Fotografía tomada de una repisa en el departamento de Boris Vian, abierto a los periodistas por los 100 años del nacimiento del autor. El libro es "Otoño en Pekín", una novela publicada en 1947.  (Foto: AFP)
Fotografía tomada de una repisa en el departamento de Boris Vian, abierto a los periodistas por los 100 años del nacimiento del autor. El libro es "Otoño en Pekín", una novela publicada en 1947. (Foto: AFP)
/ CHRISTOPHE ARCHAMBAULT
Ricardo Hinojosa Lizárraga

“En lo alto de la escalera, un cuervo con la cabeza prematuramente encanecida por la aplicación de agua oxigenada extrafuerte recibía a los visitantes tendiéndoles una rata destripada que sostenía delicadamente por la cola”

Para algunos, la creatividad de rozaba el delirio. Para otros, sino se parecía a la grandeza, la definía. ¿Por qué hacer tantas cosas? ¿Cómo hacerlas todas bien? Quizás haya sido ánimo de supervivencia. Quizás la efervescencia propia de las mentes que tienen mucho que decir. Fue más incontenible que premeditado. Más espontáneo que milimétricamente calculado. Más de madrugadas en vela y bohemia que de conciencia y diurna lucidez. Aunque no siempre feliz, vivió exultante, de cualquier modo, porque no había una manera distinta en que su naturaleza le permitiría vivir. Fue un impulso incontrolable el que lo llevó a pasarse días y noches sentado frente a hojas en blanco, intentando domarlas mientras bebía una u otra copa. Así escribió 10 novelas. Fue ese mismo espíritu el que sopló la trompeta con la que se haría también músico de jazz, instituyendo su reino en el número 33 de la calle Dauphine, en Le Tabou, un club en el que armaría una banda junto a sus hermanos Lélio y Alain e intercalaría noches y escenario con Juliette Greco, “La musa del existencialismo”. Casi 500 canciones nacieron de ese idilio musical. Una voz poderosa fue la que se apoderó de su cuerpo y lo convirtió en actor, llegando a grabar 6 cortos y 4 películas, incluyendo un pequeño papel en El jorobado de Notre Dame (1956), con Gina Lollobrigida y Anthony Quinn. Cuando le quedaba tiempo libre entre una y otra actividad, supo ser también crítico, traductor, dramaturgo, poeta, conferencista, ingeniero metalúrgico, padre de dos hijos, heredero del ingenio rebelde de Alfred Jarry, “casero” del enorme violinista Yehudi Menuhin, contertulio de Charlie Parker, Duke Ellington o Miles Davis, cófrade de Man Ray o Duchamp, colaborador de Sarte o Camus, organizador de “fiestas sorpresa” en las que podía aparecerse Orson Welles y cómplice e inspiración de Serge Gainsbourg en interminables amanecidas reales e imaginadas.

Si alguna actividad seducía a Boris Vian, él la miraba a los ojos, la sacaba a bailar y se abandonaba con ella a un diálogo imaginario para aprender sus trucos y saciarse mutuamente. Ironías del destino, fue su propio corazón, herido por los estragos de una fiebre reumática contraída en su pubertad, el único que no se sometió a las soluciones anárquicas que siempre parecían sacarlo adelante. Después de todo, nació en un mundo que siempre estuvo en guerra. Abrió los ojos por primera vez un 10 de marzo de 1920, menos de un año y medio después del final de la Primera Guerra Mundial. Creció en la posguerra y en su juventud se inició otra guerra, la Segunda. Francia fue invadida, él quiso pelear y su salud se lo impidió. Allí dónde hasta hacía poco sus amigos cantaban, bailaban o bebían, hoy se paraba un nazi permanentemente amenazante. Su consolidación creativa llega con el fin del conflicto, pero Francia parecía no querer dejar de disparar. Pronto fueron Indochina y Argelia sus nuevos objetivos. Entre ellas, Vian lanza su propia bomba: la canción “El desertor” (1954). “Señor Presidente/ Pero yo no quiero hacerlo/ yo no estoy aquí en la Tierra/ para matar a unos pobres hombres/ Me da igual que usted se enfade/ por lo que vengo a decirle/ Mi decisión está tomada/ ya que voy a desertar”. Como es previsible, la derecha francesa llegó a calificarlo como “antipatriota”, porque su canción podría hacer que muchos jóvenes franceses desistieran de enlistarse. El recuerdo de Celine y “Viaje al fin de la noche” estaba fresco. Vian, por cierto, no era antisemita, ni facho, ni fiel a una sola manera de perturbar lo preestablecido. Puso luces en Saint-Germain-des-Prés antes de que Cortázar jugara rayuela por el barrio. Por todo eso, un solo nombre no le bastó.

No una, sino varias vidas

Vernon Sullivan. Navis Orbi. Lydio Sincrazi. Andy Blackshick. Boriso Viana. Grand Capitaine. Agénor Bouillon. Xavier Clarke. S. Culape. Aimé Damour. Baron Visi. En un desafío de heterónimos para el cual el único digno oponente podría haber sido Fernando Pessoa, Boris Vian firmó con todos esos nombres –y muchos otros más- diversos artículos, canciones, cartas y hasta novelas. Uno de esos alias, incluso, tuvo que enfrentar a la justicia a fines de los años 40. El sonado caso involucraba a un escritor negro, estadounidense, nacido con la piel tan clara como para infiltrarse como blanco dentro de su propia sociedad, al que, sin embargo, los editores de su país le habían negado la posibilidad de que sus textos vean la luz. Su historia es un testimonio brutal de la violencia racial norteamericana, con escenas de sexo explícito incluidas. El título del libro, “Escupiré sobre tu tumba”, publicado en 1946. Aunque este ejercicio sórdido de novela negra no logró vender mucho al principio, el escándalo desatado por las organizaciones más puritanas lo convirtieron en un best-seller y Vernon Sullivan alcanzó la fama.

Escritorio de Boris Vian. El departamento del artista fue abierto a la prensa por los cien años de su nacimiento. (Foto: AFP)
Escritorio de Boris Vian. El departamento del artista fue abierto a la prensa por los cien años de su nacimiento. (Foto: AFP)
/ CHRISTOPHE ARCHAMBAULT

Hacia 1948, el proceso judicial al que se sometió al libro obligó a Boris Vian, que figuraba solo como traductor, a revelar la verdad: Sullivan no era negro, ni norteamericano ni escritor. Era un personaje más, nacido de su imaginación para perturbar al mundo. Tuvo que pagar una fuerte multa por vulnerar “las buenas costumbres”. A pesar de eso, el buen Vernon se las ingenió para publicar otros libros más con su firma: “Todos los muertos tienen la misma piel”, “Que se mueran los feos” y “Con las mujeres no hay manera”. “…hay que reconocer que Sullivan se muestra mucho más sádico que sus ilustres predecesores; no es de extrañar que su obra haya sido rechazada en América: la habrían prohibido, sin ninguna duda, al día siguiente de su publicación”, escribió Vian con brioso cinismo en el prólogo de “Escupiré sobre tu tumba”. En 1947 publicaría, bajo su propio nombre, “La espuma de los días”, muy significativa en su carrera. En junio de 1950 lanzaría su novela más autobiográfica, la delirante “La hierba roja”, de la que extrajimos el párrafo inicial de este artículo. Aunque la cumbre de su carácter iconoclasta y surrealista la logra en mayo de 1953, cuando es nombrado Gran Sátrapa de la Orden Patafísica, un organismo lúdico que defendía las “ciencias de las soluciones imaginarias”, inspirado en la vida y obra de Alfred Jarry y creado varios años después de su muerte. Allí, fue condiscípulo en el absurdo de personajes como Max Ernst, Eugene Ionesco, Joan Miró, Marcel Duchamp, Man Ray, Raymond Queneau, Jacques Prevert, Rene Clair o Groucho Marx.

En 1956, un edema pulmonar minó sus fuerzas, pero en 1957 se recuperó y compuso su única ópera, “El caballero de las nieves”. Después de todo, sus padres, amantes de las artes, lo habían bautizado en recuerdo de Boris Godunov, la ópera de Mussorgsky que tanto los impresionó en su juventud. Poco después, se involucró en un proyecto para llevar al cine “Escupiré sobre tu tumba”. Empezó como guionista del filme, pero pronto lo abandonaría por serios desacuerdos con la producción. A pesar de esto, el 23 de junio de 1959, tras pasar un rato nadando en la piscina Molitor –casi por prescripción médica, para hacerle bien a su maltrecho corazón-, acude de incógnito al estreno, en Le Petit Marbeuf, un cine ubicado cerca de los Campos Elíseos. El impacto del filme fue tan negativo en Vian que, mientras lo veía, su corazón decidió dejar de darle compás a su trompeta, recostó la cabeza hacia atrás y expiró. Tenía apenas 39 años.

Poco antes, el 3 de junio, un crítico del Cahiers du cinéma debutaba como cineasta y cambiaba la historia del cine –del francés, del mundial- para siempre, al estrenar “Los 400 golpes”, obra fundacional de la nouvelle vague. Era Francois Truffaut. Pero Boris no tuvo tiempo para disfrutar ese nuevo mundo. Quizás porque su propia vida fue una película patafísica. Si pasan alguna vez por Saint-Germain-des-Prés y afinan bien el oído, podrán aún descifrar el eco de su voz, susurrando: “Sólo se es libre cuando no se desea nada, y un ser perfectamente libre no debería desear nada. Y como yo no deseo nada, llego a la conclusión de que soy libre.”

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