica el Teseo de André Gide como colofón de este su
último relato: «He vivido».
Barbarroja

Jesús Angulo

ldo Tassone[1] inserta Barbarroja (1965) en una «especie de trilogía de la


A miseria», de la que asimismo formarían parte Bajos fondos (1957) y
Dodeskaden (1970). Por su parte, para Jacques Lourcelles[2] la película se
entroncaría en una «trilogía humanista», junto con Vivir (1952) y la citada
Dodeskaden. Sea como fuere, de lo que no cabe duda es de que Barbarroja se
inscribe dentro de la fértil, y tantas veces conmovedora, serie de filmes que se
corresponden más directamente con las preocupaciones sociales de Kurosawa.
Una línea en la que, además de las citadas y sin que esto suponga una lista
excluyente, entrarían de lleno títulos como El ángel borracho (1948) y El perro
rabioso (1949), aunque esas preocupaciones sociales se puedan rastrear
fácilmente en la mayor parte de su filmografía.
En todas las películas citadas Kurosawa hace que sus personajes se muevan
en microcosmos en los que la miseria campa a sus anchas, adquiriendo una
entidad dolorosamente física. En El ángel borracho sus personajes se moverán
en el reducido espacio que parece ordenarse en torno a una charca hedionda; en
El perro rabioso, en las calles de una ciudad degradada y hacinada en la que la
cartilla de racionamiento de los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial es
la mejor forma de identificación; en Vivir, en un bullicio de calles, bares y
polvorientas oficinuchas municipales; en Bajos fondos, en un albergue insalubre
cuya galería de machacados por la vida es inabarcable; en Barbarroja, en un
hospital que sobrevive a duras penas en su intento de servir de refugio a los
enfermos más desfavorecidos; en Dodeskaden, en fin, en un barrio de chabolas
en las afueras de una gran ciudad. La insalubridad y el hacinamiento hacen que
un olor entre dulzón y putrefacto traspase los límites de la pantalla.
Frente al tono épico de películas como Los siete samuráis (1954)[3], Trono
de sangre (1957), La fortaleza escondida (1958), Yojimbo (1961),
Kagemusha, la sombra del guerrero (1980) o Ran (1985), en los títulos
citados al principio es evidente un contundente aliento lírico. Una lírica hecha de
devastación y miseria, sí, pero en la que no están ausentes el humor, la ironía, la
ternura y hasta la búsqueda de una cierta estética de la inocencia, que alcanzará
cotas conmovedoras en Dodeskaden, que, por momentos, puede recordar
ejercicios tan diversos en ese sentido como Tiempos modernos (Modern Times;
Charles Chaplin, 1936) o La Terra vista dalla Luna (Pier Paolo Pasolini,
1966).
La acción de Barbarroja se desarrolla a principios del siglo XIX, en el
pequeño pueblo de Edo, en el que se sitúa el hospital que dirige el inflexible
doctor Kyojo Niide, más conocido como Barbarroja. Éste saca adelante en su
hospital una consulta gratuita para los más pobres, a costa de cobrar
considerables sumas a los más acomodados: humor, ironía y crítica social se
entremezclan en la secuencia en que el doctor Barbarroja atiende a un potentado,
cuya única enfermedad consiste en comer sin parar de la mañana a la noche y al
que aligera generosamente sus arcas a cambio de, simplemente, ponerle a
régimen. A ese hospital llegará Yasumoto, auténtico protagonista del film, que ha
estudiado medicina holandesa en Nagasaki y aspira a convertirse en el médico
privado de un shogun[4], por lo que recibe de mala gana la orden paterna de
pasar una temporada en tan poco apetecible lugar.
Poco a poco la terca realidad irá transformando la forma de ver el mundo de
Yasumoto, de forma que en él, y en palabras de Lourcelles[5] referidas a Vivir,
«el paso del tiempo entraña un progreso moral». Un progreso moral que no es
sino consecuencia de la relación primero reticente, más tarde invadida por la
curiosidad y finalmente apasionada de Yasumoto hacia una serie de personajes
que constituyen una espléndida galería de seres supuestamente episódicos, pero
que guardan, en cada uno de los casos, historias que, por sí solas, serían capaces
de erigirse en la trama central de otras tantas narraciones.
El primero de los encuentros iniciáticos de Yasumoto es el de la bella joven,
una auténtica mantis como la califican en el hospital (ha matado sucesivamente a
tres amantes en una reacción obsesiva, que proviene del rechazo producido por
las repetidas violaciones que sufrió desde su niñez), que se encuentra aislada en
un pequeño pabellón del hospital, Yasumoto acaba sucumbiendo a sus encantos
y sólo la aparición del propio Barbarroja en el último momento impide que se
convierta en su cuarta víctima.

Tras la violencia como rechazo de la injusticia, el joven médico se enfrenta


directamente a la muerte. Se trata de la de un anciano que soporta en silencio los
dolores de la agonía. Su historia la conoceremos cuando su hija aparezca en el
hospital para honrar la memoria de su padre. Muchos años antes, siendo niña, la
joven fue arrastrada de la casa paterna por su madre, enamorada de un hombre
mucho más joven que ella. Con el tiempo, la madre no encuentra otra forma de
retener a su amante que casándolo con su propia hija, que a su vez engendra dos
hijos de él. Cuando años después la hija, ya libre, encuentra a su padre, es
incapaz de compartir su vida con él: «¿Cómo podía irme con él y llevarme a los
hijos del hombre que le había quitado a su esposa y su hija?». Ése es el secreto
que ha impedido al anciano permitirse el alivio de gemir un dolor físico, que ha
quedado ahogado por la vergüenza y un mucho más profundo dolor moral.
De nuevo la muerte, otra vez la agonía. Esta vez un hombre que ha dedicado
toda su existencia en el hospital a trabajar para aliviar el sufrimiento de los que
le rodean. Antes de expirar, reúne a compañeros y médicos para contar su propia
historia, que ha rumiado durante años con no menos desgarro. Enamorado de
una joven, consigue casarse con ella. Todo parece estar tocado por la felicidad,
hasta que su mujer desaparece tras un violento terremoto. Años después, la
reencuentra con un hijo en los brazos. Le dejó porque, en realidad, ya estaba
casada con el hombre al que debía gratitud por lo mucho que había ayudado a su
pobre familia. Tras el reencuentro, la joven es incapaz de volverle a abandonar,
por lo que se suicida en sus brazos con una navaja.
Estos encuentros han ido minando la resistencia de Yasumoto. Su altanería se
ha volatilizado. Barbarroja sabe que es el momento de la prueba definitiva. Con
el fin de la primera parte de la película (110 minutos de los 180 de su metraje),
comienza una especie de carrera de relevos en ese terreno. Un terreno, el del
aprendizaje, que estará presente en gran parte del cine de Kurosawa, desde su
primera película La leyenda del gran judo (1943) y que, además de en el
protagonista de ésta, se reflejará, entre otros, en el joven gángster de El ángel
borracho, el policía principiante de El perro rabioso, el aprendiz de samurái de
Los siete samuráis, la princesa Yukihime de La fortaleza escondida, los
alumnos del protagonista de Sanjuro (1962) o el militar ruso de Dersu Uzala
(1975).
Yasumoto es encargado por el doctor Barbarroja del cuidado de Otoyo, una
niña de apenas doce años, que ha sido rescatada del burdel, en el que estaba a
punto de ser iniciada, por el director del hospital, que no duda en utilizar la
violencia para liberarla. Otoyo se refugia en el silencio de un mundo que para
ella no ha supuesto más que una sucesión de agresiones. Poco a poco, Yasumoto
pasa de alumno a maestro y va ganando la confianza de la niña. En esa carrera
de relevos de la que hablábamos, Otoyo se convierte en la referencia de un
chaval de ocho años, que se ve obligado a robar para poder llevar algo de comida
a su mísera familia. La desesperación de esa familia es tal que deciden llevar a
cabo un suicidio colectivo con matarratas. Aunque mueren dos de sus hermanos,
el pequeño Chobo y sus padres son llevados al hospital aún con vida.
Posiblemente la secuencia en la que el lirismo de Kurosawa alcanza una mayor
altura en toda la película es aquélla en que las trabajadoras del hospital, a las que
se une enseguida Otoyo, gritan el nombre del niño hacia el fondo de un pozo, en
la creencia de que su llamada ejercerá de sortilegio para arrancarle de la muerte.
Aunque Kurosawa se niegue a caer en un pesimismo sin agarraderas,
tampoco evita dejar claro su profundo escepticismo. La raíz social de la miseria
queda meridianamente clara: «Si no hubiese pobreza la mitad de estas personas
no estaría enferma», afirma el doctor Barbarroja. Es el mismo discurso de El
perro rabioso, explicitado por la joven bailarina, cuando afirma: «Sólo pueden
tenerlos los ricos. Los pobres tenemos que robar para comprarlos», refiriéndose
al lujoso vestido que le ha regalado Yusa gracias al «botín» obtenido a raíz de
uno de sus asesinatos. En consecuencia, Murakami, el policía protagonista de
esta película, que considera finalmente a Yusa «una víctima», será
meridianamente claro: «En este mundo no hay maldad, sólo malos ambientes».
La indolencia de la clase política también queda en evidencia: «¿Acaso la
política ha hecho algo por los pobres alguna vez?», dice Barbarroja cuando
recibe la noticia de que le han recortado las subvenciones públicas, ya de por sí
insignificantes. Por no hablar de la agónica lucha del protagonista de Vivir (sin
duda, la obra maestra de Kurosawa) contra la ciega burocracia municipal.
Un tema pocas veces abordado en el análisis de la obra del director japonés
es el de las relaciones amorosas. A menudo tachado de misógino, el propio
Kurosawa se rebeló siempre contra esa acusación, afirmando que si las mujeres
tienen en su cine una importancia tan sólo relativa, es porque sus historias
brotaban en su cabeza siempre enmarcadas en un mundo masculino, lo que no
llevaba consigo ningún tipo de tratamiento peyorativo del universo femenino. De
hecho, en Barbarroja las figuras femeninas son invariablemente víctimas de un
mundo que las agrede una y otra vez. Es el caso de la «mantis» que reacciona
devolviendo la violencia de la que ha sido objeto desde su infancia; de la hija del
anciano moribundo, obligada a casarse con su padrastro; de la joven enamorada
que, obligada a casarse por presiones familiares, prefiere la muerte a volver a
abandonar a su amante; de Otoyo, la niña refugiada en la desconfianza, tras no
recibir otra cosa que malos tratos. Sin las mismas consecuencias dramáticas, el
propio Yasumoto ha sido enviado al hospital del doctor Barbarroja a raíz de un
desengaño amoroso, al ser rechazado por su prometida.
Como en otras muchas ocasiones[6], Kurosawa utiliza el flashback de manera
magistral. A través de ellos da entrada a las historias paralelas que han de jalonar
el camino iniciático de Yasumoto. La narración se bifurca, se enriquece y
adquiere una intensa complejidad formal, ampliando a su vez el escenario visual
—casi único, salvo en el caso de estas historias intrusas— del hospital, lo que
constituye uno de los mayores aciertos del film.

Se ha señalado reiteradamente la interpretación del gran Toshiro Mifune, en


el papel de Barbarroja, como el gran lastre de la película. El propio Kurosawa lo
señaló, hasta el punto de que jamás volvió a contar con él en el resto de su
carrera. Efectivamente, Mifune se rebeló contra el director y construyó un
personaje frío y duro, incapaz de las mínimas debilidades. Enamorado de una
concepción equivocada del personaje, el actor lo dotó de un cierto carácter
heroico que le situaba por encima del resto de los personajes, por encima del
bien y del mal, en una historia que si algo exigía, era humanidad en cada uno de
ellos. Todo lo contrario de lo que, años antes, había hecho Kurosawa con el
doctor Sanada de El ángel borracho. Para evitar el maniqueísmo en el que
podía caer su historia en el enfrentamiento entre Sanada (interpretado de manera
genial por Takashi Shimura, otro de sus actores-fetiche e insuperable
protagonista de Vivir) y el gángster Matsunaga (Mifune, saltando al estrellato a
partir de esta interpretación), convierte a aquél en alcohólico y, por lo tanto,
débil a su vez. Mifune no permitió el menor resquicio para «su» Barbarroja, al
que, seguramente, Kurosawa hubiese dado una complejidad fordiana, que
hubiera convertido una gran película en algo parecido a una obra maestra.
Kagemusha, la sombra del guerrero

José Aparicio

T ras el gran éxito, Oscar incluido, de Dersu Uzala (1975), tuvieron que
transcurrir cinco años antes de que Kurosawa pudiera realizar un nuevo
film. Contó para ello, dada la ambición del proyecto y el gran presupuesto
necesario para llevarlo a cabo, con el apoyo financiero de George Lucas y
Francis Ford Coppola, tan admiradores de la obra del maestro japonés, quienes
actuaron como productores ejecutivos de la versión internacional de la película.
Para realizar su nuevo proyecto y tras casi veinte años sin rodar un film
histórico, Kurosawa se traslada nuevamente al turbulento siglo XVI japonés, tan
querido y admirado por el director, en el que transcurre la acción de
Kagemusha, la sombra del guerrero.
Inspirada en un oscuro episodio histórico sucedido en 1575, una época en la
que Japón vivía asolado por los enfrentamientos y las guerras entre los diferentes
señores feudales que luchaban por conseguir un mayor poder y hegemonía en el
país, Kagemusha, la sombra del guerrero narra sucesos que explican el
esplendor y caída de uno de estos generales y su clan.
Shingen Takeda es el jefe de uno de los tres poderosos clanes que luchan por
la conquista de Kioto. Dominar la capital supondría el dominio sobre el país
entero. Mientras, un vulgar ladrón, condenado a muerte por sus delitos, es
salvado de la ejecución gracias a su enorme parecido con el general Takeda. Es
Nobukado, el hermano del propio Shingen Takeda quien piensa que esa
semejanza física podrá ser de gran utilidad en el futuro y quien decide
perdonarle la vida. En efecto, la prodigiosa similitud pronto va a prestar buenos
servicios a los intereses del clan.
Durante el asedio a Kioto, Shingen es gravemente herido pero, antes de
morir, da instrucciones a sus generales para que mantengan en secreto su muerte
por un periodo de tres años. Ese engaño, que sus enemigos no conozcan la
desaparición del gran guerrero, permitirá la victoria de sus ejércitos.
Para poder mantener la mentira, será el ladrón salvado de la muerte quien
asumirá el papel del fallecido general. Será su doble, su kagemusha, «la sombra
del guerrero».
La usurpación se lleva a cabo con éxito. Los espías enemigos son engañados.
Como también lo son los miembros de la corte y hasta el pequeño nieto del
general muerto. Los generales del clan se muestran satisfechos con la situación,
que permite mantener atemorizados a los clanes rivales. La farsa muestra su total
eficacia cuando el clan Takeda es atacado por las tropas rivales y Kagemusha
desempeña a la perfección el rol de general jefe. El clan Takeda obtiene la
victoria en el combate.
Kagemusha, «la sombra del guerrero», que en un principio asumió su papel a
regañadientes, va «encarnándose» cada vez más en la figura del auténtico
Shingen Takeda, la sombra y el original se van fundiendo según se suceden las
situaciones, los meses y los años. Tan sólo Katsuyori Takeda, el hijo del
fallecido Shingen, celoso por no sentirse reconocido en sus méritos militares,
mostrará su desagrado con la simulación orquestada.
La ficción finalizará bruscamente cuando Kagemusha intenta en vano montar
el caballo de Shingen Takeda, Es derribado, cae al suelo y, al ser atendido por los
sirvientes que miran si está herido, todos pueden ver que no tiene en su cuerpo
las cicatrices ni las señales que el verdadero Takeda tenía. La representación ha
terminado.
Kagemusha es expulsado violentamente del castillo y vuelve a su miserable
vida anterior. Ahora, cuando ya todos conocen la desaparición del viejo Shingen
Takeda, su hijo Katsuyori, sediento de poder y reconocimiento, quiere hacer
valer sus méritos como guerrero y, desobedeciendo las consignas de sus
generales que le aconsejan no moverse, responde a un nuevo ataque de los
ejércitos de los clanes enemigos. La batalla supone la derrota total del clan
Takeda y el exterminio de su ejército.
Kagemusha (que, escondido entre la maleza, ha presenciado horrorizado el
desastre) reacciona como si de un auténtico general Takeda se tratara. En un
impulso suicida, armado con una lanza recogida en el campo de batalla, atraviesa
el mar de cadáveres de «sus soldados» y se dirige hacia las filas del ejército
vencedor. Es mortalmente herido, pero todavía tiene vida para entrar en el lago
donde flota, roto y denotado, el estandarte de Shingen Takeda. Intenta cogerlo,
pero es arrastrado por las olas y muere. Su cuerpo queda flotando junto a la
enseña del ejército Takeda.
Concebida como un gran fresco histórico, Kagemusha, la sombra del
guerrero es una obra de dimensiones colosales. Y no sólo por su metraje (179
minutos en su versión íntegra; en occidente se exhibió la versión reducida de 159
minutos), inaudito en una obra de una intensidad como la que nos ocupa. Es una
obra colosal también por su ambición y, por supuesto, por sus logros.
Es Kagemusha, la sombra del guerrero una película que reúne las
características de las mejores obras épicas de la historia del cine, pero puestas
aquí al servicio de una seria y rigurosa meditación sobre el papel del doble y la
representación, sobre el sentido del poder, de la violencia y de la ambición
política, y que es además un acercamiento a una época crucial de la historia de
Japón.
Como film épico, Kagemusha, la sombra del guerrero es una obra
extraordinaria, llena de hallazgos narrativos, puestos al servicio de una estética
deslumbrante como pocas veces nos ha dado el cine, antes y después.
Cómo no sentirnos fascinados ante los bellísimos planos en tonos
crepusculares, otoñales, de los jinetes desplazándose lentamente, en un desfile
ceremonial, con el acompañamiento de una música, tal vez demasiado
descriptiva y occidental, pero tremendamente eficaz; o ante las extraordinarias
secuencias de las batallas, donde no es necesario que «veamos» para que
«sepamos» todo el horror de la guerra, gracias a un uso magistral de los sonidos
en off, las voces, los ruidos, los relinchos y bufidos de los caballos, así como las
caras horrorizadas de los generales y los soldados que tanto nos dicen sobre lo
que está ocurriendo en el combate.
Cómo no emocionarnos ante secuencias tan bellas como el entierro de
Shingen Takeda en el lago o cómo no admirar la maestría con que nos muestra la
llegada del mensajero que viene a comunicar a los Takeda la rendición del clan
enemigo, rodada con nervio y ritmo propios de un musical.
El impacto formal de esta película, su capacidad expresiva y la poderosa
fuerza de sus imágenes se hacen especialmente evidentes en los impresionantes
minutos finales. Un alucinado Kagemusha atraviesa el campo de batalla, tras la
derrota del clan Takeda. Ante él, un mar de cadáveres, soldados heridos, caballos
agonizantes, banderas y armas rotas, sangre, muerte y destrucción en una
dantesca visión de horror y pesadilla.
Pero el principal mérito de Kagemusha, la sombra del guerrero, lo que
hace de ella una obra de capital importancia es su profunda reflexión sobre el
papel del doble, de la máscara, de la asunción de un determinado rol y del poder
de la «representación» y, en suma, del teatro. Kagemusha es «la sombra del
guerrero» pero está a punto de «convertirse» en el guerrero. Sólo se deshace el
engaño cuando es evidente que Shingen ha muerto. Si no existe el guerrero, no
puede existir su sombra. Es entonces cuando acaba la impostura, cuando vuelve
a ser el mísero ladrón de sus comienzos.
Junto a estas reflexiones y directamente ligadas a ellas, el film plantea una
meditación acerca del poder. El poder, la ambición de poder y la necesidad que
tienen los que lo detentan de mantenerlo a cualquier precio. Aunque ese precio
sea la mentira, la falsificación y la simulación. También habla de la crueldad de
los poderosos y de los estragos provocados por los que quieren obtenerlo, el
mayor de los cuales es la guerra. En Kagemusha, la sombra del guerrero, es la
ambición del hijo Katsuyori por detentar el poder lo que provoca la terrible
matanza. Algo tan absurdo provoca tanto sufrimiento y tanto horror.
La película, estilizada en extremo, a veces fría y desnuda hasta casi la
abstracción (véase el prólogo inicial, con un larguísimo plano general donde se
plantea el conflicto principal de la obra), consigue, de manera muy eficaz y con
gran economía de medios, reflejar atinadamente las complejas personalidades de
los personajes principales. Muy pocos momentos son necesarios para que
conozcamos las características psicológicas del gran patriarca Shingen Takeda,
su nobleza, su ironía, su actitud ante la muerte. También conoceremos a su
hermano Nobukaru, a su hijo Katsuyori, ambicioso y cruel, a los jefes de los
clanes rivales y su dignidad cuando reconocen y alaban las virtudes de Shingen
Takeda.
Kagemusha, la sombra del guerrero supone el reencuentro de Kurosawa,
después de casi dos décadas, con la historia de su país, A pesar de ser
considerado un autor «poco japonés» y muy influido por la cultura occidental,
Kurosawa creía necesario conocer bien la historia de Japón. En esta película
volvió su mirada a un periodo especialmente apreciado por él, el siglo XVI, una
época complicada, intensa y convulsa donde se produjeron algunas de las
conmociones que configuraron el Japón moderno.
Este interés por la historia de su país y el que la acción de la película
transcurra en un periodo «histórico», hace posible la inclusión de elementos de
la cultura tradicional japonesa que no aparecían en las obras del director
inmediatamente anteriores. Aquí hay una presencia de teatro Nô y homenajes
evidentes a la pintura de su país. Aunque, como en tantas otras ocasiones en las
producciones de Kurosawa, están presentes las influencias del arte occidental:
Las escenas de las batallas nos remiten inevitablemente a la obra de Paolo
Uccello y el uso de la música tiene un tono eminentemente occidental.
La película, que obtuvo un gran éxito y reconocimiento internacional, ganó
la Palma de Oro en el Festival de Cannes de 1980.
Bibliografía seleccionada

Dodeskaden

Dolores Devesa
Alicia Potes
Libros de Akira Kurosawa

KUROSAWA, Akira: Something Like an Autobiography, traducido por Andie


E. Bock. Nueva York: Alfred A. Knopf, 1982. Edición francesa: Comme
une autobiographie. Traducido por Michel Chion. París: Seuil - Cahiers
du Cinéma, 1985. Edición española: Autobiografía (o algo parecido).
Traducción de Raquel Moya. Madrid: Fundamentos, 1998. (Arte, serie
Cinc. 107).
Libros sobre Akira Kurosawa

Akira Kurosawa. Artículos de Herbert Achternbusch, Wolfgang Jacobsen. Klaus


Kreimeier. Karsten Visarius. München, Vierta: Carl Hansen Verlag, 1988.
(Reihe Film, 41).
Akira Kurosawa: Convegno di studi Akira Kurosawa, le radici e i ponti. A cargo
de Gian Piero Brunetta. Fiesole: ETR, 1988.
Akira Kurosawa. Textos compilados y presentados por Michel Estève. París:
Lettres modernes, 1990, (Études Cinématographiques, 165-169). Primera
edición: 1964. (Études Cinématographiques, 30-31).
Akira Kurosawa. Textos de Frederico Lourenço, José Navarro de Andrade, Luis
Miguel Oliveira, Manuel Cintra Ferreira. Lisboa: Cinemateca Portuguesa -
Museu do Cinema, 2001. (As Folhas da Cinemateca).
Perspectives on Akira Kurosawa. Edición de James Goodwin. Nueva York: G.
K. Hall: Toronto: Maxwell Macmillan Canada; Nueva York: Maxwell
Macmillan International, 1994.
DESSER, David: The Samurai Films of Akira Kurosawa. Ann Arbor, Michigan:
UMI Research Press, 1981.
ERENS, Patricia: Akira Kurosawa. A Guide to References and Resources. Boston:
G. K. Hall, 1979.
EZRATTY, Sacha: Kurosawa. París: Éditions Universitaires, 1964. (Classiques du
Cinéma, 15).
GOODWIN, James: Kurosawa and Intertextual Cinema. Baltimore: John Hopkins
University, 1994.
GALBRAITH, Stuart: The Emperor and the Wolf: the Lives and Films of Akira
Kurosawa and Toshiro Mifune. Nueva York: Faber and Faber, 2002.
Kurosawa: Perceptions on Life: An Anthology of Essays. Edición de Kevin K.
W. Chang. Honolulu, Hawai: Edward Enterprises printing, 1991.
MESNIL, Michel: Kurosawa. París: Seghers, 1973. (Cinéma d’aujourd’hui, 77).
NIOGRET, Hubert: Kurosawa. París: Editions Payot, Rivages, 1995.
PRINCE, Stephen: The Warrior’s Camera: The Cinema of Akira Kurosawa.
Edición corregida y aumentada. Ed. Princeton, N. J.: Princeton University,
1999. (Primera edición: Princeton University, 1991).
RICHIE, Donald: The Films of Akira Kurosawa. Textos adicionales de Joan
Mellen. (3.ª edición, aumentada y actualizada). Berkeley: University of
California, 1996. (Ediciones anteriores: Berkeley: University of
California, 1965 y 1970; Edición corregida y aumentada, con textos
adicionales de Joan Mellen. Berkeley: University of California, 1984).
TASSONE, Aldo: Akira Kurosawa. Florencia: II Castoro: 1994. (II castoro cinema,
90). Edición francesa: París: Edilig, 1983. (Cinégraphiques).
TUCKER, Richard N.: Kurosawa and Ichikawa: Feudalist and Individualist Japan
Film Image. Londres: Studio Vista, 1972.
VIDAL ESTÉVEZ, Manuel: Akira Kurosawa. Madrid: Cátedra, 1992. (Signo e
Imagen, Cineastas, 12).
YOSHIMOTO, Mitsuhiro: Kurosawa: Film Studies and Japanese Cinema. Durham,
NC; Duke University, 2000.
Guiones y monografías sobre sus películas

ALVARAY, Luisela: Rashomon. En Las versiones fílmicas: los discursos que se


miran. Caracas: Fundación Cinemateca Nacional, 1994.
Dodes’kad-en. Avant-Scène Cinéma, n.º 155, Février 1975.
FERNÁNDEZ CUENCA, Carlos: Akira Kurosawa y Trono de sangre. Madrid:
Filmoteca Nacional de España, 1963.
Focus on Rashomon. Edición de Donald Richie. Englewood Cliffs, N. J.:
Prentice-Hall, 1972.
Ikiru. A film by Akira Kurosawa. Edición e introducción de Donald Richie,
Londres; Lorrimer, 1968. (Modem Film Scripts, II).
Ran. Avant-Scène Cinéma, n.º 403-404, junio-julio 1991.
Le livre de Ran. Texto de Bertrand Raison con la colaboración de Serge
Toubiana. París: Cahiers du cinéma: Seuil: Greenwich Film Production,
1985.
Ran. Traducido por Tadashi Shishido. Boston: Shambhala, 1986.
Rashomon: Akira Kurosawa, director. Donald Richie, editor, New Brunswick:
Rutgers University, 1987, (2.ª edición: Londres: Rutgers, 1990).
Rêves. Avant-Scène Cinéma, n.º 393, Juin 1990.
Les sept samouraïs. Avant Scène Cinéma, n.º 113, Avril 1971.
Seven Samurai. A film by Akira Kurosawa. Traducción inglesa e introducción
de Donald Richie. Londres: Lorrimer, Faber and Faber, 1992.
Seven Samurai and oilier Screenplays: Ikiru. Seven Samurai. Throne of Blood.
Akira Kurosawa. Londres: Faber and Faber, 1992.
Libros generales

Chefs-d’æuvres el panorama du cinema japonais 1898-1961 (Initiation au


cinéma japonais). París: Cinémathèque française, 1963.
Reframing Japanese Cinema: Authorship. Genre. History. Edited by Arthur
Nolletti and David Desser. Bloomington: Indiana University, 1992.
AGEL, Henri: Akira Kurosawa. En Les grans cinéastes. París: Editions
Universitaires, 1960.
ANDERSON, Joseph L.; Richie, Donald: The Japanese Film: Art and industry.
Prólogo de Akira Kurosawa. Edición ampliada. Princeton, N. J.: Princeton
University, 1982.
BAZIN, André: El cine de la crueldad. Bilbao; Mensajero, 1977. (Traducción de
Le Cinéma de la cruauté. París: Flammarion, 1975).
BOCK, Audie: Japanese Film Directors. San Francisco; Kodansha international,
1985.
BURCH, Noël: To the Distant Observer: Form and Meaning in the Japanese
Cinema. Edición y revisión de Annette Michelson. Berkeley: University of
California, 1979.
BURCH, Noël: Akira Kurosawa. En Cinema. A Critical Dictionary. Edición de
Richard Roud. Nueva York: Viking Press, 1980.
BURCH, Noël; Approaching Japanese Film. En Cinema and Language. Edición
de Stephen Heath y Patricia Mellencamp. Los Angeles: University
Publications of America, 1983.
COLINA, José de la; Miradas al cine (artículos de crítica). México: Secretaría de
Educación Pública, 1972.
COWIE, Peter: Akira Kurosawa. En 50 Major Film Directors. South Brunswick,
N. Y.: A. S. Barnes; Londres: Tantivy Press, 1975.
DAVIES, Anthony: Filming Shakespeare’s Plays: the Adaptations of Laurence
Olivier, Orson Welles. Peter Brook and Akira Kurosawa. Cambridge:
Cambridge University, 1988.
FERNÁNDEZ CUENCA, Carlos: Imágenes del cine japonés. San Sebastián; Festival
Internacional de Cine, 1961.
GIUGLARIS, Shinohu y Marcel: El cine japonés. Madrid: Rialp, 1957.
(Traducción de Le Cinéma japonais. París: Éditions du Cerf, 1956).
MCDONALD, Keiko I.: Cinema East: A Critical Study of Major Japanese Films.
Rutherford, N. J.: Fairleigh Dickinson University, 1983.
MELLEN, Joan: Voices from the Japanese Cinema. Nueva York: Liveright, 1975.
MELLEN, Joan: The Waves at Genji’s Door: Japan Through its Cinema. Nueva
York: Pantheon Books, 1976.
READER, Keith: Akira Kurosawa. En Cultures on Celluloid. Londres, Melbourne,
Nueva York: Quartet Books, 1981.
RICHIE, Donald: Dostoievski with a Japanese Camera. En The Emergence of
Film Art. Edición de Lewis Jacobs. Nueva York: Hopkinson & Blake,
1969.
RICHIE, Donald: Japanese Cinema: Film Style and National Character. Garden
City, N. Y.: Doubleday, 1971.
RICHIE, Donald: Japanese Cinema: an Introduction. Hong Kong; Oxford
University Press, 1990.
RIUS SALETA, Felipe: Zinema Japoniarra, Kurosawa, Ozu, Mizoguchi eta beste.
Irún: Alberdania, 1999.
SATO, Tadao: The Meaning of Life in Kurosawa’s Films. En Currents in Japanese
Cinema. Traducción de Gregory Barrett. Tokyo: Kodansha International,
1982.
SATO, Tadao: Le cinéma japonais. París: Éditions du Centre Georges Pompidou,
1997.
SILVER, Alain: Akira Kurosawa. En The Samurai Film. Cranbury, N. J.: A.
S. Barnes, 1977.
STEVESON, Arne: Screen Series Japan. Nueva York: A. S. Barnes, 1971.
TESSIER, Max: images du cinema japonais. París: Henri Veyrier, 1981.
Artículos

«Akira Kurosawa: reflexiones cinematográficas». Cine Cubano, n.º 105, 1983.


«Le cinéma japonais». Cinéma, n.º 6, junio-julio 1955.
«Cinéma japonais». Positif, n.º 313, Mars 1987.
«Dossier Akira Kurosawa», Positif, n.º 296, octubre 1985.
«Dossier Vogue par Kurosawa». Vogue, n.º 692, diciembre 1988-enero 1989.
«The Japanese Cinema», Film Journal, n.º 11, octubre 1958.
«Regards sur le cinéma japonais». Revue internationale du cinéma, n.º 14, 1960.
ALLEN, W,: «Kurosawa’s Kagemusha», Stills, vol. 1, n.º 2, Spring 1981.
AMENGUAL, Barthélemy: «Quand Kurosawa cultivait le “cinéma impur”».
Positif, n.º 461-462, julio-agosto 1999.
ANDERSON, Joseph L.: «Japanese Swordfighters and American Gunfighters»,
Cinema Journal, 12, n.º 2, 1973.
ANDERSON, Joseph L.; Hoekzen, Loren: «The Spaces Between: American
Criticism of Japanese Film». Wide Angle, 1, n.º 4, 1977.
AUDUREAU, Christophe: «Histoires de l’oeil». Positif n.º 461-462, julio-agosto
1999.
BERNSTEIN, Matthew: «Kurosawa’s Narration and the Noh Theater». Post Script,
20, n.º 1, otoño 2000.
BILLARD, Pierre: «Un maître du cinéma japonais». Cinéma, n.º 6, junio-julio
1955.
BOCK, Audie: «Kurosawa», Take One, 7, n.º 4, marzo 1979.
BOYD, David: «Rashomon: From Akutagawa to Kurosawa». Literature/Fílm
Quarterly, 15, n.º 3, 1987.
BURUMA, Ian: «Japan’s Emperor of Film». Nueva York Times Magazine, octubre
1989.
CARR, Barbara; «Goethe and Kurosawa: Faust and the Totality of Human
Experience. West and East». Literalure/Film Quarterly, 24, n.º 3, 1996.
CASAS, Quim: «Ran. Un gran fresco histórico» Dirigido por…, n.º 130,
noviembre 1985.
CIMENT, Michel: «Approches du cinéma japonais». Positif, n.º 73, febrero 1966.
CIMENT, Michel; Niogret, Hubert: «Akira Kurosawa». Positif, n.º 461-462, julio-
agosto 1999.
COHN, J.: «Warriors and Women in Sanjuro and Nichinichi heian».
Literature/Fthn Quarterly, 26, n.º 2, abril 1998.
DANEY, Serge: «Un ours en plus (Dersu Uzala)». Cahiers du cinéma, n.º 274,
marzo 1977.
DESSER, David: «Kurosawa’s Eastern “Western”». Film Criticism, 8, n.º 1, otoño
1983.
ESTÈVE, Michel: «Cinéma étranger: Akira Kurosawa». Cinématographe, n.º 11,
enero-febrero 1975.
GAFFARY. FAROUK: «Les deux visages D’Akîra Kurosawa». Positif, n.º 22, marzo
1957.
GRILLI, Peter; «Kurosawa Directs a Cinematic Lear». New York Times, diciembre
1985.
GRILLI, Peter: «The Old Man and the Scene: Notes oil the Making of Ran», Film
Comment, 21, n.º 5, 1985.
HEREDERO, Carlos F.: «Los sueños de Akira Kurosawa. La elocuencia del
testamento». Dirigido por…, n.º 180, Mayo 1990.
HOGUE, Peter: «The Kurosawa Story». Film Comment, 35, n.º 1, enero-febrero
1999.
JEAN, Marcel: «Akira Kurosawa un humaniste dans les ténèbres». Séquences,
n.º 124, abril 1986.
KANE, Julie: «From the Baroque to Wabi: Translating Animat Imagery from
Shakespeare’s King Lear to Kurosawa’s Ran». Llterature/Film Quarterly,
25, n.º 2, abril 1997.
KEMP, Philip: «Before the Rain». Sight and Sound, 12, n.º 2, febrero 2002.
KINDER, Marsha: «Throne of Blood: A Morality Dance». Llterature/Film
Quarterly, 5, n.º 4, otoño 1977.
KOTT, Jan: «Ran», Positif, n.º 461-462, julio-agosto 1999.
LANNES-LACROUTZ: «Le sabre et le camélia». Positif, n.º 313, marzo 1987.
LEMARIÉ, Yannick: «L’œil, le trou et la boue». Positif, n.º 461-462, julio-agosto
1999.
LEUTRAT, Jean-Louis: “Le festin de l’araignée”. Positif, n.º 461-462, julio-agosto
1999.
LEYDA, Jay: “The Films of Kurosawa”. Sight and Sound, 24, n.º 2, octubre-
diciembre 1954.
MACDONALD, Kevin: “The Films of Akira Kurosawa”. Post Script, 20, n.º 1,
otoño 2000.
MANHEIM, M.: “The Function of Battle Imagery in Kurosawa’s Histories and the
Henry V. Films”. Literalure/Film Quarterly, 22, n.º 2, abril 1994.
MARKER, Chris: “A. K. Narration”. Positif, n.º 296, Octobre 1985.
MARTIN, Marcel: “Sept ans de cinéma japonais”. Image et son/La Revue du
Cinéma, n.º 118, 1957.
MARTIN, Marcel: “Kurosawa ou les passions déchaînés”. Cinéma, n.º 17, Avril
1957.
MASSON, Alain: “Akira Kurosawa”. Positif, n.º 419, Janvier 1996.
MAXFIELD, James: “The Moral Ambiquity of Kurosawa’s Early Thrillers”. Film
Criticism, 18, n.º 1, otoño 1993.
MAXFIELD, James: “The Earth Is Burning: Kurosawa’s Record of a Living
Being”. Literalure/Film Quarterly, 26, n.º 2, abril 1998.
MCDONALD, L: “Swordsmanship and Gamesmanship: Historical Kurosawa’s
Milieu in Yojimbo. Literalure/Film Quarterly”, 8, n.º 3, 1980.
MELLEN, Joan: «The Epic Cinema of Kurosawa». Take One, 3, n.º 4, 1972.
MITCHELL, Greg: «Kurosawa in Winter». American Film, 7, n.º 6, abril 1982.
MIYAGAWA, Kazuo: «My Life as a Cameraman: Yesterday-Today-Tomorrow».
Traducción de Linda Ehrlich y Akiko Shibagaki. Post Script, 11, n.º 1,
1991.
MONTERDE, José Enrique: «La memoria del pueblo japonés: Akira Kurosawa».
Dirigido por…, n.º 118, octubre 1984.
MULLIN, M.: «Macbeth on Film». Literalure/Film Quarterly, 1, n.º 4, otoño
1973.
NAVARRO, Antonio José; FERNÁNDEZ VALENTI, Tomás: «Akira Kurosawa.
Apuntes sobre el cine de su excelencia el Emperador», Dirigido por…,
n.º 272, octubre 1998 y n.º 273, noviembre 1998.
NAVE, Bernard: «Kurosawa redécouvert». Jeune Cinéma, n.º 132, febrero 1981.
NIOGRET, Hubert: «Tutto Kurosawa». Positif, n.º 249, diciembre 1981.
NIOGRET, Hubert; TESSIER, Max; BOURGUIGNON, Thomas: «Mémoires du Japon».
Positif, n.º 369, noviembre 1991.
OBAYASHI, Nobuhiko: «Kurosawa and Cinematic Traditions». Post Script, 20,
n.º 1, otoño 2000.
OLLA, Gianni: «Kurosawa». Cinefórum, 21, n.º 209, 1981.
PEZZOTLA, Alberto: «Trionfo della morte, trionfo del cinema». Filmcritica, 37,
n.º 363, 1986.
PINTO, Alfonso: «Akira Kurosawa». Films in Review, 18, n.º 4, abril 1967.
POIRSON, Marion: «Shakespeare japonisé: les adaptations théâtrales d’Akira
Kurosawa». Cahiers de la Cinémathèque, n.º 72-73, noviembre 2001.
PRINCE, Stephen: «Zen and Selfhood: Patterns of Eastern thought in Kurosawa’s
Films». Post Script, 7, n.º 2, Invierno 1988.
PRINCE, Stephen: «Memory and Nostalgia in Kurosawa’s Dream World». Post
Script, 11, n.º 1, otoño 1991.
PRINCE, Stephen: «In Memory of Akira Kurosawa». Post Script, 20, n.º 1, otoño
2000.
RAISON, Bertrand: «Kurosawa dans le miroir japonais». Cahiers du cinéma,
n.º 375, septiembre 1985.
RAMASSE, François: «Kurosawa en Russie». Positif, n.º 252, marzo 1982.
RAY, Satyajit: «Tokyo, Kyoto et Kurosawa». Positif, n.º 225, diciembre 1979.
RICHIE, Donald: «Viewing Japanese Film: Some Considerations». Easl-West
Journal, 1, n.º 1, 1986.
RICHIE, Donald: «The Men Who Trend on the Tiger’s Tail: Kurosawa and the
Theater». Post Script, 20, n.º 1, otoño 2000.
ROLLET, Sylvie: «Kurosawa et Dostoievski. Un dialogue souterrain». Positif,
n.º 461-462, julio-agosto 1999.
ROSS, Lillian: «Profiles: Kurosawa Frames». New Yorker, diciembre 1981.
RUSSO, Eduardo A.: «Kurosawa». El amante Cine, 7, n.º 80, noviembre 1998.
SCORSESE, Martin; UMEMOTO, Yoichi; TESSON, Charles: «Hommage à Akira
Kurosawa». Cahiers du cinéma, n.º 528, octubre 1998.
SELTZER, Alex: «Seeing Through the Eyes of the Audience». Film Comment, 29,
n.º 3, mayo-junio 1993.
SERPER, Zvika: «Blood Visibility/lnvisibitity in Kurosawa’s Ran».
Literature/Film Quarterly, 28, n.º 2, 2000.
SERPER, Zvika: «Kurosawa’s Dreams: A Cinematic Reflection of a Traditional
Japanese Context». Cinema Journal, n.º 4, verano 2001.
SETON, Marie: «Akira Kurosawa: des classiques russes et anglais pour faire
réfléchir les japonais». Radio-cinéma-télévision, n.º 417, 1955.
SIMONE, R. T.: «The Mythos of “the Sickness unto Death”: Kurosawa’s Ikiru
and Tolstoy’s The Death of Ivan Ilych. Literature/Film Quarterly», 3,
n.º 1, invierno 1975.
TASSONE, Aldo: «La fascination des grandes ambitions des grands héros, des
grands brigands». Cinéma, n.º 262, octubre 1980.
TAYAMA, Rikiya; «Kurosawa et la critique japonaise». Image et son/La Revue du
Cinéma, n.º 243, noviembre 1970.
TESSIER, Max: «Du “Dostoievskisme” au “Rousseauisme”». Ecran, n.º 48, junio
1976.
TESSIER, Max: «Un film rêve: les rêves filmés de Kurosawa» Revue du Cinéma,
n.º 447, marzo 1989.
TESSIER, Max: «Du Nô à Shugoro Yamamoto. Kurosawa et la littérature
japonaise». Positif, n.º 461-462, julio-agosto 1999.
TESSON, Charles: «Dessins et gouaches de Kurosawa: une fortresse cachée».
Cahiers du cinéma, n.º 317, noviembre 1980.
TESSON, Charles; Obayashi, Nobuhiko: «Les génies d’un rêveur». Cahiers du
cinéma, n.º 431-432, mayo 1990.
TOBIN, Yan: «Influences et libertés dans trois extraordinaires polars». Positif,
n.º 461-462, julio-agosto 1999.
VALOT, Jacques: «Six fois Kurosawa: quelques constantes». Image et Son,
n.º 344, noviembre 1979.
VIDAL ESTÉVEZ, Manuel: «William Akira Shakespeare Kurosawa». Nosferatu,
n.º 8, febrero 1992.
VIDAL ESTÉVEZ, Manuel: «Mirando a Kurosawa». Nosferatu, n.º 11, enero 1993.
YAMADA, Koichi: «Destin de samourai». Cahiers du cinéma, n.º 182, septembre
1966.
YI, Hyangsoon: «Kurosawa and Gogol: Looking through the Lens of
Metonymy». Literalure/Film Quarterly, 27, n.º 3, 1999.
ZAMBRANO, Ana Laura: «Throne of Blood: Kurosawa’s Macbeth»,
Literalure/Film Quarterly, 2, n.º 3, verano 1974.
Entrevistas

«An interview with Kurosawa». Cinema (Los Angeles), 1, n.º 5, agosto-


septiembre 1964.
«Interview with Akira Kurosawa». Filmmakers Newsletter, 8, n.º 12, octubre
1975.
«Kurosawa: declaraciones». Contracampo, n.º 21, abril-mayo 1981. (Traducción
de: Cahiers du cinéma, octubre 1966 e Image et Son, n.º 354, octubre
1980).
«Kurosawa y García Márquez, conversación». Cine Cubano, n.º 133, 1991.
ALION, Yves; OSHINTA, Y.: «Toshiro Mifune. Le dernier samourai». Revue du
Cinéma, n.º 457, febrero 1990.
CADOU, Catherine; TASSONE, Aldo: «Akira Kurosawa. Los ocho sueños de un
samurái». Dirigido por…, n.º 181, junio 1990.
COHEN, Bernard; HORIUCHI, Jacqueline: «Shukan myojo». Positif, n.º 225,
diciembre 1979.
DECAUX, Emmanuel; VILLIEN, Bruno: «Entretien avec Akira Kurosawa»
Cinématographe, n.º 88, abril 1983.
ELLEY, Derek: «Kurosawa at the NFT». Films and Filming, n.º 380, mayo 1986.
GOLPARIAN, S.: «L’Empereur et moi. Abbas Kiarostami rencontre Akira
Kurosawa». Cahiers du cinéma, n.º 479-480, mayo 1994.
HIRANO, Kyoko: «Making Films for All the People». Cineaste, 14, n.º 4, 1986.
KUROSAWA, Akira; «Dits». Positif, n.º 132, noviembre 1971.
KUROSAWA, Akira: «Kurosawa on Kurosawa». American Film, 7, n.º 6, abril
1982.
KUROSAWA, Akira; «Les 100 films choisis». Positif, n.º 461-462, julio-agosto
1999.
KUROSAWA, Akira: «A propos de la critique cinématographique». Positif, n.º 461-
462, julio-agosto 1999.
KUROSAWA, Akira: «Les fleurs de cerisiers d’octobre». Positif, n.º 461-462, julio-
agosto 1999.
MAILLET, Dominique: «Akira Kurosawa». Cinématographe, n.º 22, diciembre
1976.
MAYBERRY, Ruth: «Donald Richie: He’s the Pure Artist». American Film, 7,
n.º 6, abril 1982.
MESNIL, Michel: «Visite à l’empereur du Japon». Cinéma, 103, febrero 1966.
NIOGRET, Hubert: «Le combat des couleurs: sur Ran». Positif, n.º 296, octubre
1985.
NIOGRET, Hubert: «Entretien avec Toshiro Mifune». Positif, n.º 352, junio 1990.
NIOGRET, Hubert; TESSIER, Max; BURUMA, Ian: «Kazuo Miyagawa, le soleil en
face. Kazuo Miyagawa, la lumière de la lune vague». Positif, n.º 471,
mayo 2000.
RAMASSE, François; Tassone, Aldo: «Apocalypse nô ou la fin d’un humanisme».
Positif, n.º 235, octubre 1980.
RICHIE, Donald: «A Personal Record». Film Quarterly, 14, n.º 1, I960.
RICHIE, Donald: «Kurosawa on Kurosawa». Sight and Sound, primavera-verano
y otoño-invierno 1964.
RAYNS, Tony: «Tokyo Stories: Kurosawa», Sight and Sound, 50, n.º 3, verano
1981.
SABOURAUD, Frédéric; Jousse, Thierry: «Le souvenir en plan(s), Entretien avec
Akira Kurosawa». Cahiers du cinéma, 445, junio 1991.
SADOUL, Georges: «Entretien avec Akira Kurosawa». Cinéma. N.º 92, enero
1965.
SHIRAI, Yoshio; HAYAO, Shibata; KOICHI, Yamada: «L’Empereur», en Cahiers du
cinéma, n.º 182, septiembre 1966.
TASSONE, Aldo: «Ran. El infierno según Kurosawa. Entrevista». Traducción de
José María Latorre. Dirigido por…, n.º 131, diciembre 1985.
TESSIER, Max: «Cinq japonais en quête de films: Akira Kurosawa», Écran, n.º 3,
marzo 1972.
TESSIER, Max: «Sur Ran de Kurosawa». Revue du Cinéma, n.º 408, septiembre
1985.
YAKIR, Dan: «The Warrior Returns». Film Comment 16, n.º 6, noviembre-
diciembre 1980.
Filmografía

Kagemusha, la sombra del guerrero

Dolores Devesa
Alicia potes
La leyenda del gran judo (Sugata Sanshiro) (Japón, 1943)
Dirección: Akira Kurosawa, Producción: Toho (Tokio). Productor: Keiji
Matsuzaki. Guión: Akira Kurosawa. Basado en la novela de Tsuneo Tomita.
Fotografía: Akira Mimura. Iluminación: Shogo Onuma. Música: Seichi
Suzuki. Montaje: Toshio Goto, Akira Kurosawa. Dirección artística: Masao
Totsuka. Sonido: Tomohisa Higuchi. Intérpretes: Susumu Fujita (Silgata
Sanshiro), Denjiro Okochi (Shogoro Yano, el maestro de judo), Takashi
Shimura (Hansuke Murai, viejo maestro de jiu-jitsu), Yukiko Todoroki (Sayo,
su hija), Yoshio Kosugi (Suburo Momma, maestro de jiu-jitsu), Ranko Hanai
(Osumi, su hija), Ryunosuke Tsukigata (Gennosuke Higaki, joven maestro de
jiu-jitsu), Akitake Kono (Yoshima Dan), Soshi Kiyokawa (Yujiro Toda), Kunio
Mita (Kohei Tsuzaki), Akira Nakamura (Toranosuki Niiseki), Sugisaku
Aoyama (Tsunelami Untura), Kokuten Kodo (el monje), Ichiro Sugai
(Mishima, jefe de la policía), Michisaburo Segawa (Hatta), Eisaburo Sakauchi
(Nemoto), Hajime Hikari (Torakichi). Duración aproximada: 79 min.
Primera versión: 99 min. Otras versiones: Sugata Sanshiro (Shigeo
Tanaka, 1955); Sugata Sanshiro (Seiichiro Uchikawa, 1965).
La más bella (Ichiban Utsukushiku) (Japón, 1944)
Dirección y Guión: Akira Kurosawa. Producción: Toho (Tokio). Productor:
Molohiko Ito. Fotografía: Joji Ohara. Iluminación: Masayoshi Onuma.
Música: Seichi Suzuki. Extractos de Semper Fidelis, de John Philip Sousa,
Montaje: Akira Kurosawa. Dirección artística: Teruaki Abe. Sonido:
Ryoachi Sugawara. Intérpretes: Takashi Shimura (director de la fábrica),
Ichiro Sugai (su ayudante), Yoko Yaguchi (Tsuru Watanabe), Takako Irie
(Tokuko Mizushima), Sayuri Tanima (Yuriko Tanimura), Sachiko Ozaki
(Sachiko Yamazaki), Shizuko Nishioka (Fusae Nishioka), Asako Suzuki
(Asako Suzumara), Haruko Toyama (Masako Koyama) y Tokiko Hiromichi
(Tokiko Hirota) (obreras), Akitake Kono (maestro de música), Koyuri Tanima,
Toshiko Hattori. Duración aproximada: 85 min.
La nueva leyenda del gran judo o Sugata Sanshiro, segunda
parte (Zoku Sugata Sanshiro) (Japón, 1945)
Dirección: Akira Kurosawa. Producción: Toho (Tokio). Productor:
Motohiku Ito. Guión: Akira Kurosawa. Basado en la novela de Tsuneo
Tomita, Fotografía: Hiroshi Suzuki. Iluminación: Choshiro Ishii. Música:
Seichi Suzuki. Montaje: Akira Kurosawa. Dirección artística: Kazuo Kubo.
Sonido: Soichi Kameyama. Intérpretes: Susumu Fujita (Sugata Sanshiro),
Denjiro Okochi (Shogoro Yano), Ryunosuke Tsukigata (Gennosuke y Tesshin
Higaki), Yukiko Todoroki (Sayo), Soshi Kiyokawa (Yujiro Toda), Akitake
Kono (Genzaburo Higuki), Masayuki Mori (Yoshima Dan), Seiji Miyaguchi
(Kohei Tsuzaki), Ko Ishida (Daizo Samouji). Duración aproximada: 83 min.
Los hombres que caminan sobre la cola del tigre (Torano-o fumo
otokotachi) (Japón, 1945)
Dirección: Akira Kurosawa, Producción: Toho (Tokio), Productor:
Motohiko Ito Guión: Akira Kurosawa. Basado en la obra de teatro kabuki
Kanjincho. Fotografía: Takeo Ito. Iluminación: Iwaharu Hiraoka. Música:
Tadashi Hattori. Montaje: Akira Kurosawa. Dirección artística: Kazuo
Kubo. Sonido: Keiji Hasebe, Intérpretes: Denjiro Okochi (Benkei), Susumu
Fujita (Togashi), Masayuki Mori (Kamei), Takashi Shimura (Kataoka),
Akitake Kono (Ise), Yoshio Kosugi (Suruga), Dekao Yoko (Hitachibo),
Hanshiro Iwai (príncipe Yoshitsune), Kenichi Enomoto (mozo). Duración
aproximada: 58 min.
Los que construyen el porvenir (Asu o tsukuru hitobito) (Japón,
1946)
Dirección: Kajiro Yamamoto, Hideo Sekigawa, Akira Kurosawa.
Producción: Toho (Tokio). Productores: Ryo Taker, Sojiro Motoki, Keiji
Matsuzaki, Tomoyuki Tanaka. Guión: Yusaku Yamagata, Kajiro Yamamoto.
Fotografía: Takeo Ito, Mitsui Miura, Taiichi Kankura. Intérpretes: Kenji
Susukida (padre), Chieko Takehisa (madre), Chieko Nakakita (hermana
mayor), Mitsue Tachibana (hermana menor), Masayuki Mori (chófer), Sumie
Tsubaki (mujer del chófer), Ichiro Chiba (técnico de iluminación), Hyo
Kitazawa (el director), Itoko Kono (la actriz), Takashi Shimura (el
administrador del teatro). Masao Shimizu (jefe de equipo), Yuriko Hamada
(bailarina), Sayuri Tanima (bailarina). Duración aproximada: 81 min.
No añoro mi juventud (Waga seishun ni kuinashi) (Japón, 1946)
Dirección: Akira Kurosawa. Producción: Toho (Tokio). Productor: Keiji
Matsuzaki. Guión: Eijiro Hisaita, Akira Kurosawa. Fotografía: Asakazu
Nakai. Iluminación: Choshiro Ishii. Música: Tadashi Hattori. Montaje: Akira
Kurosawa, Toshio Goto. Dirección artística: Keiji Kitagawa. Sonido: Isamu
Suzuki. Intérpretes: Denjiro Okochi (profesor Yagihara), Eiko Miyoshi (su
mujer), Setsuko Hara (Yukie Yagihara, la hija), Susumu Fujita (Takayoshi
Noge), Kokuten Kodo (padre de Noge), Haruko Sugimura (la madre), Akitake
Kono (Itokawa), Takashi Shimura (comisario de policía), Taizo Fukami
(ministro de Educación), Masao Shimizu (profesor Hakozaki), Haruo Tanaka,
Ichiro Chiba, Isamu Yonekura, Noboru Takagi y Hiroshi Sano (estudiantes).
Duración aproximada: 110 min.
Un domingo maravilloso (Subarashiki nichiyobi) (Japón, 1947)
Dirección: Akira Kurosawa, Producción: Toho (Tokio). Productor: Sojiro
Motoki. Guión: Keinosuke Uekusa, Akira Kurosawa. Fotografía: Asakazu
Nakai. Iluminación: Kyoichiro Kishida. Música: Tadashi Hattori, Adaptación
de extractos de la Sinfonía inacabada, de Franz Schubert. Montaje: Akira
Kurosawa. Dirección artística: Kazuo Kubo. Sonido: Shigeloshi Yasue.
Intérpretes: Isao Numazaki (Yuzo), Chieko Nakakita (Masako), Ichiro Sugai
(Yamiya, el hombre del mercado negro), Midori Ariyama (Sono, su amante),
Masao Shimizu (propietario del bar), Sachio Sakai (hombre), Toshi Mori
(viejo), Tokuji Kobayashi (el hombre con la cara desfigurada), Aguri Hidaka
(bailarina), Koreyoshi Nakamura (vendedor de zapatos), Atsushi Watanabe
(gamberro), Ichiro Namiki (fotógrafo), Toppa Utsumi (fotógrafo). Duración
aproximada: 108 min.
El ángel borracho (Yoidore tenshi) (Japón, 1948)
Dirección: Akira Kurosawa. Producción: Toho (Tokio). Productor: Sojiro
Motoki Guión: Keinosuke Uekusa, Akira Kurosawa. Fotografía: Takeo Ito.
Iluminación: Kinzo Yoshizawa. Música: Fumio Hayasaka. Tema: El vals del
cuco. Montaje: Akira Kurosawa. Dirección artística: Takashi Matsuyama,
Sonido: Wataru Konuma. Intérpretes: Takashi Shimura (doctor Sanada),
Toshiro Mifune (Matsunaga, el gángster), Michiyo Kogure (amante de
Matsunaga), Reizaburo Yamamoto (Okada, jefe de los gangsters), Chieko
Nakakita (Miyo, enfermera), Noriko Sengoku (Gin, chica del bar), Shizuko
Kasaoki (cantante), Eitaro Shindo (doctor Takahama), Yoshiko Kuga (la
chica), Choko Iida (sirvienta de Sanada), Taiji Tonoyama (tendero), Masao
Shimizu (gángster), Katao Kawasaki (vendedor de flores), Sachio Sakai
(gamberro). Sumire Shiroki (matrona). Duración aproximada: 98 min.
Versión original: 150 min.
Duelo silencioso (Shsizukanaru ketto) (Japón, 1949)
Dirección: Akira Kurosawa Producción: Daiei (Kioto). Productores: Hisao
Ichikawa, Sojiro Motoki. Guión: Senkichi Taniguchi, Akira Kurosawa.
Basado en una obra de Kazuo Kikuta. Fotografía: Shoichi Aisaka.
Iluminación: Tsuneyoshi Shibata. Música: Akira Ifukube. Montaje: Akira
Kurosawa, Masanori Tsuji. Dirección artística: Koichi Imai, Kiyoshi Araki.
Sonido: Mitsuo Hasegawa. Intérpretes: Toshiro Mifune (doctor Kyoji
Fujisaki), Takashi Shimura (Kyonosuke Fujisaki, su padre), Miki Sanjo
(Misao Matsumoto, novia de Kyoji), Kenjiro Uemura (Susumu Nakada, el
enfermo), Chieko Nakakita (Takiko, su mujer), Noriko Sengoku (Rui
Minegishi, la enfermera), Jyunnosuke Miyazaki (Horiguchi), Isamu
Yamaguchi (Nozaka), Shigeru Matsumoto (chico con apendicitis), Hiroko
Machida (Imai, enfermera), Kan Takami (trabajador), Kisao Tobita (chico
enfermo), Shigeyuki Míyajima, Tadashi Date (padre del chico con
apendicitis), Etsuko Sudo, Seiji izumi (policía), Masateru Sasaki (soldado)
Yosuke Kudo (chico), Yakuko Ikegami (una mujer), Wayako Matsumura
(enfermera alumna), Hatsuko Wakahara (Mii-chan). Duración aproximada:
95 min.
El perro rabioso (Nora inu) (Japón, 1949)
Dirección: Akira Kurosawa. Producción: Shin-Toho (Tokio), Productor:
Sojiro Motoki. Guión: Ryuzo Kikushima, Akira Kurosawa. Fotografía:
Asakazu Nakai. Iluminación: Choshiro Ishii. Música: Fumio Hayasaka.
Montaje: Akira Kurosawa. Dirección Artística: Takashi Matsuyama. Sonido:
Fumio Yanoguchi. Intérpretes: Toshiro Mifune (detective Murakami),
Takashi Shimura (Sato, el viejo comisario), Ko Kimura (Yoru, el criminal),
Keiko Awaji (Harumi Namiki), Reisaburo Yamamoto (Horda, el sospechoso),
Noriko Sengoku (una chica), Gen Shimizu (Nakashima, jefe de policía),
Yasushi Nagata (inspector Abe), Reikichi Kawamura (Ichikawa, detective),
Hajimi Izu (ayudante del laboratorio), Sakutaro Yamakawa (detective), Isao
Kimura (Yuso, el ladrón). Fumiko Homma (hermana de Yusa), Kazuko
Motohashi (mujer de Sato), Teruko Kishi (Ogin, ladrona), Eijiro Tono (viejo
obrero), Haruku Toyama (Kintaro, geisha), Isao Ubukata (criado), Eiko
Miyoshi (madre de Harumi), Yunosuke Ito, Choko Iida, Minoru Chiaki, Kan
Yanagiya (policía), Ichiro Sugai. Duración aproximada: 122 min. Estreno:
Madrid: 29 de abril de 1985: Infantas.
Escándalo (Shubun) (Japón, 1950)
Dirección: Akira Kurosawa. Producción: Sochiku, Ofuna. Productores:
Takashi Koide, Sojiro Motoki. Guión: Ryuzo Kikushima, Akira Kurosawa.
Fotografía: Toshio Ubukata. Iluminación: Masao Kato. Música: Fumio
Hayasaka. Montaje: Akira Kurosawa. Dirección artística: Tatsuo Hamada.
Sonido: Saburo Omura. Intérpretes: Toshiro Mifune (el pintor Ichiro Aoe),
Yoshiko Yomaguchi (la cantante Miyako Saiga), Takashi Shimura (el
ahogado Hiruta), Tanie Kitabayashi (Yasi, mujer del abogado), Yoko
Katsuragi (Masako, su hija), Noriko Sengoku (Sumie, modelo de Aoe), Eitaro
Ozawa (Hori, director de la revista), Shinichi Himori (Asai, su ayudante),
Masao Shimizu (el juez), Bokuzen Hidari (el borracho), Taiji Tonoyamn
(amigo de Aoe), Fumiko Okamura (madre de Miyako), Junji Masuda
(reportero), Koiji Mitsui (fotógrafo), Yoichi Osugi (fotógrafo), Kokuten
Kodo. Kichijiro Ueda y Shuzuke Agata (granjeros). Duración aproximada:
104 min.
Rashomon o El bosque ensangrentado (Rashomon) (Japón, 1950)
Dirección: Akira Kurosawa. Producción: Daiei (Kioto). Productores: Jingo
Minoru (en títulos posteriores: Masaichi Nagata), Sojiro Motoki. Guión:
Shinobu Hashimoto, Akira Kurosawa. Basado en las novelas Rashomon y
Yaba no nata, de Ryunosuke Akutagawa. Fotografía: Kazuo Miyagawa.
Iluminación: Kenichi Okamoto. Música: Fumio Hayasaka. Montaje: Akira
Kurosawa, Shigeo Nishida. Dirección artística: Takashi Matsuyama, Uichiro
Yamamoto. Sonido: Iwao Otani. Intérpretes: Toshiro Mifune (Tajomaru, el
bandido), Masayuki Mori (Takehiro, el samurái), Machiko Kyo (Matago, su
mujer), Takashi Shimura (el leñador), Minoru Chiaki (el sacerdote), Kichijiro
Ueda (el aldeano), Daisuke Kato (el policía), Fumiko Homma (medium).
Duración aproximada: 88 min. Estreno: Madrid: 12 de febrero de 1954:
Capitol. Reestreno: Madrid; 26 de abril de 1985: Infantas. Premios: Festival
Internacional de Cine de Venecia 1951: León de Oro y Premio de la Crítica;
Oscar de la Academia de Hollywood a la mejor película extranjera 1951. Otra
versión: Cuatro confesiones (Outrage), de Martin Ritt, 1964.
El idiota (Hakuchi) (Japón, 1951)
Dirección: Akira Kurosawa. Producción: Sochiku, Ofuna. Productores:
Takashi Koide, Sojiro Motoki. Guión: Akira Kurosawa, Eijiro Hisaita. Basado
en la novela homónima de Fédor M. Dostoievski. Fotografía: Toshio
Ubukata. Iluminación: Akio Tamura. Música: Fumio Hayasaka. Tema; Peer
Gynt, de Edvard Grieg, Montaje: Yoshi Sugihara, Akira Kurosawa, Dirección
artística: Takashi Matsuyama, Shohei Sekine. Sonido: Yoshisaburo Seno.
Intérpretes: Masayuki Mori (Kinji Kameda/el principe Mishkin, el idiota),
Toshiro Mifune (Denkichi Akama/Rogojine), Setsuko Hara (Taeko
Nasu/Nastasia), Takashi Shimura (Ono), Chieko Higashiyama (Satoko, su
mujer), Chiyoko Fumitami (Noriko, su hija), Yoshiko Kuga (Ayako, su
segunda hija), Minoru Chiaki (Matsuo Kayama, secretario), Kokuten Kodo
(Jumpei Kayama), Eiko Miyoshi (madre de Matsuo), Noriko Sengoku
(Takako), Daisuke Inoue (Kaoru), Eijiro Yanagi (Tohata), Bokuzen Hidari
(Karube), Mitsuyo Akashi (madre de Akama). Duración aproximada: 166
min. Primera versión: 256 min.
Vivir (Ikiru) (Japón, 1952)
Dirección; Akira Kurosawa. Producción: Toho (Tokio). Productor: Sojiro
Motoki. Guión: Akira Kurosawa, Shinobu Hashimoto, Hideo Oguni.
Fotografía: Asakazu Nakai. Iluminación: Shigeru Mori. Música: Fumio
Hayasaka. Montaje: Koichi Iwashita, Akira Kurosawa. Dirección artística:
Takashi Matsuyama. Sonido: Fumio Yanoguchi. Intérpretes: Takashi
Shimura (Kanji Watanabe, jefe de la Sección de Ciudadanos del
Ayuntamiento), Nobuo Kaneko (Mitsuo Watanabe, su hijo), Kyoko Seki
(Kazue Watanabe, esposa de Mitsuo), Makoto Kobori (Kiichi Watanabe,
hermano de Kanji), Kumeko Urabe (Tatsu, esposa de Kiichi) Yoshie Minami
(Hayashi), Miki Odagiri (Toyo, chica de la oficina de Watanabe), Kamatari
Fujiwara (Ono, subjefe de oficina), Minosuke Yamada (Saito, un empleado),
Haruo Tanaka (Sakai, empleado), Bokuzen Hidari (Ohara, empleado),
Shinichi Himori (Kimura, empleado), Nobuo Nakamura (el alcalde), Minoru
Chiaki (Noguchi, empleado), Masao Shimizu (el médico), Isao Kimura (su
ayudante), Atsushi Watanabe (un enfermo), Yunosuke Ito (el escritor),
Yatsuko Tanami (señora en el bar), Seiji Miyaguchi (jefe de gangsters),
Daisuke Kato (ayudante del jefe de gangsters), Ichiro Chiba (el policía), Kin
Sugai, Eiko Miyoshi y Fumiko Homma (vecinas), Kazuo Abe (el concejal),
Fuyuki Murakami (periodista), Toranosuke Ogawa, Tomoo Nagai, Hirayoshi
Aono, Akira Tani (viejo), Toshiyuki lchimura. Duración aproximada: 143
min. Estreno: Barcelona: 14 de febrero de 1972; Publi; Madrid: 23 de marzo
de 1972: Bellas Artes. Premios: Festival Internacional de Berlín 1954: Premio
del Jurado. Premio David O’Selznick Golden Laurel 1961.
Los siete samuráis o Los siete valientes (Shichinin no samurái)
(Japón, 1954)
Dirección: Akira Kurosawa. Producción: Toho (Tokio). Productor: Sojiro
Motoki. Guión: Shinobu Hashimoto, Hideo Oguni, Akira Kurosawa.
Fotografía: Asakazu Nakai. Iluminación: Shigeru Mori. Música: Fumio
Hayasaka. Montaje: Akira Kurosawa. Dirección artística: Takashi
Matsuyama. Asesores artísticos: Seison Maeda, Kohei Ezaki. Dirección de
combates: Yoshio Sugino. Dirección de arqueros: Ienori Kaneko, Shigeru
Endo. Sonido: Fumio Yanoguchi. Intérpretes: Takashi Shimura (Kambei, jefe
de los samuráis), Toshiro Mifune (Kikuchiyo, el campesino), Yoshio Inaba
(Gorobei), Seiji Miyaguchi (Kyoto, el maestro de espada), Minoru Chiaki
(Heihachi), Daisuke Kalo (Shichiroji), Ko Kimura (Katsushiro, alumno de
Kambei), Kutamari Fujiwara (Manzo), Kokuten Kodo (Gisaku), Bokuzen
Hidari (Yohei), Yoshio Kosugi (Mosuke), Yoshio Tsuchiya (Rikichi), Keiji
Sakakida (Gosaku), Yuriko Shimazaki (mujer de Rikichi), Keiko Tsushima
(Shino, mujer de Manzo), Jiro Kumagai, Haruko Toyama, Tsuneo Katagiri y
Yasuhisa Tsutsumi (campesinas), Fumiko Homma (una mujer), Toranosuke
Ogawa (viejo), Noriko Sengoku (mujer), Yu Akitsu (el marido). Gen Shimizu
(samurái sin maestro), Jun Tatari (culi), Atsushi Watanabe (el vendedor),
Sojin Kamiyama (el músico), Kichijiro Ueda, Sllimpei Takagi, Akira Tani.
Haruo Nakajima, Takashi Narila, Senkichi Omura, Shuno Takahara,
Masanobu Okuho y Shin Otomo (bandidos). Duración aproximada: original:
207 min. Posteriores reposiciones en Japón: 160 min. En España, según la
primera licencia de exhibición en 1967, se estrenaron copias de 108 min.
Estreno: Barcelona: 20 de abril de 1967: Arcadia; Madrid: 19 de julio de
1967; Imperial. Premios: Mostra de Venecia 1954: León de Plata. Otras
versiones: Los siete magníficos (The Magnificent Seven; John Sturges, 1960);
El regreso de los siete magníficos (Return of the Seven; Burt Kennedy,
1967); Los siete salvajes (The Savage Seven; Richard Rush, 1967); La furia
de los siete magníficos (Guns of the Munificent Seven; Paul Wendkos, 1969);
El desafío de los siete magníficos (The Magnificent Seven Ride; George
McCowan, 1972); Los siete magníficos del espacio (Battle Beyond the Stars;
Jimmy T, Murakami, 1980).
Crónica de un ser vivo (Ikimono no kiroku) (Japón, 1955)
Dirección: Akira Kurosawa. Producción: Toho (Tokio), Productor: Sojiro
Motoki. Guión: Akira Kurosawa, Shinobu Hashimoto, Hideo Oguni.
Fotografía: Asakazu Nakai. Iluminación: Kyuchiro Kishida. Música: Fumio
Hayasaka, completada por Masaru Sato. Montaje: Akira Kurosawa.
Dirección artística: Yoshiro Mtiraki. Sonido: Fumio Yanoguchi. Intérpretes:
Toshiro Mifune (Kiichi Nakajima), Eiko Miyoshi (Toyo, su mujer), Yulaka
Sada (Ichiro, el hijo mayor), Minoru Chiaki (Jiro, segundo hijo), Haruko Togo
(Yoshi, la hija mayor), Kyoko Aoyatna (Sué, la segunda hija), Kiyomi
Mizunoya (Saloka, primera amante de Kiichi), Sakoko Yonenrura (Taeko, su
hija), Akemi Negishi (Asako, actual amante de Kiichi), Kichijiro Ueda (su
padre), Masao Shimizu (Yamataki, el marido de Yoshi), Noriko Sengoku
(Kimie, la mujer de Ichiro), Yoichi Takikawa (Ryoichi, hija de Kiichi y de otra
amante), Takashi Shimura (el dentista Harada), Kazuo Kato (Susumu, hijo de
Harada), Toyoko Okubo (Sumiko, su mujer), Eijiro Tono (el anciano de
Brasil), Ken Mitsuda ((Iraki, el juez), Toranosuke Ogawa (Hori, el ahogado),
Kamatari Fujiwara (Okamoto), Nobuo Nakamura (el psiquiatra), Atsushi
Watanabe (Ishida). Duración aproximada: 113 min. Versión para
exportación: 104 min. Otros títulos: Vivir en el miedo o Si los pájaros
supieran.
Trono de sangre (Kumonosu-jo) (Japón, 1957)
Dirección: Akira Kurosawa. Producción: Toho (Tokio). Productores: Sojiro
Motoki, Akira Kurosawa. Guión: Akira Kurosawa, Shinobu Hashimoto,
Ryuzo Kikushima, Hideo Oguni. Basado en la obra Macbeth, de William
Shakespeare. Fotografía: Asakazu Nakai. Iluminación: Kyuchiro Kishida.
Música: Masaru Sato, Montaje: Akira Kurosawa. Dirección artística:
Yoshiro Muraki, Kohei Ezaki. Sonido: Fumio Yanoguchi. Intérpretes:
Toshiro Mifune (Taketoki Washizu), Isuzu Yantada (Asaji, su esposa), Minoru
Chiaki (Yoshiaki Miki, amigo de Washizu), Akíra Kubo (Yoshiteru, hijo de
Miki), Takamaru Sasaki (Kuniharu Tsuzuki, el señor del castillo), Yoichi
Tachikawa (Kunimaru, hijo de Kunimaru), Takashi Shimura (Noriyasu
Odagaru, general jefe de los rebeldes), Chieko Naniwa (la bruja). Duración
aproximada: 110 min. Estreno: Madrid: 28 de abril de 1985: Infantas.
Bajos fondos (Donzoko) (Japón, 1957)
Dirección: Akíra Kurosawa. Producción: Toho (Tokio). Productores:
Shojiro Motoki, Akira Kurosawa. Guión: Hideo Oguni. Akíra Kurosowa.
Basado en la novela homónima de Máximo Gorki. Fotografía: Kazuo
Yamasaki. Iluminación: Hiromitsu Mori. Música: Masaru Sato. Montaje:
Akira Kurosawa. Dirección artística: Yoshiro Muraki. Sonido: Fumio
Yanoguchi. Intérpretes: Toshiro Mifune (Sutekichi, el ladrón), Isuzu Yamada
(Osagi, la propietaria del albergue), Gunjiro Nakamura (Rokubei, su marido),
Kyoko Kagawa (Okayo, hermana de Osugi), Bokuzen Hidari (Kahei, el
monje), Minoru Chiaki (exsamurái), Kamatari Fujiwara (el actor), Eijiro Tono
(Tomekichi, el chatarrero), Eiko Miyoshi (Asa, la mujer de Tomekichi), Akemi
Negishi (Osen, la prostituta), Koji Mitsui (Yoshisaburo, el jugador), Nijiko
Kiyokawa (Otaki), Haruo Tanaka (Tatsu), Kichijiro Ueda (Shimazo, el
policía). Duración aproximada: 137 min. Otra versión: Los bajos fondos
(Les bas fonds; Jean Renoir, 1936).
La fortaleza escondida (Kakushi toride no san-akunin) (Japón,
1958)
Dirección: Akira Kurosawa. Producción: Toho (Tokio). Productores:
Masumi Fujimoto, Akira Kurosawa. Guión: Ryuzo Kikushima, Hideo Oguni,
Shinobu Hashimoto, Akira Kurosawa. Fotografía: Kazuo Yamasaki. (Scope),
Iluminación: Ichiro Inohara. Música: Masaru Sato. Montaje: Akira
Kurosawa. Dirección Artística: Yoshiro Muraki, Kohei Ezaki. Sonido: Fumio
Yanoguchi. Intérpretes: Toshiro Mifune (el general Rokurota Makabe), Misa
Uehara (la princesa Yukihime), Takashi Shimura (el general Izumi Nagakura),
Susumu Fujita (el general Hyoe Tadokoro), Eiko Miyoshi (una sirvienta),
Minoru Chiaki (Tahei, campesino). Kamatari Fujiwara (Matakishi,
campesino), Toshiko Higuchi (campesina), Kichijiro Ueda (comerciante),
Koji Mitsui (un soldado), Rinsaku Ogata (hombre joven), Tadao Nakamaru
(joven), Ikio Sawamura (espía), Kokuten Kodo, Takeshi Kato (saldado),
Shiten Ohashi (samurái), Yoshio Kosugi (soldada Akisuki), Haruo Nakajima
(soldado Akisuki), Senekichi Omura (soldado Akisuki), Shoichi Hirose
(soldado Yamana), Shin Otomo (samurái), Yutaka Nakayama, Makato Sato y
Jiro Kumagai (soldados), Yoshio Tsuchiya (samurái de los Hayakawa), Akira
Tani y Sachio Sakai (soldados de Rokurota), Toranosuke Ogawa, Yakata Sada.
Takeo Okigawa, Yu Fujiki. Duración aproximada: 139 min. Versión para
exportación: 126 min. Estreno: Madrid: 27 de abril de 1985: Infantas.
Premios: Festival Internacional de Berlín 1959: Oso de Plata al mejor
director, premio FIPRESCI a la película.
Los canallas duermen en paz (Warui yatsu hado yoku nemuru)
(Japón, 1960)
Dirección: Akira Kurosawa. Producción: Kurosawa Films (Tokio)/Toho
(Tokio). Productores: Akira Kurosawa, Tomoyuji Tanaka. Guión: Ryuzo
Kikushima, Hideo Oguni. Shinobu Hashimoto, Eijiro Hisaita, Akira
Kurosawa. Fotografía: Yuzurti Aizawa. (Scope). Iluminación: Ichiro
Inohara. Música: Masara Sato. Montaje: Akira Kurosawa. Dirección
artística: Yoshiro Muraki. Sonido: Fumio Yanoguchi. Hisashi Shimonaga.
Intérpretes: Toshiro Mifune (Koichi Nishi), Takeshi Koto (Itakura, su
amigo), Masayuki Mori (Iwabuchi, presidente de la compañía), Takashi
Shimura (Moriyama administrador general), Akira Nashimura (Shirai, jefe de
personal), Kamatari Fujiwara (Wada, el contable), Gen Shimizu (Miura,
segunda contable), Kyoko Kagawa (Keiko, hija de Iwabuchi), Tatsuya
Mihashi (Tatsuo, hijo de Iwabuchi), Kyu Sazanka (Kaneko), Chishu Ryu
(Nonaka, procurador), Seiji Miyaguchi (Okakura), Nobuo Nakamura
(abogado), Susumu Fujita (comisario de policía), Koji Mitsui (periodista),
Ken Mitsuda (Arimura), Sensho Matsumoto (Hatano), Kin Sugai (Tomoko
Ufada), Toshiko Higuchi (Masako Wada), Koji Nambara (Horiuchi), Yoshio
Tstuchiya (secretario), Kunie Tanaka (asesino), Yoshibumi Tajima
(reportero), Hisashi Yokomori (reportero), Natsuko Kahara (mujer de
Furuya), Hiromi Mineoka (chica), Yukata Sata, Ikio Sawamura. Duración
aproximada: 151 min. Versión para exportación: 135 min.
Yojimbo o Mercenario (Yojimbo) (Japón, 1961)
Dirección: Akira Kurosawa. Producción: Kurosawa Films (Tokio)/Toho
(Tokio). Productores: Tomoyuki Tanaka, Ryuzo Kikushima. Guión: Ryuzo
Kikushima, Akira Kurosawa. Fotografía: Kazuo Miyagawa. (Scope),
Iluminacióu: Choshiro Ishii. Música: Masaru Sato. Montaje: Akira
Kurosawa. Dirección artística: Yoshiro Muraki. Sonido: Choshichiro
Mikami, Hisashi Shimonaga. Intérpretes: Toshiro Mifune (Sanjuro
Kuwabatake), Eijiro Tono (Gonji, el vendedor de sake), Kamatari Fujiwara
(Tazaemon, comerciante de seda), Takashi Shimura (Tokuemon, vendedor de
sake), Seizaburo Kawazu (Seibei, secuaz de Tazaemon), Isuzu Yamada (Orin,
su mujer), Hiroshi Tachikawa (Yoichiro, su hijo), Kyu Sazanka (Ushitora,
secuaz de Tokuemon), Tatsuya Nakadai (Unosuke, su hermano menor).
Daisuke Kato (Inokichi), Ikio Sawamura (Hansuke). Akira Nishimura (Kuma),
Yoshio Tsuchiya (Kohei, granjero), Yoko Tsukasa (Nui, su mujer), Susumu
Fujita (exmercenario). Duración aproximada: 110 min. Otras versiones:
Por un puñado de dólares (Per un pugno di dollari; Sergio Leone, 1964); El
último hombre (Last Man Standing; Walter Hill, 1996).
Sanjuro (Tsubaki Sanjuro) (Japón, 1962)
Dirección: Akira Kurosawa. Producción: Kurosawa Films (Tokio)/Toho
(Tokio). Productores: Tomoyuki Tanaka, Ryuzo Kikushima. Guión: Ryuzo
Kikushima, Hideo Oguni, Akira Kurosawa. Basado en la novela Hibi Heian
(Días de paz) de Shugoro Yamamoto, Fotografía: Fukuzo Koizumi. (Scope).
Iluminación: Ichiro Inohara. Música: Masaru Sato. Montaje: Akira
Kurosawa. Dirección artística: Yoshiro Muraki. Asesor de combates de
espada: Ryu Kuze. Sonido: Wataru Konuma, Hisashi Shimonaga.
Intérpretes: Toshiro Mifune (Tsubaki Sanjuro), Tatsuya Nakadai (Hanbei
Muroto, samurái), Yuzo Kayama (Iiro Izaka, jefe de los samuráis jóvenes),
Akihiko Hirata, Kunie Tanaka, Hiroshi Tachikawa, Tatsuhiko Hari, Totsuyoshi
Ehara, Kenzo Matsui, Yoshio Tsuchiya y Akira Kubo (samuráis), Takashi
Shimura (Kurofuji, el mayordomo), Kamatari Fujiwara (Takebayashi), Masao
Shimizu (Kukui, inspector de policía), Yonosuke Ito (Mutsuta, chambelán),
Takako Irie (su mujer), Reiko Dan (Chidori, su hija), Keiju Kobayashi (el
espía). Duración aproximada: 96 min. Otro título: Sanjuro de las camelias.
El infierno del odio (Tengoku to jigoku) (Japón, 1963)
Dirección: Akira Kurosawa. Producción: Kurosawa Films (Tokio)/Toho
(Tokio). Productores: Tomoyuki Tanaka, Ryuzo Kikushima. Guión: Ryuzo
Kikushima, Hideo Oguni, Akira Kurosawa. Basado en la novela King’s
Ransom, de Ed McBain (Evan Hunter). Fotografía: Asakazu Nakai. (Scope).
Iluminación: Ichiro Inohara. Música: Masaru Sato. Montaje: Akira
Kurosawa. Dirección artística: Yoshiro Muraki. Sonido: Fumio Yanoguchi,
Hisashi Shimonaga. Intérpretes: Toshiro Mifune (Kingo Gondo), Kyoko
Kagawa (Reiko, su mujer), Tatsuya Mihashi (Kawanishi, su hijo), Yutaka Sada
(Aoki, su chófer), Tatsuya Nakadai (Tokuro, el inspector de policía), Takashi
Shimura (jefe de la policía), Susumu Fujita (el comisario), Kenjiro Ishiyama
(detective Taguchi), Isao Kimura (defective Aral), Takeshi Kato (detective
Nakao), Yoshio Tsuchiya (detective Murata), Hiroshi Unayama (detective
Shimada), Koji Mitsui (el periodista), Tsutomu Yamazaki (Ginji Takeuchi, el
secuestrador). Duración aproximada: 143 min. En España se distribuyó una
copia de 109 min, según la licencia de exhibición de 1966. Estreno: Madrid:
24 de julio de 1967: Rialto, Fantasio, Fígaro; Barcelona; 3 de noviembre de
1967: Maryland.
Barbarroja (Akahige) (Japón, 1965)
Dirección: Akira Kurosawa. Producción: Kurosawa Films (Tokio)/Toho
(Tokio), Productores: Tomoyuki Tanaka, Ryuzo Kikushima. Guión: Ryuzo
Kikushima, Hideo Oguni, Masato Ide, Akira Kurosawa. Basado en la novela
Akahige shinryodan de Shugoro Yamamoto. Fotografía: Asakazu Nakai,
Takao Saito. (Scope). Iluminación: Hiromitsu Mori. Música: Masaru Sato.
Montaje: Akira Kurosawa. Dirección artística: Yoshiro Muraki. Sonido:
Shin Watari, Hisashi Shimonaga. Intérpretes: Toshiro Mifune (Kyojio Niide.
Akahige), Yuzo Kayama (Noboru Yasumoto, el joven médico), Chishu Ryu
(padre de Noboru), Kinuyo Tanaka (su madre), Yoko Naito (Masae, la novia),
Ken Mitsuda (el padre de la novia), Yoshio Tsuchiya (Handayu Mori,
ayudante de Akahige), Tatsuyoshi Ehara (el ayudante Genzo Tsugawa), Reiko
Dan (Osugi), Kyoko Kagawa (la mujer loca), Kamatari Fujiwara (Rokusuke,
un viejo enfermo), Akemi Negishi (Okuni, su hija), Tsutomu Yamazaki
(Sahachi, novio de Okuni), Miyuki Kuwano (Onaka), Eijiro Tono (Goheiji),
Takashi Shimura (Tokubei tzumiya), Terumi Niki (Otoyo, joven
esquizofrénica), Haruko Sugimura (Kin), Yoshitaka Zushi (Chiji). Duración
aproximada: 185 min. Estreno: Barcelona: 14 de septiembre de 1967:
Arcadia; Madrid; 16 de noviembre de 1967: Infantas. Premios: Festival
Internacional de Cine de Venecia 1965: Mejor actor a Toshiro Mifune y
premio OCIC a la película; Semana Internacional de Cine Religioso y de
Valores Humanos de Valladolid 1967: Espiga de Oro al mejor largometraje.
Dodeskaden (Dodes’kad-en) (Japón, 1970)
Dirección: Akira Kurosawa. Producción: Yonki no Kai (Tokio)/Toho (Tokio).
Productores: Akira Kurosawa, Keisuke Kinoshita, Kon Ichikawa. Masaki
Kobayashi, Yoichi Matsue. Guión: Akira Kurosawa, Hideo Oguni, Shinobu
Hashimoto. Basado en los cuentos de Shugoro Yamamoto del libro Kisetsu no
nai machi (Barrio sin sol). Fotografía: Takao Saito, Yasumichi Fukuzawa,
(Scope. Eastmancolor), Iluminación: Hiromitsu Mori. Música: Toru
Takemitsu. Montaje: Reiko Kaneko, Akira Kurosawa. Dirección artística:
Yoshiro Muraki, Shinobu Muraki. Sonido: Fumio Yanoguchi. Intérpretes:
Yoshitaka Zushi (Rokuchan, el chico loco), Kin Sugai (Okuni-san, su madre),
Junzaburo Ban (Shima, el lisiado), Kiyoko Tange (su mujer), Michio Hino
(Ikawa), Tappei Shimokawa (invitado), Keiji Furuyama (invitado), Hisashi
Igawa (Masuda, el obrero), Hideko Okiyama (Tatsu, su mujer), Kunie Tanaka
(Hatsutaro Kawaguchi, el otro obrero), Jitsuko Yoshimura (Yoshie, su mujer),
Shinsuke Minami (Ryotaro Sawagami), Yoko Kusunoki (Misao, su mujer),
Tatsuo Matsumura (Kyoto), Tsuji Imura (su mujer), Tomoko Yamazaki
(Katsuko, su sobrina), Masahiko Kametani (Okabe, empleado), Noboru
Milani (el mendigo), Hiroyuki Kawase (su hijo), Hiroshi Akutagawa (Hei, el
ciego), Tomoko Naraoka (Ocho, su mujer), Atsushi Watanabe (Tamba), Jerry
Fujio (Kumamba), Sanji Kojima (el ladrón), Masahiko Tanimura (So, el
vendedor de verduras), Kazuo Kato (el pintor), Akemi Negishi (chica),
Michiko Araki (chica del bar), Shoichi Kuwayama (dueño del restaurante),
Kamatari Fujiwara (el viejo), Hideaki Ezumi (el detective), Minoru Takashima
(el policía), Toki Shiozawa (la sirvienta). Duración aproximada: 244 min.
Copia distribuida en España en 1972: 138 min. Estreno: Madrid: 5 de julio de
1972: Pompeya.
Dersu Uzala o Dersu Uzala, el cazador (Dersu Uzala/Derusu
Usara) (URSS/Japón, 1975)
Dirección: Akira Kurosawa. Producción: Mosfilm (Moscú)/Toho
(Tokio)/Nippon Herald Production (Tokio). Productores: Nicolai Shizov,
Yoichi Matsue. Director de Producción: Karlen Agadjanov. Guión: Akira
Kurosawa, Yuri Nagibin, Basado en los libros de viajes de Vladimir Arseniev.
Fotografía: Asakazu Nakai, Yuri Gantman, Fiódor Dobronravov. (Color,
70 mm). Música: Isaac Swarts. Montaje: Akira Kurosawa. Dirección
artística: Yuri Raksha. Sonido: Olga Bulkov. Intérpretes: Maxim Munzuk
(Dersu Uzala), Yuri Solomin (Arseniev), Svetlana Danilchenko (su mujer),
Dima Kortichev (Vova, su hijo), Schemeikl Chokmorov (Jan Bao). Duración
aproximada: 141 min. Estreno: Madrid: 30 de octubre de 1976: Bellas Artes,
Dúplex 1. Premios: Oscar de la Academia de Hollywood a la mejor película
extranjera en 1975; Festival Internacional de Moscú 1975: Gran Premio y
premio FIPRESCI; Premio David de Donatello 1976 a la mejor película del
año; Círculo de Escritores Cinematográficos de España 1978: Mejor película
extranjera.
Kagemusha, la sombra del guerrero (Kagemusha, la sombra del
guerrero) (Japón/EE. UU., 1980)
Dirección: Akira Kurosawa. Producción: Kurosawa Films (Tokio)/Toho
(Tokio)/Twentieth Century Fox (Los Angeles). Productores: Akira Kurosawa,
Tomoyuki Tanaka. Productores asociados: para la versión internacional:
Francis Ford Coppola, George Lucas. Productor asociado: Teruyo Nogami.
Coordinador de Producción: Inoshiro Honda. Guión: Akira Kurosawa,
Masato Ide. Supervisión de guión: Teruyo Nogami. Fotografía: Takao Saito,
Masaharu Ueda. (Panavision. Eastmancolor). Operadores: Kazuo Miyagawa,
Asaichi Nakai. Iluminación: Takeshi Sano. Efectos ópticos: Takehisa
Miyanishi, Akira Kondo. Música: Shinichiro Ikebe, interpretada por New
Japan Philharmonic Orchestra dirigida por Kotaro Sato. Montaje: Akira
Kurosawa. Dirección artística: Yoshiro Muraki. Decorados: Hatsumi
Yamamoto, Daisaburo Sasaki, Koichi Hamamura. Vestuario: Seiichiro
Momosawa. Maquillaje: Junjiro Yamada. Sonido: Fumio Yanoguchi.
Intérpretes: Tatsuya Nakadai (Shingen Takeda y su doble), Tsutomu
Yamazaki (Nobukado Takeda, hermano menor de Shingen), Kenichi Hagiwara
(Katsuyori Takeda, hijo de Shingen), Kohta Yui (Takemaru Takeda, hijo de
Katsuyori y heredero de Shingen), Hideji Otaki (Mosakage Yamagala, jefe de
armas del clan Takeda); generales del clan Takeda: Hideo Murata (Nobuhara
Baba), Takayuki Shiho (Masatoyo Naito), Shuhei Sugimori (Masanobu
Kosaka), Noboru Shimizu (Kasusake Atabe), Sen Yamamoto (Nobushige
Oyamada); sirvientes de Takeda: Jimpache Nezu (Sohachiro Tsuchiya,
chambelán), Kat Ato (Zenjiro Amemiya, chambelán), Yutaka Shimaka
(Jingaro Hora, chambelán), Eiichi Kanakubo (Okura Amari, paje). Yugo
Miyazaki (Mataichi Tamono, paje); concubinas de Takeda: Mitsuko Baisho
(Oyunokata), Kaori Momoi (Otsuyanokata); Kumeko Otowa (nodriza de
Takemaru), Naruhito Iguchi (sirviente de Takemaru). Daisuke Ryu (Nobunaga
Oda, señor de los territorios del Oeste), Tetsuo Yamashita (Nagahide Niwa,
ayudante de campo de Nobunaga), Yasuhito Yamanaka (Ranmaru Mori, paje
de Nobunaga), Masayuki Yui (leysasu Tokugawa, señor del territorio de
Mikawa), Yasushi Doshita (Kazumasa Ishikawa, ayudante de leysasu),
Noboru Sone (jefe de los samuráis de leysasu), Norio Matsui (Tadatsugu
Sakai, ayudante de campo de leysasu), Toshihiko Shimizu (Kenshin Uesugi,
señor del territorio de Echigo), Takashi Shimura (Gyobu Taguchi, delegado
de Nobunaga Oda), Kamatari Fujiwara (médico de Takeda), Toshiaki Tanabe
(Kugutsushi, espía disfrazado de marionetista), Yoshimitsu Yamaguchi
(vendedor de sal, espía al servicio de Tokugawa), Takashi Ebata (monje, espía
al servicio del clan Oda), Fujio Tokita (campesino), Akihiko Sugízaki
(tirador), Naeko Nakamura, Sumire Aoki, Ai Matsubara y Kumi Nanase
(sirvientes de las concubinas de Takeda), Senkichi Omura (palafrenero de
Takeda), Masatsugu Kuriyama (samurái cubierto de lodo). Duración
aproximada: 159 min. Versión original: 181 min. Estreno: 16 de febrero de
1981: Paz. Premios: Festival Internacional de Cine de Cannes 1980: Palma de
Oro (ex aequo con Empieza el espectáculo (All that Jazz), de Bob Fosse;
Premio de la Academia británica a la dirección 1981; Premio Cesar (Francia)
a la mejor película extranjera; Premio David di Donatello 1981 al mejor
director por la mejor película extranjera.
Ran (Ran) (Francia/Japón, 1985)
Dirección: Akira Kurosawa. Producción; Greenwich Film Production
(París)/Herald Ace/Nippon Herald Films (Tokio). Productores: Surge
Silberman, Masato Hara. Productor ejecutivo: Katsumi Furukawa.
Coordinador de Producción: Hisao Kurosawa. Director general de
Producción: Ulrich Pickardt. Directores de producción: Satoru Izeki,
Seikichi Iizumi, Teruyo Nogami, Takashi Ohashi (colaborador). Consejero de
Dirección: lnoshiro Honda. Guión: Akira Kurosawa, Hideo Oguni, Masato
Ide, Adaptación libre de El rey Lear, de William Shakespeare. Fotografía:
Takao Saito, Masaharu Ueda. Colaboración de Asakazu Nakai. (Color).
Música: Toru Takemitsu. Dirección musical: Hiroyuki Iwaki. Interpretación
musical: Sapporo Symphony Orchestra en colaboración con Tokyo Concerts.
Montaje: Akira Kurosawa. Diseño de Producción: Yoshiro Muraki, Shinobu
Muraki. Decorados: Tsuneo Shimura, Osami Tonsho, Mitsuyuki Kimura, Jiro
Hirai, Yasuyoshi Ototake. Diseño de vestuario: Emi Wada, Maquillaje:
Shoshichiro Ueda, Tameyuki Aimi, Chihako Naito, Norikn Takamizawa,
Sonido: Fumio Yanoguchi, Sholaro Yoshida. Intérpretes: Tatsuya Nakadai
(Hidetora Ichimonji), Akira Terao (Taro Takaloru Ichimonji), Jimpachi Nezu
(Jiro Masatora Ichimonji), Daisuke Ryu (Saburo Naotora Ichimonji), Mieko
Horada (Kaede, mujer de Taro), Yoshiko Miyazaki (Sué), Kazuo Kato
(Kageyu Ikoma), Peter [Shinnosuke Ikshata] (Kyoami), Hitoshi Ueki
(Nobuhiro Fujimaki), Jun Tazakt (Seiji Ayabe), Norio Matsui (Shumenosuke
Ogura), Hisashi Igawa (Shuri Kurogane), Kenji Kodama (Samon Shirane),
Toshiya Ito (Mondo Naganuma), Takeshi Kato (Koyata Hatakeyama), Takeshi
Nomura (Tsurumaru), Masayuki Yui (Tango Hirayama), Heihachiro Suzuki
(general de Fujimaki), Reiko Nanjo y Sawako Kochi (concubinas de
Hidetora), Haruko Togo (dama de compañía de Kaede), Tokie Kanda y
Kumeko Otowa (damas de compañía de Sué). Duración aproximada: 160
min. Estreno en Madrid: 17 de enero de 1986: versión doblada: Palacio de la
Música, Cid Campeador; original subtitulada; California. Premios: Festival
Internacional de San Sebastián 1985: Premio OCIC; Academia británica de
cine 1987: Mejor película extranjera; Premio del Círculo de Escritores de
Londres 1987 al director del año; Premio David di Donatello 1986 al mejor
director película extranjera.
Sueños de Akira Kurosawa (Akira Kurosawa’s Dreams/Konna
yume wo mita) (Japón/EE. UU., 1990)
Dirección: Akira Kurosawa. Producción: Akira Kurosawa USA/Warner
Bros. Presentada por Steven Spielberg. Productores: Hisao Kurosawa, Mike
Y. Inoue. Productores asociados: Allan H. Liebert, Seikichi Iizumi.
Coordinador de Producción: Izuhiko Suehiro. Director de Producción:
Teruyo Nogami. Consejero creación: Ishiro Honda. Guión: Akira Kurosawa.
Fotografía: Takao Saito, Masaharu Ueda. (Color). Efectos visuales
especiales: Industrial Light & Magic (Lucas Arts Entertainment Company),
Sony PCL (Tokio), Den-Film Effects (Tokio). Música: Shinichiro Ikebe.
Extractos de Escenas caucasianas, de Mijail Ippolitov-Ivánov interpretada por
Moscow Radio Symphony Orchestra, dirigida por Vladimir Fedoseev.
Montaje: Tome Minami. Dirección artística: Yoshiro Muraki, Akira
Sakuragi. Decorados: Koichi Hamamura. Diseño de Vestuario: Emi Wada.
Vestuario: Kazuko Kurosawa, Akira Fukuda, Yoko Nagano, Mitsuru Otsuka.
Maquillaje: Slioshichiro Ueda, Tameyuki Aimi, Norio Sano. Sonido: Kenichi
Benitani. Intérpretes: Sunshine Through the Rain (El sol brilla a través de la
lluvia): Mitsuko Baisho (madre), Toshihiko Nakano («Yo», como un niño);
The Peach Orchard (El huerto de los melocotoneros): Mitsunori Isaki («Yo»,
como un niño). Mie Suzuki (mi hermana); The Blizzard (La tempestad de
nieve): Akira Terao («Yo»), Mieko Harada (el hada de las nieves), Masayuki
Yui, Shu Nakajima y Sakae Kimura (montañeros); The Tunnel (El túnel):
Akira Terao («Yo»), Yoshitaka Zushi (el soldado Noguchi); Crows (Cuervos):
Akira Terao («Yo»), Martin Scorsese (Vincent van Gogh); MT. Fuji in Red (El
monte Fuji en rojo): Akira Terao («Yo)», Toshie Negishi (la madre), Hisashi
Igawa (ingeniero); The Weeping Demon (El ogro que lloraba): Akira Terao
(«Yo»), Chosuke Ikariya (el diablo); Village of the Watermills (La aldea de los
molinos de agua): Akira Terao («Yo»), Chishu Ryu (anciano de 103 años),
Tessho Yamashita, Misato Tate, Catherine Cadou, Mugita Endo, Ryujiro Oki,
Masani Sakurai, Masaaki Sasaki, Keiki Takenouchi, Kenio Toriki, Tokuju
Masuda, Masuo Amada, Shogo Tomomori, Ryo Nagasawa. Duración
aproximada: 119 min. Estreno: Madrid: 18 de mayo de 1990: versión
doblada: Palacio de la Música, Cid Campeador; original subtitulada:
California. Barcelona: Tívoli, Rex.
Rapsodia en agosto (Hachigatsu no Kyoshikyoku o Hachigatsu no
rapusodi) (Japón, 1991)
Dirección: Akira Kurosawa. Producción; Kurosawa Productions/Shochiku
Film. Productor: Hisao Kurosawa. Productor ejecutivo: Toru Okuyama.
Productores asociados: Yoshio Inoue, Seikichi Iizumi. Supervisión de
Producción: Masahiko Kumada. Coordinador de Producción: Iwahiko
Suehiro. Director de Producción: Osamu Hosoya. Director asociado: Ishiro
Honda. Guión: Akira Kurosawa. Basado en la novela Nabe no Kada, de
Kiyoko Murata. Fotografía: Takao Saito, Masaharu Ueda. (Color), Música:
Shinichiro Ikebe. Extractos de temas de Antonio Vivaldi y Franz Schubert.
Montaje: Akira Kurosawa. Montadores asociados: Ryusuke Otsuho, Sugura
Muraki. Dirección artística: Yoshiro Muraki. Decorados: Tsuneo Shimura,
Tsuyoshi Shimizu, Ryoko Tomoya, Takanort Otodake. Diseño de Vestuario:
Kazuko Kurosawa. Vestuario: Yoko Nagano, Mitsuru Otsuka. Maquillaje:
Shoshichiro Ueda, Tameyuki Sómi, Noria Sano. Efectos especiales: Ichiro
Minawa, Masatashi Saito. Sonido: Kenichi Benitani. Intérpretes: Sachiko
Murase (Kane, la abuela), Hisashi Igawa (Tadao, hijo de Kane), Narumi
Kayashima (Machiko, su mujer), Tomoko Ohtakara (Tami, su hija), Mitsunori
Isaki (Shinjiro, su hijo), Toshie Negishi (Yoshie, hija de Kane), Choichiro
Kawarasaki (Noboru, su marido), Hidetaka Yoshioka (Tateo, su hijo). Mié
Suzuki (Minako, su hija), Richard Gere (Clark, sobrino de Kane). Duración
aproximada: 98 min.
Madadayo o No, todavía no o Espera un poco (Madadayo)
(Japón, 1993)
Dirección: Akira Kurosawa. Producción: Daiei / Dentsu / Kurosawa
Productions. Productores: Yasuyoshi Tokuma, Gohei Kogure, Yo Yamamoto,
Yuzo Irie. Productor ejecutivo: Hisao Kurosawa. Productor asociado:
Seikichi Iizumi. Guión: Akira Kurosawa. Basado en los escritos de Hyakken
Uchida. Fotografía: Takao Saito, Masaharu Ueda, (Color). Música:
Shinichiro Ikebe. Montaje: Akira Kurosawa. Dirección artística: Yoshiro
Muraki. Vestuario: Kazuko Kurosawa. Sonido: Hideo Nishizaki. Asesor
técnico: Inoshiro Honda. Intérpretes: Tatsuo Matsumura (el profesor), Kyoko
Kagawa (su mujer), Hisashi Igawa (Takayama, alumno), Joji Tokoro (Amaki,
alumno), Masayuki Yui (Kiriyama, alumno), Akira Terao (Sawamura,
alumno), Asei Kobayashi (Kameyama, alumno), Takeshi Kusaka (Kobayashi,
alumno). Duración aproximada: 134 min.
COLABORACIONES

Senman choja (Japón, Kajiro Yamamoto, 1936). Ayudante de dirección.

Sengoku gunto den (Japón, Eisuke Takizawa, 1937). Ayudante de dirección.

Chakkiri Kinta (Japón, Kajiro Yamamoto, 1937). Ayudante de dirección.

Tojuro no koi (Japón, Kajiro Yamamoto, 1937). Ayudante de dirección.

Nadare (Japón, Mikio Naruse, 1938). Ayudante de dirección.

Chinetsu (Japón, Eisuke Takizawa, 1938). Ayudante de dirección.

Tsuzurikata kyoshitsu (Japón, Kajiro Yamamoto, 1938). Ayudante de


dirección.

Otto no teiso (Japón, Kajiro Yamamoto, 1938), Ayudante de dirección.

Bikkuri jinsei (Japón, Kajiro Yamamoto, 1938). Ayudante de dirección.

Chushingura (Japón, Eisuke Takizawa [1.ª parte] y Kajiro Yamamoto [2.ª


parte], 1939). Ayudante de dirección.

Uma (Caballos) (Japón, Kajiro Yamamoto, 1941). Ayudante de dirección, guión,


montaje.

Seishun no kiryu (Durante la juventud) (Japón, Osamu Fushimizu, 1942).


Guión.

Tsubasa no gaika (El triunfo de las alas) (Japón, Satsuo Yamamoto, 1942).
Guión.

Dohyosai (La fiesta del anillo de combate) (Japón, Santaro Marune, 1944),
Guión.
Appare Isshin Tasuke (Bravo, Isshin Tasuke) (Japón, Kiyoshi Saeki 1945).
Guión.

Hatsukoi (Primer amor). Episodio de Yotsu no koi no Monogatari (Cuatro


historias de amor) (Japón, Shiro Toyoda, 1947). Guión.

Ginrei no hate (Al final de la montaña de plata) (Japón, Senkichi Taniguchi,


1947). Guión en colaboración con Kajiro Yamamoto.

Shozo (El retrato) (Japón, Keisuke Kinoshita, 1948). Guión.

Jigoku no Kifujin (La dama del infierno) (Japón, Yotoyoshi Oda, 1949). Guión.

Jakoman to Tetsu (Jakoman y Telsu) (Japón, Senkichi Tanigueii, 1949). Guión,


Nueva versión en 1964 dirigida por Kinju Fukasaku.

Akatsuki no dasso (Huida al alba) (Japón, Senkichi Taniguchi, 1950). Guión.

Jiruba no Telsu (Telsu «Jtiba») (Japón, Isamu Kosugi, 1950). Guión.

Tateshi Danpei (El maestro de armas) (Japón, Masahiro Makino, 1950). Guión.

Ai to nikushimi no kanata (Más allá del amor y del odio) (Japón, Senkichi
Taniguchi, 1951). Guión.

Kedamono no yado (Guarida de fieras) (Japón, Tatsuyasu Osone, 1951).


Guión.

Ketto kagiya no tsuji (Desafío cerca de la tienda del cerrajero) (Japón, Issei
Mori, 1951), Guión.

Sengoku burai (Japón, Hiroshi Inagaki, 1952), Guión.

Fukeyo harukaze (Japón, Senkichi Taniguchi, 1953), Guión.

Kieta chutai (Japón, Akira Mimura, 1955). Guión.

Asunaro Monogatari (Japón, Hiromichi Horikawa, 1955). Guión.


Tekiehu odan sanbyakuri (Trescientas leguas a través de las líneas enemigas)
(Japón, Kazuo Mori, 1957). Guión.

Sengoku guntoden (La vida de un vagabundo) (Japón, Toshio Sugie, 1960).


Guión.

Sugata Sanshiro (Japón, Seiichiro Uchikawa, 1965), Montaje.

Runaway Train (El tren del infierno) (EE. UU., Andrei Mikhalkov-
Konchalovsky, 1985). Guión.

Ame agaru (After the Rain) (Japón, Takashi Koizumi, 1999). Guión.

Dora-heita (Japón, Kon Ichikawa, 2000). Guión.

Umi wa miteita (El mar nos mira) (Japón, Kei Kumai, 2002). Guión.
PROYECTOS NO REALIZADOS

Daruma-dera no Doitsujin (Un alemán en el templo de Daruma)


Shizukanari (Todo está tranquilo)
Yuki (Nieve)
Mori no Senichiya (Mil y una noches en el bosque)
Jajauma Monogatari (Historia de un mal caballo)
Dokkoi kono Yari (La espada desenvainada)
PELÍCULAS SOBRE AKIRA KUROSAWA

Akira Kurosawa: Film director (USA, Donald Richie, 1975).

Der bittere Sieg des Samurai - Akira Kurosawa und seine Filme (Alemania,
Eva y Georg Bense, 1980).

A. K. / Kurosawa Akira (Francia/Japón, Chris Marker, 1985).


Abstracts

La fortaleza escondida
COMPROMISE WITH HUMANISM.
The cinema of Akira Kurosawa
José Enrique Monterde
A useful conceptual and methodological precision about what we should
understand by the historicity of cinema serves as a doorway to the author’s
reflection on the historical references which can be traced in Kurosawa’s films.
Following a chronological order, the article concentrates on underlining the
moral rather than socio-political dimension, which hovers over the filmmaker’s
filmography while underlining its evolution from the more or less camouflaged
militarism of some of his first films until his concerns for the reconstruction of
Japan following its defeat (in his postwar movies) or tor the consequences of the
modernization of the country (in his last films). A last section indicates the more
Intimate nature of what could be called his testamentary films: Dreams and Not
Yet.

BETWEEN THE SURFACE AND THE DEPTHS.


The cinematographic art of Akira Kurosawa
Santos Zunzunegui
The main aim of this article is to do away with the stereotypes surrounding Akira
Kurosawa’s filmography. To do so, the author examines his work —leaving
aside, as is typical in other kinds of analyses, the filmmaker’s opinions and tastes
— concentrating on certain significant parts of his films to emphasize the formal
intentions underlying them and which converts them into musical and visual
poems. In all of this formal system —the author finishes by saying— we
undoubtedly observe the inheritance of western, but also of Japanese tradition
and of all of the cultural sources used by any artist when making their creations.

SAMURAIS IN THE CINEMA OF AKIRA KUROSAWA.


Harmony between the pen and the sword
Antonio José Navarro
Having analysed the historical figure of the samurái and taking a brief look at the
movies by Kurosawa which revolve around these medieval warriors, the author
takes a quick look at the different genres of Japanese cinema (chambara, jidai-
geki), the stars of which are precisely these individuals. From here on, the article
establishes a separation in Kurosawa’s work between Throne of Blood and Ran,
on the one hand, and The Seven Samurai, The Bodyguard and Sanjuro, on the
other, to affirm that while the former two reflect on the traditional moral of the
Japanese high classes, the latter three are closer to the individual sphere. An
analytical starting point finally complemented with the study of both groups of
films and the part played in them by people like the woman or the ronin
(samuráis with no lords), among Others.

SHAKESPEARE: REPRESENTATION AND IMAGE


Sara Torres
The conversion of characters into people is, according to the author of the
article, one of Shakespeare’s principal contributions to the field of drama. Based
on this starting point, the article concentrates on analysing the filmings of
Macbeth in order, while underlining certain features of the Shakespearean
universe, to end affirming the originality of Kurosawa’s movies on this subject
and his faithfulness, despite everything, to the spirit of the Elizabethan poet.

QUARTET IN BLACK.
Kurosawa’s thrillers
Antonio Weinrichter
Having separated into two blocks the only four thrillers directed by Kurosawa,
the author analyses the first two titles (from the forties), indicating their
connections with the American film noir and, from the sociological point of
view, with Italian neo-realism. The second part of the study analyses the two
movies in this genre made in the sixties, indicating the elements —mainly
ambiguity— linking the two previous thrillers while underlining their formal
differences with the visual expressionism of film noir.

GOOD INTENTIONS.
Three views of Russian literature by Kurosawa
Luis Miranda Mendoza
Following the chronological order of the three adaptations made by Kurosawa of
Russian writers, the author begins by analysing The Idiot (1951), underlining the
similarities existing between the filmmaker and Dosloievski with respect to their
respective understandings of the individual and of the human condition and to
the style they use to handle these subjects. He continues by underlining the
eminently existential rather than social character emerging from the
cinematographic adaptation of Underground before, in a last section, describing
the mechanisms used by Kurosawa to film Arseniev’s Dersu Uzala and explore
the meaning of the film.

THE CONSTRUCTION OF CHARACTER IN KUROSAWA’S CINEMA


Manuel Vidal Estévez
Was Kurosawa a humanist, as repeatedly claimed by the critics? Thai’s the
question the author tries to answer in his article examining the filmmaker’s
movies, in which the latter narrates a learning process in order to a glimpse, in
his images, the model of character proposed by Kurosawa in his works. We
deduce from this analysis that the command of oneself, the ethics of duty and a
subjectivity which is affirmative and open to others will be the principal values
which —according to the author— will define the characters of the Japanese
director, values which, in their practical expression, go further, even, than man
himself.

A CELLULOID ARTIST.
Painting and colour in the work of Akira Kurosawa
Zigor Etxebeste Gómez
The influence of painting in cinema is a recurrent subject of cinematographic
studies and this article approaches the possible relations between Kurosawa’s
cinema and the art of painting, divided in three sections. In the first part, the
analysis is foeused on the various pictorial roots of Kurosawa’s image, whose
backgrounds are connected either to Orient or Occident. Related to this, the
second part observes those seven films made by the director since the
astonishing Dodeskaden in 1970, which peculiarity is the imaginative and
unique use of colour. Finally, in the last section appears an introduction of
Kurosawa as a painter, including few data of his relation with painting in his
youth and a brief commentary about his drawings and storyboards for his films,
from Kagemusha (1980) to his very last motion picture, Madadayo (1993).

«I HAD A DREAM LIKE THIS».


The apocalypse according to Kurosawa
Alberto Elena
A brief reference to Kurosawa’s fear of anything related to nuclear energy serves
as an opening to the analysts made by the author on the impact on Kurosawa’s
work of the nuclear explosions in Hiroshima and Nagasaki. Based on an
extensive bibliography, the article starts by studying the first two movies made
by the filmmaker (Dreams and Rhapsody in August) on the subject, to
conclude that both reflect, in their approach to the subject, the quietist
resignation of the mono no aware. On the other hand, the analysis of his first
incursion into the subject (I Live In Fear: Record of a Living Being) reveals,
despite several misunderstandings, a more combative attitude by Kurosawa with
respect to the nuclear danger.

BRIEF NOTES ON AKIRA KUROSAWA.


His cinema and sex
José Luis Rebordinos
A brief’ look at Japanese cinema from all times offers the author of the article
the chance to underline the importance of sex, eroticism and pornography in
Japanese cinematography, while highlighting the need to carry out more in-depth
studies into this subject in the West. Following this introduction, the author
points out the indirect manner commonly used by Kurosawa when referring to
this subject, even in his Autobiography, in order to finally underline the subtlety
with which sex and eroticism are introduced to his work based on the
paradigmatic examination of three of his films: Sugata Sunshiro, Rashomon
and Living.

LANDSCAPES OF FEELINGS, SCENARIOS OF EMOTION.


Textures of Akira Kurosawa’s cinema
Tomás Fernández Valentí
An analysis of the dramatic use made of sets in Akira Kurosawa’s movies
constitutes the objective of this article, which underlines, among other aspects,
the essential role played by natural settings in the filmmaker’s movies, especially
in relation to the characters internal conflict. Continuing along the lines of this
idea, the author lakes a look at phenomena like rain, wind, cold or heat, to
explore their meaning in Kurosawa’s films before studying, in a last section, how
human feelings are expressed, in combination with those same scenarios. In the
Japanese director’s filmography.

THE IMPOSSIBLE EAST,


A journey round the aesthetics of Akira Kurosawa
Asier Mensuro
Akira Kurosawa is one of the most famous Asian directors in the Western world.
His work has been unfairly judged as being that of a westernized Japanese
director. This perception, in addition to being erroneous, demonstrates that our
western world has fabricated a preconceived image of everything differing from
it, and that Kurosawa doesn’t fit into the pattern. Briefly, Kurosawa doesn’t meet
our expectations vis-à-vis the kind of stories and images we expect of an oriental
movie. This article alms to highlight our mistaken perception of eastern cinema
and the place we have allotted to one of its most interesting authors. Analysing
Akira Kurosawa’s cinema, we will see that the versatility of his proposals
combines multicultural references, making him one of the most modem and
interesting authors in the history of cinema.

SWEATING IN THE RAIN.


Actors in Akira Kurosawa’s work
Carlos Aguilar and Daniel Aguilar
Following a brief analysis of the work methods used by Kurosawa with the
actors in his movies, the authors study the relationship of the famous Japanese
actor Toshiro Mifune with the filmmaker, while taking a quick look at his
professional career. This same procedure is used to approach the personalities of
another two actors recurring on his filmography, Takashi Shimura and Minoru
Chiaki, and to take another look at the names of the main supporting actors
punctuating his filmography. A last section is dedicated to analysing the more
irrelevant part played by actresses in Kurosawa’s work.

THE TIMES, DOUBLES AND MEMORY.


Chris Marker’s AK
María Luisa Ortega
The author first of all takes a brief look at several titles on Chris Marker’s
filmography in order to underline the filmmaker’s relationship with Japan and
some of his work methods. She then goes on to analyse the documentary itself,
pointing out Marker’s conceptual starting point and the filming differences
between the latter and Kurosawa’s fiction. A last section takes a detailed look at
the content of AK, evaluating its important contribution to knowledge of
Kurosawa’s filming methods and cinema.
Índices

Bajos fondos
Índice onomástico

Agoff, Irene: 144.


Aguirre, Jesús: 44.
Akutagawa, Ryunosuke: 76, 152, 153.
Aldrich, Robert: 43.
Almereyda, Michael: 105
Amengual, Barthélemy: 12.
Amiel, Vincent: 127.
Anderson, Joseph L.: 40, 45.
Anthony, Tony: 33.
Antonioni, Michelangelo: 11.
Argento, Dario; 105
Arseniev, Vladimir: 57, 62, 63, 64.
Aumont, Jacques: 76, 83.
Avildsen, John G: 5.
Awaji, Keiko: 70.

Baldi, Ferdinando: 33.


Barthes, Roland: 28.
Bazin, André: 21, 23, 61,123, 127, 132, 155.
Benjamin, Walter: 31, 44.
Bergman, Ingmar: 84.
Bernstein, Matthew: 90.
Bloom, Harold: 47, 48.
Boorman, John: 117.
Branagh, Kenneth: 110.
Branche, Brigitte:: 74.
Bresson, Robert: 76.
Broderick, Mick: 90.
Burch, Noël: 21, 28, 55, 56, 66, 89, 90, 130, 131.
Burgess, Anthony: 48.
Byron, Lord: 48.
Cagney, James: 52, 53.
Camus, Marcel: 39.
Capra, Frank: 150, 159.
Cezanne, Claude: 77, 82, 83.
Chaplin, Charles: 161.
Chejov, Anton: 64.
Chiai, Minoru: 60, 117, 118, 135, 155.
Coppola, Francis F.: 23, 138, 164.
Corneau, Alain: 78.
Courbet, Gustave: 81, 83.
Cukor, George: 153.

Daves, Delmer: 43, 96.


David, Jacques-Louis: 82.
De Diego, E.: 113.
De Sica, Vittorio: 9, 11, 16, 52, 109, 143.
Deleuze, Gilles: 26, 27, 28, 58, 64, 66, 68, 69, 70, 71, 74, 101, 105, 110, 113.
143, 144, 145.
Desser, David: 33, 40, 41, 44, 53, 56, 90, 105.
Dostoïevski, Fédor: 10, 18, 22, 51, 57, 58, 59, 60, 61, 62, 64, 76, 105, 139, 149,
156.
Dreyer, Carl Theodor: 79, 83, 158.
Dubois, Philippe: 127.

Eastwood, Clint: 117.


Ehrlich, Linda C.: 86, 87, 90, 105
Eisenstein, Sergei M.: 76.
Elena, Alberto: 90.
Emmer, Luciano: 19.
Enomoto, Kenichi: 135, 136, 137.
Estelrich, Pilar: 44.
Estève, Michel: 19, 76, 79, 83.

Feyder, Jacques: 78.


Flaherty, Robert: 139.
Fleischer, Richard: 6.
Florio, John: 47.
Ford, John: 22, 43, 96, 115, 127, 147, 159.
Foucault, Michel: 65, 71, 74.
Freud, Sigmund:: 74.
Fujita, Susumu: 66, 69, 101, 118.
Fujiwara, Kamatari: 42, 51, 119, 135.
Fukasaku, Kinji: 6.
Fukuda, Jun: 118.

Galbraith IV, Stuart: 90.


García Márquez, Gabriel: 85, 90.
Gauguin, Paul: 77, 82, 83, 107.
Gauthier, Guy: 127.
Gere, Richard: 73, 138.
Gide, André: 159.
Goldoni, Carlo: 43.
González Requena, Jesús: 104, 105
Goodwin, James: 58, 64, 90, 105
Gorki, Máximo: 13, 22, 51. 57, 58, 61, 62, 64, 76, 105, 156.
Gosho, Heinosuke: 141.
Goya, Francisco de: 80.
Griffith, David W.: 142.
Grilli, Peter: 56.
Gyokudo, Uragami: 77.

Hammett, Dashiell: 43.


Hanai, Ranko: 67.
Honi, Susumu: 92.
Hara, Setsuko: 58, 60, 69, 120, 140.
Harada, Mieko: 38, 105
Hathaway, Henry: 16, 96.
Hayasaka, Fumio: 88.
Hidari, Bokuzen: 119.
Hideyoshi: 31, 43.
Hill, Walter: 45.
Hiroshige: 77, 111.
Hisaita, Eijiro: 64.
Hitchcock, Alfred: 51, 56.
Hokusai: 77, 78, 111.
Honda, Inoshiro: 85, 88, 115, 116, 118, 125.
Horikawa, Hiromichi: 43.
Hoyabashi, Kaizo: 45.
Hughes, Robert: 90.
Hunter, Evan: 22, 51.

Ichikawa, Kon: 92.


Ifukube, Akira: 115.
Ikawa, Hisashi: 105
Ikehiro, Kazuo: 33.
Imai, Tadashi: 152.
Imamura, Shohei: 92.
Inagaki, Hiroshi: 33, 116.
Inuhiko, Yomota: 85, 90.
Irie, Takako: 120.
Ito, Datsuke: 32.
Ito, Yanosuke: 43.

Kagawa, Kyoko: 51, 120.


Kaige, Chen: 43.
Kammu (emperador): 35.
Kato, Daisuke: 119.
Kara, Takeshi: 119.
Katsu Shintaro: 117.
Kaurismiski, Aki: 105
Kayama, Yuzo: 67, 71, 98.
Kikushima, Ryozo: 148.
Kikuta, Kazuo: 145.
Kim, Sung-Su: 43.
Kimura, Isao: 53, 70.
Kimura, Ko: 71, 101.
Kinoshita, Keisuke: 88.
Kinugasa, Teinosuke: 5, 141.
Kirano, Kyoko: 90.
Kishi, Teruko: 54.
Kitano, Takeshi: 113.
Kobayashi, Masaki: 33, 78.
Kodo, Kokuten: 119.
Kogure, Michiyo: 54.
Kohn, Olivier: 128.
Kono, Akitake: 119.
Kosugi, Yoshio: 67.
Kott, Jan: 45.
Kouke, Kazuo: 44.
Kubrick, Stanley: 153.
Kuga, Yoshiko: 60, 67.
Kuroda, Yoshlyuki: 45.
Kurosawa, Akira: Passim.
Kurosawa, Heigo: 75, 81.
Kurosawa, Isao: 31.
Kyo, Machiko: 101, 120, 153, 154, 155.

Latorre, José M: 149, 151.


Lean, David: 96.
Leone, Sergio: 22, 33, 120.
Lévy, Jacques: 127.
Lipovetsky, Gilles: 74.
Lourcelles, Jacques: 160, 161, 163.
Lucas, George: 13, 23, 108, 113, 138, 164.
Lumière, Louis y Auguste: 143.

Maeterlinck, Maurice: 64.


Magnani, Anna: 139.
Makino, Masashiro: 32.
Malraux, André: 39.
Manet, Edouard: 83.
Mann, Anthony: 43, 96.
Marker, Chris: 121, 122,123, 124, 125, 126, 127, 128.
Masura, Yasuzo: 92.
Matsumura, Tatsuo: 72, 101.
McBain. Ed (véase Hunter, Evan).
McCullongh, Helen C,: 44.
Medvedkine, Alexander: 122, 127.
Méliès, Georges: 143.
Mellen, Joan: 88, 89, 90.
Meunier de Galipienso, Beatriz: 155.
Mifune, Toshiro: 8, 13, 14, 31, 41, 51, 53, 54, 55, 56, 58, 61, 64, 67, 69, 71, 90,
98, 99, 100, 101, 102, 103, 116, 117, 118, 119, 120, 135, 148, 153, 154,
155, 163.
Mino, Baba: 37.
Misumi, Kenji: 45.
Miyaguchi, Seiji: 42, 103.
Mîyoshi, Eiko: 120.
Mizoguchi, Kenji: 5, 20, 21, 33, 54, 64, 95, 108, 117, 118, 120, 138, 146.
Monet, Claude: 107.
Montaigne, Michel de: 47.
Monterde, José Enrique: 153, 155.
Mori, Masayuki: 51, 52, 54, 55, 58, 101, 118, 155.
Mori, Motomari: 31, 43.
Morita, Nobuyoshi: 120.
Moya, Raquel: 137, 144, 151, 155.
Munzuk, Maxime: 72, 104.
Muñoz, Lucio: 112.
Muraki, Takao: 125.
Murase, Sachiko: 72, 102.
Mussorgski, Modest: 139.

Nakadai, Tatsuya: 37, 45, 101, 105, 119, 127.


Nakai, Asakazu: 125.
Nakakita, Chieko: 141.
Nakamura, Ganjiro: 61.
Nakamura, Ktnnosuke (Yorozuya): 117.
Naruse, Mikio: 5, 95, 119, 138, 141.
Nave, Bernard: 128.
Nazzaro, Giona A.: 90.
Nezu, Jimpachi: 37.
Nicoll, Allardyce: 64.
Nietzsche, Friedrich: 32, 74.
Nogami, Teruyo: 117, 123, 125.
Nolan, Christopher: 56.
Nolletti, A.: 56.
Numazaki, Isao: 141.

Oda, Motoyoshi: 118.


Oda, Nobuganta: 31, 43.
Okada, Fumiaka: 125.
Okamoto, Kihachi: 33, 45.
Okochi, Denjiro: 66, 137.
Olivier, Laurence: 78, 110.
Ortega y Gasset, José: 71.
Osanai, Kaoru: 61, 64.
Oshima, Nagisa: 28, 45, 90, 92, 138.
Oudart, Jean-Pierre: 132.
Owens, David: 56.
Ozu, Yasujiro: 5, 20, 21, 93, 95, 108, 119, 130, 131, 138, 140, 146.

Pardo, José Luis: 68, 74.


Pasolini, Pier Paolo: 161.
Peckinpah, Sam: 113.
Picasso, Pablo: 107, 109.
Fieri, Françoise:: 74.
Polanski, Roman: 48, 49.
Pratesi, Giulia: 84.
Prince, Stephen: 64, 86, 87, 90, 100, 105, 142, 144.
Pudovkin, Vsevolod: 139.

Ramasse, François: 150, 151.


Ramos, Juan Pablo: 84.
Ravel, Maurice: 154.
Ravina, Mark: 90.
Renoir, Jean: 8, 78.
Richie, Donald: 40, 44, 45, 51, 52, 56, 64, 86, 87, 90, 155.
Ritt, Martin: 22, 155.
Rivette, Jacques: 21.
Rodriguez, Ismael: 117.
Rossellini, Roberto: 139, 143.
Roualt, Georges: 82, 83.
Ryu, Chishu: 72, 119.

Sadoul, Georges: 5, 9, 12, 143, 144.


Saito, Buichi: 45.
Saito, Mitsumasa: 45.
Saito, Takao: 125.
Sano, Takearu: 125.
Santayana, George: 31.
Sasaki, Katsuji (véase Chiaki, Minoru).
Sato, Masaru: 42.
Sato, Tadao: 51, 54, 55, 56, 90, 105.
Sawamtura, Ikio: 119.
Schubert, Franz: 143.
Scorsese, Martin: 108, 138.
Sekigawa, Hideo: 6, 116.
Sengoku, Noriko: 54, 120.
Sesshu: 77.
Shakespeare, William: 18, 22, 37, 43, 46, 47, 48, 49, 51, 76, 98, 101, 103, 105,
110, 138, 156.
Shapiro, Jerome F.: 90.
Shibata, Hayao: 105, 120, 144, 151.
Shimizu, Masao: 118.
Shimura, Takashi: 41, 53, 54, 55, 67, 69, 74, 99, 117, 118, 135, 149, 155, 158,
163.
Shindo, Kaneto: 45, 92.
Shirai, Yoshio: 105, 115, 120, 144, 151.
Shizamaki, Shoji (véase Shimura, Takashi).
Siegel, Don: 53.
Silberman, Serge: 121.
Simenon, George: 22, 51.
Singer, Bryan: 56.
Solomin, Yuri: 72, 104.
Sontag, Susan: 64.
Spielberg, Steven: 108, 113, 117.
Sturges, John: 22, 33, 43.
Suzuki, Setjun: 92, 119.

Tachikagawa, Seiji: 81.


Takechi, Tetsuji: 92.
Takeda, Shingen: 31, 43.
Takemitsu, Toru: 23, 39, 127.
Tanaka, Kinuyo: 120.
Tanaka, Noburo: 92.
Tanaka, Tokuzo: 33.
Taniguchi, Senkicbi: 115, 116, 141.
Tanizaki, Junichiro: 111, 113.
Tapies, Antoni: 112.
Tarkovski, Andrei: 76, 122,123, 127.
Tassone, Aldo: 6, 43, 74, 90, 143, 144, 150, 151, 152, 154, 155, 160, 163.
Taut, Bruno: 112.
Terada, Hiroshi: 117.
Terao, Akira: 37, 119.
Tereyama, S.: 92.
Tessai, Tomioka: 77.
Tessier, Max: 13, 92.
Todoroki, Yukiko: 67.
Tohno, Eijiro: 61, 119.
Tokugawa, leyasu: 43, 45.
Tolstoi, Leon: 22, 58, 64, 139, 156, 157, 158, 159.
Tomita, Tsuneo: 66.
Totó: 136.
Toyoda, Shiro: 141.
Tsukigata, Ryunosuke: 67, 101.
Tsuchiya, Yoshio: 119, 120.

Uccello, Paolo: 167.


Uchida, Hyakken: 119, 120.
Uchikawa, Seiichiro: 117.
Uekusa, Keinosuke: 92, 142.
Uzala, Dersu: 62.

Valerii, Tonino: 117.


Van Gogh, Vincent: 76, 77, 82, 83, 108, 138.
Velázquez, Diego: 82.
Vidal Estévez, Manuel: 9, 31, 36, 44, 54, 56, 81, 90, 92, 105, 120, 145, 153, 155.
Videla, Jorge: 128.
Vincent, Pascal: 32, 44.
Visconti, Luchino: 10.

Wakayama, Tomisaburo: 44.


Walsh, Raoul: 132.
Wayne, John: 115.
Welles, Orson: 48, 49, 110, 158.
Wenders, Wim: 119, 127.
Wilder, Billy: 52.
Willis, Bruce: 45.

Yaguchi, Yoko: 120.


Yamada, Isuzu: 36, 120.
Yamada, Koichi: 74, 105, 120, 144, 151.
Yamaguchi, Yoshiko: 148.
Yamamoto, Kajiro: 5, 6, 31, 66, 115, 116, 141.
Yamamoto, Reizaburo: 68, 103.
Yamamoto, Satsuo: 141.
Yamamoto, Shugoro: 76.
Yamazaka, Tsutomu: 100.
Yanoguchi, Fumio: 123, 125.
Yimou, Zhang: 113.
Yoshimoto, Mitsuhiro: 64, 90, 96, 100, 105
Young, Terence: 117.
Yuzan, Daidoji: 35, 37, 45.
Zavattini, Cesare: 9, 11, 16.
Zeffirelli, Franco: 110.
Zunzunegui, Santos: 78, 83, 98, 105.
Índice filmográfico

1941: 117.
Ai no corrida (véase imperio de los sentidos, El).
Aienkyo (véase valle del amor y la tristeza, El).
AK: 121, 122, 123, 124, 127, 128.
Akahige (véase Barbarroja).
Akira Kurosawa’s Dreams (véase Sueños de Akira Kurosawa).
amor de la actriz Sumako, El: 64.
ángel borracho, El: 8, 11, 14, 50, 51, 55, 54, 55, 58, 64, 67, 87, 92, 98, 103,
107, 116, 117, 118, 140, 142, 160, 162, 163.
Animas Trujano: 117.
Asu o tsukuru hitobito (véase Los que construyen el porvenir).
Atraco perfecto: 153.

Bajos fondos: 13, 14, 57, 58, 59, 61, 64, 98, 102, 103, 119, 150, 160.
Barbarroja: 14, 15, 27, 53, 58, 65, 67, 70, 71, 98, 117, 119, 125, 133, 160, 161,
162, 163.
Blindman (véase justiciero ciego, El), bonheur, Le: 127.
Bram Stoker’s Dracula (véase Drácula de Bram Stoker).

canallas duermen en paz, Los: 14, 15, 16, 34, 48, 50, 51, 52, 55, 56, 78, 98.
cazador, El (véase Dersu Uzala).
Chi to daiamondo: 118,.
chicas, Las: 153.
Chusbingura: 116.
Citizen Kane (véase Ciudadano Kane).
Ciudadauo Kane: 158.
comulgantes, Los: 84.
Crónica de un ser vivo: 11, 12, 84, 85, 87, 88, 89, 90, 120, 153.
Cuatro confesiones: 22, 155.
Cuentos de Tokio: 108.

Dai-bosatsu tôge: 33, 45.


Dersu Uzala: 16, 17, 43, 57, 62, 63, 64 77, 78, 79, 81, 82, 103, 104, 132, 162,
164.
Derusa Usara (véase Dersu Uzala).
día de campo, Un: 8, 78.
Dirty Harry (véase Harry el sucio).
Dodes’kad-en (véase Dodeskaden). Dodeskaden: 15, 16, 17, 30, 62, 76, 78, 79,
80, 82, 86, 98, 106, 108, 112, 113, 123, 160, 161.
domenica d’agosto, Una: 19.
domingo maravilloso, Un: 7, 8, 11, 92, 102, 116, 141, 142, 143, 144, 148, 150,
153.
Donzoko (véase bajos fondos, Los).
Drácula de Bram Stoker: 138.
Duelo silencioso: 8, 9, 53, 102, 133, 140, 145, 146, 147, 148.

Elegía de Naniwa: 118,.


emperador y el asesino, El: 43.
Enoken no senman chojya: 31.
Enrique V: 78.
Escándalo: 10, 148, 149, 150, 151, 152, 153.

fond de l’air est rouge, Le: 125.


fortaleza escondida, La: 13, 14, 22, 25, 43, 77, 78, 101, 117, 135, 160, 162.
Fukeyu haruzake: 116.

Genroku chushingura (véase venganza de los cuarenta y siete samuráis, La).


Gertrud: 83, 158.
Ginrei no hate: 115, 116, 141.
Girls, Les (véase chicas, Las).
Gohatto: 45.
Gojira (véase Japón bajo el terror del monstruo).
Gojira no gyakushuu (véase rey de los monstruos, El).
Gojumannin no isan: 117.
guerra de las galaxias, La: 13, 23, 138.

Hachigatsu no Kyoshikyoku (véase Rapsodia en agosto).


Hachigatsu no rapusodi (véase Rapsodia en agosto).
Hakachi (véase idiota, El).
Hamlet Goes Business (véase Hamlet liikemaailmassa).
Hamlet liikemaailmassa: 105.
Harakiri: 33, 41.
Harry el sucio: 53.
Hasta el fin del mundo: 119.
Hell in the Pacific (véase Infierno en el Pacifico).
Henry V (véase Enrique V).
hombre del carrito, El: 116.
hombres que caminan sobre la cola del tigre, Los: 7, 18, 116, 134, 135, 136.

Ichiban Utsukushiku (véase más bella, La).


idiota, El: 10, 11, 57, 58, 59, 60, 61, 102, 103, 119, 132, 149.
Iga ninpoucho: 45.
Ikimono no kiroku (véase Crónica de un ser vivo).
Ikiru (véase Vivir).
imperio de los sentidos, El: 28.
infierno del odio, El: 15, 16, 19, 22, 24, 50, 51, 52, 54, 55, 56, 99, 118, 119.
Infierno en el Pacífico: 117.

Jakoman to Tetsu: 115.


Japón bajo el terror del monstruo: 88, 118,.
jetée. La: 128.
Jing ke ci qin wang (véase emperador y el asesino, El).
Jipangu: 45.
Joi-uchi (véase Rebelión).
joli mai, Le: 127.
journée d’Andrei Arsenevitch, Une: 123, 127.
Joyit Sumako no koi (véase amor de la actriz Sumako, El).
Juan Nadie: 150.
justiciero ciego, El: 33.

Kagemusha (véase Kagemusha, la sombra del guerrero).


Kagemusha, la sombra del guerrero: 12, 16, 17, 20, 23, 24, 25, 26, 27, 29, 76,
77, 78, 79, 80, 82, 99, 101, 102, 118, 119, 138, 160, 164, 165, 166.
Kakushi toride no san-akunin (véase fortaleza escondida, La).
Karate Kid: 5.
kermesse heroica, La: 78.
kermesse héroïque, La (véase kermesse heroica, La).
Killing. The (véase Atraco perfecto).
Konna yume wo mita (véase Sueños de Akira Kurosawa).
Kono fitaro ni sachi are: 116.
Kozure Ôkami (serie): 33.
Kozure Ôkami: Jigolui e ikozo! Daigoro: 45.
Kozure Ôkami: Kowokashi udekashi tsukamatsuru: 44
Kozure Ôkami: Meifumando: 44.
Kozure Ôkami: Oya no kokoro ko no kokoro: 45.
Kozure Ôkami: Sanzu no kawa no ubaguruma: 44
Kozure Ôkami: Shinikazeni mukau ubaguruma: 44
Kubi no Za: 32.
Kumara tengu: 32.
Kumonosu-jo (véase Trono de sangre).
Kuroneko: 45.
Kwaidan (véase más allá, El).

Ladri di biciclelle (véase Ladrón de bicicletas).


Ladrón de bicicletas: 9, 11, 16, 109, 143.
Last Botshevik, The (véase tombeau d’Alexandre, Le).
Last Man Standing, The (véase último hombre, El).
Lettre de Sibérie: 122, 127.
Level Five: 122.
leyenda del gran judo, La: 5, 31, 65, 66, 67, 93, 96, 101, 103, 107, 116, 118,
162.
Los que construyen el porvenir: 6, 116.

Madadayo: 19, 65, 72, 73, 77, 79, 81, 82, 87, 101, 107, 119, 120, 132.
Magnificent Seven, The (véase siete samuráis, Los).
más allá, El: 78.
más bella, La: 6, 116, 130, 131, 132, 133, 140.
Mala au hi made: 152.
Meet John Done (véase Juan Nadie).
Memento: 56.
Mercenario (véase Yojimbo).
Milagro en Milán: 16.
Miraccolo a Milano (véase Milagro en Milán).
Miyamoto Musashi (véase Samurái).
Miyamoto Musashi: Ichijoji no ketto (véase Samurái 2).
Miyamoto Musashi: Kettô Ganryû-jima (véase Samurái 3: Duelo en la isla
Ganryu).
Modern Times (véase Tiempos modernos).
Muhomatsu no issho (véase hombre del carrito, El).
Musa: 43.
mystère Koumiko, Le: 122, 127.

Naniwa hika (véase Elegía de Naniwa).


Nattvardgasterna (véase comulgantes, Los).
nave bianca, La: 139.
Nemuri Kyoshiro sappocho: 33.
Nihon no higeki (véase tragedia japonesa, Una).
Nippon tanjo (véase Tres tesoros).
No, todavía no (véase Madadayo).
No añoro mi juventud: 7, 68, 71, 73, 116, 138, 139, 140, 141.
Nora inu (véase perro rabioso, El).
nueva leyenda del gran judo, La: 6, 31, 116, 134.

Objetive, Burma (véase Objetivo: Birmania).


Objetivo: Birmania: 132.
Offret (véase Sacrificio).
Oka seidan: 32.
Olympia 52: 128.
One, Two, Three (véase Uno, dos, tres).
Otto no teiso-haru kureba: 31.
Outrage (véase Cuatro confesiones).

partie de campagne. Une (véase día de campo, Un).


Per un pugno di dollari (véase Por un puñado de dólares).
perro rabioso, El: 9, 11, 16, 19, 24, 30, 50, 51, 52, 53, 54, 55, 56, 58, 67, 69, 87,
98, 99, 103, 104, 107, 108, 109, 110, 113, 117, 118, 148, 159, 160, 162.
pilota ritorna, Un: 139.
Por un puñado de dólares: 22, 33, 43.

Ran: 12, 17, 23, 25, 30, 34, 36, 37, 38, 39, 40, 41, 43, 46, 47, 48, 76, 77, 78, 79,
80, 82, 101, 105, 110, 119, 121, 122, 123, 124, 125, 126, 127, 128, 160.
Rapsodia en agosto: 18 72, 73, 79, 81, 82, 85, 86, 87, 90, 102, 103, 138, 153.
Rashomon: 5, 6, 8, 10, 12, 19, 21, 22, 59, 77, 91, 92, 94, 95, 96, 97, 101, 102,
103, 105, 107, 117, 118, 135, 140, 150, 152, 153, 154, 155, 163.
Rebelión: 33, 41.
rey de los monstruos, El: 118,.
Rocco e i suoi fratelli (véase Rocco y sus hermanos).
Rocco y sus hermanos: 10.
Roma, città apena (véase Roma, ciudad abierta).
Roma, ciudad abierta: 139.
Ronin-gai: 32.
Rape, The (véase soga, La).

Sacrificio: 123.
Saikaku ichidai onna (véase vida de Oharu, mujer galante, La).
Samurái: 33, 116.
Samurái 2: 33.
Samurái 3: Duelo en la isla Ganryu: 33.
Sanjuro: 13, 15, 30, 31, 34, 39, 40, 41, 43, 105, 119, 162.
Sans soleil: 121, 122, 126.
Sanshiro Sugata (véase Sugata Sanshiro).
Seppuku (véase Harakiri).
Shatara (véase Shatterer).
Shatterer: 117.
Shichinin no samurái (véase siete samuráis, Los).
Shizukanaru ketto (véase Duelo silencioso).
Shubun (véase Escándalo).
Si j’avais quatre dromadaires: 122, 128.
siete magníficos, Los: 22, 33.
siete samuráis, Los: 11, 12, 22, 30, 31, 32, 33, 34, 39, 40, 41, 42, 44, 59, 71, 88,
99, 100, 101, 102, 103, 108, 113, 115, 117, 119, 132, 135, 142, 153, 156,
159, 160, 162.
soga. La: 56.
Sol rojo: 117.
soleil rouge, Le (véase Sol rojo).
Sospechosos habituales: 56.
Star Wars (véase guerra de las galaxias, La).
Subarashiki nichiyohi (véase domingo maravilloso, Un).
Sueños de Akira Kurosawa: 6, 18 72, 75, 76, 71, 78, 79, 80, 81, 82, 85, 86, 87,
103, 108, 113, 119, 138, 153.
Sugata Sanshiro: 117.
Sugata Sanshiro (véase leyenda det gran judo, La).

Tenebrae (véase Tenebre).


Tenebre: 105
Tengoku no jigoku (véase infierno del odio, El).
Terra vista dalla Luna, La: 161.
Tiempos modernos: 161.
Todas las mañanas del mundo: 78.
Tokyo monogatari (véase Cuentos de Tokio).
Tokio-Gâ: 127.
tombeau d’Alexandre, Le: 122, 123.
Tora! Tora! Tora!: 6.
Tora-no-o fumu otokotachi (véase hombres que caminan sobre la cola del
tigre, Los).
Tous les matins du monde (véase Todas las mañanas del mundo).
tragedia japonesa, Una: 88.
train en marche, Le: 122.
Tres tesoros: 116.
Trono de sangre: 12, 13, 24, 30, 31, 34, 35, 36, 37, 38, 39, 40, 41, 48, 49, 51,
77, 78, 88, 92, 103, 104, 108, 110, 111, 113, 117, 156, 159, 160.
Tsitbaki Sanjuro (véase Sanjuro).

último hombre, El: 45.


Umberto D: 11, 16.
Uno, dos, tres: 52.
Until the End of the World (véase Hasta el fin del mundo).
Usual Suspects, The (véase Sospechosos habituales).
valle del amor y la tristeza, El: 64.
venganza de los cuarenta y siete samuráis, La: 33, 44
vida de Obaru, mujer galante, La: 108.
Vivir: 4, 10, 11, 16, 30, 32, 48, 54, 55, 87, 94, 99, 102, 108, 117, 118, 133, 142,
149, 150, 151, 153, 156, 158, 159, 160, 161, 162, 163.

Waga seishun ni kuinashi (véase No añoro mi juventud).

Yoidore tenshi (véase ángel borracho, El).


Yojimbo: 13, 14, 22, 30, 31, 33, 34, 39, 40, 41, 42, 43, 99, 108, 114, 117, 119,
120, 160.

Zangin Zamba Ken: 32.


Zatoichi senryokubi: 33.
Zigeunerweisen: 119.
Zuku Sugata Sanshiro (véase nueva leyenda del gran judo, La).
NOSFERATU. Director del PATRONATO MUNICIPAL DE CULTURA: José Antonio
Arbelaiz. Director de NOSFERATU: José Luís Rebordinos. Equipo de
redacción: Jesús Angulo, Sara Torres.
Notas
[1] AA. VV: «Entretien avec Akira Kurosawa», en Akira Kurosawa, Études
Cinématographiques, n.º 164-169, ed. Minard, París, 1990, pag. 7. Esa entrevista
fue publicada originalmente en dos partes en la revista japonesa Kinenma Jumpo
en los números de abril de 1952 y febrero de 1953. <<
[2] Una aclaración: los interrogantes o las contillas en torno a la condición
«histórica» de muchos filmes de Kurosawa —y de otros muchos cineastas, por
supuesto— quieren indicar la diferencia entre la mera situación en el pasado de
cualquier anécdota argumental —hablaríamos pues de un historicismo débil o de
primer grado— y aquellos otros filmes que pretenden constituirse en un discurso
histórico, esto es, incluso más interpretativo que no meramente restitutivo del
pasado. <<
[3] Akira Kurosawa, Flammarion, París, 1990. <<
[4] En los momentos finales de la guerra Kurosawa rodó Los hombres que
caminan sobre la cola del tigre (1945), a partir de una obra de teatro kabuki
situada en el Japón medieval. <<
[5] Recuérdese, aunque sea bajo clave de comedia coral, un título posterior como

Una domenica d’agosto (1949), de Luciano Emmer. <<


[6] Akira Kurosawa, ed. Cátedra, Madrid, 1992, pág. 47. <<
[7] Monterde, José Enrique: «La memoria del pueblo japonés», Dirigido por…,

n.º 118, octubre 1984, pág. 25. <<


[8] Ibídem, pág. 25. <<
[9] «Si Rashomon mantiene hoy alguna vigencia, más allá de su espléndida

potencia visual, de su interpretación y de su papel histórico, será por


representar otro tipo de respuesta a las mismas preocupaciones que latían tras
El perro rabioso. Rashomon es un descenso al mundo posterior al apocalipsis;
las imágenes más alucinantes del film no son las del recuerdo, sino las del
tiempo presente. Esos como náufragos reunidos bajo una implacable e insistente
lluvia semejan los desgraciados supervivientes de un apocalipsis nuclear; sólo
tras Hiroshima y Nagasaki puede entenderse en toda su tragedia. (…) Las
consecuencias de la guerra no son sólo materiales sino primordialmente
morales. Enfrentarse al mundo nuevo sólo será posible desde la esperanza y la
verdad. El pasado está manchado de sangre, y lo que es más dramático, todos se
sienten culpables; no existe ya la inocencia, ni siquiera los muertos claman por
su inocencia. (…) Todos tienen culpa de la muerte del viajero, desde el bandido
al espectro. (…) No encontrar la verdad significa no comprender ese pasado
reciente y no tener unas bases para el futuro, para la esperanza». Ibídem, pág.
26. <<
[10] Ibídem, pág. 28. <<
[11] Écran 79, n.º 84, octubre 1979, pág. 59. <<
[12] Kurosawa declaró respecto a este film: «Entre los “cerdos” de este mundo,

los que utilizan la estafa son peor que los otros. Bajo la cobertura de una
organización, cometen el mal hasta un punto inimaginable para la gente común.
He pensado que no era inútil desvelar las intrigas engendradas por este crimen.
Trabajando, sin embargo, he encontrado que había un límite no rebasable y que
no he podido ir hasta el final de mis intenciones. Detrás de los “cerdos” se
esconden las relaciones políticas que se encadenan unas a otras y cuyo
desvelamiento habría podido influenciar mi oficio. Estoy desolado por mi falta
de perseverancia en esto vía cuando comparo mi film con obras extranjeras de
este tipo, sobre todo americanos, que gozan de una gran libertad de palabra»,
en «Notes á propos de mes films», Eludes Cinématographiques, n.º 165-169, ed.
Minard, París, 1990, pág. 21. <<
[13] En ese sentido escribe Michel Estève: «Lejos de ser de orden social, el

empeño más profundo de El infierno del odio es de orden melafísico. (…) El


mecanismo de la encuesta policial no era más que un molde, la evocación de los
barrios pobres el pretexto para la elección de un decorado: la sátira social se
borra ante una parábola del paraíso perdido. La transcripción literal del título
dado por Kurosawa o su film es “El paraíso y el infierno”. (…) Para el
industrial, el paraíso se ha transformado en infierno (véase el primer
movimiento del film) sin que muera la esperanza de vivir. Para el interno, el
infierno no puede metamorfosearse en paraíso pues la esperanza se ha reducido
a la satisfacción del odio», en «Une parabole du paradis perdu», Études
Cinématographiques n.º 165-169, ed. Minard, París, 1990, pág, 98. <<
[1] Por supuesto, hay que recordar el caso de la popularidad de que gozó entre

nosotros Nagisa Oshima, por razones que todos recuerdan, a finales de los años
setenta del pasado siglo con motivo de su renombrada El imperio de los
sentidos (Ai no corrida, 1976). Otro tema aparte es el éxito de géneros como el
manga y ciertos dibujos animados de origen nipón. <<
[2] Burch, Noël: To the Distant Observer, Scolar Press, Londres, 1979. <<
[3] Kurosawa hablando del teatro Nô: «Hay en el Nô un cierto hieratismo: hay el

menor movimiento posible. De esta forma el menor gesto, el menor


desplazamiento., producen un efecto realmente intenso y violento» (en
«Kurosawa: Declaraciones», Contracampo, n.º 21, pág. 61). <<
[4] La traducción literal del título sería, en castellano, «Cielo e infierno», lo que

se ajusta muy bien a la opción espacial fundamental que sitúa en lo «alto» de una
colina que domina la ciudad la casa del acaudalado Gondo y «abajo», en los
«bajos fondos», el claustrofóbico tugurio en que vive el criminal. <<
[5] Burch, tan sensible a las opciones formales de Kurosawa, evaluará el
«contenido» del film (bien sintetizado en esta escena) con las siguientes
palabras: «Fiel a la ideología que ha dominado las películas de Kurosawa desde
sus inicios, ésta nos dice que “hay mucha miseria entre nosotros pero nuestra
policía es excelente” y que “un chófer puede ganar menos que un capitalista
pero la diferencia de clases puede borrarse mediante la buena voluntad y la
solidaridad humana”» (Op. cit., pág. 320). <<
[6] Deleuze, Gilles: «El aliento en Kurosawa: de la situación a la pregunta», en

La imagen-movimiento. Estudios sobre cine 1, Paidós, Barcelona, 1984, págs.


264-269. <<
[7] Esta película es despachada por Burch (Op. cit., págs. 320-321) en su, por otra

parte, preceptivo análisis de la obra de Kurosawa con un lapidario juicio difícil


de compartir: «Este film tiene poco que recomendar más allá de un
sensacionalismo catártico típico tanto de los cines americano como japonés de
los olios sesenta y setenta». <<
[1] Hasta la pacificación del Japón bajo la égida de Ieyasu Tokugawa en 1603,

entre 1500 y 1593, el país se vio asolado por numerosas guerras civiles entre
daimios (señores feudales) e, incluso, entre sus propios servidores, los ji-samurai
(terratenientes de ascendencia samurái, poseedores de tierras y ejércitos
personales). La estructura feudal del Japón atomizó el territorio en numerosos
señoríos, compactos e independientes, siempre en conflicto por razones políticas
y/o económicas. <<
[2] En unas declaraciones hechas por Akira Kurosawa al especialista italiano

Aldo Tassone con motivo del estreno de Ran, el autor de Dersu Uzala (1975)
confesaba: “Siempre he tenido una gran pasión por la historia y una
predilección particular por el siglo XVI. Por eso he ambientado en él tantos
filmes. (…) A veces, me sorprendo soñando cómo hubiese sido el Japón si
algunas personalidades excepcionales como Shingen Takeda, Nobugama Oda,
Hideyoshi, Motomari Mori, etc., no hubieran desaparecido tan pronto dejando
vía libre a los Tokugawa que, por intereses dinásticos, aislaron el país durante
casi tres siglos… Eran generales y políticos de primer orden, hombres de una
cultura abierta a todas las novedades; (…) tengo la impresión de que los
hombres de aquel siglo afortunado tenían otra talla. No se parecen a nuestros
políticos de hoy. Incluso físicamente eran más altos que nosotros: se ha
comprobado que los japoneses se han hecho más pequeños después de haber
sido 'esclavizados' durante siglos por los Tokugawa. Era una época llena de
fermentos y, por consiguiente, también de guerras: estábamos en vísperas de la
reunificación del país, y los distintos señores feudales se disputaban el primado.
Pero también fue una época de libertad excepcional: (…) esta libertad
estimulaba la iniciativa privada y la creatividad en todos los campos. Hubiera
querido vivir en aquel gran siglo…”. En Dirigido por…, n.º 131, diciembre de
1985, págs. 59-62. <<
[3] Artículo «El narrador. Reflexions sobre l’obra de Nikolni Leskov» (págs. 149-

179), contenido en el libro Assaigs de literatura contemporània, de Walter


Benjamín (Ed. Ignacio Echevarría), traducidos al catalán por Pilar Estelrich,
Columna Edicions, Barcelona, 2001. Existe una traducción al castellano de
dicho artículo bajo el título «El narrador», realizada por Jesús Aguirre y
publicada por Revista de Occidente, n.º 119, 1973. <<
[4]
«William Akira Shakespeare Kurosawa», por Manuel Vidal Estévez,
Nosferatu, n.º8, enero 1992, págs. 40-47. Número dedicado al tema
«Shakespeare en el cine». <<
[5] El kendo («camino de la espada») había sido siempre sinónimo de nobleza en

Japón. Desde el ascenso de la clase samurái en el siglo XI, las artes marciales se
convirtieron en la forma más elevada de estudio, inspiradas por las enseñanzas
del zen y los sentimientos del shinto. Las primeras escuelas de kendo
aparecieron en Japón durante el periodo Muromachi (1338-1573),
consolidándose durante la época de paz del shogunato Tokugawa (1603-1867)
hasta la actualidad. El primer torneo de kendo se celebró en Tokio, en 1967, y
supuso su consagración como deporte de nivel internacional. La filosofía del
kendo puede sintetizarse en los siguientes puntos: moldear la mente y el cuerpo;
cultivar un espíritu vigoroso y, a través de un entrenamiento rígido, luchar por
conseguir la mejora del arte del kendo; estimar la cortesía y el honor;
relacionarse honestamente con los demás y perseguir el perfeccionamiento de
uno mismo. <<
[6] «No tenemos bastantes caballos. Llovía todo el tiempo. Los siete samuráis

era exactamente el tipo de film imposible de hacer en este país». Declaraciones


extraídas de Richie, Donald: The Films of Akira Kurosawa, University of
California Press, Berkeley/Los Angeles, 1970, pág. 170. <<
[7] «A propósito de las películas “de sable”», por Pascal Vincent, Nosferatu,

n.º 11, enero 1993, págs. 64-67. Número dedicado al cine japonés. <<
[8] Forma del teatro japonés tradicional, cuyo origen se remonta al siglo XVII. Se

trata de una evolución profana y popular del teatro Nô, mucho más sofisticado y
reservado a la nobleza. Sus temas melodramáticos y épicos dan gran importancia
a la danza y las interpretaciones coreografiadas, a los trajes, los maquillajes y los
decorados. Sólo se admiten intérpretes masculinos incluso en los papeles
femeninos, encarnados por especialistas llamados oyama. <<
[9] Una de las más destacadas narraciones guerreras del periodo Kamakura,
titulada El cuento de los Heike (Heike Monogatari), escrito hacia el último tercio
del siglo XII, donde se cuenta las peripecias aventureras de Miyamoto Yohitsune,
quien aprende el ken-jutsu (arte de pelear con la espada) gracias a los Tengu,
seres mitológicos provistos de amplias alas y grandes narices, y celosos
guardianes de los secretos del ken-jutsu. En la traducción inglesa de Heten C.
McCullongh (Stanford University Press, 1998) puede apreciarse el estilo ágil y
tremendamente «físico» de tales relatos: «Y soltando sus flechas como
relámpagos mató a 12 de los soldados Heike y dejó heridos a 11 más… Se
descalzó, y saltando con los pies desnudos sobre las vigas del puente lo cruzó.
Todos tenían miedo en atravesarlo, pero él caminó por el puente roto como
quien pasea por la calle Ichijo o Nijo de la capital. Con su naginata (espada
enmangada) segó a cinco enemigos, pero al sexto lo partió de un tajo». <<
[10] Conocida también como «Los 47 ronin», La venganza de los cuarenta y

siete samuráis narra unos sucesos históricos sucedidos a principios del


siglo XVIII. En el año 1701, durante los preparativos para recibir a los enviados
del emperador en el castillo del shogun (señor guerrero) de Edo, el daimio
Kozunosuke Kira, celoso de que se encarguen dichos preparativos al prestigioso
daimio Asano-Takumino Kami, ofende a este último de mil modos, dejándolo en
ridículo frente al shogun y los emisarios del emperador. Finalmente, Kira insulta
verbalmente a Asano, conocedor de que, a pesar de la nobleza de su carácter, es
también irascible e impetuoso. Estos rasgos eran inadmisibles en un samurái, ya
que el autodominio era condición fundamental del bushido. Perdido el control.
Asano desenvaina su katana (sable samurái) en el palacio del shogun y hiere a
Kira en la espalda. A pesar de que la herida es leve, la falta es grave. En esos
tiempos de paz recién conquistada, desenvainar la espada en el palacio del
shogun estaba absolutamente prohibido. Asano no sólo es condenado a cometer
seppuku (suicidio ritual mediante harakiri, literalmente, «corte de estómago»),
sino que es conducido al sacrificio «custodiado», lo cual implica que se le
considera un criminal. Se ordena además la desaparición de su clan. Sin
embargo, el chambelán del desdichado daimio Asano-Takumino Kami, llamado
Oishi Kuanosuke, decide vengar a su señor. Por razones estratégicas, espera doce
meses para lavar la afrenta junto a un grupo de 47 fieles samuráis. Un año
durante el cual, convertidos en ronin, son humillados, tratados de cobardes y
despreciados, incluso por sus familiares más cercanos y por los campesinos de
clases más bajas. Pero, una vez se cumple el aniversario de la muerte de su
señor, los 47 samuráis comandados por Oishi toman por asalto el castillo de Kira
y decapitan al villano, colocando su cabeza sobre la tumba de su daimio Asano,
quien, por fin, descansará en paz. Consumada su venganza, se entregan al
shogun por haber desobedecido la ley y mueren noblemente, solos y sin escolta,
cometiendo seppuku en medio de la admiración de todo el Japón. <<
[11]
Desser, David: «Toward a Structural Analysis of the samurái Film», en
AA. VV.: Reframing Japanese Cinema, Indiana University Press, Bloomington,
1992, pág. 145. <<
[12] Inspirado en un personaje del manga creado por Kazuo Kouke, el personaje

de Lobo Solitario recorre el imperio denunciando con su sola presencia los


abusos de un orden feudal que lo quiere ver muerto, convirtiéndose para sí
mismo y para los demás en la encarnación definitiva del bushido. Protagonizada
por Tomisaburo Wakayama, la serie sobre Lobo Solitario la forman los
siguientes filmes: Kozure Ôkami; Shinikazeni mukau ubaguruma (1972),
Kozure Ôkami: Sanzu no kawa no ubaguruma (1972), Kozure Ôkami:
Kowokashi udekashi tsukamatsuru (1972) y Kozure Ôkami: Meifumando
(1973), todos ellos dirigidos por Kenji Misumi, Kozure Ôkami: Oya no kokoro
ko no kokoro (1972), de Buichi Saito, y Kozure Ôkami: Jigoku e ikuzo!
Dnigoro (1974), de Yoshiyuki Kuroda, cuyo éxito descomunal certificó el fin
del chambara: ya jamás ningún otro título del género fue bien recibido en el
Japón, a pesar del moderado éxito de Iga ninpoucho (1982), de Mitsumasa
Saito, y Jipangu (1992), de Kaizo Hoyabashi. <<
[13] Desser, David: Op. cit., pág. 146. <<
[14] Ibídem, pág. 146. <<
[15] Tassone, Aldo: Op. cit., pág. 62. <<
[16] Yuzan, Daidoji: El código del samurái. El espíritu del bushido japonés y la

vía del guerrero, Editorial EDAF, col. Arca de Sabiduría, Madrid, 2002, págs.
19-20. Daidoji Yuzan Shigesuke vivió durante el siglo XV y pertenecía a una
distinguida familia de samuráis que afirmaba descender del clan Taira. Fue un
escritor prominente de su época —especialmente conocidas en Japón son sus
crónicas sobre la regencia de Ieyasu Tokugawa—, además de un respetado
experto en temas militares. El código del samurái, traducido por primera vez del
japonés a una lengua occidental (inglés) en 1941, presenta el código de honor
samurái mediante una serie de normas muy claras exigidas a los jóvenes
guerreros desde la segunda mitad del siglo XVI hasta el siglo XVIII. <<
[17] Por ejemplo, al inicio del film fantástico Kuroneko (1968), de Kaneto
Shindo, un grupo de samuráis vencidos en batalla, desarmados, hambrientos y
sin señor, saquean la modesta granja de dos mujeres solitarias, madre e hija, y
después de violarlas, las matan. Una práctica que ocasionalmente sucedía
también en tiempos de paz, como documenta el informe de un funcionario del
gobierno Fujiwara en el año 946: «Hay muchos samuráis que hacen un uso
ilegal del poder y de la autoridad, forman confederaciones, se ocupan
diariamente de ejercicios militares, reclutan y mantienen hombres y caballos so
pretexto de realizar cacerías, amenazan a los gobernadores de distrito, saquean
al pueblo común, violan a sus esposas e hijas, les roban sus bestias de carga y
las emplean para sus propios fines, interrumpiendo de este modo las actividades
agrícolas». <<
[18] Vidal Estévez, Manuel: Op. cit. n.º 4, pág, 46. <<
[19] La aparición que condena a Washizu es un cho-ken-ju-jiki-netsu-gaki,
duendes/fantasmas que comen los restos de las piras funerarias y el lodo de las
tumbas —de ahí las pilas de osamentas y carroña que circundan el lugar de sus
apariciones—, capaces de volar y hacerse invisibles a los ojos de los hombres.
Los gaki son susceptibles de ser vistos por los débiles de mente, los de escasos
conocimientos o los excesivamente impresionables. He aquí el porqué del
tortuoso vinculo existente entre Taketoki Washizu y el gaki. <<
[20] Yuzan, Daidoji: Op. cit., pág. 67. <<
[21] Vidal Estévez; Manuel: Op. cit., pág. 46. <<
[22] Tassone, Aldo: Op. cit., pág. 60. <<
[23] Citado por Yuzan, Daidoji: Op. cit., pág. 98. <<
[24] La homosexualidad entre los samuráis, a pesar de las evidencias históricas,

siempre ha sido un tema tabú en el Japón. Por eso, cuando se estrenó el film de
Nagisa Oshima Gohatto (1999), donde se abordan de manera directa las
relaciones sentimentales entre compañeros de armas —o más frecuentemente,
entre el sensei (maestro) y uno de sus deshi (alumno)—, la crítica nipona más
conservadora, ayudada por algunos sectores políticos, se echó encima del
realizador acusándolo de tergiversar la historia en aras del más puro
sensacionalismo. <<
[25] Tassone, Aldo: Op. cit., pág. 60. <<
[26] Otra de las formas de teatro tradicional del Japón pero, a diferencia del

kabuki, el Nô tiene unos orígenes mucho más antiguos, datados hacia principios
del siglo XIV, Próximo a la tradición budista, rico en símbolos antiguos y
herméticos, estaba reservado sólo a la nobleza. El refinamiento de todos los
elementos de su puesta en escena lo convierten en una completa obra de arte. <<
[27] Richie, Donald: Op. cit., pág. 170. <<
[28] El haiku es un poema tradicional japonés, con un limitado número de sílabas

y temas, habitualmente galante y épico. <<


[29] Como, por ejemplo, en Dai-bosatsu toge (1966), de Kihachi Okamoto. En

ese film, Tatsuya Nakadai interpreta a un samurái llamado Ryunosuke,


despojado de toda filosofía y poseído exclusivamente por el ansia de matar. De
hecho, el film termina de pronto, congelando la imagen de una batalla todavía
inconclusa entre Nakadai y varios adversarios, subrayando que la única razón de
ser del protagonista es la lucha y la muerte, sin espacio para reflexión ética
alguna, Pero lo que podría ser un relato «crítico» respecto a la figura mítica del
samurái deviene, a causa de la realización de Okamoto, en un exaltado
panegírico de las virtudes guerreras de Ryunosuke. <<
[30]
Al respecto, consultar el imprescindible «The Japanese Film. Art And
Industry (Expanded Edition)», por Joseph L. Anderson y Donald Ritchie —con
prólogo de Akira Kurosawa—. Princeton University Press, New Jersey, 1982. <<
[31] Richie, Donald: Op. cit., pág. 145. <<
[32] Extraordinario detalle que Walter Hill retomó para su film noir-western El

último hombre (The Last Man Standing, 1996), donde John Smith (Bruce
Willis) llega con su destartalado Ford a un cruce de carreteras y hace girar sobre
sí misma una botella de whisky para escoger el camino a seguir. No en vano, Hill
hace de su gángster/matón a sueldo un auténtico ronin. <<
[33]
Kott, Jan: Apuntes sobre Shakespeare, Editorial Seix Barral, Barcelona,
1969. <<
[1] Grilli, Peter; Owens, David: «Film Notes», en Kurosawa. A Retrospective,

Japan Film Center, Nueva York, 1982, pág. 70. <<


[2] Richie, Donald: The Films of Akira Kurosawa, University of California Press,

Berkeley y Los Angeles, 1965 3.ª ed.: 1996, pág. 141). <<
[3] Sato, Tadao: Currents in Japanese Cinema, Kodansha, Tokio, 1982, pág. 255.

<<
[4] Richie, Donald: Op, cit., pág. 143. <<
[5] Véase Desser, David: «Ikiru: Narration as a Moral Act», en Nolletti, A. y

Desser, D. (eds.): Reframing Japanese Cinema, Indiana University Press,


Bloomington e Indianapolis, 1992. <<
[6] Vidal Estévez, Manuel: Akira Kurosawa, Cátedra, Madrid, 1992, pág. 88. <<
[7] Sato, Tadao; Op. cit., págs. 124 y ss. <<
[8] Sato, Tadao: Op. cit., pág. 131. <<
[9] Burch, Noël: To the Distant Observer. Form and Meaning in the Japanese

Cinema, Scolar Press, Londres, 1979, pág. 297. <<


[1] El conocimiento de los clásicos rusos por Kurosawa no es un mero exotismo.

Las traducciones de Tolstoi o Chejov encabezaron, entre otros textos, la


irrupción de la literatura realista occidental en Japón durante las últimas décadas
del periodo Meiji (1865-1912) y los subsiguientes años de la llamada
«democracia Taisho» (1912-1926). De hecho, algunas de estas obras se
convirtieron en clásicos populares con cierta celeridad; la adaptación escénica de
Resurrección de Tolstoi fue uno de los grandes hitos de la penetración del
«nuevo teatro» (shingeki), tal como ilustra una de las películas de posguerra del
mismísimo Kenji Mizoguchi, El amor de la actriz Sumako (Joyû Sumako no
koi, 1947). De hecho, el propio Mizoguchi cuenta en su filmografía con dos
adaptaciones de la novela de Tolstoi, de las cuales sobrevive la segunda El valle
del amor y la tristeza (Aienkyo, 1937). <<
[2]
Goodwin, James: Akira Kurosawa and Intertextual Cinema, The John
Hopkins University Press, Baltimore, Maryland, 1991, pág. 59. <<
[3]
Deleuze, Gilíes: La imagen-movimiento. Estudios sobre cine 1, Paidós,
Barcelona y Buenos Aires, 1987, pág. 267. <<
[4] El heroísmo de los personajes de Kurosawa radica en el ejercicio de la
voluntad. Así lo proclama el médico alcohólico de El ángel borracho al final de
la película. Una voluntad moral acuciada por una pregunta cuyos datos se deben
revelar (¿cómo actuar como médico ante un enfermo rebelde, el hampón
interpretado por Toshiro Mifune, que es, además un parásito social? ¿Por qué
insistir en una misión continuamente desmentida por ese entorno cenagoso que
hace reinar la enfermedad?). <<
[5] Kurosawa intenta cartografiar lo «demasiado humano» no yo en relación con

un absoluto moral de origen cristiano, como Dostoievski, sino en función de un


absoluto moral humanista, que sólo puede ser asumido desde una posición de
individualismo heroico, con la muerte como único horizonte. Ahora bien, en el
cine de Kurosawa permanece constantemente la sensación de que el hombre
lleva siempre consigo la semilla de ese mal, y que la única forma de salvarla es
oponerle una voluntad heroica e individual. En este sentido sorprende hasta qué
punto en la obra de un cineasta procedente de una cultura no cristiana como la
japonesa, se insinúa la presencia de una noción tan cristiana —última herencia
del autor ruso— como el pecado original. <<
[6] Kurosawa quiso llevar Dersu Uzala a la pantalla ya durante los años de la

posguerra, para lo cual encargó un guión a Eijiro Hisaita. La idea era trasladar la
acción a la isla de Hokkaido durante los primeros años del periodo Meiji. Pero,
al parecer, el paisaje siberiano resultó irreemplazable para el desarrollo del
relato, y el proyecto fue abandonado. Véase Yoshimoto, Mitsuhiro: Film Studies
and Japanese Cinema, Duke Universíty Press, 2000, pág. 344. <<
[7] Véanse entre otros los comentarios de Richie, Donald: The Films of Akira

Kurosawa, Universíty of California Press, Berkeley, Los Angeles, Londres,


1998; y Prince, Stephen: The Warriors’ Camera, The Cinema of Akira
Kurosawa, Princeton Universíty Press, Princeton, Nueva Jersey, 1991. <<
[8] Osanai fue una de las figuras más relevantes del shingeki japonés, y realizó

adaptaciones de Tolstoi, Chejov, Maeterlinck y Gorki, entre otros. Su influencia


sobre el desarrollo del cine japonés, y sobre algunos de sus más inquietos
representantes, no ha sido suficientemente ponderada. Al parecer, Kurosawa
frecuentó el teatro de Osanai durante los años veinte. Goodwin afirma que las
fotos de una de las representaciones de Los bajos fondos, a cargo del Pequeño
Teatro Tsukiji de Osanai, durante esos años ponen de manifiesto semejanzas
notables con el estilo visual de la adaptación de Kurosawa (Goodwin, James:
Op. cit., pág. 88). <<
[9] En un texto de 1966 sobre las diferencias, relaciones y equívocos habituales

entre el cine y el teatro, Susan Sontag citaba una lúcida tesis expuesta en el libro
Film And Theatre (1936) por Allardyce Nicoll: «Prácticamente todos los
personajes teatrales pintados con eficacia son prototípicos [en tanto] que en cine
exigimos individualización…». Dejemos constancia, eso sí, de que Sontag, en
este mismo texto, menciona Bajos fondos de Kurosawa como un ejemplo
logrado de adaptación cinematográfica de una obra teatral (cit. Sontag, Susan:
Estilos radicales. Suma de Letras, Madrid, 2002, pág. 166). <<
[1] Tassone, Aldo: Akira Kurosawa, Flammarion, París, 1990, traducido del
italiano por Brigitte Branche con la colaboración de Françoise Pieri. <<
[2] Pardo, José Luis: Deleuze: violentar el pensamiento, Editorial Cincel, Madrid,

1990. <<
[3] Deleuze, Gilles: La imagen-movimiento, Ediciones Paidós, Barcelona, 1984.

<<
[4] Ibídem, nota 3. <<
[5]
Yamada, Koichi: «Destin de Samourai», en Cahiers du cinéma, n.º 182,
septiembre de 1966. <<
[1]
Véase Aumont, Jacques: El ojo interminable: cine y pintura, Paidós,
Barcelona y Buenos Aires, 1997. <<
[2] De hecho, los pintores franceses de finales del siglo XIX que descubrieron el

arte japonés de la estampa vieron en ella los elementos que no encontraban en el


arte academicista de la época (movimientos fugaces, asimetría, colores fuertes y
puros, elogio de la línea ondulante, planitud), y los adaptaron a sus obras.
Artistas como Manet o incluso van Gogh quedaron prendados de estas humildes
obras, que en Japón no contaban con suficiente aprecio. A esta moda o tendencia
se le llamó «japonesismo». Por lo tanto, la conexión oriente-occidente se
convierte en un viaje de ida y vuelta constante, aplicable a la construcción de la
«imagen Kurosawa». <<
[3] No es nuestra intención reducir la historia de la pintura japonesa a dichas

características, aunque, para conectar las imágenes de Kurosawa con ella, nos
permitimos esta licencia, cuya finalidad es explicativa y no conclusiva, No nos
son ajenas las diferencias en el desarrollo de la pintura japonesa, y así vemos que
las primeras pinturas de los periodos Heian (794-1IS5) y Kamakura (1185-1333)
tienen ciertas peculiaridades que desaparecen, por ejemplo, en los pintores de la
tendencia Ukiyo-e (desarrollada sobre todo durante el siglo XVIII en los periodos
Edo o Tokugawa) tras años de evolución artística. <<
[4] Sólo recordar la borrachera cromática del barrio de chabolas de Dodeskaden

o la brillante utilización de colores planos en Ran (centrados en tonos fríos y


cálidos, y muchas veces prevaleciendo los colores primarios, rojo, azul y
amarillo) con un indudable fin estético. <<
[5] Zunzunegui, Santos: «Oriente y Occidente», en Creación, n.º 11, mayo 1994,

págs. 58-61. <<


[6] Estève, Michel: “Akira Kurosawa”, en Études cinématographiques, n.º 165-

169, Lettres Modernes, Minard, París, 1990, págs.' 147-149. <<


[7] El director de Gertrud (Gertrud, 1964), concebida en un principio en color,

escribió sus teorías sobre el uso cinematográfico del mismo en dos textos
fundamentales: «Cine en color y cine coloreado» (1955) y la conferencia
«Imaginación y color» (1955). Publicados en castellano en Dreyer, Carl
Theodor: Sobre el cine, 40" Semana Internacional de Cine de Valladolid,
Valladolid, 1995, págs. 139-144 y 145-153 respectivamente. <<
[8] Kurosawa, Akira: Autobiografía, Fundamentos, Madrid, 1998 (2.ª edición),

pág. 126. El autor aquí se refiere a Gustave Courbet (1819-1877), pintor francés
creador de la escuela realista que planteó una respuesta al academicismo reinante
mediante la mirada directa sobre la realidad, sin idealizarla. <<
[9] Estas citas vienen recogidas en la presentación de la exposición «Les
storyboards de Akira Kurosawa», organizada por el 55.º Festival Internacional
de Cine de Cannes en 2002. <<
[1] Inuhiko, Yomota: «Transformation and Stagnation: Japanese Cinema in the

1990s», Art & Text, n.º 40, 1991, pág. 77. <<
[2] García Márquez, Gabriel: «Esperando el tifón», El País, 9 de junio de 1991.

Recogido en Vidal Estévez, Manuel: Akira Kurosawa, Cátedra, Madrid, 1992,


pág. 139. <<
[3] Desser, David: «Madadayo: No, Not Yet, for the Japanese Cinema», Post

Script, vol. 18, n.º 1 (otoño 1998), págs. 52-58. <<


[4] Prince, Stephen: The Warrior’s Camera. The Cinema of Akira Kurosawa,

Princeton University Press, Princeton, 1999 (2.ª edición, ampliada y revisada;


edición original, 1992), págs. 313-314. Véase también Goodwin, James: «Akira
Kurosawa and the Atomic Age», en Goodwin, James (ed.): Perspectives on
Akira Kurosawa, Simon & Schuster/Macmillan, Nueva York, 1994, citado aquí
por su reimpresión en Broderick, Mick (ed.): Hibakusha Cinema. Hiroshima.
Nagasaki and the Nuclear Image in Japanese Film, Kegan Paul International,
Londres y Nueva York, 1996, págs. 195-196. <<
[5] Prince, Stephen: The Warrior’s Camera. The Cinema of Akira Kurosawa,

págs. 293-294. <<


[6] Prince, Stephen: The Warrior’s Camera. The Cinema of Akira Kurosawa, pág.

313. <<
[7] Ehrlich, Linda C.: «The Extremes of Innocence: Kurosawa’s Dreams and

Rhapsodies», en Broderick, Mick (ed.): Hibakusha Cinema. Hiroshima.


Nagasaki and the Nuclear Image in Japanese Film, pág. 172. <<
[8] Véase, en particular, la conocida invectiva de Bernstein, Matthew y Ravina,

Mark: «Rhapsody in August», American Historical Review, vol. 98, n.º 4


(octubre 1993), pág. 1163. Algunas recientes —e inteligentes— defensas del
film se encuentran en Yoshimoto, Mitsuhiro: Kurosawa. Film Studies and
Japanese Cinema, Duke University Press, Durham, 2000; Shapiro, Jerome F.:
Atomic Bomb Cinema. The Apocalyptic Imagination on Film, Routledge, Nueva
York y Londres, 2002, págs. 294-300; y Nazzaro, Giona A.: «Lascito di
memoria», Filmcritica, vol. 53, n.º 534 (abril 2003), págs. 152-154. <<
[9] Prince, Stephen: The Warrior’s Camera. The Cinema of Akira Kurosawa,

págs, 319-323. <<


[10] Richie, Donald: A Hundred Years of Japanese Film, Kodansha International,

Tokio, Nueva York y Londres, 2001, pág, 279. <<


[11] Ehrlich, Linda C.: «The Extremes of Innocence: Kurosawa’s Dreams and

Rhapsodies», págs. 161-162. <<


[12] Richie, Donald: «“Mono no aware”: Hiroshima in Film», en Hughes, Robert

(ed,): Film: Book 2. Films of Peace and War, Grove Press, Nueva York, 1962,
págs. 67-86; reimpreso en Broderick, Mick (ed.): Hibakusha Cinema.
Hiroshima, Nagasaki and the Nuclear Image in Japanese Film, págs. 20-37. <<
[13] Richie, Donald: «“Mono no aware”: Hiroshima in Film», pág. 33. Véase

también la opinión coincidente de Mellen, Joan: The Waves al Genji’s Door.


Japan Through Its Cinema, Pantheon Books, Nueva York, 1976, pág. 202. <<
[14] Richie, Donald: «“Mono no aware”: Hiroshima in Film», pág. 33. Para una

crítica rotunda, véase Tassone, Aldo: Akira Kurosawa, La Nuova Italia,


Florencia, 1981, págs. 40-41, donde no sólo se cuestiona la eficacia de la
esforzada interpretación de Toshiro Mifune caracterizado como un anciano, sino
sobre todo la frialdad analítica del film y su deficiente construcción dramática.
<<
[15] Prince, Stephen: The Warrior’s Camera. The Cinema of Akira Kurosawa,

pág. 312. <<


[16] Prince, Stephen: The Warrior’s Camera. The Cinema of Akira Kurosawa,

págs. 317-319, y Linda C. Ehrlich, «The Extremes of Innocence: Kurosawa’s


Dreams and Rhapsodies», págs. 164-169, donde desarrolla su discurso sobre la
función de los «extremos de inocencia» en Rapsodia en agosto. <<
[17]
Véase el penetrante análisis de Joan Mellen en el capítulo 8, «The
Devastated Homeland», de su conocido The Waves at Genji’s Door. Japan
Through lis Cinema. <<
[18] Mellen, Joan: The Waves al Genji’s Door. Japan Through Its Cinema. <<
[19] Elena, Alberto: Ciencia, cine e historia: de Méliès a 2001, Alianza Editorial,

Madrid, 2002, págs. 180-186. <<


[20]
Richie, Donald: The Films of Akira Kurosawa, University of California
Press, Berkeley y Los Angeles, 1965, pág. 109. <<
[21] Mellen, Joan: The Waves at Genji’s Door. Japan Through Its Cinema, pág.

204; Prince, Stephen: The Warrior’s Camera. The Cinema of Akira Kurosawa,
págs. 163-164; y Yoshimoto, Mitsuhiro: Kurosawa. Film Studies and Japanese
Cinema, pág. 246. <<
[22]
Richie, Donald: The Films of Akira Kurosawa, pág. 112; Sato, Tadao:
Currents in Japanese Cinema, Kodansha International, Tokio, 1982, pág. 129;
Galbraith IV, Stuart: The Emperor and the Wolf The Lives and Films of Akira
Kurosawa and Toshiro Mifune, Faber and Faber, Nueva York y Londres, 2002,
pág. 217; y Shapiro, Jerome F.: Atomic Bomb Cinema. The Apocalyptic
Imagination on Film, págs. 291-292. <<
[23] El origen de su interpretación como una suerte de inesperado y simbólico

happy end parece encontrarse en Richie, Donald: The Films of Akira Kurosawa,
pág. 112. Para una interpretación probablemente más ajustada, véase Prince,
Stephen: The Warrior’s Camera. The Cinema of Akira Kurosawa, págs. 169-170.
<<
[24] Richie, Donald: The Films of Akira Kurosawa, pág. 114, y Galbraith IV,

Stuart: The Emperor and the Wolf. The Lives and Films of Akira Kurosawa and
Toshiro Mifune, pág. 221. La primera exhibición de Crónica de un ser vivo
tendría lugar en el marco de la Retrospectiva Kurosawa del Festival de Cine de
Berlín en 1961, donde despertaría un notable interés. <<
[25] Burch, Noël: To the Distant Observer. Form and Meaning in the Japanese

Cinema, University of California Press, Berkeley y Los Angeles, 1979, págs,


306-307. <<
[26] Kirano, Kyoko: «Depiction of the Atomic Bombings in Japanese Cinema

during the U. S. Occupation Period», en Broderick, Mick (ed.): Hibakusha


Cinema. Hiroshima, Nagasaki and the Nuclear Image in Japanese Film, págs.
103-119. <<
[27]
La vivida expresión corresponde a las impresiones de Nagisa Oshima,
entonces todavía un joven ayudante de realización en la Shochiku, a raíz de su
primer visionudo del film. Citado por Galbraith IV, Stuart: The Emperor and the
Wolf The Lives and Films of Akira Kurosawa and Toshiro Mifune, pág, 223. <<
[1] Tessier, Max: Images du cinéma japonais. Editions Henry Veyrier, París,
1990. <<
[2] Vidal Estévez, Manuel: Akira Kurosawa, Cátedra, Madrid, 1992. <<
[3] Kurosawa, Akira: Autobiografía, Fundamentos, Madrid, 1989. <<
[1] Kurosawa a Shirai, Yoshio; Shibata, Hayao; Yamada, Koichi: «L’Empereur»,

en Cahiers du cinema, n.º 182, septiembre de 1966. <<


[2] Yoshimoto, Mitsuhito: Kurosawa. Film Studies and Japanese Cinema, Duke

University Press, 2000, págs. 185-186. <<


[3] Estética que, naturalmente, no debe contemplarse como algo aislado y en sí

mismo considerado, sino como algo que guarda una estrecha relación orgánica
con los demás elementos de puesta en escena característicos de su autor, lo cual
nos llevaría a ramificar esta explicación y ampliarla a otros aspectos que se
encuentran íntimamente ligados con el que estamos abordando ahora, como
podría ser el sentido que Kurosawa tiene de la dirección de actores
(obligándonos a ahondar en la influencia de las formas teatrales japonesas
tradicionales dentro de su cine, como el kabuki y, sobre todo, el Nô); su empleo
del blanco y negro, tan abundante en su filmografía, y a continuación su personal
uso del color; o la influencia dramática de célebres autores occidentales, como
Shakespeare, Dostoievski o Gorki, etc., todo lo cual desbordaría el propósito
inicial de estas líneas. <<
[4] Zunzunegui, Santos: «Oriente y Occidente», en Creación, n.º 11, Madrid,

1994, pág. 60 (dentro del dossier Akira Kurosawa, coordinado por Manuel Vidal
Estévez). <<
[5] Adelantándose al Aki Kaurismäki de Hamlet liikemaailmassa/HamJet Goes

Business (1987) o al interesante Michael Almereyda de Hamlet (Hamlet, 2000).


<<
[6] Yoshimoto, Mitsuhito: Op. cit. nota 2, págs. 320 y 325, respectivamente. <<
[7]
Prince, Stephen: «Zen and Selfhood: Patterns of Eastern Throught in
Kurosawa’s Films», en Goodwin, James (ed.): Perspectives on Akira Kurosawa,
G. K. Hall, Nueva York, 1994, págs. 229-231. Citado por Yoshimoto, Mitsuhito:
Op. cit., págs. 74-75 <<
[8] Ibídem, pág. 77. <<
[9] Deleuze, Gilles: La imagen-movimiento, Paidós, Barcelona, 1984. <<
[10] No deja de ser sugestiva la opinión de Tadao Sato, vertida en Japanese

Cinema and the Traditional Arts: Imagery, Technique, and Cultural Context,
dentro del volumen colectivo Cinematic Landscapes. Observations on the Visual
Arts and Cinema of China and Japan (Linda C. Ehrlich y David Desser,
editores), University of Texas Press, Austin, 1994, pág. 174, según la cual la
utilización de la luz del sol en Rashomon vulnera el empleo tradicional de la luz
solar dentro del estilo pictórico nipón conocido como simbolismo de «pájaro y
flor», cultivado preferentemente entre los siglos XVI y XVIII. Dentro de este
movimiento pictórico, el sol siempre está relacionado con buenos augurios. En
cambio, en Rashomon la luz solar «caldea» negativamente el ambiente, en este
caso de cara a la consumación de la violencia del forajido sobre sus víctimas. <<
[11] González Requena, Jesús: «La tela de araña», publicado en Creación, n.º 11,

Madrid, 1994, pág. 74. <<


[1] Sobre la percepción de lo exótico en la cultura occidental, véase de Diego, E.:

Quedarse sin lo exótico, Fundación César Manrique, 1999. <<


[2] La admiración de estos directores por Kurosawa dio su fruto en el film del

director nipón Sueños de Akira Kurosawa, que fue coproducida por Amblin
Entertaiment e Industrial Light and Magic, pertenecientes a Steven Spielberg y
George Lucas, respectivamente. <<
[3] Respecto a la influencia de Los siete samuráis en el cine americano posterior

es necesario citar a Sam Peckinpah, que trasladará a sus westerns la brutal


violencia que Kurosawa exhibe en éste y otros títulos de su filmografía. <<
[4] Véase Kurosawa, Akira: Autobiografía. Fundamentos, Madrid, 1990. <<
[5] Véase Deleuze, Gilles: La imagen-movimiento. Estudios sobre cine I, Paidós,

Barcelona, 1994. Deleuze nos hace notar una constante en el cine de Kurosawa.
Los personajes de sus películas buscan desesperadamente una respuesta a una
situación concreta (en el caso de El perro rabioso, ¿dónde está la pistola
sustraída?). Pero, para llevar a buen término dicha búsqueda, el personaje debe
tomar conciencia de que la respuesta que busca contesta a una pregunta más
amplia (¿puede la miseria transformar a la gente honrada, llevándola a cometer
actos delictivos?). <<
[6] Tanizaki, Junichiro: El elogio de la sombra, Siruela, Madrid, 1999. <<
[1] Kurosawa, Akira: Autobiografía, Fundamentos, Madrid, 1989. <<
[2] Ibídem. <<
[3] Shirai, Yosliio: Mifune Toshiro. Saigo no samurái, Ed. Mainichi Shimbunsha,

Tokio, 1998. <<


[4] Shiroi, Yoshio; Shibata, Hayao; Koichi, Yamada: «L’Empereur», en Cahiers

du cinema, n.º 182, septiembre 1966. Reproducido de Vidal Estévez, Manuel:


Akira Kurosawa, Cátedra, Madrid, 1992. <<
[5] En el número especial, fuera de colección, de Asahi Graph publicado con

motivo de la muerte del actor (Tokio, 1998). <<


[6] Shirai, Yoshio: Op. cit. <<
[7] Tsuchiya, Yoshio: Kurosawa san!, Ed. Shinchosha, Tokio, 2000. <<
[8] Kurosawa, Akira: «Dits», en Positif, n.º 132, noviembre 1971. Reproducido

de Vidal Estévez, Manuel: Op. cit. <<


[9] El cine de los grandes maestros, Ed. Emecé, Buenos Aires, 1983. <<
[1] El lugar que las lecturas de juventud y los libros de viajes ilustrados han

desempeñado en el desarrollo del imaginario visual, en las formas narrativas y


en las temáticas de Marker ha sido recientemente estudiado por Gauthier, Guy:
Chris Marker, écrivain multimedia ou Voyage à travers les média, L’Harmaltan,
París, 2001. Véase también Gauthier, Guy: «Images d’enfance», en Dubois,
Philippe (dir.): Recherches sur Chris Marker. Théorème, Presses Sorbonne
Nouvelle, París, 2002, págs. 46-59. <<
[2] La partitura de Ran también suena como una suerte de eco de la obra de

Marker. Su autor, Toru Takemitsu, fue, casi dos décadas antes, responsable de la
música de Le mystère Koumiko (1965). Su primer cuarteto de cuerda se
escuchará a lo largo de AK, y así nos lo señala la narración del documental a
mitad de su metraje. <<
[3] Véase Lévy, Jacques: «Chris Marker: l’audace et l’honnêté de la subjectivité»,

en Le documentaire français, CinémAction, 41, 1987, págs. 125-131. <<


[4] Citemos sólo algunos ejemplos. En AK aborda la característica relación de

Kurosawa con la naturaleza y sus fenómenos en diferentes ocasiones, una de


ellas a propósito de la lluvia. «Cuando John Ford conoció a Kurosawa —nos
dice la narración— le dijo: “Usted ama realmente la lluvia”». Sensei respondió:
“Usted ha visto bien mis películas”. En Une journée d’Andrei Arsenevitch, la
voice over cerrará con un «Llueve mucho en Tarkovski, como en Kurosawa», una
reflexión sobre la relación física con la naturaleza que mantiene, como el
maestro japonés, este cineasta considerado místico. En este mismo film, se
insertará una carta-video de Medvedkine dirigida a Marker lamentando la
muerte de Tarkovski, acompañándole en su dolor y distanciándose de aquellos
que condenaron y censuraron la obra del cineasta en Rusia. <<
[5]
«Siempre he abominado de esa palabra, pero el caso es que nadie ha
encontrado otra…». Citado por Gauthier, Guy: Op. cit., pág. 86. <<
[6]
Realmente, un «prefacio cinematográfico», como AK, para presentar una
versión francesa que el grupo SLON preparó de la última película muda del cine
soviético, Le bonheur (Alexander Medvedkine, 1934). Véase el número
especial de L’Avant-Scène, 120, diciembre 1971. <<
[7] La voz de Marker y el estilo directo están prácticamente ausentes de su obra

personal —no en sus trabajos colectivos y políticos SLON e ISKRA— después


de Le joli mai (1962), película que cierra el debate contemporáneo sobre la
posibilidad de reconciliación del cinéma-verité con la creación cinematográfica.
Y su imagen ha sido siempre proscrita, no sólo en sus películas; siempre se cita
su constante negativa a enviar fotografías de su persona con las que ilustrar
críticas o textos sobre su obra, peticiones a las que responde con el envío de una
foto de alguno de sus gatos. En Tokyo-Gâ (Tokyo-Gâ, 1984; Wim Wenders),
película que posee muchas complicidades con la obra de Marker, sólo deja que
aparezca su ojo. Véase Amiel, Vincent: «il faut aller jusqu’à Tokio pour que
l’image et le regard se croisent. Sur Sans soleil et Tokyo-Gâ», en Positif, n.º 433,
marzo 1997, págs 99-101. <<
[8] El célebre texto de Bazin a propósito de Lettre de Sibérie, publicado
originalmente en France Observateur (30 de octubre de 1958), ha sido traducido
al castellano y editado en Chris Marker: retorno a la inmemoria del cineasta,
Ediciones de la Mirada/Fundació Antoni Tàpies/Junta de Andalucía, Valencia,
2000. <<
[9] El quinto capítulo de AK se inicia con la voz de Kurosawa haciendo
referencia a la belleza del rodaje que él nunca ha filmado, y que se convierte en
el objeto de Marker: «… Lo que no filmamos nunca es a menudo lo más bello.
Partimos por la mañana… está oscura la carretera del Fuji… en esa luz difusa
salen los caballos… Los campesinos visten sus armaduras y tiran de los
caballos… Llegamos al rodaje… Hay hogueras… Los guerreros se calientan en
ellas… En este gran espacio, los hombres y los caballos están de pie. Es muy
bello y no lo filmamos nunca». <<
[10] La narración de AK se encuentra reproducida en dos lugares: Positif, n.º 296,

octubre 1985, págs. 49-52, y L’Avant-Scène, n.º 403-404, junio-julio 1991, págs.
125-141. Esta última incluye, además del texto, la trascripción de los registros de
la voz de Kurosawa. Las citas literales de la narración que realizamos a lo largo
del texto están tomadas y traducidas de estas fuentes, y no de la versión de la
película que hemos manejado, doblada al castellano y emitida por TMC. <<
[11] Las formas de enunciación en primera persona en la obra de Marker son uno

de los elementos más interesantes y debatidos. De las diferentes interpretaciones,


suscribimos sin reserva la propuesta de Olivier Kohn en favor de una lectura que
nos aleja de «diarios íntimos» o «diarios filmados», de una subjetividad
introspectiva propia de estos géneros que invita al espectador a entrar en un
universo íntimo rayando en el voyeurismo, para pensar en el «yo» markeriano,
expresado en numerosas identidades prestadas, como una conciencia
intersubjetiva que habla desde el presente colectivo en el que sus filmes se
enuncian, remitiendo no hacia sí mismo, sino hacia el otro, hacia los otros,
poniendo la palabra al servicio de la diversidad social y cultural. (Véase Kohn,
Olivier: «Si loin, si proche», en Positif n.º 433, marzo de 1997, págs. 79-82). En
este caso, la adopción del «nosotros» refuerza esta dimensión. <<
[12] Sensación señalada por Bernard Nave («Ran et son double: AK de Chris

Marker», en Jeune cinema, n.º 170, noviembre-diciembre 1985, págs. 1-4) para
toda la narración en general y la puesta en imágenes de un film que no parasita
nuestra mirada para la visión de Ran. <<
[13]
Recordemos que dos películas de Marker, La jetée (1962) y Si j’avais
quatre dromedaires, se construyen con imágenes fijas, tanto fotografías como
fotogramas extraídos de la filmación cinematográfica. <<
[14]
En Olympia 52 (1952), Marker había filmado a un brillante jinete que
devendría en el general Videla. <<
[15] El crítico del Monthly Film Bulletin (vol. 53, n.º 627, abril 1986, pág. 104)

indica la traducción del subtítulo como «El guerrero desconocido del monte
Fuji», que no aparece en la versión original, y éste constituye para él el momento
álgido de AK, aquél en que está más cerca de ser un film Marker, porque es un
momento enteramente inesperado y porque ofrece un comentario perfectamente
válido a la ignominia y el tedio de ser mostrado por el esquema de cosas de otro.
<<
[1] Kurosawa, Akira: Something like an Autobiography, Alfred A. Knopf, Nueva

York, 1982 (citamos por la traducción castellana de Raquel Moya,


Autobiografía, Madrid, Fundamentos, Madrid, 1990, págs. 217 y s. s.). <<
[1] Para mayor información, véase Kurosawa, Akira: Something like an
Aulobiography, Alfred A. Knopf, Nueva York, 1982 (citamos por la traducción
castellana de Raquel Moya, Autobiografía, Fundamentos, Madrid, 1990, págs.
232-239). <<
[2] Shirai, Yoshio; Shibata, Hayao; Koichi, Yamada: «L’Empereur. Entretien avec

Kurosawa Akira», en Cahiers du cinema, n.º 182, septiembre 1966, pág. 40. <<
[3] Véase Prince, Stephen: The Warrior’s Camera. The Cinema of Akira
Kurosawa, Princeton Universíty Press, Princeton, 1999 (2.ª edición), págs. 313 y
ss. <<
[4] Kurosawa, Akira: Op. cit., pág, 238. <<
[5]
Sadoul, Georges: «Existe-t-il un néoréalisme japonais?», en Cahiers du
cinema, n.º 28, noviembre 1953, pág. 14. <<
[6] Deleuze, Gilles: L’image-temps. Cinéma 2, Les Éditions de Minuit, París.

1985 (traducción castellana de Irene Agoff: La imagen-tiempo. Estudios sobre


cine 2, Paidós, Barcelona y Buenos Aires, 1986, págs. 1-26). <<
[7] Tassone, Aldo: Akira Kurosawa, II Castoro Cinema, Florencia, 1994, pág. 37.

<<
[8] Shirai, Yoshio; Shibata, Hayao; Koichi, Yamada: Op. cit., pág. 37. <<
[9] Para mayor información véase Kurosawa, Akira: Op. cit., pág. 236. <<
[10] Shirai, Yoshio; Shibata, Hayao; Koichi, Yamada: Op. cit., pág. 40. <<
[1] Kurosawa, Akira: Something like an Autobiography. Alfred A. Knopf, Nueva

York, 1982 (citamos por la traducción castellana de Raquel Moya.


Autobiografía, Fundamentos, Madrid, 1990, págs. 271-272). <<
[2] Para mayor información, véase Shirai, Yoshio; Shibata, Hayao: Koichi,
Yamada: «L’Empereur. Entretien avec Kurosawa Akira», en Colliers du cinéma,
n.º 182, septiembre 1966, pág. 37. <<
[3] Latorre, José M.ª: «El escándalo, Akira Kurosawa, 1950 (Los filmes vistos

en TV)», en Dirigido por…, n.º 108, octubre 1983, pág. 52. <<
[4] «Pero, además, cuando estaba escribiendo el guión, un personaje totalmente

inesperado comenzó a cobrar más vida que los protagonistas, y acabé


dejándome llevar por él. Este tipo era el corrompido abogado Hiruta “terreno
de parásitos”. (…) Yo ya había escrito muchos guiones, pero ésta era la primera
vez que me ocurría una cosa parecida. Yo no estaba creando a Hiruta; el
bolígrafo era el que describía su personalidad mientras se deslizaba por el
papel». Kurosawa, Akira: Op. cit., págs. 272-273. <<
[5] La excentricidad de Ichiro se pone también de relieve, al menos, en un par de

ocasiones más: en la escena en la que sus dudas lo llevan a desmelenarse y a


comer, como le advierte su modelo, de forma excesivamente apresurada, y en la
secuencia en la que pone en marcha la moto en el estudio para serenarse con el
sonido atronador del tubo de escape. <<
[6] Tassone, Aldo: Akira Kurosawa, La Nuova Italia, Florencia, 1981 (citamos

por la traducción francesa, Edilig, París, 1983, pág. 58). <<


[7] Tassone, Aldo: Akira Kurosawa, II Castoro Cinema, Florencia, 1994, pág. 49.

<<
[8] Ramasse, François: «La légende du gran judo et Scandale», en Positif
n.º 225, diciembre 1979, pág. 40. <<
[1] Tassone, Aldo: Akira Kurosawa, II Castora Cinema, Florencia, 1994, págs.

51-53. Para el proceso de gestación del guión, véase Kurosawa, Akira:


Something Like an Autobiography, Altred A. Knopf, Nueva York, 1982 (citamos
por la traducción castellana de Raquel Moya, Autobiografía, Fundamentos,
Madrid, 1990, págs. 277-278). <<
[2] Kurosawa, Akira: Op. cit., pág. 280. <<
[3] Monterde, José Enrique: “La memoria del pueblo japonés. Akira Kurosawa”,

en Dirigido por…, n.º 118, octubre 1984. <<


[4] Vidal Estévez, Manuel: Akira Kurosawa, Cátedra, Madrid, 2000, pág. 53. <<
[5] Con una cierta exageración, no exenta de ingeniosidad, Aldo Tassone a afirma

que «el inserto del arma que cae dulcemente en el humus suave y mullido vale,
por sí solo, por todos los filmes eróticos». Tassone, Aldo: Akira Kurosawa, La
Nuova Italia, Florencia, 1981 (citamos por la traducción francesa, Edilig, París,
I9S3, pág. 65). <<
[6] Ibídem, pág. 72. <<
[7] Para un análisis más detallado de la narración y de los diferentes puntos de

vista reflejados en los cuatro relatos que los protagonistas realizan de los hechos,
véase Richie, Donald: The Films of Akira Kurosawa, University of California
Press, Berkeley y Los Angeles, 1965, págs. 72-76. <<
[8] Véase Bazin, André: Le cinema de la cruaté, Flammarion, París, 1976
(traducción castellana de Beatriz Meunier de Galipienso: El cine de la crueldad,
Mensajero, Bilbao, 1977, págs. 203-206). <<
[1] Tassone, Aldo: Akira Kurosawa, Ed. Flammarion, París, 1990, pág. 235. <<
[2] Lourcelles, Jacques: Dictionnaire du Cinema. Ed. Robert Laffont, París, 1992,

pág. 129. <<


[3] En esta película la miseria está estrechamente ligada a ese carácter épico. Los

campesinos de la historia se ven obligados a sobrevivir con mijo, al tener que


dedicar el poco arroz de que disponen para «pagar» la ayuda de los samuráis,
que han accedido a enfrentarse a un grupo de bandidos que periódicamente les
roban sus cosechas, dejándoles al borde de la hambruna. <<
[4] Los shogun eran unos generales que llegaron a detentar un poder
prácticamente absoluto en Japón hasta finales del siglo XIX, cuando la
reinstauración del poder imperial en la figura del emperador Meiji dio origen al
período del mismo nombre. <<
[5] Lourcelles, Jacques: Op. cit., pág. 1571. <<
[6] Quizás los ejemplos más brillantes estén en las narraciones entremezcladas de

Rashomon y en la última, y absolutamente espléndida, parte de Vivir, en la que,


en el marco de un típico ritual funerario japonés, una serie de personajes buscan,
por medio de breves flashbacks, la explicación al cambio del anciano Watanabe
en los últimos meses de su vida. <<

También podría gustarte